sábado, 21 de maio de 2016
Un hombre irascible
Anton Chejov
Yo soy un hombre formal y mi cerebro tiene inclinación a la
filosofía. Mi profesión es la de financiero. Estoy estudiando la ciencia
económica, y escribo una disertación bajo el título de El pasado y el porvenir
del impuesto sobre los perros. Usted comprenderá que las mujeres, las novelas,
la luna y otras tonterías por el estilo me tienen completamente sin cuidado.
Son las diez de la mañana. Mi mamá me sirve una taza de café
con leche. Lo bebo, y salgo al balconcito para ponerme inmediatamente a mi
trabajo. Tomo un pliego de papel blanco, mojo la pluma en tinta y caligrafío El
pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros. Reflexiono un poco y
escribo: «Antecedentes históricos: A juzgar por indicios que nos revelan
Herodoto y Jenofonte, el impuesto sobre los perros data de...»; en este momento
oigo unos pasos muy sospechosos. Miro hacia abajo y veo a una señorita con cara
larga y talle largo; se llama, según creo, Narinka o Varinka; pero esto no hace
al caso; busca algo y aparenta no haberse fijado en mí. Canta:
Te acuerdas de este cantar apasionado.
Leo lo que escribí y pretendo seguir adelante. Pero la
muchacha parece haberme visto, y me dice en tono triste:
-Buenos días, Nicolás Andreievitch. Imagínese mi desgracia.
Ayer salí de paseo, y se me perdió el dije de mi pulsera...
Leo de nuevo el principio de mi disertación, rectifico el
rabo de la letra b y quiero continuar; mas la muchacha no me deja.
-Nicolás Andreievitch -añade-, sea usted lo bastante amable
para acompañarme hasta mi casa. En la de Karenin hay un perro enorme, y yo no
me atrevo a ir sola.
¿Qué hacer? Dejo a un lado mi pluma y desciendo. Narinka o
Varinka me toma del brazo y ambos nos encaminamos a su morada. Cuando me veo
precisado a acompañar a una señora o a una señorita me siento como un gancho,
del cual pende un gran abrigo de pieles. Narinka o Varinka tiene un
temperamento apasionado -entre paréntesis, su abuelo era armenio-. Ella sabe a
maravilla colgarse del brazo y pegarse a las costillas de su acompañante como
una sanguijuela. De esta suerte, proseguimos nuestra marcha. Al pasar por
delante de la casa de los Karenin veo al perro y me acuerdo del tema de mi
disertación. Recordándolo, suspiro.
-¿Por qué suspira usted? -me pregunta Narinka o Varinka. Y
ella a su vez suspira.
Aquí debo dar una explicación: Narinka o Varinka -de repente
me doy cuenta de que se llama Masdinka- se figura que estoy enamorado de ella,
y se le antoja un deber de humanidad compadecerme y curar la herida de mi
corazón.
-Escuche -me dice-, yo sé por qué suspira usted. Usted ama,
¿no es verdad? Le prevengo que la joven por usted amada tiene por usted un
profundo respeto. Ella no puede corresponderle con su amor; mas no es suya la
culpa, porque su corazón pertenece a otro, tiempo ha.
La nariz de Masdinka se enrojece y se hincha; las lágrimas
afluyen a sus ojos. Ella espera que yo le conteste; pero, felizmente, hemos
llegado. En la terraza se encuentra la mamá de Masdinka, una persona excelente,
aunque llena de supersticiones. La dama contempla el rostro de su hija; y luego
se fija en mí, detenidamente, suspirando, como si quisiera exclamar: «¡Oh,
juventud, que no sabe disimular sus sentimientos!»
Además de la mamá están sentadas en la terraza señoritas de
matices diversos y un oficial retirado, herido en la última guerra en la sien
derecha y en el muslo izquierdo. Este infeliz quería, como yo, consagrar el
verano a la redacción de una obra intitulada Memorias de un militar. Al igual
que yo, aplícase todas las mañanas a la redacción de su libro; pero apenas
escribe la frase «Nací en tal año...», aparece bajo su balcón alguna Varinka o
Masdinka, que está allí como de centinela. Cuantos se hallan en la terraza se
ocupan en limpiar frutas, para hacer dulce con ellas. Saludo y me dispongo a
marchar; pero las señoritas de diversos matices esconden mi sombrero y me incitan
a que no me vaya. Tomo asiento. Me dan un plato con fruta y una horquilla, a
fin de que proceda, como los demás, a la operación de extraer el hueso. Las
señoritas hablan de sus cortejadores; fulano es guapo; mengano lo es también,
pero no es simpático; zutano es feo, aunque simpático; perengano no está mal
del todo, pero su nariz semeja un dedal, etc.
-Y usted, Nicolás -me dice la mamá de Masdinka-, no tiene
nada de guapo; pero le sobra simpatía; en usted hay un no sé qué... La verdad
es -añade suspirando- que para un hombre lo que vale no es la hermosura, sino
el talento.
Las jóvenes me miran y en seguida bajan los ojos. Ellas
están, sin duda, de acuerdo en que para un hombre lo más importante no es la
hermosura, sino el talento. Me observo, a hurtadillas, en el espejo para ver
si, realmente, soy simpático. Veo a un hombre de tupida melena, barba y bigote
poblados, cejas densas, vello en la mejilla, vello debajo de los ojos, todo un
conjunto velludo, en medio del cual descuella, como una torre sólida, su nariz.
-No me parezco mal del todo...
-Pero en usted, Nicolás, son las cualidades morales las que
llevan ventaja -replica la mamá de Masdinka.
Narinka sufre por mí; pero al propio tiempo, la idea de que
un hombre está enamorado de ella la colma de gozo. Ahora charlan del amor. Una
de las señoritas se levanta y se va; todas las demás empiezan a hablar mal de
ella. Todas, todas la hallan tonta, insoportable, fea, con un hombro más bajo
que otro. Por fin aparece mi sirvienta, que mi madre envió para llamarme a
comer. Puedo, gracias a Dios, abandonar esta sociedad estrambótica y entregarme
nuevamente a mi trabajo. Me levanto y saludo. Pero la mamá de Narinka y las
señoritas de diversos matices me rodean y me declaran que no me asiste el
derecho de marcharme porque ayer les prometí comer con ellas y después de la
comida ir a buscar setas en el bosque. Saludo y vuelvo a tomar asiento... En mi
alma hierve la irritación. Presiento que voy a estallar; pero la delicadeza y
el temor de faltar a las conveniencias sociales me obligan a obedecer a las
señoras, y obedezco. Nos sentamos a comer. El oficial retirado, que por efecto
de su herida en la sien tiene calambres en las mandíbulas, come a la manera de
un caballo provisto de su bocado. Hago bolitas de pan, pienso en la
contribución sobre los perros, y, consciente de mi irascibilidad, me callo.
Narinka me observa con lástima. Okroschka, lengua con guisantes, gallina
cocida, compota. Me falta apetito; pero engullo por delicadeza. Después de
comer voy a la terraza para fumar; en esto se me acerca la mamá de Masdinka y
me dice con voz entrecortada:
-No desespere usted, Nicolás... Su corazón es de... Vamos al
bosque.
Varinka se cuelga de mi brazo y establece el contacto. Sufro
inmensamente; pero me aguanto.
-Dígame, señor Nicolás -murmura Narinka-, ¿por qué está
usted tan triste, tan taciturno?
¡Extraña muchacha! ¿Qué se le debe responder? ¡Nada tengo
que decirle!
-Hábleme algo -añade la joven.
En vano busco algo vulgar, accesible a su intelecto. A
fuerza de buscar, lo encuentro, y me decido a romper el silencio.
-La destrucción de los bosques es una cosa perjudicial a
Rusia.
-Nicolás -suspira Varinka, mientras su nariz se colorea-,
usted rehuye una conversación franca... Usted quiere asesinarme con su
reserva... Usted se empeña en sufrir solo...
Me coge de la mano, y advierto que su nariz se hincha; ella
añade:
-¿Qué diría usted si la joven que usted quiere le ofreciera
una amistad eterna?
Yo balbuceo algo incomprensible, porque, en verdad, no sé
qué contestarle; en primer lugar, no quiero a ninguna muchacha; en segundo
lugar, ¿qué falta me hace una amistad eterna? En tercer lugar, soy muy
irritable. Masdinka o Varinka se cubre el rostro con las manos y dice a media
voz, como hablando consigo misma: «Se calla...; veo que desea mi sacrificio.
¿Pero cómo lo he de querer, si todavía quiero al otro?... Lo pensaré, sí, lo
pensaré; reuniré todas las fuerzas de mi alma, y, a costa de mi felicidad, libraré
a este hombre de sus angustias».
No comprendo nada. Es un asunto cabalístico. Seguimos el
paseo silencioso. La fisonomía de Narinka denota una lucha interior. Se oye el
ladrido de los perros. Esto me hace pensar en mi disertación, y suspiro de
nuevo. A lo lejos, a través de los árboles, descubro al oficial inválido, que
cojea atrozmente, tambaleándose de derecha a izquierda, porque del lado derecho
tiene el muslo herido, y del lado izquierdo tiene colgada de su brazo a una
señorita. Su cara refleja resignación. Regresamos del bosque a casa, tomamos el
té, jugamos al croquet y escuchamos cómo una de las jóvenes canta:
Tú no me amas, no...
Al pronunciar la palabra «no», tuerce la boca hasta la
oreja.
Charmant,
charmant, gimen en francés las otras jóvenes. Ya llega la noche. Por
detrás de los matorrales asoma una luna lamentable. Todo está en silencio. Se
percibe un olor repugnante de heno cortado. Tomo mi sombrero y me voy a
marchar.
-Tengo que comunicarle algo interesante -murmura Masdinka a
mi oído.
Abrigo el presentimiento de que algo malo me va a suceder,
y, por delicadeza, me quedo. Masdinka me coge del brazo y me arrastra hacia una
avenida. Toda su fisonomía expresa una lucha. Está pálida, respira con
dificultad; diríase que piensa arrancarme el brazo derecho. «¿Qué tendrá?»,
pienso yo.
-Escuche usted; no puedo...
Quiere decir algo; pero no se atreve. Veo por su cara que,
al fin, se decide. Me lanza una ojeada, y con la nariz, que va hinchándose
gradualmente, me dice a quema ropa:
-Nicolás, yo soy suya. No lo puedo amar; pero le prometo
fidelidad.
Se aprieta contra mi pecho y retrocede poco después.
-Alguien viene, adiós; mañana a las once me hallaré en la
glorieta.
Desaparece. Yo no comprendo nada. El corazón me late.
Regreso a mi casa. El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros me
aguarda; pero trabajar me es imposible. Estoy rabioso. Me siento terriblemente
irritado. Yo no permito que se me trate como a un chiquillo. Soy irascible, y
es peligroso bromear conmigo. Cuando la sirvienta me anuncia que la cena está
lista, la despido brutalmente:
-¡Váyase en mal hora!
Una irritabilidad semejante nada bueno promete. Al otro día,
por la mañana, el tiempo es el habitual en el campo. La temperatura fría, bajo
cero. El viento frío; lluvia, fango y suciedad. Todo huele a naftalina, porque
mi mamá saca a relucir su traje de invierno. Es el día 7 de agosto de 1887, día
del eclipse de sol. Hay que advertir que cada uno de nosotros, aun sin ser
astrónomo, puede ser de utilidad en esta circunstancia. Por ejemplo: cada uno
puede, primero, marcar el diámetro del sol con respecto al de la luna; segundo,
dibujar la corona del sol; tercero, marcar la temperatura; cuarto, fijar en el
momento del eclipse la situación de los animales y de las plantas; quinto,
determinar sus propias impresiones, etcétera. Todo esto es tan importante, que
por el momento resuelvo dejar aislado el impuesto sobre los perros. Me propongo
observar el eclipse. Todos nos hemos levantado muy temprano. Reparto el trabajo
en la forma siguiente: yo calcularé el diámetro del sol y de la luna; el
oficial herido dibujará la corona. Lo demás correrá a cargo de Masdinka y de
las señoritas de diversos matices.
-¿De qué proceden los eclipses? -pregunta Masdinka.
Yo contesto:
-Los eclipses proceden de que la luna, recorriendo la
elíptica, se coloca en la línea sobre la cual coinciden el sol y la tierra.
-¿Y qué es la elíptica?
Yo se lo explico. Masdinka me escucha con atención, y me
pregunta:
-¿No es posible ver, mediante un vidrio ahumado, la línea
que junta los centros del sol y de la tierra?
-Es una línea imaginaria -le contesto.
-Pero si es imaginaria -replica Masdinka-, ¿cómo es posible
que la luna se sitúe en ella?
No le contesto. Siento, sin embargo, que, a consecuencia de
esta pregunta ingenua, mi hígado se agranda.
-Esas son tonterías -añade la mamá de Masdinka-; nadie es
capaz de predecir lo que ocurrirá. Y, además, usted no estuvo jamás en el
cielo. ¿Cómo puede saber lo que acontece a la luna y al sol? Todo ello son
puras fantasías.
Es cierto; la mancha negra empieza a extenderse sobre el
sol. Todos parecen asustados; las vacas, los caballos, los carneros con los
rabos levantados, corren por el campo mugiendo. Los perros aúllan. Las chinches
creen que es de noche y salen de sus agujeros, con el objeto de picar a los que
hallen a su alcance. El vicario llega en este momento con su carro de pepinos,
se asusta, abandona el vehículo y se oculta debajo del puente; el caballo
penetra en su patio, donde los cerdos se comen los pepinos. El empleado de las
contribuciones, que había pernoctado en la casa vecina, sale en paños menores y
grita con voz de trueno: «¡Sálvese quien pueda!» Muchos veraneantes, incluso
algunas bonitas jóvenes, se lanzan a la calle descalzos. Otra cosa ocurre que
no me atrevo a referir.
-¡Qué miedo! ¡Esto es horrible! -chillan las señoritas de
diversos matices.
-Señora, observe bien, el tiempo es precioso. Yo mismo
calculo el diámetro.
Me acuerdo de la corona, y busco al oficial herido, quien
está parado, inmóvil.
-¿Qué diablos hace usted? ¿Y la corona?
El oficial se encoge de hombros, y con la mirada me indica
sus dos brazos. En cada uno de ellos permanece colgada una señorita, las
cuales, asidas fuertemente a él, le impiden el trabajo. Tomo el lápiz y anoto
los minutos y los segundos: esto es muy importante. Marco la situación
geográfica del punto de observación: esto es también muy importante. Quiero
calcular el diámetro, pero Masdinka me coge de la mano y me dice:
-No se olvide usted: hoy, a las once.
Me desprendo de ella, porque los momentos son preciosos y yo
tengo empeño en continuar mis observaciones. Varinka se apodera de mi otro
brazo y no me suelta. El lápiz, el vidrio ahumado, los dibujos, todo se cae al
suelo. ¡Diantre! Hora es de que esta joven sepa que yo soy irascible, y cuando
yo me irrito, no respondo de mí. En vano pretendo seguir. El eclipse se acabó.
-¿Por qué no me mira usted? -me susurra tiernamente al oído.
Esto es ya más que una burla. No es posible jugar con la
paciencia humana. Si algo terrible sobreviene, no será por culpa mía. ¡Yo no
permito que nadie se mofe de mí! ¡Qué diablo! En mis instantes de irritación no
aconsejo a nadie que se acerque a mí. Yo soy capaz de todo. Una de las
señoritas nota en mi semblante que estoy irritado y trata de calmarme.
-Nicolás Andreievitch, yo he seguido fielmente sus
indicaciones, observé a los mamíferos y apunté cómo, ante el eclipse, el perro
gris persiguió al gato, después de lo cual quedó por algún tiempo meneando la
cola.
Nada resulta, pues, de mis observaciones. Me voy a casa.
Llueve, y no me asomo al balconcito. El oficial herido se arriesga a salir a su
balcón, y hasta escribió: «He nacido en...» Pero desde mi ventana veo cómo una
de las señoritas de marras lo llama, con el fin de que vaya a su casa. Trabajar
me es imposible. El corazón me late con violencia. No iré a la cita de la
glorieta. Es evidente que cuando llueve yo no puedo salir a la calle. A las
doce recibo una esquelita de Masdinka, la cual me reprende, y exige que me
persone en la glorieta, tuteándome. A la una recibo una segunda misiva, y a las
dos una tercera. Hay que ir, no cabe duda. Empero, antes de ir, debo pensar qué
es lo que habré de decirle. Me comportaré como un caballero. En primer lugar,
le declararé que es inútil que cuente con mi amor; no, semejante cosa no se le
dice a las mujeres; decir a una mujer «yo no la amo», es como decir a un
escritor: «usted escribe mal». Le expondré sencillamente mi opinión acerca del
matrimonio. Me pongo, pues, el abrigo de invierno, empuño el paraguas y me
dirijo a la glorieta. Conocedor como soy de mi carácter irritable, temo cometer
alguna barbaridad. Me las arreglaré para refrenarme. En la glorieta, Masdinka
me espera. Narinka está pálida y solloza. Al verme prorrumpe en una exclamación
de alegría y se agarra a mi cuello.
-Por fin; ya abusas de mi paciencia. No he podido cerrar los
ojos en toda la noche. He pensado durante la noche, y a fuerza de pensar, saqué
en consecuencia que cuando te conozca mejor te podré amar.
Me siento a su lado; le expongo mi opinión acerca del matrimonio.
Por no alejarme del tema y abreviarlo hago sencillamente un resumen histórico.
Hablo del casamiento entre los egipcios; paso a los tiempos modernos; intercalo
algunas ideas de Schopenhauer. Masdinka me presta atención, pero luego, sin
transición, me dice:
-Nicolás, dame un beso.
Estoy molesto. No sé qué hacer. Ella insiste. ¿Qué hacer? Me
levanto y le beso su larga cara. Ello me produce la misma sensación que
experimenté cuando, siendo niño, me obligaron a besar el cadáver de mi abuela.
Varinka no parece satisfecha. Salta y me abraza. En el mismo momento, la mamá
de Masdinka aparece en el umbral de la puerta. Hace un gesto de espanto; dice a
alguien: «¡spch», y desaparece como Mefistófeles, por escotillón. Incomodado,
me encamino nuevamente a mi casa. En ella me encuentro a la mamá de Varinka,
que abraza, con lágrimas en los ojos, a mi mamá. Esta llora y exclama: «Yo
misma lo deseaba». A renglón seguido: «¿Qué les parece a ustedes?» La mamá de
Varinka se acerca a mí, me abraza y me dice: «¡Que Dios te bendiga! Tú has de
amarla. No olvides jamás que ella se sacrifica por ti.»
He aquí que me casan. Mientras esto escribo, los testigos
del matrimonio se encuentran cerca de mí y me dan prisa. Decididamente esta
gente no conoce mi irascibilidad. Soy terrible. No respondo de mí. ¡Por vida
de!... Ustedes adivinarán lo que puede ocurrir. Casar a un hombre irritado,
rabioso, es igual que meter la mano en la jaula de un tigre. Veremos cuál será
el desenlace final...
Estoy casado... Todos me felicitan. Varinka se apoya contra
mí y me dice:
-Ahora sí que eres mío. Sé que me amas, ¡dilo!
Su nariz se hincha. Me entero por los testigos de que el
oficial retirado fue bastante hábil para esquivar el casamiento. A una de las
señoritas le exhibió un certificado médico según el cual, a causa de su herida
en la sien, no tiene sano juicio, y, por tanto, le está prohibido contraer
matrimonio. ¡Qué idea! Yo también pude presentar un certificado. Uno de mis
tíos fue borracho. Otro era distraído. En cierta ocasión, en lugar de una
gorra, se cubrió la cabeza con un manguito de señora. Una tía mía era muy
aficionada al piano, y sacaba la lengua al tropezar con un hombre. Además, mi
carácter extremadamente irritable induce a sospechas. ¿Por qué las buenas ideas
acuden a la mente siempre demasiado tarde?...
FIN
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Canción II
Víctor Hugo
Si nada de mí queréis,
¿por qué os acercáis a mí?
Y si así me enloquecéis,
¿por qué me miráis así?
Si nada de mí queréis,
¿por qué os acercáis a mí?
Si nada intentáis decir,
¿por qué mi mano apretáis?
Del hermoso porvenir,
de la dicha en que soñáis,
si nada intentáis decir,
¿por qué mi mano apretáis?
Si queréis que aquí no esté,
¿por qué pasáis por aquí?
Sois mi afán y sois mi fe;
tiemblo al veros ¡ay de mí!
Si queréis que aquí no esté,
¿por qué pasáis por aquí?
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