I
El veintiocho de febrero de 1936, al tercer día del
incidente del 26 de febrero, el teniente Shinji Takeyama, del batallón de
transportes, profundamente perturbado al saber que sus colegas más cercanos
estaban en connivencia con los amotinados, e indignado ante la inminente
perspectiva del ataque de las tropas imperiales contra tropas imperiales, tomó
su espada de oficial y ceremoniosamente se vació las entrañas en la habitación
de ocho tatami de su residencia privada en la sexta manzana de Aoba-cho, en el
distrito Yotsuya. Su esposa, Reiko, lo siguió clavándose un puñal hasta morir.
La nota de despedida del teniente consistía en una sola
frase: "¡Vivan las Fuerzas Imperiales!" La de su esposa, luego de
implorar el perdón de sus padres por precederlos en el camino a la tumba,
concluía: "Ha llegado el día para la mujer de un soldado". Los
últimos momentos de esta heroica y abnegada pareja hubieran hecho llorar a los
dioses. Es menester destacar que la edad del teniente era de treinta y un años;
la de su esposa, veintitrés.
Hacía sólo dieciocho meses que se habían casado.
II
Los que contemplaron el retrato conmemorativo del novio y de
la novia no dejaron de admirar, quizás tanto como quienes habían asistido a la
boda, el elegante porte de la pareja.
El teniente, de pie junto a su esposa, estaba majestuoso en
su uniforme militar. Su mano derecha descansaba sobre el puño de la espada y
con la izquierda sostenía la gorra de oficial. Su expresión severa traducía
claramente la integridad de su juventud.
En cuanto a la belleza de la novia, envuelta en sus blancas
vestiduras, sería difícil encontrar las palabras adecuadas para describirla.
Había sensualidad y refinamiento en sus ojos, en las finas cejas y en los
labios llenos. Una mano, tímidamente asomada a la manga del vestido, sostenía
un abanico, y las puntas de los dedos, agrupados delicadamente, eran como el
capullo de una flor de luna.
Luego de consumado el suicidio, muchos tomaron la fotografía
y se entregaron a tristes reflexiones acerca de las maldiciones que suelen recaer
sobre las uniones sin tacha. Quizás fuera sólo efecto de la imaginación, pero,
al observar el retrato, parecía casi que los dos jóvenes, ante el biombo
dorado, contemplaran, con absoluta claridad, la muerte que los aguardaba.
Gracias a los buenos oficios de su mediador, el teniente
general Ozeki, habían podido instalarse en su nuevo hogar de Aoba-cho, en
Yotsuya. En realidad aquel nuevo hogar no era sino una vieja casona alquilada,
de tres dormitorios y con un pequeño jardín detrás. Utilizaban la habitación
del piso superior, de ocho tatami, como dormitorio y habitación de huésped,
pues el resto de la casa no recibía la luz del sol.
No tenían sirvientes y Reiko cuidaba del hogar en ausencia
de su marido.
El viaje de boda quedó postergado por coincidir con una
época de emergencia nacional. El teniente y su esposa pasaron la primera noche
de casados en la vieja casa. Muy tieso, sentado sobre el piso y con su espada
frente a él, Shinji había hecho escuchar a su esposa un discurso de corte
militar antes de llevarla al lecho nupcial. Una mujer que contraía matrimonio
con un soldado debía saber y aceptar sin vacilaciones el hecho de que la muerte
de su marido podría llegar en cualquier momento. Quizás al día siguiente. No
importaba cuándo. ¿Estaba ella conforme con aceptarlo? Reiko se puso de pie y,
abriendo la vitrina, tomó de ella su más preciado bien, un puñal regalado por
su madre. Se comprendieron perfectamente sin necesidad de palabras y el
teniente no puso nunca más a prueba la resolución de su mujer.
Durante los primeros meses que siguieron a la boda, la
belleza de Reiko se hizo cada día más radiante. Brillaba, serena, como la luna
después de la lluvia.
Como ambos estaban dotados de cuerpos sanos y vigorosos, su
relación era apasionada y no se limitaba a las horas de la noche. En más de una
ocasión, al volver a su hogar directamente del campo de maniobras, y aún con el
uniforme salpicado de barro, el teniente había poseído a su mujer en el suelo,
apenas abierta la puerta de la casa. Reiko le correspondía con el mismo ardor.
En aproximadamente un mes, contando con la noche de bodas, Reiko conoció la
absoluta felicidad, y el teniente, al comprobarlo, se sintió también muy feliz.
El cuerpo de Reiko era blanco y puro, y de sus pechos
turgentes emanaba un rechazo firme y casto que, cuando gozaba, se mudaba en la
mas íntima y acogedora tibieza. Aun en los momentos de mayor intimidad se
mantenían extraordinariamente serios. Conservaban sus corazones sobrios y
austeros en medio de las más embriagadoras demostraciones de pasión.
El teniente recordaba a su mujer durante el día en los
cortos periodos de descanso entre su entrenamiento y su retorno al hogar, y
Reiko no olvidaba a su marido en ningún momento. Cuando estaban separados, les
bastaba con mirar solamente la fotografía de su casamiento para ratificar una
vez más su felicidad. A Reiko no le sorprendía en lo mas mínimo que un hombre
que había sido un extraño hasta algunos meses atrás se hubiese convertido en el
sol alrededor del cual giraban su vida y su mundo.
Esta relación tenía una base moral y seguía fielmente el
mandato de los Principios de la Educación en los que se estipula que "la
armonía reinará entre el marido y la mujer". Reiko no encontró jamás la
ocasión de contradecir a su marido, y el teniente no tuvo motivo alguno para
reñir a su mujer.
En el nicho, debajo de la escalera, junto a la tablilla del
Gran Santuario Ise, habían colocado fotografías de sus Majestades Imperiales, y
cada mañana, antes de partir hacia sus obligaciones, el teniente y su mujer se
detenían frente a ese lugar santificado y juntos se inclinaban en una profunda
reverencia.
La ofrenda de agua se renovaba cada mañana y la rama sagrada
de sakasi estaba siempre verde y fresca. Sus vidas se deslizaban bajo la
solemne protección de los dioses y estaban colmadas de una felicidad intensa
que hacía vibrar cada fibra de sus cuerpos.
III
Aun cuando la casa de Saito, Señor del Sello Privado, se
hallaba en la vecindad, nadie escuchó allí el tiroteo de la mañana del 26 de
febrero. Aquel fue un ruidoso toque de atención en el amanecer nevado e
interrumpió bruscamente el sueño del teniente. Saltó inmediatamente de la cama
y, sin pronunciar palabra, vistió el uniforme, se ajustó la espada que le
tendía su mujer y se precipitó hacia la calle cubierta de nieve en el oscuro
amanecer. No regresó a su hogar hasta la noche del día veintiocho.
Algo más tarde, Reiko escuchó por la radio las noticias
sobre aquella súbita erupción de violencia. Vivió los dos días siguientes en
completa y tranquila soledad tras las puertas cerradas.
Reiko había leído la presencia de la muerte en el rostro de
su marido al marcharse a toda prisa bajo la nieve. Si Shinji no regresaba, su
propia decisión era también muy firme. Moriría con él.
Se dedicó, entonces, a ordenar sus pertenencias personales.
Eligió su mejor conjunto de kimonos como recuerdo para sus amigas de colegio y
escribió un nombre y una dirección sobre el rígido papel en el que los había
doblado uno por uno.
Como su marido le recordaba constantemente que no hay que
pensar en el mañana, Reiko ni siquiera había escrito un diario, y se
encontraba, ahora, en la imposibilidad de releer los pasajes en los que hubiera
dado testimonio de su felicidad. Sobre la radio se destacaban un perrito de
porcelana, un conejo, una ardilla, un oso y un zorro. Tampoco faltaban allí un
jarrón y un recipiente para el agua. Estos objetos constituían la única
colección de Reiko. Sin embargo, de nada serviría regalarlos como recuerdos.
Tampoco sería apropiado pedir específicamente que fueran incluidos en su ataúd.
Mientras estos objetos desfilaban por su mente, Reiko tuvo la sensación de que
los animalitos parecían cada vez más tristes y desamparados.
Tomó la ardilla en su mano y la observó. Fue entonces
cuando, con sus pensamientos puestos en un reino mucho más alejado que estos
afectos infantiles, vio en la lontananza los principios, vitales como el sol,
que personificaba su marido. Estaba pronta y feliz de terminar sus días en
compañía de aquel hombre deslumbrante, pero en ese momento de soledad se
permitió refugiarse con el inocente afecto por aquellas bagatelas. Ya había
pasado el tiempo en que realmente las había amado.
Ahora solamente acariciaba su recuerdo y el lugar que
ocuparan en su corazón se había colmado definitivamente con pasiones más
intensas.
Reiko jamás había supuesto que las turbadoras emociones de
la carne fueran sólo un placer. La baja temperatura de febrero y el contacto
con la gélida porcelana de la ardilla habían entumecido sus dedos. Sin embargo,
bajo los dibujos simétricos de su acicalado kimono meisen podía sentir, cuando
recordaba los poderosos brazos del teniente, una cálida humedad que, desde su
piel, desafiaba al frío.
No experimentaba absolutamente ningún temor por la muerte
que rondaba en la cercanía. Mientras esperaba sola en su casa, Reiko no dudaba
que la angustia y la congoja que estaría experimentando su marido en aquellos
momentos la llevarían, con tanta certeza como su intensa pasión, a una muerte
agradable. Sentía en lo más hondo que su cuerpo podría disolverse con facilidad
y convertirse en una sola cosa con el pensamiento de su marido.
A través de las informaciones de la radio, escuchó los
nombres de varios colegas de su marido mencionados entre los insurgentes. Éstas
eran noticias de muerte. Se preguntaba ansiosamente, a medida que la situación
se hacía más difícil, por qué no se emitía una Ordenanza Imperial. El
movimiento, que en un principio había parecido ser un intento de restaurar el
honor nacional, se había convertido gradualmente en algo llamado motín. El
regimiento no había dado ningún comunicado y se suponía que, en cualquier momento,
podría comenzar la lucha en las calles aún cubiertas de nieve.
El veintiocho, a la caída del sol, furiosos golpes
estremecieron a Reiko. Bajó precipitadamente las escaleras, y mientras, con
dedos inexpertos, tiraba del pasador, la silueta apenas delineada tras los
vidrios cubiertos de escarcha, no emitía sonido alguno. Sin embargo, no dudó de
la presencia de su marido. Nunca antes había tenido tanta dificultad en abrir
la puerta .Cuando finalmente pudo lograrlo, se encontró frente al teniente
enfundado en un capote color kaki y con las botas de campaña salpicadas de
barro.
Reiko no comprendió por qué Shinji cerró la puerta y corrió
nuevamente el pasador.
-Bienvenido a casa -la joven ejecuta una profunda reverencia
a la cual su marido no responde. Se había quitado la espada y comenzaba a
desembarazarse del capote. Ella quiso ayudarlo. La chaqueta, que estaba fría y
húmeda y había perdido el olor a estiércol que tenía normalmente cuando se la
exponía al sol, le pesaba en el brazo. La colgó de una percha y sosteniendo la
espada y el cinturón de cuero entre sus mangas, esperó a que su marido se
quitase las botas. Luego, lo siguió hasta el cuarto de estar: la habitación de
seis tatami.
Bajo la clara luz de la lámpara, el rostro barbudo y agotado
de su marido era casi irreconocible. Las mejillas hundidas habían perdido su
brillo y elasticidad.
En circunstancias normales hubiera cambiado su ropa por otra
de casa, y la hubiera urgido a servir la comida de inmediato. En cambio,
aquella noche se sentó frente a la mesa vistiendo el uniforme y con la cabeza
hundida sobre el pecho.
Reiko se abstuvo de preguntar si debía preparar la comida.
-Yo no sabía nada -dijo el hombre al cabo de un silencio-.
No me pidieron que me uniera a ellos .Quizás no lo hicieron al saberme recién
casado. Kano, Homma y, también, Yamaguchi.
Reiko evocó los rostros de los alegres oficiales jóvenes,
amigos de su marido, que habían ido a aquella casa en calidad de invitados.
-Quizás mañana se publique una Ordenanza Imperial. Supongo
que serán juzgados como rebeldes. Estaré a cargo de la unidad con órdenes de
atacarlos... No puedo hacerlo. Sería simplemente imposible -guardó un corto
silencio-. Me han dispensado de las guardias y estoy autorizado para volver a
casa por una noche. Mañana, a primera hora, deberé unirme al ataque sin
proferir una réplica. No puedo hacerlo, Reiko...
Reiko estaba sentada, muy tiesa, con los ojos bajos.
Comprendía muy claramente que su marido hablaba en términos
de muerte. El teniente estaba resuelto y, aun cuando todavía planteaba el
dilema, en su mente ya no cabían vacilaciones.
Sin embargo, en el silencio que se estableció entre ambos,
todo quedó claro con la misma transparencia de un cauce alimentado por el
deshielo.
Ya en su casa después de la larga prueba de dos días y
contemplando el rostro de su hermosa mujer, el teniente experimentó, por
primera vez, una verdadera paz interior. Había intuido de inmediato que su
mujer conocía la resolución que ocultaban sus palabras.
-Bien, entonces... -el teniente abrió, grandes, los ojos.
Pese al cansancio, su mirada era fuerte y transparente y no la apartó de su
esposa-. Esta noche me abriré el estómago.
Reiko no vaciló.
-Estoy preparada -dijo-, permíteme acompañarte.
El teniente se sintió casi hipnotizado por la mirada
implorante de su esposa. Sus palabras comenzaron a fluir rápida y fácilmente,
como expresadas en delirio.
Otorgó su aprobación a aquella empresa vital en una forma
descuidada y negligente que parecía escapar a su entendimiento.
-Bien. Nos iremos juntos. Pero, antes, quiero que seas
testigo de mi muerte.
Ya de acuerdo, sus corazones se vieron inundados por una
repentina felicidad.
Reiko estaba profundamente conmovida por la confianza que
depositaba en ella su marido. Era vital para el teniente que no se cometieran
irregularidades en su muerte. Por esta razón era necesario un testigo. Y el
haber elegido para tal fin a su mujer, demostraba una profunda y absoluta
confianza. En segundo lugar, y esto era aun más importante, aunque había rogado
a Reiko que muriera con él, ni siquiera intentaba matar a su esposa primero,
sino que dejaba aquel momento librado al criterio de ella, para cuando él ya no
estuviera allí, verificándolo todo. Si el teniente hubiera abrigado la menor
sospecha, cumpliendo el pacto de los suicidas, hubiera preferido matarla
primero.
Cuando Reiko dijo: "Permíteme acompañarte", el
teniente apreció en estas palabras el fruto final de las enseñanzas impartidas
a su mujer desde la noche del casamiento. La había educado en forma tal que,
llegado el momento, respondía en los exactos términos que correspondían. Era
éste un halago a la confianza en sí mismo que alimentaba Shinji... No era ni
tan romántico ni tan presuntuoso como para creer que esas palabras eran dichas
espontáneamente, sólo por amor.
Sus corazones estaban tan inundados de felicidad, que no
podían dejar de sonreír. Reiko se sentía nuevamente en la noche de bodas. Ante
sus ojos no existían ni el dolor ni la muerte. Sólo creía ver un ilimitado
espacio abierto hacia vastos horizontes.
-El agua está caliente. ¿Te darás un baño ahora?
-Sí, por supuesto.
-¿Y la comida...?
Las palabras fueron pronunciadas en un tono tan tranquilo y
doméstico, que, por una fracción de segundo, el teniente creyó haber sido
juguete de una alucinación.
-No creo que sea necesario. ¿Podrás calentar un poco de
sake?
-Como quieras.
Reiko se levantó y al tomar del ropero un vestido tanzan
para después del baño, atrajo deliberadamente la atención de su marido sobre
los cajones vacíos. El teniente observó el interior del mueble. Leyó las
direcciones sobre los regalos recordatorios. No hubo pena en él frente a la heroica
determinación de Reiko. Como un marido a quien su joven esposa enseña con
orgullo sus compras pueriles, el teniente, inundado de afecto, abrazó a su
mujer cariñosamente por la espalda y le besó el cuello.
Reiko sintió la aspereza de aquel rostro sin afeitar. Esta
sensación encerraba para ella toda la alegría del mundo, y ahora -sintiendo que
iba a perderla para siempre- contenía una frescura mas allá de toda
experiencia. Cada momento parecía contener una infinita fuerza vital. Los
sentidos se despertaron en todo su cuerpo.
Aceptando las caricias de Shinji, Reiko se alzó sobre la
punta de los pies y dejó que aquella vitalidad atravesara su cuerpo.
-Primero, el baño, y luego, después de tomar sake... Prepara
las camas arriba, ¿quieres?
El teniente susurró algo en el oído de su mujer, y ella
asintió silenciosamente.
El teniente se quitó apresuradamente el uniforme y se
dirigió al baño.
Al escuchar el suave rugido del agua, Reiko llevó carbón
hasta el cuarto de estar y empezó a calentar el sake.
Tomó el tanzen, un fajín y su ropa interior. Se dirigió al
baño para controlar el calor del agua. En medio de una nube de vapor, el
teniente se afeitaba con las piernas cruzadas en el suelo. Ella pudo distinguir
los músculos de su fuerte espalda húmeda que respondían a los movimientos de
sus brazos.
Nada sugería algún acontecimiento anormal. Reiko se ocupaba
diligentemente de sus tareas y preparaba platos improvisados.
Sus manos no temblaban y se mostraba más eficiente y
desenvuelta que de costumbre. De tanto en tanto sentía extrañas palpitaciones
en el centro del pecho, pero eran como luces distantes. Tenían un momento de
gran intensidad y luego se desvanecían sin dejar huellas. Omitiendo esto, no
parecía ocurrir nada fuera de lo habitual.
Mientras se afeitaba en el baño, el teniente sintió que su
cuerpo tibio se libraba milagrosamente de la desesperada fatiga de aquellos
días de incertidumbre y se llenaba de una agradable expectativa pese a la
muerte que lo aguardaba. Podía oír vagamente los ruidos habituales con que su
mujer cumplía sus quehaceres, y un saludable deseo físico, postergado durante
dos días, se presentó nuevamente.
El teniente confiaba en que no había habido impureza en el
goce experimentado mientras resolvían morir.
Ambos habían sentido en aquel momento, aun cuando no de una
manera clara y consciente, que esos placeres permisibles estaban nuevamente
bajo la protección del Bien y del Poder Divino. Los protegía una moralidad
total e intachable. Al mirarse a los ojos descubrieron en su interior una
muerte honorable, estaban de nuevo a salvo tras las paredes de acero que nadie
podría destruir, enfundados en la impenetrable coraza de la Belleza y la
Verdad.
El teniente podía entonces considerar su patriotismo y las
urgencias de su carne como un todo.
Acercó más aun la cara al oscuro y agrietado espejo de pared
y se afeitó cuidadosamente. Aquel era el rostro que presentaría a la muerte y
era importante que no tuviera imperfecciones. Sus mejillas, recién afeitadas,
irradiaban nuevamente el brillo de la juventud y parecían iluminar la opacidad
del espejo. Sintió que había cierta elegancia en la asociación de la muerte con
aquella cara sana y radiante.
Sería su rostro de difunto. En realidad ya había dejado a
medias de pertenecerle para convertirse en el busto de un soldado muerto. A
título de experimento, cerró fuertemente los ojos y todo quedó envuelto en la
oscuridad. Ya no era una criatura viviente.
Al salir del baño, con un tenue reflejo azulado bajo la
tersa piel de las mejillas, se sentó junto al brasero de carbón. Advirtió que,
pese a hallarse ocupada, Reiko había encontrado el tiempo necesario para
retocar su cara. Su rostro estaba fresco y sus labios húmedos. Era imposible
encontrar en ella el menor rastro de tristeza, y al observar aquella
demostración de la personalidad apasionada de su mujer, el teniente pensó que
había elegido la esposa que le correspondía.
Tan pronto como hubo vaciado su taza de sake, se la ofreció
a Reiko, quien nunca lo había probado. La joven bebió un sorbo, tímidamente.
-Ven aquí-dijo el teniente.
Reiko se acercó a su marido, y mientras él la abrazaba ella
se sintió profundamente conmovida, como si la tristeza, la alegría y el
poderoso sake se mezclaran dentro de ella.
El teniente contemplo las facciones de su esposa. Era el
último rostro que vería en este mundo. Lo estudió minuciosamente con los ojos
de un viajero despidiéndose de espléndidos paisajes.
Reiko tenía una cara de rasgos regulares, sin ser fríos, y
de labios suaves. El teniente, que no se cansaba de contemplarla, la besó en la
boca. Y repentinamente, sin que se alterara su belleza por el llanto, las
lágrimas comenzaron a brotar lentamente bajo las largas pestañas y corrieron
como hilos brillantes por sus mejillas.
Luego Shinji quiso subir al dormitorio, pero ella le suplicó
que le diera tiempo a tomar su baño. El teniente subió, pues, solo, y se acostó
con los brazos y las piernas abiertas en la habitación entibiada por la estufa
de gas. El tiempo que transcurrió esperando a su mujer no fue más largo de lo
habitual.
Colocó las manos bajo la cabeza y observó las vigas del
techo. ¿Esperaba la muerte? ¿Un salvaje éxtasis de los sentidos? Ambas cosas
parecían sobreponerse, como si el objeto del deseo físico fuera la muerte
propia.
El teniente nunca había gozado de una libertad tan absoluta.
Un coche frenó y pudo escuchar el chirrido de las ruedas
patinando sobre la nieve apilada en los bordes de la calle. La bocina
repercutió en las paredes cercanas. Al percibir esos ruidos, Shinji pensó que
aquella casa se levantaba como una isla solitaria en el océano de una sociedad
ocupada incansablemente en los mismos asuntos de siempre. A su alrededor se
extendía desordenadamente el país por el cual estaba sufriendo y a punto de dar
la vida. No sabía ni le importaba si aquella gran nación reconocería su
sacrificio. En su campo de batalla no existía la gloria. Era la trinchera del
espíritu.
Los pasos de Reiko resonaron en la escalera. Crujían los
empinados escalones de la antigua morada y estos sonidos inundaron al teniente
de gratos recuerdos. En cuantas ocasiones los había escuchado desde la cama. Al
reflexionar en que ya no volvería a percibirlos, se concentró en ellos tratando
de que cada rincón de aquel tiempo precioso se colmara con el ruido de las
suaves pisadas de la vieja escalera. Tales instantes parecieron transformarse
en joyas rutilantes de luz interior.
Reiko tenia un fajín sobre el yukata y su rojo estaba
atenuado por la media luz. El teniente quiso asirla y la mano de Reiko corrió
en su ayuda. El fajín cayó al suelo.
Ella estaba de pie frente a él, vistiendo su yukata.
El hombre hundió las manos en las aberturas laterales bajo
las mangas y la abrazó intensamente. El roce de sus dedos sobre la piel
desnuda, sentir que las axilas se cerraban suavemente sobre sus manos, encendió
aun más su pasión y, pocos instantes más tarde, ambos yacían desnudos frente al
brillante fuego de la estufa.
No pronunciaron palabra alguna, pero sus cuerpos y sus
corazones se inflamaron al saber que aquel sería el último encuentro. Era como
si las palabras "ÚLTIMA VEZ" hubieran sido estampadas con pinceladas
invisibles sobre cada centímetro de sus cuerpos.
El teniente atrajo a su mujer y la besó con vehemencia. Sus
lenguas exploraron las bocas, adentrándose en su interior suave y húmedo, y fue
como si las aún desconocidas agonías de la muerte templaran sus sentidos como
el acero al rojo vivo. Los lejanos dolores finales habían refinado su
percepción amorosa.
-Es la ultima vez que voy a verte -murmuró el teniente-.
Déjame mirar... -y tomando la lámpara en su mano, dirigió un haz de luz sobre
el cuerpo extendido de Reiko.
Ella había cerrado los ojos. La luz de la lámpara destacaba
la majestuosidad de su carne blanca. El teniente con un dejo de egocentrismo,
se alegró pensando en que jamás vería esa belleza derrumbándose frente a la
muerte.
El teniente contempló sin apuro aquel inolvidable
espectáculo. Acariciaba la sedosa cabellera, palmeaba suavemente el bello
rostro y besaba todos los puntos donde se detenía su mirada. La frente alta
tenía una serena frescura, los ojos cerrados se orlaban de largas pestañas bajo
las cejas finamente dibujadas y el brillo de los dientes se entreveía por los
labios llenos y regulares... Todo ello configuraba en la mente del teniente la
visión de una máscara mortuoria verdaderamente radiante y una y otra vez apretó
sus labios contra la blanca garganta donde la mano de Reiko no tardaría en
descargar su certero golpe. El cuello enrojeció bajo los besos y volviendo
suavemente a los labios de su amada, apoyó su boca sobre ellos con el
fluctuante movimiento de un pequeño bote. Cerrando los ojos, el mundo se
convertirá, así, en una mecedora.
La boca del teniente seguía fielmente el recorrido de sus
ojos. Los pechos altos y turgentes, terminados como capullos de cerezo
silvestre, se endurecían al contacto de sus labios. Los brazos emergían
malsanamente a ambos lados, afinándose hacia las muñecas, pero sin perder su
redondez ni simetría.
Los dedos delicados eran aquellos que habían sostenido el
abanico durante la ceremonia nupcial. A medida que el teniente los besaba, se
retraían como avergonzados. El hueco natural de esa curva entre el pecho y el
estómago tenía en sus líneas no sólo la sugestión de la tersura, sino la fuerza
de la elasticidad y anunciaba las ricas curvas que se extendían hasta las
caderas. La riqueza y la blancura del vientre y las caderas eran como la leche
contenida en un recipiente amplio. El hoyo sombreado del ombligo podía haber
sido la huella de una gota de agua recién caída allí. Donde las sombras se
hacían más intensas, el vello crecía apretado, dulce y sensible, y a medida que
la excitación aumentaba en aquel cuerpo que había dejado de mostrarse pasivo,
un aroma de flores ardientes se hacia cada vez más penetrante.
Reiko habló, por fin, con voz trémula:
-Muéstrame... Déjame mirar por última vez...
Shinji no había escuchado nunca de labios de su mujer un
ruego tan firme y definido. Era como si su modestia ya no podía ocultar algo
que, ahora, se libraba de las trabas que la oprimían. El teniente se recostó
sumisamente para someterse a los requerimientos de su mujer. Ella alzó
ágilmente su cuerpo blanco y tembloroso y ardiendo en un inocente deseo de
devolverle todo cuanto había hecho por ella, puso los dedos sobre los ojos de
Shinji y los cerró suavemente.
Repentinamente inundada de ternura, con las mejillas
encendidas por el vértigo de la emoción, Reiko abrazó la cabeza rapada del
teniente y el pelo afeitado lastimó su pecho. Aflojando el abrazo, contempló
luego el rostro varonil de su marido. Las cejas severas, los ojos cerrados, el
espléndido puente de la nariz, los labios bien dibujados y firmes. Reiko
comenzó a besarlos, se detuvo en la ancha base del cuello, en los hombros
fuertes y erguidos, en el pecho poderoso con sus círculos gemelos semejantes a
escudos de ásperos pezones. Un olor dulce y melancólico se desprendía de las
axilas profundamente sombreadas por la carne abundante del pecho y de los
hombros. En cierto modo, la esencia de la muerte joven estaba contenida en
aquella dulzura. La piel desnuda del teniente relucía como un campo de cebada y
podía observar los músculos en relieve convergiendo sobre el abdomen alrededor
del ombligo pequeño y modesto.
Al mirar el estómago firme y joven, púdicamente cubierto por
un vello vigoroso, Reiko pensó que pronto iba a ser cruelmente lacerado por la
espada y, reclinando la cabeza, rompió en sollozos y lo cubrió con sus besos.
Al sentir las lágrimas de su mujer, el teniente se sintió
capaz de afrontar valerosamente las más crueles agonías del suicidio. Resulta
fácil imaginar a qué éxtasis llegaron después de aquellos tiernos intercambios.
El teniente se incorporó y rodeó con un potente abrazo a su mujer, cuyo cuerpo
estaba exhausto luego de tantas lágrimas y aflicciones. Juntaron sus caras
apasionadamente, restregando las mejillas. El cuerpo de Reiko temblaba. Sus
pechos húmedos estaban fuertemente apretados y cada milímetro de aquellos
cuerpos jóvenes y hermosos se habían compenetrado tanto con el otro que parecía
imposible que se separaran jamás.
Reiko gritó.
Desde las altura se sumergieron en el abismo, y, de allí,
una vez más hasta embriagantes alturas. El teniente jadeaba como el portador de
un estandarte...
Al terminarse su ciclo, surgía inmediatamente una nueva ola
de placer y, juntos, sin muestras de fatiga, se elevaron nuevamente hasta la
cima misma de un nuevo movimiento jadeante.
IV
Cuando Shinji se volvió finalmente no fue por cansancio. No
quería agotar la considerable fuerza física que necesitaría para llevar a cabo
el suicidio. Ademas, hubiera lamentado enturbiar la dulzura de aquellos últimos
momentos abusando de esos goces.
Reiko, con su habitual complacencia, siguió el ejemplo de su
marido. Los dos yacían desnudos, con los dedos entrelazados, mirando fijamente
el oscuro cielo raso. La habitación estaba caldeada por la estufa y en la noche
silenciosa no se escuchaba el trafico callejero. Ni siquiera llegaba hasta
ellos el fragor de los trenes y autobuses de la estación Yotsuya, que se perdía
en el parque densamente arbolado frente a la ancha carretera que bordea el
Palacio Akasaka. Resultaba difícil pensar en la tensión existente en el barrio
donde las dos facciones del Ejercito Imperial se preparaban para la lucha.
Deleitándose en su propio calor, los jóvenes rememoraron en
silencio los éxtasis recientes. Revivieron cada momento de la pasada
experiencia, recordaron el gusto de los besos nunca agotados, el contacto de la
piel desnuda, tanta embriagante felicidad .Pero ya entonces, el rostro de la
muerte acechaba desde las vigas del techo. Aquellos habían sido los últimos
placeres de los que sus cuerpos no disfrutarían nunca más. Ambos pensaron que,
aun cuando vivieran hasta una edad avanzada, no volverían a disfrutar de un
goce tan intenso.
También se desprenderían sus dedos entrelazados. Hasta los
dibujos de las oscuras vetas de la madera, desaparecerían pronto. Era posible
detectar el avance de la muerte. En aquel momento ya no cabían dudas. Era
menester tener el coraje necesario, salirle al encuentro y atraparla.
-Podemos prepararnos -dijo el teniente.
La determinación que encerraban sus palabras era
inconfundible, pero tampoco había habido nunca tan cálidas y tiernas
inflexiones en su voz.
Varias tareas los aguardaban. El teniente, que no había
ayudado nunca a guardar las camas, empujó la puerta corrediza del armario, alzó
el colchón y lo depositó dentro de él.
Reiko apagó la estufa y la luz. En ausencia del teniente lo
había aseado todo cuidadosamente, y ahora aquella habitación de ocho tatami
presentaba la apariencia de una sala lista para recibir a importantes
invitados.
-Aquí bebieron Kano y Homma y Noguchi...
-Sí, eran todos grandes bebedores.
-Nos reuniremos pronto con ellos en el otro mundo. Se
burlarán de nosotros cuando adviertan que te llevo conmigo.
Al bajar la escalera, el teniente se volvió para contemplar
la limpia y tranquila habitación iluminada por la lámpara. En su mente flotaba
el recuerdo de los jóvenes oficiales que allí habían bebido y bromeado
inocentemente. Nunca había imaginado, entonces, que en aquella habitación se
abriría el estómago.
El matrimonio se ocupó despacio y serenamente de sus
respectivos preparativos en las dos habitaciones de la planta baja. El teniente
fue primero al retrete, y luego, al baño a lavarse. Mientras tanto, Reiko
doblaba y guardaba la bata acolchada de su marido; ordenaba la túnica del
uniforme, los pantalones y un taparrabos blanco recién cortado; disponía unas
hojas de papel sobre la mesa del comedor para las notas de despedida. Luego,
tomó la caja que contenía los instrumentos para escribir, y comenzó a raspar la
tableta para hacer tinta. Ya había decidido el contenido de su última misiva.
Los dedos de Reiko apretaron fuertemente las frías letras
doradas de la tableta y el agua del tintero se tiñó inmediatamente como si una
oscura nube hubiera pasado sobre él. Todo aquello no era sino una solemne
preparación para la muerte. La rutina doméstica o una forma de pasar el tiempo
hasta que llegara el momento del enfrentamiento definitivo. Una inexplicable
oscuridad brotaba del olor de la tinta al espesarse.
El teniente salió del baño. Vestía el uniforme sobre la
piel. Sin pronunciar una palabra, tomó asiento frente a la mesa y, empuñando el
pincel, permaneció indeciso frente al papel que tenía delante.
Reiko tomó un kimono de seda blanca y, a su vez, entró en el
baño. Cuando reapareció en la habitación, ligeramente maquillada, la misiva ya
estaba terminada. El teniente la había colocado bajo la lámpara .Las gruesas
pinceladas solo decían:
"¡Vivan las fuerzas imperiales! - Teniente del
ejército, Takeyama Shinji."
El teniente observó en silencio los controlados movimientos
con que los dedos de su mujer manejaban el pincel.
Con sus respectivas esquelas en la mano -la espada del
teniente ajustada sobre su costado y la pequeña daga de Reiko dentro de la faja
de su kimono blanco-, ambos permanecieron frente al santuario, rezando en
silencio. Luego, apagaron todas las luces de la planta baja. Mientras subían,
el teniente volvió la cabeza y observó la llamativa silueta de su mujer que,
toda vestida de blanco y los ojos bajos, iba tras él.
Acomodaron las notas de despedida una junto a la otra en la
alcoba de la planta baja.
Por un momento pensaron en descolgar el pergamino, pero como
había sido escrito por su mediador el teniente general Ozzeki y consistía en
dos caracteres chinos que significaban "Sinceridad", lo dejaron donde
estaba. Pensaron que, aunque se manchara con sangre, el teniente general no se
ofendería.
Shinji tomó asiento de espaldas a la habitación y, muy
erguido, colocó su espada frente a él. Reiko se sentó frente a él, a un tatami
de distancia. El toque de pintura en sus labios parecía aun más seductor sobre
el severo fondo blanco.
Se miraron intensamente a los ojos a través de la distancia
de un tatami que los separaba. La espada del teniente casi tocaba sus rodillas.
Al verla, Reiko recordó la primera noche de casada, y se sintió abrumada de
tristeza.
Finalmente, el teniente habló con voz ronca:
-Como no voy a tener quién me ayude, me haré un corte
profundo. Puede que sea desagradable. Por favor, no te asustes. La muerte es
algo horrible de presenciar, en cualquier circunstancia. No debes dejarte
atemorizar, ¿comprendes?
Reiko asintió con una profunda inclinación de cabeza.
Al mirar la figura esbelta de su mujer, el teniente
experimentó una extraña excitación. Estaba por llevar a cabo un acto que
requería toda su capacidad de soldado, algo que exigía una resolución similar
al coraje que se necesita para entrar en combate. Sería una muerte no menos
importante ni de menor calidad que si hubiera muerto en el frente de batalla.
Por unos instantes el pensamiento llevó al teniente a
elaborar una rara fantasía. Una muerte solitaria en el campo de lucha, una
muerte frente a los ojos de su hermosa esposa... Una dulzura sin límites lo
invadió al experimentar la sensación de que iba a morir en aquellas dos
dimensiones, conjugando la imposible unión de ambas.
"Este debe ser el pináculo de la buena fortuna",
pensó. El hecho de que aquellos hermosos ojos observaran cada minuto de su
muerte, equivaldría a ser llevado al más allá en alas de una brisa fragante y
sutil.
Presentía en aquella circunstancia una suerte de merced
especial, vedada a los demás, a él solo dispensada. El teniente creyó ver en su
radiante esposa, ataviada como una novia, el compendio de todo lo amado por lo
cual iba, ahora, a entregar la vida. La Casa Imperial, la Nación, la bandera
del Ejército. Todas ellas eran presencias que, como su esposa, lo observaban
atentamente con ojos transparentes y firmes. Reiko también contemplaba a su
marido que tan pronto habría de morir, pensando que jamás había visto algo tan
maravilloso en el mundo.
El uniforme siempre le sentaba bien, pero ahora, mientras se
enfrentaba a la muerte con cejas severas y labios firmemente apretados,
irradiaba lo que podría llamarse una esplendorosa belleza varonil.
-Es hora de partir -dijo, por fin.
Reiko dobló su cuerpo hasta el suelo en una profunda
reverencia. No podía alzar el rostro. No quería arruinar su maquillaje con las
lágrimas que le resultaban imposibles de contener.
Cuando finalmente alzó la mirada, vio borrosamente, a través
de las lágrimas, que su marido había enroscado una venda blanca alrededor de su
espada ahora desenvainada; sólo dejaba en la punta doce o quince centímetros de
acero al desnudo.
Apoyando la espada en el tatami que tenía frente a él, el
teniente se alzó sobre las rodillas, se sentó nuevamente con las piernas
cruzadas y desabrochó el cuello del uniforme. Sus ojos no verían ya a su mujer.
Lentamente, se desprendió uno por uno los botones chatos de metal. Observó
primero su pecho oscuro y, luego, su estómago. Desató el cinturón y se
desabrochó los pantalones. Tomó el taparrabos con ambas manos y lo tiró hacia
abajo para dejar más libre al estómago. Luego empuñó la espada con la venda
blanca en su filo, mientras que, con la mano izquierda, masajeaba su abdomen.
Conservaba la mirada baja.
Para verificar el filo, el teniente abrió la parte izquierda
del pantalón, dejando parte del muslo a la vista, y deslizó el filo sobre la
piel. La sangre brotó inmediatamente de la herida y varias gotas brillaron a la
luz.
Era la primera vez que Reiko veía la sangre de su marido y
experimentó violentas palpitaciones en el pecho. Observó el rostro del teniente
y vio que estudiaba con calma su propia sangre. Pese a que aquel era un
consuelo superficial, Reiko sintió cierto alivio.
Los ojos del hombre se fijaron en ella con una mirada
penetrante como la de un halcón. Colocando la espada frente a él, se alzó
ligeramente sobre sus músculos e inclinó la parte superior del cuerpo sobre la
punta de la espada. La excesiva tensión que presentaba la tela del uniforme,
indicaba a las claras que estaba reuniendo todas sus fuerzas. Se proponía
asestar un profundo golpe en la parte izquierda del estómago y su grito agudo
traspasó el silencio de la habitación.
Pese al esfuerzo, el teniente tuvo la sensación de que era
otro quien había golpeado su estómago como con una gruesa barra de hierro.
Durante algunos segundos su cabeza giró vertiginosamente y no recordó cuánto
había sucedido. Los doce o quince centímetros de punta desnuda habían desaparecido
completamente en su carne, y el vendaje blanco, fuertemente sujeto por su puño
cerrado, le presionaba directamente el estómago.
Recuperó la conciencia. Pensó que el filo debía haber
atravesado las paredes del abdomen. Su respiración era dificultosa, el pecho le
palpitaba violentamente y en alguna zona remota, aparentemente desligada de su
persona, un dolor terrible e insoportable se alzaba en forma avasalladora como
si la tierra se abriera para vomitar un cauce de rocas hirvientes. El dolor se acercó,
de pronto, a una velocidad vertiginosa. El teniente se mordió el labio inferior
y sofocó un lamento instintivo.
"¿Es esto el seppuku?", pensó.
Experimentaba una sensación de caos total, como si el cielo
se hubiera desplomado sobre él y todo el universo girara como bajo el efecto de
una enorme borrachera. Su fuerza de voluntad y coraje, que tan fuertes se
manifestaran antes de la incisión, se habían reducido, ahora, a una fibra de
acero del grosor de un cabello. Lo asaltó la incómoda sensación de que tendría
que avanzar asido a esa fibra con toda su desesperación.
Algo humedecía su puño y, bajando la mirada, vio que, tanto
su mano como el paño que envolvía la hoja, estaban empapados en sangre. También
su taparrabos estaba teñido de un rojo intenso. Le pareció increíble que en
medio de aquella agonía, las cosas visibles pudieran ser todavía vistas y las
cosas existentes, existir.
Reiko luchó por no correr al lado de su esposo al observar
la mortal palidez que invadía sus rasgos después de clavarse la espada.
Sucediera lo que sucediera, su misión era la de observar. Ser testigo. Tal era
la obligación contraída con el hombre amado. Frente a ella, a un tatami de
distancia, podía ver cómo su marido se mordía los labios para ahogar el dolor.
Reiko no contaba con ningún medio para rescatarlo a él.
La transpiración brillaba en su frente. Shinji cerró los
ojos para abrirlos luego, nuevamente, como quien hace un experimento. Su mirada
había perdido todo brillo y los suyos parecían los ojos inocentes y vacíos de
un animalito.
La agonía que se desarrollaba frente a Reiko la quemaba como
un implacable sol de verano, pero era algo totalmente alejado de la pena que
parecía estar partiéndola en dos.
El dolor crecía con regularidad. Reiko sentía que su marido
se había convertido en un ser de un mundo aparte, en un hombre íntegramente
disuelto en el dolor, en un prisionero en una jaula de sufrimiento, y mientras
pensaba, comenzó a sentir como si alguien hubiera levantado una cruel muralla
de cristal entre ellos.
Desde su matrimonio, la existencia de su marido se había
convertido en la suya propia, y cada respiración de Shinji parecía pertenecer a
Reiko. En cambio, ahora, mientras que la existencia de su marido en el dolor
era una realidad viviente, Reiko no podía encontrar en su pena ninguna prueba
concluyente de su propia existencia.
Usando solamente la mano derecha, el teniente comenzó a
cortarse el vientre de un lado a otro. Pero a medida que la hoja se enredaba en
las entrañas, era rechazada hacia fuera por la blanda resistencia que
encontraba allí. El teniente comprendió que sería menester usar ambas manos
para mantener la punta profundamente hundida en su cuerpo. Tiró hacia un
costado, pero el corte no se produjo con la facilidad que había esperado.
Concentró toda la energía de su cuerpo en la mano derecha y tiró nuevamente. El
corte se agrandó ocho o diez centímetros.
El dolor se extendió como una campana que sonara en forma
salvaje. O como mil campanas tocando al unísono con cada respiración y con cada
latido, estremeciendo todo su ser. El teniente no podía contener los gemidos.
Pero la hoja ya se había abierto camino hasta debajo del ombligo. Al
advertirlo, Shinji sintió un renovado coraje.
El volumen de la sangre no había dejado de aumentar y ahora
manaba por la herida como originado por el latir del pulso. La estera estaba empapada
de sangre que seguía renovándose con aquella que chorreaba de los pliegues del
pantalón kaki del teniente. Una salpicadura, semejante a un pájaro, voló hacia
Reiko y manchó la falda de su kimono de seda blanca. Cuando el teniente pudo,
por fin, desplazar la espada hacia el costado derecho, ésta ya cortaba
superficialmente y era posible contemplar su punta desnuda resbalándose de
sangre y grasa. Atacado súbitamente por terribles vómitos, el teniente gritó
roncamente. Los vómitos volvieron aun más horrendo el dolor, y el estómago, que
hasta aquel momento se había mantenido firme y compacto, explotó de repente,
dejando que las entrañas reventaran por la herida abierta. Ignorantes del
sufrimiento de su dueño, las entrañas de Shinji causaban una impresión de salud
y desagradable vitalidad que las hacía escurrirse blandamente y desparramándose
sobre la estera. La cabeza del hombre se abatió, sus hombros se estremecieron y
un fino hilo de saliva goteó de su boca. Las insignias doradas brillaban a la
luz.
Todo estaba lleno de sangre. El teniente estaba empapado de
ella hasta las rodillas, y ahora se sentaba en una posición encogida y
desamparada con una mano en el piso. Un olor acre inundaba la habitación. La
cabeza del hombre colgaba en el vacío y su cuerpo se sacudía en interminables
arcadas. La hoja de la espada, expulsada de sus entrañas, estaba totalmente
expuesta y aun sostenida por la mano derecha del teniente.
Sería difícil imaginar una visión más heroica que la del
teniente reuniendo sus fuerzas y echando la cabeza hacia atrás. La violencia
del movimiento hizo que la cabeza del teniente chocara contra uno de los
pilares de la alcoba.
Hasta aquel momento, Reiko había permanecido sentada con la
mirada baja, como encandilada por el flujo de la sangre que avanzaba hacia sus
rodillas, pero el golpe la sorprendió y tuvo que alzar la vista.
El rostro del teniente no era el del hombre con vida. Los
ojos estaban vacíos, la piel lívida, las mejillas y los labios tenían el color
de la tierra seca. Sólo la mano derecha se movía aun sosteniendo laboriosamente
la espada. Se agitó convulsamente en el aire, como la mano de un títere, y
luchó por dirigir la punta de la espada hasta la base del cuello.
Reiko contempló cómo su marido intentaba este último,
conmovedor y fútil esfuerzo. Brillando de sangre y grasa, la punta se
descargaba una y otra vez sobre la garganta. Siempre fallaba. No le quedaban
fuerzas para guiarla y sólo chocaba contra las insignias del cuello del
uniforme que se había cerrado nuevamente y protegía la garganta.
Reiko no soportó aquella visión por más tiempo. Intentó ir
en ayuda de Shinji, pero le resultaba imposible ponerse en pie. Se arrastró de
rodillas y su falda se tiñó de un rojo intenso. Se colocó detrás de su marido y
lo ayudó abriendo solamente el cuello del uniforme. La hoja vacilante tomó
finalmente contacto con la piel desnuda de la garganta. Reiko tuvo la sensación
de haber empujado a su marido hacia adelante.
No fue así. El teniente había dado una última demostración
de fortaleza. Echó su cuerpo violentamente contra la hoja y el filo perforó su
cuello, apareciendo luego por la nuca. El teniente permaneció inmóvil mientras
un tremendo chorro de sangre lo inundaba todo.
V
Reiko descendió lentamente la escalera. Sus medias estaban
resbalosas de sangre. En la habitación superior reinaba ahora la más absoluta
calma.
Encendió las luces de la planta baja, verificó los
quemadores y la llave principal del gas. Echó agua sobre el carbón humeante y
semiapagado del brasero. Se detuvo frente al espejo de la habitación de cuatro
tatami, y medio alzó su falda. Las manchas de sangre parecían un alegre dibujo
estampado en la parte inferior de su kimono blanco. Al instalarse frente al
espejo, sintió la fría humedad de la sangre de su marido en los muslos y tuvo
un estremecimiento. Se entretuvo largamente en el baño. Aplicó una generosa
capa de rouge sobre sus mejillas y también abundante pintura en los labios.
Este maquillaje ya no estaba destinado a agradar a su marido. Se maquillaba
para el mundo que estaba a punto de abandonar. Había algo espectacular y
magnífico en los toques de su pincel. Al levantarse, advirtió que la sangre
había mojado la estera dispuesta frente al espejo. Reiko no lo tuvo ya en
cuenta.
La joven se detuvo al pisar el corredor de cemento que llevaba
a la galería. Su marido había cerrado el pestillo de la puerta la noche
anterior en un acto de preparación a la muerte, y durante un instante se sumió
en la consideración de un simple problema, ¿dejaría el cerrojo echado? De
hacerlo así, podrían transcurrir varios días antes de que los vecinos
advirtieran el suicidio. A Reiko no le agradó la idea de dos cadáveres
descomponiéndose antes de ser descubiertos. Después de todo, sería mejor dejar
la puerta abierta...
Abrió el cerrojo y dejó la puerta de vidrios escarchados
ligeramente entreabierta. El viento helado se coló de inmediato en la
habitación. Nadie pasaba por la calle, era medianoche y las estrellas
resplandecían tan frías como el hielo.
Reiko dejó la puerta entornada y subió las escaleras. Durante
varios minutos caminó de un lado a otro. La sangre ya se había secado en sus
medias .De pronto, un olor peculiar llegó hasta ella.
El teniente yacía, boca abajo, en un mar de sangre. La punta
de la espada, que sobresalía de su nuca, parecía haberse hecho más prominente
aun. Reiko anduvo negligentemente entre la sangre y se sentó al lado del
cadáver de su marido. Lo observó atentamente. Tenía la mejilla apoyada en la
alfombra, los ojos estaban muy abiertos, como si algo hubiera despertado su
atención. Ella alzó la cabeza, la apoyó sobre su manga y, limpiándose la sangre
de los labios, lo besó por ultima vez.
Luego tomó del armario una bata blanca y un cordón. Para
evitar que su falda se desordenara, envolvió la manta alrededor de su cintura y
la sujetó firmemente con el cordón.
Reiko se sentó muy cerca de Shinji. Extrajo la daga de su
faja, examinó el brillo opaco de la hoja y la acercó a su lengua. El gusto del
acero bruñido era ligeramente dulce.
Reiko no perdió tiempo. Pensó que el dolor que la había
separado de su marido moribundo iba a formar ahora parte de su propia
experiencia. Sólo vislumbró ante sí el gozo de penetrar en un reino que el
amado Shinji ya había hecho suyo.
Había percibido algo inexplicable en la fisonomía agonizante
de su marido. Algo nuevo. Le sería dado, pues, resolver el enigma.
Reiko sintió que, por fin, también podría participar de la
verdadera y amarga dulzura del gran principio moral en que había creído el
teniente.
Empujó entonces la punta de la daga contra la base de su
garganta. La empujó fuertemente. La herida resultó poco profunda. Le ardía la
cabeza y sus manos temblaban de forma incontrolable. Forzó la hoja hacia un
costado y una sustancia caliente le anudó la boca. Todo se tiñó de rojo frente
a sus ojos como el fluir de un río de sangre. Reunió todas sus fuerzas y hundió
aun más profundamente la daga en su garganta.
FIN
Yukio Mishima
Agradecemos a Daniel Ballesteros Álvarez su aportación de
este cuento a la Biblioteca Digital Ciudad Seva.
29 Sep 2005
Biblioteca Digital Ciudad Seva