Naguib Mahfuz
Como iba solo en su cochecito, no tenía más aliciente que la
velocidad; volaba -en dirección a Suez- sobre una cinta de asfalto ceñida por
arenas. En el paisaje nada mitigaba el pálpito de soledad, ni había novedad
alguna que le hiciese más llevadera su semanal ida y vuelta. Divisó a lo lejos
un colosal vehículo de transporte. Le dio alcance y redujo la marcha de su
Ramsés para continuar cerca y al ritmo del coloso. Era un camión cisterna del
tamaño de una locomotora. Un ciclista iba agarrado a su borde trasero, y daba,
de vez en cuando, una patada en la rueda, tan tranquilo. Cantaba. ¿De dónde
vendría? ¿A dónde iría? ¿Habría podido hacer tanto camino de no hallar un
vehículo que tirase de él? Sonrió admirado y le vio con simpatía. Dejaron
atrás, a la derecha, unas lomas, y enseguida entraron en una zona verde,
sembrada de maíz y rodeada de pastizales, donde pacían cabras. Redujo aún más
la velocidad para gozar de aquel verde jugoso, y entonces un grito desgarró el
silencio.
Con sobresalto volvió la cara hacia delante, a tiempo de ver
cómo la rueda del camión, imperturbable, enganchaba a bicicleta y ciclista.
Soltó un grito de horror y chilló para advertir al camionero. Detuvo luego su
coche, a dos metros de la bicicleta, y se bajó sin pensar y sin que sus gritos
hubiesen alcanzado al camión. Se acercó espantado al lugar del accidente y vio
el cuerpo tendido sobre el costado izquierdo, con el brazo moreno apuntando
hacia él; una mano pequeña, que asomaba por la camisa -polvorienta, lo mismo
que la piel-, estaba cubierta de rasguños y heridas. De la cara no se le veía
más que la mejilla derecha. Las piernas ceñían aún la bicicleta. El pantalón,
gris, estaba desgarrado y salpicado de sangre. Las ruedas se habían roto, los
radios estaban retorcidos y una guía del manillar desquiciada. Una respiración,
fatigosa, forzada, inquieta, ocupaba el pecho de la víctima, que aparentaba
unos veinte años o muy poco más. Se le contrajo la cara y los ojos se le
fijaron en una expresión de pena y compasión, pero no supo qué hacer. En aquel
descampado se sentía impotente. Descartó la idea que primero le vino a las
mientes de llevarle a su coche. Y finalmente se libró de su confusión
decidiendo tomar su automóvil y salir en pos del vehículo culpable. Quizá en el
camino encontrase un puesto de vigilancia o de control y pudiese informar del
accidente. Marchó hacia su coche y se disponía a subir cuando oyó unos gritos
que decían:
-Quieto... no te muevas...
Se volvió y pudo ver a un grupo de labradores corriendo
hacia él. Venían de los sembrados. Algunos llevaban garrotes, otros piedras.
Contuvo el impulso de montarse -no fuera que la emprendieran a pedradas- y les
esperó asustado por su crítica situación. Los rostros torvos, agresivos, le
disiparon cualquier esperanza de entendimiento. Tendió la mano veloz a la guantera
y sacó su pistola, apuntándoles y gritando con voz estremecida:
-¡Quietos!
Se dio cuenta, con fulgurante y agitada percepción, que
aquella actitud había cerrado todavía más cualquier esperanza de comprensión
futura, pero tampoco había tenido tiempo de obrar con reflexión. Cedieron en su
carrera y, finalmente, se pararon del todo a unos diez metros, en los ojos una
mirada torva y resentida. Ardía en sus fulgores la inesperada desventaja de
encontrarse ante un arma. Los rostros tenían un aspecto oscuro, hosco,
subrayado por los rayos del sol. Las manos crispadas en torno a los garrotes y
las piedras, y los pies enormes, descalzos, clavados en el asfalto Uno dijo:
-¿Piensas matarnos como a él?
-Yo no lo he matado. Ni le he tocado siquiera, quien lo
atropelló fue el camión cisterna.
-Fue tu coche... tú...
-No lo habéis visto...
-Todo...
-Me estáis impidiendo que alcance al culpable...
-Tú lo que quieres es huir...
Había aumentado la rabia. Había aumentado el miedo. La idea
de poder verse obligado a disparar le producía angustias de muerte. Matar, que
el homicidio le llevase a una pendiente. ¿Cómo borrar la pesadilla si no estaba
durmiendo?
-De verdad que no he sido yo quien le ha atropellado. He
visto perfectamente cómo el camión le aplastaba...
-Aquí no hay más culpable que tú...
-Habría que llegarse al Hospital más cercano...
-Intenta.
-Al puesto de Policía...
-Intenta.
-¿Es que vamos a esperar sentados hasta que la verdad
resplandezca?
-Si no te escapas ya lo creo que resplandecerá.
-Válgame Dios, ¿por qué tanta tozudez?
-¿Por qué le has matado?
¡Qué tremendo problema; qué tremenda falsedad! Cuándo
acabaría aquel infernal compás de espera. El sufrimiento sin paliativo, el
miedo, las ideas frenéticas. ¿Por qué se detuvo? ¿Cómo demostrar la verdad? El
mismo conductor del camión no se enteró de nada. Ni la menor esperanza que todo
aquel maldito lío fuese una pesadilla.
Del caído llegó una queja, seguida de un ay gangoso y un
largo gruñido. Después, otra vez silencio. Uno chilló:
-¡Dios tiene que castigarte!...
-Dios castigará al culpable...
-Tú has sido...
-¿Me habría parado de ser culpable?
-Creíste que no había nadie...
-Creí que podía ayudarle...
-Buena ayuda...
-Es inútil hablar con vosotros.
-Bien inútil.
Si les daba la espalda un solo instante, las piedras le
aplastarían. No había más remedio que aguantar en el trance. Imposible
perseguir al camionazo. Él, sólo él quedaba en prenda. Y si no mantuviese un
resquicio de esperanza, aquello sería el horror de los horrores. ¿Cómo se van a
establecer las responsabilidades? ¿O a determinar el castigo? ¿Podrá salvarse
el pobre accidentado? Su mirada manifestaba espanto, las de ellos un rencor
obstinado.
Dos vehículos aparecieron allá en el horizonte. Al verlos
acercarse respiró aliviado. Una ambulancia y un coche patrulla se pararon en el
lugar del accidente. Los camilleros marcharon hacia la bicicleta sin demora.
Los del grupo les rodearon. Zafaron las piernas de la víctima delicadamente y
le trasladaron al coche con sumo cuidado. Y sin esperar más se fueron por donde
habían venido. La policía alejó a los del grupo y el inspector procedió a
examinar el lugar sin decir palabra. Tras un lapso se volvió al hombre y
preguntó:
-¿Fue usted?
Los labradores se encargaron de contestarle a gritos, pero
el inspector ordenó silencio con un gesto de la mano, mientras le examinaba.
Repuso:
-No. Yo iba detrás de un camión cisterna al que el ciclista
se agarraba. Un grito me alarmó y cuando miré, le vi bajo la rueda.
Gritaron casi todos.
-Él le atropelló...
-No lo atropellé. Vi cómo pasaba...
Nuevo griterío. El inspector atronó:
-¡Orden!
Y le preguntó:
-¿Vio cómo se producía el accidente?...
-No. Cuando me volví al grito ya estaba la bicicleta debajo
de la rueda.
-¿Cómo había ido a parar allí?
-No sé.
-¿Y luego qué hizo?
-Paré para ver cómo estaba y qué se podía hacer. Se me
ocurrió salir detrás del camión pero entonces aparecieron éstos corriendo hacia
mí, con garrotes y piedras, y no tuve más remedio que tenerles a raya con el
arma.
-¿Tiene licencia?
-Sí, soy pagador en Suez y viajo mucho.
El inspector se volvió hacia los labradores y les preguntó:
-¿Por qué sospecháis de él?
Gritaron, quitándose la palabra de la boca:
-Porque vimos perfectamente lo que hizo y no le dejamos
escapar...
El hombre dijo angustiado:
-Es mentira, no vieron nada.
El inspector ordenó a un agente quedarse vigilando y a otro
avisar al fiscal mientras se trasladaba con todos a Jefatura, para escribir el
atestado. Tanto Alí Musa como los labradores mantuvieron sus declaraciones. Alí
empezaba a dudar de que la investigación fuese a poner en claro la verdad. De
la víctima salió a luz el nombre: Ayyad al-Yaáfari, y que era vendedor
ambulante, en tratos con casi todos aquellos labradores. Alí Musa preguntaba:
-¿Me habría parado si fuera culpable?
El inspector contestó fríamente:
-Atropellar a alguien y huir no son cosas que se sigan
necesariamente.
Más espera. Los labradores en cuclillas. Alí Musa ocupó una
silla con permiso del inspector. El tiempo transcurría lento, doloroso, espeso.
Acabado el atestado, el inspector se desentendió de ellos. Nada de aquel asunto
parecía ir con él y se puso a matar el rato leyendo la prensa. ¿Por qué
tendrían los labradores aquel empeño en culparle? Lo peor es que mantenían su
testimonio con la misma limpieza que si fueran sinceros. ¿Sería todo un
espejismo? ¿Sería que, como suele suceder, uno habría lanzado aquella versión
del accidente y los demás le seguían como ciegos?... Ay... la única esperanza
es que no muera Ayyad al-Yaáfari. ¿Qué otro puede sacarle de aquella pesadilla
con una simple palabra? Se dirigió al inspector, cortés y anhelante:
-¿Podríamos averiguar si hay esperanzas con el accidentado?
El inspector le miró hosco, pero se puso en comunicación con
el Hospital por teléfono. Después de colgar, manifestó:
-Está en el quirófano, ha perdido mucha sangre... imposible
hacer pronósticos...
Tras dudarlo unos momentos preguntó:
-¿Cuándo llegará el fiscal?
-Ya se enterará cuando llegue.
Dijo, como hablando para sí:
-¿Cómo puede uno verse envuelto en tales situaciones?
El inspector contestó, mientras retornaba al periódico:
-Usted sabrá.
Volvió a quedar horriblemente solo, y a examinar el lugar
con enojo. Aquellos labradores estaban empeñados en condenarle, pero quizá
lograra que la sentencia se volviera contra ellos. Y el inspector le considera,
por rutina, culpable. Una ciega fuerza anónima quería destruirle
inconscientemente. Tenía a sus espaldas muchas culpas, pero resultaba absurdo,
a todas luces, ser atrapado en un embrollo. Suspiró quedamente:
-Ay, Señor.
Y casi todos le hicieron eco, por motivos diversos:
-Ay, Señor.
Fuera de sí, les chilló:
-No tenéis conciencia.
Y ellos chillaron también:
-Dios es testigo, canalla...
El inspector sacó la cara de entre las hojas del periódico y
dijo malhumorado:
-Vale... vale... no tolero esto...
Alí dijo excitado:
-De no ser por esta infame mentira, a estas horas estaría en
mi casa tranquilo...
Uno replicó:
-Si no fuese por tu descuido, el pobre Ayyad podría estar a
estas horas tranquilamente en su casa...
El inspector les miró de un modo que les dejó sin habla.
Reinó la calma, el dolor de la espera empeoró. El tiempo pasaba como si
anduviese para atrás. Alí no pudo soportar más la tensión y se vio impulsado a
recurrir otra vez al inspector, preguntándole en el colmo de la cortesía:
-Señor, no puede hacerse idea lo que siento causarle esta
molestia, pero, ¿puedo saber cuándo vendrá el fiscal?
Le contestó sin dejar el periódico y de mal talante:
-¿Cree que su caso se da todos los días?
No recordaba un sufrimiento igual. Nunca había sentido tan
negros barruntos de desastre. Aquella inexplicable malquerencia entre él y los
labradores no tiene precedentes. ¿El vasto cielo, bajo el que el accidente se
había producido, era también algo sin precedentes? Con el paso del tiempo, el
horror y el agobio le habían dominado completamente. Sin reparar en
consecuencias, exclamó:
-Señor inspector...
Le cortó como si le hubiese estado esperando:
-¿Se calla?
-Pero es que esta tortura...
-Molestias que han soportado todos cuantos han pasado por
esta jefatura desde que se inauguró...
-¿No puede preguntar, al menos, por el herido?
-Me comunicarán cualquier novedad sin que lo pregunte...
Mi vida depende de la tuya, Ayyad. Las apariencias van a
burlar la perspicacia del fiscal. ¿Me encarcelarán sin haber hecho nada? ¿Ha
ocurrido algo igual jamás? ¡Qué bueno sería poder echarte la culpa encima!, y
que te sonrieras con desdén y torpeza. Las lágrimas casi le brotaban y se echa
a reír de una forma que a poco lo enajena. Por Dios, recuerda tus culpas y
consuélate de este trance, aunque no haya relación alguna. ¿Quién dijo que el
caos con el caos se combate?
Veo a esos labradores, a través de un prisma negro que
muchas generaciones han tupido, pero, ¡yo no he colaborado en eso! ¿O lo he
hecho sin saberlo? Es curioso, estoy pensando por primera vez en mi vida. Y
pensaré más todavía cuando me metan entre cuatro paredes. Hoy he trabado
conocimiento con cosas que me eran directamente desconocidas: la casualidad, el
destino, la suerte, la intención y su resultado, el labrador, el inspector, el
effendi, los monzones, el petróleo, los vehículos de transporte, la lectura de
la prensa en jefatura, lo que recuerdo y lo que no recuerdo. Sobre todo esto,
tengo que meditar más, en singular y en bloque. Hay que empezar a
familiarizarse con entender todo, y dominarlo todo, hasta que no quede ninguna
cosa sin registrar. Una convulsión no es en sí culpable, lo es la ignorancia.
Tú lo único que tienes que hacer desde hoy, es someterte a los dictados del
sistema solar y no al oscuro lenguaje de las estrellas. ¿Por qué temes al
inspector que lee la página de esquelas y nadie le da el pésame? Y al llegar a
este punto gritó desaforado:
-Todo tiene un límite.
El rostro del inspector asomó tras el periódico con
expresión desaprobatoria. Entonces le dijo muy serio:
-Usted lee el periódico y no hace nada.
-¿Cómo se atreve?
-Ya ve...
-¡Es que no tiene miedo de...!
-No tengo miedo de nada...
-Le traicionan los nervios, pero tengo remedio para todo.
-¡Yo también tengo remedio para todo!
El inspector se puso de pie y dijo furioso:
-¡¿Usted?!
-Retrasa la presencia del fiscal, no respeta las leyes.
-Le llevo al calabozo.
-¿Es peor que este caos?
-¿Es que quiere recurrir al expediente de locura?
Alí se levantó desafiante, la mirada extraviada. El
inspector llamó a los agentes. Entonces sonó el timbre del teléfono. El
inspector descolgó y estuvo atento unos momentos. Colgó y miró a Alí con malicia
y rencor, disimulando a la par una sonrisa; y le dijo:
-Ha muerto a consecuencia de las heridas. Alí Musa se demudó
ligeramente. La mirada maliciosa chocó con otra de cólera ciega. Gritó con voz
estremecida:
-La ley aún no ha dicho nada, esperaré...
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