sexta-feira, 18 de outubro de 2019

Catorce pies




I

-¿Así que ella les dio calabaza a los dos? -dijo el dueño de la posada a modo de despedida-. ¿Y ustedes qué dijeron?

Rod levantó el sombrero sin pronunciar una palabra y salió; lo mismo hizo Crist. Los dos mineros se sentían molestos por haber hablado demasiado la noche anterior bajo los efectos del alcohol. Ahora el posadero se estaba riendo de ellos; al menos esta última pregunta no ocultaba la intención de su burla.

Cuando la posada quedó detrás del recodo del camino, Rod dijo con una risita incómoda:

-Fue idea tuya lo de tomar vodka. Si no fuera por eso Kate no tendría que sonrojarse de pena por nuestra conversación, y eso que la muchacha está a dos mil millas de aquí. Qué le importa a este tiburón...

-Si no le dijimos nada importante -contestó Crist enfadado-. Bueno... tú te enamoraste... yo me enamoré... nos enamoramos de la misma. A ella le da lo mismo... Total, era una conversación sobre las mujeres.

-Es que tú no entiendes -dijo Rod-. No estuvo bien mencionar su nombre en este... en un mostrador. Bueno, que no se hable más de esto.

Aunque la muchacha estaba bien instalada en el corazón de cada uno de ellos, siguieron siendo amigos. Era difícil decir qué hubiera pasado de haber preferido a uno. El infortunio sentimental los acercó más todavía; en sus pensamientos estaban mirando a Kate por un telescopio, y no existen almas tan cercanas como las de los astrónomos. Por esta razón sus relaciones no se habían afectado. Como había dicho Crist: “a Kate le daba lo mismo”. Pero no del todo. Sin embargo ella callaba.

II

“El que ama llega hasta el final.” Cuando los dos hombres -Rod y Crist- habían llegado para despedirse, ella pensó que el de sentimiento más sólido y fuerte regresaría para repetir su declaración de amor. Aunque quizás un poco cruel, éste era el razonamiento de una Salomón con faldas de dieciocho años. Entre tanto, a la muchacha le gustaban los dos. No entendía cómo ellos podrían separarse de ella a más de veinticuatro millas sin el deseo de regresar dentro de veinticuatro horas. Sin embargo, el aspecto serio de los mineros, sus mochilas bien amarradas y las palabras que se dicen solamente en una verdadera despedida, la enfadaron un poco. Sintió un peso en el alma y se vengó.

-Vayan -dijo Kate-. El mundo es grande. No van a pasar toda la vida pegados a la misma ventana.

Al decir esto ella pensaba que pronto, muy pronto, volvería el alegre y simpático Crist. Después, cuando había pasado un mes, la solidez de este período la llevó a pensar en Rod, con quien ella siempre se había sentido más natural. Rod era cabezón, forzudo y de pocas palabras, pero la miraba de una forma tan mansa que ella un día le dijo: "¡Pío, pío, pío!"

III

Para llegar a las Canteras del Sol por el camino más corto había que atravesar las montañas, una rama de la cordillera que cruzaba el bosque. De los senderos que pasaban por allá, de su sentido y conexiones, los viajeros se enteraron en el hotel. Todo el día caminaron siguiendo la ruta correcta, pero al caer la tarde empezaron a confundirse. El error más grande lo cometieron al lado de la Piedra Plana, un pedazo de roca derribado por un terremoto. Por culpa del cansancio la memoria los había traicionado y empezaron a ascender cuando había que caminar una milla y media a la izquierda y sólo después subir.

A la caída del sol, después de salir de una espesura casi impenetrable, los mineros se encontraron frente a una grieta. El ancho del precipicio era bastante significativo, pero parecía estar al alcance del salto de un caballo.

Al verse perdidos los mineros se separaron: uno fue a la izquierda y otro a la derecha; Crist llegó a un abismo infranqueable y regresó; dentro de media hora regresó también Rod, había llegado al lugar donde la grieta se dividía en dos corrientes de agua que caían al precipicio.

Los caminantes se encontraron en el mismo lugar donde habían visto la grieta por primera vez.

IV

El otro lado del precipicio parecía estar tan cerca, al alcance de un puente corto. Crist, enojado, dio una patada en el suelo y se rascó la nuca. El otro lado del precipicio estaba bastante inclinado y cubierto de gravilla, pero entre todos los lugares que recorrieron para encontrar un atajo éste era el más estrecho. Rod tiró la soga con una piedra amarrada para medir la distancia: eran casi catorce pies. Miró a su alrededor: los arbustos secos parecidos a un cepillo cubrían el altiplano; se ponía el sol.

Podían regresar y perder un par de días, pero allí abajo, a lo lejos, brillaba el fino lazo del río Ascenda, a la derecha de su curva estaban las Montañas del Sol con sus minas de oro. Cruzando la grieta ahorrarían unos cinco días de camino. Retroceder y retomar el camino que los llevaría al río formaba una gran letra “S” que podían cruzar ahora en línea recta.

-Si hubiera un árbol -dijo Rod- pero no hay ningún árbol. Nada que poner de puente, tampoco hay dónde enganchar la soga del otro lado. Hay que saltar.

Crist miró y asintió con la cabeza. Realmente, el terreno estaba cómodo para coger impulso, ligeramente inclinado hacía la grieta.

-Tienes que pensar que es una tela negra -dijo Rod-, eso nada más. Imagínate que no hay precipicio.

-Claro -dijo Crist, distraído-. Un poco de frío... Como un baño...

Rod se quitó la mochila y la tiró al otro lado, lo mismo hizo Crist. Ahora no tenían otra salida que cumplir lo que habían decidido.

-Vamos... -empezó Rod, pero Crist, que era más nervioso, incapaz de aguantar la espera, lo apartó con la mano.

-Yo primero, después tú -dijo-. Es una bobería. Coser y cantar. ¡Mira!

Actuando sin pensar para prevenir un perdonable ataque de miedo, se apartó, corrió, se impulsó con el pie, voló hacia su mochila y aterrizó de bruces. En el punto más alto de este salto desesperado Rod hizo un esfuerzo interior para ayudar al saltador con todo su ser.

Crist se levantó. Estaba un poco pálido.

-Listo -dijo-. Te espero con el primer correo.

Rod lentamente caminó hacía la parte elevada, se frotó las manos y con la cabeza baja se echó a correr hacia el precipicio. Su cuerpo pesado parecía despegar con la fuerza de un ave. Después que Rod corrió, se impulsó y se separó de la tierra, Crist, sin esperarlo él mismo, de pronto se lo imaginó cayendo al profundo abismo. Era un pensamiento maligno, de los que un hombre no puede controlar. Es posible que el saltador lo percibiera. Rod, dejando la tierra, tuvo la imprudencia de mirar a Crist... y esto lo sacó de paso.

Cayó en el borde, enseguida levantó la mano y agarró la de Crist. Todo el vacío de abajo retumbó dentro de él, pero Crist agarraba duro, después de atraparlo en el último instante. Un momento más y la mano de Rod se hubiera perdido en el vacío. Crist se acostó resbalando sobre las pequeñas piedras que caían al precipicio. Su brazo se estiró y se puso rígido bajo el peso de Rod, pero arañando la tierra con las piernas y con el brazo libre, con la rabia de sentirse víctima y con la pesada inspiración del peligro, aguantaba la mano apretada de Rod.

Rod veía bien y comprendía que Crist estaba resbalando.

-Suéltame -dijo Rod con una voz tan horrible y fría que Crist gritó pidiendo ayuda, sin saber a quién-. ¡Te vas a caer, te lo estoy diciendo! -continuó Rod-. Suéltame y no te olvides, que es a ti a quien ella estaba mirando de forma diferente.

Así Rod había delatado su secreta y amarga convicción. Crist no contestó. Estaba callado y expiando su pensamiento: el pensamiento sobre Rod saltando al vacío. Entonces Rod sacó la navaja del bolsillo, la abrió con los dientes y la clavó en la mano de Crist.

La mano se abrió...

Crist miró abajo: con todas sus fuerzas evitó la caída, se alejó arrastrándose y vendó la mano con el pañuelo. Pasó un tiempo sentado, aguantando con las manos el corazón donde estaba tronando; al fin se acostó, apretó las manos contra la cara y todo su cuerpo empezó a sacudirse en silencio.

En invierno del próximo año entró al patio de la granja de Carroll un hombre muy bien vestido y antes de que pudiera mirar a su alrededor, una joven de aspecto independiente, pero con la cara estirada y tensa, salió corriendo a su encuentro, después de tirar varias puertas dentro de la casa y asustar a los pollos.

-¿Dónde está Rod? -preguntó apurada, casi sin saludar-. ¿Usted viene solo, Crist?

“Si ya hiciste tu elección no te equivocaste” -pensó el visitante.

-Rod... -repitió Kate-. Ustedes siempre andaban juntos...

Crist tosió, miró a un lado y se lo contó todo.

FIN


Alexandr Grin. Rússia



Traducción de Larisa Diakova: azul55.narod.ru
25 May 2005

Biblioteca Digital Ciudad Seva

Los puritanos


Era un caballero fino, distinguido, de fisonomía ingenua y simpática. No tenía motivo para negarme a recibirle en mi habitación algunos días. El dueño de la fonda me lo presentó como un antiguo huésped a quien debía muchas atenciones: si me negaba a compartir con él mi cuarto, se vería en la precisión de despedirle por tener toda la casa ocupada, lo cual sentía extremadamente.

-Pues si no ha de estar en Madrid más que unos cuantos días, y no tiene horas extraordinarias de acostarse y levantarse, no hay inconveniente en que V. le ponga una cama en el gabinete... Pero cuidado... ¡sin ejemplar!...

-Descuide V., señorito, no volveré a molestarle con estas embajadas. Lo hago únicamente porque D. Ramón no vaya a parar a otra casa. Crea V. que es una buena persona, un santo, y que no le incomodará poco ni mucho.

Y así fue la verdad. En los quince días que D. Ramón estuvo en Madrid no tuve razón para arrepentirme de mi condescendencia. Era el fénix de los compañeros de cuarto. Si volvía a casa más tarde que yo, entraba y se acostaba con tal cautela, que nunca me despertó; si se retiraba más temprano, me aguardaba leyendo para que pudiese acostarme sin temor de hacer ruido. Por las mañanas nunca se despertaba hasta que me oía toser o moverme en la cama. Vivía cerca de Valencia, en una casa de campo, y sólo venía a Madrid cuando algún asunto lo exigía: en esta ocasión era para gestionar el ascenso de un hijo, registrador de la propiedad. A pesar de que este hijo tenía la misma edad que yo, D. Ramón no pasaba de los cincuenta años, lo cual hacía presumir, como así era en efecto, que se había casado bastante joven.

Y no debía de ser feo, ni mucho menos, en aquella época. Aún ahora con su elevada estatura, la barba gris rizosa y bien cortada, los ojos animados y brillantes y el cutis sin arrugas, sería aceptado por muchas mujeres con preferencia a otros galanes sietemesinos.

Tenía, lo mismo que yo, la manía de cantar o canturrear al tiempo de lavarse. Pero observé al cabo de pocos días que, aunque tomaba y soltaba con indiferencia distintos trozos de ópera y zarzuela deshaciéndolos y pulverizándolos entre resoplidos y gruñidos, el pasaje que con más ardor acometía y más a menudo, era uno de Los Puritanos; me parece que pertenecía al aria de barítono en el primer acto. Don Ramón no sabía la letra sino a medias, pero lo cantaba con el mismo entusiasmo que si la supiera. Empezaba siempre:

Il sogno beato
De pace e contento
Ti, ro, ri, ra, ri, ro,
Ti, ro, ri, ra, ri, ro.


Necesitaba seguir tarareando hasta llegar a otros dos versos que decían:

La dolce memoria
De un tenero amore.


Sobre los cuales se apoyaba sin cesar hasta concluir el allegro.

-¡Hola! D. Ramón, le dije un día desde la cama; parece que le gusta a V. Los Puritanos.

-Muchísimo; es una de las óperas que más me gustan. Daría cualquier cosa por conocer un instrumento para poder tocarla toda. ¡Qué dulzura hay en ella! ¡Qué inspiración! Estas son óperas y esta es música. ¡Parece mentira que ustedes se entusiasmen con esa algarabía alemana que sólo sirve para hacer dormir!... A mí me gustan con pasión todas las óperas de Bellini: El Pirata, Sonámbula, I Capuletti e di Montechi; pero sobre todas ellas Los Puritanos... Tengo además razones particulares para que me guste más que ninguna otra, añadió bajando la voz.

-¡Ole, ole, D. Ramón! exclamé incorporándome de un salto y poniéndome los calcetines: vengan esas razones.

-Son tonterías de la juventud... cuestión de amores, contestó ruborizándose un poco.

-Pues cuente V. esas tonterías. Me muero por ellas: no lo puedo remediar, me gustan más esas cosas que la reforma de la ley Hipotecaria de que V. me habló ayer.

-¡Al fin poeta!

-No soy poeta, D. Ramón; soy crítico.

-Pues me había dicho el amo que era usted poeta... De todas maneras, se lo contaré ya que V. tiene curiosidad... Verá V. como es una tontería que no merece la pena... ¡Pero vístase V., criatura, que se está helando!

El año de cincuenta y ocho vine a Madrid con una comisión del Ayuntamiento de Valencia para gestionar la rebaja de la cuota de consumos. Tenía yo entonces... eso es, veintinueve años; y ya hacía siete cumplidos que estaba casado. Es una barbaridad casarse tan joven. Aunque no tengo motivo para arrepentirme, no aconsejaré a nadie que lo haga. Vine a parar a esta misma casa, esto es, a la misma posada; la casa estaba entonces situada en la calle del Barquillo. En aquella época, bueno será que le advierta, que me complacía en andar muy lechuguino o sietemesino, como ustedes dicen ahora, cosa que tenía siempre escamada a mi pobre mujer. ¿Para qué te compones tanto, hombre de Dios? ¿Vas de conquista? ¡Quién sabe! contestaba riendo y dejándola un poco enojada. No es malo tener a las mujeres un si es no es celosas.

Una tarde, una hermosa tarde de invierno, de las que sólo se ven en este Madrid, salí de casa después de almorzar con el objeto de hacer algunas visitas y también para espaciarme por esas calles de Dios. Iba caminando lentamente por la de las Infantas, meditando sobre el plan de la noche, o sea el modo de pasarla más divertido, y saboreando un buen cigarro habano, cuando de pronto ¡zas! recibo un fuerte golpe en la cabeza que me hace vacilar; el flamante sombrero de copa fue rodando por un lado y el cigarro por otro. Cuando me recobré del susto, lo primero que vi a mis pies fue una enorme muñeca fresca, sonrosada y en camisa.

Esta buena pieza es la que ha causado el destrozo, dije para mis adentros, lanzándole una mirada iracunda que la muñeca aparentó no comprender. Mas como no era de presumir que ella por su voluntad se hubiese arrojado sobre mí de aquel modo brusco e inconveniente, pues jamás había hecho daño a ninguna muñeca, creí más probable que de alguna casa me la hubieran arrojado. Alcé la cabeza vivamente.

En efecto, el reo estaba de pie en el balcón de un primer piso, suspenso, atónito, consternado. Era una niña de trece o catorce años.

Al observar la mirada de espanto y congoja que me dirigía se templó mi furor, y en vez de lanzarle un apóstrofe violento, como tenía determinado, le mandé una sonrisa galante. Puede ser que en la formación de esta sonrisa haya intervenido más o menos directamente la belleza nada vulgar del criminal.

Recogí el sombrero, me lo puse, y volví a alzar la cabeza y a remitir otra sonrisa, acompañada esta vez de un ligero saludo. Pero mi agresor seguía inmóvil y aterrado sin darse cuenta ni poder explicarse las amables disposiciones en que su víctima se hallaba. A todo esto la muñeca seguía en el suelo inmóvil también, pero sin mostrar en modo alguno sorpresa, pesar, terror, ni siquiera vergüenza de su situación poco decorosa. Me apresuré a levantarla, cogiéndola, si mal no recuerdo, por una pierna, y me informé minuciosamente de si había padecido alguna fractura u otra herida grave. No tenía más que leves contusiones. Alcela en alto y la mostré a su dueño haciéndole seña de que iba a subir para entregársela. Y sin más dilaciones entro en el portal, subo la escalera y tomo el cordón de la campanilla... Ya está abierta la puerta. Mi lindo agresor asoma su rostro trigueño, gracioso, lleno de vida y frescura, y extiende sus manos diminutas, en las cuales deposito respetuosamente a la muñeca desmayada. Quise hablar, para dar mayor seguridad de que no era nada lo que había pasado, que la muñeca conservaba íntegros sus miembros, y yo lo mismo, y que celebraba la ocasión de conocer una niña tan hermosa y simpática, etc., etc. Nada de esto fue posible. La chica murmuró confusamente un "muchas gracias", y se apresuró a cerrar la puerta, dejándome con el discurso en el cuerpo.

Salgo a la calle un poco disgustado, como cualquier otro orador en el mismo caso, y sigo mi camino, no sin volver repetidas veces la cabeza hacia el balcón. A los treinta o cuarenta pasos observo que está la niña asomada, y me paro y la envío una sonrisa y un saludo ceremonioso. Esta vez contesta, aunque ligeramente, pero se apresura a retirarse. ¡Cuidado que era linda aquella niña! Al llegar al extremo de la calle sentí la necesidad imperiosa de verla otra vez, y di la vuelta, no sin percibir cierta vergüenza en el fondo del corazón, pues ni mi edad, ni mi estado, me autorizaban semejantes informalidades; mucho menos tratándose de tal criaturita. Ya no estaba en el balcón.

Pues yo no me voy sin verla me dije, y pián pianito, comencé a pasear la calle sin perder de vista la casa, con la misma frescura que un cadete de Estado Mayor. Después de todo, aquí nadie me conoce -me iba repitiendo a cada instante, a fin de comunicarme alientos para seguir paseando-. Además, yo no tengo nada que hacer ahora; y lo mismo da vagar por un lado que por otro.

Justamente, al cruzar tercera o cuarta vez por delante del balcón apareció en él la gentil chiquita, que al verme hizo un movimiento de sorpresa, acompañado de una mueca encantadora, se echó a reír y se ocultó de nuevo.

¡Pero, qué necios somos los hombres y qué inocentes cuando se trata de estos asuntos! ¿Querrá V. creer que entonces no sospeché siquiera que la niña había estado presenciando, sin perder uno solo, todos mis movimientos?

Satisfecho ya el capricho, dejé la calle de las Infantas, y me fui a casa de un amigo. Mas al día siguiente, fuese casualidad o premeditación, aunque es muy probable lo último, acerté a pasar por el mismo sitio a la misma hora. Mi gentil agresor, que estaba de bruces sobre la barandilla del balcón, se puso encarnado hasta las orejas así que pudo distinguirme, y se retiró antes de que pasase por delante de la casa. Como V. puede suponer, esto lejos de hacerme desistir, me animó a quedarme petrificado en la esquina de la primer bocacalle, en contemplación estática. No pasaron cuatro minutos sin que viese asomar una naricita nacarada, que se retiró al momento velozmente, volvió a asomarse a los dos minutos y volvió a retirarse, asomose al minuto otra vez y se retiró de nuevo. Cuando se cansó de tales maniobras, se asomó por entero y me miró fijamente por un buen rato, cual si tratase de demostrar que no me tenía miedo alguno. Entonces se generalizó por entrambas partes un fuego graneado de miradas, acompañado por lo que a mí respecta de una multitud de sonrisas, saludos y otros proyectiles mortíferos, que debieron causar notables estragos en el enemigo. Éste a la media hora oyó sin duda en la sala el toque de "alto el fuego", y se retiró cerrando el balcón. No necesitaré decirle, que por más que me sintiese avergonzado de aquella aventura, seguí dando vueltas a la misma hora por la calle, y que el tiroteo era cada vez más intenso y animado. A los tres o cuatro días me decidí a arrancar una hoja de la cartera y a escribir estas palabras: Me gusta V. muchísimo. Envolví dos cuartos en la hoja, y aprovechando la ocasión de no pasar nadie, después de hacerle seña de que se retirase, la arrojé al balcón. Al día siguiente, cuando pasé por allí, vi caer una bolita de papel que me apresuré a recoger y desdoblar. Decía así, en una letra inglesa, crecida, hecha con mucho cuidado y el papel rayado para no torcer: Tan bien ustez me gusta a mí no crea que juego con muñecas era de mi ermanita.

Aunque sonreí al leer el billete amoroso, no dejó de causarme sensación dulce y amable, que muy pronto hizo sitio a otra melancólica, al recordar que me estaban prohibidas para siempre tales aventuras. Aquel día mi chiquita no salió al balcón, sin duda avergonzada de su condescendencia; pero al siguiente la hallé dispuesta y aparejada al combate de miradas, señas y sonrisas, que ya no escasearon por ambas partes. Una hora o más duraba todas las tardes este juego, hasta que se oía llamar y se retiraba apresuradamente. La pregunté por señas si salía de paseo, y me contestó que sí: y en efecto, un día aguardé en la calle hasta las cuatro y la vi salir en compañía de una señora, que debía de ser su mamá, y de dos hermanitos. Seguiles al Retiro, aunque a respetable distancia, porque me hubiera causado mucha vergüenza el que la mamá se enterase de que la chiquilla, con menos prudencia, volvía a cada instante la cabeza y me dirigía sonrisas, que me tenían en continuo sobresalto. Al fin volvimos a casa en paz. A todo esto, yo no sabía cómo se llamaba, y a fin de averiguarlo escribí la pregunta en otra hoja de la cartera: ¿Cómo se llama V.? La chica contestó en la misma letra inglesa y crecida, con el papel rayado: Me llamo Teresa no crea ustez por Dios que juego con muñecas.

Diez o doce días se transcurrieron de esta suerte. Teresa me parecía cada día más linda, y lo era en efecto, porque según he averiguado en el curso de mi vida, no hay pintura, raso ni brocado que hermosee tanto a la mujer como el amor. La pregunté repetidas veces si podía hablar con ella, y siempre me contestó que era de todo punto imposible: si la mamá llegaba a saber algo ¡adiós balcón! Empecé a sospechar que me iba enamorando y esto me traía inquieto. No podía pensar en aquella niña sin sentir profunda melancolía como si personificase mi juventud, mis ensueños de oro, todas mis ilusiones, que para siempre estaban separados de mí por barrera infranqueable. Al mismo tiempo me acosaban los remordimientos. ¡Cuál sería el dolor de mi pobre mujer si llegase a averiguar que su marido andaba por la corte enamorando chiquillas! Un día recibí carta suya, participándome que tenía a mi hijo menor un poco indispuesto, y rogándome que procurase arreglar los negocios y volviese pronto a casa. La noticia me produjo el disgusto que V. puede suponer; porque siempre he delirado por mis hijos: y como si aquello fuese castigo providencial o por lo menos advertencia saludable, después de grave y prolongada meditación, en que me eché en cara sin piedad, mi conducta infame y ridícula, canté sin rebozo el yo pecador y resolví obedecer a mi esposa inmediatamente. Para llevar a cabo este propósito, lo primero que se me ocurrió fue no acordarme más de Teresa, ni pasar siquiera por su calle, aunque fuese camino obligado: después, abreviar cuanto pudiese los asuntos. Según mis cálculos quedaría libre a los cinco o seis días.

Ya no seguí, pues, la calle de las Infantas como acostumbraba después de almorzar, ni aun para ir a la de Valverde, donde vivían unos amigos. Por la noche, después de comer, como no había peligro de ver a Teresa, la cruzaba velozmente y sin echar una mirada a la casa.

Pasaron cuatro días; ya no me acordaba de aquella niña, o si me acordaba era de un modo vago, como la memoria de los días risueños de la juventud. Tenía casi ultimados mis negocios y andaba preocupado con la elección del día para marcharme. Será cosa, a más tardar, del viernes o el sábado, me dije después de comer, encendiendo un cigarro y echándome a la calle. El ministro se había negado a rebajar la cuota del Ayuntamiento, lo cual me tenía muy disgustado. Pensando en lo que había de decir a mis colegas cuando me viese entre ellos, y en el modo mejor de explicarles la causa del fracaso, crucé la plaza del Rey y entré en la calle de las Infantas. La noche era espléndida y bastante templada; llevaba abierto el gabán y caminaba lentamente gozando con voluptuosidad de la temperatura, del cigarro y de la seguridad de ver pronto a mi familia. Al pasar por delante de la casa de la niña me detuve y la contemplé un instante casi con indiferencia. Y seguí adelante murmurando: "¡Qué chiquilla tan mona! ¡Lástima será que se la lleve un tunante!" Después me puse a reflexionar en lo fácil que me hubiera sido jugar una mala pasada al alcalde y alzarme con el cargo; pero no; hubiera sido una felonía. Por más que fuese un poco díscolo y soberbio, al fin era amigo: tiempo me quedaba para ser alcalde. Pero cuando más embebido andaba en mis pensamientos y planes políticos, y cuando ya estaba próximo a doblar la esquina de la calle, he aquí que siento un brazo que se apoya en el mío y una voz que me dice:

-¿Va V. muy lejos?

-¡Teresa!

Los dos quedamos mudos por algunos instantes; yo contemplándola estupefacto; ella con la cabeza baja y sin abandonar mi brazo.

-¿Pero dónde va V. a estas horas?

-Me voy con V. -contestó alzando la cabeza y sonriendo como si dijese la cosa más natural del mundo.

-¿A dónde?

-¡Qué sé yo! Donde V. quiera.

A un mismo tiempo sentí escalofríos de placer y de miedo.

-¿Ha huido V. de su casa?

-¡Qué había de huir!... solamente se la he jugado a Manuel, del modo más gracioso!... Verá V. cómo se ríe... Me empeñé hoy en ir a la tertulia de unas primas, que viven en la calle de Fuencarral, y papá mandó a Manuel que me acompañase. Llegamos hasta el portal y allí le dije: márchate, que ya no haces falta; y me hice como que subía la escalera, pero en seguida di la vuelta sin llamar y me vine detrás de él hasta casa... ¡Cuando le vi entrar me dio una risa, que por poco me oye!

La chiquilla se reía aún, con tanta gana y tan francamente, que me obligó a hacer lo mismo.

-¿Y V. por qué ha hecho eso? -le pregunté con la falta de delicadeza, mejor dicho, con la brutalidad de que solemos estar tan bien provistos los caballeros.

-Por nada -repuso desprendiéndose de mi brazo repentinamente y echando a correr.

La seguí y la alcancé pronto.

-¡Qué polvorilla es V.! -le dije echándolo a broma-. ¡Vaya un modo de despedirse!... Perdón si la he ofendido...

La niña, sin decir nada, volvió a tomar mi brazo. Caminamos un buen pedazo en silencio. Yo iba pensando ansiosamente en lo que iba a decir o en lo que iba a hacer, sobre todo en lo que iba a hacer. Al fin, Teresa lo rompió, preguntándome resueltamente:

-¿No me dijo V. por carta que me quería?

-¡Pues ya lo creo que la quiero a V.!

-¿Entonces, por qué ha dejado de venir a verme y de pasar por la calle de día?

-Porque temía que su mamá...

-Sí, sí, porque los hombres son todos muy ingratos y cuanto más se les quiere es peor... ¿Piensa V. que yo no lo sé?... Me ha tenido V. al balcón todas estas tardes esperándole; ¡pero que si quieres!... Por la noche detrás de los cristales, le veía pasar, muy serio, muy serio, sin mirar siquiera hacia mi casa... Yo decía, ¿estará enfadado conmigo? ¿Por qué se habrá enfado? ¿Será porque he cerrado el balcón a las tres menos cuarto? En fin, todo me volvía cavilar, cavilar, sin sacar nada en limpio... Entonces dije: voy a darle un susto esta noche...

-Ha sido un susto muy agradable.

-Si no llega V. a pararse delante de mi casa y a quedarse mirando a los balcones, no salgo del portal... pero aquello me decidió.

Momento de pausa, en el cual me acudió a la mente un tropel de pensamientos que todavía me avergüenzan. Teresa volvió a mirarme fijamente.

-¿Está V. contento?

-¡Vaya!

-¿Va V. a gusto conmigo?

-Mejor que con nadie en el mundo.

-¿No le estorbo?

-Al contrario, siento un placer como usted no puede figurarse.

-¿No tiene V. nada que hacer ahora?

-Absolutamente nada.

-Entonces vamos a pasear: cuando llegue la hora, V. me lleva a casa y mamá se figura que me trajo el criado de las primas... Pero si le estorbo o no le gusta pasear conmigo, dígamelo V... me voy en seguida...

Yo le contesté apretándole el brazo y tirándole suavemente por la mano para encajárselo bien en el mío. Teresa continuó hablando con graciosa volubilidad.

-Parece mentira que seamos tan amigos ¿no es verdad? Yo pensé cuando le dejé caer la muñeca encima que le había matado... ¡Qué miedo tuve! ¡Si V. viera!... Vamos a ver ¿por qué en lugar de enfadarse se sonrió V. conmigo?

-¡Toma! porque me gustó V. mucho.

-Eso pensaba yo: debí de haberle sido simpática, porque si no la verdad es que tenía motivo para ponerse furioso. Todavía cuando V. subió a llevármela estaba muerta de miedo y por eso cerré tan pronto la puerta... ¡Dichosa muñeca! Me dio tal rabia que la tiré contra el suelo y la partí un brazo.

-Pues no debe V. tratarla mal; al contrario, debe V. conservarla como un recuerdo.

-¿Sabe V. que tiene razón? Si no hubiera sido por la muñeca no nos hubiéramos conocido... ni sería V. mi novio;... porque tengo otro...

-¿Cómo otro?

-Es decir, ya no lo tengo: lo tenía... Es un primo que está empeñado en que le he de querer a la fuerza... No vaya V. a creer que es feo... al contrario, es guapo... pero a mí no me gusta... No lo puedo remediar. Le dije que sí, porque me dio lástima un día que se echó a llorar.

Mientras conversábamos de esta suerte íbamos caminando sosegadamente por las calles. Para evitar el encuentro con cualquier pariente o conocido de la niña, procuré seguir las menos principales. Teresa iba cogida a mi brazo como al de un antiguo amigo, hablando sin cesar, riendo, sacudiéndome a veces fuertemente y deteniéndose a lo mejor delante de un escaparate, para hacerme mirar cualquier chuchería. Su charla era un gorjeo dulce, insinuante, que me conmovía y refrescaba el corazón; a impulso de ella se fue disipando poco a poco el tropel de pensamientos pérfidos que vagaba por mi cabeza. Sin saber de qué modo, también desaparecieron todos mis temores; me figuraba que aquella niña tenía algún parentesco conmigo, y no hallaba extraordinaria y peligrosa nuestra situación como al principio. Su inocencia era un velo espeso, que nos impedía ver el riesgo que corríamos.

En poco tiempo me contó una infinidad de cosas. Era de Jerez; no hacía más que un año que estaban en Madrid establecidos; su papá ocupaba un alto empleo; tenía dos hermanitos y una hermanita. Acerca del carácter y costumbres de cada uno de ellos se extendió considerablemente; la hermanita era muy buena niña, amable y obediente; pero los chicos insufribles; todo el día gritando, ensuciando la casa y peleándose. Su mamá le había dado jurisdicción sobre ellos hasta para castigarles, pero no quería usar de ella porque tenía miedo de que le perdiesen el cariño: que la mamá se arreglara como pudiese. Después habló del papá, que era muy serio, pero muy bueno; lo único que la tenía apesadumbrada era que parecía querer más a los chicos que a ellas. La mamá, en cambio, mostraba predilección por las niñas. Habló después de las primas de la calle de Fuencarral; una era muy bonita, la otra graciosa solamente: las dos tenían novio, pero no valían cuatro cuartos: chiquillos que todavía estudiaban en el Instituto. Tenían, además, un hermano, que era el primo que había sido su novio; éste ya era bachiller y se estaba preparando para entrar en el colegio de Artillería. De vez en cuando, en los cortos intervalos de silencio levantaba graciosamente la cabeza, preguntándome:

-¿Va V. a gusto conmigo? ¿Le estorbo?

Y cuando me oía protestar vivamente contra semejante duda, su rostro expresivo se iluminaba de alegría y continuaba hablando.

Habíamos recorrido algunas calles. Ya puede V. imaginarse que yo iba gozando como los ángeles en el paraíso, y pendiente de los labios de aquella niña, que al referirme todas las nonadas infantiles de su vida, parecía infundir en mi alma encantada la ciencia de la dicha. Sin embargo, no podía desechar cierta vaga inquietud que turbaba mi alegría. Buscando manera de pasar las horas de que disponíamos más dignamente que vagando por las calles, tropezamos al bajar la cuesta de Santo Domingo con el Teatro Real. Al instante se me ocurrió la idea de entrar: Teresa la aceptó inmediatamente, y a fin de que no reparasen en nosotros, tomamos entradas de paraíso. Se cantaba Los Puritanos, y aquél rebosaba de gente; de suerte que nos costó algún trabajo introducirnos y escalar uno de los rincones; pero al cabo llegamos. Teresa se encontró admirablemente y me pagaba los trabajos que había pasado para llevarla hasta allí con mil sonrisas y palabras amables. Mientras subían el telón seguimos charlando, aunque muy bajito: se había establecido entre nosotros una gran intimidad, y me abandonó una de sus manos que yo acariciaba embelesado. Cuando empezó la ópera dejó de charlar y se puso a atender tan decididamente, que a mí me hizo sonreír el verla con la cabecita apoyada en la pared y los ojos estáticos. Sabía música, pero había ido al teatro pocas veces; así que las melodías inspiradas de la ópera de Bellini le causaban profunda impresión, que se traducía por un leve temblor de las pupilas y los labios. Cuando llegó el sublime canto del tenor que empieza A te, oh cara, me apretó con fuerza la mano exclamando por lo bajo:

-¡Oh qué hermoso! ¡oh qué hermoso!

Después me hizo explicarle lo que pasaba en la escena: halló el matrimonio del tenor y la tiple muy proporcionado, pero compadecía de veras al barítono, a quien birlaban la novia; quedó sumamente disgustada cuando al fin del acto el tenor se ve en la precisión de acompañar a la reina y dejar abandonada a su futura, y declaró resueltamente que esta era una conducta indigna.

-Pero advierta V. que estaba obligado a hacerlo porque era su reina quien se lo pedía.

-No importa, no importa; si la quisiera bien no hay reina que valga. Lo primero siempre es la novia.

No me fue posible arrancarle tan extraña teoría de la cabeza. Después que bajó el telón permanecimos en el mismo sitio y me obligó a contarle mi vida y milagros, cuántas novias había tenido, a quién había querido más, etc., etc. Ya comprenderá usted que necesité ensartar un sin fin de patrañas. Después, sin motivo alguno serio, manifestó rotundamente que todos los hombres eran ingratos. Yo me atreví a apuntar que había excepciones, pero no fue posible hacérselo reconocer.

-Usted será lo mismo que todos (anunció en tono profético y mirando a un punto del espacio); me querrá V. un poco de tiempo, y después... si te vi, no me acuerdo.

¡Qué rato tan delicioso y tan infernal a la vez, me estaba haciendo pasar aquella niña! Para llevar la conversación a otro punto, le pregunté:

-¿Cuántos años tiene V.? Hasta ahora no me lo ha dicho.

-Tengo... tengo... mire V., yo siempre digo que tengo catorce, pero la verdad es que no tengo más que trece y dos meses... ¿y V.?

-¡Una atrocidad! No me lo pregunte usted, que me da vergüenza.

-¡Ah qué presumido! ¡Si yo le he de querer lo mismo que tenga muchos que pocos!

En seguida me propuso que nos tratásemos de tú, pero después de aceptado se volvió atrás ofreciéndome que yo la tratase de tú y ella siguiese con el V. No quise conformarme.

-Pues mire V., yo no puedo hablarle de tú; me da mucha vergüenza... Pero, en fin, vamos a ensayar.

Del ensayo resultó que para evitar el pronombre daba la pobrecilla infinidad de rodeos y se metía en una serie interminable de perífrasis: si se aventuraba a dirigirme un tú, lo hacía bajando la voz y pasando como sobre ascuas.

Cuando empezó el segundo acto, volvió a escuchar atentamente. Mis ojos no se apartaban casi nunca de su rostro: ella entornaba a menudo los suyos para dirigirme una sonrisa apretando al mismo tiempo mi mano. Observé, no obstante, que se había amortiguado un poco la viva expresión de su fisonomía y que iba perdiendo aquella graciosa volubilidad del principio. Las sonrisas de sus labios se fueron haciendo tristes, y por la cándida frente pasó una ráfaga de inquietud que comunicó a su lindo rostro infantil cierta grave expresión que no tenía. Parecía que en virtud de un misterioso movimiento de su espíritu, la niña se transformaba en mujer en pocos instantes. Dejó de apretar mi mano y hasta retiró la suya: volví a cogerla disimuladamente, pero al poco tiempo la retiró de nuevo.

El segundo acto había terminado. Al bajarse el telón me hizo mirar el reloj, y viendo las once, dijo que era necesario partir en seguida, porque a las once y media, a más tardar, iba el criado a buscarla.

Salimos del teatro. La noche seguía tibia y estrellada: a la puerta aguardaba una larga fila de coches, que nos fue preciso evitar. Ya no había en las calles el movimiento de las primeras horas, pero con todo, seguimos las más solitarias. Teresa no quiso aceptar mi brazo como antes. Entonces me tocó llevar la voz cantante, y la dije al oído mil requiebros y ternezas, explicándola por menudo el amor que me había inspirado y lo que había sufrido en los días en que no pasé por su calle: recordele todos los pormenores, hasta los más insignificantes, de nuestro conocimiento visual y epistolar, y le di cuenta de los vestidos que le había visto y de los adornos, a fin de que comprendiese la profunda impresión que me había causado. Nada replicaba a mi discurso; seguía caminando cabizbaja y preocupada, formando su actitud notable contraste con la que tenía tres horas antes al pasar por los mismos sitios. Cuando me detuve un instante a respirar, exclamó sin mirarme:

-Hice una cosa muy mala, muy mala. ¡Dios mío, si lo supiese papá!

Traté de probarle que su papá no podía enterarse de nada, porque llegaríamos demasiado temprano.

-De todas maneras, aunque papá no se entere, hice una cosa muy mala. Usted bien lo sabe, pero no quiere decirlo: ¿No es verdad que una niña bien educada no haría lo que yo hice esta noche?... ¡Si lo supiesen mis primas, que están deseando siempre cogerme en alguna falta!... Pero no piense V..., por Dios, que lo he hecho con mala intención... Yo soy muy aturdida... todo el mundo lo dice... pero también dicen que tengo buen fondo.

Al proferir estas palabras se le había ido anudando la voz en la garganta, hasta que se echó a llorar perdidamente. Me costó mucho trabajo calmarla, pero al fin lo conseguí elogiando su carácter franco y sencillo y su buen corazón, y prometiendo quererla y respetarla siempre. Me hizo jurar una docena de veces que no pensaba nada malo de ella. Después de secarse las lágrimas recobró su alegría y comenzó a charlar por los codos. Me expuso en pocos instantes una infinidad de proyectos a cual más absurdo: según ella, debía presentarme al día siguiente en casa, y pedirle al papá su mano: el papá diría que era muy niña, pero yo debía replicarle inmediatamente que no importaba nada: el papá insistiría en que era demasiado pronto, pero yo le presentaría el ejemplo de una tía, hermana de su mamá, que estaba jugando a las muñecas cuando la avisaron para ir a casarse. ¿Que había de oponer a este poderoso argumento? Nada seguramente. Nos casaríamos, y acto continuo nos iríamos a Jerez, para que conociese a sus amigas y a sus tíos. ¡Qué susto llevarían todos al verla del brazo de un caballero, y mucho más, cuando supieran que este caballero era su marido!

Estaba tan linda, tan graciosa, que no pude menos de pedirle con vehemencia que me permitiese darla un beso. No fue posible. Ningún hombre la había besado hasta entonces; solamente su primo la había dado un beso a traición, pero le costó caro, porque le dejó caer dos vasos de limón sobre la cabeza: hasta en los juegos de prendas hacía que pusieran las manos delante, para que no le tocasen la cara con los labios. Pero cuando estuviésemos casados, ya sería otra cosa; entonces todos los besos que se me antojaran, aunque sospechaba que no se los pediría con tanto ardor como ahora.

Estábamos próximos ya a su casa. Los carruajes de la gente que volvía de las tertulias, al cruzar a nuestro lado, apagaban la voz de Teresa y la obligaban a esforzarla un poco. Las estrellas desde el cielo nos hacían guiños, como si nos invitasen a gozar apresuradamente de aquellos momentos felices, que no habían de volver. A lo lejos sólo se veían, como fuegos fatuos, los faroles de los serenos.

Llegamos por fin a casa. Delante de la puerta, Teresa volvió a hacerme jurar que no pensaba nada malo de ella, y que al día siguiente a las dos en punto de la tarde, me presentaría debajo de sus balcones.

-Cuidado que no faltes.

-No faltaré, preciosa.

-¿A las dos en punto?

-A las dos en punto.

-Llama ahora con un golpe a la puerta.

Cogí la aldaba y di un golpe fuerte. Al poco rato se oyeron los pasos del portero.

-Ahora -dijo en voz bajita y temblorosa- dame un beso y escápate de prisa.

Al mismo tiempo me presentaba su cándida y rosada mejilla. Yo la tomé entre las manos y la apliqué un beso... dos... tres... cuatro... todos los que pude hasta que oí rechinar la llave. Y me alejé a paso largo.

Dejó de hablar D. Ramón.

-¿Y después, qué sucedió? -le pregunté con vivo interés.

-Nada, que aquella noche no pude dormir de remordimientos y al día siguiente tomé el tren para mi pueblo.

-¿Sin ver a Teresa?

-Sin ver a Teresa.

FIN

 Armando Palacio Valdés


Solilóquio do indivíduo


 Nicanor Parra 

Eu sou o Indivíduo.
Primeiro vivi na rocha
(ali gravei algumas figuras).
Logo busquei um lugar mais apropriado.
Eu sou o Indivíduo.
Primeiro tive que procurar-me alimentos,
buscar peixes, pássaros, buscar lenha
(já me preocuparia com os demais assuntos).
Fazer uma fogueira,
lenha, lenha, onde encontrar um pouco de lenha,
algo de lenha para fazer uma fogueira,
eu sou o Indivíduo.
Ao mesmo tempo me perguntei,
fui a um abismo cheio de ar;
respondeu-me uma voz:
eu sou o Indivíduo.
Depois tratei de mudar-me a outra rocha,
ali também gravei figuras,
gravei um rio, búfalos,
gravei uma serpente,
eu sou o Indivíduo.
Porém não. Aborreci-me das coisas que fazia,
o fogo me incomodava,
queria ver mais,
eu sou o Indivíduo.
Desci a um vale regado por um rio,
ali encontrei o que necessitava,
encontrei um povo selvagem,
uma tribo,
eu sou o Indivíduo.
Vi que ali se faziam algumas coisas,
figuras gravavam nas rochas,
faziam fogo, também faziam fogo!,
eu sou o Indivíduo.
Perguntaram-me de onde vinha.
Respondi que sim, que não tinha planos determinados,
respondi que não, que daí em diante.
Bem.
Tomei então um pedaço de pedra que encontrei num rio
e comecei a trabalhar com ela,
comecei a poli-la,
dela fiz uma parte de minha vida.
Porém isto é demasiado longo.
Cortei algumas árvores para navegar,
buscava peixes,
buscava diferentes coisas
(eu sou o Indivíduo).
Até que principiei a aborrecer-me novamente.
As tempestades aborrecem,
os trovões, os relâmpagos,
eu sou o Indivíduo.
Bem. Pus-me a pensar um pouco,
perguntas estúpidas vinham-me à cabeça,
falsos problemas.
Então comecei a vagar por alguns bosques.
Cheguei a uma árvore e a outra árvore,
cheguei a uma fonte,
a uma fossa onde se viam alguns ratos:
aqui venho eu, falei então,
haveis visto por aqui uma tribo,
um povo selvagem que faz fogo?
Deste modo me desloquei para o oeste
acompanhado por outros seres,
ou melhor bem só.
Para ver há que crer, me diziam,
eu sou o Indivíduo.
Formas via na escuridão,
nuvens talvez,
talvez via nuvens, via relâmpagos;
em tudo isto tinham passado já vários dias,
eu me sentia morrer;
inventei algumas máquinas,
construí relógios,
armas, veículos,
eu sou o Indivíduo.
Apenas tinha tempo para enterrar meus mortos,
apenas tinha tempo para semear,
eu sou o Indivíduo.
Anos mais tarde concebi algumas coisas,
algumas formas,
cruzei as fronteiras
e permaneci fixo numa espécie de nicho,
numa barca que navegou quarenta dias,
quarenta noites,
eu sou o Indivíduo.
Depois vieram algumas secas,
vieram algumas guerras,
tipos de cor entraram no vale,
mas eu devia seguir adiante,
devia produzir.
Produzi ciência, verdades imutáveis,
produzi tanagras,
deu a luz a livros de mil páginas,
inchou-se a minha cara,
construí um fonógrafo,
a máquina de coser,
começaram a aparecer os primeiros automóveis,
eu sou o Indivíduo.
Alguém segregava planetas,
árvores segregava!,
porém eu segregava ferramentas,
móveis, úteis de escritório,
eu sou o Indivíduo.
Se edificaram também cidades,
rotas,
instituições religiosas passaram de moda,
buscavam sorte, buscavam felicidade,
eu sou o Indivíduo.
Depois me dediquei melhor a viajar,
a praticar, a praticar idiomas,
idiomas,
eu sou o Indivíduo.
Olhei por uma fechadura,
sim, olhei, que digo, olhei,
para sair da dúvida olhei,
por trás de uma cortinas,
eu sou o Indivíduo.
Bem.
Melhor é talvez que torne a esse vale,
a essa rocha que me serviu de lar,
e comece a gravar de novo,
detrás para adiante gravar
o mundo ao revés.
Porém não: a vida não tem sentido.

(Tradução de Carlos Nejar)


Teses sobre conto


Ricardo Piglia


1. Num de seus cadernos de notas Tchecov registrou este episódio: "Um homem, em Monte Carlo, vai ao cassino, ganha um milhão, volta para casa, se suicida". A forma clássica do conto está condensada no núcleo dessa narração futura e não escrita. Contra o previsível e convencional (jogar-perder-suicidar-se) a intriga se estabelece como um paradoxo. A anedota tende a desvincular a história do jogo e a história do suicídio. Essa excisão é a chave para definir o caráter duplo da forma do conto.

2. Primeira tese: um conto sempre conta duas histórias.
O conto clássico (Poe, Quiroga) narra em primeiro plano a história 1 (o relato do jogo) e constrói em segredo a história 2 (o relato do suicídio). A arte do contista consiste em saber cifrar a história 2 nos interstícios da história 1. Uma história visível esconde uma história secreta, narrada de um modo elíptico e fragmentário.
O efeito de surpresa se produz quando o final da história secreta aparece na superfície.

3. Cada uma das duas histórias é contada de maneira diferente. Trabalhar com duas histórias significa trabalhar com dois sistemas diversos de causalidade. Os mesmos acontecimentos entram simultaneamente em duas lógicas narrativas antagônicas. Os elementos essenciais de um conto têm dupla função e são utilizados de maneira diferente em cada uma das duas histórias.
Os pontos de cruzamento são a base da construção.

4. No início de "La Muerte y la Brújula", um lojista resolve publicar um livro. Esse livro está ali porque é imprescindível na armação da história secreta. Como fazer com que um gângster como Red Scharlach fique a par das complexas tradições judias e seja capaz de armar a Lönrot uma cilada mística e filosófica? Borges lhe consegue esse livro para que se instrua. Ao mesmo tempo usa a história 1 para dissimular essa função: o livro parece estar ali por contiguidade com o assassinato de Yarmolinsky e responde a uma causalidade irônica. "Um desses lojistas que descobriram que qualquer homem se resigna a comprar qualquer livro publicou uma edição popular da "Historia Secreta de los Hasidim". O que é supérfluo numa história, é básico na outra. O livro do lojista é um exemplo (como o volume das "Mil e Uma Noites" em "El Sur"; como a cicatriz em "La Forma de la Espada") da matéria ambígua que faz funcionar a microscópica máquina narrativa que é um conto.

5. O conto é uma narrativa que encerra uma história secreta. Não se trata de um sentido oculto que depende da interpretação: o enigma não é senão uma história que se conta de modo enigmático. A estratégia da narrativa está posta a serviço dessa narrativa cifrada. Como contar uma história enquanto se está contando outra? Essa pergunta sintetiza os problemas técnicos do conto.
Segunda tese: a história secreta é a chave da forma do conto e suas variantes.

6. A versão moderna do conto que vem de Tchecov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson, o Joyce de "Dublinenses", abandona o final surpreendente e a estrutura fechada; trabalha a tensão entre as duas histórias sem nunca resolvê-las. A história secreta conta-se de um modo cada vez mais elusivo. O conto clássico à Poe contava uma história anunciando que havia outra; o conto moderno conta duas histórias como se fossem uma só.
A teoria do iceberg de Hemingway é a primeira síntese desse processo de transformação: o mais importante nunca se conta. A história secreta se constrói com o não dito, com o subentendido e a alusão.

7. "O Grande Rio dos Dois Corações", um dos textos fundamentais de Hemingway, cifra a tal ponto a história 2 (os efeitos da guerra em Nick Adams) que o conto parece a descrição trivial de uma excursão de pesca. Hemingway utiliza toda sua perícia na narração hermética da história secreta. Usa com tal maestria a arte da elipse que consegue com que se note a ausência da outra história.
O que Hemingway faria com o episódio de Tchecov? Narrar com detalhes precisos a partida e o ambiente onde se desenrola o jogo e técnica utilizada pelo jogador para apostar e o tipo de bebida que toma. Não dizer nunca que esse homem vai se suicidar, mas escrever o conto se o leitor já soubesse disso.

8. Kafka conta com clareza e simplicidade a história secreta e narra sigilosamente a história visível até transformá-la em algo enigmático e obscuro. Essa inversão funda o "kafkiano".
A história do suicídio no argumento de Tchecov seria narrada por Kafka em primeiro plano e com toda naturalidade. O terrível estaria centrado na partida, narrada de um modo elíptico e ameaçador.

9. Para Borges a história 1 é um gênero e a história 2 sempre a mesma. Para atenuar ou dissimular a monotonia essencial dessa história secreta, Borges recorre às variantes narrativas que os gêneros lhe oferecem. Todos os contos de Borges são construídos com esse procedimento.
A história visível, o jogo no caso de Tchecov, seria contada por Borges segundo os estereótipos (levemente parodiados) de uma tradição ou de um gênero. Uma partida num armazém, na planície entrerriana, contada por um velho soldado da cavalaria de Urquiza, amigo de Hilario Ascasubi. A narração do suicídio seria uma história construída com a duplicidade e a condensação da vida de um homem numa cena ou ato único que define seu destino.

10. A variante fundamental que Borges introduziu na história do conto consistiu em fazer da construção cifrada da história 2 o tema principal.
Borges narra as manobras de alguém que constrói perversamente uma trama secreta com os materiais de uma história visível. Em "La Muerte y la Brújula", a história 2 é uma construção deliberada de Scharlach. O mesmo ocorre com Acevedo Bandeira em "El Muerto"; com Nolan em "Tema del Traidor y del Héroe"; com Emma Zunz.
Borges (como Poe, como Kafka) sabia transformar em argumento os problemas da forma de narrar.

11. O conto se constrói para fazer aparecer artificialmente algo que estava oculto. Reproduz a busca sempre renovada de uma experiência única que nos permita ver, sob a superfície opaca da vida, uma verdade secreta. "A visão instantânea que nos faz descobrir o desconhecido, não numa longínqua terra incógnita, mas no próprio coração do imediato", dizia Rimbaud.
Essa iluminação profana se transformou na forma do conto.

(em "O Laboratório do Escritor", Iluminuras). Tradução de Josely Vianna Baptista



Fonte :  Revista Macondo



Tortura



(Wislawa Szymborska, trad. de Regina Przybycien)

Nada mudou.
O corpo sente dor,
tem que comer, respirar, dormir,
a pele fina, o sangue sob a pele,
um bom estoque de dentes e unhas,
os ossos frágeis,
as juntas que se distendem.
Na tortura tudo isto conta.

Nada mudou.
O corpo treme como tremia
antes da fundação de Roma e depois,
no século vinte antes e depois de Cristo.
A tortura existe como existia, apenas o mundo ficou menor
e tudo que acontece, acontece como ali ao lado.

Nada mudou.
Apenas há mais gente.
Além das velhas acusações, surgem outras,
verdadeiras, imaginárias, efêmeras, ou nenhuma,
mas o grito com que o corpo responde
foi, é e será o grito da inocência
na mesmas escala imemorial e no mesmo tom.

Nada mudou.
Talvez os costumes, as cerimônias, talvez as danças.
O gesto das mãos protegendo a cabeça ainda é o mesmo.
O corpo se contorce, estica, luta,
derrubado cai, se dobra, roxo,
incha, baba e sangra.

Nada mudou.
Apenas a linha de fronteiras
de florestas, costas, desertos e icebergues.
Nestas paisagens a alma perambula,
desaparece, volta, se aproxima e se distancia,
desconhecida de si mesma, esquiva,
às vezes certa, às vezes incerta da sua própria existência,
enquanto o corpo é e é e é,
e não tem para onde ir.


O mar




Antes que o sonho (ou terror) tecessem
mitologias e cosmologias,
antes que o tempo se deitara em dias,
o mar, o sempre mar, já estava e era.

Quem é o mar? Quem é aquele violento
e antigo ser a roer os pilares
da terra e que é um e muitos mares
e abismo e resplandecer e acaso e vento?

Quem olha o vê pela primeira vez,
sempre. Com o assombro que as coisas
elementais deixam, as belas

tardes, a lua, o fogo de uma fogueira.
Quem é o mar, quem sou? O saberei no dia
posterior ao que acontece a agonia.

by Jorge Luis Borges/ tradução Ricardo Pozzo

Argentina, Diciembre 23 de 1980” o “Sueños y pesadillas de una noche de verano



by Juan Zapato

Estos hijos de puta no sueltan prenda cada día dan más trabajo, para qué sufrir si al final se van a cagar muriendo. A estas alturas poco me importa que delaten a alguien, si el médico nos permitiera subir el voltaje acabaríamos el trabajo en cuestión de minutos, si no hablaron hasta ahora no hablaran, si lo que desean es que acabemos con ellos cuanto antes –sus pensamientos son interrumpidos por las palabras de un suboficial.

Mañana es nochebuena y vendrá el capitán Fantino –anuncia el sumbo1 y agrega-, el sargento Roi ha comprado unos pan dulces, una caja de sidras y turrones, para darles a los guachos estos, no sé con qué dientes los van a poder morder, ¡este sargento! –riéndose se retira.

Mientras moja el elástico de flejes -de forma metódica y casi mecánica-, donde apoyará al próximo detenido-desaparecido, sueña con ver las caritas radiantes de sus hijos desenvolviendo los regalos que Papá Noel les traerá, la bici azul para Oscarcito y la cocinita para Maby. Son buenos chicos –se dice para sí. Imagina a Susana –su mujer- con el baby doll blanco que le ha comprado. A Federico su suegro cuando abra el sobre conteniendo el abono anual para ver a River Plate2, inclusive con lo cómodo que le quedará llegar al estadio desde la “ESMA”3 y a doña Rosa su suegra la que siempre dice ante toda la familia: “Maldonado es un primor, no es un yerno es un hijo mío, siempre tan cariñoso”. Y con las pagas extraordinarias que ha juntado podrán irse con los niños a Disneyworld.

Hoy le toca a la puta esta que está embarazada, lo único que me falta es que me lo vaya a parir aquí y me joda la Navidad –son sus pensamientos cargados de ecos que retumban en su cabeza. Una vez más acaba la tarea, los despojos de esa mujer inconsciente reposan unos minutos sobre ese catre hasta ser retirados y traigan a la siguiente.

Maldonado enciende un cigarrillo negro, juega con el humo, ondea aureolas de santidad que se evaporan y piensa en la cena de nochebuena.

Juan Zapato©

1 En el argot militar, denominación de suboficial.

2 Club Atlético River Plate.

3 Siglas de la Escuela de Mecánica de la Armada, centro clandestino de confinamiento y torturas de presos detenidos-desaparecidos durante la última dictadura en Argentina, ubicada en cercanías al estadio de futbol de River Plate.


La poesía es pólvora mojada



La poesía es pólvora mojada en medio de un lenguaje contaminado, que se desmantela antes de tocar tierra. Los sentidos cargados en el poema y su lenguaje, son cáscara, ceniza, polvo, y sólo el gusano prospera. La poesía es el cadáver exquisito proclamado por los surrealistas, pero yace a la intemperie, no como reina subyugada por la palabra, inefable dama, sino chasqueada por los dedos de un mesonero, empujada detrás del atril con vergüenza y miedo. No anida, no vuela, no sueña, no nada, y no dejan que el poema se sueñe así mismo en su pobre perfomance de tía solterona, quinceañera desdentada, gitana sin amuleto.

¿La poesía escribe su epitafio? No hay tal suicidio, ni corroboración y menos consentimiento. La poesía es casi un acto de fe, ni siquiera una vocación tardía o el soplo azucarado de un domingo bajo los frondosos robles o los ingenuos, melancólicos sauces llorones. De cualquier manera, la poesía subyace y yace bajo palabra, convicta de su olvido. Y bajo la lápida del mercado, aún respira. Ha superado la horca, la guillotina, la bala en la sien, la anestesia del tiempo, cloroformos burocráticos estatales, el infinito menosprecio privado y esta actual indolencia editorial, enfermedad terminal del mercado.

El mundo está en crisis, no la poesía. La culpa no la tiene la huella, sino quien la ignora o confunde, deja de percibir un camino. Forma sobre la forma, el poema es la nueva retórica, botón de una sola rosa, la que reinventa cada lectura. ¿La poesía muere en su cuna o tiene tradición en el futuro? Es un espejo al revés.

Rolando Gabrielli©

Nació en Santiago de Chile el 22 de febrero de 1947. Estudió Periodismo en la Universidad de Chile.  Ejerció hasta el 11 de septiembre de 1973 en su país. Fue Corresponsal Extranjero en Colombia y Panamá (1975-79).
Funcionario Internacional, experto en la industria bananera, encargado de estrategias para los ocho países de la región miembros de la UPEB, Editor de la publicación científico-técnica y económica, con circulación en 56 países, columnista de la revista alemana D+C (1979-89).  Escribe para varios periódicos panameños como Analista Internacional y trabaja en el programa de la Unión Europea-PNUD, Tips On Line, mercadeo de oportunidades empresariales vía Internet.  Asesor en estrategias empresariales, editor de Suplementos especializados, ha trabajado y lo hace actualmente en marketing.
Obtiene el Primer Premio de Poesía de la Federación de la Universidad de Chile en 1971, entre 200 libros y una mención Honrosa con su cuento Solángel, ese año, en ICEA Internacional, México.  Es becado en dos oportunidades por la Universidad Católica de Chile (Vicerrectoría de Comunicaciones, 1973, en Poesía y 1974, Prosa) Mención de Honor en Cuento infantil Caja de Ahorros Panamá, 1978. Mención de Honor en poesía con su libro Manifiesto Aldeano, Panamá años 2000.  Diploma de Honor Embajada de Chile, por su labor pro acercamiento cultural Panamá-Chile.  Ha dictado conferencias magistrales sobre en la Academia Panameña de la Lengua y Embajada de Chile, sobre Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Jorge Luis Borges y Jorge Teillier.  Es poeta, ensayista y narrador, tiene cinco libros de poesía para editar, un libro de cuentos, ensayos y dos novelas en proceso.  Reside en Panamá. Sus trabajos más recientes se encuentran en Internet en portales de Estados Unidos, Canadá, España, Chile, Argentina, Brasil, Suecia, Colombia, Venezuela.


“Mi tango triste”



Música: Aníbal Troilo
Letra: José María Contursi

interpreta: avejotace

Me torturé sin ti y entonces te busqué
por los caminos del recuerdo
y en el pasado más lejano te agitabas por volver,
y por librarte de ese infierno...
Y se arrastró hasta mí tu vida sin amor
con su dolor y su silencio
y disfrazamos un pasado que luchaba por querer volver.

Y fuiste tú
la que alegró mi soledad,
quien transformó en locura
mi pasión y mi ternura
y en horror mis horas mansas.

Tú...
Mi tango triste fuiste tú
y nadie existe más que tú
en mi destino...

Y hoy
te has hecho a un lado en mi camino...

Y es muy tarde ya
para volver llorando atrás
y contener la angustia
que por mustia
duele mucho más.

Se desgarró la luz y enmudeció mi voz
aquella noche sin palabras
al ver que tu alma estaba ausente y a tu lado siempre yo
como una cosa abandonada...

Y se arrastró hasta tí la sombra de otro amor
y de otra voz que te llamaba
y me sumiste en un pasado que luchaba por querer volver.



"É doloroso notar que encontramos erros semelhantes em duas escolas opostas: a escola burguesa e a escola socialista. Moralizemos! Moralizemos! brandam ambas com uma febre de missionários."

Charles Baudelaire


"Um bom assunto para romance é o que vem como uma peça inteira, de um só jato. É uma ideia-mãe de onde todas as outras decorrem. Não se é livre para escrever esta ou aquela coisa. Não se escolhe seu tema. Eis o que o público e os críticos não compreendem. O segredo das obras-primas está aí, na concordância entre o assunto e o temperamento do autor".

Gustave Flaubert

CANÇÃO DA MAIS ALTA TORRE




Inútil beleza
A tudo rendida,
Por delicadeza
Perdi minha vida.
Ah! que venha o instante
Que as almas encante.

Eu me digo: cessa,
Que ninguém te veja:
E sem a promessa
Do que quer que seja.
Não te impeça nada,
Excelsa morada.

De tanta paciência
Para sempre esqueço:
Temor e dolência
Aos céus ofereço,
E a sede sem peias
Me escurece as veias.

Assim esquecidas
Vão-se as Primaveras
Plenas e floridas
De incenso e de heras
Sob as notas foscas
De cem feias moscas.

Ah! Mil viuvezas
Da alma que chora
E só tem tristezas
De Nossa Senhora!
Alguém oraria
À Virgem Maria?

Inútil beleza
A tudo rendida,
Por delicadeza
Perdi minha vida.
Ah! que venha o instante
Que as almas encante!

 - Rimbaud

Maio, 1872

Tradução: Augusto de Campos