Es un gran armario de madera de nogal, simple, vertical, al
mismo tiempo pesado y elegante, casi un símbolo de la digna estabilidad; por
otra parte está siempre cerrado. Por dentro, el armario está dividido con
estantecitos, y en cada uno de estos estantes vive una escritora; en realidad
son las viejas muñecas que se volvieron escritoras solamente por obra de la
inacción, la oscuridad y el aburrimiento. Por esa razón todas llevan trajes
coloridos, a menudo los trajes de alguna región o provincia, y la cabeza
ligeramente desproporcionada respecto al cuerpo, demasiado aplanada, demasiado
en punta o simplemente demasiado voluminosa; salvo una poetisa que la tiene
pequeñísima, y esto hace reír mucho a las demás, como si tener la cabeza
pequeña fuese más gracioso que tenerla grande.
De todas formas, y como el armario no se abre nunca, y los
estantes no permiten otra comunicación que la habitual entre los presos, por
medio de golpecitos dados en un sistema convencional, poco a poco casi todas
las muñecas se han dedicado a la literatura, y así se volvieron novelistas,
poetisas, críticas literarias, críticas teatrales y consultoras de editoriales.
Allí dentro todo es un continuo repiqueteo: cada una quiere hacer oír a las
otras sus propias obras. Pero éstas son, de más está decirlo, obras de muñecas.
Está la novelista con gafas que después de diez años de trabajo consiguió
escribir esta novela, titulada Huelga: "Hacía frío. Los obreros hacían
huelga. Sobre el más frío el más joven murió de huelga". Está la
dramaturga de vanguardia que cada año presenta la misma comedia en un acto,
titulada El otro: "ANA: Dame un beso, Edgardo. EDGARDO: No puedo, amo a
otro". Está la chica teatral que cada semana redacta su veredicto:
"Brava la Breva en el papel de Briva". Y está la poetisa de la cabeza
pequeña, la más prolífica de todas, que una vez al mes rehace, cambiando la
rima, la misma lírica:
Pobres
los
Pobres.
En la oscuridad, convencidas de su importancia, las muñecas
de la cabeza desproporcionada se mueven, toman posturas, amenazan a los
gobiernos extranjeros si éstos quisieran seguir persistiendo en el error, y
pasan todo el día transmitiéndose sus propias composiciones. En vano, porque
ninguna de ellas quiere escuchar lo que escriben las otras, y por otra parte no
todas manejan el mismo sistema convencional de golpecitos, así que sus
esfuerzos caen inexorablemente en el vacío. A veces alguien se acerca al armario
cerrado, acerca la oreja a las puertas de nogal, y comenta: "¡Pero este
armario está lleno de ratones!" Por eso nadie quiere abrirlo.
FIN
Juan Rodolfo Wilcock
Biblioteca Digital Ciudad Seva
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