Fue cerca del camposanto cuando sentí removerse dentro de la
caja al pobre Bieito. (De los cuatro portadores del ataúd yo era uno). ¿Lo
sentí o fue aprensión mía? Entonces no podría asegurarlo. ¡Fue un rebullir tan
suave!... Como la tenaz carcoma que roe, roe en la noche, roe desde entonces en
mi magín enfervorizado aquel suave rebullir.
Pero es que yo, amigos míos, no estaba seguro, y por tanto
-comprendedme, escuchadme-, por tanto no podía, no debía decir nada.
Imaginaos por un instante que yo hubiera dicho:
-Bieito está vivo.
Todas las cabezas de los viejos que portaban cirios se
alzarían con un pasmado asombro. Todos los chiquillos que iban extendiendo la
palma de la mano bajo el gotear de la cera, vendrían en remolino a mi
alrededor. Se apiñarían las mujeres junto al ataúd. Resbalaría por todos los
labios un murmullo sobrecogido, insólito:
-¡Bieito está vivo! ¡Bieito está vivo!...
Callaría el lamento de la madre y de las hermanas, y en
seguida también, descompasándose, la circunspecta marcha que plañía en los
bronces de la charanga. Y yo sería el gran revelador, el salvador, eje de todos
los asombros y de todas las gratitudes. Y el sol en mi rostro cobraría una
importancia imprevista.
¡Ah! ¿Y si entonces, al ser abierto el ataúd, mi sospecha
resultara falsa? Todo aquel magno asombro se volvería inconmensurable y macabro
ridículo. Toda la anhelante gratitud de la madre y de las hermanas, se
convertiría en despecho. El martillo clavando de nuevo la caja tendría un son
siniestro y único en la tarde atónita. ¿Comprendéis? Por eso no dije nada.
Hubo un instante en que por el rostro de uno de los
compañeros de fúnebre carga pasé la leve insinuación de un sobresalto, como si
él también estuviese sintiendo el tenue rebullir. Pero no fue más que un lampo.
En seguida se serenó. Y no dije nada.
Hubo un instante en que casi me decido. Me dirigí al de mi
lado y, encubriendo la pregunta en una sonrisa de humor, deslicé:
-¿Y si Bieito fuese vivo?
El otro rió pícaramente como quien dice: «Qué ocurrencias
tenemos», y yo amplié adrede mi falsa sonrisa de broma.
También me encontré a punto de decirlo en el camposanto,
cuando ya habíamos posado la caja y el cura rezongaba los réquienes.
«Cuando el cura acabe», pensé. Pero el cura terminó y la
caja descendió al hoyo sin que yo pudiese decir nada.
Cuando el primer terrón de tierra, besado por un niño,
golpeó dentro de la fosa contra las tablas del ataúd, me subieron hasta la
garganta las palabras salvadoras... Estuvieron a punto de surgir. Pero entonces
acudió nuevamente a mi imaginación la casi seguridad del horripilante ridículo,
de la rabia de la familia defraudada si Bieito se encontraba muerto y bien
muerto. Además de decirlo tan tarde acrecentaba el absurdo desorbitadamente.
¿Cómo justificar no haberlo dicho antes? ¡Ya sé, ya sé, siempre se puede uno
explicar! ¡Sí, sí. sí, todo lo que queráis! Pues bien... ¿Y si hubiese muerto
después, después de sentirlo yo remecerse, como quizá se pudiera adivinar por
alguna señal? ¡Un crimen, sí, un crimen el haberme callado! Oíd ya el griterío
de la gente...
-Pidió auxilio y no se lo dieron, desgraciado...
-Él sentía llorar, se quiso levantar, no pudo...
-Murió de espanto, le saltó el corazón al sentirse bajar a
la sepultura.
-¡Ahí lo tenéis, con la cara torcida por el esfuerzo!
-¡Y ése que lo sabía, tan campante, ahí sonriendo como un
payaso!
-¿Es tonto o qué?
Todo el día, amigos míos, anduve loco de remordimientos.
Veía al pobre Bieito arañando las tablas en ese espanto absoluto, más allá de
todo consuelo y de toda conformidad, de los enterrados en vida. Llegó a parecerme
que todos leían en mis ojos adormilados y lejanos la obsesión del delito.
Y allá por la alta noche -no lo pude evitar- me fui camino
del camposanto, con la solapa subida, al arrimo de los muros.
Llegué. El cerco por un lado era bajo: unas piedras mal
puestas sujetas por hiedras y zarzas. Lo salté y fui derecho al lugar... Me
eché en el suelo, arrimé la oreja, y pronto lo que oí me heló la sangre. En el
seno de la tierra unas uñas desesperadas arañaban las tablas. ¿Arañaban? No sé,
no sé. Allí cerca había una azada... Iba ya hacia ella cuando quedé perplejo.
Por el camino que pasa junto al camposanto se sentían pasos y rumor de habla.
Venía gente. Entonces sí que sería absurda, loca, mi presencia allí, a aquellas
horas y con una azada en la mano.
¿Iba a decir que lo había dejado enterrar sabiendo que
estaba vivo?
Y huí con la solapa subida, pegándome a los muros.
La luna era llena y los perros ladraban a lo lejos.
FIN
Rafael Dieste
06 Sep 2011
Biblioteca Digital Ciudad Seva
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