segunda-feira, 11 de maio de 2015

Humo


William Faulkner

Anselm Holland llegó a Jefferson hace muchos años. De dónde, nadie lo sabía. Pero era joven entonces, y un hombre de variados recursos, o por lo menos, de presencia, porque antes de que hubieran transcurrido tres años estaba casado con la única hija de un hombre que poseía dos mil acres de las mejores tierras del distrito, y fue a vivir en la casa de su suegro, donde dos años más tarde su mujer le dio dos hijos, y donde a los pocos años murió aquel, dejando a Holland en total posesión de la propiedad, que estaba a la sazón a nombre de su mujer. Pero aun antes del hecho, los de Jefferson lo habíamos oído aludir, en tono algo más alto de lo conveniente, a "mi tierra, mi cosecha"; y aquellos de nosotros cuyos padres y abuelos se habían criado en el lugar lo mirábamos con cierta frialdad y recelo, como a un hombre sin escrúpulos, además de violento, según rumores oídos entre los colonos blancos y negros y entre otros con quienes había tenido algún trato. Pero por consideración a su mujer y por respeto a su suegro, siempre lo tratamos con cortesía, ya que no con afecto. Así, pues, cuando ella murió, siendo los mellizos todavía niños, consideramos que él era el responsable, y que la vida de la pobre se había agostado frente a la torpe violencia de aquel forastero ignorante. Y cuando sus hijos llegaron a la edad adulta, y primero uno y luego el otro dejaron para siempre el hogar, no nos sorprendimos. Por fin, cuando un día, hace seis, Holland fue hallado muerto, un pie trabado en uno de los estribos del caballo ensillado que acostumbraba cabalgar, y el cuerpo horriblemente destrozado, porque, aparentemente, el animal lo había arrastrado a través del cerco de palos, y eran todavía visibles, en el lomo y en los flancos del caballo, las marcas de los golpes que le había dado en uno de sus accesos de ira, ninguno de nosotros lo lamentó, por cuanto poco tiempo atrás había cometido un acto que, para los hombres de nuestro pueblo, nuestra época y nuestras creencias, era el más imperdonable de los ultrajes.

El día en que murió, se supo que había estado profanando las tumbas de la familia de su mujer; y aun la de ella, donde descansaba desde hacía treinta años. De esta suerte, aquel viejo trastornado y carcomido por el odio fue enterrado entre las tumbas que había intentado violar, y a su debido tiempo se presentó el testamento para su legalización. Nos enteramos de la esencia del testamento sin sorpresa alguna. No nos sorprendió saber que aun después de muerto, Holland había asestado un último golpe a los únicos a quienes podía herir y ofender: a su carne y su sangre que le sobrevivía.

En la época de la muerte de su padre, los mellizos tenían cuarenta años. El menor, el joven Anse, como lo llamaban, había sido, según decían, el predilecto de la madre, quizás por ser el más parecido al padre. Sea como fuere, desde que ella murió, siendo los mellizos casi niños, siempre teníamos noticias de dificultades entre el viejo y el joven Anse, con Virginius, el otro mellizo, actuando como mediador y recibiendo en pago de sus afanes las maldiciones de padre y hermano. Virginius era así. El joven Anse también tenía sus cosas, y poco antes de cumplir veinte años huyó de la casa paterna y no volvió en diez años. Cuando volvió, él y su hermano eran mayores de edad, y Anse, a fin de recibir su parte, solicitó formalmente a su padre la división de las tierras que, según se enteraba ahora, este tenía solamente en custodia. El viejo Anselm rehusó violentamente. Sin duda, la solicitud había sido hecha con igual violencia, ya que ambos, el viejo y el joven Anse, eran tan parecidos. Oímos decir que, por extraño que parezca, Virginius se había puesto de parte de su padre. Lo oímos decir, eso es todo. Pero la tierra quedó intacta; y oímos decir cómo, en una escena de violencia inusitada aun para ellos, una escena de tal violencia que los sirvientes negros huyeron de la casa y se dispersaron hasta la mañana siguiente, el joven Anse partió, llevando consigo el par de mulas que le pertenecía; y desde aquel día hasta el día de la muerte de su padre, aun después de que Virginius se viera a su vez obligado a abandonar el hogar paterno, Anse no volvió a hablar a su padre y a su hermano. Pero esta vez no salió del distrito, sin embargo. Se trasladó simplemente a las colinas, desde donde "podía ver qué hacían el viejo y Virginius" (según decíamos algunos de nosotros y lo pensaban todos). Y durante los quince años siguientes vivió solo en una choza de dos habitaciones, como un ermitaño, preparando sus comidas y yendo al pueblo con su par de mulas no más de cuatro veces por año. Algún tiempo antes lo habían arrestado y juzgado por destilar whisky. No se defendió, se negó a alegar en contra o en favor de la acusación; se le impuso una multa tanto por su delito como por haber desafiado a la justicia; y cuando Virginius se ofreció a pagarla, tuvo un acceso de ira exactamente igual a los de su padre. Trató de agredir a Virginius en la sala de audiencias, y por propia solicitud fue a la penitenciaría; lo indultaron ocho meses más tarde por su buen comportamiento, y volvió a su choza ese hombre moreno, silencioso, de rasgos aquilinos, a quien tanto vecinos como extraños dejaban severamente solo.

El otro mellizo, Virginius, permaneció en la propiedad, cultivando las tierras a las cuales su padre nunca había hecho justicia mientras vivió. Se decía, en verdad, que el viejo Anse, viniera de donde viniese y como quiera que hubiese sido educado, no lo había sido para agricultor. En vista de ello, solíamos decirnos, convencidos de estar en lo cierto: "Esa es la dificultad entre él y el joven Anse: ver a su padre maltratar la tierra que su madre había destinado para él y Virginius." Pero Virginius se quedó. Sin embargo, no podía pasar una vida muy agradable. Más tarde comentamos que Virginius debió prever que semejante arreglo no perduraría. Y aun más tarde dijimos: "Quizás lo sabía en realidad." Porque así era Virginius. Nunca se sabía, en ningún momento, en qué estaba pensando. El viejo y el joven Anse eran como el agua. Agua turbia, tal vez; pero todos conocían sus intenciones. En cambio, nadie sabía de antemano en qué pensaba o qué haría Virginius. No sabíamos siquiera qué había ocurrido en aquella oportunidad en que Virginius, que lo soportaba todo solo, mientras el joven Anse estuvo lejos, fue por fin expulsado del hogar. No lo dijo a nadie, probablemente ni a Granby Dodge. Pero conocíamos al viejo Anse y también a Virginius, de modo que podíamos imaginar algo como lo que sigue:

Durante el año siguiente a la partida del joven Anse con sus dos mulas hacia las colinas, contemplamos la furia del viejo Anse. Por fin un día se produjo el estallido. Probablemente, de la siguiente manera:

-Crees que ahora que se ha ido tu hermano podrás quedarte simplemente, y guardártelo todo, ¿no?

-No quiero todo -habría dicho Virginius-. Solo quiero mi parte.

-¡Ah! Querrías que se dividiese ahora mismo, ¿no? ¡Recriminarme, como él, porque no se hubiese dividido cuando ustedes fueron mayores de edad!

-Preferiría tener una pequeña parte de la tierra y explotarla bien, a verla como está ahora -habría respondido Virginius, siempre ecuánime, siempre sereno; pues nadie en el distrito vio nunca a Virginius perder la compostura, o siquiera alterarse, ni aun cuando Anse intentó agredirlo en la sala de audiencias, en oportunidad de aquella multa.

-Querrías eso, ¿no? Aunque haya sido yo quien la ha mantenido todos estos años, pagando los impuestos, mientras tú y tu hermano ahorraban dinero año tras año, libres de impuestos.

-Sabes muy bien que Anse nunca ahorró nada en toda su vida -decía Virginius-. Di lo que quieras de él, pero no lo acuses de avaricia.

-¡Tienes razón! Fue bastante hombre como para venir aquí y exigirme lo que consideraba suyo, y para irse cuando no lo obtuvo. En cambio tú... tú te quedas aquí, esperando que me muera, con esa maldita boca de aserrín que tienes. Págame los impuestos de tu mitad desde el día que murió tu madre, y es tuya.

-No -decía Virginius-. No pagaré.

-No. Naturalmente que no. ¿Para qué gastar tu dinero en la mitad de la tierra cuando algún día la tendrás toda sin poner un centavo?

A continuación veíamos mentalmente al viejo Anse, con su cabeza hirsuta y sus pobladas cejas, poniéndose bruscamente de pie, pues hasta ahora los habíamos imaginado conversando sentados, como dos hombres civilizados.

-¡Vete de mi casa! -y Virginius, sin moverse, de pie, observaba a su padre, mientras el viejo Anse iba hacia él con el puño levantado-. ¡Vete! ¡Fuera de mi casa! ¡Mira que te...!

Y entonces Virginius se fue. No se apresuró, ni corrió. Preparó todo lo que le pertenecía, mucho más de lo que llevara Anse. Bastantes cosas; y partió a cuatro o cinco millas de distancia, a vivir con un primo, hijo de una parienta lejana de su madre. El primo vivía solo, y en una buena granja, aunque abrumada de hipotecas; pues tampoco él era agricultor, sino mitad comerciante de caballos y mulas y mitad predicador; un hombre pequeño, rubio, sin ningún rasgo definido, a quien nadie podría recordar un minuto después de haber dejado de mirarlo, y probablemente no más eficiente en esas sus actividades que en la agricultura. Sin prisa se fue, pues, Virginius, y sin la inmensa y violenta decisión de su hermano; pero, por extraño que parezca, aunque fuera violento y lo mostrara, no teníamos en menos al joven Anse. En realidad, siempre miramos también a Virginius con cierta desconfianza; tenía demasiado dominio de sí mismo. Y es propio de la naturaleza humana confiar antes en quienes no saben depender de sí mismos.

Llamábamos a Virginius hombre reconcentrado; no nos sorprendió, pues, enterarnos de la forma en que había usado sus ahorros para levantar la hipoteca de la granja de su primo. Tampoco nos sorprendió cuando, un año más tarde, supimos que el viejo Anse se negaba a pagar los impuestos sobre su tierra y que, dos días antes de expirar el plazo, el oficial de justicia había recibido por correo y en forma anónima una suma en efectivo que saldaba la deuda de Holland hasta el último centavo.

-¡Siempre este Virginius! -dijimos, puesto que, según creíamos, el dinero no necesitaba ir acompañado por el nombre del remitente. El oficial de justicia había notificado al viejo Anse.

-¡Sáquela a la venta y váyase al diablo! -dijo el viejo Anse-. ¡Si cree que solo tiene que sentarse a esperar, esa maldita cría que tengo...!

El oficial hizo avisar al joven Anse.

-La tierra no es mía -repuso este.

A continuación notificó a Virginius, y este vino al pueblo y examinó las planillas de impuestos con sus propios ojos.

-Traigo todo aquello de que puedo disponer en este momento -dijo-. Por supuesto, si él la abandona, espero poder obtenerla. Pero, no sé. Una buena granja como esa no durará mucho ni se desvalorizará.

Y eso fue todo. Ni enojo, ni asombro, ni sentimiento. Pero Virginius era muy reconcentrado; no nos sorprendimos al saber que el oficial de justicia había recibido un paquete de dinero con la siguiente nota anónima: Importe de los impuestos de la granja de Anselm Holland. Enviar recibos a Anselm Holland, padre.

-¡Este Virginius...! -comentamos. Durante el año siguiente pensamos mucho en Virginius, solo en una granja ajena, cultivando tierras ajenas, contemplando la ruina progresiva de la granja y de la casa donde había nacido y que por derecho eran suyas. En efecto, el viejo las estaba abandonando totalmente, ahora: año tras año los anchos campos se cubrían otra vez de maleza y de zanjas, a pesar de que cada año el oficial de justicia recibía invariablemente aquel dinero anónimo y enviaba el recibo al viejo Anse; porque ya este había dejado de venir al pueblo, la casa misma se derrumbaba sobre su cabeza, y nadie, salvo Virginius, se detenía ya frente a ella. Cinco o seis veces por año Virginius solía llegar cabalgando hasta la galería del frente, y el viejo salía y le gritaba salvajes y violentos improperios, mientras Virginius permanecía tranquilo, conversando con los pocos negros que quedaban; y luego de comprobar con sus propios ojos que su padre estaba bien, se alejaba nuevamente. Pero nadie más se detenía allí, a pesar de que, de vez en cuando, desde lejos, alguien veía al viejo recorriendo los campos desolados y cubiertos de maleza, en el viejo caballo blanco que habría de matarlo.

Por fin, el verano pasado nos enteramos de que estaba excavando las tumbas en el bosquecillo de cedros donde descansaban cinco generaciones de familiares de su mujer. Un negro mencionó el hecho, y el funcionario de sanidad del distrito fue hacia allí y halló el caballo blanco atado a un árbol, y al viejo saliendo del bosquecillo con una escopeta. El funcionario regresó, y dos días más tarde un oficial de la policía fue a su vez y halló al viejo tendido junto al caballo, un pie trabado en el estribo, y sobre el anca del animal las marcas terribles del palo; no una correa, sino un palo, con que lo había golpeado una y otra vez.

Lo enterraron entre las tumbas que profanó. Virginius y su primo asistieron al entierro. En realidad, formaban toda la concurrencia, porque el joven Anse no estuvo presente. Ni tampoco se acercó al lugar, a pesar de que Virginius permaneció en la casa el tiempo suficiente para cerrarla y despedir a los negros. Después regresó a casa de su primo, y oportunamente se presentó el testamento del viejo Anse al juez Dukinfield para su legalización. La esencia del testamento no era un secreto para nadie: todos nos enteramos de ella. Todo estaba en regla, y no nos sorprendió su regularidad, su contenido, ni su expresión... con excepción de aquellos dos legados: ...dejo y confiero mi propiedad a mi hijo mayor Virginius, siempre que pruebe a satisfacción del magistrado... que fue el antedicho Virginius quien ha estado pagando los impuestos de mis tierras... debiendo ser el magistrado el juez exclusivo e indisputado de dicha prueba.

Los otros dos legados eran:

A mi hijo menor Ame... dejo dos juegos completos de arneses para mulas... con la condición de que Amelm utilice estos arneses para hacer una visita a mi tumba. De lo contrario, dichos arneses pasarán definitivamente a formar parte... de mis bienes, arriba señalados.

A mi primo político Granby Dodge dejo... un dólar en efectivo que deberá utilizar para la compra de un libro o libros de himnos religiosos, como testimonio de mi gratitud por haber alimentado y alojado a mi hijo Virginius desde que... Virginius abandonó mi techo.

Este era el testamento. Y nos mantuvimos a la expectativa para ver u oír qué haría o diría el joven Anse. No vimos ni oímos nada. Luego esperamos ver qué haría Virginius. Y este tampoco hizo nada. No sabíamos, en fin, qué hacía ni qué pensaba. Pero Virginius era así. De todas maneras, todo había terminado. Todo lo que debía hacerse era esperar que el juez Dukinfield legalizase el testamento. Luego Virginius entregaría a Anse su mitad, si en verdad pensaba hacerlo. Sobre este punto las opiniones divergían. "Él y Anse nunca tuvieron diferencias", decían algunos. "Virginius nunca tuvo dificultades con nadie", decían otros. "Si te apoyas en eso, tendría que dividir la granja con todo el distrito." "Pero fue Virginius quien quiso pagar la multa que…", decían los primeros. "También fue Virginius quien se puso de parte de su padre cuando el joven Anse pidió la división de la tierra", argumentaban los segundos.

Así, pues, esperamos y observamos. Ahora observábamos, asimismo, al juez Dukinfield: de pronto, fue como si todo el asunto estuviese en sus manos, como si estuviese sentado como un dios sobre la risa vengativa y burlona de aquel viejo que aun después de muerto y enterrado se resistía a morir, y sobre aquellos dos hermanos irreconciliables que durante quince años parecían haber estado muertos el uno para el otro. No obstante ello, pensábamos que, en su último golpe, el viejo Anse había desvirtuado sus fines; que al designar al juez Dukinfield, la furia de Holland lo había derrotado porque en la persona del juez Dukinfield considerábamos que el viejo Anse había elegido al único entre todos nosotros con probidad, honor y sentido común suficientes; con ese tipo de honor y sentido común que nunca ha tenido tiempo de confundirse ni dudar de sí mismo por excesivo conocimiento de la ley. El hecho mismo de que la legalización de un documento tan sencillo le llevase aparentemente tanto tiempo era para nosotros prueba adicional de que el juez Dukinfield era el único entre todos que creía que la justicia es cincuenta por ciento de conocimiento legal y cincuenta por ciento de serenidad y de confianza en sí mismo y en Dios.

A medida que se aproximaba el fin del plazo legal, observábamos al juez Dukinfield recorrer diariamente el trayecto entre su casa y su oficina, situada en el Ayuntamiento. Se movía lentamente, sin prisa, aquel viudo de sesenta años o más, majestuoso, de cabellos blancos, con ese porte erguido y altivo que los negros llaman "echado para atrás".

Poseía pocos conocimientos de la ley y un sólido sentido común; durante trece años y hasta la fecha no había tenido contrincantes para las elecciones; y aun aquellos que más se enfurecían por su aire de condescendencia serena y afable votaban por él cuando llegaba la ocasión, con una especie de confianza y fe infantiles. Lo observábamos, por lo tanto, con impaciencia, sabiendo que lo que hiciera finalmente estaría bien, no porque lo hiciera él, sino porque nunca permitiría a nadie, ni a sí mismo, hacer nada hasta que estuviera bien. Y todas las mañanas lo veíamos cruzar la plaza a las ocho y diez exactamente, y entrar en el edificio donde estaba su oficina, en la cual su sirviente negro lo había precedido exactamente diez minutos antes, con la precisión cronométrica con que la señal anuncia la llegada de un tren, a fin de abrir la oficina para la jornada. El juez entraba en la oficina, y el negro ocupaba una vez más su sitio en una silla de tijera remendada con alambre, en el corredor embaldosado que separaba la oficina del resto del edificio, y allí permanecía sentado, dormitando, todo el día, como lo hiciera durante diecisiete años. Luego, a las cinco de la tarde, el negro se despertaba y entraba en la oficina, quizás para despertar al juez, quien había vivido lo suficiente para saber que el apremio de cualquier actividad existe tan solo en la mente de ciertos teóricos que no tienen actividades propias; finalmente, veíamos a ambos cruzando la plaza, en fila india, siguiendo la calle que conducía a su casa; los dos con la mirada al frente, y separados unos metros, caminando tan erguidos que las dos levitas confeccionadas por el mismo sastre a la medida del juez caían de los dos pares de hombros en un solo plano, como una tabla, sin insinuación de cintura ni caderas.

Una tarde, poco después de las cinco, la gente empezó de pronto a correr a través de la plaza en dirección al Ayuntamiento. Otras personas vieron esto y corrieron a su vez, con sus pesados pasos resonantes sobre el pavimento, entre carros y automóviles, las voces tensas, insistentes: ¿Qué? ¿Qué pasa...? ¡El juez Dukinfield!, corría la voz; y todos siguieron corriendo hasta llegar al corredor embaldosado entre el edificio y la oficina, donde el viejo negro, con su casaca heredada, estaba de pie agitando las manos en el aire. Pasaron junto a él y entraron rápidamente en la oficina. Detrás de su mesa estaba sentado el juez, echado algo hacia atrás en su asiento, muy cómodo. Tenía los ojos abiertos y un balazo exactamente sobre el puente de la nariz, de modo que parecía tener tres ojos en hilera. Era un balazo, sí, pero a pesar de ello nadie había oído ningún ruido en todo el día: ni la gente en la plaza, ni el viejo negro sentado en su silla en el corredor.

Aquel día Gavin Stevens estuvo ocupado mucho tiempo: Gavin, con su pequeña caja de bronce. En efecto, al principio el jurado no comprendía adónde quería llegar; si en verdad había en el recinto quien lo comprendiera, entre el jurado, los dos hermanos, el primo y el viejo negro. Por fin, el presidente del jurado le preguntó inopinadamente:

-¿Afirma usted, señor Gavin, que hay una conexión entre el testamento del señor Holland y el asesinato del juez Dukinfield?

-Sí -repuso el fiscal del distrito-. Y afirmaré más que eso.

Todos se miraron: el jurado, los dos hermanos. Solo el viejo negro y el primo no levantaron la cabeza. En la última semana el negro había envejecido aparentemente cincuenta años. Su función pública databa del mismo día que la del juez; en verdad, era consecuencia del nombramiento del juez, a quien había servido durante tanto tiempo, que ya nadie recordaba cuánto. Era mayor que el juez, si bien hasta aquella tarde de una semana atrás siempre aparentó tener cuarenta años menos: una figura esmirriada, deforme con su voluminosa levita, que llegaba a la oficina diez minutos antes que el juez, y la abría y barría y quitaba el polvo de la mesa de trabajo sin mover un solo objeto, con experta prolijidad, fruto de diecisiete años de práctica, y por fin se instalaba a dormitar en la silla remendada con alambre en medio del corredor. Aparentaba dormir, en realidad. La otra forma de llegar a la oficina era por la estrecha escalera privada que comunicaba con la sala de audiencias, utilizada solamente por el juez cuando presidía el tribunal durante el período de sesiones. Aun entonces debía cruzar el corredor y pasar a menos de dos metros de la silla del negro, a menos que siguiese el corredor hasta donde formaba una L, debajo de la única ventana de la oficina, y trepase por ella. En realidad, ningún hombre ni mujer había pasado nunca cerca de aquella silla sin ver abrirse instantáneamente los rugosos párpados del negro, y descubrir los ojos castaños sin iris, propios de la vejez. De vez en cuando nos deteníamos a conversar con él, para oír su voz, vertida en la elocuente pero defectuosa pronunciación de la fraseología legal, rotunda, sin sentido, que había adquirido inconscientemente, como quien recoge gérmenes de enfermedades, y que reproducía con aquella profundidad ex cathedra que, a más de uno de nosotros, nos hacía escuchar al juez con afectuoso regocijo. Pero a pesar de todo era muy viejo; a veces olvidaba nuestros nombres y nos confundía mutuamente; y al confundir nuestros rostros y también nuestras generaciones, solía despertar de su ligero sueño para llamar a visitantes que no estaban presentes, que habían muerto hacía muchos años. Aun así, no se sabía de nadie que hubiese logrado pasar inadvertido junto a él.

Pero el resto de los presentes observaba a Stevens: el jurado cerca de la mesa, los dos hermanos sentados en los extremos opuestos del banco, con sus rostros morenos, aquilinos, idénticos, los brazos cruzados en gestos idénticos.

-¿Afirma usted que el asesino del juez Dukinfield está presente? -preguntó el presidente del jurado.

El fiscal del distrito miró a todos los rostros que lo contemplaban.

-Estoy dispuesto a afirmar más que eso -dijo.

-¿Afirmar? -repitió Anselm, el mellizo más joven. Estaba sentado solo, en un extremo del banco, con toda la extensión de este entre él y su hermano, a quien no había dirigido la palabra en quince años, mientras observaba a Stevens con una mirada dura, furiosa, sin pestañear.

-Sí -dijo Stevens.

De pie junto a un extremo de la mesa, comenzó a hablar, sin dirigirse a nadie en particular, con un tono ligero y anecdótico, refiriendo lo que ya sabíamos, y dirigiéndose de vez en cuando al otro mellizo, Virginius, como buscando corroboración. Habló acerca del joven Anse y su padre. Su tono era imparcial y agradable. Parecía estar preparando la defensa de los sobrevivientes. Relató cómo el joven Anse había abandonado el hogar en medio de una disputa, enojado, con un enojo natural frente a la forma en que su padre trataba la tierra que había sido de su madre y cuya mitad era en aquel momento legítimamente suya. Su tono era tranquilo, conciso, sincero; en todo caso, levemente parcial hacia el joven Anselm; eso es. Debido a esta aparente parcialidad, comenzó a surgir una imagen del joven Anselm que lo condenaba por algo a la sazón ignorado; lo condenaba en virtud de aquel mismo deseo de justicia y de aquel afecto por su difunta madre, malogrado por la violencia heredada del mismo ser que lo había agraviado. Y allí estaban sentados los dos hermanos, con un espacio de tabla, gastada por el uso, entre ellos; el menor, contemplando a Stevens con aquella mirada reprimida, intensa; el mayor, con igual intensidad, pero el rostro inescrutable. A continuación Stevens contó cómo el joven Anselm, enojado, había abandonado el hogar, y cómo, un año más tarde, Virginius, el más tranquilo, el que siempre trataba de mantener la paz entre ellos, había sido expulsado a su vez. Y nuevamente pintó Stevens un cuadro plausible y franco de los dos hermanos separados no por el padre vivo, sino por lo que cada uno había heredado de él, y atraídos, alimentados, por aquella tierra que no solo era legítimamente suya, sino donde además yacían los huesos de la madre.

-Y allí estaban ambos -prosiguió diciendo Stevens contemplando desde lejos la ruina gradual de aquellas buenas tierras, el derrumbe de la casa donde nacieron y donde nació su madre, por culpa de un viejo trastornado que, no pudiendo hacerles otra cosa, había intentado al fin privarlos definitivamente de su patrimonio, negándose a pagar los impuestos y exponiendo la propiedad a la subasta. Pero alguien lo derrotó en este punto; alguien con previsión y dominio de sí mismo suficientes como para callar acerca de algo que, de todos modos, a nadie incumbía, en tanto se pagasen los impuestos. Así, pues, todo lo que debió hacer fue esperar hasta que muriese el viejo. Era viejo, no hay que olvidarlo. Y aun cuando hubiese sido joven, la espera no habría sido dura para un hombre con dominio de sí mismo. Lo habría sido, en cambio, para un hombre violento y rápido de genio, especialmente si ocurría que aquel hombre violento conocía o sospechaba la esencia del testamento, y estaba además convencido, más aún, seguro, de haber sido irrevocablemente agraviado y despojado de su ciudadanía y su buen nombre por quien ya le había robado sus bienes, obligándolo a vivir como un ermitaño en una choza entre los montes. Un hombre así no habría tenido tiempo ni inclinación para preocuparse mucho, ni para esperar o dejar de esperar algo.

Los dos hermanos lo miraron. Parecían tallados en piedra, salvo los ojos de Anselm. Stevens hablaba serenamente, sin dirigirse a nadie en particular. Había sido fiscal del distrito tanto tiempo como el juez Dukinfield fuera magistrado. Era egresado de Harvard: un hombre desgarbado, con una mata de rebeldes cabellos de color gris acero, capaz de discutir la teoría de Einstein con profesores universitarios y de pasar tardes enteras entre los hombres que se instalaban junto a los rincones del almacén de ramos generales, conversando en el mismo idioma de ellos. Llamaba a esto sus vacaciones.

-Luego murió el padre, como lo habría previsto cualquier hombre poseedor de previsión y dominio de sí mismo. Y se presentó su testamento para su legalización, y hasta los habitantes de las colinas más apartadas se enteraron de su contenido: se enteraron de cómo, por fin, aquella tierra maltratada pasaría a su legítimo dueño o dueños; pues Anse Holland sabe tan bien como todos nosotros que Virge nunca aceptaría ahora más de la mitad que le corresponde, con o sin testamento; como no lo aceptó cuando su padre le dio oportunidad para ello. Porque si bien ambos eran hijos de Anselm Holland, también lo eran de Cornelia Mardis. Pero aunque Anselm no supiese ni creyese esto, habría sabido que la tierra que había sido de su madre y en la cual yacían sus huesos sería bien tratada ahora. Por ello, quizás, la noche en que se enteró de la muerte de su padre, quizás por primera vez desde niño, desde antes de morir su madre tal vez, cuando ella subía a su habitación durante la noche, lo miraba mientras dormía, y se retiraba luego nuevamente, quizás por primera vez desde entonces, Anse durmió. Todo estaba vengado ahora: el ultraje, la injusticia, el buen nombre perdido, y la mancha de su condena, todo había pasado como en un sueño. Un sueño que era menester olvidar ahora, porque todo estaba bien. Para aquella época, como imaginarán ustedes, Anse estaba ya habituado a ser un ermitaño, a vivir solo; no podría cambiar al cabo de tanto tiempo. Vivía más feliz donde estaba, solo en aquel paraje alejado. Le bastaba saber que todo yacía en el pasado como un mal sueño, y que la tierra, la tierra de su madre, su patrimonio y su mausoleo, estaban ahora en manos del único hombre en quien podía confiar, y confiaría, aun cuando no se hablaran entre ellos. ¿Comprenden?

Lo miramos, sentados en torno de la mesa, intacta desde que murió el juez Dukinfield, sobre la cual estaban todavía los objetos que, aparte del cañón de la pistola, había contemplado en sus últimos instantes; los cuales nos eran a todos familiares desde hacía muchos años: los papeles, el tintero sucio, la lapicera roída a la cual se aferrara el juez, la pequeña caja de bronce que fue su superfluo pisapapeles. Desde sus extremos opuestos en el banco, los mellizos observaban a Stevens, inmóviles, absortos.

-No, no comprendemos -dijo el presidente del jurado-. ¿Adónde quiere ir a parar? ¿Qué relación tiene todo esto con el juez Dukinfield?

-Lo siguiente: el juez Dukinfield debía legalizar el testamento, y entonces fue asesinado. Era un testamento extraño; pero todos esperábamos eso del señor Holland. Todo estaba en regla, y los herederos satisfechos; todos sabemos que la mitad de la tierra es de Anse en el momento en que la solicite. Así, pues, el testamento está bien. Su legalización debió ser una simple formalidad. A pesar de ello, el juez Dukinfield pospuso su decisión durante más de dos semanas, y entonces se produjo su muerte. Y así el hombre que creyó que todo lo que debía hacer era esperar...

-¿Qué hombre? -preguntó el presidente.

-Espere -dijo Stevens-. Todo lo que debía hacer el hombre era esperar. Pero no era la espera lo que preocupaba a quien había esperado ya quince años. Era algo más, que descubrió, o recordó, demasiado tarde. Algo que nunca debió haber olvidado, porque se trata de un hombre perspicaz, un hombre con dominio de sí mismo y previsión; un hombre con suficiente dominio como para esperar su oportunidad durante diez años, y con previsión suficiente como para haber previsto todas las contingencias, salvo una: su propia memoria. Y cuando era demasiado tarde, recordó que otro hombre sabía también lo que él había olvidado. Y este hombre que también lo sabía era el juez Dukinfield, y lo que el juez sabía era que aquel caballo nunca pudo haber matado al señor Holland.

Cuando calló la voz de Stevens, no se oyó un rumor en la sala. El jurado seguía sentado en torno de la mesa, los ojos fijos en Stevens. Anselm volvió su rostro hosco y torturado, miró a su hermano, y luego a Stevens nuevamente, y se inclinó hacia adelante. Virginius no se había movido, ni se observaba ningún cambio en su expresión grave, absorta. Entre él y la pared estaba sentado el primo, con las manos sobre las rodillas y la cabeza baja, como si estuviese en la iglesia. Solo sabíamos de él que era una especie de predicador ambulante, y que, de vez en cuando, reunía tropillas de mulas y caballos estropeados y los llevaba a alguna parte para venderlos o cambiarlos. Como era hombre de pocas palabras, que en su trato con los hombres evidenciaba una timidez y falta de confianza lamentables, lo compadecíamos con esa especie de disgusto compasivo que inspira un gusano maltrecho, y hasta nos resistíamos a someterlo a la agonía de responder afirmativa o negativamente a una pregunta. No obstante ello, habíamos oído decir que los domingos, en el púlpito de las iglesias rurales, se transformaba en otro hombre, cambiaba; su voz era entonces bien timbrada, conmovedora y firme, y fuera de toda proporción con sus características y actitud habituales.

-Ahora imaginen ustedes la espera -dijo Stevens- con este hombre sabedor de lo que ocurriría antes de que hubiese ocurrido, sabedor por fin de que la razón por la cual nada había ocurrido, por la que el testamento había desaparecido aparentemente de este mundo y del conocimiento de los hombres, era su olvido de algo que nunca debió olvidar. Y ello era que el juez Dukinfield sabía que el señor Holland no era quien había golpeado al caballo. Sabía que el juez Dukinfield sabía que el hombre que había golpeado al caballo con el palo hasta dejar marcas en su lomo era el hombre que primero mató al señor Holland, y luego trabó su pie en uno de los estribos y golpeó al caballo con el palo para que se espantase. Pero el caballo no se espantó; el hombre lo sabía de antemano, lo sabía desde hacía años, pero lo había olvidado. Porque cuando aquel animal era todavía un potrillo lo castigaron tan severamente en una oportunidad, que desde entonces, al ver simplemente una correa en manos del jinete, se echaba al suelo, como bien lo sabía el señor Holland y como lo sabían los más allegados a la familia. El caballo se echó, pues, simplemente sobre el cuerpo del señor Holland. Y al principio, eso vino muy bien. Es lo que creyó el hombre durante una o dos semanas, acostado de noche en su cama y esperando, luego de haber esperado quince años. Porque era entonces, cuando era ya demasiado tarde y adivinó haber cometido un error, no recordó tampoco lo que nunca debió haber olvidado. Y recordó esto por fin, cuando era demasiado tarde, una vez descubiertos el cadáver y las marcas del palo sobre el caballo, marcas que fueron objeto de comentarios, y era demasiado tarde para borrarlas. Probablemente habían desaparecido ya para esa fecha, de todos modos. En cambio, tenía solo un instrumento para borrarlas de la memoria de la gente. Imaginemos, pues, a este hombre; su terror, su furia, su sensación de haber sido objeto de una treta para la que no había represalias: ese furioso deseo de hacer retroceder el tiempo un minuto siquiera, para deshacer o completar algo cuando es ya demasiado tarde. Porque lo último que recordó cuando era ya demasiado tarde fue que el señor Holland había adquirido el caballo del juez Dukinfield, del hombre que estaba sentado en un estrado, dispuesto a decidir la validez del testamento por el cual se conferían dos mil acres de las mejores tierras del distrito. Y esperó, puesto que disponía de un solo instrumento para borrar las marcas, y no ocurrió nada. No ocurrió nada, y él sabía por qué. Y esperó tanto como se atrevía a esperar, hasta llegar a la conclusión de que estaba en juego algo más que unas cuantas varas y acres de tierra. En consecuencia, ¿qué otra cosa pudo hacer que lo que hizo?

Apenas cesó de oírse la voz, cuando habló Anselm. Su voz era áspera, hostil.

-Está equivocado -dijo.

Como una sola persona, todos lo miramos: inclinado sobre el banco, con las botas embarradas y las raídas ropas de trabajo, miraba a Stevens. Hasta Virginius se volvió y lo miró un instante. Solo el primo y e! viejo negro no se movieron. Aparentemente no prestaban atención.

-¿En qué estoy equivocado? -preguntó Stevens. Anselm no repuso. Miró a Stevens con odio.

-¿Le corresponderá la propiedad a Virginius si... si...?

-¿Si qué? -repitió Stevens.

-Si... él...

-¿Si él... hubiera sido asesinado?

-Sí.

-Sí. Usted y Virginius recibirán la tierra sea o no válido el testamento, siempre que Virginius la divida con usted. Pero el hombre que mató a su padre no estaba seguro de ello, y no se atrevía a averiguarlo. Porque no deseaba esa solución. Quería que Virginius la tuviese toda. Por ello deseaba que el testamento fuese legalizado.

-Está equivocado -dijo Anselm, con su tono áspero y brusco-. Yo lo maté. Pero no fue por la maldita tierra. Ahora, llame al sheriff.

Y entonces fue Stevens quien, mirando fijamente el rostro furioso de Anselm, dijo en voz baja:

-Y yo afirmo que es usted quien se equivoca, Anse.

Durante unos instantes los que observábamos y escuchábamos permanecimos, en medio de esta inesperada revelación, en un estado de ensueño en el que se nos antojaba saber de antemano qué ocurriría, y conscientes a la vez de que no tenía importancia, porque pronto nos despertaríamos. Era como si estuviésemos fuera del tiempo, contemplando los acontecimientos desde afuera, siempre afuera y más allá del tiempo, desde aquel primer instante en que miramos nuevamente a Anselm como si no lo hubiéramos visto nunca. Se oyó un rumor, un rumor leve como un suspiro, un susurro, quizás de alivio: algo, en fin. Tal vez todos estábamos pensando que por fin había terminado la pesadilla de Anselm; era como si también nosotros hubiésemos retrocedido de pronto al punto donde, niño una vez más, Anselm estaba en la cama, y su madre, quien, según decían, lo prefería, cuya herencia él había perdido y cuyas cenizas, largo tiempo dormidas, fueron profanadas en su lugar de reposo, entrase una vez más a contemplarlo antes de partir de nuevo. Muy lejos estaba aquello en aquel tiempo, pero el camino era recto. Y recto como era este camino del tiempo, el niño que durmió tranquilamente en aquella cama se había perdido en él, como nos ocurre a todos, como es inevitable que nos ocurra siempre; aquel niño estaba tan muerto como cualquier otro de su sangre en el bosquecillo de cedros profanado, y cuando mirábamos a ese hombre a través de aquel abismo insalvable, lo mirábamos con compasión, tal vez, pero no con misericordia. Por ello el sentido de las palabras de Stevens tardó tanto en penetrar en nuestras mentes como en la de Anse, y Stevens mismo debió repetir:

-Yo afirmo que está equivocado, Anse.

-¿Qué? -dijo Anse. Y entonces se movió. No se levantó, y sin embargo pareció lanzarse de pronto hacia adelante, violentamente-. ¡Miente! Usted...

-Se equivoca, Anse. Usted no mató a su padre. El hombre que mató a su padre es el hombre que pudo planear y concebir el asesinato del anciano que se sentaba aquí, detrás de esta mesa, día tras día, hasta que entraba el viejo negro, lo despertaba y le decía que era hora de regresar a casa; un hombre que nunca hizo sino bien a hombres, mujeres y niños, como él creía que Dios lo quería. No fue usted quien mató a su padre. Usted exigió de él lo que consideraba suyo; y cuando él se negó a dárselo, se fue, se alejó y nunca más le habló. Se enteró de cómo estaba maltratando la propiedad, pero no dijo nada, porque para usted era simplemente "la maldita tierra". Calló hasta que se enteró de que un hombre trastornado estaba excavando las tumbas donde reposaban la carne y la sangre de su madre y la suya propia. Entonces, solo entonces, se acercó a su padre para recriminarlo. Pero nunca sirvió usted para protestar, y él, por su parte, no era hombre de escuchar a nadie. Y lo encontró allá, en el bosquecillo, con la escopeta. Me imagino que no hizo mucho caso de ella: supongo que se la arrebató, simplemente; luego lo castigó con sus propias manos, y lo dejó junto a su caballo, creyendo tal vez que estaba muerto. Entonces ocurrió que alguien pasó por allí, una vez que usted se fue, y lo encontró; puede que ese alguien haya estado allí todo el tiempo, acechando. Alguien que también deseaba su muerte. No por enojo ni por sentimientos ultrajados, sino por cálculo, o bien por deseo de lucrarse a través de un testamento. Este hombre llegó, pues, allí y vio lo que usted había dejado, y terminó la obra: enganchó el pie de su padre en el estribo y trató de espantar al caballo golpeándolo; pero, en su apuro, olvidó lo que no debió haber olvidado nunca. No, no fue usted. Porque usted regresó a casa, y cuando se enteró de que lo habían encontrado, no dijo nada. Y en aquel momento pensó algo que no se atrevió a decirse ni usted mismo. Cuando se enteró del contenido del testamento, creyó conocer la verdad. Y se sintió satisfecho. Había vivido tanto tiempo solo, que había perdido su juventud y todo deseo de poseer bienes: solo quería vivir tranquilo, y que las cenizas de su madre reposasen en paz. Y luego, ¿qué significaban la tierra y la posición para un hombre sin ciudadanía y con un nombre deshonrado?

Escuchamos en silencio, mientras el eco de la voz de Stevens moría lentamente en los ámbitos del pequeño recinto, en el cual nunca corría una brisa ni una ráfaga de aire, debido a su posición dentro del edificio.

-No fue usted quien mató a su padre y al juez Dukinfield, Anse. Porque si el hombre que mató a su padre hubiera recordado a tiempo que en una época el juez Dukinfield fue propietario de ese caballo, el juez Dukinfield estaría vivo hoy.

Respirábamos quedo, sentados junto a la mesa detrás de la cual estuvo también sentado el juez Dukinfield cuando se vio frente al cañón de la pistola. La mesa estaba intacta. Todavía reposaban allí los papeles, la lapicera, el tintero, la pequeña caja de bronce curiosamente tallada que le trajo su hija de Europa doce años atrás; con qué objeto, ni ella ni el juez lo sabían, ya que habría servido solamente para guardar sales de baño o tabaco, y el juez no usaba ninguno de esos dos artículos. Por ello la había conservado como pisapapeles, uso también superfluo allí donde nunca soplaba una corriente de aire. Con todo, el juez la tenía sobre la mesa; todos nosotros la conocíamos y lo habíamos visto jugar con ella mientras conversaba: abriéndola y observando cómo se cerraba bruscamente la tapa de resorte al menor roce.

Cuando pienso en todo ello retrospectivamente, veo que el resto no debió llevarnos tanto tiempo. Siento ahora que debimos saberlo en seguida, y aún siento, asimismo, esa especie de disgusto sin piedad, que, después de todo, hace las veces de compasión; como cuando contemplamos un gusano blando traspasado por un alfiler y sentimos esa náusea de repulsión, mientras, como fascinados, nos disponemos a apretarlo con la palma de la mano, simplemente, pensando: "¡Vamos! Aplástalo. ¡Deshazlo de una vez!" Pero no era este el plan de Stevens. Porque tenía un plan, y más tarde nos dimos cuenta de que, no pudiendo condenar al culpable, este tendría que condenarse a sí mismo. El modo cómo lo logró fue muy tortuoso: nosotros se lo dijimos después.

-¡Ah! -dijo entonces-. ¿Acaso la justicia no es injusta siempre? ¿No se compone siempre de injusticia, suerte y lugares comunes en partes desiguales?

Sea como fuere, no advertimos en el momento adónde se dirigía, cuando comenzó a hablar nuevamente en aquel tono fácil, anecdótico, la mano apoyada ahora en la caja de bronce. Lo que ocurre es que los hombres son movidos siempre, en buena parte, por ideas preconcebidas. No son las realidades ni las circunstancias las que nos sorprenden; sino el choque de lo que debimos haber sabido, si no hubiésemos estado tan absortos en la creencia de lo que, más tarde, descubrimos haber tomado por verdad, sin otra base que el haberlo creído así en aquel momento.

Stevens estaba hablando una vez más del hábito de fumar: de cómo la gente no disfruta verdaderamente del tabaco hasta que comienza a creer que le hace daño, y cómo los no fumadores pierden una de las experiencias más gratas de la vida para un hombre sensible: la convicción de estar sucumbiendo a un vicio que solo lo puede dañar a él.

-¿Fuma usted, Anse? -preguntó.

-No -repuso este.

-Usted tampoco, ¿no, Virge?

-No -repuso Virginius-. Ninguno de nosotros fumó nunca: ni mi padre, ni Anse, ni yo. Ha de ser de familia.

-Un rasgo familiar -comentó Stevens-. ¿Aparece también en la familia de su madre? ¿En su familia, Granby?

El primo miró a Stevens durante una fracción de segundo, y aunque no se movió, pareció que se retorcía lentamente, dentro de su traje ordinario pero aliñado.

-No, señor. Yo nunca he fumado.

-Quizás por ser predicador -observó Stevens. El primo no repuso, sino que miró nuevamente a Stevens con su rostro benigno, tranquilo, desesperadamente tímido.

-Yo siempre he fumado -dijo Stevens-, siempre, desde que me repuse de una intoxicación de tabaco a los catorce años. Es mucho tiempo, el suficiente para haberme hecho exigente en materia de tabaco. Pero la mayoría de los fumadores son exigentes, a pesar de los psicólogos y de que se ha uniformado la calidad de los tabacos. O quizás sean los cigarrillos los que han sido uniformados. O quizás parezcan todos iguales a los legos, a los no fumadores. He notado, en efecto, que los no fumadores suelen marearse al oler tabaco, así como el resto de nosotros sentimos lo mismo frente a algo que no acostumbramos usar, que no nos es familiar. Y esto, porque el hombre es movido por sus ideas preconcebidas o, mejor dicho, tal vez, por sus prejuicios. Tenemos así a un hombre que vende tabaco, aunque él no fuma; que ve a un cliente tras otro abrir el paquete y encender un cigarrillo del otro lado del mostrador. Le preguntamos si todo tabaco huele igual, si no le es posible distinguir uno de otro por el aroma. O quizás por la forma, o el color del paquete; pues ni siquiera los psicólogos han podido decirnos exactamente dónde cesa la visión y comienza el olfato, o dónde cesa el oído y comienza la visión. Cualquier abogado puede corroborar esto.

Nuevamente lo interrumpió el presidente del jurado. Nosotros lo habíamos escuchado en el mayor silencio, pero creo que todos conveníamos en que una cosa era mantener desorientado al asesino, y otra a nosotros y al jurado.

-Debió hacer todas esas indagaciones antes de convocarnos -dijo el presidente-. Aun cuando se trate de pruebas, ¿para qué sirven si no capturamos al asesino? Están muy bien las conjeturas, pero...

-Bien -dijo Stevens-. Permítanme hacer otras más, y si ven que no estoy avanzando, me lo dirán y yo desistiré de mi sistema y aceptaré el que me indiquen. Creo que al principio considerarán ustedes que me tomo demasiadas libertades, hasta en el uso de la conjetura. Pero encontramos al juez Dukinfield muerto, con un balazo entre los ojos, sentado en esta silla, detrás de esta mesa. Esto no es conjetura. Y el tío Job estuvo todo el día sentado en el corredor, donde cualquiera que entrase en esta habitación, salvo que utilizase la escalera privada de la sala de audiencias y luego la ventana, tendría que haber pasado a menos de un metro de distancia de él. Y nadie que nosotros conozcamos ha pasado nunca inadvertido junto a la silla del tío Job, en diecisiete años. Esto no es conjetura.

-Pero, ¿cuál es su conjetura?

Stevens estaba hablando de tabaco una vez más, del hábito de fumar.

-La semana pasada me detuve a comprar tabaco en la farmacia de West, y este me habló de un individuo que también era exigente en materia de tabaco. Mientras sacaba el tabaco que yo fumo de un cajón, tomó una caja de cigarrillos y me la dio. Estaba polvorienta, desteñida, como si hiciera mucho tiempo que la tenía, y me contó que un viajante la había dejado hacía dos años. "¿Los ha fumado alguna vez?", me preguntó. "No -repuse-; han de ser cigarrillos de ciudad." A continuación West comentó haber vendido el otro paquete pocos días atrás. Estaba detrás del mostrador, con el diario abierto sobre la mesa; por momentos leía, pero a la vez atendía el comercio, pues el empleado había salido a almorzar. Dice que no vio ni oyó al hombre hasta que estuvo junto al mostrador, tan cerca de él que por poco lo hizo saltar con el susto. Un hombre menudo, con ropas de ciudad, según dice West, que quería una marca de cigarrillos de la cual él nunca había oído hablar. "No tengo esa marca", dijo West. "No trabajo con ella." "¿Por qué?" "Porque no tiene venta aquí", repuso West. Me describió luego al hombre de la ciudad, cuyo rostro parecía el de un muñeco lampiño, con ojos que miraban fijamente y una voz de timbre monótono. Dice West que cuando se fijó en los ojos del hombre y vio las aletas de su nariz comprendió lo que ocurría. En ese momento el hombre estaba ya intoxicado con drogas. "Nadie los pide", dijo, pues, West. "¿Y qué hago yo ahora?", preguntó el hombre. "¿Tratar de venderle papel cazamoscas?" En seguida el hombre compró el otro paquete de cigarrillos y se fue. Y dice West que él, por su parte, estaba enojado y con el rostro cubierto de sudor, como con deseos de vomitar. A mi me dijo: "Si hubiese algo malo que no me atreviese a hacer por mi mismo, ¿sabes que haría? Le daría diez dólares a ese individuo, le indicaría dónde está el objeto de la mala acción y le diría que nunca más me dirigiera la palabra. Cuando salió sentí exactamente esa sensación. Como si estuviese por vomitar."

Stevens miró a su alrededor, hizo una pausa. Todos lo observábamos atentamente.

-Vino en un automóvil, un gran convertible, ese hombre de la ciudad. El hombre de la ciudad que se quedó sin cigarrillos de su marca habitual.

Una vez más se detuvo, y luego volvió la cabeza lentamente y miró a Virginius Holland. Transcurrió un minuto, y vimos como ambos se miraron fijamente.

-Y me dijo un negro que el automóvil estuvo detenido en el establo de Virginius Holland la noche que mataron al juez Dukinfield.

Durante otro intervalo observamos a ambos mientras se miraban mutuamente, sin el menor cambio de expresión en sus rostros. Stevens hablaba con tono tranquilo, especulativo, casi un murmullo.

-Alguien trató de impedir que viniese aquí con el automóvil, ese vehículo tan grande, que cualquiera que lo viese una vez lo recordaría y reconocería. Tal vez ese alguien intentó impedirle que viniese en el automóvil y lo amenazó. Solo que el hombre de la ciudad a quien el licenciado West vendió los cigarrillos no era persona de soportar amenazas.

-Y al decir alguien, se refiere usted a mí -dijo Virginius.

No se movió, ni volvió la cabeza, ni desvió la mirada, fija en el rostro de Stevens. Pero Anselm, en cambio, se movió. Dio vuelta la cabeza y miró a su hermano. Reinaba un profundo silencio, y a pesar de ello, cuando habló el primo no lo oímos ni lo reconocimos inmediatamente; desde que habíamos entrado en la habitación y Stevens cerró la puerta, había hablado solo unja vez. Su voz era débil; de nuevo, sin moverse, pareció retorcerse dentro de sus propias ropas. Hablaba con aquel susurro tímido, aquel desgarrador deseo de anonimato que nos eran tan familiares.

-El hombre de quien habla vino a verme -dijo Dodge-. Se detuvo a verme a mí. Se detuvo en la casa al oscurecer, aquella noche, y dijo que buscaba caballos pequeños para utilizar en ese juego… ese juego…

-¿El polo?- dijo Stevens.

El primo no había mirado a nadie mientras hablaba; era como si se dirigiera a sus manos, que movía lentamente sobre sus rodillas.

-Sí, señor. Virginius estaba presente. Hablábamos de caballos. Al día siguiente sacó su automóvil y partió. Yo no tenía nada que le conviniese. No sé de dónde vino ni adónde fue.

-Ni a quién más vino a ver -observó Stevens-. Ni qué más vino a hacer. No puede decirnos nada.

Dodge no repuso. No era necesario, y una vez más se refugió bajo el caparazón de su timidez, como un animal salvaje débil y pequeño que se mete en su cueva.

-Esa es mi conjetura -dijo Stevens.

En aquel instante debimos haberlo adivinado. Estaba allí, visible como una mano desnuda. Debimos de haberlo sentido: a ese alguien presente en la habitación, que sentía que Stevens había provocado la aparición de ese horror, de aquella indignación, de aquel furioso deseo de hacer retroceder el tiempo un segundo, de desdecir, de deshacer. Pero quizás aquel alguien no lo había advertido todavía, no había sentido el golpe, el choque, así como durante un segundo o dos un hombre no sabe que ha sido herido de bala. Porque ahora fue Virge quién habló, brusca, ásperamente:

-¿Cómo va a probar eso?

-¿Probar qué, Virge? -dijo Stevens. Nuevamente se miraron mudos, rígidos o, por lo menos, como hombres armados de pistolas-. ¿Quién contrató a ese gorila, a ese matón que vino aquí desde Memfis? No tengo que probarlo. Él lo confesó. En el camino de regreso a Memfis atropelló a un niño cerca de Battenburg, pues todavía estaba bajo los efectos de una droga, y seguramente se había inyectado otra dosis cuando terminó su trabajo aquí. Lo atraparon y lo detuvieron. Y cuando comenzaron a pasar los efectos de la droga, dijo dónde había estado, a quién había visto: todo ello sentado en la celda de la cárcel, entre sacudidas y gruñidos, una vez que le quitaron la pistola con silenciador.

-¡Ah! -dijo Virginius-. ¡Muy bien! ¡Conque todo lo que debe probar es que estuvo en esta habitación aquel día! ¿Y cómo lo probará? ¿Dando otro dólar al negro para que recuerde otra vez?

Pero aparentemente Stevens ya no escuchaba. Estaba de pie junto a un extremo de la mesa, entre los dos grupos, y mientras hablaba tenía la caja de bronce en una mano, y la volvía, examinándola, mientras hablaba con tono tranquilo y reflexivo.

-Todos ustedes conocen las características especiales de esta habitación. En ella nunca sopla una corriente de aire. Cuando alguien fuma aquí el sábado, digamos, el humo perdura hasta el lunes por la mañana, cuando el tío Job abre la puerta, y lo vemos apoyado contra el zócalo como un perro dormido. Todos lo han visto.

Como Anse, estábamos todos inclinados hacia adelante, contemplando a Stevens.

-Sí -dijo el presidente-. Lo hemos visto.

-En efecto -dijo Stevens, como si todavía no escuchase a nadie, en tanto daba vueltas repetidamente a la caja entre sus manos-. Ustedes me preguntaron cuál era mi conjetura. Hela aquí. Pero para llegar a ella es necesario un hombre inclinado a las conjeturas, un hombre capaz de acercarse a un comerciante de pie detrás de su mostrador, con un ojo en el diario que está leyendo y otro en la puerta, a la espera de parroquianos, antes de que éste advierta que ha entrado. Un hombre, en fin, de la ciudad, que quería cigarrillos de ciudad. Así, pues, este hombre salió del comercio y se dirigió al Ayuntamiento, entró y subió como lo habría hecho cualquiera. Quizás lo vieron una docena de personas. Quizás el doble de ese número no lo miró siquiera, ya que hay dos sitios donde los hombres no se miran las caras: en los santuarios de la ley civil y en los baños públicos. El hombre entró en la sala de audiencias, bajó por la escalera privada hasta el corredor, y vio al tío Job dormido en su silla. Probablemente avanzó por el corredor y entró por la ventana a espaldas del juez Dukinfield. O bien, quizás, pasó delante del tío Job, acercándose desde atrás, como ven ustedes. Pasar a dos metros de un hombre dormido en una silla no pudo ser muy difícil para quien podía acercarse inadvertido a un hombre apoyado en el mostrador de su propio comercio. Probablemente hasta encendió un cigarrillo del paquete que le vendió West, antes de que el juez Dukinfield advirtiese su presencia. O bien tal vez el juez estuviera dormido en su sillón, como ocurría a veces. Y quizás el hombre permaneció inmóvil y terminó su cigarrillo, contemplando el humo que se esparcía lentamente sobre la mesa y se arremolinaba lentamente contra la pared, y pensando en la ganancia fácil, en la simpleza de la gente de campo, aun antes de extraer la pistola. Y esta hizo menos ruido que el fósforo con que encendió su cigarrillo, porque al protegerse tanto contra el ruido, había olvidado el silencio. Por fin se fue como había venido, y una docena de hombres lo vio, y dos docenas no lo vieron, y a las cinco de la tarde el tío Job fue a despertar al juez y a decirle que era hora de volver a casa. ¿No es así, tío Job?

El viejo negro levantó la vista.

-Yo lo cuidaba, como le prometí hacerlo a la niña. Y me preocupaba por él, como le prometí a la niña. Entré aquí y primero creí que dormía, como a veces...

-Un momento -interrumpió Stevens-. Usted llegó y lo vio en el sillón, como siempre, y notó el humo contra la pared, detrás de la mesa, al acercarse. ¿No es eso lo que me dijo?

Sentado en su silla remendada, el negro comenzó a llorar. Parecía un mono viejo, llorando quedamente con lágrimas negras, enjugando su rostro con el dorso de la mano nudosa, temblorosa de vejez o de otra cosa.

-Todas las mañanas iba yo allí a limpiar. Solía estar allí el humo, y él, que nunca en su vida fumó, entraba y olfateaba con esa nariz levantada que tenía, y decía: "La verdad, Job, es que anoche casi espantamos con humo a ese individuo del corpus juris."

-Bueno -dijo Stevens-. Cuéntenos acerca del humo que había allí aquella tarde, cuando fue a despertarlo para volver a casa, cuando nadie había entrado en la oficina, salvo Virge Holland, aquí presente. Y el señor Virge no fuma, y el juez tampoco fumaba. Pero el humo estaba allí; cuente lo que me dijo.

-Estaba allí. Y yo creí que estaba dormido como siempre, y fui a despertarlo, y...

-Y esta cajita estaba en el borde de la mesa, donde el juez jugaba con ella mientras conversaba con el señor Virge, y cuando usted extendió la mano para despertarlo...

-Sí, señor. Saltó de la mesa. Y yo creía que estaba dormido...

-La caja saltó de la mesa. Hizo ruido, y usted se preguntó por qué no había despertado al juez; y al mirar la caja caída en el suelo, en medio del humo, con la tapa abierta, creyó que estaba rota. Y estiró el brazo para levantarla, pues el juez la apreciaba mucho por habérsela traído la señorita Emma de Europa, a pesar de que no hacía falta un pisapapeles en la oficina. Usted cerró la tapa y colocó nuevamente la caja sobre la mesa. Y entonces descubrió que el juez estaba más que dormido.

Stevens se detuvo. Apenas respirábamos, pero oíamos nuestra respiración. Stevens aparentaba estudiarse la mano mientras jugaba lentamente con la caja. Se había alejado ligeramente de la mesa al dirigirse al negro, de modo que ahora miraba el banco en lugar de mirar al jurado.

-El tío Job llama a esto la caja de oro, lo cual es tan apropiado como cualquier otro nombre. Mejor que muchos. Porque todos los metales son más o menos iguales: lo que ocurre es que la gente desea algunos más que otros. Pero todos tienen ciertos atributos, ciertas semejanzas. Uno de ellos es que aquello que se encierra en una caja de metal permanecerá inalterable más tiempo que en una caja de madera o de cartón. Podemos guardar humo, por ejemplo, en una caja de metal con una tapa ajustada como esta; y una semana más tarde todavía estará dentro. Y no solo eso, sino que un químico o un vendedor de tabacos, como el licenciado West, podrá decir qué provocó el humo, qué clase de tabaco, especialmente si se trata de una marca especial, de un tipo que no se vende en Jefferson, del cual tenía sólo dos paquetes, y recuerda a quién vendió uno de ellos.

Nadie se movió. Estábamos allí sentados, y oímos entonces los pasos presurosos del hombre, que avanzó torpemente, antes de arrebatar la caja de manos de Stevens. Pero no lo miramos a él, especialmente. Como él, vimos que la caja caía en dos trozos al romperse la tapa, y salían de ella unas volutas perezosas que se disiparon lentamente. Simultáneamente nos inclinamos todos sobre el borde de la mesa, y vimos la desteñida, la desesperanzada mediocridad que era Granby Dodge mientras, de rodillas en el suelo, batía el humo ya esparcido con ambas manos.

-Pero todavía no entiendo -dijo Virginius. Estábamos afuera, en el patio del Ayuntamiento, los cinco, mirándonos algo atontados, como si acabásemos de salir de una caverna.

-Usted ha hecho testamento, ¿no? -dijo Stevens. Virginius se quedó inmóvil, mirándolo.

-¡Ah! -dijo por fin.

-Uno de esos testamentos de beneficio mutuo que cualquiera de los dos socios puede aprovechar -añadió Stevens-. Usted y Granby, beneficiarios y albaceas a la vez, en sentido recíproco, para la protección mutua de los bienes comunes. Es natural. Probablemente fue Granby quien lo propuso, diciéndole que lo había nombrado su heredero. Es mejor, pues, que rompa su propia copia. Si desea hacer testamento, nombre heredero a Anse.

-No tendrá que esperar eso -dijo Virginius-. La mitad de la tierra es suya.

FIN

"Smoke", 1932



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Noche de mayo o la ahogada



Nicolai Gogol

I
GANNA

«¡El diablo lo entienda! Cuando la gente cristiana se propone hacer algo, se atormenta, se afana como perros de caza en pos de una liebre, y todo sin éxito. Pero en cuanto se mete de por medio el diablo, tan sólo con que mueva el rabo, y no se sabe por dónde, todo se arregla como si cayera del cielo.»

Una sonora canción fluía como un río por las calles del pueblo... Era el momento en que los mozos y las mozas, fatigados por los trabajos y preocupaciones del día, se reunían ruidosamente formando un corro bajo los fulgores de una límpida noche, para volcar toda su alegría en sonidos habitualmente inseparables de la melancolía. El atardecer, eternamente meditativo, abrazaba soñando al cielo azul, convirtiéndolo todo en vaguedad y lejanía. Aunque ya había llegado el crepúsculo, las canciones no habían cesado, cuando, con la bandurria en la mano, se deslizaba por las calles, después de haberse escurrido del grupo de cantores, el joven cosaco Levko, hijo del alcalde del pueblo.

Un gorro cubría la cabeza del cosaco, que iba por las calles rasgueando las cuerdas de la bandurria e iniciando a su sonido ligeros pasos de danza. Por fin se detuvo ante la puerta de una jata circundada de pequeños guindos. ¿De quién era esta jata?... ¿De quién era esta puerta?... Después de haber callado un momento, Levko empezó a tocar la bandurria, y cantó:

El sol está bajo;
la noche, cerca;
sal a verme,
corazoncito mío.

-No... Por lo visto se ha dormido de firme..., mi bella de los claros ojos -dijo el cosaco al terminar la canción, acercándose a la ventana-. ¡Galiu, Galiu! ¿Duermes o es que no quieres salir?... ¿Temes que alguien pueda vernos o no quieres exponer tu blanca carita al frío?... No temas, no hay nadie, la noche es tibia. Pero si apareciera alguien, yo te cubriría con mi casaca, te rodearía con mi cinturón, te taparía con mis manos, y nadie nos vería. Y si soplara una fría ráfaga, te estrecharía más contra mi corazón. Te calentaría con mis besos, metería en mi gorra tus piececitos blancos. ¡Corazón mío!... ¡Pececito mío! ¡Mi collar!.... ¡Mírame por un instante!... ¡Saca al menos por la ventana tu blanca manita!... No. No duermes, orgullosa muchacha -dijo Levko más alto y con la voz del que se avergüenza de la humillación de un momento-: ¿Te gusta burlarte de mí?... Pues, ¡adiós!

Aquí Levko se volvió, calose al sesgo su gorro y se apartó altivamente de la ventana, rasgueando con suavidad las cuerdas de la bandurria. En este momento giró el picaporte de madera de la puerta, se abrió ésta con un crujido, y una muchacha de diecisiete primaveras franqueó el umbral, mirando tímidamente alrededor y sin soltar el picaporte. En la semioscuridad brillaban como estrellas los claros y acogedores ojos y el collar de rojo coral. A la mirada de águila del mozo no podía esconderse el rubor que asomaba, vergonzoso, a las mejillas de Ganna.

-¡Qué impaciente eres! -dijo ésta a media voz -. Ya estás enfadado. ¿Por qué has elegido esta hora? Por las calles anda una muchedumbre de hombres... Estoy temblando...

-¡Oh..., no tiembles, pececito mío! ¡Estréchate más contra mí! -dijo el mozo, abrazándola apartando la bandurria colgada del cuello por una larga correa y sentándose con la joven a la puerta de la jata-. Bien sabes que sólo una hora sin verte me resulta amarga.

-¿Sabes tú lo que pienso yo? -lo interrumpió la muchacha, hundiendo sus ojos en los de él-. Algo parece murmurarme al oído que en adelante no nos veremos tan a menudo. La gente de tu aldea no es buena. ¡Las muchachas miran a una con tanta envidia!, y los mozos... Hasta observo que mi madre, en estos últimos tiempos, ha empezado a guardarme más severamente. Confieso que me resultaba más alegre la vida en casa de extraños-. Cierto movimiento de tristeza se expresó en su cara al pronunciar estas últimas palabras.

-Llevas sólo dos meses en tu casa paterna y ya estás triste. Puede ser que yo también te haya aburrido...

-¡Oh!... ¡Tú no me has aburrido!... -dijo ella, sonriendo-. Yo te amo, cosaco de las negras cejas... Te amo porque tienes los ojos castaños y porque, cuando me miras, toda mi alma parece sonreír y se siente alegre y contenta. Porque la manera que tiene de estremecerse tu negro bigote es amable, porque vas por la calle cantando y tocando la bandurria y da gusto escucharte.

-¡Oh, muchacha querida! -exclamó el mozo besándola y estrechándola con más fuerza contra su pecho.

-Espera, espera, Levko. Dime antes si has hablado con tu padre.

-¿Qué? -dijo él como despertando-. Sí, le he hablado de que quiero casarme contigo y que tú quieres ser mi esposa-. Pero las palabras sonaron con cierta melancolía.

-¿Y qué?

-¿Qué voy a hacer con él? El viejo testarudo, como de costumbre, se hace el sordo, no quiere oír nada y encima me regaña diciéndome que ando vagando Dios sabe por dónde, y que me voy de bureo con los mozos por las calles. Pero no te apenes, Galiu mía... Te doy mi palabra de cosaco de que llegaré a convencerle.

-¡Sí, bastará una palabra tuya para que todo salga a tu gusto! Lo sé por mí misma. Algunas veces no te escucharía, pero dices algo, y sin querer hago lo que tú quieres. Mira, mira... -continuó ella reposando la cabeza sobre el hombro de Levko y girando los ojos hacia arriba, por donde extendía su azul sin límites el tibio cielo ucraniano, al cual servían de cortinaje las ramas rizosas de los guindos-. Mira..., allí a lo lejos brillan unas estrellas. Una..., dos..., tres..., cuatro, cinco... ¿Verdad que los ángeles de Dios han abierto en el cielo las ventanitas de sus luminosas casitas y nos miran? ¿No es verdad, Levko? Ellos son los que contemplan nuestras tierras. Si los hombres tuvieran alas como los pájaros para llegar a lo alto..., a lo alto... ¡Huy, qué miedo! Ninguno de nuestros robles llega al cielo, pero dicen que existe no sé dónde.... en un lejano país, un árbol que con su copa rumorea en medio del propio cielo y que Dios baja por él la noche antes de la Santa Pascua.

-No, Galiu. Dios tiene una larga escalera que lo lleva del cielo a la misma tierra. La colocan antes del Domingo de Pascua los santos arcángeles, y apenas Dios pone el pie en el peldaño, todos los espíritus impuros se precipitan por ella y a montones caen en el horno del infierno. Por eso en la fiesta de Cristo no hay, no hay en la tierra un solo espíritu malo.

-¡Cuán suavemente se mueve el agua!... ¡Como el niño en la cuna! -continuó Ganna señalando el estanque, sombríamente ceñido por el oscuro bosque de olmos y llorando por los sauces que sumergían en él sus quejumbrosas ramas.

Como un viejo sin fuerzas oprimía el lago sus fríos brazos el lejano y oscuro cielo, cubriendo de besos helados las estrellas que ardían tenuemente en medio del tibio océano del aire nocturno, como si presintiera la aparición de la brillante reina de la noche. Junto al bosque sobre la montaña, dormitaba, con los postigos cerrados, una vieja casa de madera; su tejado estaba cubierto de musgo y de hiedra silvestre. Rizados manzanos crecían ante sus ventanas; el bosque, abrazándola con su sombra, proyectaba sobre ella su salvaje pesadumbre, y el bosquecillo de nogales se tendía a sus pies descendiendo hasta el estanque.

-Recuerdo, como entre sueños -dijo Ganna sin apartar los ojos de él-, que hace mucho, mucho tiempo..., cuando yo era muy pequeña aún y vivía en casa de mi madre..., contaban algo terrible sobre esa casa. Tú, Levko, seguramente lo sabes. ¡Cuéntamelo!

-Deja eso hermosa mía. ¡Las babas y la gente necia cuentan tantas cosas!... Oírlo te pondría inquieta, empezarías a tener miedo y no podrías dormir tranquila.

-¡Cuéntamelo, cuéntamelo, querido muchacho de las negras cejas! -dijo ella estrechando su rostro contra las mejillas de él y abrazándolo-. No.... por supuesto, no me quieres. Tienes otra joven. No tendré miedo. Dormiré tranquila por la noche. Cuando no dormiré es si no me lo cuentas. Me atormentaré y empezaré a pensar... ¡Cuéntamelo, Levko!

-Por lo visto, bien dice la gente que en las muchachas hay un demonio que hostiga su curiosidad. Bueno... Escucha... Hace mucho tiempo vivía en esta casa un capitán de cosacos. El capitán tenía una hija. Una hermosa muchacha, blanca como la nieve. Como tu carita. Hacía mucho que la esposa del capitán había muerto y él pensó, por tanto, en casarse con otra. "¿Me mirarás como antes, padrecito, cuando tomes otra esposa?", preguntó su hija. "Sí, hija mía... Y aún más fuerte que antes te estrecharé contra mi corazón. Sí, hija mía... Aún te regalaré más brillantes, collares y pendientes." El capitán de cosacos trajo a su joven esposa a la nueva casa. Era sonrosada y blanca, pero miró de una manera tan terrible a su hijastra, que ésta lanzó un grito al verla, y la severa madrastra no le dirigió ni una sola palabra durante todo el día. Llegó la noche. El capitán de cosacos se fue a dormir con su joven esposa a la alcoba, y la blanca niña se encerró también en su cuartito. Sentía gran amargura y se echó a llorar. En esto, vio que una espantosa gata negra se acercaba a ella furtivamente. Su pelo ardía y las férreas zarpas golpeaban el suelo. Presa de terror, la muchacha saltó sobre el banco, y la gata tras ella. Saltó otra vez al camastro, pero la gata la siguió, y de pronto se lanzó a su cuello y empezó a estrangularla. Con un grito la apartó de sí y la arrojó al suelo, pero la terrible gata volvió a avanzar furtivamente. Una gran congoja se apoderó de la muchacha. De la pared colgaba el sable de su padre; lo cogió y descargó un golpe sobre la gata. Una de las patas con sus zarpas de hierro saltó y la gata desapareció con un chillido por un oscuro rincón. Durante todo el día no salió de su habitación la joven esposa del padre, pero al tercero apareció con una mano vendada, por lo que la pobre muchacha adivinó que su madrastra era una bruja y que ella le había cortado la mano. Al cuarto día ordenó el capitán de cosacos a su hija que trajera agua y barriera la jata como una simple campesina, prohibiéndole aparecer en los aposentos de los amos. Le era muy difícil a la pobrecita soportar todo esto, pero, ¿qué hacer? Cumplió la voluntad paterna. Al quinto día, el capitán de cosacos echó a su hija de la casa, descalza y sin darle siquiera un pedazo de pan para el camino. Sólo entonces empezó a sollozar la muchacha, cubriendo con las manos su blanco rostro. "¡Has hecho perderse a la hija de tu sangre, padre mío! ¡La bruja ha hecho perderse a tu alma pecadora!... ¡Que Dios te perdone!... Y en cuanto a mí, desdichada, por lo visto, no me ordena seguir en este mundo."

-Y mira ahí... -dijo Levko, volviéndose hacia Ganna-. Mira. Ahí, más allá de la casa, hay un alto acantilado. Desde allí se arrojó al agua la muchacha, que desde entonces desapareció del mundo.

-¿Y la bruja? -preguntó con aire asustado Ganna mirándole con ojos llenos de lágrimas.

-¡La bruja!... Las viejas han inventado que a partir de ese tiempo todas las noches de luna salen las ahogadas al jardín del capitán de cosacos a calentarse bajo los rayos de la luna y que la hija de éste va a la cabeza de ellas. Una noche vio a su madrastra junto al estanque. Se abalanzó sobre ella y la arrastró con un grito hacia el agua, pero la bruja también aquí encontró su recurso. Se transformó debajo del agua en una de las ahogadas, y mediante este procedimiento se salvó de ser golpeada con verdes juncos por las demás. ¡Vete tú a creer a las babas!... Cuentan también que la hija del capitán de cosacos reúne todas las noches a las ahogadas y les mira una por una la cara, tratando de reconocer cuál de ellas es la madrastra, pero hasta ahora no ha podido saberlo. Y si cae en sus manos algún ser humano, lo obliga en seguida a adivinarlo. En caso contrario, amenaza con ahogarlo. ¡He aquí, mi Galiu, lo que cuenta la gente vieja!... El señor actual de esas tierras quiere construir ahí una bodega y ha enviado ex profeso a un vinicultor... Pero.... Oigo hablar... Son los nuestros, que han dejado ya sus cánticos. Adiós, Galiu; duerme tranquila y no pienses en esos cuentos de las babas.

Diciendo esto, Levko la abrazó con más fuerza, la besó y se fue.

-¡Adiós, Levko! -dijo Ganna, fijando pensativa los ojos en el oscuro bosque.

Una enorme, ígnea luna comenzó majestuosamente a ascender de la tierra. La mitad estaba aún debajo de ella y ya todo el mundo se había llenado de cierta solemne claridad. El lago se salpicó de chispas. La sombra de los árboles comenzó a distinguirse claramente de entre el oscuro verdor

-¡Adiós, Ganna! -se oyó decir a la espalda de la joven, y estas palabras fueron acompañadas de un beso.

-¿Has vuelto? -dijo Ganna volviéndose, pero al ver delante de sí un mozo desconocido le dio la espalda.

-¡Adiós, Ganna! -se oyó de nuevo, y otra vez alguien la besó en la mejilla.

-¡Ya ha traído el diablo a otro! -dijo ella con enojo.

-¡Adiós, querida Ganna!

-¡Un tercero!

-¡Adiós!... ¡Adiós!... ¡Adiós, Ganna!... -y los besos llovieron sobre ella desde todas las direcciones.

-¡Pero si hay aquí toda una pandilla! -exclamó Ganna escapando a la multitud de mozos que se precipitaban a abrazarla-. ¿Cómo no se aburren de tanto besar?... ¡A fe mía que pronto no se podrá salir a la calle!

Después de estas palabras, la puerta se cerró ruidosamente y sólo se oyó correr con un chirrido el cerrojo de hierro.



II

EL ALCALDE

¿Conocen ustedes la noche ucraniana?... ¡Oh!... ¡Ustedes no conocen la noche ucraniana! ¡Fíjense bien en ella!... Desde el centro del cielo mira la luna. La inmensa bóveda celeste se ha dilatado y es más que infinita. Arde y respira. La tierra está toda cubierta de una luz plateada y el aire maravilloso es como un fresco bochorno: está lleno de languidez y mueve un océano de perfumes. ¡Noche divina!... ¡Noche encantadora!... Quietos.... inspirados están los bosques llenos de tinieblas, arrojando una inmensa sombra. Tranquilos y callados son estos estanques. El frío y la tiniebla de sus aguas se han encerrado hurañamente entre los muros verde oscuro de los jardines. Las vírgenes frondas de las acacias y de los cerezos tienden temerosamente sus raíces hacia el helado manantial, y de vez en cuando balbucean con sus hojas, enojándose e indignándose, al parecer, cuando el hermoso voluble, el viento nocturno, después de acercarse a hurtadillas, las besa. Todo el paisaje duerme. Arriba, todo respira, todo es divino, todo es solemne. Y en el alma, todo es infinito y maravilloso. Y multitud de apariciones plateadas surgen armoniosamente en su profundidad. ¡Noche divina!... ¡Noche encantadora! De repente todo resucita. Los bosques, los estanques y la estepa. Se vierte el majestuoso trueno del ruiseñor ucraniano y parece que hasta la luna se ha quedado escuchando en el centro del cielo... Como hechizada duerme la aldea sobre la colina. Es más blanca, y más brillante aún a la luz de la luna, la infinidad de jatas cuyos bajos muros se destacan en la sombra con una claridad más deslumbrante aún. Las canciones han callado. Todo está quieto. Los hombres devotos duermen ya. En alguna que otra ventana angosta hay luz todavía. Sólo junto a la puerta de la jata cena tardíamente alguna familia retrasada.

***

-Sí..., pero el hopak no se baila así. Ya me parecía a mí que salía bien... ¿Y qué cuenta el compadre?... ¡Anda! ¡Vamos a ver! ¡Hop, tralá! ¡Hop, tralá!... ¡Hop! ¡Hop! ¡Hop!...

Así hablaba consigo mismo un mujik de edad mediana, bastante achispado, mientras bailaba por la calle.

-¡A fe mía que no es así como se baila el hopak! ¡Para qué voy a mentir! ¡A fe mía que no es así! Vamos a ver... ¡Hop, tralá! ¡Hop, tralá! ¡Hop! ¡Hop! ¡Hop!...

-¡Mira!... ¡Se ha vuelto tonto el hombre! Todavía si fuera mozo... ¡Lo que es un viejo carnero..., un hazmerreír de los niños cuando baila por la noche en la calle!-exclamó una mujer de edad que llevaba paja en las manos-. ¡Vete a tu jata! ¡Ya hace tiempo que es hora de dormir!

-Iré -dijo parándose el mujik-. Iré. No haré caso de cualquier alcalde. ¿Qué se imagina él? ¿Que porque sea alcalde y eche agua fría a la gente cuando está helando, puede levantar las narices? ¡Si es alcalde, que lo sea! ¡Yo soy el alcalde de mí mismo! ¡Que me castigue Dios! ¡Que Dios me castigue! ¡Yo soy el alcalde de mí mismo! Eso es... Y no es que...-continuó acercándose a la primera jata, y parándose delante de la ventana sobre cuyos vidrios dejó resbalar los dedos tratando de encontrar el picaporte.

-¡Abre, baba! ¡Baba! Más de prisa, te digo... ¡Abre! Ya es hora de que el cosaco se acueste.

-¿Adónde vas, Kalenik? Has topado con una jata que no es la tuya -gritaron riendo a sus espaldas las muchachas que volvían de cantar sus alegres canciones-. ¿Quieres que te enseñemos dónde está tu jata?

-Enséñenmela, amables mozas.

-Amables mozas..., ¿lo oyen ustedes? -dijo una-. ¡Qué respetuoso está Kalenik! En recompensa tenemos que enseñarle su jata. Pero no... Primero, tienes que bailar.

-¿Bailar?... ¡Ay, qué muchachas tan traviesas! -dijo arrastrando las palabras Kalenik, riendo o amenazándolas con el dedo y tambaleándose, pues sus piernas no podían sostenerle en el mismo sitio-. ¿Y me dejarán que las bese? A todas, tengo que besarlas. . ., a todas -y con pies inseguros se echó a correr tras ellas. Las muchachas se pusieron a chillar, produciendo entre sí una gran confusión, pero después, al ver que Kalenik no tenía los pies muy ágiles, corrieron al otro lado de la calle.

-¡Ahí está tu jata! -le gritaron, alejándose y señalándole una jata bastante más grande que las otras y que pertenecía al alcalde del pueblo. Kalenik se encaminó obediente hacia ella, volviendo a injuriar a aquel.

¿Qué alcalde era ese que promovía unos rumores tan desventajosos para su persona ? ¡Oh!... ¡Ese alcalde era una persona importante en el pueblo!

Mientras Kalenik llega al final de su camino, nosotros, sin duda alguna, tendremos tiempo de decir algo respecto de él. Que todo el pueblo, al verle, se quita el gorro para saludarlo, y que las muchachas, las más jovencitas, le dan los buenos días. ¿Quién de los mozos del pueblo no hubiera querido ser alcalde? El alcalde tiene paso libre en todas las tabernas y el robusto mujik guarda una actitud respetuosa cuando el alcalde hunde sus gruesos y toscos dedos en la tabaquera. En las reuniones del Consejo Comunal, a pesar de que su poder está limitado por varios votos, el alcalde siempre se sale con la suya y envía, casi a su antojo, a quien le da la gana a apisonar caminos o a cavar zanjas. El alcalde es huraño, de aire severo, y no le gusta hablar mucho. Hace muchísimo tiempo, cuando la gran zarina Catalina, de amada memoria, fue a Crimea, el alcalde había sido incluido en su escolta, desempeñando durante dos días este cometido y hasta teniendo el honor de ir sentado en el pescante junto al cochero de la zarina. Desde entonces había aprendido a bajar la cabeza con aire importante y meditabundo, a atusarse los largos y retorcidos bigotes y a mirar de soslayo con mirada de águila. Desde este tiempo, y fuera cual fuere el tema de la conversación, se las componía para recordar que había acompañado a la zarina montado sobre el pescante real. A veces gustaba de simular sordera, sobre todo cuando oía algo que no quería oír. Le resultaba insoportable la afectación en el vestir. Usaba siempre una casaca de paño negro de confección casera, se ceñía con un cinturón de lana de color y nadie le había visto nunca con otras prendas, salvo en tiempos del viaje imperial a la Crimea, en el cual luciera un kaftán cosaco de color azul. Pero estos tiempos apenas si los recordaba alguien en el pueblo, y en cuanto al kaftán, estaba guardado en el baúl bajo llave. El alcalde era viudo, pero en su casa vivía una cuñada suya que le preparaba la comida, la cena, fregaba los bancos, blanqueaba la jata, le tejía las camisas y gobernaba toda la casa. En el pueblo se decía que aquella mujer no era su cuñada, pero ya hemos visto que el alcalde tenía muchos enemigos que gustaban de difundir toda clase de calumnias. Quizá la razón de este rumor residiera en que a la cuñada no le gustaba mucho que el alcalde fuera al campo cuando estaba lleno de segadoras, o que visitara la casa de un cosaco si éste tenía una hija joven. El alcalde era tuerto; pero su ojo solitario era pícaro y capaz de descubrir desde lejos a una aldeana bonita. La linda carita se fijaba en si a su alrededor estaba la cuñada. Ya hemos contado todo lo necesario con referencia al alcalde, y e1 borracho Kalenik no ha llegado aún a la mitad de su camino desde el que todavía, durante mucho tiempo, ha seguido brindándole cuantos epítetos puede proferir su lengua torpe y perezosa.



III

UN RIVAL INESPERADO. LA CONSPIRACIÓN

-No, muchachos no.., no quiero. ¿Qué francachela es esa? ¡Cómo no están aburridos de juergas? ¡Ya sin esto, sabe Dios qué fama de pendencieros tenemos! ¡Váyanse a dormir! Mejor será -así habló Levko a sus bulliciosos compañeros, que lo incitaban a nuevas travesuras-. Adiós, hermanos.

¡Que pasen buena noche! -y se alejó de ellos por la calle con rápidos pasos.

«¿Estará durmiendo mi Ganna de los ojos claros?», pensó, acercándose a la jata de los guindos que ya conocemos. En el silencio se oyó de pronto un rumor de palabras en voz baja. Levko se detuvo. Entre los árboles divisose el blancor de una camisa.

«¿Qué significa esto?», pensó, y acercándose a hurtadillas se escondió detrás de un árbol. Bajo la luz de la luna resplandecía el rostro de la muchacha que estaba ante él... ¡Era Ganna! Pero ¿quién era aquel hombre alto que le daba la espalda? En vano se esforzaba por identificarle. La sombra le cubría de los pies a la cabeza. Por delante solamente la luna lo iluminaba un poco, pero el más leve paso de Levko exponía a éste a la desagradable posibilidad de ser descubierto. Arrimándose silenciosamente al árbol, decidió permanecer donde estaba. La muchacha pronunció claramente su nombre.

-¿Levko?... Levko es todavía un mocoso -dijo el hombre de alta estatura-. Si lo encuentro alguna vez en tu casa, lo sacaré de ella arrastrándolo por el tupé...

-Me gustaría saber quién es este imbécil que se jacta de poder arrastrarme por el tupé -dijo en voz baja Levko, estirando el cuello y procurando no perder una sola palabra. Pero el desconocido seguía hablando en voz tan baja que no se podía oír nada.

-No tienes vergüenza -dijo Ganna al terminar aquel-. Mientes. Me engañas. No me quieres. ¡Nunca creeré que me amas!

-Lo sé -prosiguió el hombre de alta estatura-, Levko te ha dicho muchas tonterías y te ha mareado la cabeza con ellas-. Aquí, al mozo le pareció que la voz del desconocido le era algo familiar y que la había oído en alguna parte-. Pero ya le haré ver yo a Levko...-continuó en el mismo tono el desconocido-. Él cree que no estoy al tanto de todos sus enredos. Pero yo le haré probar a ese hijo de perro lo que son mis puños.

Al oír estas palabras, Levko no pudo seguir conteniendo su ira. Acercándose tres pasos al desconocido levantó el puño para descargarlo con tal fuerza que, de haberlo hecho, el hombrón, a pesar de su visible robustez, se hubiera desplomado. En este momento la luna iluminó su cara y Levko quedó petrificado al ver que tenía delante a su propio padre. Sólo moviendo la cabeza y silbando ligeramente entre dientes pudo manifestar su asombro. Cerca se oyó un crujido y Ganna entró precipitadamente en la casa, cerrando la puerta con un portazo.

-¡Adiós, Ganna! -gritó en este momento uno de los mozos acercándose a hurtadillas y abrazando al alcalde para saltar después, sobresaltado, al tropezar con unos hirsutos bigotes.

-¡Adiós, hermosa! -gritó otro. Pero esta vez lo derribó al suelo un empellón del alcalde.

-¡Adiós, adiós, Ganna! -gritaron varios mozos, colgándose del cuello de aquel.

-¡Que les lleve el diablo..., malditos granujas! -gritó el alcalde, zafándose de ellos y pateando el suelo-. ¿Qué es eso de tomarme por Ganna?... ¡Váyanse con sus padres a la horca..., hijos del diablo! Se me han pegado como las abejas a la miel. ¡Ya les daré yo Ganna!

-¡Es el alcalde!... ¡El alcalde!... ¡El alcalde! -gritaron los mozos, dispersándose por todos lados.

-¡Vaya con mi padre!... -dijo Levko, recobrándose de su asombro y siguiendo con la mirada al alcalde, que se alejaba profiriendo juramentos-. ¡Mira las travesuras que tiene! Muy bonito... ¡Y yo no hago más que cavilar, y me asombro de que finja sordera cuando le hablo de mi asunto!... ¡Espera un poco, viejo alcornoque!... ¡Ya te enseñaré yo a rondar bajo las ventanas de las muchachas! ¡Ya te enseñaré a quitar las novias ajenas! ¡Eh..., eh!... ¡Muchachos, aquí! -gritó haciendo señales con la mano a los mozos, que habían vuelto a reunirse en tropel-. ¡Vengan acá! Les aconsejé antes que fueran a dormir, pero ahora estoy dispuesto a seguir la francachela, aunque sea toda la noche.

-¡Eso está bien! -dijo un mozo gallardo y fortachón, considerado el primero de los juerguistas y bullangueros del pueblo-. ¡Todo me parece aburrido cuando no consigo divertirme a mis anchas y hacer jugarretas! Es como si a uno le faltara algo. Como si se le hubiera a uno perdido el gorro o la pipa. En una palabra, como si no se fuera un cosaco.

-¿Están dispuestos a enfurecer hoy debidamente al alcalde?...

-¡Al alcalde!

-Sí, al alcalde. ¿Qué se habrá creído ese hombre, en fin de cuentas? Nos maneja como si fuera un hetman. No sólo nos trata como si fuésemos sus criados, sino que se arrima a nuestras muchachas. Me parece que en todo el pueblo no hay una sola muchacha bonita a la cual no haya hecho la corte.

-¡Así es!... ¡Así es! -gritaron todos los mozos a una sola voz-. ¿Somos, acaso, muchachos, unos criados? ¿Es que no somos de la misma casta que él? A Dios gracias, somos cosacos libres. ¡Demostrémosle, muchachos, que somos cosacos libres!

-¡Demostrémoselo! -gritaron los mozos.

-¡Y no sólo al alcalde, sino tampoco perdonaremos al escribano del Ayuntamiento!

-¡No perdonaremos al escribano!

-Y a mí, como a propósito, se me acaba de ocurrir una bonita canción sobre el alcalde. ¡Vengan! Se la enseñaré -continuó Levko, rasgueando las cuerdas de la bandurria-. Y escúchenme. . . ¡Disfrácenme de lo que les venga en gana!

-¡Juerga..., cabeza de cosaco! -dijo un robusto parrandista, chocando los talones y dando una palmada-. ¡Qué hermosura! ¡Qué libertad! Cuando uno empieza a hacer diabluras se diría que recuerda tiempos pasados. Uno se encuentra a gusto; el corazón se ensancha y el alma parece estar en el paraíso. ¡Vamos, muchachos! ¡Que empiece la juerga!...

Y la turba se lanzó ruidosamente por las calles, mientras las viejas devotas, despertadas por los gritos, abrían las ventanas y se santiguaban con soñolientas manos, diciendo:

-¡Vaya! ¡Ya empezó la juerga de los mozos!



IV

LOS MOZOS VAN DE JUERGA

Sólo una jata estaba iluminada aún en el extremo de la calle. Era la vivienda del alcalde. Hacía tiempo que éste había terminado su cena y, sin duda, hacía mucho que se hubiera quedado dormido si no fuera porque en este momento tenía un visitante: el vinicultor enviado para construir un lagar para el terrateniente de los cosacos libres, poseedor de una parcela de tierra. En el sitio de honor estaba sentado el huésped; un hombrecito bajo, regordete, de ojos pequeños y eternamente rientes, en los que aparecía escrito el gusto con que fumaba su pipa cortita, escupiendo a cada momento y aplastando con el dedo el tabaco que salía de ella convertido en ceniza. Nubes de humo crecían rápidamente sobre él revistiéndolo de una niebla parda. Parecía como si la ancha chimenea de un hogar, aburrida de permanecer sentada sobre su tejado, hubiera tenido la idea de salir de paseo y de sentarse con aire solemne a la mesa del alcalde. Bajo la nariz del visitante asomaban los bigotes cortos y espesos, pero se divisaban tan vagamente entre la atmósfera de tabaco, que parecían ratones atrapados por el vinicultor, que los sostenía en su boca violando el monopolio del gato color de ámbar. El alcalde. como amo de la casa, vestía solamente una camisa y bombachos de hilo. Su ojo de águila, cual el sol de la tarde, comenzaba a pestañear y a apagarse. Al extremo de la mesa fumaba su pipa uno de los guardias del pueblo que formaban el cuerpo a las órdenes de1 alcalde y que se hallaba sentado con la casaca por respeto al dueño de la casa.

-¿Piensa usted instalar pronto su lagar? -dijo el alcalde, volviéndose hacia el vinicultor y haciendo una cruz sobre su boca, que bostezaba.

-Puede que, con la ayuda de Dios, empecemos este otoño. Para la fiesta de la Asunción estoy dispuesto a apostar Dios sabe qué si el señor alcalde no hace eses con los pies por el camino.

Al pronunciar estas palabras los ojillos del vinicultor desaparecieron y en su lugar se extendieron unas rayas hasta las mismas orejas. Todo su cuerpo empezó a temblar de risa y los alegres labios abandonaron por un momento la pipa humeante.

-¡Dios lo haga! -dijo el alcalde mostrando en su cara algo semejante a una sonrisa-. Ahora gracias a Dios hay todavía pocos lagares. En cambio en otros tiempos cuando yo acompañaba a la zarina por el camino de Pereiaslav el difunto Besborodko...

-¡Vaya amigo... qué tiempos recuerdas! Entonces desde Kremenchug hasta los mismos Romen no había siquiera dos lagares. Y ahora... ¿Has oído lo que inventaron los malditos alemanes? Dicen que pronto no llenarán el horno con leña como todos los honrados cristianos sino con no sé qué vapor del diablo.

Y diciendo estas palabras el vinicultor miró pensativo la mesa y a sus manos extendidas sobre ella.

-¿Cómo pueden hacer esto con el vapor?... ¡A fe mía que no lo sé!

-¡Qué tontos son esos alemanes, Dios me perdone! -dijo el alcalde-. Y padrecito, a esos hijos de perro... ¿Dónde se ha oído que se pueda hervir algo con el vapor?... ¡No puede uno llevarse a la boca una cucharada de borsch sin quemarse los labios!

-¿Y tú, compadre? -intercaló la cuñada sentada con los pies encogidos en el camastro-. ¡Tú viviendo todo ese tiempo sin tu esposa!

-¿Y para qué la necesito? ¡Otra cosa sería si se tratara de algo bueno!

-¡Como si no fuera bastante bonita! -dijo el alcalde fijando sus ojos en él.

-¡Qué ha de serlo!... Es vieja como un diablo. Tiene una cara arrugada como un portamonedas vacío.

Y el pequeño armazón del vinicultor se conmovió de nuevo bajo el peso de una sonora risa.

En este momento se oyó cómo alguien tanteaba en la puerta. Ésta se abrió y entró un mujik que sin quitarse el gorro franqueó el umbral y se quedó parado en el centro de la jata boquiabierto y pensativo mirando al techo. Era nuestro conocido.

-¡Heme por fin en casa! -dijo sentándose en un banco junto a la puerta y sin prestar la menor atención a los presentes-. ¡Qué largo me hizo el camino Satanás... ese hijo del enemigo! ¡Caminaba... caminaba y nunca veía el fin! Parecía que alguien me había roto las piernas. ¡Alcánzame la zamarra, baba. Algo para estar más cómodo. No subiré al camastro sobre la estufa... ¡A fe mía que no subiré ! Me duelen las piernas. ¡Alcánzame la zamarra! Está ahí cerca de la pared. Cuida solamente de no volcar la olla de tabaco picado. ¡Ah no! Mejor será que no la toques. Pudiera ser que hoy estuvieras borracha... Más vale que la agarre yo mismo.

Kalenik se incorporó un poco pero una fuerza invencible lo encadenó al banco.

-¡Esto me gusta! -dijo el alcalde-. ¡Viene a una jata ajena y da órdenes como si fuera propia! ¡Sáquenlo de aquí sin más contemplaciones!

-¡Déjalo descansar, compadre! -dijo el vinicultor reteniendo al otro por la mano-. Es un hombre útil. Si hubiera más gente como ésta, nuestro lagar marcharía muy bien.

Pero no era la benevolencia la que inspiraba estas palabras. El vinicultor creía en todas las supersticiones y el hecho de expulsar sin compasión a un hombre que ya se había sentado en un banco significaba para él atraer la desgracia.

-¡Eso es lo que pasa cuando llega la vejez! -gruñó Kalenik desde su asiento-. ¡Todavía se podría decir algo si yo estuviera borracho!..., pero no, no estoy borracho. A fe mía que no estoy borracho. ¿Para qué voy a mentir? Estoy dispuesto a declararlo ante el mismo alcalde. Pero ¡qué me importa el alcalde! ¡Que reviente ese hijo de perro! ¡Escupo sobre él! ¡Que le aplaste una carreta a ese demonio tuerto!... ¡Pensar que echa agua fría a las gentes en pleno invierno para castigarlas!...

-¡Vaya!... ¡No sólo se metió el cerdo en la jata sino que puso las patas encima de la mesa! -dijo el alcalde, levantándose furioso de su sitio. Pero en este momento una pesada piedra, haciendo añicos la ventana, voló hasta sus propios pies. El alcalde se detuvo-. ¡Si yo supiera quién es el bromista que ha tirado esa piedra, le daría una buena lección! ¡Vaya con las travesuras! -continuó, mirando la piedra en su mano, con ojos ardientes-. ¡Ojalá se atragante con ella!

-¡Para, para! ¡Que Dios te guarde, compadre! -exclamó el vinicultor palideciendo-. ¡Que Dios te guarde en este y en el otro mundo! ¡Desear semejante cosa!...

-¡Miren qué defensor ha encontrado! ¡Que reviente ese!...

-¡Ni lo pienses, compadre! Tú no sabes seguramente lo que le ocurrió a mi difunta suegra.

-¿A tu suegra?

-Sí, a mi suegra. Una noche, quizá algo más temprano que ahora, se habían sentado a cenar la difunta suegra, el difunto suegro, dos trabajadores y unos cinco niños. La suegra separó algunos galuschki y los puso en un recipiente para que se enfriaran, pero después del trabajo todos tenían mucha hambre y no querían esperar, por lo que, pinchándolos con largos palillos de madera, se pusieron a comerlos. De pronto, no sé de dónde, apareció un hombre que no se sabía quién era, pidiendo que le dejaran comer también. ¿Cómo no habían de dar de comer a un hambriento?... Le dieron un palillo, pero el visitante empezó a comer galuschki como una vaca el heno. Mientras ellos comían una galuschka y bajaban el palillo en busca de otra, se encontraban con que el fondo estaba liso como el piso de la casa de un señor. La suegra trajo más galuschki, pensando que el visitante se habría hartado y comería menos. Nada de eso. Todavía con más ganas, empezó a zamparlas, vaciando también la otra fuente. «Ojalá te atragantes con estas galuschki», pensó la hambrienta suegra. Y en aquel momento el invitado se atraganto y cayó al suelo. Todos se precipitaron hacia él, pero ya había muerto. Se había atragantado...

-Eso es lo que merecía el maldito glotón -dijo.

-Sí..., pero las cosas no fueron bien después. Desde ese tiempo la suegra no volvió a tener tranquilidad. Tan pronto como caía la noche, aparecía el muerto. Se sentaba sobre la chimenea el maldito sujetando una galuschka entre los dientes. De día todo estaba tranquilo y no se oía hablar de él, pero tan pronto caía el crepúsculo, miraba uno al tejado y veía a ese hijo de perro montado sobre la chimenea...

-¿Con una galuschka entre los dientes?

-Sí, con una galuschka entre los dientes.

-¡Qué prodigio, compadre! Yo he oído contar algo parecido a la difunta zarina...

Aquí el alcalde se paró. Bajo la ventana se oyó el ruido y el taconeo de gente que bailaba. Primeramente resonaron, suaves, las cuerdas de la bandurria, a las que se unió una voz. Luego sonaron más fuertes, y otras voces empezaron a acompañarla. De pronto una canción prorrumpió como un torbellino:

Mozos, ¿saben que el alcalde
ha perdido y busca en balde
tornillos de su cabeza,
por lo que esta no endereza?...
¡Compónsela, tonelero
con fuertes flejes de acero!

Es diablo viejo y canoso,
tuerto, tonto y caprichoso;
tras las mozas corre necio
sin importarle el desprecio.

¡Tonto, tonto! ¿ Es que querías
con los mozos competir,
cuando ya sólo podrías
a la sepultura ir?

¡Vengan, muchachos, cojámoslo
por el cuello y el cogote!
¡Agarrémoslo! ¡Agarrémoslo
por el tupé y el bigote!

-Bonita canción, compadre... -dijo el vinicultor, ladeando un poco la cabeza y dirigiéndose al alcalde, que se había quedado atónito ante tamaña insolencia-. Bonita... Lo único que tiene de malo es que alude al alcalde en términos poco corteses -y el vinicultor volvió a colocar las manos sobre la mesa con una expresión de dulce emoción en los ojos y disponiéndose a seguir escuchando, ya que bajo la ventana estallaban risas y gritos de «¡Más, más!». Sin embargo, un ojo penetrante hubiera podido advertir en seguida que no era el asombro lo que retenía al alcalde en su sitio. Su actitud era la del viejo gato experimentado al dejar que se le acerque al rabo un inexperto ratón mientras traza rápidamente el plan para cortarle la retirada a su escondite. Su único ojo estaba fijo aún en la ventana y ya su mano, que había hecho una señal al guardia, se apoyaba en el picaporte de madera de la puerta, cuando de repente, en la calle, estalló un griterío. El vinicultor, entre cuyos numerosos méritos figuraba la curiosidad, después de haber llenado su pipa de tabaco, salió corriendo a la calle, pero los traviesos mozos se habían dispersado ya.

-¡No! ¡No te me escaparás! -gritaba el alcalde, arrastrando de la mano a un hombre vestido con una zamarra vuelta del revés.

El vinicultor, aprovechando el tiempo, se acercó corriendo para mirar la cara de aquel perturbador de la paz, pero retrocedió tímidamente al ver una larga barba y una careta espantosamente pintarrajeada.

-¡No!... ¡No te me escaparás! -gritaba el alcalde, mientras continuaba arrastrando a su prisionero hacia la jata; éste no sólo no oponía la menor resistencia, sino que lo seguía tranquilamente, como si se dirigiese a su propia casa- ¡Karpo, abre el granero! -dijo el alcalde al guardia-. Lo pondremos en el granero oscuro. Después despertaremos al escribano, reuniremos a los demás guardias, atraparemos a todos los alborotadores y hoy mismo dictaremos una resolución.

El guardia hizo tintinear un pequeño candado y abrió el granero. En este momento el prisionero, aprovechando la oscuridad y haciendo uso de una fuerza extraordinaria, escapó de sus manos.

-¿Adónde vas? -gritó el alcalde, agarrándolo más fuerte del cuello.

-¡Déjame, soy yo! -se oyó decir a una voz atiplada.

-¡No te valdrá..., no te valdrá, hermano! Ya puedes chillar si quieres con voz de diablo..., no sólo con la de una baba, que no me engañarás -y lo empujó hacia el oscuro granero con tal violencia que nuestro pobre prisionero gimió al caer al suelo mientras el alcalde, acompañado por el guardia, se encaminaba a la jata del escribano y tras ellos, como un barco, marchaba con su pipa humeante el vinicultor.

Iban los tres con aire meditabundo cuando he aquí que de pronto, al doblar una oscura esquina, lanzaron todos a un tiempo un grito al sentir un fuerte golpe en la frente, grito al que respondió otro, proferido por alguien que venía en dirección contraria, cuya cabeza había sido causa del choque. El alcalde, guiñando su único ojo con extrañeza, vio al escribano, acompañado de dos guardias.

-Yo iba a tu casa, escribano.

-Y yo a la de tu merced, alcalde.

-Están pasando cosas raras, amigo escribano.

-Cosas raras, amigo alcalde. ¿Qué ocurre?

-¡Los mozos de la aldea se han vuelto locos! Andan en tropel por la calle cometiendo toda clase de fechorías... A tu merced le llaman con unos nombres que da vergüenza repetirlos. Un soldado borracho tendría miedo de decirlos con su impía lengua.

El delgaducho escribano, que vestía unos bombachos de colores abigarrados y un chaleco del tono de la levadura del vino, acompañó estas palabras con el movimiento de su cuello, estirándolo y volviéndolo al instante a su posición anterior.

-Yo ya me había dormido un poco, pero esos malditos granujas me obligaron a levantarme de la cama con sus insolentes canciones y su ruido. Quise meterlos bien en vereda, pero mientras que me puse los bombachos y el chaleco, se escaparon todos por donde pudieron. El principal de ellos, eso sí, no se escapó. Está ahora canturreando en la propia jata en que se mete a los cautivos. Ardía en deseos de saber quién era este pájaro, pero tiene la cara pintarrajeada con hollín como un diablo que forja clavos para los pecadores.

-¿Y cómo va vestido, amigo escribano?

-Ese hijo de perro lleva puesta una zamarra negra vuelta del revés, amigo alcalde.

-¿Y no estarás mintiendo, amigo escribano? ¿Qué dirías si supieras que ese pillo está ahora metido en mi granero?

-No, amigo alcalde. Tú mismo, con perdón sea dicho, has mentido un poco.

-¡Venga una luz! Lo veremos.

Trajeron la luz, abrieron la puerta y el alcalde lanzó un grito de asombro al ver ante sí a su cuñada.

-Dime, por favor... -con estas palabras lo abordó ella-. ¿No habrás perdido completamente el seso? ¿En tu cabezota de un solo ojo quedaba una sola gota de juicio cuando me empujaste a este oscuro granero? ¡Por suerte no me pegué en la cabeza con ese gancho de hierro! ¿Acaso no te estaba gritando que era yo?... Me agarraste, maldito oso, con tus manazas de hierro y me empujaste.

-¡Ojalá te empujen los demonios en el otro mundo!

Las últimas palabras de ella fueron pronunciadas ya en la calle, adonde la conducían motivos particulares.

-Sí. Ya veo que eres tú -dijo el alcalde, recobrándose-. ¿Qué dices, amigo escribano? ¿No es un canalla este granuja?

-Un canalla, amigo alcalde.

-¿No habrá llegado todavía el tiempo de dar una lección a estos malditos juerguistas y de obligarlos a trabajar?

Hace mucho que ha llegado, hace mucho que ha llegado, amigo alcalde.

-Los muy estúpidos se han creído... ¡Diablos!... Me pareció oír gritar a mi cuñada en la calle. Los muy estúpidos se han creído que yo soy su igual. Creen que soy cualquiera de sus hermanos. ¡Un vulgar cosaco!... -La tosecilla que siguió a estas palabras y el fijar de soslayo la mirada a su alrededor dieron a entender que el alcalde se disponía a hablar de algo importante-. En el año mil... (estos malditos nombres de años no puedo pronunciarlos aunque me maten). Bueno..., en el año en que el comisario de entonces, Ledach, recibió la orden de elegir al más inteligente de entre los cosacos... ¡Oh!... (Este «¡Oh!» lo dijo el alcalde levantando el dedo.) ¡Al más inteligente!.. para que escoltara a la zarina... Entonces yo...

-¡Para qué hablar!... ¡Eso lo saben todos ya, amigo alcalde! ¡Todos saben que mereciste el favor de la zarina! ¡Pero confiesa ahora que era yo quien tenía razón... Te echaste un pecado en el alma diciendo que habías atrapado a ese pícaro de la zamarra vuelta!

-En cuanto a ese demonio de la zamarra vuelta... A ese hay que encadenarle y castigarle como es debido. ¡Que sepan lo que es la autoridad! ¿Quién ha designado al alcalde más que el zar? Después nos ocuparemos de los demás mozos. No he olvidado cómo esos malditos tunantes hicieron entrar en mi huerto una piara de cerdos que me devoraron todas las coles y pepinos. No he olvidado cómo esos hijos del diablo se negaron a moler mi harina... No he olvidado... Pero bueno..., al cuerno con ellos. Lo que necesito saber es quién es ese canalla de la zamarra del revés.

-Por lo visto, un pájaro de cuenta -dijo el vinicultor, cuyas mejillas en el transcurso de toda aquella conversación se cargaban como un cañón de guerra, y cuyos labios, abandonando la corta pipa lanzaban torrentes de humo-. Un hombre como ese no estaría de más en un lagar..., aunque lo mejor sería colgarlo de lo alto de un roble, igual que un incensario.

Esta agudeza no le pareció tonta del todo al vinicultor, que resolvió al instante premiarla con una ronca risa, sin esperar la aprobación de los demás.

En este momento llegaban a una pequeña jata casi hundida en la tierra. La curiosidad de nuestros viajeros fue en aumento. Todos se agolparon a la puerta. El escribano sacó la llave, que tintineó contra la cerradura. Pero era la llave de su baúl. La impaciencia fue creciendo. Metiendo la mano empezó a hurgar y a proferir juramentos al no encontrarla.

-Aquí está -dijo por fin inclinándose y sacándola del fondo de un holgado bolsillo del que estaban provistos sus abigarrados bombachos. Al oír estas palabras, los corazones de nuestros valientes parecieron fundirse en uno solo, y este inmenso corazón empezó a latir con tanta fuerza, que su irregular latido no pudo ser disimulado ni siquiera por el ruido del candado al caer. La puerta se abrió y...

El alcalde se quedó pálido como un cirio. El vinicultor sintió frío y su cabello pareció querer volar al cielo. El espanto se dibujó en el rostro del escribano, y los guardias quedaron clavados al suelo sin poder cerrar las bocas, que habían abierto simultáneamente. Ante ellos estaba la cuñada. No menos asombrada que todos, ésta se recobró un poco e hizo ademán de acercárseles.

-¡Quieta! -gritó con voz salvaje el alcalde, cerrando de un golpe la puerta-. ¡Señores..., es Satanás! -continuó-. ¡Fuego!... ¡Que hagan pronto fuego! ¡No tendré piedad de esta jata aunque sea del Estado! ¡Quémenla!... ¡Quémenla! ¡Que no queden sobre la tierra ni siquiera los huesos del diablo!

La cuñada gritaba espantada al oír tras la puerta esta amenazadora decisión.

-¡Qué ocurrencia, hermanos! -dijo el vinicultor-. Tienen ustedes el cabello, a Dios gracias, del color de la nieve y todavía les falta el juicio. Con el fuego corriente no puede quemarse a una bruja. Sólo el fuego de una pipa puede hacer arder la hoguera. ¡Esperen! ... Ahora mismo lo arreglaré yo todo -al decir estas palabras el vinicultor echó la ceniza caliente de su pipa sobre un montón de paja y empezó a soplar sobre ella. La desesperación dio en este momento ánimos a la pobre cuñada, que empezó a suplicar con voz sonora y a tratar de convencerlos de que estaban equivocados.

-¡Esperen, hermanos!... ¿Por qué hemos de pecar sin necesidad? Puede que no sea Satanás -dijo el escribano-. Si aquello..., quiero decir lo que está metido ahí..., consiente en santiguarse será señal segura de que no es un diablo.

La proposición fue aceptada.

-¡Apártate, Satanás! -continuó el escribano, acercando los labios a una hendidura de la puerta-. Si no te mueves de ahí, te abriremos.

La puerta se abrió.

-¡Santíguate! -dilo el alcalde, mirando hacia atrás como escogiendo el sitio donde ponerse a salvo en caso de retirada.

La cuñada se santiguó.

-¡Qué diablos!... Es exacto. Es la cuñada.

-¿Qué fuerza maléfica te arrastró a este cubil, comadre?

Aquí la cuñada contó sollozando cómo los mozos la habían cogido en la calle y, a pesar de su resistencia, bajado por la ancha ventana de la jata clavando sobre ésta un postigo. El escribano miró; efectivamente, los goznes del postigo habían sido arrancados y este estaba solo clavado arriba por medio de un taco de madera.

-¡Bueno estás tú, Satanás de un solo ojo! -exclamó la cuñada avanzando hacia el alcalde, que retrocedía un poco y seguía observándola-. ¡Ya he visto tus planes! ¡Querías..., hubieras estado contento si hubieras podido quemarme! ¡Para poder perseguir con más libertad a las mozas! ¡Para que nadie pudiera ver las tonterías de un abuelo canoso! ¿Crees que no sé lo que hablabas anoche con Ganna? ¡Oh..., yo lo sé todo! ¡No es fácil engañarme... y no será tu cabeza hueca la que pueda hacerlo! ¡Yo aguanto mucho tiempo; pero luego... no te quejes!

Diciendo estas palabras le mostró el puño y se fue rápidamente, dejando petrificado al alcalde.

-Sí... Aquí el diablo ha intervenido y de firme -pensó éste, rascándose con fuerza la cabeza.

-¡Lo hemos cogido! -gritaron los guardias que entraban en este momento.

-¿A quién han cogido? -preguntó el alcalde.

-Al diablo de la zamarra del revés.

-¡A verlo! -gritó el alcalde, agarrando de las manos al cautivo recién traído-. ¡Están locos!... ¡Este es el borracho Kalenik!

-¡Qué fastidio! Lo hemos tenido en nuestras manos, señor alcalde, pero en el callejón nos rodearon esos malditos mozos que empezaron a bailar, a sacarnos la lengua y arrancárnoslo... ¡Al diablo con ellos! Cómo hemos pescado a este cuervo en vez de al otro..., ¡sólo Dios lo sabe!

-¡En mi nombre y en el de todos los vecinos, ordeno atrapar inmediatamente a ese bandido y asimismo a todos los que se encuentran en la calle! ¡Que me los traigan para ser juzgados!

-¡Perdónenos, señor alcalde! -exclamaron algunos, inclinándose hasta los pies.

-¡Si hubieran visto qué caras llevan! ¡Que Dios nos castigue si hemos visto jamás tan asquerosas caretas! ¡Dan tanto miedo, señor alcalde, que después de verlos, ninguna baba se atreverá a echarnos perepoloj!

-¡Ya les daré yo a ustedes perepoloj. ¿Qué?... ¿No quieren obedecerme? ¡Seguro que ustedes los apoyan! ¡Son ustedes unos rebeldes! ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué? ¿Un motín? ¡Ustedes!... ¡Ustedes!... ¡Los denunciaré al comisario! ¡Ahora mismo! ¿Me oyen? ¡Ahora mismo! ¡Corran! ¡Vuelen como pájaros, que los voy a...!

Todos se dispersaron corriendo.



V

LA AHOGADA

Sin preocuparse de nada y menos de los perseguidores mandados en su busca, el culpable de toda esta conmoción se aproximaba lentamente a la vieja casa y al estanque. Creo inútil decir que era Levko. Su negra zamarra estaba desabrochada, tenía el gorro en la mano y el sudor le caía a chorros. El bosque de álamos tenía un aspecto majestuoso y sombrío, y sólo su linde, que daba frente a la luna, estaba salpicada por un polvillo de plata El estanque inmóvil exhaló su frescura sobre el fatigado caminante, obligándolo a descansar en su orilla. Todo estaba silencioso. En la profunda espesura del bosque se oían solamente los arpegios del ruiseñor. Un invencible sueño empezó a cerrar sus ojos. Los cansados miembros estaban prontos a paralizarse. La cabeza se inclinó...

-No... No me dormiré aquí... -dijo Levko levantándose y restregándose los ojos. Miró a su alrededor. Algún extraño e inefable resplandor se mezclaba al brillo de la luna. Nunca había visto algo parecido. Sobre las cercanías flotaba una niebla de plata. Por toda la tierra se esparcía el olor de los manzanos en flor y de las flores de la noche. Con asombro contemplaba en las inmóviles aguas del estanque la vieja casa señorial. Veíala invertida en las límpidas aguas con cierta diáfana majestad. En vez de sombríos postigos lo miraban los alegres cristales de ventanas y puertas a través de los cuales brillaban dorados. Pero de pronto le pareció que una ventana se abría. Conteniendo el aliento, sin moverse y sin apartar los ojos del estanque, le pareció sentirse transportado a su profundidad, al ver, primero, el blanco codo que se asomaba a la ventana, y luego la atractiva cabecita de ojos brillantes que lucían tenuemente entre las oscuras ondas de la cabellera, y que se apoyaba sobre aquel. Levko vio que la movía suavemente, que agitaba la mano y sonreía. El corazón empezó a latirle con violencia. El agua tembló y la ventana volvió a cerrarse. Levko, silenciosamente, se alejó del estanque y miró a la casa. Los sombríos postigos estaban descorridos y los cristales centelleaban bajo la luz de la luna. «¡Cuán poco hay que confiar en las habladurías de la gente! -pensó para sí nuestro héroe-. La casa está nuevecita. Los colores son tan vivos como si estuviera recién pintada. Aquí vive alguien» -y se acercó calladamente. Pero en la casa todo era silencio. Sonora y fuertemente resonaban los trinos de los ruiseñores, y cuando estos se extinguían en la languidez, se oía el susurro y el chillido de los gritos, o el zumbido de un pájaro de las ciénagas golpeando con su resbaladizo pico el ancho espejo de las aguas. Un dulce silencio y deleite sintió en su corazón, y después de afinar su bandurria, empezó a tocar y a cantar:

¡Oh tú, luna, luna mía!
¡Oh tú, mi brillante estrella!
¡Ven y alumbra la casa
en donde vive mi bella!

La ventana se abrió silenciosamente, y la misma cabecita cuyo reflejo había visto en el estanque se asomó prestando oído. Sus largas pestañas estaban medio caídas sobre los ojos. Toda ella estaba pálida como un lienzo. Como el brillo de la luna. ¡Y cuán maravillosa..., cuán bella! De pronto se echó a reír. Levko se estremeció.

-Cántame, joven cosaco, una canción -dijo ella en voz queda, inclinando la cabeza y bajando las espesas pestañas.

-¿Qué canción quieres que te cante, mi hermosa muchacha?

Las lágrimas resbalaron silenciosamente por su pálido rostro.

-Muchacho -dijo ella, y algo indeciblemente conmovedor vibró en su voz-. Muchacho... ¡Encuéntrame a mi madrastra! ¡Todo me parecerá después poco para ti! Yo te recompensaré. Yo te recompensaré con esplendidez. Tengo bocamangas con bordados de seda..., corales... y collares. Te daré un cinturón bordado de perlas. Tengo oro... ¡Muchacho..., encuéntrame a mi madrastra! Es una horrible bruja. Por culpa de ella nunca tuve tranquilidad en este mundo. Me martirizaba, me obligaba a trabajar como una simple campesina. Mira mi cara. Con sus impuras hechicerías hizo desaparecer el color de mis mejillas. Mira mi blanco cuello. ¡No desaparecerán! ¡No desaparecerán con nada estas azules manchas que hicieron sus zarpas de hierro! ¡Mira mis blancos pies! Han caminado mucho y no sólo sobre alfombras, sino también por la caliente arena, por la húmeda tierra, por las espinosas zarzas... Mira mis ojos. Míralos... Las lágrimas les impiden ver... ¡Encuéntramela, muchacho!... ¡Encuéntrame a mi madrastra!

Su voz, que empezaba a elevar su tono, se calló. Por la pálida cara resbalaban arroyos de lágrimas. Un sentimiento angustioso, mezcla de tristeza y piedad, oprimió el pecho del mozo.

-Yo estoy dispuesto a todo por ti, hermosa mía -dijo éste con sincera emoción-, pero ¿dónde.... dónde puedo encontrarla?

-¡Mira, mira! -dijo rápidamente ella-. Está aquí. Está en la orilla jugando a la ronda con mis compañeras y calentándose a la luz de la luna. Pero es taimada y astuta... Adoptó la forma de una ahogada, pero yo sé..., yo siento que está aquí. Su presencia me causa pesadez, me asfixia. Por ella no puedo nadar con la ligereza y la desenvoltura del pez. Me ahogo y caigo al fondo como una llave. ¡Encuéntramela, muchacho!

Levko miró a la orilla. En la tenue niebla de plata se sucedía el desfile vertiginoso de las jóvenes, leves como sombras, que con sus camisas blancas semejaban blancas flores sobre un prado. Sus collares de oro brillaban sobre sus cuellos, pero estaban pálidas. Sus cuerpos parecían formados de transparentes nubes, traslúcidos bajo la luna de plata. El corro, jugando, se acercaba a Levko. Se oyeron voces.

-¡Vamos a jugar al cuervo!... ¡Vamos a jugar al cuervo! -alborotaron todas, pareciendo que hablaban los juncos de la ribera tocados por el viento en la quieta hora del crepúsculo-. ¿Quién será el cuervo?

Echaron a suertes y una joven salió de la multitud. Levko empezó a examinarla. Su rostro, su vestido, todo era en ella idéntico a lo de las demás. Solamente se veía que hacía sin gana su papel. El corro se deshizo y la multitud de muchachas se estiró en una fila, empezando a correr de un lado a otro huyendo de los ataques del ave de rapiña.

-No. Yo no quiero ser cuervo -dijo la joven, agotada de cansancio-. Me duele arrebatar los polluelos a su pobre madre.

«Tú no eres bruja -pensó Levko-. ¿Quién será el cuervo, entonces?»

Las jóvenes se dispusieron nuevamente a echar a suertes.

-Yo seré el cuervo -dijo una entre la multitud.

Levko se puso a observar su cara atentamente. Perseguía con rapidez y audacia a las demás y se lanzaba a todos lados en busca de su presa. Aquí Levko empezó a observar que su cuerpo no era tan luminoso como el de las otras. Se veía algo negro en su interior. De repente, se oyó un grito. El cuervo se lanzó sobre una de las jóvenes, la aferró, y a Levko le pareció que de sus manos habían surgido garras y que en su rostro fulguraba una maligna alegría.

-¡La bruja! -exclamó señalándola con el dedo y volviéndose hacia la casa.

La muchacha se echó a reír y las jóvenes, dando un grito, se llevaron consigo a la que representaba el papel de cuervo.

-¿Con qué puedo premiarte, muchacho? Yo sé que tú no necesitas oro. Amas a Ganna, pero tu severo padre te impide casarte con ella. Ahora ya no te molestará. Toma y dale este papel...

La blanca manita se extendió mientras el rostro de la muchacha se iluminaba y brillaba prodigiosamente. Con inexpresable temor y el corazón latiéndole anheloso, cogió él la nota y... se despertó.



VI

EL DESPERTAR

-¿Me habré dormido? -dijo para sí Levko, levantándose del pequeño montículo-. Todo era tan vivo que parecía realidad. ¡Maravilloso! ¡Maravilloso! -repitió mirando a su alrededor.

La luna, detenida sobre su cabeza, mareaba la medianoche. Por doquier reinaba el silencio. Del estanque llegaba el frío. Ante él se elevaba triste la vieja casona con sus postigos cerrados. El musgo y la hiedra silvestre indicaban que los hombres la habían abandonado hacía mucho tiempo. Levko abrió su mano que había estado convulsivamente cerrada durante todo su sueño y exclamó asombrado al sentir en ella el contacto de un papel.

«¡Oh, si yo supiera leer!», pensó dándole vueltas por todos lados. En este instante se oyó ruido a sus espaldas.

-¡No tengan miedo! ¡Agárrenlo sin demora! ¡No sean cobardes! ¡Somos diez! ¡Apuesto a que es un hombre y no un diablo! -así gritó a sus compañeros el alcalde, y Levko se sintió cogido por varias manos, algunas de las cuales temblaban de miedo-. ¡Vamos, amigo!... ¡Quítate esa máscara horrible! ¡Basta ya de burlar a la gente! -dijo el alcalde apresándolo por el cuello.

Pero quedó petrificado y con su único ojo escapándosele de la órbita.

-¡Levko, hijo! -exclamó retrocediendo de asombro y bajando las manos-. ¡Eres tú, hijo de perro! ¡Engendro de Satanás! ¡Y yo pensando en quién podría ser el canalla y el demonio que ideaba todas esas tretas! ¡Y resulta que eres tú! ¡Kisel sin cocer que te atraviesas en la garganta de tu padre! ¡Tú el que te permites organizar fechorías por la calle e inventar canciones!... ¡Vaya, vaya con Levko! ¿Qué significa esto? ¿Ya empiezas a rascarte la espalda?... ¡Átenlo!

-¡Espera un momento, padre! Me han mandado que te entregue esta nota -dijo Levko.

-¡No es este el momento para notas, palomito!

-Espera un momento, amigo alcalde -dijo el escribano desplegando la nota-. La escritura es del comisario.

-¿Del comisario?

-¿Del comisario? -repitieron maquinalmente

-¿Del comisario? ¡Qué raro! ¡Todavía más incomprensible! -pensó para sí Levko.

-¡Lee, lee! -dijo el alcalde-. Veamos lo que escribe el comisario.

-Veamos lo que escribe el comisario -dijo el vinicultor con la pipa entre los dientes y sacando chispas a la yesca.

El escribano carraspeó y empezó a leer:

-«Orden al alcalde Evtuj Makogonenko: Ha llegado a nuestro conocimiento que tú, viejo tonto, en lugar de recaudar los impuestos atrasados y poner orden en el pueblo, has perdido el seso y cometes desaguisados.»

-¡A fe mía -interrumpió el alcalde- que no oigo nada!

El escribano empezó a leer de nuevo:

-«Orden al alcalde Evtuj Makogonenko: Ha llegado a nuestro conocimiento que tú, viejo ton...»

-¡Para, para!... ¡No hace falta que sigas! -gritó el alcalde-. Aunque no he oído bien, sé que lo principal no ha salido todavía. ¡Sigue leyendo!

-«Y en consecuencia te ordeno que cases en seguida a tu hijo Levko Makogonenko con la joven cosaca de vuestro pueblo Ganna Petrichenkova, y también que repares los puentes del camino principal, y que no des caballos de los vecinos sin mi conocimiento a los funcionarios judiciales, aunque vengan directamente de los tribunales. Si, cuando llegue, encuentro que esta orden mía no ha sido cumplida, serás tú el único responsable. El comisario, teniente retirado Kosma Derkach-Drischpanovskii.»

-¡Qué cosas! -dijo el alcalde abriendo la boca-. ¿Lo oyen ustedes..., lo oyen? ¡De todo será responsable el alcalde! ¡Tienen que obedecer! ¡Obedecer sin rechistar!... Si no... ¡Y tú... -prosiguió volviéndose hacia Levko-, ya que el comisario lo ordena (aunque me parece raro que haya llegado todo esto a sus oídos) te casarás, pero antes te haré probar el látigo! El que está colgado en la pared en el sitio de honor, ¿sabes? Mañana lo estrenaré... ¿En dónde has cogido esta nota?

Levko, a pesar del asombro que le producía el inesperado giro del asunto, tuvo el tino de preparar mentalmente una respuesta y de ocultar la verdad sobre el modo como había adquirido la nota.

-Ayer por la tarde fui a la ciudad -dijo- y me encontré con el comisario, que bajaba de su carretela. Al saber que yo era de este pueblo, me dio este papel y me encargó que te comunicara, padre, que a su regreso vendrá a comer con nosotros.

-¿Ha dicho eso?

-Eso ha dicho.

-¿Lo han oído ustedes? -dijo el alcalde con aire importante dirigiéndose a sus acompañantes-. ¡El comisario! ¡El propio comisario en persona vendrá a comer con nosotros! Quiero decir a mi casa... ¡Oh!... -aquí el alcalde alzó el dedo e irguió la cabeza, colocándola en posición de escuchar-. ¡El comisario! ¿Lo oyen ustedes? ¡El comisario vendrá a comer a mi casa! ¿Qué te parece, amigo escribano? ¿Y a ti, compadre? ¡No es poco honor!, ¿no es verdad?

-Que yo recuerde, hasta ahora -dijo el escribano- ningún alcalde convidó a comer a un comisario.

-¡Hay alcaldes y alcaldes! -dijo con aire satisfecho el alcalde. Su boca se torció y salió de ella algo parecido a una risa pesada y bronca que semejaba el retumbar de un trueno lejano-. ¿Qué crees tú, amigo escribano? ¿No te convendría dar orden de que trajeran alguna cosa de cada jata? Un pollo.... o algo así, para el ilustre huésped, ¿no te parece?

-¿Y cuándo será la boda, padre? -preguntó Levko.

-¿La boda?... ¡Ya quisiera yo darte boda!.... pero en honor del ilustre huésped mañana los casará el pope. ¡Al diablo con ustedes! ¡Que vea el comisario cómo se cumple el deber! ¡Ahora, muchachos, a dormir! ¡Váyanse a sus casas! Lo ocurrido hoy me ha recordado el tiempo en que yo... -aquí el alcalde miró de soslayo con el aire importante y significativo de costumbre.

-Bueno... -dijo Levko-. Ahora empezará el alcalde a contar cómo escoltaba a la zarina...- y alegre y con rápidos pasos, se apresuró hacia la conocida jata rodeada de pequeños guindos.

«¡Que Dios te dé la gloria eterna, buena y hermosa muchacha! -pensaba para sí-. ¡Que todo te sonría en el otro mundo entre los ángeles y los santos! A nadie contaré el milagro que ha ocurrido esta noche. ¡Solo a ti te lo diré, Galiu! ¡Tú sólo me creerás y rezarás por el eterno descanso de la desdichada ahogada!»

En este momento se acercó a la jata. La ventana estaba abierta y los rayos de la luna penetraban por ella y caían sobre la dormida Ganna. Tenía ésta la cabeza apoyada sobre la mano. Las mejillas, sonrosadas. Los labios se movían pronunciando, confusamente, el nombre de Levko.

-Duerme, hermosa mía... ¡Sueña con todo lo mejor que hay en el mundo!, aunque esto no será mejor que nuestro despertar.

Después de hacer la señal de la cruz sobre ella cerró la ventana y se alejó silenciosamente. A los pocos minutos, todo dormía ya en el pueblo. Sólo la luna seguía flotando en la misma forma brillante y misteriosa por los inconmensurables océanos del hermoso cielo ucraniano. Todo en la altura respiraba solemnidad, y la noche..., la divina noche quemaba majestuosamente sus últimas horas. La tierra, bañada de un maravilloso brillo plateado seguía siendo hermosa. Pero nadie se embriagaba ya con esto. Todo estaba sumido en el sueño. Sólo de tarde en tarde interrumpía un momento el silencio el ladrido de los perros.

Y todavía, durante mucho tiempo, el borracho Kalenik vagó por las calles dormidas buscando su jata.





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