Charles Dickens
Una velada de invierno, quizá a fines de otoño de 1800, o
tal vez uno o dos años después de aquella fecha, un joven cirujano se hallaba
en su despacho, escuchando el murmullo del viento que agitaba la lluvia contra
la ventana, silbando sordamente en la chimenea. La noche era húmeda y fría; y
como él había caminado durante todo el día por el barro y el agua, ahora
descansaba confortablemente, en bata, medio dormido, y pensando en mil cosas.
Primero en cómo el viento soplaba y de qué manera la lluvia le azotaría el
rostro si no estuviese instalado en su casa.
Sus pensamientos luego cayeron sobre la visita que hacía
todos los años para Navidad a su tierra y a sus amistades e imaginaba que sería
muy grato volver a verlas y en la alegría que sentiría Rosa si él pudiera
decirle que, al fin, había encontrado un paciente y esperaba encontrar más, y
regresar dentro de unos meses para casarse con ella. Empezó a hacer cálculos
sobre cuándo aparecería este primer paciente o si, por especial designio de la
Providencia, estaría destinado a no tener ninguno. Volvió a pensar en Rosa y le
dio sueño y la soñó, hasta que el dulce sonido de su voz resonó en sus oídos y
su mano, delicada y suave, se apoyó sobre su espalda.
En efecto, una mano se había apoyado sobre su espalda, pero
no era suave ni delicada; su propietario era un muchacho corpulento, el cual
por un chelín semanal y la comida había sido empleado en la parroquia para
repartir medicinas. Como no había demanda de medicamentos ni necesidad de
recados, acostumbraba ocupar sus horas ociosas -unas catorce por día- en
substraer pastillas de menta, tomarlas y dormirse.
-¡Una señora, señor, una señora! -exclamó el muchacho,
sacudiendo a su amo.
-¿Qué señora? -exclamó nuestro amigo, medio dormido-. ¿Qué
señora? ¿Dónde?
-¡Aquí! -repitió el muchacho, señalando la puerta de
cristales que conducía al gabinete del cirujano, con una expresión de alarma
que podría atribuirse a la insólita aparición de un cliente.
El cirujano miró y se estremeció también a causa del aspecto
de la inesperada visita. Se trataba de una mujer de singular estatura, vestida
de riguroso luto y que estaba tan cerca de la puerta que su cara casi tocaba el
cristal. La parte superior de su figura se hallaba cuidadosamente envuelta en
un chal negro, y llevaba la cara cubierta con un velo negro y espeso. Estaba de
pie, erguida; su figura se mostraba en toda su altura, y aunque el cirujano
sintió que unos ojos bajo el velo se fijaban en él, ella no se movía para nada
ni mostraba darse cuenta de que la estaban observando.
-¿Viene para una consulta? -preguntó el cirujano titubeando
y entreabriendo la puerta. No por eso se alteró la posición de la figura, que
seguía siempre inmóvil.
Ella inclinó la cabeza en señal de afirmación.
-Pase, por favor -dijo el cirujano.
La figura dio un paso; luego, volviéndose hacia donde estaba
el muchacho, el cual sintió un profundo horror, pareció dudar.
-Márchate, Tom -dijo al muchacho, cuyos ojos grandes y
redondos habían permanecido abiertos durante la breve entrevista-. Corre la
cortina y cierra la puerta.
El muchacho corrió una cortina verde sobre el cristal de la
puerta, se retiró al gabinete, cerró la puerta e inmediatamente miró por la
cerradura. El cirujano acercó una silla al fuego e invitó a su visitante a que
se sentase. La figura misteriosa se adelantó hacia la silla, y cuando el fuego
iluminó su traje negro el cirujano observó que estaba manchado de barro y
empapado de agua.
-¿Se ha mojado mucho? -le preguntó.
-Sí -respondió ella con una voz baja y profunda.
-¿Se siente mal? -inquirió el cirujano, compasivamente, ya
que su acento era el de una persona que sufre.
-Sí, bastante. No del cuerpo, pero sí moralmente. Aunque no
es por mí que he venido. Si yo estuviese enferma no andaría a estas horas y en
una noche como esta, y, si dentro de veinticuatro horas me ocurriese lo que me
ocurre, Dios sabe con qué alegría guardaría cama y desearía morirme. Es para
otro que solicito su ayuda, señor. Puede que esté loca al rogarle por él. Pero
una noche tras otra, durante horas terribles velando y llorando, este
pensamiento se ha ido apoderando de mí; y aunque me doy cuenta de lo inútil que
es para él toda asistencia humana, ¡el solo pensamiento de que puede morirse me
hiela la sangre!
Había tal desesperación en la expresión de esta mujer que el
joven cirujano, poco curtido en las miserias de la vida, en esas miserias que
suelen ofrecerse a los médicos, se impresionó profundamente.
-Si la persona que usted dice -exclamó, levantándose- se
halla en la situación desesperada que usted describe, no hay que perder un
momento. ¿Por qué no consultó usted antes al médico?
-Porque hubiera sido inútil y todavía lo es -repuso la
mujer, cruzando las manos.
El cirujano contempló por un momento su velo negro, como
para cerciorarse de la expresión de sus facciones; pero era tan espeso que le
fue imposible saberlo.
-Se encuentra usted enferma -dijo amablemente-. La fiebre,
que le ha hecho soportar, sin darse cuenta, la fatiga que evidentemente sufre
usted, arde ahora dentro. Llévese esa copa a los labios -prosiguió,
ofreciéndole un vaso de agua- y luego explíqueme, con cuanta calma le sea
posible, cuál es la dolencia que aqueja al paciente, y cuánto tiempo hace que
está enfermo. Cuando conozca los detalles para que mi visita le sea útil, iré
inmediatamente con usted.
La desconocida llevó el vaso a sus labios sin levantar el
velo; sin embargo, lo dejó sin haberlo probado y rompió en llanto.
-Sé -dijo sollozando- que lo que digo parece un delirio
febril. Ya me lo han dicho, aunque sin la amabilidad de usted. No soy una mujer
joven; y, se dice, que cuando la vida se dirige hacia su final, la escasa vida
que nos queda nos es más querida que todos los tiempos anteriores, ligados al
recuerdo de viejos amigos, muertos hace años, de jóvenes, niños quizá, que han
desaparecido y la han olvidado a una por completo, como si una estuviese
muerta. No puedo vivir ya muchos años; así es que, bajo este aspecto, tiene que
resultarme la vida más querida; aunque la abandonaría sin un suspiro y hasta
con alegría si lo que ahora le cuento fuese falso. Mañana por la mañana, aquel
de quien hablo se hallará fuera de todo socorro; y, a pesar de ello, esta
noche, aunque se encuentre en un terrible peligro, usted no puede visitarle ni
servirle de ninguna manera.
-No quisiera aumentar sus penas -dijo el cirujano tras una
pausa-. No deseo comentar lo que me acaba de decir ni quiero dar la impresión
de que deseo investigar lo que usted oculta con tanta ansiedad. Pero hay en su
relato una inconsistencia que no puedo conciliar. La persona está muriéndose
esta noche, pero usted dice que no puedo verla. En cambio, usted teme que
mañana sea inútil, sin embargo ¡quiere que entonces lo vea! Si él le es tan
querido como las palabras y la actitud de usted me indican, ¿por qué no
intentar salvar su vida sin tardanza antes de que el avance de su enfermedad
haga la intención impracticable?
-¡Dios me asista! -exclamó la mujer, llorando-. ¿Cómo puedo
esperar que un extraño crea lo increíble? Entonces, ¿usted se niega a verlo
mañana, señor? -añadió levantándose vivamente.
-Yo no digo que me niegue -replicó el cirujano-. Pero le
advierto que, de persistir en tan extraordinaria demora, incurrirá en una
terrible responsabilidad si el individuo se muere.
-La responsabilidad será siempre grave -replicó la
desconocida en tono amargo-. Cualquier responsabilidad que sobre mí recaiga, la
acepto y estoy pronta a responder de ella.
-Como yo no incurro en ninguna -agregó el cirujano-, accedo
a la petición de usted. Veré al paciente mañana, si usted me deja sus señas. ¿A
qué hora se le puede visitar?
-A las nueve -replicó la desconocida.
-Usted excusará mi insistencia en este asunto -dijo el
cirujano-. Pero ¿está él a su cuidado?
-No, señor.
-Entonces, si le doy instrucciones para el tratamiento
durante esta noche, ¿podría usted cumplirlas?
La mujer lloró amargamente y replicó:
-No; no podría.
Como no había esperanzas de obtener más informes con la
entrevista y deseoso, por otra parte, de no herir los sentimientos de la mujer,
que ya se habían convertido en irreprimibles y penosísimos de contemplar, el
cirujano repitió su promesa de acudir a la mañana. Su visitante, después de
darle la dirección, abandonó la casa de la misma forma misteriosa que había
entrado.
Es de suponer que tan extraordinaria visita produjo una gran
impresión en el cirujano, y que este meditó por largo tiempo, aunque con escaso
provecho, sobre todas las circunstancias del caso. Como casi todo el mundo,
había leído y oído hablar a menudo de casos raros, en los que el presentimiento
de la muerte a una hora determinada había sido concebido. Por un momento se
inclinó a pensar que el caso era uno de estos; pero entonces se le ocurrió que
todas las anécdotas de esta clase que había oído se referían a personas que
fueron asaltadas por un presentimiento de su propia muerte. Esta mujer, sin
embargo, habló de un hombre; y no era posible suponer que un mero sueño le
hubiese inducido a hablar de aquel próximo fallecimiento en una forma tan
terrible y con la seguridad con que se había expresado.
¿Sería acaso que el hombre tenía que ser asesinado a la
mañana siguiente, y que la mujer, cómplice de él y ligada a él por un secreto,
se arrepentía y, aunque imposibilitada para impedir cualquier atentado contra
la víctima, se había decidido a prevenir su muerte, si era posible, haciendo
intervenir a tiempo al médico? La idea de que tales cosas ocurrieran a dos
millas de la ciudad le parecía absurda. Ahora bien, su primera impresión, esto
es, de que la mente de la mujer se hallaba desordenada, acudía otra vez; y como
era el único modo de resolver el problema, se aferró a la idea de que aquella
mujer estaba loca. Ciertas dudas acerca de este punto, no obstante, le
asaltaron durante una pesada noche sin sueño, en el transcurso de la cual, y a
despecho de todos sus esfuerzos, no pudo expulsar de su imaginación perturbada
aquel velo negro.
La parte más lejana de Walworth, aun hoy, es un sitio
aislado y miserable. Pero hace treinta y cinco años era casi en su totalidad un
descampado habitado por gente diseminada y de carácter dudoso, cuya pobreza les
prohibía aspirar a un mejor vecindario, o bien cuyas ocupaciones y maneras de
vivir hacían esta soledad deseable. Muchas de las casas que allí se construyeron
no lo fueron sino en años posteriores; y la mayoría de las que entonces
existían, esparcidas aquí y allá, eran del más tosco y miserable aspecto.
La apariencia de los lugares por donde el joven cirujano
pasó a la mañana siguiente, no levantaron su ánimo ni disiparon su ansiedad.
Saliendo del camino, tenía que cruzar por el yermo fangoso, por irregulares
callejuelas. Algún infortunado árbol y algún hoyo de agua estancada, sucio de
lodo por la lluvia, orillaban el camino. Y a intervalos, un raquítico jardín,
con algunos tableros viejos sacados de alguna casa de verano, y una vieja
empalizada arreglada con estacas robadas de los setos vecinos, daban testimonio
de la pobreza de sus habitantes y de los escasos escrúpulos que tenían para
apropiarse de lo ajeno. En ocasiones, una mujer de aspecto enfermizo aparecía a
la puerta de una sucia casa, para vaciar el contenido de algún utensilio de
cocina en la alcantarilla de enfrente, o para gritarle a una muchacha en
chancletas que había proyectado escaparse, con paso vacilante, con un niño
pálido, casi tan grande como ella. Pero apenas si se movía nada por aquellos
alrededores. Y todo el panorama ofrecía un aspecto solitario y tenebroso, de
acuerdo con los objetos que hemos descrito.
Después de afanarse a través del barro; de realizar varias
pesquisas acerca del lugar que se le había indicado, recibiendo otras tantas
respuestas contradictorias, el joven llegó al fin a la casa. Era baja, de
aspecto desolado. Una vieja cortina amarilla ocultaba una puerta de cristales
al final de unos peldaños, y los postigos estaban entornados. La casa se
hallaba separada de las demás y, como estaba en un rincón de una corta
callejuela, no se veía otra por los alrededores.
Si decimos que el cirujano dudaba y que anduvo unos pasos más
allá de la casa antes de dominarse y levantar el llamador de la puerta, no
diremos nada que tenga que provocar la sonrisa en el rostro del lector más
audaz. La policía de Londres, por aquel tiempo, era un cuerpo muy diferente del
de hoy día; la situación aislada de los suburbios, cuando la fiebre de la
construcción y las mejoras urbanas no habían empezado a unirlos a la ciudad y
sus alrededores, convertían a varios de ellos, y a este en particular, en un
sitio de refugio para los individuos más depravados.
Aun las calles de la parte más alegre de Londres se hallaban
entonces mal iluminadas. Los lugares como el que describimos estaban
abandonados a la luna y las estrellas. Las probabilidades de descubrir a los
personajes desesperados, o de seguirles el rastro hasta sus madrigueras, eran
así muy escasas y, por tanto, sus audacias crecían; y la conciencia de una
impunidad cada vez se hacía mayor por la experiencia cotidiana. Añádanse a
estas consideraciones que el joven cirujano había pasado algún tiempo en los
hospitales de Londres; y, si bien ni un Burke ni un Bishop habían alcanzado
todavía su gran notoriedad, sabía, por propia observación, cuán fácilmente las
atrocidades pueden ser cometidas. Sea como fuere, cualquiera que fuese la
reflexión que le hiciera dudar, lo cierto es que dudó; pero siendo un hombre
joven, de espíritu fuerte y de gran valor personal, sólo titubeó un instante.
Volvió atrás y llamó con suavidad a la puerta.
Enseguida se oyó un susurro, como si una persona, al final
del pasillo, conversase con alguien del rellano de la escalera, más arriba.
Después se oyó el ruido de dos pesadas botas y la cadena de la puerta fue
levantada con suavidad. Allí vio a un hombre alto, de mala facha, con el pelo
negro y una cara tan pálida y desencajada como la de un muerto; se presentó,
diciendo en voz baja:
-Entre, señor.
El cirujano lo hizo así, y el hombre, después de haber
colocado otra vez la cadena, le condujo hasta una pequeña sala interior, al
final del pasillo.
-¿He llegado a tiempo?
-Demasiado temprano -replicó el hombre.
El cirujano miró a su alrededor, con un gesto de asombro.
-Si quiere usted entrar aquí -dijo el hombre que,
evidentemente, se había dado cuenta de la situación-, no tardará ni siquiera
cinco minutos, se lo aseguro.
El cirujano entró en la habitación; el hombre cerró la
puerta y lo dejó solo. Era un cuarto pequeño, sin otros muebles que dos sillas
de pino y una mesa del mismo material. Un débil fuego ardía en el brasero;
fuego inútil para la humedad de las paredes. La ventana, rota y con parches en
muchos sitios, daba a una pequeña habitación con suelo de tierra y casi toda
cubierta de agua. No se oían ruidos, ni dentro ni fuera. El joven doctor tomó
asiento cerca del fuego, en espera del resultado de su primera visita
profesional.
No habían transcurrido muchos minutos cuando percibió el
ruido de un coche que se aproximaba y poco después se detenía. Abrieron la
puerta de la calle, oyó luego una conversación en voz baja, acompañada de un
ruido confuso de pisadas por el corredor y las escaleras, como si dos o tres
hombres llevasen algún cuerpo pesado al piso de arriba. El crujir de los
escalones, momentos después, indicó que los recién llegados, habiendo acabado
su tarea, cualquiera que fuese, abandonaban la casa. La puerta se cerró de
nuevo y volvió a reinar el silencio.
Pasaron otros cinco minutos y ya el cirujano se disponía a
explorar la casa en busca de alguien, cuando se abrió la puerta del cuarto y su
visitante de la pasada noche, vestida exactamente como en aquella ocasión, con
el velo bajado como entonces, le invitó por señas a que le siguiera. Su gran
estatura, añadida a la circunstancia de no pronunciar una palabra, hizo que por
un momento pasara por su imaginación la idea de que podría tratarse de un
hombre disfrazado de mujer. Sin embargo, los histéricos sollozos que salían de
debajo del velo y su actitud de pena, hacían desechar esta sospecha; y él la
siguió sin vacilar.
La mujer subió la escalera y se detuvo en la puerta de la
habitación para dejarle entrar primero. Apenas si estaba amueblada con una
vieja arca de pino, unas pocas sillas y un armazón de cama con dosel, sin
colgaduras, cubierta con una colcha remendada. La luz mortecina que dejaba
pasar la cortina que él había visto desde fuera, hacía que los objetos de la
habitación se distinguieran confusamente, hasta el punto de no poder percibir
aquello sobre lo cual sus ojos reposaron al principio. En esto, la mujer se
adelantó y se puso de rodillas al lado de la cama.
Tendida sobre esta, muy acurrucada en una sábana cubierta
con unas mantas, una forma humana yacía sobre el lecho, rígida e inmóvil. La
cabeza y la cara se hallaban descubiertas, excepto una venda que le pasaba por
la cabeza y por debajo de la barbilla. Tenía los ojos cerrados. El brazo izquierdo
estaba extendido pesadamente sobre la cama. La mujer le tomó una mano. El
cirujano, rápido, apartó a la mujer y tomó esta mano.
-¡Dios mío! -exclamó, dejándola caer involuntariamente-.
¡Este hombre está muerto!
La mujer se puso en pie vivamente y estrechó sus manos.
-¡Oh, señor, no diga eso! -exclamó con un estallido de
pasión cercano a la locura-. ¡Oh, señor, no diga eso; no podría soportarlo!
Algunos han podido volver a la vida cuando los daban por muerto. ¡No le deje,
señor, sin hacer un esfuerzo para salvarlo! En estos instantes la vida huye de
él. ¡Inténtelo, señor, por todos los santos del cielo! -y hablando así frotaba
la frente y el pecho de aquel cuerpo sin vida; y enseguida golpeaba con frenesí
las frías manos que, al dejar de retenerlas, volvieron a caer, indiferentes y
pesadas, sobre la colcha.
-Esto no servirá de nada, buena mujer -dijo el cirujano
suavemente, mientras le apartaba la mano del pecho de aquel hombre-. ¡Descorra
la cortina!
-¿Por qué? -preguntó la mujer, levantándose con sobresalto.
-¡Descorra la cortina! -repitió el cirujano con voz agitada.
-Oscurecí la habitación expresamente -dijo la mujer,
poniéndose delante, mientras él se levantaba para hacerlo-. ¡Oh, señor, tenga
compasión de mí! Si no tiene remedio; si está realmente muerto, ¡no exponga su
cuerpo a otros ojos que los míos!
-Este hombre no ha muerto de muerte natural -observó el
cirujano-. Es preciso ver su cuerpo.
Y con vivo ademán, tanto que la mujer apenas se dio cuenta
de que se había alejado, abrió la cortina de par en par, y, a plena luz,
regresó al lado de la cama.
-Ha habido violencia -dijo, señalando al cuerpo y examinando
atentamente el rostro de la mujer, cuyo velo negro, por primera vez, se hallaba
subido. En la excitación anterior se había quitado la cofia y el velo y ahora
se encontraba delante de él, de pie, mirándole fijamente. Sus facciones eran
las de una mujer de unos cincuenta años, y demostraban haber sido guapa. Penas
y lágrimas habían dejado en ella un rastro que los años, por sí solos, no
hubieran podido dejar. Tenía la cara muy pálida. Y el temblor nervioso de sus
labios y el fuego de su mirada demostraban que todas sus fuerzas físicas y
morales se hallaban anonadadas bajo un cúmulo de miserias.
-Aquí ha habido violencia -repitió el cirujano, evitando
aquella mirada.
-¡Sí, violencia! -repitió la mujer.
-Ha sido asesinado.
-Pongo a Dios por testigo de que lo ha sido -exclamó la
mujer con convicción-. ¡Cruel, inhumanamente asesinado!
-¿Por quién? -dijo el cirujano, aferrando por los brazos a
la mujer.
-Mire las señales de sus carniceros y luego pregúnteme -replicó
ella.
El cirujano volvió el rostro hacia la cama y se inclinó
sobre el cuerpo que ahora yacía iluminado por la luz de la ventana. El cuello
estaba hinchado, con una señal rojiza a su alrededor. Como un relámpago, se le
presentó la verdad.
-¡Es uno de los hombres que han sido ahorcados esta mañana!
-exclamó volviéndose con un estremecimiento.
-¡Es él! -replicó la mujer con una mirada extraviada e
inexpresiva.
-¿Quién era?
-Mi hijo -añadió la mujer, cayendo a sus pies sin sentido.
Era verdad. Un cómplice, tan culpable como él mismo, había
sido absuelto, mientras a él lo condenaron y ejecutaron. Referir las
circunstancias del caso, ya lejano, es innecesario y podría lastimar a personas
que aún viven. Era una historia como las que ocurren a diario. La mujer era una
viuda sin relaciones ni dinero, que se había privado de todo para dárselo a su
hijo. Este, despreciando los ruegos de su madre, y sin acordarse de los
sacrificios que ella había hecho por él, se había hundido en la disipación y el
crimen. El resultado era este; la muerte, por la mano del verdugo, y para su
madre la vergüenza y una locura incurable.
Durante varios años, el joven cirujano visitó diariamente a
la pobre loca. Y no sólo para calmarla con su presencia, sino para velar, con
mano generosa, por su comodidad y sustento. En el destello fugaz de su memoria
que precedió a la muerte de la desdichada, un ruego por el bienestar y dicha de
su protector salió de los labios de la pobre criatura desamparada. La oración
voló al cielo, donde fue oída y la limosna que él dio le ha sido mil veces
devuelta; pero entre los honores y las satisfacciones que merecidamente ha
tenido no conserva recuerdo más grato a su corazón que el de la historia de la
mujer del velo negro.
FIN