Mijaíl Bulgákov
¿Dónde se ha metido todo el mundo el día de mi cumpleaños?
¿Dónde están los faroles eléctricos de Moscú? ¿La gente? ¿El cielo? ¡Detrás de
las ventanas no hay nada! Tinieblas...
Estamos aislados de la gente. Los primeros faroles de
petróleo se encuentran a nueve verstas de nosotros, en la estación del
ferrocarril. Seguramente allí parpadea un farolillo que poco a poco se extingue
a causa de la tormenta. A medianoche pasará aullando el tren rápido que va a
Moscú y ni siquiera se detendrá: no le hace falta una estación olvidada,
sepultada bajo la nieve. Apenas la registrará...
Los primeros faroles eléctricos están a cuarenta verstas, en
la capital del distrito. Allí la vida es dulce. Hay un cine, almacenes. Al
mismo tiempo, mientras la tormenta aquí aúlla y deja caer la nieve sobre los
campos, en la pantalla flota una caña, se mecen las palmeras, parpadea una isla
tropical...
Nosotros estamos solos.
-Tinieblas egipcias -observó el enfermero Demián Lukich
levantando la cortina.
El enfermero se expresa con solemnidad, pero con mucha
exactitud. Justamente: egipcias.
-Tome una copa más -le invité. (¡Ah, no me juzguen!
Nosotros, el médico, el enfermero y las dos comadronas, ¡también somos seres
humanos! Durante meses no vemos a nadie, excepto a cientos de enfermos.
Trabajamos, estamos enterrados bajo la nieve. ¿Acaso no podemos bebernos dos
copas de alcohol mezclado con agua y acompañarlas con sardinas de la región el
día del cumpleaños del médico?)
-¡A su salud, doctor! -dijo conmovido Demián Lukich.
-¡Le deseamos que se acostumbre a estar entre nosotros!
-dijo Ana Nikoláievna, y mientras hacía chocar su copa con la mía, se arreglaba
su vestido de gala.
La segunda comadrona, Pelagueia Ivánovna, también chocó
conmigo su copa, bebió y de inmediato se puso en cuclillas y removió la estufa
con el atizador. Un cálido brillo se agitó en nuestros rostros. Nuestros pechos
se calentaban por el vodka.
-De verdad que no comprendo -dije excitadamente mientras
miraba la nube de chispas que levantaba el atizador- qué hizo esa mujer con la
belladona. ¡Es terrible!
La sonrisa apareció en los rostros del enfermero y de las
comadronas.
El asunto era el siguiente. Ese día, durante la consulta de
la mañana, entró en mi consultorio una sonrosada campesina de unos treinta
años. Hizo una reverencia ante el sillón ginecológico que estaba a mi espalda,
sacó de su seno un frasco de boca ancha y dijo en tono halagüeño:
-Gracias, ciudadano doctor, por las gotas. ¡Me han ayudado
tanto, tanto...! Deme otro frasquito.
Cogí de sus manos el frasco vacío, miré la etiqueta y la
vista se me nubló. En la etiqueta estaba escrito, con la amplia caligrafía de
Demián Lukich: "Tinct. Belladonn...", etcétera. "16 de diciembre
de 1917."
En otras palabras, yo le había recetado a la mujer una dosis
respetable de belladona y hoy, día de mi cumpleaños, 17 de diciembre, la mujer
volvía con el frasco vacío y la petición de que se le repitiera la dosis.
-Tú..., tú..., ¿te lo tomaste todo ayer? -pregunté con voz
asombrada.
-Todo, padrecito querido, todo -dijo la campesina con voz
cantarina-; que Dios te dé salud por estas gotas..., medio frasquito en cuanto
llegué, y medio frasquito cuando me acosté a dormir. Como mano de santo...
Me apoyé en el sillón ginecológico.
-¿Cuántas gotas te dije que tomaras? -exclamé con voz
ahogada-. Cinco gotas... ¿Qué has hecho, mujer? Qué has..., yo te...
-¡Le juro que las tomé! -dijo la campesina pensando, quizá,
que yo no la creía y suponía que se había curado sin mi belladona.
Sujeté sus mejillas sonrosadas con mis manos y examiné las
pupilas. Pero las pupilas estaban perfectamente. Bastante bonitas y
completamente normales. El pulso de la mujer también estaba bien. En
definitiva, no presentaba ningún síntoma de envenenamiento por belladona.
-¡No puede ser...! -dije, e inmediatamente grité-: ¡¡¡Demián
Lukich!!!
Demián Lukich, con su bata blanca, emergió del corredor de
la farmacia.
-¡Contemple, Demián Lukich, lo que esta buena mujer ha
hecho! No entiendo nada...
La mujer giraba asustada la cabeza, comprendiendo que era
culpable de algo.
Demián Lukich se apoderó del frasco, lo olió, lo hizo girar
en sus manos y dijo con severidad:
-Querida, mientes. ¡No has tomado la medicina!
-Le ju... -comenzó a decir la mujer.
-Mujer, no nos engañes -dijo Demián Lukich, torciendo con
severidad la boca-, comprendemos todo perfectamente bien. Confiesa, ¿a quién
has curado con esas gotas?
La campesina levantó sus pupilas normales hacia el techo
esmeradamente blanqueado y se santiguó.
-Que me...
-Basta, basta... -refunfuñó Demián Lukich, y se dirigió a
mí-: Ellas, doctor, hacen lo siguiente. Cualquier artista como ésta va a la
clínica, le recetan una medicina y luego, cuando llega a la aldea, convida a
todas las campesinas.
-Pero qué dice usted, ciudadano enfer...
-¡Basta! -interrumpió tajante el enfermero-. Llevo aquí más
de siete años. Lo sé. Naturalmente ha repartido las gotas por todas las casas
de la aldea -dijo, dirigiéndose nuevamente a mí.
-Deme más de esas gotitas -pidió de manera enternecedora la
campesina.
-No, mujer -le contesté, y me sequé el sudor de la frente-;
ya no tendrás que curarte con esas gotas. ¿Estás mejor del estómago?
-¡Me he curado como por milagro...!
-Bien, magnífico. Te recetaré otras gotitas, también muy
buenas.
Receté valeriana a la campesina, que, desilusionada, se marchó.
De este caso hablábamos en mi apartamento el día de mi
cumpleaños, cuando en el exterior colgaban, como una pesada cortina, las
tinieblas egipcias.
-Lo que pasa es que -dijo Demián Lukich, masticando
delicadamente el pescado en aceite-, lo que pasa es que nosotros ya estamos
habituados a este lugar. En cambio usted, doctor, después de la universidad,
después de la capital, tiene que acostumbrarse mucho, muchísimo. ¡Es un lugar
muy alejado!
-¡Ah, un lugar muy alejado! -replicó como un eco Ana
Nikoláievna.
La tormenta bramó en alguna parte de las chimeneas, se oyó
detrás de la pared. Un reflejo púrpura caía sobre la hoja metálica que estaba
junto a la estufa. ¡Bendito sea el fuego que abriga al personal médico en este
alejado lugar!
-¿Ha oído hablar de su antecesor, Leopold Leopóldovich?
-preguntó el enfermero, y después de ofrecer delicadamente un cigarrillo a Ana
Nikoláievna encendió el suyo.
-¡Era un doctor maravilloso! -exclamó con entusiasmo
Pelagueia Ivánovna, mirando con ojos brillantes el agradable fuego. Una peineta
de gala, con piedras falsas, se encendía y se apagaba en sus cabellos negros.
-Sí, una personalidad extraordinaria -confirmó el enfermero-.
Los campesinos lo adoraban. Él sabía cómo tratarlos. ¿Liponti debía hacer una
operación? ¡Ahora mismo! Porque en lugar de Leopold Leopóldovich ellos lo
llamaban Liponti Lipóntievich. Creían en él. Él sabía cómo hablar con ellos.
Por ejemplo, una vez llegó al consultorio su amigo Fiódor Kosói, de Dúltsevo.
Así así, dijo, Liponti Lipóntievich, tengo el pecho tapado, no puedo respirar.
Además, parece que me arañan la garganta...
-Laringitis -dije maquinalmente, acostumbrado, después de un
mes de enloquecida carrera, a los instantáneos diagnósticos campesinos.
-Exactamente. "Bien", le dice Liponti, "te
voy a dar un medicamento. Estarás curado dentro de dos días. Aquí tienes unos
emplastos de mostaza franceses. Te pegas uno en la espalda, entre las paletillas,
y el otro en el pecho. Mantenlos ahí durante diez minutos y luego quítatelos.
¡En marcha! ¡Hazlo!" El campesino cogió los emplastos y se marchó. Dos
días más tarde apareció en el consultorio.
"-¿Qué ocurre? -le pregunta Liponti.
"Kosói contesta:
"-Pues resulta, Liponti Lipóntievich, que tus emplastos
no me han ayudado en nada.
"-¡Mientes! -se indigna Liponti-. ¡Los emplastos
franceses no pueden no ayudar! Seguramente no te los has puesto.
"-Cómo que no me los he puesto. Todavía los traigo puestos...
"Y al decir esto se vuelve de espaldas, ¡y tenía el
emplasto pegado sobre la pelliza!"
Solté una carcajada. Pelagueia Ivánovna reía y golpeaba con
saña un tronco con el atizador...
-Usted dirá lo que quiera, pero eso es un chiste -dije-; ¡no
puede ser verdad!
-¿¡Un chiste!? ¿¡Un chiste!? -exclamaron las comadronas, a
cual más fuerte.
-¡No! -exclamó con enojo el enfermero-. Aquí, sabe usted, la
vida toda está hecha de esos chistes... Aquí ocurren cosas como ésa...
-¡Y el azúcar! -exclamó Ana Nikoláievna-. ¡Cuéntenos lo del
azúcar, Pelagueia Ivánovna!
Pelagueia Ivánovna cerró la estufa y comenzó a hablar, con
la vista baja.
-Voy un día a ese mismo Dúltsevo a ver a una parturienta...
-Ese Dúltsevo es famoso -no pudo contenerse el enfermero, y
añadió-: ¡Perdón! ¡Continúe, colega!
-Bien, como es natural, la examino -continuó la colega
Pelagueia Ivánovna-, y siento bajo mis dedos algo incomprensible en el canal de
parto... Algo que estaba suelto, una especie de trocitos... Era ¡azúcar
refinado!
-¡Ese sí es un chiste! -hizo notar solemnemente Demián
Lukich.
-Un momento..., no entiendo nada...
-¡La abuela! -replicó Pelagueia Ivánovna-. La curandera se
lo había enseñado. Tendrá, le había dicho, un parto difícil. El bebé no quiere
salir a este mundo de Dios. En consecuencia, hay que atraerlo. ¡Así que
decidieron seducirlo con dulce!
-¡Qué horror! -dije.
-A las parturientas les dan a masticar cabellos -dijo Ana
Nikoláievna.
-¡¿Para qué?!
-Quién sabe. Tres veces nos han traído parturientas así.
Aquella pobre mujer estaba acostada y no hacía más que escupir. Tenía la boca
llena de cerdas. Es por superstición. Creen que así el parto será más
sencillo...
Los ojos de las comadronas brillaban por los recuerdos.
Estuvimos largo rato sentados junto al fuego, tomando té. Yo escuchaba sus
relatos como embrujado. Contaban cómo, cuando era necesario llevar a la
parturienta de la aldea al
hospital, Pelagueia Ivánovna
siempre iba detrás en su trineo
por si cambiaban de opinión durante el camino y llevaban de nuevo a la
parturienta a las manos de la comadrona de la aldea. Contaban cómo, en cierta
ocasión, a una parturienta que tenía al bebé en una posición incorrecta, la
colgaron del techo cabeza abajo, para que el niño se diera la vuelta. Contaban
que una comadrona de la aldea de Korobovo, que había oído decir que los médicos
hacen un corte en la bolsa de aguas, llenó de cortes la cabeza del bebé con un
cuchillo de cocina, de tal forma que ni siquiera una persona tan famosa y hábil
como Liponti pudo salvarle y menos mal que pudo salvar a la madre. Contaban
cómo...
Hacía mucho tiempo que habíamos cerrado la estufa. Mis
invitados se marcharon a su casa. Durante un rato vi cómo la ventana de la
habitación de Ana Nikoláievna despedía una luz opaca que luego se apagó. Todo
desapareció. Con la tormenta se mezcló una espesísima noche de diciembre y una
cortina negra me ocultó el cielo y la tierra.
Yo paseaba de un lado a otro de mi gabinete; el suelo crujía
bajo mis pasos, hacía calor gracias a la estufa holandesa y se oía roer en
algún lugar a un diligente ratón.
"Pero no -pensaba yo-, lucharé contra las tinieblas
egipcias durante todo el tiempo que el destino me mantenga en este lugar
perdido. Azúcar refinado... ¡Qué les parece...!"
En mis sueños, nacidos a la luz de la lámpara cubierta por
una pantalla verde, surgió la enorme ciudad universitaria y en ella una
clínica, y en la clínica, una enorme sala, un suelo de azulejos, brillantes
grifos, blancas sábanas esterilizadas, un asistente con una barba puntiaguda,
muy sabia y canosa...
En momentos así un golpe en la puerta siempre inquieta,
asusta. Me estremecí...
-¿Quién está ahí, Axinia? -pregunté, asomándome por la
barandilla de la escalera interior (el apartamento del médico era de dos pisos:
arriba estaban el gabinete y el dormitorio y abajo, el comedor, otra habitación
-de finalidad desconocida- y la cocina, en la cual se alojaban Axinia, la
cocinera, y su marido, el inamovible guardián de la clínica).
Resonó la pesada cerradura, la luz de una lámpara penetró y
se balanceó en el piso de abajo. Entró una corriente de aire frío. Luego,
Axinia me informó:
-Ha llegado un enfermo...
Yo, a decir verdad, me alegré. No tenía sueño y, como
consecuencia del ruido del ratón y de los recuerdos, comenzaba a sentirme algo
melancólico y solitario. Además un "enfermo" significaba que no era
una mujer, es decir que no se trataba de lo peor: un parto.
-¿Puede caminar?
-Sí -contestó bostezando Axinia.
-Entonces que vaya al gabinete.
La escalera crujió durante largo rato. Subía un hombre
sólido, de gran peso. Entretanto yo ya me había sentado detrás del escritorio,
e intentaba que la vivacidad de mis veinticuatro años no se escapara del
caparazón profesional del esculapio. Mi mano derecha sostenía el estetoscopio,
como si fuera un revólver.
Una figura vestida con una pelliza de cordero y botas de
fieltro entró con dificultad por la puerta. La figura tenía el gorro en las
manos.
-¿Por qué viene usted tan tarde? -pregunté con enorme seriedad,
para tranquilidad de mi conciencia.
-Perdone usted, ciudadano doctor -respondió la figura, con
una voz baja, agradable y suave-, ¡la tormenta es una verdadera desgracia! He
llegado tarde, pero qué se puede hacer; ¡discúlpeme, por favor!
"Un hombre educado", pensé con satisfacción. La
figura me había gustado mucho e incluso la espesa barba pelirroja me había
producido una buena impresión. Por lo visto aquella barba era objeto de un
cierto cuidado. Su dueño no sólo la recortaba, sino que además le untaba alguna
substancia que cualquier médico que hubiera pasado aunque sólo fuera un corto
tiempo en la aldea podría distinguir sin dificultad: aceite vegetal.
-¿De qué se trata? Quítese la pelliza. ¿De dónde es usted?
La pelliza quedó como una montaña sobre la silla.
-La fiebre me tortura -contestó el enfermo, y me miró
tristemente.
-¿La fiebre? ¡Aja! ¿Viene usted de Dúltsevo?
-Exactamente. Soy molinero.
-¿Y cómo le atormenta la fiebre? ¡Cuénteme!
-Cada día, en cuanto dan las doce, comienza a dolerme la
cabeza. Luego me sube la fiebre, me martiriza durante un par de horas y luego
me deja.
"¡El diagnóstico está listo!", tintineó
victoriosamente en mi cabeza.
-¿Y en las horas restantes no tiene nada?
-Tengo las piernas débiles...
-Aja... ¡Desabróchese la ropa! Jumm... así.
Hacia el final del examen, el enfermo me había encantado.
Después de las ancianas obtusas, de los adolescentes asustados que se apartan
aterrados de la cucharilla de metal, después del asunto de la mañana con la
belladona, mi ojo universitario descansaba en aquel molinero.
Las palabras del molinero eran sensatas. Además, resultó que
sabía leer y escribir, e incluso cada uno de sus gestos estaba impregnado de
respeto por mi ciencia favorita: la medicina.
-Bien, amigo -dije dándole un golpecito en su amplio y
cálido pecho-, usted tiene malaria. Una fiebre intermitente... Ahora tengo toda
una sala vacía. Le recomiendo que se interne. Le atenderemos como es debido.
Comenzaré a curarle con polvos y, si eso no le ayuda, le inyectaremos.
Tendremos éxito. ¿Eh? ¿Se internará...?
-¡Se lo agradezco profundamente! -contestó muy cortésmente
el molinero-. Hemos oído hablar mucho de usted. Todos están contentos. Dicen
que usted cura tan bien... Incluso estoy de acuerdo con las inyecciones, con
tal de curarme.
"¡Vaya, este hombre es en verdad un rayo de luz en la
oscuridad!", pensé, y me senté detrás del escritorio. El sentimiento que
experimentaba en ese momento era tan agradable, que no parecía que fuera un
molinero ajeno a mí quien había venido a visitarme en la clínica, sino mi
hermano.
En una receta escribí:
Chinini mur. 0,5
D.T. dos. N 10
S. al molinero Judov
un sobre a medianoche.
Y estampé una audaz firma.
En otra receta:
"¡Pelagueia Ivánovna! Reciba en la sala número 2 al
molinero. Tiene malaria. Hay que darle un sobre de quinina, como es costumbre
en estos casos, unas cuatro horas antes del ataque, es decir a la medianoche.
¡Ahí tiene usted una
excepción! ¡Es un molinero con educación!"
Ya acostado en mi cama, recibí de las manos de la hosca y
soñolienta Axinia la nota de respuesta:
"¡Querido doctor! Lo he hecho todo. Pel. Lbova."
Me quedé dormido.
...Y desperté.
-¿Qué pasa? ¿Qué? ¡¿Qué ocurre, Axinia?! -farfullé.
Axinia estaba de pie, cubriéndose recatadamente con una
falda de lunares blancos sobre fondo oscuro. La vela alumbraba temblorosamente
su rostro adormilado y agitado.
-Acaba de venir Maria. Pelagueia Ivánovna le ha ordenado que
lo llamara a usted de inmediato.
-¿Qué ha sucedido?
-Dice que el molinero se está muriendo en la sala número 2.
-¡¿Qué?! ¿Se está muriendo? ¿¡Qué es eso de que se está
muriendo!?
Mis pies descalzos sintieron de inmediato el suelo helado,
al no dar con las zapatillas. Se me rompían las cerillas y tardé bastante en
encender la llamita azulada de la lámpara... El reloj marcaba exactamente las
seis.
"¿Qué ocurre...? ¿Qué ocurre? ¡¿Acaso no será malaria?!
¿Qué tendrá el molinero? El pulso era magnífico..."
Antes de cinco minutos, con los calcetines puestos al
revés, la chaqueta sin abotonar,
despeinado, con mis botas de fieltro, atravesé corriendo el patio, todavía
completamente oscuro, y entré en la sala número 2.
Sobre una cama deshecha, junto a unas sábanas arrugadas,
vestido tan sólo con la ropa de la clínica, estaba sentado el molinero. Le
alumbraba una pequeña lámpara de petróleo. Su barba pelirroja estaba
completamente despeinada y sus ojos me parecieron negros y enormes. El molinero
se tambaleaba, como si estuviera borracho. Se observaba a sí mismo con horror,
respiraba pesadamente...
La enfermera Maria, con la boca abierta, miraba el rostro
púrpura oscuro del molinero.
Pelagueia Ivánovna, con la bata torcida y la cabeza
descubierta, se lanzó a mi encuentro.
-¡Doctor! -exclamó con voz algo ronca-. ¡Le juro que no
tengo la culpa! ¿Quién podía haberlo esperado? Usted mismo escribió que era una
persona educada...
-¡¿Pero qué pasa?!
-¡Imagínese, doctor! ¡Se ha tomado los diez sobres de
quinina de una sola vez! A medianoche.
* * *
Era un opaco amanecer de invierno. Demián Lukich recogía la
sonda estomacal. Olía a aceite de alcanfor. La palangana que se encontraba en
el suelo estaba llena de un líquido parduzco. El molinero yacía agotado y
pálido, cubierto hasta el mentón por las sábanas. La barba pelirroja sobresalía
erizada. Me incliné. Le tomé el pulso y me convencí de que el molinero había
salido con bien.
-¿Cómo está? -le pregunté.
-Tengo tinieblas egipcias en los ojos... Oh... Oh...
-contestó el molinero con una débil voz de bajo.
-¡Yo también! -contesté irritado.
-¿Cómo? -replicó el molinero (todavía me oía mal).
-Explícame una sola cosa, buen hombre: ¡¿por qué lo has
hecho?! -le grité con fuerza en el oído.
Aquel sombrío y hostil bajo me respondió:
-Pensé que no valía la pena perder el tiempo tomando los
sobres de uno en uno. Me los tomé todos juntos y asunto terminado.
-¡Es monstruoso! -exclamé.
-¡Un chiste! -respondió el enfermero, en una especie de
cáustica modorra.
* * *
"Pero no..., lucharé. Lucharé... Yo..." Y se
apoderó de mí un dulce sueño después de una noche difícil. Se extendió un velo
de tinieblas egipcias... y en él me pareció verme a mí..., no sé si con una
espada o con un estetoscopio. Camino... Lucho... En un lugar apartado. Pero no
estoy solo. Conmigo camina mi ejército: Demián Lukich, Ana Nikoláievna,
Pelagueia Ivánovna. Todos con batas blancas y siempre adelante, adelante...
-¡Qué cosa tan espléndida es el sueño...!
FIN
1926
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