El señor Testator alquiló una serie de habitaciones en Lyons
Inn, pero tenía un mobiliario muy escaso para su dormitorio y ninguno para su
sala de estar. Había vivido en estas condiciones varios meses invernales y las
habitaciones le resultaban muy desnudas y frías. Un día, pasada la medianoche,
cuando estaba sentado escribiendo y le quedaba todavía mucho por escribir antes
de acostarse, se dio cuenta de que no tenía carbón. Lo había abajo, pero nunca
había ido al sótano; sin embargo, la llave del sótano estaba en la repisa de su
chimenea y si bajaba y abría el sótano que le correspondía podía suponer que el
carbón que en él hubiera sería el suyo. En cuanto a su lavandera, vivía entre
las vagonetas de carbón y lo barqueros del Támesis, pues en aquella época había
barqueros en el Támesis, en un desconocido agujero junto al río, en los
callejones y senderos del otro lado del Strand.
Por lo que se refiere a cualquier otra persona con la que
pudiera encontrarse o le pudiera poner objeciones, Lyons Inn estaba llena de
persona dormidas, borrachas, sensibleras, extravagantes, que apostaban, que
meditaban sobre la manera de renovar o reducir una factura... todas ellas
dormidas o despiertas pero preocupadas por sus propios asuntos.
El señor Testator cogió con una mano el cubo del carbón; la
vela y la llave con la otra. Descendió a las tristes cavernas subterráneas del
Lyons Inn, desde donde los últimos vehículos de las calles resultaban
estruendosos y todas las tuberías de la vecindad parecían tener el amén de
Macbeth pegado a la garganta y estar tratando de escupirlo. Tras andar a
tientas de aquí para allá entre las puertas bajas sin propósito alguno, el
señor Testator llegó por fin a una puerta de candado oxidado en la que ajustaba
su llave. Tras abrir la puerta con grandes problemas y mirar al interior,
descubrió que no había carbón, sino un confuso montón de muebles. Alarmado por
aquella intrusión en las propiedades de otra persona, cerró de nuevo la puerta,
encontró su sotanillo, llenó el cubo y volvió a subir las escaleras.
Pero los muebles que había visto pasaban corriendo
incesantemente por la mente del señor Testator, como si se movieran sobre
cojinetes, cuando a las cinco de la mañana, helado de frío, se dispuso a
acostarse. Sobre todo deseaba una mesa para escribir, y el mueble que estaba al
fondo del montón era precisamente un escritorio. Cuando por la mañana apareció
su lavandera, salida de su madriguera, para hacerle el té, artificiosamente
llevó la conversación al tema de los sotanillos y los muebles; pero resultó evidente
que las dos ideas no se conectaron en la mente de la criada. Cuando ésta le
dejó solo sentado ante el desayuno y pensando en los muebles, se acordó que el
cerrojo estaba oxidado y dedujo de ello que los muebles debían estar
almacenados en los sótanos desde hacía mucho tiempo... que quizá su propietario
los había olvidado, o incluso había muerto.
Tras pensar en ello varios días, durante los cuales no pudo
obtener en Lyons Inn noticia alguna sobre los muebles, se desesperó y decidió
tomar prestada la mesa. Lo hizo aquella misma noche. Y no tenía la mesa cuando
decidió tomar prestado también un sillón; y todavía no lo tenía cuando pensó
coger una librería, y luego un diván, y luego una alfombra grande y otra
pequeña. Para entonces se había dado cuenta de que «se había aprovechado tanto
de los muebles» que no podrían empeorar las cosas si los tomaba prestados
todos. Y en consecuencia, lo hizo así y dejó cerrado el sotanillo. Siempre lo
había cerrado tras cada visita. Había subido cada uno de los muebles en la
oscuridad de la noche, y en el mejor de los casos se había sentido tan perverso
como un ladrón de cadáveres. Todos los muebles estaban sucios y costrosos
cuando los llevó a sus habitaciones, y tuvo que pulirlos, como si fuera un
asesino culpable, mientras Londres dormía.
El señor Testator vivió en sus habitaciones amuebladas dos o
tres años, o más, y gradualmente se fue acostumbrando a la idea de que los
muebles eran suyos. Era ésa una sensación que le resultaba conveniente hasta
que de pronto, una noche a una hora tardía, escuchó unos pasos en las
escaleras, y una mano que rozaba la puerta buscando el llamador, y luego una
llamada profunda y solemne que actuó como un resorte en el sillón del señor
Testator, lanzándolo fuera de él, pues con gran prontitud atendió a la llamada.
El señor Testator se acercó a la puerta con una vela en la
mano y encontró allí a un hombre muy pálido y alto; estaba un poco encorvado;
sus hombros eran muy altos, el pecho muy estrecho y la nariz muy roja; un tipo
verdaderamente cursi. Se envolvía en un raído y largo abrigo negro que por
delante se cerraba con más agujas que botones, y oprimía bajo el brazo un
paraguas sin mango, como si estuviera tocando una gaita.
-Le ruego que me perdone, pero ¿puede usted informarme...?
-empezó a decir, pero se detuvo; sus ojos se posaron en algún objeto de la
habitación.
-¿Si puedo informarle de qué? -preguntó el señor Testator
observando alarmado aquella detención.
-Le ruego que me perdone -prosiguió el desconocido-. Pero...
no era ésta la pregunta que iba a hacerle... ¿no estoy viendo un pequeño mueble
que me pertenece?
El señor Testator había empezado a decir, tartamudeando, que
no sabía, cuando el visitante se deslizó a su lado introduciéndose en la
habitación. Una vez dentro, con unas maneras de duende que dejaron congelado
hasta el tuétano al señor Testator, examinó primero el escritorio, y dijo:
«mío», luego el sillón, del que dijo: «mío», luego la librería, y dijo: «mía»;
luego dio la vuelta a una esquina de la alfombra y dijo: «¡mía!» En resumen,
inspeccionó sucesivamente todos los muebles sacados del sotanillo afirmando que
eran suyos. Hacia el final de la investigación, el señor Testator se dio cuenta
de que estaba empapado de licor y que el licor era ginebra, pero la ginebra no
le volvía inestable ni en su manera de hablar ni en su porte, sino que le
añadía en ambos aspectos cierta rigidez.
El señor Testator se encontraba en un estado terrible, pues
(según redactó la historia) por primera vez se dio cuenta plenamente de las
consecuencias posibles de lo que había hecho intrépida y descuidadamente.
Después de que estuvieran un rato en pie mirándose el uno al otro, con voz
temblorosa empezó a decir:
-Señor, me doy cuenta de que le debo la explicación,
compensación y restitución más completa. Los muebles serán suyos. Permítame
rogarle que sin malos modos y sin siquiera una irritación natural por su parte,
podríamos tener un poco...
-...de algo para beber -le interrumpió el desconocido-.
Estoy de acuerdo.
El señor Testator había pensado decir «un poca de
conversación tranquila», pero con gran alivio aceptó la enmienda. Sacó una
garrafa de ginebra y estaba procurando conseguir agua caliente y azúcar cuando
se dio cuenta de que el visitante se había bebido ya la mitad del contenido. Con
el agua caliente y azúcar, la visita se bebió el resto antes de llevar una hora
en la habitación según las campanas de la iglesia de Santa María del Strand; y
durante el proceso susurraba frecuentemente para sí mismo: «¡mío!
Cuando se acabó la ginebra y el señor Testator se preguntó
lo que iba a suceder, el visitante se levantó y dijo con creciente rigidez:
-Señor, ¿a qué hora de la mañana resultará conveniente?
-¿A las diez? -se arriesgó a sugerir el señor Testator.
A las diez entonces, señor, en ese momento estaré aquí
-afirmó y luego se quedó un rato contemplando ociosamente al señor Testator,
para añadir-: ¡qué Dios le bendiga! ¿Y cómo está su esposa?
El señor Testator (que no se había casado nunca) respondió
con gran sentimiento:
-Con gran ansiedad, la pobre, pero bien en otros aspectos.
Entonces el visitante se dio la vuelta y se marchó,
cayéndose dos veces por las escaleras. Desde ese momento no volvió a saber de
él. No supo si se había tratado de un fantasma, o de una ilusión espectral de
la conciencia, o de un borracho que no tenía ninguna relación con el cuarto, o
del dueño verdadero de los muebles, borracho, con una recuperación transitoria
de la memoria; no supo si había llegado a salvo a casa, o no tenía casa alguna
a la que ir; no supo si por el camino lo mató el licor, o si vivió en el licor
para siempre; no volvió a saber nada de él. Ésta fue la historia, traspasada
con los muebles y considerada auténtica por el que los recibió en una serie de
habitaciones de la parte superior de la triste Lyons Inn.
FIN
Mr. Testator's Visitation
Charles Dickens
Biblioteca Digital Ciudad Seva