No recuerdo con certeza cuándo fue la primera vez que me di
cuenta de su existencia. Pero si no me equivoco, fue cierta tarde de invierno
en un tranvía que atravesaba un barrio popular.
Cuando me aburro de mi pieza y de mis conversaciones
habituales, suelo tomar algún tranvía cuyo recorrido desconozca y pasar así por
la ciudad. Esa tarde llevaba un libro por si se me antojara leer, pero no lo
abrí. Estaba lloviendo esporádicamente y el tranvía avanzaba casi vacío. Me
senté junto a una ventana, limpiando un boquete en el vaho del vidrio para
mirar las calles.
No recuerdo el momento exacto en que ella se sentó a mi
lado. Pero cuando el tranvía hizo alto en una esquina, me invadió aquella
sensación tan corriente y, sin embargo, misteriosa, que cuanto veía, el momento
justo y sin importancia como era, lo había vivido antes, o tal vez soñado. La
escena me pareció la reproducción exacta de otra que me fuese conocida: delante
de mí, un cuello rollizo vertía sus pliegues sobre una camisa deshilachada;
tres o cuatro personas dispersas ocupaban los asientos del tranvía; en la
esquina había una botica de barrio con su letrero luminoso, y un carabinero
bostezó junto al buzón rojo, en la oscuridad que cayó en pocos minutos. Además,
vi una rodilla cubierta por un impermeable verde junto a mi rodilla.
Conocía la sensación, y más que turbarme me agradaba. Así,
no me molesté en indagar dentro de mi mente dónde y cómo sucediera todo esto
antes. Despaché la sensación con una irónica sonrisa interior, limitándome a
volver la mirada para ver lo que seguía de esa rodilla cubierta con un
impermeable verde.
Era una señora. Una señora que llevaba un paraguas mojado en
la mano y un sombrero funcional en la cabeza. Una de esas señoras cincuentonas,
de las que hay por miles en esta ciudad: ni hermosa ni fea, ni pobre ni rica.
Sus facciones regulares mostraban los restos de una belleza banal. Sus cejas se
juntaban más de lo corriente sobre el arco de la nariz, lo que era el rasgo más
distintivo de su rostro.
Hago esta descripción a la luz de hechos posteriores, porque
fue poco lo que de la señora observé entonces. Sonó el timbre, el tranvía
partió haciendo desvanecerse la escena conocida, y volví a mirar la calle por
el boquete que limpiara en el vidrio. Los faroles se encendieron. Un chiquillo
salió de un despacho con dos zanahorias y un pan en la mano. La hilera de casas
bajas se prolongaba a lo largo de la acera: ventana, puerta, ventana, puerta,
dos ventanas, mientras los zapateros, gasfíteres y verduleros cerraban sus
comercios exiguos.
Iba tan distraído que no noté el momento en que mi compañera
de asiento se bajó del tranvía. ¿Cómo había de notarlo si después del instante
en que la miré ya no volví a pensar en ella?
No volví a pensar en ella hasta la noche siguiente.
Mi casa está situada en un barrio muy distinto a aquel por
donde me llevara el tranvía la tarde anterior. Hay árboles en las aceras y las
casas se ocultaban a medias detrás de rejas y matorrales. Era bastante tarde, y
yo ya estaba cansado, ya que pasara gran parte de la noche charlando con amigos
ante cervezas y tazas de café. Caminaba a mi casa con el cuello del abrigo muy
subido. Antes de atravesar una calle divisé una figura que se me antojó
familiar, alejándose bajo la oscuridad de las ramas. Me detuve observándola un
instante. Sí, era la mujer que iba junto a mí en el tranvía de la tarde
anterior. Cuando pasó bajo un farol reconocí inmediatamente su impermeable
verde. Hay miles de impermeables verdes en esta ciudad, sin embargo no dudé de
que se trataba del suyo, recordándola a pesar de haberla visto sólo unos
segundos en que nada de ella me impresionó. Crucé a la otra acera. Esa noche me
dormí sin pensar en la figura que se alejaba bajo los árboles por la calle
solitaria.
Una mañana de sol, dos días después, vi a la señora en una
calle céntrica. El movimiento de las doce estaba en su apogeo. Las mujeres se
detenían en las vidrieras para discutir la posible adquisición de un vestido o
de una tela. Los hombres salían de sus oficinas con documentos bajo el brazo.
La reconocí de nuevo al verla pasar mezclada con todo esto, aunque no iba
vestida como en las veces anteriores. Me cruzó una ligera extrañeza de por qué
su identidad no se había borrado de mi mente, confundiéndola con el resto de
los habitantes de la ciudad.
En adelante comencé a ver a la señora bastante seguido. La
encontraba en todas partes y a toda hora. Pero a veces pasaba una semana o más
sin que la viera. Me asaltó la idea melodramática de que quizás se ocupara en
seguirme. Pero la deseché al constatar que ella, al contrario que yo, no me
identificaba en medio de la multitud. A mí, en cambio, me gustaba percibir su
identidad entre tanto rostro desconocido. Me sentaba en un parque y ella lo
cruzaba llevando un bolsón con verduras. Me detenía a comprar cigarrillos, y
estaba ella pagando los suyos. Iba al cine, y allí estaba la señora, dos
butacas más allá. No me miraba, pero yo me entretenía observándola. Tenía la
boca más bien gruesa. Usaba un anillo grande, bastante vulgar.
Poco a poco la comencé a buscar. El día no me parecía
completo sin verla. Leyendo un libro, por ejemplo, me sorprendía haciendo
conjeturas acerca de la señora en vez de concentrarme en lo escrito. La
colocaba en situaciones imaginarias, en medio de objetos que yo desconocía.
Principié a reunir datos acerca de su persona, todos carentes de importancia y
significación. Le gustaba el color verde. Fumaba sólo cierta clase de
cigarrillos. Ella hacía las compras para las comidas de su casa.
A veces sentía tal necesidad de verla, que abandonaba cuanto
me tenía atareado para salir en su busca. Y en algunas ocasiones la encontraba.
Otras no, y volvía malhumorado a encerrarme en mi cuarto, no pudiendo pensar en
otra cosa durante el resto de la noche.
Una tarde salí a caminar. Antes de volver a casa, cuando
oscureció, me senté en el banco de una plaza. Sólo en esta ciudad existen
plazas así. Pequeña y nueva, parecía un accidente en ese barrio utilitario, ni
próspero ni miserable. Los árboles eran raquíticos, como si se hubieran negado
a crecer, ofendidos al ser plantados en terreno tan pobre, en un sector tan
opaco y anodino. En una esquina, una fuente de soda oscura aclaraba las figuras
de tres muchachos que charlaban en medio del charco de luz. Dentro de una
pileta seca, que al parecer nunca se terminó de construir, había ladrillos
trizados, cáscaras de fruta, papeles. Las parejas apenas conversaban en los
bancos, como si la fealdad de la plaza no propiciara mayor intimidad.
Por uno de los senderos vi avanzar a la señora, del brazo de
otra mujer. Hablaban con animación, caminando lentamente. Al pasar frente a mí,
oí que la señora decía con tono acongojado:
-¡Imposible!
La otra mujer pasó el brazo en torno a los hombros de la
señora para consolarla. Circundando la pileta inconclusa se alejaron por otro
sendero.
Inquieto, me puse de pie y eché a andar con la esperanza de
encontrarlas, para preguntar a la señora qué había sucedido. Pero
desaparecieron por las calles en que unas cuantas personas transitaban en pos
de los últimos menesteres del día.
No tuve paz la semana que siguió de este encuentro. Paseaba
por la ciudad con la esperanza de que la señora se cruzara en mi camino, pero
no la vi. Parecía haberse extinguido, y abandoné todos mis quehaceres, porque
ya no poseía la menor facultad de concentración. Necesitaba verla pasar, nada
más, para saber si el dolor de aquella tarde en la plaza continuaba. Frecuenté
los sitios en que soliera divisarla, pensando detener a algunas personas que se
me antojaban sus parientes o amigos para preguntarles por la señora. Pero no
hubiera sabido por quién preguntar y los dejaba seguir. No la vi en toda esa
semana.
Las semanas siguientes fueron peores. Llegué a pretextar una
enfermedad para quedarme en cama y así olvidar esa presencia que llenaba mis
ideas. Quizás al cabo de varios días sin salir la encontrara de pronto el
primer día y cuando menos lo esperara. Pero no logré resistirme, y salí después
de dos días en que la señora habitó mi cuarto en todo momento. Al levantarme,
me sentí débil, físicamente mal. Aun así tomé tranvías, fui al cine, recorrí el
mercado y asistí a una función de un circo de extramuros. La señora no apareció
por parte alguna.
Pero después de algún tiempo la volví a ver. Me había
inclinado para atar un cordón de mis zapatos y la vi pasar por la soleada acera
de enfrente, llevando una gran sonrisa en la boca y un ramo de aromo en la
mano, los primeros de la estación que comenzaba. Quise seguirla, pero se perdió
en la confusión de las calles.
Su imagen se desvaneció de mi mente después de perderle el
rastro en aquella ocasión. Volví a mis amigos, conocí gente y paseé solo o
acompañado por las calles. No es que la olvidara. Su presencia, más bien,
parecía haberse fundido con el resto de las personas que habitan la ciudad.
Una mañana, tiempo después, desperté con la certeza de que
la señora se estaba muriendo. Era domingo, y después del almuerzo salí a
caminar bajo los árboles de mi barrio. En un balcón una anciana tomaba el sol
con sus rodillas cubiertas por un chal peludo. Una muchacha, en un prado,
pintaba de rojo los muebles del jardín, alistándolos para el verano. Había poca
gente, y los objetos y los ruidos se dibujaban con precisión en el aire nítido.
Pero en alguna parte de la misma ciudad por la que yo caminaba, la señora iba a
morir.
Regresé a casa y me instalé en mi cuarto a esperar.
Desde mi ventana vi cimbrarse en la brisa los alambres del
alumbrado. La tarde fue madurando lentamente más allá de los techos, y más allá
del cerro, la luz fue gastándose más y más. Los alambres seguían vibrando,
respirando. En el jardín alguien regaba el pasto con una manguera. Los pájaros
se aprontaban para la noche, colmando de ruido y movimiento las copas de todos
los árboles que veía desde mi ventana. Rió un niño en el jardín vecino. Un
perro ladró.
Instantáneamente después, cesaron todos los ruidos al mismo
tiempo y se abrió un pozo de silencio en la tarde apacible. Los alambres no
vibraban ya. En un barrio desconocido, la señora había muerto. Cierta casa
entornaría su puerta esa noche, y arderían cirios en una habitación llena de
voces quedas y de consuelos. La tarde se deslizó hacia un final imperceptible,
apagándose todos mis pensamientos acerca de la señora. Después me debo de haber
dormido, porque no recuerdo más de esa tarde.
Al día siguiente vi en el diario que los deudos de doña
Ester de Arancibia anunciaban su muerte, dando la hora de los funerales.
¿Podría ser?... Sí. Sin duda era ella.
Asistí al cementerio, siguiendo el cortejo lentamente por
las avenidas largas, entre personas silenciosas que conocían los rasgos y la
voz de la mujer por quien sentían dolor. Después caminé un rato bajo los
árboles oscuros, porque esa tarde asoleada me trajo una tranquilidad especial.
Ahora pienso en la señora sólo muy de tarde en tarde.
A veces me asalta la idea, en una esquina por ejemplo, que
la escena presente no es más que reproducción de otra, vivida anteriormente. En
esas ocasiones se me ocurre que voy a ver pasar a la señora, cejijunta y de
impermeable verde. Pero me da un poco de risa, porque yo mismo vi depositar su
ataúd en el nicho, en una pared con centenares de nichos todos iguales.
José Donoso (1924-1997).Chile
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