Si se piensa en que Holmes permaneció ejerciendo activamente
su profesión por espacio de veinte años, y que durante diecisiete de ellos se
me permitió cooperar con él y llevar el registro de sus hazañas, se comprenderá
fácilmente que dispongo de una gran masa de material. Mi problema ha consistido
siempre en elegir, no en descubrir. Aquí tengo la larga hilera de agendas
anuales que ocupan un estante, y ahí tengo también las cajas llenas de
documentos que constituyen una verdadera cantera para quien quiera dedicarse a
estudiar no solo hechos criminosos, sino los escándalos sociales y
gubernamentales de la última etapa de la era victoriana. A propósito de estos
últimos, quiero decir a los que me escriben cartas angustiosas, suplicándome
que no toque el honor de sus familias o el buen nombre de sus célebres
antepasados, que no tienen nada que temer. La discreción y el elevado
sentimiento del honor profesional que siempre distinguieron a mi amigo siguen
actuando sobre mí en la tarea de seleccionar estas memorias, y jamás será
traicionada ninguna confidencia. He de protestar, sin embargo, de la manera más
enérgica contra los intentos que últimamente se han venido haciendo para
apoderarse de estos documentos con ánimo de destruirlos. Conocemos la fuente de
que proceden estos intentos delictivos. Si se repiten estoy yo autorizado por
Holmes para anunciar que se dará publicidad a toda la historia referente a
cierto político, al faro y al cuervo marino amaestrado. Esto que digo lo
entenderá por lo menos un lector.
No es razonable creer que todos esos casos de que hablo
dieron a Holmes oportunidad de poner en evidencia las extraordinarias dotes de
instinto y de observación que yo me he esforzado por poner de relieve en estas
memorias. Había veces en que tenía que recoger el fruto tras largos esfuerzos;
otras se le venía fácilmente al regazo. Pero con frecuencia, en esos casos que
menos oportunidades personales le ofrecían, se hallaban implicadas las más
terribles tragedias humanas. Uno de ellos es el que ahora deseo referir. He
modificado ligeramente los nombres de personas y de lugares, pero, fuera de
eso, los hechos son tal y como yo los refiero.
Recibí cierta mañana (a finales de 1896) una nota apresurada
de Holmes en la que solicitaba mi presencia. Al llegar a su casa, me lo
encontré sentado y envuelto en una atmósfera cargada de humo de tabaco. En la
silla que caía frente por frente de él había una señora anciana y maternal, del
tipo rollizo de las dueñas de casas de pensión.
-Le presento a la señora Merrilow, de South Brixton -dijo mi
amigo, indicándomela con un ademán de la mano-. La señora Merrilow no tiene
inconveniente en que se fume, Watson. Se lo digo por si quiere entregarse a esa
sucia debilidad suya. La señora Merrilow tiene una historia interesante que
contar. Esa historia puede traer novedades en las que sería útil la presencia
de usted.
-Todo lo que yo pueda hacer...
-Comprenderá usted, señora Merrilow, que si yo me presento a
la señora Ronder, preferiría hacerlo con un testigo. Déselo usted a entender
antes de que nosotros lleguemos.
-¡Bendito sea Dios, señor Holmes! -contestó nuestra
visitante-. Ella tiene tales ansias de hablar con usted, que lo hará aunque se
haga usted seguir de todos los habitantes de la parroquia.
-Iremos, téngalo presente, a primera hora de la tarde. Es,
pues, preciso que, antes de ponernos en camino, conozcamos con exactitud todos
los hechos. Si les damos un repaso ahora, el doctor Watson podrá ponerse al
corriente de la situación. Usted me ha dicho que desde hace siete años tiene de
inquilina a la señora Ronder, y que en todo ese tiempo solo una vez le ha visto
la cara.
-¡Y pluguiera a Dios que no se la hubiese visto! -exclamó la
señora Merrilow.
-Tengo entendido que la tiene terriblemente mutilada.
-Tanto, señor Holmes, que ni cara parece. Esa fue la
impresión que me produjo. Nuestro lechero la vio en cierta ocasión nada más que
un segundo, cuando ella estaba curioseando por la ventana del piso superior, y
cuál no sería su impresión, que dejó caer la vasija de leche y corrió por todo
el jardincillo delantero. Ahí verá usted qué clase de cara es la suya. En la
ocasión en que yo la vi la pillé desprevenida, y se la tapó rápidamente, y
luego dijo: «Ya sabe usted, por fin, la razón de que yo no me levante nunca el
velo.»
-¿Sabe usted algo acerca de su vida anterior?
-Absolutamente nada.
-¿Dio alguna referencia cuando se presentó en su casa?
-No, señor, pero dio dinero contante y sonante y en mucha
cantidad. Puso encima de la mesa el importe de un trimestre adelantado, y no
discutió precios. Una mujer pobre, como yo, no puede permitirse en estos
tiempos rechazar una oportunidad como esa.
-¿Alegó alguna razón para preferir su casa?
-Mi casa está muy retirada de la carretera y es más recogida
que otras muchas. Además, yo solo tengo una inquilina y soy mujer sin familia
propia. Me imagino que había visitado otras casas y que la mía le resultó de
mayor conveniencia. Lo que ella busca es vivir oculta, y está dispuesta a
pagarlo.
-Ha dicho usted que jamás esa señora dejó ver su cara, salvo
en esa ocasión y por casualidad. Pues sí, es la suya una historia
extraordinaria, muy extraordinaria, y no me admiro de que desee hacer luz en
ella.
-No, señor Holmes, yo no lo deseo. Me doy por satisfecha con
cobrar mi renta. No es posible conseguir una inquilina más tranquila ni que dé
menos trabajo.
-¿Y qué ha ocurrido entonces para que se haya lanzado a dar
este paso?
-Su salud, señor Holmes. Me da la impresión de que se está
acabando. Además, algo espantoso hay en aquella cabeza. «¡Asesino! -grita-
¡Asesino!» Y otra vez la oí: «¡Fiera! ¡Monstruo!» Era de noche, y sus gritos
resonaban por toda la casa, dándome escalofríos. Por eso fui a verla por la
mañana, y le dije: «Señora Ronder, si tiene usted algún secreto que conturbe su
alma, para eso están el clero y la policía. Entre unos y otros le proporcionarían
alguna ayuda.» Ella exclamó: «Nada de Policía, por amor de Dios. Y en cuanto al
clero, no es posible cambiar el pasado. Y, sin embargo, me quitaría un peso del
alma que alguien se enterase de la verdad antes que yo me muera.» «Pues bien
-le dije yo-; si no quiere usted nada con la policía, tenemos a ese detective
del que tanto leemos», con su perdón, señor Holmes. Ella se agarró a esa idea
inmediatamente, y dijo: "Ese es el hombre que necesito. ¿Cómo no se me
ocurrió jamás acudir a él? Tráigalo, señora Merrilow, y si pone inconvenientes
a venir, dígale que yo soy la mujer de la colección de fieras de Ronder. Dígale
eso y cítele el nombre de «Abbas Parva»." Aquí está como ella lo escribió:
«Abbas Parva.» «Eso le hará venir si él es tal y como yo me lo imagino.»
-Me hará ir, en efecto -comentó Holmes-. Muy bien, señora
Merrilow. Desearía tener una breve conversación con el doctor Watson. Eso nos
llevará hasta la hora del almuerzo. Puede contar con que llegaremos a su casa
de Brixton a eso de las tres.
Apenas nuestra visitante había salido de la habitación con
sus andares menudos y bamboleantes de ánade, cuando ya Sherlock Holmes se había
lanzado con furiosa energía sobre una pila de libros vulgares que había en un
rincón. Se escuchó durante algunos minutos un constante roce de hojas y de
pronto un gruñido de satisfacción, porque había dado con lo que buscaba. Era
tal su excitación que no se levantó, sino que permaneció sentado en el suelo,
lo mismo que un Buda extraño, con las piernas cruzadas, rodeado de gruesos
volúmenes, y con uno de ellos abierto encima de las rodillas.
-Watson, este es un caso que en su tiempo me trajo
preocupado. Fíjese en mis notas marginales que lo demuestran. Reconozco que no
logré explicármelo. Sin embargo, estaba convencido de que el juez de
investigación estaba equivocado. ¿No recuerda usted la tragedia de Abbas Parva?
-En absoluto, Holmes.
-Sin embargo, por aquel entonces vivía usted conmigo. Desde
luego, también mis impresiones del caso eran muy superficiales, porque no disponía
de datos en que apoyarme, y porque ninguna de las dos partes había solicitado
mis servicios. Quizá le interese leer los periódicos.
-¿No podría señalarme usted mismo los detalles
sobresalientes?
-Es cosa muy fácil de hacer. Ya verá cómo los recuerda
conforme yo vaya hablando. El nombre de Ronder era, desde luego, conocidísimo.
Era el rival de Wombwell y de Sanger, uno de los más grandes empresarios de
circo de su tiempo. Hay, sin embargo, pruebas de que se entregó a la bebida y
de que al ocurrir la tragedia se hallaban tanto él como su circo ambulante en
decadencia. La caravana se había detenido para pasar la noche en Abbas Parva,
pueblo pequeño del Berkshire, que fue donde ocurrió este hecho horrendo. Iban
camino de Wimbledon y viajaban por carretera. Se limitaron, pues, a acampar,
sin hacer exhibición alguna, porque se trataba de un lugar tan pequeño que no
les habría compensado el trabajo.
»Entre las fieras que exhibían figuraba un magnífico
ejemplar de león de África. Le llamaban el rey del Sahara, y tanto Ronder como
su mujer tenían por costumbre realizar exhibiciones dentro de su jaula. Ahí
tiene una foto de la escena. Verá por ella que Ronder era un cerdo corpulento,
y su esposa una espléndida mujer. Alguien testimonió durante la investigación
que el león había ofrecido síntomas de estar de humor peligroso, pero que, como
de costumbre, la familiaridad engendra el menosprecio, y nadie hizo caso.
»Era cosa corriente que Ronder o su esposa diesen de comer
al león por la noche. Unas veces lo hacía uno de ellos, otras, los dos juntos;
pero nunca permitían que nadie más le diese de comer, creyendo que mientras
fuesen ellos los que le llevaban el alimento, el león los consideraría como
bienhechores suyos y no les haría ningún daño. La noche del suceso habían
entrado los dos a darle de comer, y entonces ocurrió un suceso horrendo, pero
cuyos detalles nunca se consiguió poner en claro.
»Parece que el campamento todo se despertó hacia medianoche
por los rugidos del animal y los chillidos de la mujer. Todos los cuidadores y
empleados acudieron desde sus tiendas corriendo, llevando linternas. A la luz
de estas vieron un espectáculo terrible. Ronder yacía en el suelo, con la parte
posterior del cráneo hundida y con señales de profundos zarpazos en el cuero
cabelludo; a unos diez metros de distancia de la jaula, que estaba abierta.
Cerca de la puerta de la jaula yacía la señora Ronder, de espaldas, con la
fiera acurrucada y enseñando los dientes encima de ella. Le había destrozado la
cara de tal manera que no se creyó que sobreviviría. Varios de los artistas del
circo, encabezados por el forzudo Leonardo y por el payaso Griggs, acometieron
a la fiera con pértigas, y el león dio un salto hacia atrás y se metió en la
jaula, que aquellos se apresuraron a cerrar.
»Nadie supo cómo había quedado abierta. Se llegó a la
suposición de que la pareja había intentado entrar en la jaula, pero que, en el
instante en que fueron corridos los cierres de la puerta, el animal se lanzó
sobre ellos de un salto. Ningún otro detalle de interés apareció en la
investigación, fuera de que la mujer, en el delirio de sus atroces dolores, no
cesaba de gritar: «¡Cobarde! ¡Cobarde!», cuando la conducían al carromato en
que vivían. Transcurrieron seis meses antes que ella pudiera prestar declaración,
pero se cumplieron debidamente todos los trámites, y el veredicto del jurado
del juez de instrucción fue de muerte sobrevenida por una desgracia.
-¿Cabía otra alternativa? -pregunté yo.
-Tiene usted razón de hacer esa pregunta. Sin embargo, había
un par de detalles que trajeron desasosiego a Edmunds, de la Policía de
Berkshire. ¡Magnífico muchacho el tal Edmunds! Más adelante lo destinaron a
Allahabad. Gracias a él me puse en contacto con el asunto, porque se dejó caer
por aquí y fumamos un par de pipas hablando del mismo.
-¿Era un individuo delgado y de pelo rubio?
-Exactamente. Tenía la seguridad de que descubriría usted su
pista inmediatamente.
-¿Y qué fue lo que le preocupaba?
-La verdad es que nos preocupó a los dos. Resultaba
endiabladamente difícil reconstruir el hecho. Mírelo desde el punto de vista
del león. Se ve en libertad. ¿Y qué hace entonces? Da media docena de saltos
hacia delante para ir a caer sobre Ronder. Este se da media vuelta para huir,
puesto que las señales de los zarpazos las tenía en la parte posterior de la
cabeza; pero el león lo derriba. Entonces, en vez de dar otro salto y escapar,
se vuelve hacia la mujer, que estaba cerca de la jaula, la derriba de espaldas
y le mastica la cara. Por otro lado, los gritos de la mujer parecían dar a
entender que el marido le había fallado de una u otra manera. ¿Qué pudo hacer
el pobre hombre para socorrerla? ¿No ve usted la dificultad?
-Desde luego.
-Pero había algo más, que se me ocurre a mí, ahora que
vuelvo a repasar el asunto. Algunas de las personas declararon que,
coincidiendo con los rugidos del león y con los chillidos de la mujer, se
oyeron gritos de terror que daba un hombre.
-Serían de Ronder, sin duda.
-Difícilmente podía gritar si estaba con el cráneo
destrozado. Dos testigos, por lo menos, se refieren a gritos de un hombre
mezclados con los de una mujer.
-Yo creo que para entonces estaría gritando el campamento
entero. Por lo que se refiere a los demás puntos, creo que podría apuntar una
solución.
-La tomaré muy a gusto en consideración.
-Cuando el león se vio en libertad, él y ella estaban
juntos, a diez metros de la jaula. Ronder se dio media vuelta y fue derribado.
La mujer concibió la idea de meterse dentro de la jaula y de cerrar la puerta.
Era aquel su único refugio. Se lanzó a ponerla en práctica, pero cuando ya
llegaba a la puerta, la fiera saltó sobre ella y la derribó. La mujer, irritada
contra su marido, porque, al huir este, la fiera se había enfurecido. Si ambos
le hubiesen hecho frente, quizá la hubiesen obligado a retroceder. De ahí sus
estentóreos gritos de «¡Cobarde!»
-¡Magnífico, Watson! Su brillante exposición no tiene más
que un defecto.
-¿Qué defecto, Holmes?
-Si ambos estaban a diez pasos de distancia de la jaula,
¿cómo llegó la fiera a encontrarse con la puerta abierta?
-¿No es posible que tuviesen algún enemigo y que este la
abrió?
-¿Y por qué había de acometerlos de manera tan salvaje si
estaba acostumbrada a jugar con ellos y a exhibir con ellos sus habilidades
dentro de la jaula?
-Quizás ese mismo enemigo había hecho algo con el propósito
de enfurecerlo.
Holmes permaneció pensativo y en silencio durante algunos
momentos.
-Bien, Watson, hay algo que decir en favor de su hipótesis.
Ronder era un hombre que tenía muchos enemigos. Edmunds me dijo que cuando
estaba metido en copas era espantoso. Hombre corpulento y fanfarrón, maltrataba
de palabra y obra a cuantos se le cruzaban en el camino. Yo creo que aquellos
gritos de monstruo, de los que nos ha hablado nuestra visitante, son
reminiscencias nocturnas del muerto querido. Sin embargo, todo esto no son sino
cábalas fútiles mientras no conozcamos todos los hechos. Tenemos en el aparador
una perdiz fría y una botella de Montrachet. Renovemos nuestras energías antes
de que tengamos que exigirles un nuevo esfuerzo.
Cuando nuestro coche hamson nos dejó junto a la casa de la
señora Merrilow, nos encontramos a la rolliza señora cerrando con su cuerpo el
hueco de la puerta de su morada humilde, pero retirada. Era evidente que su
precaución principal era la de no perder una buena inquilina, y antes de
conducirnos al piso superior nos suplicó que no dijésemos ni hiciésemos nada
que pudiera provocar un hecho tan indeseable. Por fin, después de haberle dado
toda clase de seguridades, nos condujo por la escalera, estrecha y mal
alfombrada, hasta la habitación de la misteriosa inquilina.
Era un cuarto mal ventilado, angosto, que olía a rancio,
como no podía menos, puesto que la ocupante no salía de él apenas. Por algo que
parecía justicia del Destino, aquella mujer que tenía encerradas a las fieras
en una jaula había acabado siendo como una fiera dentro de una jaula. Se
hallaba sentada en un sillón roto, en el rincón más oscuro del cuarto. Los
largos años de inactividad habían quitado algo de esbeltez a las líneas de su
cuerpo, que debió de ser hermoso, y conservaba aún su plenitud y voluptuosidad.
Un grueso velo negro le cubría el rostro, pero el borde del mismo terminaba
justamente encima del labio superior, dejando al descubierto una boca perfecta
y una barbilla finamente redondeada. Yo pensé que, en efecto, debió de ser una
mujer extraordinaria. También su voz era de timbre delicado y agradable.
-Señor Holmes, usted conoce ya mi nombre -explicó-. Pensé
que bastaría para que viniese.
-Así es, señora, aunque no acabo de comprender cómo sabe que
yo estuve interesado en el caso suyo.
-Lo supe cuando, recobrada ya mi salud, fui interrogada por
el detective del condado, el señor Edmunds. Pero yo le mentí. Quizás habría
sido más prudente decirle la verdad.
-Por lo general, decir la verdad suele ser lo más prudente.
¿Y por qué mintió usted?
-Porque de ello dependía la suerte de otra persona. Era un
ser indigno por demás. Yo lo sabía, pero no quise que su destrucción recayese
sobre mi conciencia. ¡Habíamos vivido tan cerca, tan cerca!
-¿Ha desaparecido ya ese impedimento?
-Sí, señor. La persona a que aludo ha muerto.
-¿Por qué, entonces, no le cuenta usted ahora a la policía
todo lo que sabe?
-Porque hay que pensar también en otra persona. Esa otra
persona soy yo. Sería incapaz de aguantar el escándalo y la publicidad que
acarrearía el que la policía tomase en sus manos el asunto. No es mucho lo que
me queda de vida, pero deseo morir sin ser molestada. Sin embargo, deseaba dar
con una persona de buen criterio a la que poder confiar mi terrible historia,
de modo que, cuando yo muera, pueda ser comprendido cuanto ocurrió.
-Eso es un elogio que usted me hace, señora. Pero soy,
además, una persona que tiene el sentimiento de su responsabilidad. No le
prometo que, después que usted haya hablado, no me crea en el deber de poner su
caso en conocimiento de la policía.
-Creo que no lo hará usted, señor Holmes. Conozco demasiado
bien su carácter y sus métodos, porque vengo siguiendo su labor desde hace
varios anos. El único placer que me ha dejado el Destino es el de la lectura, y
pocas cosas de las que ocurren por el mundo se me pasan inadvertidas. En todo
caso, estoy dispuesta a correr el riesgo del empleo que usted pudiera hacer de
mi tragedia. Mi alma sentirá alivio contándola.
-Tanto mi amigo como yo nos alegraríamos de oírla.
La mujer se levantó y sacó de un cajón la fotografía de un
hombre. Saltaba a la vista que se trataba de un acróbata profesional, de
magnífica conformación física. Estaba retratado con sus poderosos brazos
cruzados delante del arqueado pecho, y con una sonrisa que asomaba por entre
sus tupidos bigotes; la sonrisa engreída del hombre conquistador de mujeres.
-Es Leonardo -nos dijo.
-¿Leonardo, el forzudo que prestó declaración?
-El mismo. Y este otro es... mi marido.
Era una cara espantosa. La cara de un cerdo humano, o más
bien de un jabalí formidable en su bestialidad. Era fácil imaginarse aquella
boca repugnante, rechinando y echando espumarajos en sus momentos de rabia, y
aquellos ojillos malignos proyectando sus ruindades sobre todo lo que miraban.
Rufián, fanfarrón, bestia; todo eso estaba escrito en aquel rostro de gruesa
mandíbula.
-Estos dos retratos les ayudarán, caballeros, a comprender
esta historia. Cuando yo tenía diez años era ya una muchacha de circo, educada
en el serrín de la pista y que saltaba por el aro. Cuando me convertí en mujer,
se enamoró de mí este hombre, si a su lascivia se le puede dar el nombre de
amor. En un mal momento me casé con él. Desde ese día viví en un infierno, y él
fue el demonio que me atormentó. No había una sola persona en toda la compañía
que no supiese cómo me trataba. Me abandonó para ir con otras. Si yo me
quejaba, solía atarme y me azotaba con su fusta de montar. Todos me compadecían
y todos le odiaban, pero, ¿qué podían hacer? Desde el primero hasta el último
le temían. Porque era terrible en todo momento, pero llegaba a sanguinario
siempre que estaba borracho. Una y otra vez fue condenado por agresión y por
crueldades con los animales; pero tenía dinero abundante, y le importaban muy
poco las multas. Los mejores artistas nos abandonaron, y el espectáculo empezó
a ir cuesta abajo. Únicamente Leonardo y yo lo sosteníamos, con la ayuda del
pequeño Jimmy Griggs, el payaso. Este pobre hombre no tenía muchos motivos para
estar de buen humor, pero se esforzaba cuanto podía en evitar que todo se
derrumbase.
»Leonardo entró entonces cada vez más íntimamente en mi
vida. Ya han visto ustedes cómo era físicamente. Ahora sé cuán pobre era el
espíritu encerrado en un cuerpo tan magnífico, pero, comparado con mi marido,
parecía algo así como el ángel Gabriel. Me compadeció y me ayudó, hasta que
nuestra intimidad sé convirtió en amor; un amor profundo, profundísimo,
apasionado, con el que yo había soñado siempre, pero que nunca esperé sentir.
Mi marido lo sospechó, pero yo creo que tenía tanto de cobarde como de
bravucón, y que Leonardo era el único hombre al que temía. Se vengó a su
manera, atormentándome cada vez más. Una noche mis gritos trajeron a Leonardo
hasta la puerta de nuestro carromato. Aquella vez bordeamos la tragedia, y mi
amante y yo no tardamos en comprender que no era posible evitarla. Mi marido no
tenía derecho a vivir. Planeamos su muerte.
»Leonardo era hombre de cerebro astuto y calculador. Fue él
quien lo planeó todo. No lo digo para censurarle, porque yo estaba dispuesta a
acompañarle hasta la última pulgada del camino. Pero yo no habría tenido jamás
el ingenio necesario para trazar aquel plan. Preparamos una clava (fue Leonardo
quien la fabricó), y en la cabeza de la misma, hecha de plomo, aseguramos cinco
largas uñas de acero, con las puntas fuera y de la misma anchura de la garra
del león. Daríamos con ella a mi marido el golpe de muerte, pero, por las
señales que quedarían haríamos pensar a todos que se la había producido el
león, al que dejaríamos libre.
»La noche estaba negra corno la pez cuando mi marido y yo
marchamos, según era nuestra costumbre, a dar de comer a la fiera. Llevábamos
la carne cruda en un cubo de cinc. Leonardo estaba al acecho detrás de la
esquina del gran carromato junto al cual teníamos que pasar antes de llegar a
la jaula.
»Actuó con retraso; cruzamos por delante de él sin que
descargase el golpe; pero nos siguió de puntillas, y yo oí el crujido que
produjo la clava al destrozar el cráneo. Fue un ruido que hizo dar un vuelco de
alegría a mi corazón. Corrí hacia delante y solté el cierre que sujetaba la
puerta de la gran jaula del león.
»Y entonces ocurrió una cosa terrible. Quizás esté usted
enterado de lo rápidos que son estos animales para recibir el husmillo de la
sangre humana, y cómo esta los excita. Algún instinto extraño debió de hacer
barruntar al león que un ser humano había muerto. Al descorrer yo el cerrojo
saltó y se me vino encima en un segundo. Leonardo pudo salvarme. Si él se
hubiese abalanzado sobre el león y le hubiese golpeado con la maza, habría
podido hacerle retroceder. Pero se acobardó. Lo oí gritar aterrorizado y lo vi
darse media vuelta y huir. En el mismo instante sentí en mi carne los dientes
del león. Ya su aliento abrasador y sucio me había envenenado y apenas
experimenté sensación alguna de dolor. Intenté apartar con las palmas de mis
manos las tremendas fauces manchadas de sangre que lanzaban un vaho hirviente.
Grité pidiendo socorro. Tuve la sensación de que todo el campamento se ponía en
movimiento y conservo el confuso recuerdo de que un grupo de hombres, compuesto
por Leonardo, Griggs y otros, me sacaron de debajo de las zarpas de la fiera.
Ese fue, señor Holmes, por espacio de muchos meses fatigosos, el último de mis
recuerdos. Cuando recobré la razón y me vi en el espejo maldije al león, ¡oh!,
cómo lo maldije; no porque había destrozado mi hermosura, sino por no haberme
arrancado la vida. Solo un deseo tenía, señor Holmes, y contaba con dinero
suficiente para satisfacerlo. Este deseo era el de cubrirme el rostro de manera
que nadie pudiera verlo, y vivir donde nadie de cuantos yo había conocido
pudieran encontrarme. Eso era lo único que ya me restaba por hacer; y eso es lo
que he venido haciendo. Convertida en un pobre animal que se ha arrastrado
hasta dentro de un agujero para morir: así es cómo acaba su vida Eugenia
Ronder.
Permanecimos sentados en silencio un rato, cuando ya la
desdichada mujer había acabado de relatar su historia. De pronto, Holmes
extendió su largo brazo y palmeó en la mano a la mujer con una expresión de
simpatía como rara vez yo le había visto exteriorizar.
-¡Pobre muchacha! ¡Pobre muchacha! -decía-. Los manejos del
Destino son, en verdad, difíciles de comprender. Si no existe alguna
compensación en el más allá, entonces el mundo no es sino una broma cruel. ¿Y
qué fue del tal Leonardo?
-Jamás volví a verlo ni a oír hablar de él. Quizá no tuve
razón para llevar mi animosidad hasta ese punto. Quizás él hubiese amado a esta
pobre cosa que el león había dejado, lo mismo que a uno de esos monstruos de
mujer que exhibimos por el país. Pero no se puede hacer tan fácilmente a un
lado el amor de una mujer. Aquel hombre me había dejado entre las garras de la
fiera, me había abandonado en el momento de peligro. Sin embargo, no pude
decidirme a entregarlo a la horca. Mi suerte me tenía sin cuidado. ¿Qué podía
ser más angustioso que mi vida actual? Pero me interpuse entre Leonardo y su
destino.
-¿Y ha muerto ya?
-Se ahogó el mes pasado mientras se bañaba cerca de Margate.
Leí su muerte en los periódicos.
-¿Y qué hizo de su clava de cinco garras, detalle este el
más extraordinario e ingenioso de toda su historia?
-No puedo decírselo, señor Holmes. Cerca del campamento
había una cantera de cal que tenía en su base una profunda ciénaga verdosa.
Quizás en el fondo de la misma...
-Bien, bien, la cosa tiene ya poca importancia. El caso ha
quedado concluso.
Nos habíamos puesto en pie para retirarnos, pero algo
observó Holmes en la voz de la mujer que atrajo su atención. Volviose
rápidamente hacia ella.
-Su vida no le pertenece -le dijo-. No atente contra ella.
-¿Qué utilidad tiene para nadie?
-¿Qué sabe usted? El sufrir con paciencia constituye por sí
mismo la más preciosa de las lecciones que se pueden dar a un mundo impaciente.
La contestación de la mujer fue espantosa. Se levantó el
velo y avanzó hasta que le dio la luz de lleno, y dijo:
-¡A ver si es usted capaz de aguantar esto!
Era una cosa horrible. No existen palabras para describir la
conformación de una cara cuando esta ha dejado de ser cara. Los dos ojos
oscuros, hermosos y llenos de vida que miraban desde aquella ruina cartilaginosa,
realzaban aún más lo horrendo de semejante visión. Holmes alzó las manos en
ademán de compasión y de protesta, y los dos juntos abandonamos el cuarto.
Dos días después fui a visitar a mi amigo, y este me señaló
con cierto orgullo una pequeña botella que había encima de la repisa de la
chimenea. La cogí en la mano. Tenía una etiqueta roja, de veneno. Al abrirla,
se esparció un agradable olor de almendras.
-¿Ácido prúsico? -le pregunté.
-Exactamente. Me ha llegado por el correo. «Le envío a usted
mi tentación. Seguiré su consejo.» Eso decía el mensaje. Creo, Watson, que
podemos adivinar el nombre de la valerosa mujer que lo ha enviado.
Arthur Conan Doyle
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