William Faulkner
I
Los dos hombres siguieron el sendero que corría entre el río
y la espesa cortina de cipreses, cañaverales, gomeros y zarzas. Uno de ellos
llevaba una bolsa de arpillera que había sido aparentemente lavada y planchada.
El otro era un joven de menos de veinte años, a juzgar por su rostro. El río
estaba bajo, con el nivel propio de mediados de julio.
-Tendría que haber estado pescando, con este nivel de agua
-observó el joven.
-Siempre que quisiera pescar en este momento -repuso el
mayor-. Él y Joe tienden la línea solo cuando Lonnie tiene ganas, no cuando los
peces pican.
-De todos modos estarán junto a la línea -dijo el joven-. No
creo que a Lonnie le importe quién los retire.
A corta distancia el suelo se elevaba ligeramente, formando
una punta que se proyectaba, casi como una península. Sobre ella había una
choza cónica, de techo puntiagudo, hecha en parte con lonas enmohecidas y
tablones, en parte con latas de querosén aplanadas a martillazos. Sobre ella se
elevaba fantásticamente una herrumbrada chimenea de cocina; cerca de la choza
había una pequeña pila de leña y un hacha, y, apoyadas contra aquella, unas
cañas. Luego vieron sobre el suelo, frente a la puerta abierta, una docena más
o menos de trozos de cuerda recién cortados de su carretel, y una lata
herrumbrada llena de anzuelos grandes, algunos de los cuales habían sido ya
unidos a las cuerdas. Pero no había nadie.
-El bote no está -dijo el hombre que llevaba la bolsa-, de
modo que no ha ido a la tienda.
En ese instante descubrió que el joven había seguido
avanzando, y luego de aspirar profundamente estaba ya por gritar, cuando de
pronto salió corriendo un hombre de entre la maleza y se detuvo junto a él,
emitiendo un sonido insistente, semejante al llanto de un niño pequeño: era un
muchacho no muy alto, pero con tremendos brazos y hombros; un adulto, pero, al
mismo tiempo, con algo infantil en su aspecto, en la forma de moverse; estaba
descalzo, tenía el mameluco deshecho, y los ojos expresivos de los sordomudos.
-¡Hola, Joe! -dijo el hombre de la bolsa, levantando la voz
como se acostumbra hacerlo con quienes no nos entienden-. ¿Dónde está Lonnie?
-y levantando la bolsa, añadió-: ¿Hay pescado?
Pero el otro lo miró, simplemente, haciendo aquel ruido
rápido, como un lloriqueo. Luego se volvió y tomó el sendero por donde había
desaparecido el muchacho, quien en aquel instante gritó:
-¡Pero miren esa línea!
El mayor los siguió. El joven estaba inclinado
peligrosamente sobre el agua, junto a un árbol desde el cual pendía, en tirante
línea oblicua hacia el medio del río, una delgada cuerda de algodón. El
sordomudo se detuvo junto a él, siempre emitiendo sus sonidos quejumbrosos y
levantando uno y otro pie alternativamente; pero cuando el otro llegó hasta él,
dio media vuelta y salió corriendo en dirección a la choza. Dada la altura del
río, la cuerda debía haber estado totalmente fuera del agua, extendida de una
orilla a la otra, entre los dos árboles, con solo los anzuelos de las líneas
secundarias sumergidos. Estaba, en cambio, curvada hacia el centro, con una
profunda desviación río abajo, y hasta el hombre de mayor edad pudo advertir su
movimiento.
-¡Es tan grande como un hombre! -gritó el muchacho.
-Y allá está el bote -comentó el mayor. El joven lo vio a su
vez, del otro lado del río, enganchado en un tronco de sauce, contra una
saliente-. Cruza y tráelo, y veremos de qué tamaño es el pez.
El muchacho se quitó los zapatos, el mameluco y la camisa; y
luego de vadear un trecho, comenzó a nadar, manteniendo una dirección
transversal para que la corriente lo llevara hasta el bote; luego se metió en
él y lo trajo remando, de pie en la embarcación, mientras miraba atentamente la
curva descendente de la línea, cerca de cuyo centro el agua se arremolinaba
rítmicamente contra el movimiento del objeto sumergido. Trajo el bote a la
altura donde estaba su compañero, quien en aquel instante advirtió que el
sordomudo estaba nuevamente a su lado, siempre emitiendo sus extraños sonidos
guturales, y ahora tratando de subir al bote.
-¡Vete! -le dijo, empujándolo con el brazo-. ¡Vete, Joe!
-Apúrate -dijo el muchacho, escudriñando la línea sumergida,
donde, mientras miraba, algo subió lentamente a la superficie y luego se hundió
una vez más- ¡Allí hay algo, como que hay cerdos en Georgia! ¡Y es grande como
un hombre!
Su compañero subió al bote. Sirviéndose de la línea, lo
desplazó a lo largo de ella, tomándola alternativamente con ambas manos.
De pronto, en la orilla, a sus espaldas, el sordomudo dejó
oír un fuerte alarido gutural.
II
-¿Indagación? -preguntó Stevens.
-Lonnie Grinnup -el médico forense era un viejo médico
rural-. Dos individuos lo encontraron ahogado esta mañana, enredado en su
propia línea de pesca.
-¡No! -dijo Stevens-. ¡Pobre tonto! Lo acompañaré, doctor.
Como fiscal del distrito no tenía nada que hacer allí, aun
cuando no se hubiera tratado de un accidente. Él lo sabía, pero deseaba
contemplar el rostro del muerto por una razón sentimental. Lo que era ahora el
distrito de Yoknapatawpha había sido fundado, no por un colonizador, sino por
tres simultáneamente. Llegaron juntos a caballo, a través del Paso de
Cumberland, desde las Carolinas, cuando Jefferson era todavía un puesto de la
Agencia Chickasaw; compraron tierras a los indios, establecieron familias,
prosperaron y desaparecieron; de modo que ahora, cien años más tarde, quedaba
en todo el distrito que contribuyeran a fundar un solo representante de los
tres apellidos.
Este era Stevens, porque el último descendiente de la
familia Holston había muerto a fines del siglo pasado, y Louis Grenier -y era
para contemplar su rostro sin vida que Stevens se disponía a recorrer ocho
millas en automóvil en medio del calor de una tarde de julio- nunca supo que
era Louis Grenier. Ni siquiera sabía escribir el Lonnie Grinnup con que se
llamaba a sí mismo. Huérfano también, como Stevens, era un hombre de unos
treinta y cinco años de edad, de estatura inferior a la común, a quien todo el
distrito conocía: tenía un rostro que, al contemplarlo por segunda vez,
revelaba ser casi delicado, pacífico, sereno, siempre alegre, con la eterna
pelusa de una suave barba dorada que nunca conociera una navaja, y ojos
límpidos y tranquilos. "Tocado", decían, pero sea lo que fuere,
tocado muy suavemente, sin quitarle mucho de lo que fuera lamentable perder.
Año tras año Lonnie vivía en la cueva que él mismo había construido con lonas
de una carpa vieja, tablas desiguales y latas de querosén aplanadas; lo
acompañaba el huérfano sordomudo que había recogido diez años atrás, y que no
había crecido mentalmente ni siquiera como él.
En realidad su choza y su línea de pesca estaban en el
centro mismo de los mil acres o más que poseyeran sus antepasados en otra
época. Pero Lonnie nunca lo supo.
Stevens creía que no le habría importado, y que nunca habría
aceptado que ningún hombre pudiera o debiera poseer tanto, de la tierra que es
de todos, de todos los hombres para su uso y placer; en su propio caso, en los
treinta o cuarenta pies cuadrados donde se levantaba su choza y en el trecho de
río sobre el cual se tendía su línea, todos eran bienvenidos en cualquier
momento, estuviese él presente o no, y podían usar sus aparejos y compartir la
comida que hubiera.
A veces solía asegurar su puerta contra los animales
vagabundos y aparecer sin aviso previo con su compañero sordomudo en casas o
cabañas a diez y quince millas de distancia; se quedaba en ellas varias
semanas, afable, tranquilo, sin exigir nada y sin servilismo; dormía donde
fuera conveniente para sus huéspedes, en la paja de los silos, o en camas, en
las habitaciones de la familia o de los huéspedes, mientras el sordomudo dormía
en el corredor o en el suelo, afuera, pero lo más cerca posible, donde pudiese
percibir la respiración de quien era para él padre y hermano a la vez. Aquel
era el único sonido que percibía en medio de un vasto mundo silencioso.
Infaliblemente lo percibía.
Eran las primeras horas de la tarde. Los espacios aparecían
azulados de calor. Luego, a través del largo terreno llano donde la carretera
comenzaba a correr como el lecho de un río, Stevens vio el almacén de ramos
generales. Habitualmente estaba desierto a esta hora, pero ahora pudo ver,
amontonados frente al edificio, los automóviles arruinados y sin capotas, los
caballos y mulas ensillados y los carros, los jinetes y los conductores a
quienes conocía por su nombre de pila. Y lo que es mejor, lo conocían a él,
votaban por él año tras año y lo llamaban familiarmente, a pesar de que no
comprendían el significado de la insignia, la Phi Beta Kappa, máxima
condecoración académica de las universidades del país, que pendía de la cadena
de su reloj. Stevens detuvo su automóvil junto al del médico forense.
Aparentemente la indagación no tendría lugar en el almacén,
sino en el molino harinero contiguo, delante de cuya puerta, con los mamelucos
limpios y las camisas domingueras, las cabezas descubiertas, y los cuellos
curtidos por el sol y surcados por las líneas blancas de las prolijas afeitadas
del sábado, había grupos más densos y silenciosos. Le abrieron paso cuando
entró. En el interior había una mesa y tres sillas, donde estaban sentados el
médico forense y dos testigos.
Stevens vio a un hombre de unos cuarenta años, con una bolsa
de arpillera sumamente limpia, doblada y vuelta a doblar tantas veces que
parecía un libro, y un muchacho cuyo rostro tenía una expresión de asombro
fatigado pero indomable. El cadáver yacía bajo un acolchado, sobre la baja
plataforma a la cual estaba fijada la muela, ahora silenciosa. Stevens se
aproximó, levantó una esquina del acolchado, miró el rostro, y bajando
nuevamente el acolchado se volvió, dispuesto a seguir su viaje al pueblo. Pero
de pronto decidió quedarse. Se movió entre los hombres apoyados contra las
paredes, con los sombreros en la mano, y escuchó a los dos testigos. Fue causa
de su decisión la declaración del muchacho, con su voz asombrada, fatigada,
incrédula, mientras terminaba de describir el hallazgo del cadáver. Vio cómo el
médico firmaba el certificado de defunción y guardaba su lapicera en el
bolsillo; entonces supo que no iría al pueblo aquella tarde.
-Creo que eso es todo -dijo el médico, mirando en dirección
a la puerta-. Muy bien, Ike, puedes llevártelo.
Stevens se apartó del resto y contempló a los cuatro hombres
que se dirigían hacia el acolchado.
-¿Lo llevarás tú, Ike? -dijo.
El mayor de los cuatro lo miró un instante.
-Sí. Le había dejado el dinero para el entierro a Mitchell,
en el almacén.
-Tú, y
Pose, y Matthew, y Jim Blake -murmuró Stevens.
Esta vez el otro lo observó con extrañeza, con impaciencia.
-Podemos pagar la diferencia entre todos -dijo.
-Quisiera contribuir -dijo Stevens.
-Gracias -repuso el otro-. Tenemos bastante.
A continuación el médico se acercó al grupo rezongando.
-Bueno, muchachos. Abran paso.
Con los otros, Stevens salió al aire libre, al calor de la
tarde. Había ahora un carro muy cerca de la puerta, que no había estado allí
antes. La puerta trasera estaba baja, el piso cubierto de paja, y Stevens
permaneció descubierto como todos, contemplando a los cuatro hombres salir del
molino, cargados con el bulto envuelto en el acolchado, y dirigirse al carro.
Tres o cuatro se adelantaron para ayudar, y Stevens se movió a su vez y tocó el
hombro del muchacho; vio nuevamente en el rostro de este aquella expresión de
asombro intrigado e incrédulo.
-Fuiste a traer el bote antes de saber que ocurría algo
-dijo.
-Es verdad -dijo el muchacho. Al principio habló
tranquilamente-. Nadé hasta el bote y luego lo traje remando. Yo sabía que
había algo en esa línea. Estaba tirando...
-Querrás decir que lo trajiste nadando -dijo Stevens.
-... hacia el fondo de... ¿Cómo, señor?
-Que trajiste el bote nadando. Nadaste hasta él, lo asiste y
lo trajiste nadando.
-¡No, señor! Lo traje remando. Remando desde la otra orilla.
Y vi esos peces...
-¿Con qué? -dijo Stevens. El muchacho lo miró ofendido-.
¿Con qué remabas?
-¡Con el remo! Recogí el remo y traje el bote remando, y
todo el tiempo los veía moverse en el agua. ¡No querían dejarlo! ¡Estaban
adheridos a él aun después de sacarlo del agua, comiéndolo! ¡Los peces, digo!
¡Yo sabía que las tortugas comen gente, pero estos eran peces! ¡Comiéndolo!
¡Por supuesto, creímos que eran peces lo que había allí! ¡Sí que eran peces!
¡No comeré pescado nunca más! ¡Nunca!
Aparentemente no había transcurrido mucho tiempo, pero, con
todo, la tarde había llegado a su fin, llevándose consigo parte del calor. Una
vez más en su automóvil, con la mano en el arranque, Stevens contemplaba el
carro, listo para ponerse en marcha. "Algo anda mal", pensó.
"Algo no coincide. Algo más que no advertí, que no vi. O bien, algo que no
ha ocurrido todavía."
El carro había partido ya, y cruzaba el polvoriento terreno
llano en dirección a la carretera, con dos hombres en el pescante y los otros
dos a su lado montados en mulas. La mano de Stevens dio vuelta a la llave. El
vehículo se puso en marcha y en seguida pasó al carro a regular velocidad.
Al cabo de una milla, Stevens dobló por un camino de tierra,
y se dirigió hacia las colinas. El terreno se elevaba, y el sol era
intermitente ahora; pues en ciertos puntos de las estribaciones montañosas se
estaba poniendo ya. A poco el camino se bifurcaba, y en el vértice de esta
bifurcación había una iglesia sin torre, pintada de blanco, junto a un grupo
desordenado y sin cerco de losas de mármol barato y otras tumbas señaladas solo
por hileras de cascos de botellas, fragmentos de loza y ladrillos enterrados en
la tierra.
Sin vacilar se detuvo frente a la iglesia, luego de ubicar
el automóvil frente a la V formada por las carreteras y al camino que acababa
de recorrer, el cual era visible hasta la curva, donde desaparecía. Debido a
esa curva pudo oír el rumor del carro antes de verlo, y en aquel momento oyó,
asimismo, el camión. Estaba descendiendo velozmente la colina a sus espaldas, y
luego de pasar rápidamente junto a él, disminuyó la marcha. Era un automóvil
convertido en una especie de furgón, con un depósito de poca profundidad
cubierto por una lona.
Al llegar al vértice se detuvo, una vez más se oyó el rumor
del carro, y luego Stevens lo vio con los dos jinetes, doblando la curva en la
penumbra; ahora había un hombre de pie junto al camión, y Stevens lo reconoció:
Tyler Ballenbaugh, un chacarero, casado y con familia, con fama de arrogante y
violento, que había nacido en el distrito, partido hacia el oeste y regresado,
trayendo consigo, a manera de lastre, rumores de sumas ganadas en el juego. Se
había casado, adquirido tierras, y no jugaba ya; pero en determinados años,
hipotecaba su cosecha para comprar o vender cosechas futuras de algodón con el
dinero. Ballenbaugh, de pie en el camino, junto al carro, conversaba con los
hombres sin levantar la voz ni hacer un gesto. Había otro hombre con él, un hombre
con camisa blanca, a quien Stevens no reconoció ni miró dos veces.
Su mano oprimió el botón del arranque, y una vez más el
automóvil se puso en marcha. Encendió los faros, salió rápidamente del
cementerio, descendió hasta llegar a la carretera y colocarse detrás del
camión; en aquel momento el hombre de la camisa blanca saltó sobre el
guardabarros y le gritó algo, y Stevens lo reconoció: era un hermano menor de
Ballenbaugh que se había ido a Memphis años atrás, donde se decía que había
actuado como guardia armado durante una huelga textil; en los tres años últimos
se estaba ocultando en casa del hermano, según decían, no de la policía, sino
de algunos de sus amigos y relaciones comerciales de Memphis. De tiempo en
tiempo, su nombre aparecía en grescas y riñas registradas en bailes y fiestas
campestres. En una oportunidad fue sujetado y detenido por dos agentes
policiales en Jefferson, donde los sábados, ebrio, solía jactarse de sus
hazañas pasadas o bien maldecía su situación actual y al hermano mayor que lo
obligaba a trabajar en la chacra.
-¿A quién diablos está espiando? -dijo.
-Boyd -dijo
el otro Ballenbaugh. No levantó la voz, siquiera-. Sube al camión.
Él no se había movido: era un hombre grande, de rostro
sombrío, que miró a Stevens con ojos claros, fríos, sin la menor expresión.
-¿Cómo estás, Gavin? -dijo.
-Bien, ¿y tú, Tyler? ¿Te llevas a Lonnie?
-¿Alguien se opone?
-Yo no -dijo Stevens, bajando del automóvil-. Te ayudaré a
trasladarlo.
Luego subió nuevamente al vehículo. El carro reanudó la
marcha. El camión retrocedió y viró, cobrando en seguida velocidad; los dos
rostros pasaron fugazmente, y el que vio Stevens ahora no era belicoso, sino
asustado; el otro no expresaba nada, con sus ojos fijos, fríos, claros. La
lámpara, que estaba rajada, desapareció tras la colina. "El número de la
chapa es del distrito de Okatoba", pensó Stevens.
Enterraron a Lonnie Grinnup al día siguiente por la tarde,
partiendo el cortejo fúnebre de casa de Tyler Ballenbaugh.
Stevens no estuvo presente.
-Tampoco estaría allí Joe, supongo -comentó-. El mudo de
Lonnie.
-No, tampoco estaba allí. Los que fueron al campamento de
Lonnie el domingo por la mañana, para examinar la línea de pesca, dijeron que
todavía merodeaba por el campamento, buscando a Lonnie. Cuando lo encuentre,
esta vez, podrá acostarse a su lado, pero no percibirá su respiración.
-No -dijo Stevens.
III
Estaba en Mottstown, capital del distrito de Okatoba,
aquella tarde. Y aunque era domingo, y aunque no sabía, hasta que lo encontró,
qué estaba buscando, lo encontró antes de la noche: era el agente de la
compañía de seguros que, once años atrás, vendió una póliza por cinco mil
dólares, con doble indemnización por muerte accidental; Tyler Ballenbaugh era
el beneficiario de esa póliza.
Todo estaba en regla. El médico examinador nunca había visto
a Lonnie Grinnup, pero conocía a Tyler Ballenbaugh desde hacía años; Lonnie
había hecho una cruz en la solicitud; Ballenbaugh abonó la cuota inicial, y
efectuó todos los pagos desde entonces.
No se había mantenido mayor secreto acerca de ello, salvo el
de realizar la transacción en otro pueblo; y Stevens comprendía que tampoco eso
era muy extraño.
El distrito de Okatoba estaba en la orilla opuesta del río,
a tres millas del domicilio de Ballenbaugh, y Stevens sabía de otros hombres,
además de Ballenbaugh, que poseían tierras en un distrito y adquirían sus
camiones y automóviles y depositaban su dinero en otro, obedeciendo quizás a
una sutil desconfianza atávica, inherente al hombre de campo, no tanto frente a
los hombres de cuello duro como frente a las calles asfaltadas y la
electricidad.
-¿Entonces no deberé certificar la póliza, por ahora?
-preguntó el agente de seguros.
-No. Quiero que acepte la solicitud cuando él venga a
presentarla, que le explique que necesitará una semana aproximadamente para
arreglarlo todo, y luego espere tres o cuatro días antes de comunicarle que
pase a verlo en esta oficina a las nueve o diez de la mañana siguiente. No le
diga por qué ni para qué. Luego telefonéeme a Jefferson, cuando sepa que ha
recibido el mensaje.
A la mañana siguiente muy temprano, casi al amanecer, cedió
la ola de calor. Stevens estaba acostado, contemplando los resplandores y
escuchando los rugidos de la tormenta eléctrica y la ruidosa furia de la
lluvia; pensaba en su implacable golpeteo y en los profundos surcos de agua
color de arcilla que debían formarse sobre la árida y solitaria tumba de Lonnie
Grinnup, junto a la iglesia sin torre, sobre aquella colina desnuda; también
pensaba en el ruido que debía hacer sobre el torbellino del creciente caudal
del río, y al golpear la choza de latas y lona donde el sordomudo seguía
esperando, probablemente, que él volviese a casa, sabiendo que algo había
ocurrido, pero sin saber cómo, ni por qué. "No sabe cómo", pensó
Stevens. "De alguna manera lo engañaron. Ni siquiera se molestaron en
atarlo. Lo engañaron, simplemente."
El miércoles por la noche recibió el aviso telefónico del
agente de Mottstown: Tyler Ballenbaugh había presentado su solicitud.
-Muy bien -dijo Stevens-. Envíele el mensaje el lunes, para
que vaya a su oficina el martes; quiero que me avise cuando sepa que lo ha
recibido. "Estoy jugando al póker con un hombre que ha demostrado ser un
jugador, en tanto que yo no lo soy", pensó. "Pero por lo menos le he
obligado a arrojar su carta. Y sabe quién está en el pozo con él."
Así, pues, cuando llegó el segundo mensaje el lunes por la
tarde, solo sabía lo que él, Stevens, pensaba hacer. Durante un momento se le
ocurrió pedir un empleado al sheriff, o bien llevar a un amigo. "Pero ni
un amigo creerá que lo que tengo entre manos es una carta marcada", se dijo,
"a pesar de que yo estoy seguro de ello: es decir, que un hombre, aun
tratándose de un aficionado en materia de asesinatos, tendría que haber borrado
las huellas, luego de cometer el hecho. Pero cuando se trata de dos asesinos,
ninguno de los dos está seguro de que el otro no ha dejado huellas."
Por fin Stevens fue solo. Tenía una pistola. Pero luego de
haberla sacado, la guardó nuevamente en el cajón. "Por lo menos, nadie
disparará contra mí con esta pistola", se dijo. Salió del pueblo al
oscurecer.
Esta vez pasó junto al almacén de ramos generales, oscuro
junto a la carretera. Cuando llegó al camino de tierra, que siguió nueve días
atrás, tomó esta vez a la derecha y siguió manejando un cuarto de milla más,
hasta desembocar en un potrero muy sucio, y alumbró con los faros una cabaña
oscura. No los apagó, sino que avanzó a pie en medio del haz luminoso, en
dirección a la cabaña, gritando: "¡Nate! ¡Nate!"
Al cabo de un rato oyó la voz de un negro, si bien no vio
luz alguna.
-Voy al campo de Lonnie Grinnup. Si no he regresado antes
del amanecer, es mejor que vayas hasta el almacén y les avises.
No hubo respuesta. Luego una voz de mujer dijo:
-¡Apártate de esa puerta!
La voz del hombre murmuró algo.
-¡No me importa! -exclamó la mujer-. Sal de ahí y deja a los
blancos tranquilos.
"De modo que hay otros, además de mí", pensó
Stevens, recordando cuán a menudo, casi siempre, hay en los negros un instinto,
no para el mal, sino para intuirlo inmediatamente cuando está cerca. Volvió al
automóvil, apagó los faros y sacó su linterna del asiento.
Encontró el camión. Bajo el tenue haz de luz leyó una vez
más el número de la patente que vio alejarse nueve días atrás colina abajo.
Apagó la linterna y la guardó en el bolsillo.
Veinte minutos más tarde advirtió que no debió haberse
preocupado por la luz. Estaba en el sendero, entre la negra pared de monte y el
río; veía el leve resplandor detrás de la pared de lona de la choza, y oía ya
las dos voces: una fría, monótona y firme; la otra, alta y áspera. Tropezó con
la pila de leña y luego con algo más; halló la puerta, la abrió rápidamente y
se encontró frente a la devastación de la casa del muerto: los colchones de
chala retirados de las tarimas de madera, la cocina volcada y los utensilios de
cocina desparramados, y, en medio de todo ello, Tyler Ballenbaugh enfrentándolo
con una pistola, y su hermano menor, arqueado como si fuera a saltar, junto a
un cajón volcado.
-¡Atrás, Gavin! -gritó Ballenbaugh.
-Retrocede tú, Tyler -dijo Stevens-. Has llegado tarde.
El joven se enderezó. Stevens advirtió que lo había
reconocido.
-¡Pero, por...! -exclamó.
-¿No hay salida, Gavin? -dijo Ballenbaugh-. Dime la verdad.
-Creo que no. Baja esa pistola.
-¿Quién más está contigo?
-Los suficientes. Baja esa pistola, Tyler.
-¡Miente! -dijo el más joven. Empezó a moverse. Stevens vio
que sus ojos se dirigían hacia la puerta a sus espaldas-. ¡Miente, te digo! No
hay nadie más. Está espiando, como el otro día, metiendo la nariz donde muy
pronto lamentará haberla metido. Porque esta vez se la vamos a cortar.
Avanzaba ahora hacia Stevens, algo inclinado, los brazos
separados del cuerpo.
-¡Boyd! -dijo Tyler. El otro siguió avanzando, sin sonreír,
pero con una expresión extraña, una especie de brillo o fulgor en el rostro-.
¡Boyd! -repitió Tyler, y a su vez se movió con sorprendente rapidez, y
alcanzando a su hermano, con un solo movimiento del brazo lo hizo caer
trastabillando sobre uno de los camastros. Ambos se miraron: el uno, frío, inmóvil,
sin expresión, con la pistola apuntando al vacío; el otro, arqueado, gruñendo.
-¿Qué diablos pretendes hacer? ¿Dejar que nos lleve al
pueblo como dos corderos?
-Eso lo decidiré yo -dijo Tyler. Y luego, mirando a
Stevens-: Nunca pensé en esto, Gavin. Yo aseguré su vida, pagué las primas, sí.
Pero era un buen negocio: si él hubiese vivido más que yo, el dinero no me
habría servido, de todos modos; en caso contrario, yo me habría beneficiado al
morir él. No había ningún secreto. Lo hicimos a la luz del día. Cualquiera
habría podido saberlo. Quizás él habló de ello. Yo nunca se lo prohibí. ¿Y
quién podía criticarlo, de todos modos? Siempre le daba de comer cuando venía a
casa, se quedaba tanto como quería, y venía cuando tenía ganas. Pero yo no
planeé esto.
De pronto el muchacho empezó a reír, reclinado a medias en
el camastro donde lo empujara el otro.
-¡Ah! ¡Conque ese es el asunto, ahora! ¡Conque así andan las
cosas! -y entonces no hubo más risa, si bien la transición fue leve,
imperceptible. Estaba de pie, frente a su hermano-. Yo no aseguré su vida en
cinco mil dólares -dijo-. A mí no iban a tocarme...
-Calla -dijo Tyler.
-... cinco mil dólares cuando lo hallasen muerto en esa...
Tyler avanzó firmemente y lo abofeteó dos veces, con la
palma y el dorso de la mano, sin dejar la pistola que sostenía en la otra.
-Te digo que te calles, Boyd -dijo. Miró a Stevens una vez
más-. Nunca preví esto. Ahora no quiero el dinero, aunque me lo paguen, porque
nunca planeé obtenerlo de esa manera. Yo no juego así. ¿Qué piensas hacer?
-¿Me lo preguntas? Quiero hacer una denuncia por asesinato.
-¡Y luego probarlo! -gritó el otro-. ¡Trate de probarlo! Yo
no aseguré su vida por...
-¡Calla! -repitió Tyler, casi con suavidad, mirando a
Stevens con aquellos ojos en los que no se reflejaba absolutamente nada-. No
puedes hacer eso, Stevens. Tenemos un nombre limpio. Lo ha sido. Quizás nadie
haya hecho nada por engrandecerlo todavía, pero hasta ahora nadie lo dañó
mucho. Nunca he debido nada a nadie, ni tomado lo que no es mío. No debes hacer
eso, Gavin.
-No debo hacer otra cosa, Tyler.
El otro lo miró. Stevens oyó que aspiraba y espiraba
profundamente. Pero su expresión no cambió.
-De modo que lo que quieres es ojo por ojo y diente por
diente.
-Lo quiere la justicia. Tal vez, Lonnie. ¿No lo querrías tú?
El otro lo miró un instante más. Luego se volvió e hizo un
gesto a su hermano y otro a Stevens, los dos firmes y perentorios.
En seguida se encontraron fuera de la choza, alumbrados por
la luz que pasaba por la puerta abierta. Arriba, una leve ráfaga se agitó entre
el follaje y luego cesó. Al principio Stevens no comprendió la intención de
Ballenbaugh. Vio que se volvía hacia su hermano, con la mano extendida,
hablándole con un tono severo:
-Este es el fin del escándalo. Lo temí desde la noche que
llegaste a casa y me lo dijiste. Debí criarte mejor, pero no lo hice. Ven.
Decídete de una vez.
-¡Cuidado, Tyler! ¡No hagas eso! -dijo Stevens.
-No intervengas, Gavin. Si quieres una vida por una vida, la
tendrás.
Seguía mirando a su hermano, sin reparar siquiera en
Stevens.
-Ven. Tómala y acaba de una vez.
Entonces fue demasiado tarde. Stevens vio que el muchacho
saltaba hacia atrás, que Tyler avanzaba un paso, y percibió en la voz de este
la sorpresa, la incredulidad, y por fin la comprensión súbita del error
cometido.
-¡Deja esa pistola, Boyd! ¡Déjala!
-Conque la quieres, ¿eh? -dijo Boyd-. Cuando aquella noche
te dije que tendrías cinco mil dólares en el momento en que alguien descubriese
la línea de pesca, y te pedí diez, rehusaste. Diez dólares, y me los negaste.
Sí que te la daré. ¡Aquí la tienes! El fogonazo partió desde muy abajo, y el
fuego rojizo trazó un surco descendente al caer el otro. "Ahora me toca a
mí", pensó Stevens. Estaban frente a frente; una vez más se sintió la
ráfaga que agitaba el follaje sobre su cabeza.
-¡Corre mientras puedas, Boyd! -dijo-. Ya has hecho
bastante. ¡Corre!
-Sí que correré. Preocúpese por mí, ahora, porque dentro de
un minuto ya no tendrá preocupaciones. Sí que correré, después de decir algo a
estos señores que meten la nariz donde se lamentarán...
"Ahora tirará", pensó Stevens, y saltó. Por un
segundo tuvo la ilusión óptica de verse a sí mismo saltando, en el aire, sobre
la cabeza de Boyd Ballenbaugh, reflejado de alguna manera por la tenue luz del
río, por esa luminosidad que devuelve el río a las tinieblas. Y entonces
advirtió que no era él mismo a quien veía; no, no había sido una ráfaga lo que
percibió, cuando la criatura, la forma que no tenía lengua ni la necesitaba,
que durante nueve días había esperado el regreso de Lonnie Grinnup, se dejó
caer sobre las espaldas del asesino, las manos crispadas y el cuerpo rígido y
curvado, con silenciosa y mortal determinación.
"Estaba en el árbol", pensó Stevens. La pistola
relució en la oscuridad. Vio el fogonazo, pero no oyó nada.
IV
Estaba sentado en el corredor con su aseado vendaje
quirúrgico, después de la comida, cuando llegó el sheriff por el sendero del
jardín: era un hombre muy alto, agradable, afable, con ojos más pálidos, más
fríos y más inexpresivos aun que los de Tyler Ballenbaugh.
-No llevará más de unos minutos -dijo-. De lo contrario, no
te habría molestado.
-¿Cómo, molestarme? -dijo Stevens.
El sheriff apoyó un muslo sobre la barandilla del corredor.
-¿Cómo va tu cabeza?
-Muy bien.
-Me alegro. Creo que oíste decir dónde hallamos a Boyd.
Stevens lo miró con la misma expresión impasible.
-No he recordado nada en todo el día, salvo mi dolor de
cabeza.
-Tú nos dijiste dónde debíamos buscar. Cuando llegué ahí,
estabas consciente todavía, y tratando de dar agua a Tyler. Nos dijiste que
miráramos la línea de pesca.
-¿Sí? ¡Bueno, bueno! ¿Qué no dice un borracho, o un loco? Y
a veces dice la verdad.
-La dijiste. Examinamos la línea y allí estaba Boyd muerto,
colgado de uno de los anzuelos, exactamente como Lonnie Grinnup. Y Tyler
Ballenbaugh, con una pierna rota y otro balazo en el hombro; y tú con una
herida en la cabeza, en la cual podría haber escondido un cigarro. ¿Cómo quedó
colgado en la línea, Gavin?
-No lo sé.
-Muy bien. Supongamos que en este momento no soy el sheriff.
¿Cómo apareció Boyd en esa línea?
-No lo sé.
El otro lo miró; se miraron mutuamente.
-¿Es eso lo que contestas a un amigo cuando te pregunta
algo?
-Sí. Yo estaba herido, como bien sabes. No lo sé.
El sheriff sacó un cigarro del bolsillo y lo estudió un
rato.
-Joe, el sordomudo que crió Lonnie... se ha ido,
aparentemente. El domingo pasado todavía andaba merodeando, pero nadie lo ha
visto desde entonces. Podría haberse quedado. Nadie lo molestaría.
-Quizás extrañaba a Lonnie demasiado para quedarse.
-Quizás lo extrañaba -murmuró el sheriff, poniéndose de pie.
Luego cortó el extremo del cigarro con los dientes y lo encendió-. ¿Ese balazo
te hizo olvidar también esto? ¿Qué te hizo sospechar que algo andaba mal? ¿Qué
era lo que el resto de nosotros no había advertido?
-El remo -repuso Stevens.
-¿El remo?
-¿Nunca tendiste una línea de pesca, una línea en tu propio
campamento? No se usa el remo, sino que se empuja el bote con las manos,
alternativamente, a lo largo de la línea, desde un anzuelo hasta el otro.
Lonnie nunca usaba el remo; dejaba el bote atado al mismo árbol del que partía
la línea, y el remo quedaba siempre en la choza. Si alguna vez hubieses ido
allí, lo habrías observado. Pero el remo estaba en el bote cuando el muchacho
lo encontró.
FIN
"Hand
Upon the Waters" (1939),
publicado en Knight’s Gambit, 1949
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