CHARLES
BAUDELAIRE
Une chambre
qui ressemble à une rêverie, une chambre véritablement spirituelle, où
l’atmosphère stagnante est légèrement teintée de rose et de bleu.
L’âme y prend un bain de paresse, aromatisé par le regret et
le désir. – C’est quelque chose de crépusculaire, de bleuâtre et de rosâtre; un
rêve de volupté pendant une éclipse.
Les meubles ont des formes allongées, prostrées, alanguies.
Les meubles ont l’air de rêver; on les dirait doués d’une vie somnambulique,
comme le végétal et le minéral. Les
étoffes parlent une langue muette, comme les fleurs, comme les ciels, comme les
soleils couchants.
Sur les
murs nulle abomination artistique. Relativement au rêve pur, à l’impression non
analysée, l’art défini, l’art positif est un blasphème. Ici, tout a la
suffisante clarté et la délicieuse obscurité de l’harmonie.
Une senteur infinitésimale du choix le plus exquis, à
laquelle se mêle une très légère humidité, nage dans cette atmosphère, où
l’esprit sommeillant est bercé par des sensations de serre chaude.
La
mousseline pleut abondamment devant les fenêtres et devant le lit; elle
s’épanche en cascades neigeuses. Sur ce lit est couchée l’Idole, la souveraine
des rêves. Mais comment est-elle ici? Qui l’a amenée? quel pouvoir
magique l’a installée sur ce trône de rêverie et de volupté? Qu’importe? la
voilà! je la reconnais.
Voilà bien ces yeux dont la flamme traverse le crépuscule;
ces subtiles et terribles mirettes, que je reconnais à leur effrayante malice! Elles attirent, elles subjuguent,
elles dévorent le regard de l’imprudent qui les contemple. Je les ai
souvent étudiées, ces étoiles noires qui commandent la curiosité et
l’admiration.
A quel démon bienveillant dois-je d’être ainsi entouré de
mystère, de silence, de paix et de parfums? O béatitude! ce que nous nommons
généralement la vie, même dans son expansion la plus heureuse, n’a rien de
commun avec cette vie suprême dont j’ai maintenant connaissance et que je
savoure minute par minute, seconde par seconde!
Non! il
n’est plus de minutes, il n’est plus de secondes! Le temps a disparu;
c’est l’Eternité qui règne, une éternité de délices!
Mais un coup terrible, lourd, a retenti à la porte, et,
comme dans les rêves infernaux, il m’a semblé que je recevais un coup de pioche
dans l’estomac.
Et puis un
Spectre est entré. C’est un huissier qui vient me torturer au nom de la loi;
une infâme concubine qui vient crier misère et ajouter les trivialités de sa
vie aux douleurs de la mienne; ou bien le saute-ruisseau d’un directeur de
journal qui réclame la suite du manuscrit.
La chambre
paradisiaque, l’idole, la souveraine des rêves, la Sylphide, comme disait le
grand René, toute cette magie a disparu au coup brutal frappé par le Spectre.
Horreur! je me souviens! je me souviens! Oui! ce taudis, ce
séjour de l’éternel ennui, est bien le mien. Voici les meubles sots, poudreux,
écornés; la cheminée sans flamme et sans braise, souillée de crachats; les tristes
fenêtres où la pluie a tracé des sillons dans la poussière; les manuscrits,
raturés ou incomplets; l’almanach où le crayon a marqué les dates sinistres!
Et ce parfum d’un autre monde, dont je m’enivrais avec une
sensibilité perfectionnée, hélas! il est remplacé par une fétide odeur de tabac
mêlée à je ne sais quelle nauséabonde moisissure. On respire ici maintenant le
ranci de la désolation.
Dans ce monde étroit, mais si plein de dégoût, un seul objet
connu me sourit: la fiole de laudanum; une vieille et terrible amie; comme
toutes les amies, hélas! féconde en caresses et en traîtrises.
Oh! oui! Le Temps a reparu; Le Temps règne en souverain
maintenant; et avec le hideux vieillard est revenu tout son démoniaque cortège
de Souvenirs, de Regrets, de Spasmes, de Peurs, d’Angoisses, de Cauchemars, de
Colères et de Névroses.
Je vous
assure que les secondes maintenant sont fortement et solennellement accentuées,
et chacune, en jaillissant de la pendule, dit: – “Je suis la Vie,
l’insupportable, l’implacable Vie!”
Il n’y a
qu’une Seconde dans la vie humaine qui ait mission d’annoncer une bonne
nouvelle, la bonne nouvelle qui cause à chacun une inexplicable peur.
Oui! le
Temps règne; il a repris sa brutale dictature. Et il me pousse, comme si
j’étais un boeuf, avec son double aiguillon. – “Et hue donc! bourrique! Sue
donc, esclave! Vis donc, damné!”
Retrato de Baudelaire, por Gustave Courbet
El cuarto doble
Un cuarto que parece un desvarío, un cuarto verdaderamente
espiritual, donde la atmósfera estancada está ligeramente teñida de rosa y de
azul.
El alma allí toma un baño de pereza, aromatizado por el
remordimiento y el deseo. – Hay algo de crepuscular, de azulado y de rosado, un
delirio de deleite durante un eclipse.
Los muebles tienen formas alargadas, postradas, lánguidas.
Los muebles tienen aire de soñar; se diría dotados de una vida sonámbula, como
lo vegetal y lo mineral. Las materias hablan una lengua muerta como las flores,
como los cielos, como los soles ponientes.
Sobre los muros ninguna abominación artística. Relativamente
al sueño puro, a la impresión sin analizar, el arte definido, el arte positivo
es una blasfemia. Así, todo tiene la suficiente claridad y la deliciosa
obscuridad de la armonía.
Un aroma infinitesimal de la elección más exquisita, a la
que se mezcla una muy ligera humedad, nace en esta atmósfera donde el espíritu
durmiente es mecido por sensaciones de sofocación.
La muselina cae abundantemente delante de las ventanas y
delante de la cama; se expande en cascadas nevosas. Sobre esa cama está
acostado el Idolo, la soberana de los sueños. ¿Pero cómo está ella ahí? ¿Quién
la ha traído? ¿Qué poder mágico la ha instalado sobre ese trono de desvarío y
deleite? ¡Qué importa! ¡Allá está! Yo la reconozco.
Vean bien esos ojos cuya llama atraviesa el crepúsculo; esos
sutiles y terribles mirones, que reconozco por su tremenda malicia! Atraen,
subyugan, devoran la mirada del imprudente que los contempla. Frecuentemente
los he estudiado, esas estrellas negras que comandan la curiosidad y la
admiración.
¿A qué demonio benevolente debo el estar así rodeado de
misterio, de silencio, de paz y de perfumes? ¡Oh Beatitud! Eso que nombramos
generalmente la vida, aún en su expansión más feliz, no tiene nada en común con
esa vida suprema de la que ahora tengo conocimiento y que saboreo minuto por
minuto, segundo por segundo.
¡No! ¡No hay más minutos! ¡No hay más segundos! El tiempo ha
desaparecido: es la Eternidad que reina, una eternidad de delicias.
Pero un golpe terrible, torpe, resuena en la puerta, y ,
como en los sueños infernales, me ha parecido que recibía un golpe de azadón en
el estómago.
Y luego un Espectro ha entrado. Es un oficial que viene a
torturarme en nombre de la ley; una infame concubina que viene a gritar miseria
y a agregar las trivialidades de su vida a los dolores de la mía; o bien el
testaferro de un director de diario que reclama el término de un manuscrito.
El cuarto paradisíaco, el ídolo, la soberana de los sueños,
la Sílfida, como decía el gran René, toda esa magia ha desaparecido al golpe
brutal asestado por el Espectro.
¡Horror! ¡Me acuerdo! ¡Me acuerdo! ¡Sí! Esa choza, esa
estancia del eterno tedio, es bien la mía. He aquí los muebles fatuos,
polvorientos, descornados; la chimenea sin llama y sin brasa, manchada de
escupidas; las ventanas tristes donde la lluvia ha trazado surcos en la
polvareda; los manuscritos, tachados o incompletos; el almanaque donde el lápiz
ha marcado las fechas siniestras!
Y ese perfume de otro mundo, en el que me embriago con una
sensibilidad perfeccionada, ay! Ha sido reemplazado por un fétido olor a tabaco
mezclado con no sé qué nauseabundo moho. Se respira aquí ahora lo rancio de la
desolación.
En ese mundo estrecho, más sí pleno de disgusto, un solo
objeto conocido me sonríe: el frasco del láudano; un viejo y terrible amigo;
como todos los amigos, ay! fecundo en caricias y en traiciones.
¡Oh! ¡Sí! El Tiempo ha reparado; el Tiempo reina soberano
ahora; y con el horroroso viejo ha vuelto todo su demoníaco cortejo de
Recuerdos, de Remordimientos, de Espasmos, de Pavor, de Angustias, de
Pesadilla, de Cóleras y de Neurosis.
Yo les aseguro que los segundos ahora están fuertemente y
solemnemente acentuados, y cada uno, saltando del péndulo, dice: “¡Yo soy la
Vida, la insoportable, la implacable Vida!”
No hay más que un Segundo en la vida humana que tenga la
misión de anunciar una buena nueva, la buena nueva que causa a cada uno un
inexplicable pavor.
¡Sí! El Tiempo reina: ha retomado su brutal dictadura. Y me
empuja con su doble aguijón. -” ¡Y arre así! ¡borrico! ¡Suda así, esclavo!,
¡Vive así, maldito!
LE SPLEEN DE PARIS de Charles Baudelaire
O QUARTO DUPLO
Um quarto que parece um devaneio, um quarto verdadeiramente
espiritual onde a atmosfera estagnante é ligeiramente tingida de rosa e azul.
A alma toma um banho de preguiça, aromatizada pelos pesares
e o desejo. É algo de crepuscular, de azulado e de rosado; um sonho de volúpia
durante um eclipse.
Os móveis têm as formas alongadas, prostradas, lânguidas. Os
móveis têm o ar de que sonham; diríamos dotados de uma vida sonambúlica como um
vegetal ou um mineral. Os tecidos falam uma língua muda como as flores, como os
céus, como os sóis poentes.
Nas paredes nenhuma abominação artística. Relativamente ao
puro sonho, à impressão não analisada, a arte definida, a arte positiva é uma
blasfêmia. Aqui tudo tem suficiente clareza e a deliciosa obscuridade da
harmonia.
Um aroma infinitesimal da mais original escolha, ao qual se
mistura uma levíssima umidade, flutua nessa atmosfera, onde o espírito
sonolento é embalado por uma sensação de estufas aquecidas.
A musselina chora abundantemente diante das janelas e diante
do leito; ela se derrama em cascatas de neve. Sobre esse leito está deitado o
Ídolo, a soberana dos sonhos. Mas como ela está aqui? Quem a trouxe? Que poder
mágico instalou-se nesse trono de devaneios e volúpia? Que importa! Ei-la! Eu a
reconheço.
São esses olhos cuja flama atravessa o crepúsculo; esses
sutis e terríveis olhares que eu reconheço em sua assustadora malícia! Eles
atraem, eles subjugam, eles devoram o olhar do imprudente que os contempla. Já
estudei muitas vezes essas estrelas negras que comandam a curiosidade e a
admiração.
Por qual demônio benevolente devo eu ter sido envolvido
assim de mistério, de silêncio, de paz e de perfumes? Ó beatitude! Isso que nós
chamamos geralmente de vida, mesmo em sua expansão mais feliz, nada tem de
comum com essa vida suprema que, agora, eu conheço e saboreio minuto a minuto,
segundo a segundo.
Não! Não há mais minutos, não há mais segundos! O tempo
desapareceu; é a Eternidade que reina, uma eternidade de delícias.
Mas uma pancada terrível, fortíssima, ressoou na porta e,
como nos sonhos infernais, pareceu-me que recebia um golpe de uma enxada no
estômago.
E depois um Espectro entrou. É um oficial de justiça que vem
me torturar, em nome da lei; uma infame concubina que vem exibir sua miséria e
juntar as trivialidades de sua vida às dores da minha; ou então um jovem
secretário de diretor de jornal que vem reclamar a entrega de um manuscrito.
O quarto paradisíaco, o Ídolo, a soberana dos sonhos, a
Sílfide, como dizia o grande René, toda aquela magia desapareceu com o golpe
disparado pelo Espectro.
Horror! Eu me lembro! Eu me lembro! Sim! Este chiqueiro,
este ambiente de eterno desgosto está bem dentro de mim. Vejam os móveis
burros, empoeirados, capengas, a lareira sem chamas e sem brasas, suja de
escarros, as tristes janelas onde a chuva traçou seus sulcos na poeira; os
manuscritos rasurados ou incompletos; o almanaque onde o lápis marcou as datas
sinistras!
E esse perfume de um outro mundo, com o qual eu me
embriagava com uma sensibilidade aperfeiçoada, ei-lo substituído por fétido
odor de tabaco misturado a um mofo nauseabundo. Respira-se aqui, agora, o ranço
da desolação.
Nesse mundo estreito, mas tão repleto de desgostos, um único
objeto conhecido me sorri: a garrafinha de láudano; uma velha e terrível amiga,
como todas as outras. Oh! fecundas em carinho e traições.
Oh! Sim, o Tempo reapareceu, o Tempo reina soberano agora; e
com o horroroso velho voltou todo o demoníaco cortejo de Lembranças, de
Arrependimentos, de Espasmos, de Medos, de Angústias, de Pesadelos, de Cóleras
e de Neuroses.
Eu vos asseguro que os segundos agora são fortemente e
solenemente acentuados e cada um saltando do pêndulo diz:
“Eu sou a Vida, a insuportável, a implacável Vida.”
Só há um Segundo na vida humana com a missão de anunciar uma
boa nova, a boa nova que causa em cada um de nós um medo inexplicável.
Sim! O Tempo reina, ele retomou sua brutal ditadura. Ele me
empurra, como se eu fosse um boi, com seu duplo aguilhão. “Eia Vamos, então,
burrico! Sua então, escravo! vive, então, condenado!
LE SPLEEN DE PARIS de Charles Baudelaire
As tentações, ou Eros, Plutus e a Glória
Charles Baudelaire
Dois soberbos Satanases e uma Diabinha não menos
extraordinária, na noite passada, subiram a misteriosa escada por onde o
Inferno assalta a fraqueza do homem que dorme e comunica-se em segredo com ele.
E eles vieram colocar-se gloriosamente diante de mim, em pé como sobre um
estrado. Um esplendor sulfuroso emanava desses três personagens que se
destacavam do fundo opaco da noite. Eles tinham um ar tão arrogante, tão pleno
de dominação, que eu, primeiramente, os tomei, todos os três, por verdadeiros
Deuses.
O rosto do primeiro diabo tinha uma sexualidade ambígua e
possuía, também, na linha de seu corpo, a flacidez dos antigos Bacos. Seus
belos olhos, lânguidos, de cor tenebrosa e indecisa, pareciam violetas
carregadas ainda de pesados choros da tempestade e seus lábios entreabertos
como defumadores quentes, de onde exalava o bom cheiro de uma perfumaria; e a
cada vez que ele suspirava, insetos almiscarados se iluminavam, esvoaçando aos
ardores de sua respiração.
Em volta de sua túnica de púrpura como se fosse um cinto,
enlaçava sua cintura uma serpente cintilante que, com a cabeça levantada,
virava para ele seus olhos de brasas, langorosamente. Nesse cinto vivo estavam
pendurados, alternando com frascos cheios de licores sinistros, facas
brilhantes e instrumentos de cirurgia. Em sua mão direita ele tinha um frasco
cujo conteúdo era de um vermelho luminoso e que tinha como etiqueta essas
palavras bizarras: Bebam, esse é o meu sangue, um perfeito cordial”; na
esquerda, um violino que lhe servia, sem dúvida, para cantar seus prazeres,
suas dores e para difundir o contágio de sua loucura nas noites de sabá.
Os tornozelos delicados arrastavam alguns anéis de uma
corrente de ouro rompida e, quando o incômodo que resultava forçava-o a baixar
o olhar para o chão, ele, vaidosamente, contemplava as unhas dos pés,
brilhantes e polidas como pedras bem trabalhadas.
Fitou-me com seus olhos inconsolavelmente desolados, de onde
escorria insidiosa embriaguez, e me disse com sua voz cantante: “Se quiseres,
se quiseres, eu te farei o Senhor das almas e serás o mestre da matéria viva
mais ainda que um escultor pode ser do barro, e conhecerás o prazer sempre
renascente, incessantemente, e sair de ti mesmo para te esqueceres em outro e
atrair outras almas ate se confundirem com a tua.”
Respondi-lhe: “Muito obrigado! Eu não teria o que fazer com
esses seres de pacotilha que, sem dúvida, não valem mais do que o meu pobre eu.
É verdade que tenho certa vergonha de minhas lembranças, mas não quero esquecer
nada. E, mesmo quando eu não te conhecia, velho monstro, tua misteriosa
cutelaria, teus equívocos frascos, as correntes que embaraçam teus pés são os
símbolos que explicam claramente as inconveniências de tua amizade. Guarda teus
presentes.”
O segundo diabo não tinha aquele ar ao mesmo tempo trágico e
sorridente, nem aquelas belas maneiras insinuantes, nem a beleza delicada e
perfumada. Era um vasto homem de cara grande sem olhos, cujo ventre pesado
pendia sobre as coxas e cuja pele do corpo era dourada e ilustrada, como uma
tatuagem, com uma multidão de pequenas figuras moventes representando as
numerosas formas da miséria universal. Havia pequenos homens emagrecidos que se
penduravam, voluntariamente, a um prego; e, ainda, pequenos gnomos, disformes,
magros, cujos olhos suplicantes reclamavam esmolas mais bem ainda que suas mãos
trêmulas; e depois as velhas mães levando seus abortos pendurados em seus
mamilos extenuados. E muitos outros mais.
O grande Satanás batia com seu próprio punho no ventre
imenso de onde provinha um tilintar de metais que terminava em um vago gemido
feito de numerosas vozes humanas. E ele ria mostrando, sem qualquer pudor, seus
dentes estragados em um riso imbecil, como o de certos homens em todos os
países, depois de jantarem bem.
E ele me disse: “Posso te dar o que tudo consegue, o que
vale tudo, o que tudo substitui!” E bateu em seu monstruoso ventre, cujo eco
sonoro fez como que o comentário de sua fala grosseira.
Virei-me, com nojo, e respondi: “Não tenho necessidade, para
minha alegria, da miséria de ninguém; e não quero uma riqueza entristecida como
um papel pintado com todas as desgraças representadas em tua pele.”
Quanto à Diabinha, eu mentiria se não confessasse que, à
primeira vista, encontrei nela um bizarro charme. Para definir esse charme não
saberia compará-lo a nada melhor do que ao de certas mulheres muito bonitas
que, apesar do tempo vivido, não envelhecem e cuja beleza guarda a magia
penetrante das ruínas. Ela tinha um ar imperioso, desajeitado e seus olhos
batidos continham uma força fascinante, O que me tocou mais foi o mistério de
sua voz, na qual eu reencontrei a lembrança dos mais deliciosos contraiu e,
também, um pouco da rouquidão das gargantas incessantemente lavadas pelas
aguardentes.
“Queres conhecer meu poder?”, disse a falsa deusa com sua
voz charmosa e paradoxal. “Escuta.”
E ela então botou na boca uma gigantesca trombeta, cheia de
fitas, como uma flauta antiga, com manchetes de todos os jornais do universo e,
através dessa trombeta, gritou meu nome, que se espalhou assim pelo espaço com
o barulho de cem mil trovões e voltou para mim repercutido pelo eco do mais
longínquo planeta.
“Diabo!”, disse eu, já meio subjugado. “Vejam que precioso.”
Mas examinando mais atentamente a sedutora virago, pareceu-me que a reconhecia
vagamente por tê-la visto bebendo e comemorando com uns pândegos de minhas
relações, e o som rouco do cobre trazia a meus ouvidos não sei que lembranças
de uma trombeta prostituída.
Eu respondi, também, com todo o meu desdém: “Vai-te. Eu não
fui feito para casar com a amante de certas pessoas cujo nome não quero
pronunciar.
Certamente, tinha o direito de ficar orgulhoso da minha
corajosa abnegação. Mas, infelizmente, acordei e todas as forças me
abandonaram. “Na verdade”, disse-me eu, “era preciso que eu estivesse
pesadamente adormecido para mostrar tais escrúpulos. Ah! se eles pudessem
voltar quando eu estivesse acordado, eu não seria tão delicado!”
E eu os invoquei em altos brados, suplicando-lhes que me
perdoassem, oferecendo-lhes me desonrar tantas vezes quanto necessário para merecer
seus favores; mas eu os havia ofendido gravemente, pois nunca mais voltaram.
“Pequenos Poemas em Prosa” (Le Spleen de Paris) de Charles
Baudelaire