Cuando desde la altura de su patíbulo, abriendo las
desecadas fauces, exhaló Cristo la más angustiosa de las Siete Palabras, María
Magdalena, que estaba como idiota de dolor, estrechamente abrazaba al tronco de
la cruz, se estremeció y, recobrando energía y actividad, a impulsos de una
compasión que la penetraba toda, se lanzó en busca de agua que aplacase la sed
del moribundo Maestro.
No muy lejos del Calvario, sabía Magdalena que manaba, entre
peñascos, purísimo y cristalino manantial. Pidió prestada una taza de arcilla a
un hombre del pueblo de Jerusalén, de los que en tropel rodeaban la cruz, y se
encaminó hacia la escondida fuente. Poco tardó en encontrarla, sintiendo
profundo regocijo al pensar que aquella linfa fresquísima calmaría, siquiera
momentáneamente, los sufrimientos del mártir. Surtía el chorro, más claro que cristal,
de una grieta tapizada de musgo y finos helechos, y el rumor de su corriente
lisonjeaba el oído y el corazón. Al recoger en el cuenco de barro el agua,
Magdalena notó que estaba fría, helada casi, y de nuevo se alegró, pensando lo
refrigerante que sería para Jesús el sorbo. Con su taza rebosante corrió al
lugar del suplicio, y a fuerza de ruegos logró que le permitiesen los sayones
amontonar unas piedras y encaramarse hasta acercar el agua a los labios
cárdenos del crucificado. Y cuando esperaba verle paladear el agua consoladora,
he aquí que Jesús la rechaza, moviendo la cabeza y repitiendo en un soplo
imperceptible: «Sed tengo».
Con la penetración del amor -porque en verdad os digo que no
hay nada que ilumine el entendimiento de la mujer como amar mucho y de veras-,
Magdalena adivinó que Cristo deseaba otra bebida más exquisita y rara que el
agua natural, y era necesario traérsela a cualquier precio. Mientras se
precipitaba hacia Jerusalén, iba recordando que el despensero y mayordomo del
tetrarca Herodes la había obsequiado antaño con un falerno añejísimo, ardiente
como fuego y dulce como miel, del cual una sola gota es capaz de reanimar un
yerto cadáver. Suplicante y presurosa rogó la arrepentida a su antiguo galán, y
como accediese a sus ruegos, volvió al Calvario radiante, escondiendo bajo su
manto el ánfora de inestimable valor, y apoyó el pico en la boca de Jesús. Un
movimiento más acentuado de repugnancia y un débil gemido donde casi expiraba
inarticulado el lastimoso «Sed tengo», revelaron a la Magdalena que tampoco
esta vez poseía el medio de calmar las torturas de la santa víctima.
En su desconsuelo y en su enojo contra sí misma por no haber
acertado, reverdeció más y más en la Magdalena la memoria de su escandalosa
juventud. Bien presente tenía que un patricio romano, epicúreo fastuoso, lector
de Horacio y algo poeta, que por la hermosa hierosolimitana hizo mil locuras,
solía hablar de los banquetes del Olimpo pagano y de la misteriosa virtud e
incomparable esencia del néctar de los dioses, que infunde la felicidad e
inyecta vida a oleadas en las venas exhaustas y en el cuerpo expirante. Y como
si algún maléfico poder oculto -tal vez el de Satanás, empeñado hasta la última
hora en tentar al Redentor para probar su divinidad- fuese cómplice del
insensato anhelo de la pecadora, he aquí que se sintió arrollada y transportada
con velocidad increíble en alas del viento, que la depositó suavemente sobre la
cumbre de una montaña deliciosa, poblada de olivos, laureles, naranjos cuajados
de azahar, que alternaban con boscajes de mirtos y rosales en flor, de
embriagador perfume. Bajando airosamente la escalinata de un elegante templete
de mármol blanco, salió al encuentro de Magdalena hermoso mancebo sonriente, de
rizos color de jacinto y brillantes pupilas, y le presentó una crátera de oro
maravillosamente cincelada, donde chispeaba un licor transparente, rosado, de
fragancia embriagadora, que trastornaba los sentidos. Llena de gozo, Magdalena
estrechó contra su pecho la sagrada ambrosía y sólo pensó ya en ofrecérsela a
Jesús, porque era imposible que aquel licor glorioso, escanciado por Ganímedes,
no arrebatase el alma del mártir, haciéndole olvidar sus dolores. Sólo con
llevar la copa de ambrosía en las manos sentíase Magdalena presa de dulce
fiebre y deliquio, y la Naturaleza le parecía más bella, el sol más claro y el
aire más ligero, elástico y luminoso. ¡Desengaño cruel! Así que pudo acercar
una copa colmada de ambrosía a los labios de Jesús, cuyos tendones estallaban y
cuyo rostro descomponía un padecer horrible, el moribundo hizo un gesto de
violenta repulsión, y licor y copa rodaron al suelo, derramándose sobre la seca
tierra la bebida de los dioses paganos.
Entonces Magdalena, víctima de la tentación, sintió redoblar
su amargura. Los resabios de los años de iniquidad resurgieron, porque el
pecado deja sedimentos en el alma y sube a la superficie apenas lo remueve la
pasión, y aunque la doctrina de Cristo había inflamado el espíritu de aquella
mujer, faltaba todavía que la penitencia la purificase y destruyese la vieja
levadura. Sucedió, pues, que Magdalena, ofuscada por el dolor de ver que no
sabía estancar la sed de Cristo, se imaginó que el Cordero torturado, si
rechazaba el falerno que halaga el paladar y la ambrosía que transporta la
imaginación, tal vez aceptaría el vino de la venganza y de la ira; tal vez se
aplacasen sus sufrimientos al gustar la sangre del enemigo que le clavó en la
afrentosa cruz. Y con este pensamiento, Magdalena se acercó a uno de los
sayones, el mismo que había fijado sobre la cabeza de Cristo la escarnecedora
placa del Inri, y, engañándole, le llevó lejos del Calvario, a un lugar
desierto, y aprovechando su descuido le hirió en el cuello con su propia
espada, empapó la caliente sangre en una esponja y volvió segura de que Jesús
bebería. Y esta vez, al contrario, fue cuando Cristo, con sobrehumano impulso,
se irguió sobre los traspasados pies, y exclamó con fúnebre entonación: «Sed
tengo.»
María Magdalena cayó al pie de la cruz, desplomada,
retorciéndose las manos y arrancándose a mechones las rubias y sueltas
guedejas. Su impotencia para aliviar la sed de Cristo la enloquecía, y
principió a acusarse interiormente de su impura existencia, sintiendo sobre la
frente humillada el rubor y la pena de tanta disipación, del seco erial de su
conciencia, donde no tuvo asilo la piedad. Muchas noches, mientras ella
derrochaba oro en su opulenta mesa y se reclinaba sobre tapices tirios y
pérsicas alfombras, los pobres, a su puerta, esperaban como perros las migajas
del festín, y las mujeres de bien, velándose el rostro, apresuraban el paso
para no oír las risotadas y las canciones impúdicas. Por eso, sin duda, no
podía disfrutar ahora el consuelo de aplacar la sed de Cristo, sed que
neciamente creyó satisfacer con el vino de la gula, la ambrosía del placer o la
sangre de la venganza. Y al recapacitar, ablandábase poco a poco el corazón de
la pecadora, y subiendo a sus ojos el agua del arrepentimiento y de la humildad
fluía de sus lagrimales, resbalando lentamente por sus mejillas. Era tanto lo
que lloraba Magdalena, que parecía liquidarse su espíritu, y las lágrimas
empapaban la ropa y los hermosos extendidos cabellos. Y como levantase los ojos
hacia el rostro de Jesús, vio en él una súplica, un ansia tan viva y tan
amorosa que, inspirada, juntó las manos y recogió en el hueco de ellas aquel
sincero llanto de contrición, y alzándose hasta Jesús, lo llegó a su boca. Por
primera vez, en lugar del acongojado «Sed tengo», Jesús respondió a la
Magdalena abriendo los labios y bebiendo ávidamente, al par que transfiguraba
su rostro una expresión de inefable dicha.
FIN
Emilia Pardo Bazán
04 Apr 2012
Biblioteca Digital Ciudad Seva
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