Mario Benedetti
"A nadie", le había dicho el Colorado, "a
nadie, ni siquiera a tu mujer. ¿Estamos?" Y él había contestado:
"Estamos". "Ni el menor indicio, ¿eh? Bastante caro hemos pagado
ya esos y otros liberalismos. Y la acción de mañana es particularmente
riesgosa. Aun extremando las medidas de seguridad, vos y Alfredo van a correr
mucho peligro. Eso lo sabés, ¿verdad?" "Está bien, está bien",
había dicho él. El Colorado había resoplado antes de concretar: "Bueno, a
las siete te recogerá Alfredo en Durazno y Convención".
Ahora Marta le servía lo que ella denominaba
"costillitas de cerdo a la riojana, versión libre". Siempre, para
bromear, le ponía un papelito sobre el plato con el menú del día. Ñoquis a la
romana. Escalope a la viena. Crême parmentière. Y así por el estilo. Esto de
"a la riojana" le había quedado de cierta vez que fueron a Buenos
Aires y a él le había gustado aquella combinación. Era la época en que todavía
podían ir de compras cada tres meses, y de paso veían cine, teatro,
exposiciones. A ellos, que en Montevideo vivían rodeados de padres, suegros,
tíos, primos, sobrinos, aquellas escapadas les servían como una puesta al día
de su mejor intimidad. Se sentían más unidos, más pareja, caminando del brazo
por Corrientes que en su propia casa donde había ojos en todos los rincones y
en todos los retratos. Pero hacía tiempo que esas "lunas de miel" se
habían acabado. Ahora había que hacer milagros con la plata.
-¿Te llamó tu madre? -preguntó Marta.
-Sí. Veinte minutos. De un tirón.
-¿Qué quería?
-Lo de siempre: compasión. Pobre vieja. Cómo se mira el
ombligo. El mundo puede venirse abajo, pero para ella no hay nada más
importante que el almacenero que le cobró de más y le pesó de menos.
-¿Sabés lo que pasa? Es bravo llegar a los setenta, y estar
sola, y no haber hecho otra cosa que pensar en sí misma. Además, a esa edad,
¿vas a pretender cambiarla?
-Ni se me ocurre. Apenas si alguna vez le digo: "Vieja,
¿por qué no lees los diarios? Así a lo mejor te enteras de que la gente muere
de hambre en el Nordeste brasileño, de los niños que en Vietnam son quemados
diariamente con napalm, y también de los botijas que aquí en tu país, no han
probado jamás leche. Enterate de todo eso y vas a ver cómo mañana vas corriendo
a darle un besito al almacenero que, con toda humildad, apenas si te afanó
treinta pesos".
Cuando iba por la mitad de la última frase, se fijó de
pronto en lo linda que estaba Marta esta noche. No venía nadie, y sin embargo
se había puesto el vestidito azul. O sea que era para él, nada más que por él.
Simultáneamente con la comprobación de lo bien que le quedaba el vestido, le
vinieron unas tremendas ganas de quitárselo. Pero se contuvo.
-Que linda estás hoy.
-¿Hoy nomás?
Ese juego de frases era casi una tradición entre ellos.
Tenían varias series de esos dialoguitos automáticos. A veces funcionaban bien
y provocaban otros dialoguitos, esto sí improvisados. Otras veces, en cambio,
sonaban a rutina. Dependía de tantas cosas: del estado de ánimo de uno, o de
los dos; de la buena o mala digestión; de la noticia desalentadora en la radio;
hasta de la niebla, la lluvia o el sol, que podía registrase en la ventana del
living.
-Vos en cambio estás feo.
-El hombre es como el oso, ¿no?
-Sí, cuanto más feo más espantoso.
En realidad, la variante era de él, pero ella se había reído
mucho cuando él la había incorporado al folklore doméstico.
-¿Te pido algo? No limpies la cocina esta noche. Dejala para
mañana.
-¿Vos me ayudás mañana?
Él vaciló, y ella se dio cuenta.
-Ah, no me ayudás.
-Mira, no voy a ayudarte mañana, porque tengo que salir
temprano. Pero igual te pido que no limpies la cocina esta noche.
-Bueno, el argumento no es muy convincente.
-¿Y la mirada?
-La mirada sí.
-¿Entonces no limpiás?
-Entonces no limpio.
Todo estaba implícito. Ocho años de matrimonio, ocho buenos
años de matrimonio, crean rutinas, claro, pero también crean entrelíneas,
claves, contraseñas. "No tenemos que dejar que nos aplaste la
costumbre", decía él a menudo. "Siempre hay que crear, siempre hay
que inventar." "¿Y yo te empujo mucho a la costumbre?",
preguntaba Marta. "No, en absoluto. Porque no alcanza con que invente un
solo integrante de la pareja; no alcanza con que se renueve uno solo. Algunas
noches vos me hacés una caricia nueva, una caricia inédita, y fíjate qué
curioso, esa caricia nueva también sirve para revitalizar las viejas caricias,
como si las contagiara de su novedad."
-Vení. Quiero quitarte yo el vestido.
-¿Qué pasa, amor?
-Nada. Sólo que quiero quitarte yo el vestido. Ya que es tan
lindo.
Marta se enfrentó a él, alegre y sorprendida, como dispuesta
a iniciar un juego del que aún no había captado totalmente el sentido.
-Quite, pues.
Él descorrió lentamente los cierres, desabotonó lo que había
que desabotonar, y luego presionó hacia abajo. El vestido azul quedó arrollado
a los pies de Marta. Ella iba a recogerlo, pero él dijo: "Después"
"Se va a arrugar." "No importa." La hizo girar frente a sí,
le desprendió el sostén.
-Realmente estás mucho más linda que cuando nos casamos.
-Pero, ¡qué pasa, amor?
-Eso es lo que quería confirmar. Ya lo he confirmado. Ahora
vení.
-¿No se piensa desvestir, compañero?
-¿Lo crees necesario?
-Absolutamente.
"A nadie", había dicho el Colorado, "ni
siquiera a tu mujer". Quizá por eso, él sentía oscuramente que en ese acto
de amor iba a haber una trampa. Pero estaba resuelto a trampear. Estaba
resuelto, aun en el instante de empezar a recorrer morosamente el cuerpo de
Marta. Sus manos estaban esa noche como nuevas. Su tacto tenía hoy una
increíble sensibilidad, todo lo captaba, todo lo excitaba, todo lo enamoraba.
Le pareció incluso que sus manos se habían vuelto repentinamente memoriosas, ya
que al acariciar un pecho, o un trozo de cintura, o un muslo, recobraba con
sorpresa sensaciones muy anteriores, es decir, volvía a sentir (junto con el
tacto nuevo) un recuperado tacto antiguo.
Marta advirtió que ésta era una noche excepcional. No sabía
la razón. Pero dejó para averiguarlo luego. No era ésta una noche para estar
pasiva, dejándose amar y punto. Era una noche para amar ella también
activamente, entre otras cosas, porque se sentía invadida por un deseo tierno,
fuera de serie. Él le susurraba: "Linda, tierna, buena", y ella
sentía que efectivamente lo era, en ese instante al menos. Por su parte, ella
no decía nada. Le gustaba que él le dijera cosas, pero ella callaba. Sólo sus
ojos y sus manos hablaban. Y eso bastaba. Mientras los ojos y las manos de
Marta hablaran, a él no le importaba que no hubieran palabras. Las palabras la
ponía él. Siempre había alguna nueva, y la palabra nueva era como una nueva
caricia, y también enriquecía las palabras de siempre.
Sólo en un instante, cuando él sintió que se conmovía casi
hasta el llanto, ella abrió desmesuradamente los ojos, suspendió todo ritmo y
murmuró en su oído: "¿Qué hay?" Él balbuceó promesas, pidió perdones,
juró amor, pero todo en un lenguaje cifrado que ella no alcanzó a comprender.
Allí el deseo reclamó sus derechos, y también esa duda quedó para después.
Quedaron fatigados, satisfechos, unidos. Él pasó el brazo
bajo el cuello de Marta, y permanecieron en silencio, los dos fumando.
-Hacía mucho que... -empezó él.
-¿Verdad que sí? ¿Por qué será? Después de todo somos los
mismos hoy que la semana pasada.
-Quién sabe.
-Estoy contenta, ¿sabés?
-¿De qué? ¿De que el país ande como el diablo?
-No. Estoy contenta porque nosotros andamos bien. Lo del
país me amarga, claro. Pero te confieso que todavía no soy lo suficientemente
generosa como para anteponer el destino del país al destino nuestro.
-¿No te parece que el destino del país nos incluye a
nosotros?
-Sí, claro.
-¿Y entonces?
-Ya te dije que no soy lo suficientemente generosa.
-No es cierto.
-Bueno, a veces soy generosa casi por egoísmo. Con vos, por
ejemplo. ¿Cómo no ser generosa con vos? Pero eso también es egoísmo.
-Todo mezclado, como dice Guillén.
-Pero estoy contenta. ¿Y vos?
-También.
-Estoy contenta porque intuyo que todo lo nuestro va a ir
cada día mejor. Y a corto plazo.
-Ojalá Dios mejore de su sordera.
-¿Y eso?
-Es mi modo de decir que Dios te oiga.
Ella sonrió por entre el humo.
-Decime: ¿pensás seguir militando?
-Sí.
-¿Lo crees realmente necesario?
-Sí, Marta, lo creo. Sobre todo para mí, para nosotros.
-A veces tengo miedo. Todo se está complicando tanto. No sé
si vale la pena el sacrificio.
-Siempre vale la pena.
-Ese miedo es la única nube a la vista. Ya han caído tantos.
¿Puedo pedirte algo?
-Claro.
-No asumas riesgos mayores.
-No hay riesgos mayores y riesgos menores. Hay riesgos.
Punto. Y a ésos no pienso sacarles el cuerpo.
-Vos bien sabés a qué me refiero. No podría soportar que te
pasara algo.
-No me va a pasar nada.
-Ya sé. Ya sé. Pero...
-¿Vos me querrías si supieras que le escapo a los riesgos,
que me acobardo y flaqueo?
-No sé. No creas que es tan simple. A lo mejor mi cabeza te
haría reproches, pero creo que mi vientre te querría igual. ¿Sabés una cosa? Mi
cabeza puede atenerse a principios, y hasta asumir compromisos. Pero para mi
vientre vos sos mi único compromiso. Lo que pasa es que es un vientre leal, ¿no
crees?
Él siguió fumando en silencio, conmovido. Ella esperó la
respuesta, luego insistió.
-¿Qué? ¿No lo crees?
-Sí, lo creo.
Y la volvió a abrazar. Esta vez sin otra intención de
saberla cerca, y sentir de paso la lealtad de aquel vientre.
Se durmieron de a poco, despertándose o semidespertándose
sólo para sentirse confortados con la piel del otro, como si el simple tacto
los pusiera a salvo de toda desgracia.
Él se despejó por completo diez minutos antes de que sonara
el despertador. Durante la noche Marta se había apartado y ahora dormía boca
abajo, sin sábana: realmente una gloria. No la tocó siquiera. Se levantó en
silencio, fue al baño, se vistió de apuro. La miró una vez más. En un papel
garabateó una frase: "Gracias, vientre leal", y lo dejó sobre la cama
en desorden.
Salió a la calle y miró el reloj: tenía tiempo justo para
encontrarse con Alfredo en Convención y Durazno.
FIN
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