quarta-feira, 30 de junho de 2010

Theo Angelopoulos Ulysses' Gaze Sarajevo Scenes

LEBANON - AU CINEMA LE 3 FEVRIER 2010

Na Cena: Cine Ceará 2010 - Somos todos cubanos

Embargo

José Saramago

Se despertó con la sensación aguda de un sueño degollado y vio delante de sí la superficie cenicienta y helada del cristal, el ojo encuadrado de la madrugada que entraba, lívido, cortado en cruz y escurriendo una transpiración condensada. Pensó que su mujer se había olvidado de correr las cortinas al acostarse y se enfadó: si no consiguiese volver a dormirse ya, acabaría por tener un día fastidiado. Le faltó sin embargo el ánimo para levantarse, para cubrir la ventana: prefirió cubrirse la cara con la sábana y volverse hacia la mujer que dormía, refugiarse en su calor y en el olor de su pelo suelto. Estuvo todavía unos minutos esperando, inquieto, temiendo el insomnio matinal. Pero después le vino la idea del capullo tibio que era la cama y la presencia laberíntica del cuerpo al que se aproximaba y, casi deslizándose en un círculo lento de imágenes sensuales, volvió a caer en el sueño. El ojo ceniciento del cristal se fue azulando poco a poco, mirando fijamente las dos cabezas posadas en la almohada, como restos olvidados de una mudanza a otra casa o a otro mundo. Cuando el despertador sonó, pasadas dos horas, la habitación estaba clara.

Dijo a su mujer que no se levantase, que aprovechase un poco más de la mañana, y se escurrió hacia el aire frío, hacia la humedad indefinible de las paredes, de los picaportes de las puertas, de las toallas del cuarto de baño. Fumó el primer cigarrillo mientras se afeitaba y el segundo con el café, que entretanto se había enfriado. Tosió como todas las mañanas. Después se vistió a oscuras, sin encender la luz de la habitación. No quería despertar a su mujer. Un olor fresco a agua de colonia avivó la penumbra, y eso hizo que la mujer suspirase de placer cuando el marido se inclinó sobre la cama para besarle los ojos cerrados. Y susurró que no volvería a comer a casa.

Cerró la puerta y bajó rápidamente la escalera. La finca parecía más silenciosa que de costumbre. Tal vez por la niebla, pensó. Se había dado cuenta de que la niebla era como una campana que ahogaba los sonidos y los transformaba, disolviéndolos, haciendo de ellos lo que hacía con las imágenes. Había niebla. En el último tramo de la escalera ya podría ver la calle y saber si había acertado. Al final había una luz aún grisácea, pero dura y brillante, de cuarzo. En el bordillo de la acera, una gran rata muerta. Y mientras encendía el tercer cigarrillo, detenido en la puerta, pasó un chico embozado, con gorra, que escupió por encima del animal, como le habían enseñado y siempre veía hacer.

El automóvil estaba cinco casas más abajo. Una gran suerte haber podido dejarlo allí. Había adquirido la superstición de que el peligro de que lo robasen sería mayor cuanto más lejos lo hubiese dejado por la noche. Sin haberlo dicho nunca en voz alta, estaba convencido de que no volvería a ver el coche si lo dejase en cualquier extremo de la ciudad. Allí, tan cerca, tenía confianza. El automóvil aparecía cubierto de gotitas, los cristales cubiertos de humedad. Si no hiciera tanto frío, podría decirse que transpiraba como un cuerpo vivo. Miró los neumáticos según su costumbre, verificó de paso que la antena no estuviese partida y abrió la puerta. El interior del coche estaba helado. Con los cristales empañados era una caverna translúcida hundida bajo un diluvio de agua. Pensó que habría sido mejor dejar el coche en un sitio desde el cual pudiese hacerlo deslizarse para arrancar más fácilmente. Encendió el coche y en el mismo instante el motor roncó fuerte, con una sacudida profunda e impaciente. Sonrió, satisfecho de gusto. El día empezaba bien.

Calle arriba el automóvil arrancó, rozando el asfalto como un animal de cascos, triturando la basura esparcida. El cuentakilómetros dio un salto repentino a noventa, velocidad de suicidio en la calle estrecha bordeada de coche aparcados. ¿Qué sería? Retiró el pie del acelerador, inquieto. Casi diría que le habían cambiado el motor por otro más potente. Pisó con cuidado el acelerador y dominó el coche. Nada de importancia. A veces no se controla bien el balanceo del pie. Basta que el tacón del zapato no asiente en el lugar habitual para que se altere el movimiento y la presión. Es fácil.

Distraído con el incidente, aún no había mirado el contador de la gasolina. ¿La habrían robado durante la noche, como no sería la primera vez? No. El puntero indicaba precisamente medio depósito. Paró en un semáforo rojo, sintiendo el coche vibrante y tenso en sus manos. Curioso. Nunca había reparado en esta especie de palpitación animal que recorría en olas las láminas de la carrocería y le hacía estremecer el vientre. Con la luz verde el automóvil pareció serpentear, estirarse como un fluido para sobrepasar a los que estaban delante. Curioso. Pero, en verdad, siempre se había considerado mucho mejor conductor que los demás. Cuestión de buena disposición esta agilidad de reflejos de hoy, quizá excepcional. Medio depósito. Si encontrase una gasolinera funcionando, aprovecharía. Por seguridad, con todas las vueltas que tenía que dar ese día antes de ir a la oficina, mejor de más que de menos. Este estúpido embargo. El pánico, las horas de espera, en colas de decenas y decenas de coches. Se dice que la industria va a sufrir las consecuencias. Medio depósito. Otros andan a esta hora con mucho menos, pero si fuese posible llenarlo... El coche tomó una curva balanceándose y, con el mismo movimiento, se lanzó por una subida empinada sin esfuerzo. Allí cerca había un surtidor poco conocido, tal vez tuviese suerte. Como un perdiguero que acude al olor, el coche se insinuó entre el tráfico, dobló dos esquinas y fue a ocupar un lugar en la cola que esperaba. Buena idea.

Miró el reloj. Debían de estar por delante unos veinte coches. No era ninguna exageración. Pero pensó que lo mejor sería ir primero a la oficina y dejar las vueltas para la tarde, ya lleno el depósito, sin preocupaciones. Bajó el cristal para llamar a un vendedor de periódicos que pasaba. El tiempo había enfriado mucho. Pero allí, dentro del automóvil, con el periódico abierto sobre el volante, fumando mientras esperaba, hacía un calor agradable, como el de sábanas. Hizo que se movieran los músculos de la espalda, con una torsión de gato voluptuoso, al acordarse de su mujer aún enroscada en la cama a aquella hora y se recostó mejor en el asiento. El periódico no prometía nada bueno. El embargo se mantenía. Una Navidad oscura y fría, decía uno de los titulares. Pero él aún disponía de medio depósito y no tardaría en tenerlo lleno. El automóvil de delante avanzó un poco. Bien.

Hora y media más tarde estaba llenándolo y tres minutos después arrancaba. Un poco preocupado porque el empleado le había dicho, sin ninguna expresión particular en la voz, de tan repetida la información, que no habría allí gasolina antes de quince días. En el asiento, al lado, el periódico anunciaba restricciones rigurosas. En fin, de lo malo malo, el depósito estaba lleno. ¿Qué haría? ¿Ir directamente a la oficina o pasar primero por casa de un cliente, a ver si le daban el pedido? Escogió el cliente. Era preferible justificar el retraso con la visita que tener que decir que había pasado hora y media en la cola de la gasolina cuando le quedaba medio depósito. El coche estaba espléndido. Nunca se había sentido tan bien conduciéndolo. Encendió la radio y se oyó un diario hablado. Noticias cada vez peores. Estos árabes. Este estúpido embargo.

De repente el coche dio una cabezada y se dirigió a la calle de la derecha hasta parar en una cola de automóviles menor que la primera. ¿Qué había sido eso? Tenía el depósito lleno, sí, prácticamente lleno. Por qué este demonio de idea. Movió la palanca de las velocidades para poner marcha atrás, pero la caja de cambios no le obedeció. Intentó forzarla, pero los engranajes parecían bloqueados. Qué disparate. Ahora una avería. El automóvil de delante avanzó. Recelosamente, contando con lo peor, metió la primera. Perfecto todo. Suspiró de alivio. Pero ¿cómo estaría la marcha atrás cuando volviese a necesitarla?

Cerca de media hora después ponía medio litro de gasolina en el depósito, sintiéndose ridículo bajo la mirada desdeñosa del empleado de la gasolinera. Dio una propina absurdamente alta y arrancó con un gran ruido de neumáticos y aceleramientos. Qué demonio de idea. Ahora el cliente, o será una mañana perdida. El coche estaba mejor que nunca. Respondía a sus movimientos como si fuese una prolongación mecánica de su propio cuerpo. Pero el caso de la marcha atrás daba que pensar. Y he aquí que tuvo realmente que pensarlo. Una gran camioneta averiada tapaba todo el centro de la calle. No podía contornearla, no había tenido tiempo, estaba pegado a ella. Otra vez con miedo movió la palanca y la marcha atrás entró con un ruido suave de succión. No se acordaba que la caja de cambios hubiese reaccionado de esa manera antes. Giró el volante hacia la izquierda, aceleró y con un suave movimiento el automóvil subió a la acera, pegado a la camioneta, y salió por el otro lado, suelto, con una agilidad de animal. El demonio de coche tenía siete vidas. Tal vez por causa de toda esa confusión del embargo, todo ese pánico, los servicios desorganizados hubiesen hecho meter en los surtidores gasolina de mucho mayor potencia. Tendría gracia.

Miró el reloj. ¿Valdría la pena visitar al cliente? Con suerte encontraría el establecimiento aún abierto. Si el tránsito ayudase, sí, si el tránsito ayudase tendría tiempo. Pero el tránsito no ayudó. En época navideña, incluso faltando la gasolina, todo el mundo sale a la calle, para estorbar a quien necesita trabajar. Y al ver una transversal descongestionada desistió de visitar al cliente. Mejor sería dar cualquier explicación en la oficina y dejarlo para la tarde. Con tantas dudas, se había desviado mucho del centro. Gasolina quemada sin provecho. En fin, el depósito estaba lleno. En una plaza, al fondo de la calle por la que bajaba, vio otra cola de automóviles esperando su turno. Sonrió de gozo y aceleró, decidido a pasar resoplando contra los ateridos automovilistas que esperaban. Pero el coche, a veinte metros, tiró hacia la izquierda, por sí mismo, y se detuvo, suavemente, como si suspirase, al final de la cola. ¿Qué diablos había sido aquello, si no había decidido poner más gasolina? ¿Qué diantre era, si tenía el depósito lleno? Se quedó mirando los diversos contadores, palpando el volante, costándole reconocer el coche, y en esta sucesión de gestos movió el retrovisor y se miró en el espejo. Vio que estaba perplejo y consideró que tenía razón. Otra vez por el retrovisor distinguió un automóvil que bajaba la calle, con todo el aire de irse a colocar en la fila. Preocupado por la idea de quedarse allí inmovilizado, cuando tenía el depósito lleno, movió rápidamente la palanca para dar marcha atrás. El coche resistió y la palanca le huyó de las manos. Un segundo después se encontraba aprisionado entre sus dos vecinos. Diablos. ¿Qué tendría el coche? Necesitaba llevarlo al taller. Una marcha atrás que funcionaba ahora sí y ahora no es un peligro.

Había pasado más de veinte minutos cuando hizo avanzar el coche hasta el surtidor. Vio acercarse al empleado y la voz se le estranguló al pedir que llenase el depósito. En ese mismo instante hizo una tentativa por huir de la vergüenza, metió una rápida primera y arrancó. En vano. El coche no se movió. El hombre de la gasolinera lo miró desconfiado, abrió el depósito y, pasados pocos segundos, fue a pedirle el dinero de un litro que guardó refunfuñando. Acto seguido, la primera entraba sin ninguna dificultad y el coche avanzaba, elástico, respirando pausadamente. Alguna cosa no iría bien en el automóvil, en los cambios, en el motor, en cualquier sitio, el diablo sabrá. ¿O estaría perdiendo sus cualidades de conductor? ¿O estaría enfermo? Había dormido bien a pesar de todo, no tenía más preocupaciones que en cualquier otro día de su vida. Lo mejor sería desistir por ahora de clientes, no pensar en ellos durante el resto del día y quedarse en la oficina. Se sentía inquieto. A su alrededor las estructuras del coche vibraban profundamente, no en la superficie, sino en el interior del acero, y el motor trabajaba con aquel rumor inaudible de pulmones llenándose y vaciándose, llenándose y vaciándose. Al principio, sin saber por qué, dio en trazar mentalmente un itinerario que le apartase de otras gasolineras, y cuando notó lo que hacía se asustó, temió no estar bien de la cabeza. Fue dando vueltas, alargando y acortando camino, hasta que llegó delante de la oficina. Pudo aparcar el coche y suspiró de alivio. Apagó el motor, sacó la llave y abrió la puerta. No fue capaz de salir.

Creyó que el faldón de la gabardina se había enganchado, que la pierna había quedado sujeta por el eje del volante, e hizo otro movimiento. Incluso buscó el cinturón de seguridad, para ver si se lo había puesto sin darse cuenta. No. El cinturón estaba colgando de un lado, tripa negra y blanda. Qué disparate, pensó. Debo estar enfermo. Si no consigo salir es porque estoy enfermo. Podía mover libremente los brazos y las piernas, flexionar ligeramente el tronco de acuerdo con las maniobras, mirar hacia atrás, inclinarse un poco hacia la derecha, hacia la guantera, pero la espalda se adhería al respaldo del asiento. No rígidamente, sino como un miembro se adhiere al cuerpo. Encendió un cigarrillo y, de repente, se preocupó por lo que diría el jefe si se asomase a una ventana y lo viese allí instalado, dentro del coche, fumando, sin ninguna prisa por salir. Un toque violento de claxon lo hizo cerrar la puerta, que había abierto hacia la calle. Cuando el otro coche pasó, dejó lentamente abrirse la puerta otra vez, tiró el cigarrillo fuera y, agarrándose con ambas manos al volante, hizo un movimiento brusco, violento. Inútil. Ni siquiera sintió dolores. El respaldo del asiento lo sujetó dulcemente y lo mantuvo preso. ¿Qué era lo que estaba sucediendo? Movió hacia abajo el retrovisor y se miró. Ninguna diferencia en la cara. Tan sólo una aflicción imprecisa que apenas se dominaba. Al volver la cara hacia la derecha, hacia la acera, vio a una niñita mirándolo, al mismo tiempo intrigada y divertida. A continuación surgió una mujer con un abrigo de invierno en las manos, que la niña se puso, sin dejar de mirar. Y las dos se alejaron, mientras la mujer arreglaba el cuello y el pelo de la niña.

Volvió a mirar el espejo y adivinó lo que debía hacer. Pero no allí. Había personas mirando, gente que lo conocía. Maniobró para separarse de la acera, rápidamente, echando mano a la puerta para cerrarla, y bajó la calle lo más deprisa que podía. Tenía un designio, un objetivo muy definido que ya lo tranquilizaba, y tanto que se dejó ir con una sonrisa que a poco le suavizó la aflicción.

Sólo reparó en la gasolinera cuando casi iba a pasar por delante. Tenía un letrero que decía "agotada", y el coche siguió, sin una mínima desviación, sin disminuir la velocidad. No quiso pensar en el coche. Sonrió más. Estaba saliendo de la ciudad, eran ya los suburbios, estaba cerca el sitio que buscaba. Se metió por una calle en construcción, giró a la izquierda y a la derecha, hasta un sendero desierto, entre vallas. Empezaba a llover cuando detuvo el automóvil.

Su idea era sencilla. Consistía en salir de dentro de la gabardina, sacando los brazos y el cuerpo, deslizándose fuera de ella, tal como hace la culebra cuando abandona la piel. Delante de la gente no se abría atrevido, pero allí, solo, con un desierto alrededor, lejos de la ciudad que se escondía por detrás de la lluvia, nada más fácil. Se había equivocado, sin embargo. La gabardina se adhería al respaldo del asiento, de la misma manera que a la chaqueta, a la chaqueta de punto, a la camisa, a la camiseta interior, a la piel, a los músculos, a los huesos. Fue esto lo que pensó sin pensarlo cuando diez minutos después se retorcía dentro del coche gritando, llorando. Desesperado. Estaba preso en el coche. Por más que girase el cuerpo hacia fuera, hacia la abertura de la puerta por donde la lluvia entraba empujada por ráfagas súbitas y frías, por más que afirmase los pies en el saliente de la caja de cambios, no conseguía arrancarse del asiento. Con las dos manos se cogió al techo e intentó levantarse. Era como si quisiese levantar el mundo. Se echó encima del volante, gimiendo, aterrorizado. Ante sus ojos los limpiaparabrisas, que sin querer había puesto en movimiento en medio de la agitación, oscilaban con un ruido seco, de metrónomo. De lejos le llegó el pitido de una fábrica. Y a continuación, en la curva del camino, apareció un hombre pedaleando una bicicleta, cubierto con un gran pedazo de plástico negro por el cual la lluvia escurría como sobre la piel de una foca. El hombre que pedaleaba miró con curiosidad dentro del coche y siguió, quizá decepcionado o intrigado al ver a un hombre solo y no la pareja que de lejos le había parecido.

Lo que estaba pasando era absurdo. Nunca nadie se había quedado preso de esta manera en su propio coche, por su propio coche. Tenía que haber un procedimiento cualquiera para salir de allí. A la fuerza no podía ser. ¿Tal vez en un taller? No. ¿Cómo lo explicaría? ¿Llamar a la policía? ¿Y después? Se juntaría la gente, todos mirando, mientras la autoridad evidentemente tiraría de él por un brazo y pediría ayuda a los presentes, y sería inútil, porque el respaldo del asiento dulcemente lo sujetaría. E irían los periodistas, los fotógrafos y sería exhibido dentro de su coche en todos los periódicos del día siguiente, lleno de vergüenza como un animal trasquilado, en la lluvia. Tenía que buscarse otra forma. Apagó el motor y sin interrumpir el gesto se lanzó violentamente hacia fuera, como quien ataca por sorpresa. Ningún resultado. Se hirió en la frente y en la mano izquierda, y el dolor le causó un vértigo que se prolongó, mientras una súbita e irreprimible ganas de orinar se expandía, liberando interminable el líquido caliente que se vertía y escurría entre las piernas al suelo del coche. Cuando sintió todo esto empezó a llorar bajito, con un gañido, miserablemente, y así estuvo hasta que un perro escuálido, llegado de la lluvia, fue a ladrarle, sin convicción, a la puerta del coche.

Embargó despacio, con los movimientos pesados de un sueño de las cavernas, y avanzó por el sendero, esforzándose en no pensar, en no dejar que la situación se le representase en el entendimiento. De un modo vago sabía que tendría que buscar a alguien que lo ayudase. Pero ¿quién podía ser? No quería asustar a su mujer, pero no quedaba otro remedio. Quizá ella consiguiese descubrir la solución. Al menos no se sentiría tan desgraciadamente solo.

Volvió a entrar en la ciudad, atento a los semáforos, sin movimientos bruscos en el asiento, como si quisiese apaciguar los poderes que lo sujetaban. Eran más de las dos y el día había oscurecido mucho. Vio tres gasolineras, pero el coche no reaccionó. Todas tenían el letrero de "agotada". A medida que penetraba en la ciudad, iba viendo automóviles abandonados en posiciones anormales, con los triángulos rojos colocados en la ventanilla de atrás, señal que en otras ocasiones sería de avería, pero que significaba, ahora, casi siempre, falta de gasolina. Dos veces vio grupos de hombres empujando automóviles encima de las aceras, con grandes gestos de irritación, bajo la lluvia que no había parado todavía.

Cuando finalmente llegó a la calle donde vivía, tuvo que imaginarse cómo iba a llamar a su mujer. Detuvo el coche enfrente del portal, desorientado, casi al borde de otra crisis nerviosa. Esperó que sucediese el milagro de que su mujer bajase por obra y merecimiento de su silenciosa llamada de socorro. Esperó muchos minutos, hasta que un niño curioso de la vecindad se aproximó y pudo pedirle, con el argumento de una moneda, que subiese al tercer piso y dijese a la señora que allí vivía que su marido estaba abajo esperándola, en el coche. Que acudiese deprisa, que era muy urgente. El niño subió y bajó, dijo que la señora ya venía y se apartó corriendo, habiendo hecho el día.

La mujer bajó como siempre andaba en casa, ni siquiera se había acordado de coger un paraguas, y ahora estaba en el umbral, indecisa, desviando sin querer los ojos hacia una rata muerta en el bordillo de la acera, hacia la rata blanda, con el pelo erizado, dudando en cruzar la acera bajo la lluvia, un poco irritada contra el marido que la había hecho bajar sin motivo, cuando podía muy bien haber subido a decirle lo que quería. Pero el marido llamaba con gestos desde dentro del coche y ella se asustó y corrió. Puso la mano en el picaporte, precipitándose para huir de la lluvia, y cuando por fin abrió la puerta vio delante de su rostro la mano del marido abierta, empujándola sin tocarla. Porfió y quiso entrar, pero él le gritó que no, que era peligroso, y le contó lo que sucedía, mientras ella, inclinada, recibía en la espalda toda la lluvia que caía y el pelo se le desarreglaba y el horror le crispaba toda la cara. Y vio al marido, en aquel capullo caliente y empañado que lo aislaba del mundo, retorciéndose entero en el asiento para salir del coche sin conseguirlo. Se atrevió a cogerlo por el brazo y tiró, incrédula, y tampoco pudo moverlo de allí. Como aquello era demasiado horrible para ser creído, se quedaron callados mirándose, hasta que ella pensó que su marido estaba loco y fingía no poder salir. Tenía que ir a llamar a alguien para que lo examinase, para llevarlo a donde se tratan las locuras. Cautelosamente, con muchas palabras, le dijo a su marido que esperase un poquito, que no tardaría, iba a buscar ayuda para que saliese, y así incluso podían comer juntos y ella llamaría a la oficina diciendo que estaba acatarrado. Y no iría a trabajar por la tarde. Que se tranquilizase, el caso no tenía importancia, que no tardaba nada.

Pero, cuando ella desapareció en la escalera, volvió a imaginarse rodeado de gente, la fotografía en los periódicos, la vergüenza de haberse orinado por las piernas abajo, y esperó todavía unos minutos. Y mientras arriba su mujer hacía llamadas telefónicas a todas partes, a la policía, al hospital, luchando para que creyesen en ella y no en su voz, dando su nombre y el de su marido, y el color del coche, y la marca, y la matrícula, él no pudo aguantar la espera y las imaginaciones, y encendió el motor. Cuando la mujer volvió a bajar, el automóvil ya había desaparecido y la rata se había escurrido del bordillo de la acera, por fin, y rodaba por la calle inclinada, arrastrada por el agua que corría de los desagües. La mujer gritó, pero las personas tardaron en aparecer y fue muy difícil de explicar.

Hasta el anochecer el hombre circuló por la ciudad, pasando ante gasolineras sin existencias, poniéndose en colas de espera sin haberlo decidido, ansioso porque el dinero se le acababa y no sabía lo que podía suceder cuando no tuviese más dinero y el automóvil parase al lado de un surtidor para recibir más gasolina. Eso no sucedió, simplemente, porque todas las gasolineras empezaron a cerrar y las colas de espera que aún se veían tan sólo aguardaban el día siguiente, y entonces lo mejor era huir para no encontrar gasolineras aún abiertas, para no tener que parar. En una avenida muy larga y ancha, casi sin otro tránsito, un coche de la policía aceleró y le adelantó y, cuando le adelantaba, un guardia le hizo señas para que se detuviese. Pero tuvo otra vez miedo y no paró. Oyó detrás de sí la sirena de la policía y vio también, llegado de no sabía dónde, un motociclista uniformado casi alcanzándolo. Pero el coche, su coche, dio un ronquido, un arranque poderoso, y salió, de un salto, hacia delante, hacia el acceso a una autopista. La policía lo seguía de lejos, cada vez más de lejos, y cuando la noche cerró no había señales de ellos y el automóvil rodaba por otra carretera.

Sentía hambre. Se había orinado otra vez, demasiado humillado para avergonzarse,. Y deliraba un poco: humillado, humillado. Iba declinando sucesivamente alternando las consonantes y las vocales, en un ejercicio inconsciente y obsesivo que lo defendía de la realidad. No se detenía porque no sabía para qué iba a parar. Pero, de madrugada, por dos veces, aproximó el coche al bordillo e intentó salir despacito, como si mientras tanto el coche y él hubiesen llegado a un acuerdo de paces y fuese el momento de dar la prueba de buena fe de cada uno. Dos veces habló bajito cuando el asiento lo sujetó, dos veces intentó convencer al automóvil para que lo dejase salir por las buenas, dos veces en el descampado nocturno y helado donde la lluvia no paraba, explotó en gritos, en aullidos, en lágrimas, en ciega desesperación. Las heridas de la cabeza y de la mano volvieron a sangrar. Y sollozando, sofocado, gimiendo como un animal aterrorizado, continuó conduciendo el coche. Dejándose conducir.

Toda la noche viajó, sin saber por dónde. Atravesó poblaciones de las que no vio el nombre, recorrió largas rectas, subió y bajó montes, hizo y deshizo lazos y desenlazos de curvas, y cuando la mañana empezó a nacer estaba en cualquier parte, en una carretera arruinada, donde el agua de lluvia se juntaba en charcos erizados en la superficie. El motor roncaba poderosamente, arrancando las ruedas al lodo, y toda la estructura del coche vibraba, con un sonido inquietante. La mañana abrió por completo, sin que el sol llegara a mostrarse, pero la lluvia se detuvo de repente. La carretera se transformaba en un simple camino que adelante, a cada momento, parecía perderse entre piedras. ¿Dónde estaba el mundo? Ante los ojos estaba la sierra y un cielo asombrosamente bajo. Dio un grito y golpeó con los puños cerrado el volante. Fue en ese momento cuando vio que el puntero del depósito de gasolina estaba encima de cero. El motor pareció arrancarse a sí mismo y arrastró el coche veinte metros más. La carretera aparecía otra vez más allá, pero la gasolina se había acabado.

La frente se le cubrió de sudor frío. Una náusea se apoderó de él y lo sacudió de la cabeza a los pies, un velo le cubrió tres veces los ojos. A tientas, abrió la puerta para liberarse de la sofocación que le llegaba y, con ese movimiento, porque fuese a morir o porque el motor se había muerto, el cuerpo colgó hacia el lado izquierdo y se escurrió del coche. Se escurrió un poco más y quedó echado sobre las piedras. La lluvia había empezado a caer de nuevo.





17 Jul 2004



fonte : Biblioteca Digital Ciudad Seva

terça-feira, 29 de junho de 2010

G. Verdi, La Forza del Destino-overture / E la nave va (2)

Interpretação dos sonhos impossíveis

Esta nova edição de Visão do Paraíso (1959), ao nos levar de volta a um dos temas mais fascinantes da colonização do Novo Mundo, tem a vantagem de trazer ao leitor um apêndice crítico inestimável para sua orientação frente à opulência que faz do livro de Sérgio Buarque Holanda (1902-1982) um dos mais eruditos jamais escritos no âmbito da cultura brasileira.




Não que o imaginário dos colonizadores espanhóis e portugueses, iluminado por Sérgio com o mais puro encantamento literário, reapareça agora destituído da complexidade com que o recortou para que coubesse inteiro na “biografia de uma idéia”. Nem tampouco que esse vertiginoso mergulho no passado mítico deixe de nos ser mostrado como a ressurreição de “um momento mágico” na imaginação exacerbada dos que acreditavam que o paraíso terrestre permanecia engastado no misterioso cenário do Novo Mundo.



Diante dele, quanto mais vamos sendo tragados pelos sinais dispersos da epifania do Éden, tanto mais parece adensar-se aos nossos olhos a impressão de que as verdades do mito vão derrogando a linearidade da história, vertiginosamente engolfada pelas refrações da sociologia, da antropologia, da literatura, da filosofia. E se importa reconhecer que ele foi decisivo à empresa da conquista, não importa menos assinalar que acabou incorporando às incertezas do Novo Mundo a obsessão escatológica de um imaginário que circula no tempo, contaminando as almas e enxertando certezas ao acervo de tradições divergentes.



Ao leitor não basta apenas saber que, mais eloquente no imaginário do colonizador espanhol, a trasladação dos mitos edênicos flutue dos tempos bíblicos para a cultura moderna, do humanismo para o renascimento, do passado clássico para o Siglo de Oro, juntando à simbologia das viagens a obstinação maravilhada pelo Jardim do Éden. Mais importante do que isso – e é este um dos veios mais férteis do livro de Sérgio – será discernir as razões pelas quais o exagero das “idealizações inflamadas” dos castelhanos, ao construir uma imagem positiva daquele mundo ignorado “onde parecia ganhar atualidade histórica a própria possibilidade de remissão”, jamais despertou na gente lusitana sentimentos que a levassem a identificar-se com o substrato natural e humano das terras que encontrava.



Dentre as muitas as passagens que nos surpreendem em meio ao cotejo dessas circunstâncias, há uma em que Sérgio nos lembra o “senso da maravilha e do mistério” com que os marinheiros de Colombo se valiam da sugestão metafórica para com ela estimularem a grandeza da conquista, diferentemente do que ocorreu, por exemplo, com os homens de Vasco da Gama, que, ao dobrarem o Cabo da Boa Esperança, não hesitaram em converter aquela imagem da Índia fabulosa “num imenso mercado que o grande navegador ensinará a desfrutar em nome de seu soberano”.



Não estariam aí os primeiros indícios da nossa dispersão desordenada de povo pouco afeito à planificação metódica e ao esforço coletivo do futuro, invariavelmente sacrificados ao oportunismo dos resultados?



Laura de Mello e Souza, em posfácio certeiro que amplia os modos de compreender o livro, nos lembra que Visão do Paraíso não se liga a nenhuma tradição local, fora das obras do próprio Sérgio, com ênfase para Raízes do Brasil e Capítulos de Literatura Colonial, que Antonio Candido organizou, em 1991, a pedido de Maria Amélia Buarque de Holanda, a partir de textos inéditos encontrados por ela.



Da angulação com Raízes, o que ressoa na Visão do Paraíso, nos termos de Laura, além da singularidade do enfoque, é a intenção de elucidar as relações entre trabalho e aventura, sonho e realidade, com vistas a compreender por que sempre nos deixamos perder no rastro de sonhos impossíveis, “obcecados por quimeras e fantasias”. A diferença, agora, segundo ela, é que Sérgio inverte o pressuposto de que a economia e a sociedade bastavam como explicação da existência, para nos mostrar que os portugueses fizeram uma leitura pedestre das raízes paradisíacas das nossas riquezas naturais, desfigurando assim “as frondosidades” da mítica edênica.



Mas é ao ressaltar o diálogo entre a Visão do Paraíso e os Capítulos de Literatura Colonial que a autora do posfácio recompõe a lucidez hermenêutica com que a crítica de Sérgio soube nos mostrar que “por baixo do aparentemente moderno ou novo, irrompia o antigo”, como o atestam, por exemplo, os modelos quinhentistas da lírica de Cláudio Manuel da Costa e a dicção camoniana da épica de Santa Rita Durão.



Mais ou menos na linha definida por Antonio Candido, quando tratou da contribuição decisiva dos árcades para a formação da vida intelectual e artística no Brasil, o que marca a atitude crítica de Sérgio Buarque de Holanda é a incorporação por si mesma da nossa realidade intelectual e artística – vista por ele como a expressão conjunta das “disciplinas mentais” que nos elevassem a um plano compatível com a vida civilizada.



Alegorias. Daí não podermos desvincular aquela visão conservadora da forma mentis portuguesa, que Sérgio definiu na Visão do Paraíso como parcialmente avessa à modernização renascentista, da necessidade de compreendê-la na continuidade vertical dos estilos no tempo, longe da visão linear que a amarrava à divisão estanque dos períodos, como bem viu Antonio Candido na Introdução aos Capítulos de Literatura Colonial. É assim que, no Boosco Deleitoso, por exemplo, o verde da paisagem dos trópicos – que inundava a imaginação europeia com os motivos paradisíacos da eterna primavera – converte-se em fonte inesgotável de alegorias sagradas indispensáveis ao bom sucesso da conquista, provendo-a de uma “direção espiritual superior e redentora”, em tudo oposta ao caráter destruidor e desumano que a movia. Até as aves – nos diz Sérgio – desvestiram-se dos indumentos simbólicos de sublimidade para figurar no orbe religioso do sagrado, encarnando os santos doutores tão decisivos naquela saga assombrosa pelas terras ignotas do Novo Mundo.



Tais aspectos nos mostram não apenas o quanto a crítica de Sérgio contribuiu para marcar a singularidade do universo cultural português frente às demais vertentes do pensamento europeu. Se, de um lado, isso nos permite atenuar em muito a índole integradora da velha critica, que tendia sempre a fechar num único paradigma o bloco da cultura e do pensamento ocidental como um todo; de outro, nos mostra o quanto as particularidades da mentalidade portuguesa se desviavam dos padrões da época, abrindo uma série de dissonâncias valiosas para um apreciação crítica das nossas próprias singularidades.



ANTONIO ARNONI PRADO, ENSAÍSTA E PROFESSOR DE LITERATURA NA UNICAMP, É AUTOR, ENTRE OUTROS, DE TRINCHEIRA, PALCO E LETRAS (COSAC NAIFY) E ITINERÁRIO DE UMA FALSA VANGUARDA (EDITORA 34)

ANTONIO ARNONI PRADO.O Estado de São Paulo.26/06/2010
Trechos de ‘Papéis inesperados’, de Julio Cortázar

LUCAS, SEUS POEMAS ESCRITOS NA UNESCO



CALCULADORA ELETRÔNICA



Puseram os cartões perfurados



para deduzir coeficientes.



Apertaram botões e baixaram alavancas,



ela fez pfum e depois pss pss,



ronronou murmurou xerocou três minutos



vinte e cinco segundos



e depois



foi sacando uma coisa muito pequena um bracinho



com uma mão pendulante e rosa



na qual docemente balançava e rolava



uma gota salgada













HISTÓRIA DO PEQUENO ANALFABETO



Quando lhe ensinaram o A



chorou



No B



pôs o dedo no nariz



No C disse merda



No D pensou um pouco



No R



roubou o salário do pai



No T



dormiu com a irmã



No Z



conseguiu o diploma



(extraídos do capítulo “De um tal Lucas”)





***





A RESPEITO DE “O JOGO DA AMARELINHA”





Entre a minha própria visão de “O jogo da amarelinha” e a da maioria dos leitores (entendendo por maioria os jovens, muito mais sensíveis a esse livro que as pessoas da minha idade) há um curioso cruzamento de perspectivas. “Triste, solitário e final”, como diz Raymond Soriano, escrevi “O jogo da amarelinha” para mim, ou seja, para um homem de mais de quarenta anos e sua circunstância – outros homens e mulheres de mais de quarenta anos. Muito pouco depois, esse mesmo indivíduo emergiu de um mundo obstinadamente metafísico e estético, e sem renegá-lo entrou numa rota de participação histórica, de apoio a outras forças que buscavam e buscam a libertação da América Latina. Ao longo de um decênio, problemas considerados capitais em “O jogo da amarelinha” passaram a ser para mim alguns dos muitos componentes da problemática do “homem novo”; prova disso, creio, é o “Livro de Manuel”. Então, na minha visão pessoal da realidade, “O jogo da amarelinha” continua sendo uma primeira parte de alguma coisa que tentei e tento completar; uma primeira parte muito querida, certamente a mais profunda do meu ser, mas que já não aceito com a exclusividade que lhe conferiam os próprios protagonistas do livro, mergulhados em buscas nas quais o egoísmo de tanta introspecção e tanta metafísica era a única bússola.



Mas, então, surpresa: nesses dez anos de que falo, “O jogo da amarelinha” foi lido por inúmeros jovens do mundo, muitíssimos dos quais já eram parte dessa luta que eu só vim a encontrar no final. E enquanto os “velhos”, os leitores lógicos do livro, escolhiam ficar à margem, os jovens e “O jogo da amarelinha” entraram numa espécie de combate amoroso, de amarga batalha fraterna e rancorosa ao mesmo tempo, fizeram outro livro desse livro que não era conscientemente destinado a eles.



Dez anos depois, enquanto eu me distancio pouco a pouco de “O jogo da amarelinha”, uma infinidade de rapazes aparentemente chamados a estar longe dele se aproximam do risco de seus quadrados de giz e jogam a pedra em direção ao Céu. E esse céu, e isto é o que nos une, eles e eu chamamos de revolução.



(extraído do capítulo “Momentos”)

Júlio Cortázar

Cortázar inesperado e fundamental



Cassiano Viana, especial para O GLOBO*









Papéis inesperados, de Julio Cortázar. Tradução de Ari Roitman e Paulina Wacht. Editora Civilização Brasileira, 490 páginas. R$ 62,90





Aviso ao leitor: “Papéis inesperados”, que está chegando nesta sexta-feira às livrarias do país pela Editora Civilização Brasileira é, com toda certeza, a obra mais importante de Julio Cortázar lançada aqui desde sua morte, no dia 12 de fevereiro de 1984. Afinal, são inesperadas 450 páginas, com 11 novos (e bons) contos; três histórias que ficaram de fora de “Histórias de Cronópios e de Famas” (“Trânsito”, “Almoços” e “Never stop the press”); 11 novos episódios do divertido e ultrapessoal “Um tal Lucas”; notas introdutórias do célebre capítulo 126, ponto de partida de “O jogo da Amarelinha”, suprimido do romance pelo próprio Cortázar; um outro retirado de “O livro de Manuel”; um bom número de poemas; e as famosas “Entrevistas diante do espelho” — autoentrevistas onde Cortázar, bem ao estilo Truman Capote, faz o papel de entrevistador e entrevistado. Tudo isso e mais o raríssimo texto enviado pelo autor à revista “Life”, em 1968 e dois trechos especialmente curiosos para o leitor brasileiro.



Há também espaço para textos que percorrem outros territórios, como um patriótico “Discurso do Dia da Independência” e “Essência e missão do professor”, ambos do final da década de 30, quando Cortázar ainda era professor na Argentina; declarações de amor a Paris (“Paris, último primeiro encontro”), bem como o discurso de Cortázar ao receber, em 1981, a cidadania francesa. Além de discursos feitos na Comissão Internacional de Investigação dos Crimes da Junta Militar no Chile e no Tribunal Bertrand Russell, e/ou publicados em veículos como o francês “Le Monde”, onde salta a veia política do autor comprometido com a Revolução Cubana e com a luta em defesa dos direitos humanos na América Latina — lembre-se, leitor, boa parte da obra de Cortázar foi escrita no período das ditaduras.



Nessas páginas inesperadas, Cortázar recorda também seu encontro com Samuel Beckett e a amizade com o poeta cubano José Lezama Lima e Pablo Neruda, dentre outros.



Para uns, a possibilidade de redescoberta; para novos leitores, uma passagem ideal para o universo cortazariano. Levando em consideração que o livro reúne textos de diversas épocas e gêneros — escritos entre 1930, logo, anteriores a “La otra orilla”, primeiro volume de contos do autor, ainda inédito no Brasil, quando Cortázar ainda vivia em Buenos Aires, e 1984 — “Papéis inesperados” é também a possibilidade de o leitor acompanhar a formação de um grande escritor. Afinal, como lembra em seu prólogo o editor e co-organizador da obra Carles Álvarez Garriga (leia entrevista na edição digital do Segundo Caderno, exclusivamente para assinantes), citando o famoso ensaio “Cortázar e a bofetada metafísica”, do chileno Luis Harss, Cortázar não foi sempre o que é, e como chegou a sê-lo é um problema misterioso e desconcertante.



“Papéis inesperados” é muito mais do que um caça-níquel que aproveita sobras do “fundo de gaveta” do autor. É realmente um bom livro, significativo para o leitor brasileiro fã do autor de “O Jogo da Amarelinha“, “Bestiário”, “Octaedro” e “As armas secretas”, para ficarmos entre os mais conhecidos.

Publicado em 2009, 25 anos após a morte de Cortázar, o livro reúne o material encontrado em Paris, na residência onde o escritor escreveu “O Jogo da Amarelinha” — e onde vive hoje Aurora Bernárdez, sua herdeira e co-organizadora da obra —, em um armário em que havia de tudo: romances e contos inéditos, contas de luz, anotações e todo o material compilado em “Papéis inesperados”.



Se contasse com fotos e desenhos, o livro poderia se juntar a “A volta ao dia em oitenta mundos” e “Último round”, os famosos volumes de livros-almanaques de Cortázar, lançados pela Civilização Brasileira em 2009.



A tradução de Ari Roitman e Paulina Wacht — isto é importantíssimo, prezado leitor — é sempre muito bem-vinda e pela primeira vez encontramos alguma informação à guisa do reconhecimento ao trabalho do tradutor em notas no final do livro. Tradutores de obras de Lacan, Camus, Vargas Llosa, dentre outros, ambos já haviam trazido para o português boa parte da obra cortazariana, de “Os reis” a “A volta ao dia em oitenta mundos” e “Último round”.



De relevante, faltam agora chegar ao leitor brasileiro o primeiro livro de contos, “La otra orilla”, de 1945; os três tomos de correspondência publicados em 2004 pela Alfaguara; e o livro de poemas “Salvo El crepúsculo”, de 1984. Sem dúvida vão continuar aparecendo novos textos inesperados porque, como lembra Garriga, citando Borges, “edição definitiva” é um conceito que só corresponde à teologia ou ao cansaço.



Pelo menos dois textos de “Papéis inesperados” são curiosos para o leitor brasileiro: “Para uma imagen de Cley”, publicado no jornal mexicano “El sol”, em maio de 1977, e “A ‘Veja’ interessa saber…”, de 1982, ao que tudo indica uma carta em resposta à revista brasileira, pouco tempo depois que o governo francês outorgou uma esperada cidadania francesa ao escritor.



Dois dois textos, o principal é o que foi escrito em homenagem ao escritor, dramaturgo e poeta brasileiro Clay Gama de Carvalho, que havia se suicidado poucos meses antes. Cortázar e Clay mantiveram durante anos uma amizade de telefonemas e cartas. Clay havia ciceroneado Cortázar e a lituana Ugné Karvelis, sua companheira na época, em 1973, durante uma das passagens do escritor pelo Brasil, e levado o casal até o último andar do edifício Itália, em São Paulo, indo depois à casa do poeta Haroldo de Campos. Para além da admiração a escritores como Clarice Lispector e Carlos Drummond de Andrade e de uma forte ligação com o Brasil e com a música brasileira — especialmente a de Caetano Veloso, Gal Costa e Bethânia — Cortázar, que veio duas vezes ao país, foi amigo dos irmãos Campos e de intelectuais como Boris Schnaiderman e Davi Arrigucci Jr. (este último autor de “O escorpião encalacrado”, um dos principais estudos sobre a obra de Cortázar).



No texto sobre Clay, Cortázar elogia a peça “Cromossomos”, encenada no Teatro de Arena, em 1972, comparando-a com as pinturas de Francis Bacon. “Como sempre, nos víamos pouco; para mim foram anos de viagens contínuas e apenas de vez em quando chegava para mim uma mensagem de Cley, seu ‘Tudo bem’, que me deixava insatisfeito e me obrigava a pensar na canção de Caetano Veloso na qual terrivelmente se diz: ‘Meu amor, todo o mundo está deserto, tudo certo, tudo certo como dois e dois são cinco”, escreve Cortázar. Vale lembrar a anedota: Cortázar brincava perguntando se alguém alguma vez teria visto Caetano e Maria Bethania juntos. “Óbvio que não: são a mesma pessoa”.



CASSIANO VIANA é jornalista, escritor e tradutor

Sensações

antimétodo 2

Pouco a pouco

Embaralho tudo e nada

Sou meu próprio

Espantalho

Fujo

De mim mesmo

Finjo-me

Da minha própria

Esfinge

Perdido em meu próprio

Labirinto

Sou o que sou

Ou minto? Será isso

Uma regra secreta?

Sebastião Uchoa Leite

Teia

Poemas do livro “Teia”, de Orides Fontela

Eros II

O amor não



o amor não

ouve

o amor não

age

O amor

não.



Teologia

Não sou um deus, Graças a todos

os deuses!

Sou carne viva e

Sal. Posso morrer.



Pesca

I



A beira do rio o silêncio

dos peixes

a beira rio nem

a espera.



II



A água não cessa

e o rio

nunca passa.



III



A beira rio

a lucidez

a

pedra

e a pedra é

pedra: não germina

Basta-se.



Anjo

I



Um anjo

é fogo:

consome-se

Um anjo

é olhar:

introverte-se.



II



Um anjo

é cristal:

dissolve-se.

Um anjo

é luz

e se apaga.

Pola Negri: Old Russian Romance, HMV 1931

Pola Negri in TANGO NOTTURNO sings Tango Notturno

La Nacion

A terceira depressão

Recessões são comuns; depressões são raras.



Que me lembre, só ocorreram dois períodos na história econômica que poderiam ser rigorosamente descritos como “depressões” na época: os anos de deflação e instabilidade que se seguiram ao pânico de 1873 e os anos de desemprego em massa que se seguiram à crise financeira de 1929-31.



Nem a Longa Depressão, do século XIX, nem a Grande Depressão, do século XX, foram um período de declínio sem fim — ao contrário, ambas incluíram fases de crescimento da economia.



Porém, esses episódios de expansão nunca foram suficientes para desfazer o estrago causado pela queda inicial, e foram seguidos de novas quedas.



Temo que estejamos agora nos estágios iniciais de uma terceira depressão. Provavelmente, ela se parecerá mais com a Longa Depressão do que a mais severa Grande Depressão. Porém, o custo — para a economia mundial e, sobretudo, para as milhões de vidas atingidas pela falta de trabalho — será, apesar de tudo, imenso.



E esta terceira depressão será basicamente um erro de política econômica. Em todo o mundo — mais recentemente, na desencorajadora reunião do G-20 do último fim de semana — os governos estão obcecados com a inflação, quando a ameaça real é a deflação, pregando a necessidade de apertar os cintos, quando o problema concreto são os gastos inadequados.



Em 2008 e 2009, parecia que havíamos aprendido a lição da história. Diferentemente de seus antecessores, que elevaram as taxas de juros ante a crise financeira, os líderes atuais do Federal Reserve (o banco central americano) e do Banco Central Europeu cortaram os juros e agiram no sentido de apoiar os mercados de crédito. Ao contrário dos governos do passado, que tentaram equilibrar os orçamentos em meio à contração da economia, os de hoje permitiram a alta dos déficits fiscais. E as políticas mais eficazes ajudaram o mundo a evitar o colapso total: a recessão da crise financeira acabou no ano passado.



Mas, os historiadores do futuro nos dirão que isso não foi o fim da terceira depressão, assim como a retomada iniciada em 1933 não foi o fim da Grande Depressão. Afinal, o desemprego — e sobretudo o desemprego de longo prazo — permanece em níveis que teriam sido considerados catastróficos não muito tempo atrás, e não dão sinais de melhora a curto prazo. E tanto os EUA quanto a Europa estão firmemente caminhando rumo às armadilhas deflacionárias do tipo japonês.



Ante esse quadro sombrio, seria de se supor que os legisladores perceberiam que ainda não fizeram todo o possível para garantir a recuperação. Mas, não: nos últimos meses voltamos a ouvir um surpreendente clamor ortodoxo por equilíbrio fiscal.



E quem pagará o preço do triunfo da ortodoxia? Dezenas de milhões de trabalhadores desempregados, muitos dos quais ficarão sem trabalho por anos, e alguns nunca mais voltarão a trabalhar.
29/06/2010 - 09:08h




Paul krugman – O GLOBO

Queda que as mulheres têm para os tolos

Machado de Assis

ADVERTÊNCIA



Este livro é curto, talvez devera sê-lo mais.



Desejo que ele agrade, como me sai das mãos; mas é com pesar que me vanglorio por esta obra.



Falar do amor das mulheres pelos tolos, não é arriscar ter por inimigas a maioria de um e outro sexo?



Diz-se que a matéria é rica e fecunda; eu acrescento que ela tem sido tratada por muitos. Se tenho, pois, a pretensão de ser breve, não tenho a de ser original.



Contento-me em repetir o que se disse antes de mim; minhas páginas conscienciosas são um resumo de muitos e valiosos escritos. Propriamente falando, é uma comparação científica, e eu obteria a mais doce recompensa de meus esforços, como dizem os eruditos, se inspirasse aos leitores a idéia de aprofundar um tão importante exemplo.



Quanto à imparcialidade que presidiu à redação deste trabalho, creio que ninguém a porá em dúvida.



Exalto os tolos sem rancor, e se critico os homens de espírito, é com um desinteresse, cuja extensão facilmente se compreenderá.



I



Il est des noeuds secrets, il est des sympathies.



Passa em julgado que as mulheres lêem de cadeira em matéria de fazendas, pérolas e rendas, e que, desde que adotam uma fita, deve­-se crer que a essa escolha presidiram motivos plausíveis.



Partindo deste princípio, entraram os filósofos a indagar se elas mantinham o mesmo cuidado na escolha de um amante, ou de um marido.



Muitos duvidaram.



Alguns emitiram como axioma, que o que determinava as mulhe­res, neste ponto, não era, nem a razão, nem o amor, nem mesmo o capricho; que se um homem lhes agradava, era por se ter apre­sentado primeiro que os outros, e que sendo este substituído por outro, não tinha esse outro senão o mérito de ter chegado antes do terceiro.



Permaneceu por muito tempo este sistema irreverente.



Hoje, graças a Deus, a verdade se descobriu: veio a saber-se que as mulheres escolhem com pleno conhecimento do que fazem. Com­param, examinam, pesam, e só se decidem por um, depois de veri­ficar nele a preciosa qualidade que procuram.



Essa qualidade é… a toleima!



II



Desde a mais remota antiguidade, sempre as mulheres tiveram a sua queda para os tolos.



Alcibíades, Sócrates e Platão foram sacrificados por elas aos pre­sumidos do tempo. Turenne, La Rochefoucauld, Racine e Molière, foram traídos por suas amantes, que se entregaram a basbaques no­tórios. No século passado todas as boas fortunas foram reservadas aos pequenos abades. Estribadas nesses exemplos, as nossas contem­porâneas continuaram a idolatrar os descendentes dos ídolos das suas avós.



Não é nosso fim censurar uma tendência, que parece invencível; o que queremos é motivá-la.



Por menos observador e menos experiente que seja, qualquer pes­soa reconhece que a toleima é quase sempre um penhor de triunfo. Desgraçadamente ninguém pode por sua própria vontade gozar das vantagens da toleima. A toleima é mais do que uma superioridade ordinária: é um dom, é uma graça, é um selo divino.



“O tolo não se faz, nasce feito.”



Todavia, como o espírito e como o gênio, a toleima natural forti­fica-se e estende-se pelo uso que se faz dela. É estacionária no pobre-­diabo, que raramente pode aplicá-la; mas toma proporções desmar­cadas nos homens a quem a fortuna, ou a posição social cedo leva à prática do mundo. Este concurso da toleima inata e da toleima adquirida é que produz a mais temível espécie de tolos, os tolos que o acadêmico Trublet chamou “tolos completos, tolos integrais, tolos no apogeu da toleima.”



O tolo é abençoado do céu pelo fato de ser tolo, e é pelo fato de ser tolo, que lhe vem a certeza, de que, qualquer carreira que tome, há de chegar felizmente ao termo. Nunca solicita empregos, aceita­-os em virtude do direito que lhe é próprio: Nominor leo. Ignora o que é ser corrido ou desdenhado; onde quer que chegue, é feste­jado como um conviva que se espera.



O que opor-lhe como obstáculo? É tão enérgico no choque, tão igual nos esforços e tão seguro no resultado! É rocha despegada, que rola, corre, salta e avança caminho por si, precipitada pela sua própria massa.



Sorri-lhe a fortuna particularmente ao pé das mulheres. Mulher alguma resistiu nunca a um tolo. Nenhum homem de espírito teve ainda impunemente um parvo como rival. Por quê?… Há necessi­dade de perguntar por quê? Em questão de amor, o paralelo a esta­belecer entre o tolo e o homem de siso, não é para confusão do último?



III



Em matéria de amor, deixa-se o homem de espírito embalar por estranhas ilusões. As mulheres são para ele entes de mais elevada natureza que a sua, ou pelo menos ele empresta-lhes as próprias idéias, supõe-lhes um coração como o seu, imagina-as capazes, como ele, de generosidade, nobreza e grandeza. Imagina que para agradar-lhes é preciso ter qualidades acima do vulgar. Naturalmente tímido, exagera mais ao pé delas a sua insuficiência; o sentimento de que lhe falta muito, torna-o desconfiado, indeciso, atormentado. Respei­toso até à timidez, não ousa exprimir o seu amor em palavras; exala-o por meio de uma não interrompida série de meigos cuidados, ternos respeitos e atenções delicadas. Como nada quer à custa de uma indignidade, não se conserva continuamente ao pé daquela que ama, não a persegue, não a fatiga com a sua presença. Para interessá-la em suas mágoas, não toma ares sombrios e tristes; pelo contrário, esforça-se por ser sempre bom, afetuoso e alegre junto dela. Quando se retira da sua presença, é que mostra o que sofre, e derrama as suas lágrimas em segredo.



O tolo, porém, não tem desses escrúpulos. A intrépida opinião que ele tem de si próprio, o reveste de sangue frio e segurança.



Satisfeito de si, nada lhe paralisa a audácia. Mostra a todos que a ama, e solicita com instância provas de amor. Para fazer-se notar daquela que ama, importuna-a, acompanha-a nas ruas, vigia-a nas igrejas e espia-a nos espetáculos. Arma-lhe laços grosseiros. À mesa, oferece-lhe uma fruta para comerem ambos, ou passa-lhe misterio­samente, com muito jeito, um bilhete de amores. Aperta-lhe a mão a dançar e saca-lhe o ramalhete de flores no fim do baile. Numa noite de partida, diz-lhe dez vezes ao ouvido: “Como é bela!”, por­quanto revela-lhe o instinto, que pela adulação é que se alcançam as mulheres, bem como se as perde, tal como acontece com os reis. De resto, como nos tolos tudo é superficial e exterior, não é o amor um acontecimento que lhes mude a vida: continuam como antes a dissipá-la nos jogos, nos salões e nos passeios.



IV



O amor, disse alguém, é uma jornada, cujo ponto de partida é o sentimento, e cujo termo inevitável a sensação. Se é isto verdade, o que há a fazer, é embelecer a estrada e chegar o mais tarde possível ao fim. Ora, quem melhor do que o homem de espírito sabe parolar à beira do caminho, parar c colher flores, sentar-se às sombras frescas, recitar aventuras e procurar desvios e delongas? Um caracol de cabelos mal arranjado, um cumprimento menos apressado que de costume, um som de voz discordante, uma palavra mal escolhida, tudo lhe é pretexto para demorar os passos e prolongar os prazeres da viagem. Mas quantas mulheres apreciam esses castos manejos, e compreendem o encanto dessas paradas à borda de uma veia lím­pida que reflete o céu? Elas querem amor, qualquer que seja a sua natureza, e o que o tolo lhes oferece é-lhes bastante, por mais insípido que seja.



V



O homem de espírito, quando chega a fazer-se amar, não goza de uma felicidade completa. Atemorizado com a sua ventura, trata antes de saber por que é feliz! Pergunta por que e como é amado; se, para uma amante, é ele uma necessidade, ou um passatempo; se ela cedeu a um amor invencível; enfim, se é ele amado por si mesmo. Cria ele próprio e com engenho as suas mágoas e cuidados; é como o Sibarita que, deitado em um leito de flores, sentia-se incomodado pela dobra de uma folha de rosa. Num olhar, numa palavra, num gesto, acha ele mil nuanças imperceptíveis, desde que se trata de interpretá-las contra si. Esquece os encômios que levemente o tocam, para lembrar-se somente de uma observação feita ao menor dos seus defeitos e que bastante o tortura. Mas, em compensação desses tormentos, há no seu amor tanto encanto e delícias! Como estuda, como extrai, como saboreia as volúpias mais fugitivas até a última essência! Como a sua sensibilidade especial sabe descobrir o encanto das criancices frívolas, dos invisíveis atrativos, dos nadas adoráveis!



O tolo é um amante sempre contente e tranqüilo. Tem tão robusta confiança nos seus predicados, que antes de ter provas, já mostra a certeza de ser amado. E assim deve ser. Em sua opinião faz uma grande honra à mulher a quem dedica os seus eflúvios. Não lhe deve felicidade; ele é que lha dá; e como tudo o leva a exagerar o benefício, não lhe vem à idéia de que se possa ter para com ele ingratidões. Assim, no meio das alegrias do amor, saboreia ainda a embriaguez da fatuidade. Mas como, em definitivo, é ele próprio o objeto de seu culto, depressa o tolo se aborrece, e como o amor para ele não é mais que um entretenimento que passa, os últimos favores, longe de o engrandecerem mais, desligam-no pela sociedade.



VI



O homem de espírito vê no amor um grande e sério negócio, ocupa-se dele como do mais grave interesse de sua vida, sem distração, nem reserva. Pode perder nele algumas das suas qualidades viris, mas é para crescer em abnegação, em dedicação, em bondade. Suporta tudo daquela que ama sem nada exigir dela. Quando ela atende a alguns dos seus votos, quando previne alguns dos seus desejos, longe de ensoberbecer-se, agradece com uma efusão mes­clada de surpresa. Perdoa-lhe generosamente todos os males que lhe causa porque, muito orgulhoso para enraivecer-se ou lastimar-se, não sabe provocar, nem a piedade que enternece, nem o medo que faz calar. Oh! que inferno, se a má ventura lhe depara uma mulher bela e má, uma namoradeira fria de sentidos, ou uma moça de ra­bugice precoce!



Sofre então vivamente com a perfídia da mulher amada, mas des­culpa-a pela fragilidade do sexo. A sua indulgência pode então con­duzi-lo à degradação. Ele segue a olhos fechados o declive que o arrasta ao abismo, sem que a queixa, a ambição, a fortuna possam retê-lo.



O néscio escapa a estes perigos. Como não é ele quem ama, é ele quem domina. Para vencer uma mulher finge por alguns momentos o excesso de desespero e de paixão; mas isso não passa de um meio de guerra, tática de cerco para enganar e seduzir o inimigo. Logo depois recobra ele a tirania, e não a abdica mais. Para entreter-se nisso, tem o tolo o seu método, as suas regras, a sua linha de con­duta. É indiscreto por princípio, porquanto divulgando os favores que recebe, compromete a que lhe concede e ao mesmo tempo afasta as rivalidades nascentes. É suscetível pela razão, cioso por cálculo, a fim de promover estes proveitosos amuos, que lhe servem, a seu grado, para conduzir a uma ruptura definitiva, ou para exigir um novo sacrifício. Mostra uma cruel indiferença, indicando pouca con­fiança nas provas de simpatia que lhe dão. Num baile, proibindo à sua amante de dançar, não faz caso dela, de propósito. Aflige-a com aparências de infidelidade, falta à hora marcada para se encon­trarem, ou, depois de se ter feito esperar, vem, dando desculpas equívocas de sua demora. Hábil em semear a inquietação e o susto, faz-se obedecer à força de ser tirano, e acaba por inspirar uma afeição sincera à força de promovê-la.



VII



O homem de espírito, assustado com o vácuo imenso, que deixa no coração uma afeição que se perde, só rompe o laço que o prende à causa de dilacerações interiores.



Como bem se disse, sendo preciso um dia para conseguir, é preciso mil para se reconquistar.



Mesmo no momento em que volta a ser livre: quantas vezes um sorriso, um meneio de cabeça, uma maneira de puxar o vestido, ou de inclinar o chapelinho de sol, não o faz recair no seu antigo cati­veiro!



De resto, a mulher, a quem ele tiver revelado o segredo do seu coração, ficará sempre para ele como ser à parte. Não a esquece nunca.



Morta, ou separado, nutre por aquela que a perdeu longas sau­dades. Perseguido pela lembrança que dela conserva, descobre mui­tas vezes que as outras mulheres por quem se apaixona só têm o mérito de se parecerem com ela. Dá-se ele então a comparações que o desvairam, que o irritam, que o põem fora de si, exigindo no seu trajar, no seu andar e até no seu falar alguma coisa que lhe recorde o seu implacável ideal.



E se é ele o abandonado, que de torturas que sofre!



Viver sem ser amado parece-lhe intolerável. Nada pode consolá-lo ou distraí-lo.



No caso de tornar a ver os sítios que foram testemunhas da sua felicidade, evoca à sua memória mil circunstâncias perseverantes e cruéis. Ali está a cerca cheirosa, cujos espinhos rasgaram o véu da infiel; aqui, o rio que a medrosa só ousava atravessar amparada pela sua mão; além está a alameda, cuja areia fina parece ter ainda o molde de seus ligeiros passos. Contempla na janela as longas e alvas cortinas, no peitoril os arbustos em flor, na relva a mesa, o banco, as cadeiras em que outrora se sentaram.



É possível que ela tenha mudado tão de repente? Pois não foi ainda ontem que de volta de um passeio ao bosque, lhe enxugou o suor da testa, e que se prendia em doce e estranho amplexo?…



Hoje, nem mais doçuras, nem mais apertos de mão, nem mais dessas horas ébrias em que todo o passado ficava esquecido! Ele está só, entregue a si mesmo, sem força, sem alvo: é o delírio do desespero.



O tolo está acima dessas misérias. Não o assusta um futuro prenhe de qualquer inquietação aflitiva. Sempre acobertado pela bandeira da inconstância, desfaz-se de uma amante sem luta, nem remorsos; utiliza uma traição para voar a novas aventuras. Para ele nada há de terrível em uma separação, porque nunca supõe que se possa colocar a vida numa vida alheia, e que fazendo-se um hábito dessa comunidade de existência, faz-se pouco novamente sofrer, quando ela tiver de quebrar-se.



Da mulher, que deixa de amar, ele só conserva o nome, como o veterano conserva o nome de uma batalha para glorificar-se, ajun­tando-o ao número das suas campanhas.



VIII



Há uma época em que custa-se muito a amar. Tendo visto e estu­dado um pouco a mulher, adquire-se uma certa dureza que permite aproximar-se sem perigo das mais belas e sedutoras. Confessa-se sem rebuço a admiração que elas inspiram, mas é uma admiração de artista, um entusiasmo sem ternura. Além disso, ganha-se uma penetração cruel para ver, através de todos os artifícios de casquilha, o que vale a submissão que elas ostentam, a doçura que afetam, a ignorância que fingem. E prenda-se um homem nessas condições!



De ordinário, é entre trinta a trinta e cinco anos, que o coração do homem de espírito fecha-se assim à simpatia e começa a petri­ficar-se. É possível que nele tornem a aparecer os fogos da moci­dade, e que ele venha a sentir um amor tão puro, tão fervente, tão ingênuo como nos frescos anos da adolescência; longe de ter perdido as perturbações, as apreensões, os transportes da alma amorosa, sente-­os ele de novo com emoção mais profunda e dá-lhes um preço tanto mais elevado, quanto ele está certo de não os ver renascer.



Oh! então lastima-se o pobre insensato! Ei-lo obrigado a ajoelhar­-se aos pés de uma mulher para quem é nada o mérito de caminhar pouco e pouco atrás de sua sombra, de fazer exercício em torno aos seus vestidos, de se extasiar diante de seus bordados, de lisonjear os seus enfeites. Ai, triste! esses longos suplícios o revoltam, e, Pig­malião desesperado, afasta-se de Galatéia, cujo amor se não pode reanimar.



Esses sintomas de idade são desconhecidos ao tolo, porquanto cada dia que passa não lhe faz achar no amor um bem mais caro, ou mais difícil a conquistar. Não tendo sido, nem melhorado, nem en­durecido pelos reveses da vida, continuando a ver as mulheres com o mesmo olhar, exprime-lhes os seus amores com as mesmas lágrimas e os mesmos suspiros que lhes reserva para pintar os antigos tor­mentos. E como ele só exigiu sempre delas aparências de paixão, vem facilmente a persuadir-se que é amado. Longe de fugir, perse­vera e — triunfa.



IX



O homem de espírito é o menos hábil para escrever a uma mulher.



Quando se arrisca a escrever uma carta, sente dificuldades incríveis. Desprezando o vasconço da galanteria, não sabe como se há de fazer entender. Quer ser reservado e parece frio; quer dizer o que espera e indica receio; confessa que nada tem para agradar, e é apa­nhado pela palavra. Comete o crime de não ser comum ou vulgar. As suas cartas saem do coração e não da cabeça; têm o estilo sim­ples, claro e límpido, contendo apenas alguns detalhes tocantes. Mas é exatamente o que faz com que elas não sejam lidas, nem compre­endidas. São cartas decentes, quando as pedem estúpidas.



O tolo é fortíssimo em correspondência amorosa, e tem consciên­cia disso. Longe de recuar diante da remessa de uma carta, é muitas vezes por aí que ele começa. Tem uma coleção de cartas prontas para todos os graus de paixão. Alega nelas em linguagem brusca o ardor de sua chama; a cada palavra repete: meu anjo, eu vos adoro. As suas fórmulas são enfáticas e chatas; nada que indique uma per­sonalidade. Não faz suspeitar excentricidade ou poesia; é quanto basta; é medíocre e ridículo, tanto melhor. Efetivamente o estranho que ler as suas missivas, nada tem a dizer; na mocidade o pai da menina escrevia assim; a própria menina não esperava outra coisa. Todos estão satisfeitos, até os amigos. Que querem mais?



X



Enfim, o homem de espírito, em vista do que é, inspira às mulhe­res uma secreta repulsa. Elas se admiram com o ver tímido, aca­nham-se com o ver delicado, humilham-se com vê-lo distinto.



Por muito que ele faça para descer até elas, nunca consegue fazê-­las perder o acanhamento; choca-as, incomoda-as, e esse acanhamen­to, de que ele é causa, torna frias as conversações mais indiferentes, afasta a familiaridade e assusta a inclinação prestes a nascer.



Mas o tolo não atrapalha, nem ofusca as mulheres. Desde a pri­meira entrevista, ele as anima e fraterniza-se com elas. Eleva-se sem acanhamento nas conversas mais insulsas, palra e requebra-se como elas. Compreende-as e elas o compreendem. Longe de se sentirem deslocadas na sua companhia, elas a procuram, porque brilham nela. Podem diante dele absorver todos os assuntos e conversar sobre tudo, inocentemente, sem conseqüência. Na persuasão de que ele não pensa melhor, nem contrário a elas, auxiliam o triste, quando a idéia lhe falta, suprem-lhe a indigência. Como se fazem valer por ele, é justo que lhe paguem, e por isso consentem em ouvi-lo em tudo. Entre­gam-lhe assim os seus ouvidos, que é o caminho do seu coração, e um belo dia admiram-se de ter encontrado no amigo complacente um senhor imperioso!



XI



Compreende-se, por este curto esboço, como e quanto diferem os tolos e os homens de espírito nos seus meios de sedução. A conclu­são final é, que os tolos triunfam, e os homens de espírito falham, resultado importante e deplorável, nesta matéria sobretudo.



XII



Depois de ter indagado as causas da felicidade dos tolos, e da des­graça dos homens de espírito: perderemos tempo precioso em acusar as mulheres? Não hesitamos em deitar as culpas sobre os homens de espírito, como fez o profundo Champcenets.



Por que não estudam os tolos, diz-lhes este autor, para conseguir imitá-los? Há de custar-vos muito fazer um tal papel: mas há pro­veito sem desar? E depois, quando assim sois a isso obrigado, visto como não vos dão outro meio de solução, querer subtrair o belo sexo a império dos tolos, descortinando-lhe a perversidade do seu gosto, é coisa em que ninguém deve pensar, é uma loucura; fora o mesmo que querer mudar a natureza, ou contrariar a fatalidade.



Porquanto, ficai sabendo, continua Champcenets, que as mulheres não são senhoras de si próprias; que nelas tudo é instinto ou tempe­ramento, e que portanto elas não podem ser culpadas de suas pre­ferências. Só respondemos pelo que praticamos com intenção e dis­cernimento. Ora, qual delas pode dizer que predileção a impele, que paixão a obriga, que sentimento a faz ingrata, ou que vingança lhe dita as malignidades? Debalde procurareis delas tão cruel prodígio; nenhuma é cúmplice do mal que causa: a este respeito, o seu estou­vamento atesta-lhes a candura.



Por que vos obstinais em pedir-lhes o que a Providência não lhes deu? Elas se apresentam belas, apetitosas e cegas: não vos basta isto? Querê-las com juízo, penetrantes e sensíveis, é não conhecê-las.



Procurai as mulheres nas mulheres, admirai-lhes a figura elegante e flexível, afagai-lhes os cabelos, beijai-lhes as mãos mimosas; mas tomai como um brinquedo o seu desdém, aceitai os seus ultrajes sem azedume, e às suas cóleras mostrai indiferença. Para conquistar esses entes frágeis e ligeiros, é preciso atordoá-los pelo rumor dos vossos louvores, pelo fasto do vosso vestuário, pela publicidade das vossas homenagens.



XIII



Sim, sim, é mister ousar tudo para com as mulheres.



Texto-fonte:



Obra Completa, Machado de Assis,



Rio de Janeiro: Nova Aguilar, V.III, 1994.



Publicado originalmente em A Marmota, Rio de Janeiro, 19, 23, 26 e 30/04 e 03/05/1861

Mostrai-me as anémonas

Mostrai-me as anémonas, as medusas e os corais


Do fundo do mar.

Eu nasci há um instante.


Sophia de Mello Breyner Andresen,
Mar, Lisboa: Caminho, 2001, p.21

Mahler - Ich bin der Welt abhanden gekommen - Kožená / Abbado

quinta-feira, 24 de junho de 2010

Ball of Wool : by Nikolai Serebryakov

Oriente

Poemas de Sylvia Beirute

/

A DEFINIÇÃO DO SILÊNCIO



porque o tempo é de corpo, {de passagem},

porque a boca é de nomes próprios, do verbo viver-morrer

dobrado sobre si mesmo como duas cores

que se misturam e imitam,

porque a tua borboleta percorre um pequeno país

que bate as asas no sentido oposto,

porque vens sem corpo, por entre os satélites, em

direcção ao amor conclusivo,

porque o lugar que há em ti não tem onde ficar:

o silêncio é a recompensa da tua permanência.



mas quem decifra o silêncio, querido herberto,

não é quem permanece.









POEMA SIMPLES SOBRE O SILÊNCIO



{do silêncio}. do sinal de fogo.

citar-te, escrever-te, transcrever-te, conjugar-te, oralizar-te

na orla do teu tronco demasiado extenso

para a curva do vento órfão de vontades.

{do silêncio}. grotesco. do sinal de fogo. literatura.

comer-te. beber-te com rigor moral, como consta

do guião de contra-indicações. infra.

{do silêncio}. ler-te. do sinal de fogo. contar-te

uma história verídica num outro contexto.

incomensurável. definitivamente provisório. belo.

{do silêncio}. quadriculado, vândalo. do sinal de fogo.

do ruído preceptivo. do processo de esverdeamento

do corpo com saudade. da cápsula de tempo.

{do silêncio}. um acto. do homem que se debruça

sobre cada órbita. um gesto. do mundo digestivo. instintivo.

somos um acto mas não um gesto. mera raiz da voz oca.

e numa linha recta aberta refundimos como quem

se ouve a si mesmo. do silêncio. do sinal de fogo.



Sylvia Beirute é natural de Faro, Portugal, e nasceu em 10 de Dezembro de 1984. É autora do blogue “Uma casa em Beirute”: http://www.sylviabeirute.blogspot.com/

E-mail: sylvia.beirute@gmail.com

Fonte: Cronópios

quarta-feira, 23 de junho de 2010

strangers- short film

offside- short film

Motivo

Eu canto porque o instante existe


e a minha vida está completa.

Não sou alegre nem sou triste

sou poeta.



Irmão das coisas fugidias,

não sinto gozo nem tormento.

Atravesso noites e dias

no vento.



Se desmorono ou se edificou,

se permaneço ou me desfaço,

- não sei, não sei. Não sei se fico

ou passo.



Sei que canto. E a canção é tudo.

Tem sangue eterno a asa ritmada.

E um dia sei que estarei mudo:

- mais nada.”



Cecília Meireles

Pobres gentes

[Cuento. Texto completo]

León Tolstoi

En una choza, Juana, la mujer del pescador, se halla sentada junto a la ventana, remendando una vela vieja. Afuera aúlla el viento y las olas rugen, rompiéndose en la costa... La noche es fría y oscura, y el mar está tempestuoso; pero en la choza de los pescadores el ambiente es templado y acogedor. El suelo de tierra apisonada está cuidadosamente barrido; la estufa sigue encendida todavía; y los cacharros relucen, en el vasar. En la cama, tras de una cortina blanca, duermen cinco niños, arrullados por el bramido del mar agitado. El marido de Juana ha salido por la mañana, en su barca; y no ha vuelto todavía. La mujer oye el rugido de las olas y el aullar del viento, y tiene miedo.

Con un ronco sonido, el viejo reloj de madera ha dado las diez, las once... Juana se sume en reflexiones. Su marido no se preocupa de sí mismo, sale a pescar con frío y tempestad. Ella trabaja desde la mañana a la noche. ¿Y cuál es el resultado?, apenas les llega para comer. Los niños no tienen qué ponerse en los pies: tanto en invierno como en verano, corren descalzos; no les alcanza para comer pan de trigo; y aún tienen que dar gracias a Dios de que no les falte el de centeno. La base de su alimentación es el pescado. "Gracias a Dios, los niños están sanos. No puedo quejarme", piensa Juana; y vuelve a prestar atención a la tempestad. "¿Dónde estará ahora? ¡Dios mío! Protégelo y ten piedad de él", dice, persignándose.

Aún es temprano para acostarse. Juana se pone en pie; se echa un grueso pañuelo por la cabeza, enciende una linterna y sale; quiere ver si ha amainado el mar, si se despeja el cielo, si hay luz en el faro y si aparece la barca de su marido. Pero no se ve nada. El viento le arranca el pañuelo y lanza un objeto contra la puerta de la choza de al lado; Juana recuerda que la víspera había querido visitar a la vecina enferma. "No tiene quien la cuide", piensa, mientras llama a la puerta. Escucha... Nadie contesta.

"A lo mejor le ha pasado algo", piensa Juana; y empuja la puerta, que se abre de par en par. Juana entra.

En la choza reinan el frío y la humedad. Juana alza la linterna para ver dónde está la enferma. Lo primero que aparece ante su vista es la cama, que está frente a la puerta. La vecina yace boca arriba, con la inmovilidad de los muertos. Juana acerca la linterna. Sí, es ella. Tiene la cabeza echada hacia atrás; su rostro lívido muestra la inmovilidad de la muerte. Su pálida mano, sin vida, como si la hubiese extendido para buscar algo, se ha resbalado del colchón de paja, y cuelga en el vacío. Un poco más lejos, al lado de la difunta, dos niños, de caras regordetas y rubios cabellos rizados, duermen en una camita acurrucados y cubiertos con un vestido viejo.

Se ve que la madre, al morir, les ha envuelto las piernecitas en su mantón y les ha echado por encima su vestido. La respiración de los niños es tranquila, uniforme; duermen con un sueño dulce y profundo.

Juana coge la cuna con los niños; y, cubriéndolos con su mantón, se los lleva a su casa. El corazón le late con violencia; ni ella misma sabe por qué hace esto; lo único que le consta es que no puede proceder de otra manera.

Una vez en su choza, instala a los niños dormidos en la cama, junto a los suyos; y echa la cortina. Está pálida e inquieta. Es como si le remordiera la conciencia. "¿Qué me dirá? Como si le dieran pocos desvelos nuestros cinco niños... ¿Es él? No, no... ¿Para qué los habré cogido? Me pegará. Me lo tengo merecido... Ahí viene... ¡No! Menos mal..."

La puerta chirría, como si alguien entrase. Juana se estremece y se pone en pie.

"No. No es nadie. ¡Señor! ¿Por qué habré hecho eso? ¿Cómo lo voy a mirar a la cara ahora?" Y Juana permanece largo rato sentada junto a la cama, sumida en reflexiones.

La lluvia ha cesado; el cielo se ha despejado; pero el viento sigue azotando y el mar ruge, lo mismo que antes.

De pronto, la puerta se abre de par en par. Irrumpe en la choza una ráfaga de frío aire marino; y un hombre, alto y moreno, entra, arrastrando tras de sí unas redes rotas, empapadas de agua.

-¡Ya estoy aquí, Juana! -exclama.

-¡Ah! ¿Eres tú? -replica la mujer; y se interrumpe, sin atreverse a levantar la vista.

-¡Vaya nochecita!

-Es verdad. ¡Qué tiempo tan espantoso! ¿Qué tal se te ha dado la pesca?

-Es horrible, no he pescado nada. Lo único que he sacado en limpio ha sido destrozar las redes. Esto es horrible, horrible... No puedes imaginarte el tiempo que ha hecho. No recuerdo una noche igual en toda mi vida. No hablemos de pescar; doy gracias a Dios por haber podido volver a casa. Y tú, ¿qué has hecho sin mí?

Después de decir esto, el pescador arrastra la redes tras de sí por la habitación; y se sienta junto a la estufa.

-¿Yo? -exclama Juana, palideciendo-. Pues nada de particular. Ha hecho un viento tan fuerte que me daba miedo. Estaba preocupada por ti.

-Sí, sí -masculla el hombre-. Hace un tiempo de mil demonios, pero... ¿qué podemos hacer?

Ambos guardan silencio.

-¿Sabes que nuestra vecina Simona ha muerto?

-¿Qué me dices?

-No sé cuándo; me figuro que ayer. Su muerte ha debido ser triste. Seguramente se le desgarraba el corazón al ver a sus hijos. Tiene dos niños muy pequeños... Uno ni siquiera sabe hablar y el otro empieza a andar a gatas...

Juana calla. El pescador frunce el ceño; su rostro adquiere una expresión seria y preocupada.

-¡Vaya situación! -exclama, rascándose la nuca-. Pero, ¡qué le hemos de hacer! No tenemos más remedio que traerlos aquí. Porque si no, ¿qué van a hacer solos con la difunta? Ya saldremos adelante como sea. Anda, corre a traerlos.

Juana no se mueve.

-¿Qué te pasa? ¿No quieres? ¿Qué te pasa, Juana?

-Están aquí ya -replica la mujer descorriendo la cortina.

FIN

fonte : Biblioteca Digital Ciudad Seva

segunda-feira, 21 de junho de 2010

Ozu Rare Silent Film I Graduated, But ... (1929)

José Saramago (1922-2010)


”Por uma hora ficaram os dois sentados, sem falar. Apenas uma vez Baltasar se levantou para pôr alguma lenha na fogueira que esmorecia, e uma vez Blimunda espevitou o morrão da candeia que estava comendo a luz, e então, sendo tanta a claridade, pôde Sete-Sóis dizer, Por que foi que perguntaste o meu nome, e Blimunda respondeu, Porque minha mãe o quis saber e queria que eu o soubesse, Como sabes, se com ela não pudeste falar, Sei que sei, não sei como sei, não faças perguntas a que não posso responder, faze como fizeste, vieste e não perguntaste porquê, E agora, Se não tens onde viver melhor, fica aqui, Hei-de ir para Mafra, tenho lá família, Mulher, Pais e uma irmã, Fica, enquanto não fores, será sempre tempo de partires, Por que queres tu que eu fique, Porque é preciso, Não é razão que me convença, Se não quiseres ficar, vai-te embora, não te posso obrigar, Não tenho forças que me levem daqui, deitaste-me um encanto, Não deitei tal, não disse uma palavra, não te toquei, Olhaste-me por dentro, Juro que nunca te olharei por dentro, Juras que não o farás e já o fizeste, Não sabes de que estás a falar, não te olhei por dentro, Se eu ficar, onde durmo, Comigo. Deitaram-se, Blimunda era virgem. Que idade tens, perguntou Baltasar, e Blimunda respondeu, Dezanove anos, mas já então se tornara muito mais velha. Correu algum sangue sobre a esteira. Com as pontas dos dedos médio e indicador humedecidos nele, Blimunda persignou-se e fez uma cruz no peito de Baltasar, sobre o coração. Estavam ambos nus. Numa rua perto ouviram vozes de desafio, bate de espadas, correrias. Depois o silêncio. Não correu mais sangue. Quando, de manhã, Baltasar acordou, viu Blimunda deitada ao seu lado, a comer pão, de olhos fechados. Só os abriu, cinzentos àquela hora, depois de ter acabado de comer, e disse, Nunca te olharei por dentro.”

(Memorial do Convento, 1982)

Domingo sings "Donna non vidi mai"

Rachmaninoff: Mozart K 331 Theme + variations

De uma ranhura

Elisa Biagini


escrevo-me entre as

ranhuras, nos nós

do lenho, com a

sujeira embaixo do tapete:



o escuro, que espera

entrar, gruma-se

de olheiras.



*



como na folha

enrrugada

que se alisa

resta a

marca

ranhura

que nos colore

a tinta.

(nós nos encharcamos

de infinitas arestas)


*



só me avistam

em contraluz,

matéria como

clara de ovo,

pátina através dos poros

pelo entalhe:

um alfabeto braille

de ossos sequiosos

por sair.



*



e o dorso

ranha-se, estojo

de sementes

que empurram,

apartam-se em galhos,

moita de dedos

que nunca toca,

corta o ar a unhaço.



Tradução: Aurora Bernardini e Régis Bonvicino



Da una crepa

mi scrivo tra le

crepe, nei nodi

del legno, nella

polvere sotto il tappeto:



il buio, che aspetta

d’entrare, s’aggruma

d’occhiaie.


*

come su foglio

accartocciato

che si liscia

resta il

segno

crepa

a coloraci

l’inchiostro.



(noi ci imbeviamo

d’infiniti spigoli.)


*

mi si vede solo

in controluce,

materia come

chiara d’uovo,

patina gocciolata

dalla crepa:

un alfabeto braille

d’ossa che vogliono

uscire.


*


e la schiena si

crepa, astuccio

di semi

che spingono,

che s’aprono in rami,

cespuglio di dita

che mai giunge a toccare,

che taglia l’aria d’unghia.



Fonte SIBILA



Elisa Biagini nasceu em Florença, Itália, em 1970, onde se formou em História da Arte Contemporânea. Logo em seguida ao mestrado, mudou-se para os Estados Unidos para estudar e escrever uma tese de doutorado em Literatura Italiana Contemporânea. Trabalhou como professora em universidades norte-americanas, onde viveu por cinco anos. Seus poemas têm sido publicados em revistas literárias italianas importantes. Elisa Biagini publicou dois livros de poemas: Questi nodi (1993) e Uova (1999), este em versão bilíngüe italiano/inglês. Além disso, é tradutora da poesia de Sharon Olds e de Alicia Ostriker.