Cesare Pavese
En aquellos tiempos estaba ocupadísimo y vivía con los
carreteros. La cabeza me resuena aún con las gruesas voces de mando y el
chirrido de los frenos. Nuestro punto de reunión estaba en el patio, bajo el
zaguán de cierta ventana que, las noches de partida, era un antro de faroles y
de voces iracundas como latigazos. Criadas y mozos que nos daban la salida
ansiaban vernos en camino, porque entonces podrían pararse en el umbral a
respirar: el restallido de nuestras trallas era su liberación.
También para nosotros el latigazo largo, asestado fuera del
zaguán al flanco de los caballos, era la señal de que comenzaban la conducción
y la noche. Con las primeras sombras nos hacíamos compañía, si había estrellas,
de dos en dos o de tres en tres por el arcén de la carretera, sin perder de
vista al caballo de cabeza y las bifurcaciones, porque la caravana marcha como
un tren y todo estriba en que esté bien encaminada. Después empezaban a
rezagarse los más viejos y a montar en los distintos carros; nosotros, los jóvenes,
siempre teníamos alguna conversación que terminar y un último pitillo que
pedir.
Pero también al final saltábamos sobre los sacos y comenzaba
el duermevela.
Cuántas noches pasé así acurrucado sobre los sacos,
bamboleándose ante mis ojos el farol que en el sopor no distinguía ya si iba
colgado del carro anterior o si acaso era el mío. Uno se sentía transportar,
sentía todo el carro y el caballo moverse y estirarse debajo; ciertos tramos de
la carretera los reconocía por los tumbos. Según que el carro pasase bajo una
ladera, o entre un campo delante de un porche, de una tapia, o sobre un puente,
el eco del estrépito de las ruedas variaba: era una voz que hacía más compañía
que los cascabeles que los caballos agitaban meneando la cabeza. Era una voz
que, apenas el frío del alba nos despertaba, volvía a dejarse oír incesante,
mudada según el camino recorrido, y antes aún de que un vistazo al campo o a
las casas nos dijese dónde estábamos nos sosegaba con su monotonía. Tumbado
sobre los sacos, cada uno de nosotros escuchaba solo su carro pero adivinaba en
los diversos chirridos que lo acompañaban la presencia de otros, y en ciertos
momentos que en el campo todo callaba, uno alzaba la cabeza del saco y quedaba
en suspenso hasta que veía un farol bambolearse a ras del suelo, o un tintineo
y el estrépito de las otras ruedas sobre el polvo llegaba a tranquilizarlo.
Con tanto camino como hice en aquellos años, dormí casi
siempre. Dormí de noche y dormí de día, bajo el sol, bajo la lluvia, aovillado
o sentado. Los viejos conductores dicen que de joven se duerme muy a gusto en
el carro porque uno es fuerte y sano y cede al sueño. A mí me gustaba viajar en
caravana porque siempre había algún viejo que velaba y se ocupaba de la ruta.
¿Había algo más hermoso que despertar antes del día a la vista de un poblado
sin tener tiempo ni para estirarse, y ya los carros se paraban y bajábamos a
tomar un trago y comer un bocado? Mientras tanto estaba clareando, y en la
posada parecían saberlo: abrían de par en par los postigos de madera y se
asomaban las mujeres, desperezándose y llamando a los mozos. Según quienes
fuéramos en la conducción, nos sentábamos todos a una gran mesa o se cargaba de
ajo o de anchoas la hogaza y nos íbamos enseguida. Lo uno y lo otro tenían su
gracia. Pero está claro que detenerse era mejor; tanto más cuanto que delante
de la posada nos esperaban otros carros que ya habían mandado encender el
fuego. Entonces se comía fuerte, sentados en torno a la mesa, echando cada cual
su cuarto a espadas; se hacían paradas de media hora, íbamos y veníamos por el
patio a dar el heno y a abrevar; las mozas de la posada venían al peldaño a
contarnos cosas. Entonces sí que daba gusto haber dormido: entraban ganas de
cantar (los otros cantan de noche, nosotros cantábamos por la mañana).
Los viejos dicen que todo gusta en aquellos años porque se
es joven, pero yo, que he hecho bastantes oficios, estoy seguro de que nada es
más hermoso que una conducción bien pagada. Las carreteras, las posadas, los
caballos y el campo parecían colocados allí solo para nosotros. Aquel comer
apenas rayaba el día, antes de que los demás estuvieran en pie, tras una noche
de camino, era una gran cosa, y ahora que ya no llevo esa vida se necesita
mucho más que el canto del gallo para que me levante con tanta ansia de comer,
de andar y de charlar como tenía entonces. Es cierto que ahora peino canas,
pero si el mundo fuera el de antaño y yo pudiera disponer de mí, sabría a qué
carro montar y llegar despuntando el día a la posada, despertarlos a todos y hacer
una parada. Si hay todavía posadas y paradas.
Pero ya deben de haber muerto incluso los caballos. Hace
tiempo que no veo por los caminos los tiros reforzados de antaño. Ahora, por la
noche, cuando tampoco yo cojo el sueño, puedo aguzar el oído cuanto quiera, y
sin embargo nunca me ocurre oír rodar una conducción y aproximarse los caballos
y gritar a un carretero. Ahora de noche se oyen pasar los automóviles, y las
mercancías las expiden por tren: llegarán más pronto, pero ya no es un oficio.
Acabará por crecer la hierba en los caminos, y las posadas cerrarán.
FIN
“Vecchio mestiere”, 1941
Biblioteca Digital Ciudad Seva
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