Eduardo Galeano
Publicado el 14 Enero
2012 -
En MONCADA
Yo tenía doce años
cuando el asalto al Moncada, dieciséis cuando el desembarco del Granma,
dieciocho cuando los guerrilleros entraron, victoriosos, en La Habana. Los
hombres de mi generación hemos tenido la suerte de coincidir, en el tiempo, con
la Revolución Cubana. Desde temprano se nos mezcló en la vida y se nos metió en
el alma. Junto a muchos millones de hombres, celebro esta revolución como si
fuera mía.
Ella me ha
transmitido fuerzas cuando me he sentido caer. Me ha contagiado energía, día
tras día, año tras año, a lo largo del proceso que la puso a salvo de la
derrota o la traición. Cuba rompió en pedazos la estructura de la injusticia y
confirmó que la explotación de unas clases sociales por otras y de unos países
por otros no es el resultado de una tendencia “natural” de la condición humana
ni está implícita en la armonía del universo. Muchas murallas se ha llevado por
delante este viento de buena furia popular.
La colonia se hizo
patria y los trabajadores, dueños de su destino. La mujer dejó de ser una
pasiva ciudadana de segunda clase. Se acabó el desarrollo desigual que en toda
América Latina castiga al campo a la par que hincha a unas pocas ciudades
babilónicas y parasitarias. Se borró la frontera que separa el trabajo
intelectual del trabajo manual, resultado de las tradicionales mutilaciones que
nos reducen a una sola dimensión y nos fracturan la conciencia.
No ha resultado
ningún paseo esta hazaña, ni ha sido lineal el camino. Cuando son verdaderas,
las revoluciones se hacen en las condiciones posibles. En un mundo que no
admite arcas de Noé, Cuba ha creado una sociedad solidaria a un paso del centro
del sistema enemigo. En todo este tiempo, yo he amado mucho a esta revolución.
Y no solo en sus aciertos, lo que resultaría fácil, sino también en sus
tropezones y en sus contradicciones.
También en sus
errores me reconozco: este proceso ha sido realizado por sencillas gentes de
carne y hueso, y no por héroes de bronce ni máquinas infalibles.La Revolución
Cubana me ha proporcionado una incesante fuente de esperanza. Ahí están, más
poderosas que toda duda o reparo, esas nuevas generaciones educadas para la
participación y no para el egoísmo, para la creación y no para el consumo, para
la solidaridad y no para la competencia. Y ahí está, más fuerte que cualquier
desaliento, la prueba viva de que la lucha por la dignidad del hombre no es una
pasión inútil, y la demostración, palpable y cotidiana, de que el mundo nuevo
puede ser construido en la realidad y no solo en la imaginación de los
profetas.
Revista Casa de las
Américas (No. 111, nov.-dic. de 1978, pp. 104-105)