Foto colorida da Rússia
imperial, feita pelo pioneiro na técnica de fotografia em cores, Serguei
Prokudin-Gorsky, entre 1909 e 1915.
quinta-feira, 16 de janeiro de 2014
Shopping-center não é lugar de ser feliz - a imbecilização
do espaço público, que se volta para o show consumo como um deus - é a
afirmação da diferença mais estúpida, a de que é possível haver prazer ou mesmo
alguma alegria, na configuração urbana da qual fazemos parte. Exclusão,
diferença e segregação estão aí desde sempre, nada há de novo.
Heitor Ferraz Mello
Limites
(Juan Gelman)
Quem disse alguma vez: até aqui a sede,
até aqui a água?
Quem disse alguma vez: até aqui o ar,
até aqui o fogo?
Quem disse alguma vez: até aqui o amor,
até aqui o ódio?
Quem disse alguma vez: até aqui o homem,
até aqui não?
Somente a esperança tem joelhos nítidos.
Sangram.
La mujer vengada
Marqués de Sade
Remontémonos a las épocas gloriosas en las que Francia tenía
numerosos señores feudales que gobernaban despóticamente sus dominios, en vez
de treinta mil esclavos envilecidos ante un solo rey. Cerca de Fimes vivía el
señor de Longeville, en su vasto feudo, con una castellana morena, no demasiado
bella, pero muy impulsiva, avispada y sumamente amante de los placeres. Ella
contaba con unos veinticinco o veintisiete años de edad y él, como mucho,
treinta; pero, como llevaban casados ya diez años, cada uno hacía lo que podía
con objeto de procurarse las distracciones necesarias para aplacar el tedio
matrimonial. La población, o más bien el villorrio de Longeville, no ofrecía
excesivos estímulos; sin embargo, desde hacía dos años él se las arreglaba
discreta y satisfactoriamente con una campesina de dieciocho años, tranquila y
cariñosa, llamada Louison. La agradable tórtola acudía cada noche a los
aposentos de su señor a través de una escalera secreta, construida a tal efecto
en una de las torres, y por la mañana levantaba el vuelo antes de que la señora
entrara en la alcoba de su marido, cosa que solía hacer a la hora del almuerzo.
Desde luego, la señora de Longeville estaba perfectamente al
tanto de las incongruencias de su marido, pero como ello le daba la placentera
libertad de distraerse también por su cuenta, fingía ignorarlo todo. Nada mejor
que las esposas infieles, ya que están tan entretenidas ocultando sus propias
aventuras que vigilan las del prójimo mucho menos que las mojigatas. Quien la
alegraba a ella era un molinero llamado Colás, un musculoso jovenzuelo con
menos de veinte años, maleable como la harina y bello como una rosa, que al
igual que Louison se internaba secretamente en el castillo, acudía a la alcoba
de la señora y se metía en su lecho cuando todo estaba en silencio. Nada
hubiera turbado la felicidad apacible de estas dos adorables parejas si no
hubiera sido por el diablo, que se metió por medio, y se les hubiera podido
poner como ejemplo en toda Francia.
No se ría, estimado lector, por el uso que hago de la
palabra ejemplo, pues cuando la virtud está ausente, siempre es preferible el
vicio encubierto y prudente. ¿No es lo más acertado pecar sin provocar el
escándalo? ¿Qué peligro puede entrañar la existencia de un mal que nadie
conoce? Además, por muy censurable que pudiera parecer ese comportamiento, ¿no
constituirán un ejemplo más edificante el señor de Longeville, agradablemente
recostado en los cálidos brazos de su tierna campesina, y su respetable esposa,
discretamente abrazada a su apuesto molinero, que una de esas duquesas
parisinas que cambian cada mes de amante a los ojos de todos, mientras su
marido derrocha doscientos mil escudos anuales para mantener a una de esas
rameras deshonestas que usan el lujo como máscara para ocultar su desenfreno?
Así pues, repito, nada tan acertado como este discreto
arreglo que procuraba la felicidad de nuestros cuatro personajes, si no fuera
porque pronto vino la discordia a emponzoñar sus dulces existencias. Ocurría
que el señor de Longeville, como tantos maridos necios, tenía la injusta
pretensión de ser feliz sin que su esposa lo fuera también, y pensaba, como les
ocurre a las perdices, que nadie le vería con solo esconder la cabeza; de modo
que cuando descubrió los manejos de su mujer lo invadieron los celos, como si
su propia conducta no justificara suficientemente la de ella, y decidió
vengarse.
-Que me ponga los cuernos con un hombre de mi propia clase,
pase -se decía-. ¡Pero no con un molinero! ¡Eso sí que no! Colás, bribonzuelo,
tendrás que irte a moler a otro molino, ya que no quiero que nadie diga que el
de mi mujer sigue abierto para acoger tu simiente.
Y dado que el despotismo de estos señores feudales se
manifestaba siempre con la máxima crueldad, acostumbrados como estaban a
disponer legalmente de la vida y de la muerte de sus vasallos, el señor de
Longeville tomó la decisión de hacer desaparecer al infortunado molinero en el
foso que rodeaba el castillo.
-Clodomiro -ordenó un día a su cocinero- tú y tus muchachos
tienen que librarse de ese infame que está mancillando mi honra y la de mi
mujer.
-Muy fácil. Si lo deseas, podemos degollarlo y entregártelo
trinchado como si fuera un cochinillo.
-No, no será necesario tanto -respondió el señor de
Longeville- bastará con que lo metan en un saco lleno de piedras y lo dejen
caer al fondo del foso con ese equipaje.
-Haremos lo que mandas.
-Sí, pero antes habrá que darle caza.
-Lo atraparemos, señor; demasiado listo tendría que ser para
escaparse de esta. Lo atraparemos, puedes estar seguro.
-Hoy, como siempre, llegará al castillo a las nueve de la
noche -explicó el ultrajado esposo-. Vendrá atravesando el jardín; desde allí
entrará en el primer piso y se esconderá en la salita que hay junto a la
capilla, donde permanecerá oculto hasta que mi mujer piense que me he dormido y
vaya en su busca para llevarlo a la alcoba. Dejaremos que haga todo esto, pero
lo tendremos bien vigilado y lo atraparemos cuando menos se lo espere. Entonces
le dan de beber, para que se le calme el ardor.
El plan era perfecto, y sin duda el infortunado Colás
hubiera servido de alimento a los peces si todos se hubieran mantenido en
silencio. Pero Longeville había confiado sus planes a demasiada gente. Uno de
los ayudantes del cocinero, que estaba prendado de la señora y que,
probablemente, aspiraba a compartir con el molinero los favores de ella, en vez
de alegrarse por la desgracia de su rival como hubiera hecho cualquier otro
hombre celoso, corrió a desvelar el proyecto de su marido, y recibió por ello
un beso y dos relucientes escudos de oro que a él le parecieron de mucho menos
valor que aquel beso.
-Desde luego -comentó disgustada la señora de Longeville a
una de sus doncellas, que era partícipe de todos los enredos de su patrona- mi
marido es muy injusto. ¿No hace él lo que quiere? Y yo no digo ni palabra. Pero
luego se niega a que yo me resarza de todas esas noches de ayuno que me hace padecer.
Pues no lo voy a tolerar, eso sí que no. Escucha, Jeannette, ¿querrás ayudarme
con un plan que he maquinado para salvar a Colás y para poner en evidencia al
señor?
-Claro, señora, haré todo lo que me pidas... Ese pobre Colás
es un joven tan guapo, con esas caderas tan firmes y esos colores tan frescos.
Claro que sí, señora, ¿qué es lo que tengo que hacer?
-Debes avisar enseguida a Colás para que no se acerque al
castillo hasta que yo no se lo ordene. Y dile que te entregue la ropa que suele
ponerse para visitarme por las noches. Luego busca a Louison, la amante del
bellaco de mi esposo; explícale que vas de parte de él, y que es su deseo que
esta noche se ponga esas ropas, que tú llevarás preparadas en el delantal; dile
también que esta vez no venga por el camino habitual, sino que atraviese el
jardín, que entre por el patio al primer piso y que se esconda en la sala que
hay junto a la capilla hasta que el señor vaya a buscarla. Si te pregunta el
porqué de estos cambios, le contestas que es por los celos de la señora, que
está sospechando y que puede tener vigilada la ruta habitual. Y si se siente
atemorizada, haz lo que sea para que se tranquilice, pero sobre todo, insiste
en que no deje de acudir a la cita, ya que el señor tiene que tratar con ella
asuntos de la máxima importancia, relativos a la escena de celos que ha
mantenido conmigo.
Como la doncella cumplió el encargo a la perfección, allí
estaba escondida la infortunada Louison, a las nueve de la noche, en la sala
aneja a la capilla y vestida con las ropas Colás.
-¡Este es el momento! -ordenó Longeville a sus secuaces-.
Todos han visto esta infamia, ¿verdad, amigos?
-Así es, y vaya con el molinero, lo guapo que es.
-Pues ahora entran de golpe, le tapan la cabeza con un trapo
para que no grite, lo meten en el saco y al agua con él.
Así lo hicieron. La pobre Louison no pudo ni abrir la boca
para enmendar el error y al poco ya la habían lanzado al foso por la ventana de
la sala, metida en un saco lleno de pedruscos.
Una vez terminada la batalla, el señor de Longeville se
apresuró a sus aposentos para recibir a su amada, que según él pensaba debería
estar al llegar, pues lejos estaba de imaginar que se encontrara en un lugar
tan húmedo. En mitad de la noche, inquieto al comprobar que nadie aparecía, el
infeliz amante decidió acudir personalmente a la casa de Louison, aprovechando
la clara luz de la luna. (Por cierto, que este es el momento que aprovechó la
señora de Longeville para instalarse en el lecho de sus esposo, al que había
estado acechando.) Todo lo que pudo averiguar el señor de Longeville por boca
de los familiares de Louison fue que su amada había ido al castillo a la hora
de costumbre, aunque del extraño atuendo que llevaba nada le dijeron, ya que
ella lo había mantenido en secreto y había salido de la casa sin que nadie la
viera.
Ya de regreso en su alcoba, y a oscuras, porque la vela se
había apagado, se acercó al lecho y entonces es cuando sintió el aliento de una
mujer, que él no pudo menos que confundir con el de su bella Louison. Así que
sin pensárselo dos veces, se introdujo entre las sábanas y comenzó enseguida a
acariciar a su esposa y a emplear con ella las tiernas efusiones que solía
dedicar a su amada.
-¿Por qué me has hecho esperar tanto, bella mía? ¿Pero dónde
estabas, mi pequeña?
-¡Bellaco! -gritó entonces la señora de Longeville,
iluminando la estancia con una lámpara que tenía escondida-. Yo soy tu esposa,
no esa ramera a la que tú entregas el amor que solo a mi me corresponde.
-Me parece -respondió él fríamente-, que estoy en todo mi
derecho, máxime cuando llevas tanto tiempo engañándome de un modo tan
desvergonzado.
-¿Engañarte yo? ¿Con quién, si puede saberse ?
-¿Crees que ignoro las citas que mantienes con Colás, el
molinero, uno de los más viles de mis vasallos?
-Yo no podría rebajarme hasta tal punto. Estás loco. No se
de qué me hablas. Te desafío a que lo demuestres, si es que puedes -respondió
ella con arrogancia.
-Siendo sincero, eso me va a resultar un poco difícil, ya
que acabo de lanzar al foso a ese miserable que mancillaba mi honor, de modo
que no podrás volver a verlo nunca más.
-Esposo mío -replicó la castellana con descaro inusitado- si
a causa de tus celos desvariados has ordenado lanzar a algún desdichado al
agua, serás culpable de una terrible injusticia, porque como te he dicho, el
molinero no ha venido jamás al castillo a visitarme.
-¡Pero bueno! Al final voy a pensar que estoy loco...
-Pues nada más sencillo para aclarar este enredo. Que venga
ese vasallo del que estás tan ridículamente celoso. Que vaya Jeannette a
buscarlo, y ya veremos lo que ocurre.
La doncella, que estaba sobre aviso, obedeció en seguida y
trajo al molinero. Al señor de Longeville le costó creer lo que veía, y ordenó
que fueran a averiguar quien era, en ese caso, el arrojado al foso. Pronto
trajeron un cadáver, el de la desdichada Louison.
-¡Cielos! Es la mano de la providencia la causante de todo
esto, pero no me lamentaré ni indagaré más. Sin embargo, algo te voy a pedir:
ya que has logrado quitarte de en medio a la causante de tu desasosiego,
desembaracémonos también de quien me inquieta a mi. Que el molinero abandone la
comarca para siempre ¿Trato hecho?
-Sí, estoy de acuerdo. Que la paz y el amor renazcan entre
nosotros, para que nada pueda distanciarnos nunca más.
Colás desapareció para siempre, Louison fue enterrada y
desde entonces no se ha visto en toda Francia otro matrimonio más unido que el
de los Longeville.
FIN
Biblioteca Digital Ciudad Seva
Tobías Mindernickel
Thomas Mann
1
Una de las calles que llevan desde la Quaigasse, con una
pendiente bastante empinada, a la parte media de la ciudad, se llama el Camino
Gris. Hacia la mitad de esa calle y a mano derecha según se llega del río, está
la casa número 47, un edificio estrecho y de color turbio, que no se distingue
en nada de sus vecinos. En los bajos hay una mercería, donde puede comprarse lo
mismo chanclos de goma que aceite de ricino. Si se entra en el portal, después
de ver un patio en el que vagabundean los gatos, se encuentra una escalera de
madera estrecha y desgastada (en la que se respira un olor indescriptible a
humedad y pobreza) que conduce a los pisos. En el primero a la izquierda vive
un carpintero, a la derecha una comadrona. En el segundo a la izquierda vive un
zapatero remendón, a la derecha una señora que se pone a cantar en voz alta en
cuanto oye pasos en la escalera. En el tercero izquierda el piso está vacío, y
a la derecha vive un hombre llamado Mindernickel, cuyo nombre, para colmo, es
Tobías. Sobre este hombre hay una historia que debe ser contada, pues es
misteriosa y vergonzosa en demasía. El aspecto exterior de Mindernickel es
llamativo, extraño y ridículo. Si se le ve, por ejemplo, cuando sale a dar un
paseo, subiendo con su delgada figura por la calle, apoyándose en un bastón,
nos daremos cuenta de que va vestido de negro de pies a cabeza. Lleva un
sombrero de copa pasado de moda, campanudo y afieltrado, un gabán estrecho y
rozado por el uso y pantalones igualmente miserables, desflecados por abajo y tan
cortos que se ve el forro de goma de los botines. Por lo demás, debe decirse
que esta indumentaria está cepillada con el mayor cuidado. Su cuello
esquelético parece mucho más largo, por cuanto emerge de un cuello bajo y
vuelto de la ropa. El canoso cabello es liso y está peinado sobre las sienes;
la ancha ala del sombrero de copa sombrea un rostro afeitado y pálido de
mejillas hundidas, ojos irritados que raras veces se alzan del suelo, y dos
profundas arrugas que descienden desde la nariz hasta ambas comisuras de la
boca, amargamente dirigidas hacia abajo.
Mindernickel sale muy pocas veces de casa, y tiene sus
motivos, porque en seguida que aparece en la calle se reúnen muchos niños, lo
persiguen durante un buen trecho y ríen, se burlan y cantan: "¡Jo, jo,
Tobías!", le tiran del gabán, y la gente sale a la puerta y se divierte.
Mas él camina sin defenderse y mirando temerosamente a su alrededor, con los
hombros encogidos y la cabeza gacha, como una persona que camina bajo un
aguacero sin paraguas; y aunque se le ríen en la cara, de vez en cuando saluda
con una humilde cortesía a algunas de las personas que están a la puerta de sus
casas. Más tarde, cuando los mitos quedan atrás y nadie más lo conoce, y son
pocos los que se vuelven a mirarlo, sigue sin modificar esencialmente su
conducta: continúa mirando temerosamente y caminando encogido, como si sintiera
sobre sí mil miradas irónicas. Y cuando alza la vista del suelo, vacilante y
apocado, puede observarse el hecho extraño de que es incapaz de mirar con fijeza
a persona o cosa alguna. Parece, aunque suene raro, que le falte aquella
superioridad natural de la contemplación con que todo ser individual mira las
cosas del mundo; parece que se siente inferior a todas esas cosas, y sus ojos
inestables han de arrastrarse por el suelo frente a cualquier persona o cosa...
¿Qué ocurre con este hombre, que siempre está solo y parece
ser desgraciado en un grado extraordinario? Su indumentaria que quiere ser
burguesa, así como un cierto movimiento cuidadoso al pasarse la mano por la
barbilla, parecen indicar que no pertenece en modo alguno a la clase social en
cuyo seno vive. Dios sabe qué habrán hecho con él. Su rostro tiene un aspecto,
como si la vida, con una risotada de desprecio, lo hubiera golpeado en él con
el puño cerrado... Por otra parte, es muy posible que, sin haber recibido duros
golpes del destino, no haya sido capaz de enfrentarse a la existencia; y la
enfermiza inferioridad y estupidez de su aspecto produce la penosa impresión de
que la naturaleza le hubiera negado la medida de equilibrio, fuerza y aguante
necesarios para existir con la cabeza erguida.
Cuando, apoyado en su negro bastón, ha dado una vuelta por
la ciudad, vuelve -recibido en el Camino Gris por los aullidos de los niños- a
su vivienda; sube por la maloliente escalera a su habitación, que es pobre y
está desprovista de adornos. Sólo la cómoda, un sólido mueble estilo Imperio
con pesadas asas de metal, tiene belleza y valor. Ante su ventana, cuya vista
está irremediablemente tapada por la gris pared posterior de la casa vecina,
hay una maceta llena de tierra, en la que no crece nada; aun así, Tobías
Mindernickel se acerca a veces a ella, contempla la maceta y huele la tierra.
Junto a esta habitación hay una pequeña alcoba.
Cuando entra, Tobías coloca el sombrero y el bastón sobre la
mesa, se sienta sobre el sofá tapizado de verde, que huele a polvo, apoya la
barbilla en la mano y contempla el suelo ante sí, con las cejas alzadas. Parece
que no tenga otra cosa que hacer en el mundo.
Por lo que se refiere al carácter de Mindernickel, es muy
difícil emitir una opinión; el siguiente incidente parece hablar en su favor.
Cuando aquel hombre extraño salió cierto día de su casa y, como siempre, se
reunió una pandilla de niños que lo perseguía con exclamaciones de burla y
risas, un niño de unos diez años tropezó con el pie de un compañero y se cayó
al suelo con tanta violencia, que le brotó la sangre de la nariz y de la frente
y se quedó caído, llorando. Entonces Tobías se volvió, corrió hacia el niño caído,
e inclinándose sobre él empezó a compadecerle con voz suave y temblorosa.
-Pobre niño -decía-, ¿te has hecho daño? ¡Estás sangrando!
¡Miren, le corre sangre por la frente! Sí, sí, has tenido una caída muy mala.
Claro, duele tanto, y por eso llora, pobre niño. ¡Cuánta compasión te tengo! Ha
sido culpa tuya, pero te voy a vendar la frente con mi pañuelo... así. Bueno,
ahora tranquilízate; voy a levantarte...
Y con estas palabras, después de haber vendado efectivamente
al pequeño con su propio pañuelo, lo puso en pie con cuidado y se alejó. Mas su
actitud y su rostro mostraban en este instante una expresión muy distinta de la
corriente. Caminaba con firmeza y erguido, y su pecho respiraba con fuerza bajo
el estrecho gabán; sus ojos parecían haberse hecho más grandes, tenían brillo y
se fijaban con firmeza en las personas y las cosas, mientras que en su boca
había un gesto de dolorosa felicidad...
Este incidente tuvo como consecuencia que disminuyeran las
burlas de la gente del Camino Gris durante unos días. Al cabo de algún tiempo,
sin embargo, se había olvidado su sorprendente conducta, y una multitud de
gargantas sanas, alegres y crueles volvió a cantar detrás del hombre encogido y
abúlico: "¡Jo, jo, Tobías!"
2
Una mañana soleada, a las once, Tobías abandonó la casa y
cruzó toda la ciudad hasta el Lerchenberg, aquella colina alargada que durante
las horas de la tarde constituía el paseo más distinguido de la ciudad, pero
que, dada la excelente primavera que reinaba, también a aquella hora estaba
concurrida por algunos coches y peatones. Bajo un árbol de la gran avenida
principal había un hombre con un perro de caza de poca edad, sujeto por una
correa, que aquél mostraba a los paseantes con la evidente intención de
venderlo; era un animal pequeño y musculoso, de pelo amarillo, tendría unos
cuatro meses, con un anillo negro en un ojo y una oreja negra.
Cuando Tobías observó esto, a una distancia de unos diez
pasos, se detuvo, se pasó la mano varias veces por la barbilla y contempló
pensativamente al vendedor y al pequeño can, que movía el rabo, alerta. Luego
siguió caminando; dio tres vueltas al árbol, apretándose la boca con el puño
del bastón, y finalmente se acercó al hombre y le dijo, mientras contemplaba
fijamente al animal.
-¿Cuánto vale este perro?
-Son diez marcos -respondió el hombre.
Tobías permaneció silencioso durante un momento y dijo
luego, indeciso:
-¿Diez marcos?
-Sí -dijo el hombre.
Entonces Tobías sacó una bolsa de cuero negro del bolsillo,
extrajo de la misma un billete de cinco marcos, una moneda de tres y una de
dos, entregó rápidamente este dinero al vendedor, cogió la correa y tiró de
ella rápidamente, encogido y mirando con temor a su alrededor, ya que algunas
personas habían observado la compra y se reían, llevándose al animal, que
chillaba y se resistía. Se resistió durante todo el camino, apoyando las patas
delanteras en el suelo y contemplando con una temerosa interrogación a su nuevo
dueño; pero éste siguió tirando con energía y en silencio, y cruzó con fortuna
la ciudad.
Entre la juventud callejera del Camino Gris se produjo un
enorme tumulto cuando apareció Tobías con el perro; pero él lo cogió en brazos,
se inclinó sobre él y se apresuró a ganar las escaleras y su habitación,
perseguido por los gritos burlones y las risotadas. Al llegar puso al perro,
que lloriqueaba sin parar, en el suelo, lo acarició satisfecho y dijo luego,
condescendiente:
-Bueno, bueno; ya ves que no tienes por qué tenerme miedo,
perro.
A continuación sacó de un estante de la cómoda un plato con
carne cocida y patatas, y lanzó al animal una parte, con lo que éste cesó en
sus quejas y devoró la comida entre señales de satisfacción.
-Te llamarás Esaú -dijo Tobías-. ¿Me entiendes? Esaú. Te
será fácil recordar un sonido tan sencillo...
Y, señalando el suelo a sus pies, exclamó en tono imperioso:
-¡Esaú!
El perro, esperando quizá recibir algo más de comida, se
acercó y Tobías le palmeó el costado, satisfecho, mientras comentaba:
-Así es, amigo mío. Te estás portando bien.
Luego retrocedió unos pasos, señaló el suelo y repitió de
nuevo:
-¡Esaú!
Y el animal, que se había animado, se acercó de un salto y
lamió las botas de su amo.
Con la satisfacción de dar órdenes y verlas realizadas,
Tobías repitió este ejercicio incansablemente, hasta doce o catorce veces;
finalmente el perro pareció cansarse y tener ganas de descansar y hacer la
digestión, y se echó en el suelo en la pose graciosa e inteligente de los
perros de caza, estirando ante sí las dos patas delanteras, largas y de fina
nerviación.
-¡Otra vez! -dijo Tobías-. ¡Esaú!
Pero Esaú volvió la cabeza a un lado y continuó en su lugar.
-¡Esaú! -exclamó Tobías con la voz alzada imperiosamente-.
¡Debes venir aunque estés cansado!
Pero Esaú apoyó la cabeza sobre sus patas, sin pensar
siquiera en levantarse.
-Oye -dijo Tobías, y su voz estaba cargada de una sorda y
terrible amenaza- ¡obedece o sabrás que no es bueno provocarme!
El animal se limitó a mover un poco el rabo.
Ahora se apoderó de Tobías una rabia infinita, injustificada
y loca. Cogió su bastón negro, levantó a Esaú por la piel de la nuca y comenzó
a apalear al animal sin hacer caso de sus aullidos, mientras repetía una y otra
vez, fuera de sí y con voz terriblemente silbante:
-¿Cómo? ¿No obedeces? ¿Te atreves a desobedecerme?
Por fin arrojó el bastón a un lado, puso en el suelo al
perro, que temblaba, y comenzó a pasearse arriba y abajo ante él, con las manos
a la espalda y respirando hondamente, mientras que de vez en cuando dirigía al
perro una mirada iracunda y orgullosa. Después de haberse paseado así durante
algún tiempo, se detuvo junto al animal, que se volvió de espaldas al suelo y
movía las patas implorante, cruzó las manos sobre el pecho y habló con la
mirada terriblemente dura y fría y el tono con que Napoleón se dirigía a la
compañía que perdía su bandera en la batalla:
-¿Cómo te has portado, si puede saberse?
El perro, agradecido sólo por esta aproximación, se acercó
aún más a rastras, se apretó contra la pierna de su dueño y miró hacia arriba
con sus ojos humildes. Durante un buen rato, Tobías contempló al humillado ser
desde su altura y en silencio; mas luego, cuando sintió aquel calor conmovedor
en su pierna, recogió a Esaú y lo levantó.
-Está bien, voy a tener compasión de ti -dijo, pero cuando
el buen animal comenzó a lamerle la cara, su estado de ánimo se transformó en
emoción y melancolía. Oprimió al perro contra sí con doloroso cariño, sus ojos
se llenaron de lágrimas, y sin articular bien las frases comenzó a repetir con
voz ahogada:
-Mira, eres mi único... mi único...
Luego acostó a Esaú con todo cuidado en el sofá, se sentó
junto a él, apoyó la barbilla en la mano y lo contempló con gran dulzura y
recogimiento.
3
Desde entonces Tobías Mindernickel abandonaba su casa aún
menos que antes, pues no se sentía inclinado a mostrarse en público con Esaú.
Dedicó toda su atención al perro; más aún, de la mañana a la noche no se
ocupaba en otra cosa sino darle de comer, limpiarle los ojos, darle órdenes,
reñirle y hablar con él como si de un ser humano se tratase. La cosa era que no
siempre Esaú se portaba a su gusto. Cuando se echaba en el sofá, soñoliento por
falta de aire y de libertad, y lo miraba con ojos melancólicos, Tobías se
sentía lleno de contento; se sentaba en actitud recogida y satisfecha y
acariciaba compasivamente el pelo de Esaú, diciéndole:
-¿Me miras dolorosamente, amigo mío? Sí, sí; la vida es
triste, y así has de verlo, aunque seas tan joven...
Pero cuando el animal, enloquecido por el instinto de la
caza y del juego, corría por la habitación, se peleaba con una zapatilla,
saltaba a las sillas y daba vueltas de campana en su exceso de vitalidad,
Tobías seguía sus movimientos de lejos, con una mirada de desorientación,
disgusto e inseguridad, y una sonrisa desagradable y rabiosa, hasta que lo
llamaba en tono iracundo, gritándole:
-Deja de hacer el loco. No hay motivo para danzar por ahí.
Una vez ocurrió incluso que Esaú se escapó de la habitación
y bajó la escalera hasta la calle, donde empezó en seguida a perseguir un gato,
devorar excrementos de caballo, a pelearse y jugar con los niños, ebrio de
felicidad. Cuando apareció Tobías, entre el aplauso y las risas de toda la
calle, con el rostro dolorosamente desencajado, ocurrió lo triste: que el perro
huyó de su dueño a grandes saltos... Este día Tobías le pegó durante largo rato
y con encarnizamiento.
Cierto día -el perro le pertenecía desde hacía algunas
semanas- Tobías sacó un pan de la cómoda para dar de comer a Esaú, y comenzó a
cortarlo en pequeños trozos -que dejaba caer al suelo-, por medio de un cuchillo
de gran tamaño, con mango de hueso, que solía utilizar para este fin. El
animal, loco de apetito y ganas de jugar, saltó hacia él a ciegas, clavándose
el cuchillo torpemente manejado en la paletilla, y cayó al suelo, retorciéndose
y sangrando.
Asustado, Tobías dejó todo de lado y se inclinó sobre el
herido; pero de repente se transformó la expresión de su rostro, y es cierto
que hubo en él un reflejo de alivio y alegría. Cuidadosamente llevó al perro a
su sofá, y nadie podría imaginar con qué entrega comenzó a cuidar al enfermo.
Durante el día no se separaba de él; por la noche lo dejaba dormir en su propia
cama, lo lavaba y vendaba, y lo acariciaba, consolaba y compadecía con
incansable afán y cuidado.
-¿Duele mucho? -decía-. Sí, sí; sufres amargamente, pobre
animal. Pero calla, hemos de soportarlo.
Su rostro se veía sereno, melancólico y feliz al pronunciar
tales palabras.
Mas en el mismo grado que Esaú fue recuperando fuerzas,
volviéndose más alegre y curándose, el comportamiento de Tobías fue haciéndose
inquieto y descontento. Ahora no consideraba necesario ocuparse de la herida,
sino que se limitaba a expresar su compasión mediante palabras y caricias. Sólo
que la curación fue progresando; Esaú tenía una buena naturaleza, y ya
comenzaba a moverse por la habitación; cierto día, después de haber vaciado un
plato de leche y gachas, saltó del sofá sintiéndose completamente sano y se
puso a correr con alegres ladridos y el antiguo entusiasmo por las dos
habitaciones, comenzando a tirar de las mantas, a cazar zapatillas y a dar
alegres vueltas de campana.
Tobías estaba de pie ante la ventana, junto a la maceta, y
mientras una de sus manos, que salía de las deshilachadas mangas larga y
delgada, torcía un mechón del cabello peinado sobre las sienes, su figura se
destacaba negra y extraña del muro gris de la casa vecina. Su rostro estaba
pálido y desfigurado por la amargura, y seguía con la mirada rabiosa, confusa y
llena de envidia y maldad las piruetas de Esaú. De súbito se dio un impulso,
caminó hacia él y lo detuvo, tornándolo lentamente en sus brazos.
-Mi pobre animal -comenzó con voz lastimera; pero Esaú,
lleno de ánimos y poco inclinado a seguir permitiendo aquel trato, cogió la
mano que quería acariciarlo, se escapó de los brazos, saltó al suelo haciendo
una alegre finta y con un ladrido salió corriendo. Lo que ocurrió entonces es
algo tan incomprensible e infame, que me niego a relatarlo con detalle. Tobías
Mindernickel se quedó de pie, adelantando un poco los brazos colgantes a lo
largo del cuerpo. Sus labios estaban apretados y los ojos se movían de un modo
terrible en sus órbitas. Y luego, repentinamente, en una especie de ataque de
locura, cogió al animal; en su mano brilló un gran objeto metálico, y con un
corte que llegaba desde el hombro derecho hasta muy hondo en el pecho el perro
cayó al suelo sin proferir sonido alguno. Quedó caído de lado, tembloroso y
sangrando... En el mismo instante fue depositado sobre el sofá, y Tobías estuvo
arrodillado ante él, oprimiendo una tela contra la herida y balbuciendo:
-¡Mi pobre animal! ¡Mi pobre animal! ¡Qué triste es todo
esto! ¡Qué tristes somos los dos! ¿Sufres? Sí, sí, sé que sufres... ¡qué
lamentable estado el tuyo! Pero yo, yo estoy contigo. ¡Yo te consolaré! Mi
mejor pañuelo...
Pero Esaú permanecía echado, con un estertor. Sus ojos,
turbios e interrogantes, se volvían hacia su amo sin comprender, llenos de
inocencia y de queja... y luego estiró un poco sus patas y murió.
Tobías permaneció inmóvil. Tenía la cabeza apoyada en el
cuerpo de Esaú y lloraba amargamente.
FIN
Biblioteca Digital Ciudad Seva
Velorio del solo
(Juan Gelman)
Especialmente anda preocupado
por el tiempo, la vida, otras cositas como ser
morir sin haberse alcanzado a sí mismo.
En esto era tenaz y los días de lluvia
salía a preguntar si lo habían visto
a bordo de unos ojos de mujer
o en las costas del Brasil amando su estampido
o en el entierro de su inocencia (muy particularmente).
Siempre tuvo palabras o pálidos y pobres pedazos
de amores sin usar, de grandes vientos,
trece veces estuvo por entrar a la muerte
pero volvió, de acostumbrado, decía.
Entre otras cosas quiso
que alguno más entendiera este mundo
con lo que horrorizaba a la propia soledad.
Hoy lo velan tan espantosamente aquí mismo,
entre estas paredes por las que resbalan todavía sus puras
maldiciones,
desde su rostro cae el ruido de las barbas aún vivas
y nadie que lo huela
llegará a imaginar cómo deseaba gozar con el misterio
del amor inocente,
darle agua a sus niños.
Mientras devuelve la piel y los huesos prestados al
descuido
mira a lo lejos su figura y se persigue
por lo cual sin duda pronto
va a empezar a llover.
Epitafio
Un pájaro vivía en mí.
Una flor viajaba en mi sangre.
Mi corazón era un violín.
Quise o no quise. Pero a veces
me quisieron. También a mí
me alegraban: la primavera,
las manos juntas, lo feliz.
¡Digo que el hombre debe serlo!
Aquí yace un pájaro.
Una flor.
Un violín.
Juan Gelman
La ciudad
Dices: "Iré a otra tierra, hacia otro mar
y una
ciudad mejor con certeza hallaré.
Pues cada esfuerzo mío está aquí condenado,
Y muere mi corazón
lo mismo que mis pensamientos en esta desolada languidez.
Donde vuelvo los ojos sólo veo
las oscuras ruinas de mi vida
y los muchos años que aquí pasé o destruí".
No hallarás otra tierra ni otro mar.
La ciudad irá en ti siempre. Volverás
a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu
vejez;
en la misma casa encanecerás.
Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques -no la
hay-
ni caminos ni barco para ti.
La vida que aquí perdiste
la has destruido en toda la tierra.
Constantino Cavafis
Biblioteca Digital Ciudad Seva
Versos do testamento
A solidão: é preciso ser muito forte
para amar a solidão; é preciso ter pernas firmes
e uma resistência fora do comum; não se deve arriscar
pegar um resfriado, gripe ou dor de garganta; não se devem
temer
assaltantes ou assassinos; há que caminhar
por toda a tarde ou talvez por toda a noite
é preciso saber fazê-lo sem dar-se conta; sentar-se nem
pensar;
sobretudo no inverno, com o vento que sopra na grama molhada
e grandes pedras em meio à sujeira úmida e lamacenta;
não existe realmente nenhum conforto, sobre isso não há
dúvida,
exceto o de ter pela frente todo um dia e uma noite
sem obrigações ou limites de qualquer espécie.
O sexo é um pretexto. Sejam quais forem os encontros
― e mesmo no inverno, pelas ruas abandonadas ao vento,
ao longo das fileiras de lixo junto aos edifícios distantes,
que são muitos ― eles não passam de momentos da solidão;
mais quente e vivo é o corpo gentil
que exala sêmen e se vai,
mais frio e mortal é o querido deserto ao redor;
é isso o que enche de alegria, como um vento milagroso,
não o sorriso inocente ou a prepotência turva
de quem depois vai embora; ele traz consigo uma juventude
enormemente jovem; e nisso é desumano,
porque não deixa rastros, ou melhor, deixa um único rastro
que é sempre o mesmo em todas as estações.
Um jovem em seus primeiros amores
não é senão a fecundidade do mundo.
É o mundo que chega assim com ele; aparece e desaparece,
como uma forma que muda. Restam intactas todas as coisas,
e você poderia percorrer meia cidade, não voltaria a
encontrá-lo;
o ato está cumprido, sua repetição é um rito; pois
a solidão é ainda maior se uma multidão inteira
espera sua vez; cresce de fato o número dos desaparecimentos
―
ir embora é fugir ― e o instante seguinte paira sobre o
presente
como um dever; um sacrifício a cumprir como um desejo de
morte.
Ao envelhecer, porém, o cansaço começa a se fazer sentir,
sobretudo naquela hora imediatamente após o jantar,
e para você nada mudou; e então por um triz você não grita
ou chora;
e isso seria enorme se não fosse mesmo apenas cansaço,
e talvez um pouco de fome. Enorme, porque significaria
que o seu desejo de solidão já não poderia mais ser
satisfeito;
e então o que o aguarda, se isto que não se considera
solidão
é a verdadeira solidão, aquela que você não pode aceitar?
Não há almoço ou jantar ou satisfação do mundo
que valha uma caminhada sem fim pelas ruas pobres,
onde é preciso ser desgraçado e forte, irmão dos cães.
Pier Paolo Pasolini, em “Trasumanar e organizzar”
Tradução de Cide Piquet e Davi Pessoa
fonte Ricardo Corona
Pastores da Noite
“E, se não fôssemos nós, pontais ao crepúsculo, vagarosos
caminhantes dos prados do luar, como iria a noite – suas estrelas acendidas,
suas esgarçadas nuvens, seu manto de negrume – como iria ela, perdida e
solitária, acertar os caminhos tortuosos dessa cidade de becos e ladeiras? Em
cada ladeira um ebó, em cada esquina um mistério, em cada coração noturno grito
de súplica, uma pena de amor, gosto de fome nas bocas de silêncio, e Exu solto
na perigosa hora das encruzilhadas.”
- Jorge Amado, em "Pastores da Noite".
JUAN GELMAN SE FOI
Affonso Romano Santanna
As redes sociais e jornais já estão dando o falecimento
desse poeta ligado às lutas contra a ditadura no Cone Sul. Eu o encontrei
varias vezes. E achei no meio dos meus guardados esse texto que diz da tragédia
que povoou a vida de Juan Guelman:
"- Essa sua estória é já roteiro para um filme- disse
ao poeta Juan Gelman naquela conversa no aeroporto de Oaxaca(México), ao final
do Encontro de Poetas do Mundo Latino.
Triste. Patético filme, é verdade. Mas, emblemático daqueles
anos de chumbo e sangue, em torno de 60, 70 e 80, quando Brasil, Chile,
Argentina e Uruguai institucionalizaram a violência ditatorial. Por aí,
diz-se,“ desapareceram “ trinta mil pessoas.
Havia eu estado com Gelman há alguns anos em outro festival
de poesia, não sei se na Colômbia ou Costa Rica. Ele já era um personagem não
só emblemático, mas trágico e lírico de nossas ditaduras recentes. Agora, no
claustro do convento barroco de São Domingos, no crepúsculo dessa cidade
colonial mexicana, diante de um público sentado sob os arcos dos corredores,
dizíamos poemas . E Gelman, justamente homenageado, revelava que foi a partir
de Oaxaca, há um ano, que ganhou força o movimento internacional para localizar
e recuperar sua neta, cujos pais foram aniquilados pelos militares argentinos e
uruguaios.
No aeroporto, talvez porque sendo o aeroporto espaço de
partida e isto lhe possibitasse uma breve ou nenhuma resposta, perguntei a
Gelman:- E como ficou a estória de sua neta? E o avião se atrasou, e a conversa
se prolongou, se prolongou como só se prolongam nossa perplexidade diante da
estupidez humana ou, ao contrário, nossa alma diante da esperança.
Há alguns meses computadores de todo o mundo ficaram
entupidos de e-mails protestando contra o fato de que o então presidente do
Uruguai-Julio Sanguineti, se negava a apurar a denúncia de que estava viva a
neta de Juan Gelman, roubada de seus pais assassinados pelos militares e
educada por um policial uruguaio e sua mulher . Dez prêmios Nobel se
manifestaram. Saramago escreveu uma bela carta a Juan. Gunter Grass escreveu
outra carta diretamente ao presidente uruguaio, que em resposta sugeriu que
Grass estava sendo manipulado. No entanto, os fatos eram esses: a menina havia
nascido quando Cláudia, nora de Gelman estava presa em Montevideo. Antes,
grávida de sete meses, Cláudia fora levada da Argentina para o Uruguai, pois as
forças repressoras do Cone Sul trocavam prisioneiros não só para mapear a
guerrilha e a oposição, mas para poder liquidá-los sem deixar pistas em seus
países de origem. No final do livro “Notas” escrito em 1979, Gelman dizia : “El
26 de agosto de 1976 mi hijo Marcelo Ariel y su mujer Claudia, encinta, fueran
secuestrados en Buenos Aires por un comando militar. El hijo de ambos nació y
murió en el campo de concentración. Como en decenas de miles de otros casos, la
dictadura militar reconoció oficialmente a estos “desaparecidos”. Habló de” los
ausentes para siempre”. Hasta que no vea sus cadávares o a sus asesinos, nunca
los daré por muertos”.
Já Marcelo -o filho de Gelman, foi um dos oito cadávares com
um tiro na nuca, largados dentro de caixotes e latões cheios de pedra nos
arredores de Buenos Aires. Essa insólita mercadoria , já `a epoca, chamou a
atenção de outros setores da repressão e dos próprios coveiros, por várias
razões. Entre elas, porque um dos cadáveres era o de uma mulher grávida. E esta
ao invés de um tiro na nuca tinha um tiro no ventre.
Os coveiros, mesmo acostumados `as variantes da morte não
esqueceram aquilo. E quando anos depois se iniciaram as investigações, puderam
indicar onde os corpos estavam clandestinamente sepultados. Gelman, então,
narra que foi fundamental a colaboração da memória de vizinhos, de
ex-terroristas e até mesmo de alguns considerados traidores, para que se
retraçasse o percurso da fatalidade. Um verdadeiro quebra-cabeças, ao melhor
estilo romanesco policial. Por isto, falei de roteiro cinematográfico, aludindo
a como se foram aglutinando informações , por exemplo, de prisioneiros que
ouviam o choro de um bebê na cela ao lado, a data em que isto ocorreu, a
passagem por ali da nora de Gelman até os recentes exames de DNA, que
confirmaram tudo.
Por coincidência no dia em que volto do México o JB traz
ampla matéria sobre os “ Bebês nas malhas da Operação Condor” dizendo como o
grupo das mães divergem do grupo das avós da Praça de Maio nas suas estratégias
de luta para esclarecer tais crimes. E isto reafirma o que Gelman dizia, que
teve que atuar muitas vezes `a revelia desses grupos institucionalizados.
O policial que adotou a recém-nascida, morreu há pouco. (Dizem
que Sanguineti até compareceu ao seu enterro). Sua esposa nunca tinha tido
filhos e aos 48 anos recebeu aquele presente dos céus. Ou do inferno. Pergunto,
então, já convertido em repórter , sobre essa mulher que adotou a garota. Ela
entendeu a nova situação melhor do que se esperava. Desenvolveu-se entre ela e
a segunda mulher de Gelman, a psicanalista Mara, uma relação de confiança.
Pergunto pela menina, hoje uma jovem de 23 anos. Não deve ser fácil a essa
altura da vida levar um solavanco desses. Não apenas pelo fato em si, já
desestabilizador, mas porque seu avô é uma personalidade internacional e o fato
extrapolou os limites domésticos.
A menina, dentro das circunstâncias, reagiu bem. Gelman e
ela tiveram encontros naturalmente emocionados. Ela continua, porém no Uruguai.
Gelman vive no México. Mas o mais surpreendente, outra vez, veio do sistema, da
parte de uma juíza que, lá pelas tantas, chegou a ameaçar de prisão a jovem se
ela não obedecesse a certas exigências do processo. E o pior: mandou realmente
prender a moça, que presa ficaria todo o dia, não fosse o chamado clamor
público, horrorizado como mais esse horror dentro dos horrores.
Volto ao Brasil e ao escrever esta crônica releio poemas de
Gelman. E reconsidero, não, não é necessário nenhum roteiro cinematográfico
sobre essa tragédia. Está tudo em sua poesia.Uma delas, intitulada “ La
economia es una ciência”, ilustrativa e profeticamente dá um recado aos
governantes de hoje: “ En el decenio que siguió a la crisis/ se notó la
declinación del coeficiente de ternura/ en todos los países considerados / o
sea/ tu país/ mi país/ los países que crecían entre tu alma e mi alma de
repente”."
(1.11.2000)
Las sepulcrales
Guy de Maupassant
Estaban acabando de cenar. Eran cinco amigos, ya maduros,
todos hombres de mundo y ricos; tres de ellos casados, los otros dos solteros.
Se reunían así todos los meses, en recuerdo de sus tiempos mozos; acabada la
cena, permanecían conversando hasta las dos de la madrugada. Seguían
manteniendo amistad íntima, les agradaba verse juntos, y eran tal vez aquellas
veladas las más felices de su vida. Charlaban de todo, de todo lo que al hombre
de París interesa y divierte. Al estilo de los salones de entonces, hacían de
viva voz un repaso de lo leído en los diarios de la mañana.
Uno de los más alegres entre los cinco era José de Bardón,
soltero, quien sólo pensaba en vivir de la manera más caprichosa la vida
parisiense. No era un libertino, ni un depravado; más bien era versátil, el
calaverón todavía joven, porque apenas alcanzaba los cuarenta. Hombre de mundo,
en el más amplio y benévolo sentido que se puede asignar al vocablo, estaba
dotado de mucho ingenio, aunque no de gran profundidad; enterado de muchas
cosas, no llegaba por eso a ser un verdadero erudito; rápido en el comprender,
pero sin verdadero dominio de las materias, convertía sus observaciones y
aventuras -cuanto veía, se encontraba o descubría- en episodios de novela a un
tiempo cómica y filosófica, y en comentarios humorísticos que le daban en la
capital fama de hombre inteligente.
Le correspondía en aquellas cenas el papel de orador. Se
daba por descontado que siempre contaría algún lance, y él llevaba su cuento
preparado. No aguardó, para entrar en materia, a que se lo pidiesen.
Fumando, con los codos sobre la mesa, una copita de fine
champagne a medio llenar delante de su platillo, entumecido por aquella
atmósfera de humo de tabaco aromatizado por el vaho del café caliente, se
sentía en su propio elemento, como ciertos seres que en determinados lugares y
circunstancias parecen estar como en casa; por ejemplo: una beata en la iglesia
o un pez de colores en su globo de cristal.
Entre bocanada y bocanada de humo, comenzó a decir:
-Me ocurrió no hace mucho una curiosa aventura.
De todas las bocas salió casi a un tiempo la misma petición:
"¡Venga!"
Él prosiguió:
-Allá voy. Ya saben que yo recorro París como los
coleccionistas de chucherías los escaparates. Ando al acecho de escenas, de
tipos, de cuanto pasa por la calle y de cuanto en la calle ocurre.
"Hacia la mitad de septiembre, con unos días
magníficos, salí de casa por la tarde, sin rumbo fijo. Más o menos, nunca falta
ese deseo indefinido de visitar a una mujer bonita cualquiera. Se hace un
repaso mental de las que conocemos, comparándolas, sopesando el interés que nos
inspiran, el encanto que sobre nosotros ejercen, y se deja uno llevar por la
preferida del día. Pero un sol hermoso y una atmósfera tibia borran muchas
veces las ganas de hacer visitas.
"Esa tarde hacía un sol hermoso y una atmósfera tibia;
encendí un cigarro y me dejé ir, sin pensarlo siquiera, hacia los bulevares
exteriores. Caminando sin rumbo ni propósito, me asaltó de improviso la idea de
seguir hasta el cementerio de Montmartre y penetrar en él. A mí me gustan mucho
los cementerios; responden a la necesidad que siento de sosiego y de
melancolía. Hay en ellos, además, buenos amigos a los que ya nadie visita; yo
sí voy a verlos de cuando en cuando. En ese cementerio de Montmartre,
precisamente, tengo un capítulo de amor, una querida que me hizo sufrir mucho y
sentir mucho: una mujercita adorable, cuyo recuerdo me deja profundamente
dolorido, pero también pesaroso..., pesaroso por muchos conceptos... Sobre su
tumba suelo abandonarme a mis pensamientos... Todo ha acabado para ella.
"Mi amor a los cementerios nace también de que son
ciudades enormes, habitadas por un número prodigioso de personas. Imagínense la
cifra de muertos que habrá en espacio tan reducido, la cantidad de generaciones
de parisienses que están alojadas allí para siempre, trogloditas perpetuos,
encerrados cada cual en su pequeña bóveda cubierta con una piedra o marcada con
una cruz, mientras los imbéciles de los vivos exigen tanto espacio y arman
tanto estrépito.
"Hay más aún: en los cementerios hallamos monumentos
casi tan interesantes como en los museos. Tengo que decir que la tumba de
Cavaignac me ha traído el recuerdo de la obra maestra de Jean Goujon, la
estatua yacente de Luis de Brézé, en la capilla subterránea de la catedral de
Ruán; de ahí ha salido, señores, ese arte que llamamos moderno y realista. La
estatua yacente de Luis de Brézé tiene más de verdad, más de carne que se quedó
petrificada en las convulsiones de la agonía que todos los cadáveres dislocados
que hoy se someten al tormento sobre las tumbas.
"Puédese admirar también en el cementerio de Montmartre
el monumento de Baudin, obra que tiene cierta majestad; el de Gautier, el de
Murger. ¿Quién depositaría en éste la solitaria y modesta corona de amarillas
siemprevivas que vi yo hace poco? ¿Las llevó la última superviviente de sus
alegres modistillas, viejísima ya y tal vez hoy portera de algún inmueble de
los alrededores? ¡El monumento tiene una linda estatuilla de Millet, carcomida
de suciedad y de abandono! ¡Para que cantes a la juventud, oh, Murger!
"Entré, pues, en el cementerio de Montmartre, y me
sentí de pronto impregnado de tristeza, pero no de una tristeza exagerada, sino
de una de esas tristezas capaces de sugerir al hombre que goza de buena salud
esta reflexión: 'No es muy alegre este lugar; pero de aquí a que yo venga ha de
pasar un tiempo...'
"El ambiente de otoño, con su olor a tibia humedad de
hojas muertas y sol extenuado, mortecino y anémico, agudiza, envolviéndola en
poesía, la sensación de soledad, de acabamiento definitivo que flota sobre
aquel lugar en el que el hombre husmea la muerte.
"Iba adelantando a paso lento por las calles de tumbas
en las que los vecinos no se tratan ni se acuestan por parejas ni leen los
periódicos. Pero yo sí que me puse a leer los epitafios. Les aseguro que es la
cosa más divertida del mundo. Ni Labiche ni Meilhac me han movido jamás a risa
tanto como la comicidad de la prosa sepulcral. Las planchas de mármol y las
cruces en que los deudos de los muertos dan rienda suelta a su dolor, hacen
votos por la felicidad del que se fue y pintan el anhelo que los acucia de ir a
reunirse con él, son más eficaces que las mismas obras de Paul de Kock para
descongestionar el hígado... ¡Vaya bromistas!
"Lo que mayor reverencia me inspira en este cementerio
es la parte abandonada y solitaria, poblada de grandes tejos y cipreses, viejo
barrio de los muertos antiguos que ha de convertirse pronto en un barrio
flamante, cuando se derriben los árboles verdes, nutridos con savia de
cadáveres humanos, para ir colocando en fila, debajo de pequeñas chapas de
mármol, a los difuntos recientes.
"Cuando, a fuerza de vagabundear por allí, sentí
aligerado mi espíritu, supe comprender que la insistencia traería el
aburrimiento y que no me quedaba por hacer otra cosa que llevar el homenaje
fiel de mi recuerdo al lecho postrero de mi amiguita. Al acercarme a su tumba,
experimenté una ligera angustia. ¡Pobre mujercita querida, tan gentil, tan
apasionada, tan blanca, tan lozana como era!... Mientras que ahora..., si esa
losa se alzase...
"Asomado por encima de la verja de hierro, le expresé,
muy quedo, mi aflicción, completamente seguro de que ella no me oía. Disponíame
a partir, cuando vi que se arrodillaba junto a la tumba de al lado una mujer
vestida de negro, de luto riguroso. El velo de crespón, echado hacia atrás,
dejaba al descubierto una linda cabeza rubia, y sus cabellos, partidos en dos
bandas laterales simétricas, brillaban con reflejos de luz de aurora, entre la
noche de su tocado. Me quedé donde estaba.
"No cabía duda de que el dolor que la aquejaba era
profundo. Sepultados los ojos en las palmas de las manos, rígida como estatua
que medita, volando en alas de sus pesares, desgranando a la sombra de sus ojos
ocultos y cerrados las cuentas del rosario torturador de sus recuerdos, se le
hubiera podido tomar por una muerta que estaba pensando en un muerto. Adiviné
de improviso que iba a romper a llorar; lo adiviné por un movimiento apenas
perceptible de sus espaldas, algo así como un escalofrío del viento en un
sauce. Al suave llanto de los primeros momentos sucedió otro más fuerte,
acompañado de rápidas sacudidas del cuello y de los hombros. Dejó ver de pronto
sus ojos. Estaban cuajados de lágrimas y eran encantadores; los paseó en torno
suyo, y tenían expresión de loca que parece despertar de una pesadilla. Cayó en
la cuenta de que yo la miraba y ocultó, como avergonzada, el rostro entre las
manos. Sus sollozos se hicieron convulsivos y su cabeza se fue inclinando
lentamente hacia el mármol. Apoyó en él su frente, y el velo, que se desplegó
en torno de ella, vino a cubrir los ángulos blancos de la sepultura amada como
una pena nueva. La oí gemir y, de pronto, se desplomó, quedando inmóvil y sin
conocimiento, con la mejilla apoyada en la loseta.
"Me precipité hacia ella, le di golpecitos en las
manos, le soplé sobre los párpados, y entre tanto recorría con mi vista el
sencillo epitafio: 'Aquí descansa Luis-Teodoro Carrel, capitán de infantería de
marina, muerto por el enemigo en Tonquín. Rogad por él'.
"La muerte databa de algunos meses. Me enternecí hasta
derramar lágrimas y puse doble interés en mis cuidados. Fueron eficaces y ella
volvió en sí. Mi emoción se reflejaba en mi rostro -no soy mal parecido, aún no
he cumplido los cuarenta. Me bastó su primera mirada para comprender que sería
atenta y agradecida. Lo fue, después de otro acceso de lágrimas y de contarme
su historia, que fue saliendo entrecortada de su pecho anhelante; cómo al año
de casados cayó el oficial muerto en Tonquín, y cómo había sido el suyo un
matrimonio de amor, porque ella era huérfana de padre y madre, y apenas
disponía de la dote reglamentaria.
"Le di ánimos, la consolé, la incorporé, la levanté del
suelo y luego le dije:
"-No debe permanecer aquí. Venga.
"Ella murmuró:
"-Me siento incapaz de caminar.
"-Yo la sostendré.
"-Gracias, caballero, es usted bondadoso. ¿También
usted ha venido a llorar a algún muerto?
"-También, señora.
"-¿Tal vez a una mujer?
"-A una mujer; sí, señora.
"-¿Su esposa?
"-Una amiga mía.
"-Se puede querer a una amiga tanto como a su propia
esposa; la pasión no reconoce ley.
"-Exacto, señora.
"Y hétenos en marcha, juntos los dos, ella apoyándose
en mí, yo llevándola casi en brazos por los caminos del cementerio. Fuera ya de
éste, murmuró con acento desfallecido:
"-Temo que me vaya a dar un desmayo.
"-¿Por qué no entramos en algún sitio? Podría tomar
usted alguna cosa.
"-Entremos, sí, señor.
"Descubrí un restaurante, uno de esos establecimientos
en los que los amigos del difunto celebran haber cumplido ya con la pesada
obligación. Entramos. Hice que bebiese una taza de té bien caliente, y esto
pareció reanimarla. Se esbozó en sus labios una tenue sonrisa. Me habló de sí
misma.
"Era triste, muy triste, encontrarse sola en la vida;
sola siempre en casa, noche y día; sin tener ya nadie a quien dar su cariño, su
confianza, su intimidad.
"Tenía visos de sincero todo aquello. Dicho por tal
boca, resultaba un encanto. Me enternecí. Era muy joven, quizá de veinte años.
"Le dirigí algunos cumplidos, que ella aceptó con
agrado. Me pareció que aquello se alargaba demasiado y me brindé a llevarla a
su casa en carruaje. Aceptó, y dentro ya del coche nos quedamos tan juntos,
hombro con hombro, que el calor de nuestros cuerpos se mezclaba a través de la
ropa, que es una cosa que a mí me trastorna por completo.
"Al detenerse el carruaje frente a su casa, me dijo
ella en un susurro:
"-Vivo en el cuarto piso, y me siento sin fuerzas para
llegar por mi pie hasta arriba. Puesto que ha sido tan bondadoso, ¿quiere darme
una vez más su brazo para subir a mis habitaciones?
"Me apresuré a aceptar. Subió despacio, jadeando mucho.
Cuando estuvimos frente a su puerta, agregó:
"-Entre usted y pase conmigo unos momentos para que
pueda darle las gracias.
"Entré, ¡vaya si entré!
"El interior era modesto, casi tirando a pobre, pero
sencillo y muy en orden.
"Nos sentamos, el uno junto al otro, en un pequeño
canapé, y otra vez me habló ella de su soledad. Llamó a su criada, con
intención de ofrecerme alguna bebida, pero la criada no acudió, con grandísimo
contento mío. Supuse que la tendría nada más que para las mañanas; lo que se
llama una asistencia.
"Se había quitado el sombrero. Era un verdadero encanto
de mujer, y sus ojos claros se clavaban en mí; se clavaban de tal manera y eran
tan claros, que sentí una tentación terrible, y me dejé llevar de la tentación.
La cogí entre mis brazos, y sobre sus párpados, que se cerraron de pronto, puse
besos... y besos... y cada vez más besos.
"Ella forcejeaba, rechazándome, a la vez que repetía:
"-Acabe..., acabe..., acabe ya.
"¿En qué sentido lo decía? Dos por lo menos puede
tener, en situaciones semejantes, el verbo acabar. Yo le di el que era de mi
gusto, y salté de los ojos a la boca para hacerla callar. No llevó su
resistencia al extremo; y cuando, después de tamaño insulto a la memoria del
capitán muerto en Tonquín, volvimos a mirarnos, vi en ella una expresión de
languidez, enternecimiento y resignación, que disipó mis inquietudes.
"Entonces me mostré galante, solícito, agradecido.
Después de otra charla íntima de casi una hora, le pregunté:
"-¿Dónde acostumbra cenar?
"-En un pequeño restaurante aquí cerca.
"-¿Completamente sola?
"-Desde luego.
"-¿Quiere cenar conmigo?
"-¿Dónde va a ser?
"-En un buen restaurante del bulevar.
"Se mostró un poco reacia. Insistí, y ella se rindió,
diciendo para justificarse a sí misma:
"-Me aburro tanto..., tanto.
"Y agregó a continuación:
"-Es preciso que me ponga un vestido menos lúgubre.
"Se metió en su dormitorio y cuando reapareció vestía
de alivio luto; estaba encantadora, delicada y esbelta con su sencillísimo
vestido gris. Tenía, por lo visto, trajes distintos para el cementerio y para
la ciudad.
"La cena fue cordial. Bebió champaña, se enardeció,
cobró valor y yo me recogí a su casa con ella.
"Esta conexión, trabada sobre las tumbas, duró cerca de
tres semanas. Pero todo cansa, y aún más las mujeres. La dejé, alegando como
pretexto cierto viaje ineludible. Me despedí con mucha esplendidez, lo que me
valió su efusivo agradecimiento. Me hizo prometer, me hizo jurar que volvería a
visitarla a mi regreso. Parecía que, en efecto, me hubiese tomado algo de
cariño.
"Corrí en busca de otras ternuras, y transcurrió casi
un mes sin que el pensamiento de entrevistarme otra vez con aquella delicada
amante funeraria se me presentase con fuerza tal que me obligase a ceder a él.
A decir verdad, nunca la olvidé por completo. Me asaltaba a menudo su recuerdo
como un misterio, como un problema de psicología, como una de esas cuestiones
inexplicables cuya solución nos aguijonea.
"Sin saber por qué sí ni por qué no, vino a figurárseme
cierto día que otra vez iba tropezar con ella en el cementerio de Montmartre, y
allí me fui.
"Largo rato anduve paseando sin encontrar más que a las
visitas corrientes de aquel lugar, es decir, personas que no han roto del todo
sus lazos con los muertos. Ninguna mujer derramaba lágrimas sobre la tumba del
capitán muerto en Tonquín, ni había flores ni coronas sobre el mármol.
"Pero al desviarme por otro barrio de aquella gran
ciudad de difuntos, descubrí de pronto, al final de una estrecha avenida de
cruces, a una pareja, hombre y mujer, que venían en dirección a donde yo
estaba. ¡Qué asombro! ¡Era ella! ¡La reconocí cuando se acercaron!
"Me vio, se ruborizó y, al rozar yo con ella de pasada,
me dirigió un guiño imperceptible que quería decir: 'Haga como que no me
conoce', pero que también debía de entenderse como: 'No dejes de verme, amor
mío.'
"Su acompañante era un caballero distinguido, elegante,
oficial de la Legión de Honor, como de cincuenta años. La iba sosteniendo como
yo mismo la sostuve cuando salimos del cementerio.
"Me alejé de allí, estupefacto, dudando aún de lo que
había visto, preguntándome en qué clasificación biológica habría que colocar a
la cazadora sepulcral. ¿Era una chica cualquiera, una prostituta inspirada que
hacía sobre las tumbas su cosecha de hombres tristes, apegados a la memoria de
una mujer, esposa o amante, y sacudidos todavía por el recuerdo de las caricias
que se fueron para siempre? ¿Era ella la única? ¿Existen otras más? ¿Se trata
de una verdadera profesión? ¿Corren unas el cementerio como otras corren la
acera? ¡Cazadoras sepulcrales! ¿O es que tuvo ella acaso la idea admirable, de
una filosofía profunda, de explotar la necesidad de un amor que quienes lo
perdieron sienten reavivarse en aquellos lugares fúnebres?
"¡Me hubiera gustado saber el nombre del difunto de
quien había enviudado por aquel día!"
Biblioteca Digital Ciudad Seva
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