No hace mucho tiempo hubo en Salerno un grandísimo médico
cirujano cuyo nombre fue maestro Mazzeo de la Montagna, el cual, ya cerca de
sus últimos años, habiendo tomado por mujer a una hermosa y noble joven de su
ciudad, de lujosos vestidos y joyas y de todo lo que a una mujer puede placer
más, la tenía abastecida; es verdad que ella la mayor parte del tiempo estaba
resfriada, como quien en la cama no estaba por el marido bien cubierta. El
cual, como micer Ricciardo de Chínzica a la suya enseñaba las fiestas y los
ayunos, este a ella le explicaba que por acostarse con una mujer una vez tenía
necesidad de descanso no sé cuántos días, y otras chanzas; con lo que ella
vivía muy descontenta, y como prudente y de ánimo valeroso, para poder
ahorrarle trabajos al de la casa se dispuso a echarse a la calle y a desgastar
a alguien ajeno, y habiendo mirado a muchos y muchos jóvenes, al fin uno le
llegó al alma, en el que puso toda su esperanza, todo su ánimo y todo su bien.
Lo que, advirtiéndolo el joven y gustándole mucho, semejantemente a ella volvió
todo su amor.
Se llamaba este Ruggeri de los Aieroli, noble de nacimiento
pero de mala vida y de reprobable estado hasta el punto de que ni pariente ni
amigo le quedaba que le quisiera bien o que quisiera verle, y por todo Salerno
se le culpaba de latrocinios y de otras vilísimas maldades; de lo que poco se
preocupó la mujer, gustándole por otras cosas. Y con una criada suya tanto lo
preparó, que estuvieron juntos; y luego de que algún placer disfrutaron, la
mujer le comenzó a reprochar su vida pasada y a rogarle que, por amor de ella,
de aquellas cosas se apartase; y para darle ocasión de hacerlo empezó a
proporcionarle cuándo una cantidad de dineros y cuándo otra.
Y de esta manera, persistiendo juntos asaz discretamente,
sucedió que al médico le pusieron entre las manos un enfermo que tenía dañada
una de las piernas, al cual mal habiendo visto el maestro, dijo a sus parientes
que, si un hueso podrido que tenía en la pierna no se le extraía, con certeza
tendría aquel o que cortarse toda la pierna o que morirse; y si le sacaba el
hueso podía curarse, pero que si no le daba por muerto y no lo recibiría; con
lo que, poniéndose de acuerdo todos los de su parentela, así se lo entregaron.
El médico, juzgando que el enfermo sin ser narcotizado no soportaría el dolor
ni se dejaría intervenir, debiendo esperar hasta el atardecer para aquel
servicio, hizo por la mañana destilar de cierto compuesto suyo una agua que
debía dormirle tanto cuanto él creía que iba a hacerlo sufrir al curarlo; y
haciéndola traer a casa en una ventanica de su alcoba la puso, sin decir a
nadie lo que era.
Venida la hora del crepúsculo, debiendo el maestro ir con
aquel, le llegó un mensaje de ciertos muy grandes amigos suyos de Amalfi de que
por nada dejase de ir incontinenti allí, porque había habido una gran riña y
muchos habían sido heridos. El médico, dejando para la mañana siguiente la cura
de la pierna, subiendo a una barquita se fue a Amalfi; por lo cual la mujer,
sabiendo que por la noche no debía volver a casa, ocultamente como acostumbraba
hizo venir a Ruggeri y en su alcoba lo metió, y lo cerró dentro hasta que
algunas otras personas de la casa se fueran a dormir. Quedándose, pues, Ruggeri
en la alcoba y esperando a la señora, teniendo (o por trabajos sufridos durante
el día o por comidas saladas que hubiera comido, o tal vez por costumbre) una
grandísima sed, vino a ver en la ventana aquella garrafita del agua que el
médico había hecho para el enfermo, y creyéndola agua de beber, llevándosela a
la boca, toda la bebió; y no había pasado mucho cuando le dio un gran sueño y
se durmió.
La mujer, lo antes que pudo se vino a su alcoba y,
encontrando a Ruggeri dormido, empezó a sacudirlo y a decirle en voz baja que
se pusiese en pie, pero como si nada: no respondía ni se movía un punto; por lo
que la mujer, algo enfadada, con más fuerza lo sacudió, diciendo:
-Levántate, dormilón, que si querías dormir, donde debías ir
es a tu casa y no venir aquí.
Ruggeri, así empujado, se cayó al suelo desde un arcón sobre
el que estaba y no dio ninguna señal de vida, sino la que hubiera dado un
cuerpo muerto; con lo que la mujer, un tanto asustada, empezó a querer
levantarlo y menearlo más fuerte y a cogerlo por la nariz y a tirarle de la
barba, pero no servía de nada: había atado el asno a una buena clavija. Por lo
que la señora empezó a temer que estuviera muerto, pero aun así le empezó a
pellizcar agriamente las carnes y a quemarlo con una vela encendida; por lo que
ella, que no era médica aunque médico fuese el marido, sin falta lo creyó
muerto, por lo que, amándolo sobre todas las cosas como hacía, si sintió dolor
no hay que preguntárselo, y no atreviéndose a hacer ruido, calladamente, sobre
él comenzó a llorar y a dolerse de tal desventura. Pero luego de un tanto,
temiendo añadir la deshonra a su desgracia, pensó que sin ninguna tardanza
debía encontrar el modo de sacarlo de casa muerto como estaba, y ni en esto
sabiendo determinarse, ocultamente llamó a su criada, y mostrándole su
desgracia, le pidió consejo.
La criada, maravillándose mucho y meneándolo también ella y
empujándolo, y viéndolo sin sentido, dijo lo mismo que decía la señora, es
decir, que verdaderamente estaba muerto, y aconsejó que lo sacasen de casa. A
lo que la señora dijo:
-¿Y dónde podremos ponerlo que no se sospeche mañana cuando
sea visto que de aquí dentro ha sido sacado?
A lo que la criada contestó:
-Señora, esta tarde ya de noche he visto, apoyada en la
tienda del carpintero vecino nuestro, un arca no demasiado grande que, si el
maestro no la ha metido en casa, será muy a propósito de lo que necesitamos
porque dentro podemos meterlo, y darle dos o tres cuchilladas y dejarlo. Quien
lo encuentre allí, no sé por qué más de aquí dentro que de otra parte vaya a
creer que lo hayan llevado; antes se creerá, como ha sido tan malvado, que,
yendo a cometer alguna fechoría, por alguno de sus enemigos ha sido muerto,
luego metido en el arca.
Agradó a la señora el consejo de la criada, salvo en lo de
hacerle algunas heridas, diciendo que no podría por nada del mundo sufrir que
aquello se hiciese; y la mandó a ver si estaba allí el arca donde la había
visto, y ella volvió y dijo que sí. La criada, entonces, que joven y gallarda
era, ayudada por la señora, se echó a las espaldas a Ruggeri y yendo la señora
por delante para mirar si venía alguien, llegadas al arca, lo metieron dentro
y, volviéndola a cerrar, se fueron.
Habían, hacía unos días más o menos, venido a vivir a una
casa dos jóvenes que prestaban a usura, y deseosos de ganar mucho y de gastar
poco, teniendo necesidad de muebles, el día antes habían visto aquella arca y
convenido que si por la noche seguía allí se la llevarían a su casa. Y llegada
la medianoche, salidos de casa, encontrándola, sin entrar en miramientos,
prestamente, aunque pesadita les pareciese, se la llevaron a casa y la dejaron
junto a una alcoba donde sus mujeres dormían, sin cuidarse de colocarla bien
entonces; y dejándola allí, se fueron a dormir.
Ruggeri, que había dormido un grandísimo rato y ya había
digerido el bebedizo y agotado su virtud, cerca de maitines se despertó; y al
quedar el sueño roto y recuperar sus sentidos el poder, sin embargo le quedó en
el cerebro una estupefacción que no solamente aquella noche sino después
algunos días lo tuvo aturdido; y abriendo los ojos y no viendo nada, y
extendiendo las manos acá y allá, encontrándose en esta arca, comenzó a
devanarse los sesos y a decirse:
-¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? ¿Estoy dormido o despierto? Me
acuerdo que esta noche he entrado en la alcoba de mi señora y ahora me parece
estar en un arca. ¿Qué quiere decir esto? ¿Habrá vuelto el médico o sucedido
otro accidente por lo cual la señora, mientras yo dormía, me ha escondido aquí?
Eso creo, y seguro que así habrá sido.
Y por ello comenzó a estarse quieto y a escuchar si oía
alguna cosa, y estando así un gran rato, estando más bien a disgusto en el
arca, que era pequeña, y doliéndole el costado sobre el que se apoyaba,
queriendo volverse del otro lado, tan hábilmente lo hizo que, dando con los
riñones contra uno de los lados del arca, que no estaba colocada sobre un piso
nivelado, la hizo torcerse y luego caer; y al caer hizo un gran ruido, por lo
que las mujeres que allí al lado dormían se despertaron y sintieron miedo, y
por miedo se callaban. Ruggeri, por el caer del arca temió mucho, pero
notándola abierta con la caída, quiso mejor, si otra cosa no sucedía, estar
fuera que quedarse dentro. Y entre que él no sabía dónde estaba y una cosa y la
otra, comenzó a andar a tientas por la casa, por ver si encontraba escalera o
puerta por donde irse. Cuyo tantear sintiendo las mujeres, que despiertas
estaban, comenzaron a decir:
-¿Quién hay ahí?
Ruggeri, no conociendo la voz, no respondía, por lo que las
mujeres comenzaron a llamar a los dos jóvenes, los cuales, porque habían velado
hasta tarde, dormían profundamente y nada de estas cosas sentían. Con lo que
las mujeres, más asustadas, levantándose y asomándose a las ventanas,
comenzaron a gritar:
-¡Al ladrón, al ladrón!
Por la cual cosa, por varios lugares muchos de los vecinos,
quién arriba por los tejados, quién por una parte y quién por otra, corrieron a
entrar en la casa, y los jóvenes semejantemente, despertándose con este ruido,
se levantaron. Y a Ruggeri, el cual viéndose allí, como por el asombro fuera de
sí, y sin poder ver de qué lado podría escaparse, pronto le echaron mano los
guardias del rector de la ciudad, que ya habían corrido allí al ruido, y
llevándolo ante el rector, porque por malvadísimo era tenido por todos, sin
demora dándole tormento, confesó que en la casa de los prestamistas había
entrado para robar; por lo que el rector pensó que sin mucha espera debía
colgarlo.
Se corrió por la mañana por todo Salerno la noticia de que
Ruggeri había sido preso robando en casa de los prestamistas, lo que la señora
y su criada oyendo, de tan grande y rara maravilla fueron presa que cerca
estaban de hacerse creer a sí mismas que lo que habían hecho la noche anterior
no lo habían hecho, sino que habían soñado hacerlo; y, además de ello, del
peligro en que Ruggeri estaba la señora sentía tal dolor que casi se volvía
loca.
No poco después de mediada tercia, habiendo retornado el
médico de Amalfi, preguntó qué había sido de su agua, porque quería darla a su
enfermo; y encontrándose la garrafa vacía hizo un gran alboroto diciendo que
nada en su casa podía durar en su sitio.
La señora, que por otro dolor estaba azuzada, repuso airada
diciendo:
-¿Qué haríais vos, maestro, por una cosa importante, cuando
por una garrafita de agua vertida hacéis tanto alboroto? ¿Es que no hay más
agua en el mundo?
A quien el maestro dijo:
-Mujer, te crees que era agua clara; no es así, sino que era
un agua preparada para hacer dormir.
Y le contó la razón por la que la había hecho.
Cuando la señora oyó esto, se convenció de que Ruggeri se la
había bebido y por ello les había parecido muerto, y dijo:
-Maestro, nosotras no lo sabíamos, así que haceos otra.
El maestro, viendo que de otro modo no podía ser, hizo hacer
otra nueva. Poco después, la criada, que por orden de la señora había ido a
saber lo que se decía de Ruggeri, volvió y le dijo:
-Señora, de Ruggeri todos hablan mal y, por lo que yo he
podido oír, ni amigo ni pariente alguno hay que para ayudarlo se haya levantado
o quiera levantarse; y se tiene por seguro que mañana el magistrado lo hará
colgar. Y, además de esto, voy a contaros una cosa curiosa, que me parece haber
entendido cómo llegó a casa del prestamista; y oíd cómo. Bien conocéis al
carpintero junto a quien estaba el arca donde le metimos: este estaba hace poco
con uno, de quien parece que era el arca, en la mayor riña del mundo, porque
aquel le pedía los dineros por su arca, y el maestro respondía que él no había
visto el arca, pues le había sido robada por la noche; al que aquel decía: «No
es así sino que la has vendido a los dos jóvenes prestamistas, como ellos me
dijeron cuando la vi en su casa cuando fue apresado Ruggeri». A quien el
carpintero dijo: «Mienten ellos porque nunca se la he vendido, sino que la
noche pasada me la habrán robado; vamos a donde ellos». Y así se fueron, de
acuerdo, a casa de los prestamistas y yo me vine aquí, y como podéis ver,
entiendo que de tal guisa Ruggeri, adonde fue encontrado fue transportado; pero
cómo resucitó allí no puedo entenderlo.
La señora, entonces, comprendiendo óptimamente cómo había
sido, dijo a la criada lo que había oído al médico, y le rogó que para salvar a
Ruggeri la ayudase, como quien, si quería, en un mismo punto podía salvar a
Ruggeri y proteger su honor.
La criada dijo:
-Señora, decidme cómo, que yo haré cualquier cosa de buena
gana.
La señora, como a quien le apretaban los zapatos, con rápida
determinación habiendo pensado qué había de hacerse, ordenadamente informó de
ello a la criada. La cual, primeramente fue al médico, y llorando comenzó a
decirle:
-Señor, tengo que pediros perdón de una gran falta que he
cometido contra vos.
Dijo el médico:
-¿Y de cuál?
Y la criada, no dejando de llorar, dijo:
-Señor, sabéis quién es el joven Ruggeri de los Aieroli,
quien, gustándole yo, entre amenazas y amor me condujo hogaño a ser su amiga: y
sabiendo ayer tarde que vos no estabais, tanto me cortejó que a vuestra casa en
mi alcoba a dormir conmigo lo traje, y teniendo él sed y no teniendo yo dónde
ir antes a buscar agua o vino, no queriendo que vuestra mujer, que en la sala
estaba, me viera, acordándome de que en vuestra alcoba una garrafita de agua
había visto, corrí por ella y se la di a beber, y volví a poner la garrafa
donde la había cogido; de lo que he visto que vos en casa gran alboroto habéis
hecho. Y en verdad confieso que hice mal, pero ¿quién hay que alguna vez no
haga mal? Siento mucho haberlo hecho; sobre todo porque por ello y por lo que
luego se siguió de ello, Ruggeri está a punto de perder la vida, por lo que os
ruego, por lo que más queráis, que me perdonéis y me deis licencia para que me
vaya a ayudar a Ruggeri en lo que pueda.
El médico, al oír esto, a pesar de la saña que tuviese,
repuso bromeando:
-Tú ya te has impuesto penitencia tú misma porque cuando
creíste tener esta noche a un joven que muy bien te sacudiera el polvo, lo que
tuviste fue a un dormilón: y por ello vete a procurar la salvación de tu
amante, y de ahora en adelante guárdate de traerlo a casa porque lo pagarás por
esta vez y por la otra.
Pareciéndole a la criada que buena pieza había logrado al
primer golpe, lo antes que pudo se fue a la prisión donde Ruggeri estaba, y
tanto lisonjeó al carcelero que la dejó hablar a Ruggeri. La cual, después de
que le hubo informado de lo que responder debía al magistrado para poder salvarse,
tanto hizo que llegó ante el magistrado. El cual, antes de consentir en oírla,
como la viese fresca y gallarda, quiso enganchar una vez con el garfio a la
pobrecilla cristiana; y ella, para ser mejor escuchada, no le hizo ascos; y
levantándose de la molienda, dijo:
-Señor, tenéis aquí a Ruggeri de los Aieroli, preso por
ladrón, y no es eso verdad.
Y empezando por el principio le contó la historia hasta el
fin de cómo ella, su amiga, a casa del médico lo había llevado y cómo le había
dado a beber el agua del narcótico, no sabiendo que lo era, y cómo por muerto
lo había metido en el arca; y después de esto, lo que entre el maestro
carpintero y el dueño del arca había oído decir, mostrándole con aquello cómo a
casa de los prestamistas había llegado Ruggeri. El magistrado, viendo que fácil
cosa era comprobar si era verdad aquello, primero preguntó al médico si era
verdad lo del agua, y vio que había sido así; y luego, haciendo llamar al
carpintero y a quien era el dueño del arca y a los prestamistas, luego de
muchas historias vio que los prestamistas la noche anterior habían robado el
arca y se la habían llevado a casa. Por último, mandó por Ruggeri y
preguntándole dónde se había albergado la noche antes, repuso que dónde se
había albergado no lo sabía, pero que bien se acordaba que había ido a
albergarse con la criada del maestro Maezzo, de cuya alcoba había bebido agua
porque tenía mucha sed; pero que dónde había estado después, salvo cuando
despertándose en casa de los prestamistas se había encontrado dentro de un
arca, no lo sabía. El magistrado, oyendo estas cosas y divirtiéndose mucho con
ellas, a la criada y a Ruggeri y al carpintero y a los prestamistas las hizo
repetir muchas veces. Al final, conociendo que Ruggeri era inocente, condenando
a los prestamistas que robado habían el arca a pagar diez onzas, puso en
libertad a Ruggeri; lo cual, cuánto gustó a este, nadie lo pregunte: y a su
señora gustó desmesuradamente. La cual, luego, junto con él y con la querida
criada que había querido darle de cuchilladas, muchas veces se rió y se
divirtió, continuando su amor y su solaz siempre de bien en mejor; como querría
que me sucediese a mí, pero no que me metieran dentro de un arca.
FIN
Cuarta Jornada – Narración décima,
El decamerón, 1353
DE GIOVANNI BOCCACCIO
Biblioteca Digital Ciudad Seva