A Victor Mauroy
Hermosa como la noche y como ella insegura...
-Alfred de Vigny
En el castillo de Fonteval, a eso de medianoche, tocaba a su
fin una fiesta de esponsales. En el parque, entre altas alamedas de follaje
iluminado todavía con guirnaldas de linternas venecianas, los músicos, en su
estrado campestre, habían dejado de tocar contradanzas. Los hidalgüelos de los
alrededores se encontraban ya junto a la verja principal esperando subir a sus
carruajes, y los aldeanos invitados regresaban por los senderos a sus
alquerías, cantando como de costumbre, tanto más cuanto que habían trincado a
placer, debajo de las encinas, ante el tonel caprichosamente adornado con
cintas de colores de la recién casada.
El nuevo castellano, Gabriel du Plessis les Houx, había
contraído matrimonio en la mañana de aquel día que terminaba, en la capilla de
la espléndida mansión, con la señorita Sylvabel de Fonteval, una Diana
cazadora, morena clara, una esbelta muchacha con aires de amazona.
¡Veinte y veintitrés años! Hermosos, elegantes y ricos, el
porvenir se anunciaba para ellos color de aurora y de cielo.
Sylvabel había abandonado el baile hacia las diez y media y
se hallaba sin duda, en aquellos momentos, en su estancia nupcial. La gente del
castillo -todas las ventanas estaban apagadas- debía dormir.
Sin embargo, abajo, frente a las salas de juego, en el
invernadero que precedía a los jardines, dos hombres, alumbrados por un
candelabro colocado sobre un velador rústico, entre dos arbustos, hablaban en
voz baja, sentados uno cerca de otro en verdes sillas de mimbre. Uno de ellos
era Gabriel du Plessis y el otro el barón Gérard de Linville, su tío, antiguo
encargado de negocios y diplomático muy estimado. Ante los insistentes ruegos
de su sobrino, el señor de Linville, en vísperas de un viaje a Suecia, a donde
lo llamaba una delicada misión, había aceptado pasar la noche en el castillo.
-Querido barón -dijo, de pronto, Gabriel-, gracias por
haberse quedado. Sólo usted puede darme un consejo útil en la grave situación
en que me encuentro. Ya le he contado la pasión, el amor intenso e insensato
que siento por mi mujer; pasión que a veces me hace palidecer y balbucear
cuando ella me habla. Pues bien, escuche esto: siento que Sylvabel no
experimenta por mí la más frívola de las simpatías, en una palabra no me ama.
Es una muchacha acostumbrada a manejar caballos y escopetas, una mujer
dominadora, indomable, hastiada, muy viril bajo sus encantos, y que, sabiéndome
de índole apacible y adivinando que bebo los vientos por su cara persona, me
desdeña un poco. Sylvabel me ha aceptado y nada más, tanto por mi fortuna (¡ay,
tal es la verdad!) como para tenerme en calidad de esclavo. Por consiguiente,
es probable, por no decir seguro, que tarde o temprano me traicionará. ¡ Me
encuentra demasiado manso, demasiado artista, demasiado en las nubes, sin
carácter, en fin! Añada a esto, sin embargo, que la considero de una
penetración espiritual casi.., misteriosa. Es una adivinadora. Pero, ¡qué
quiere usted!, parece haberse aferrado a esa idea absurda y enojosa, hasta el
extremo de que esta noche me ha notificado haber dispuesto para mañana, al
amanecer, una cacería a caballo, sin duda para dar a entender a la gente del
castillo lo poco agotadora que habrá sido nuestra noche de bodas, la cual,
entre paréntesis, debo pasar solo. Si semejante estado de cosas dura ocho días,
el asunto no tendrá remedio, estaré perdido, haga lo que haga en adelante, lo
que supone un desenlace trágico a corto plazo, pues mi naturaleza, una vez se
ve obligada a bajar de las nubes, es de una gran violencia explosiva. Por lo
tanto, pido a usted, hombre sutil, que no solamente ha vivido sino que ha
sabido vivir, que me diga si ve algún medio de desvanecer en mi esposa esa
desoladora opinión que tiene de mí. ¿Cree usted que haya algún recurso para que
me quiera, para suscitar en su juicio la certeza de mi carácter? Todo radica en
eso. Seguiré su consejo, sea el que fuere, pasivamente, sin reflexionar, como
un soldado, como uno se toma la medicina ordenada por un médico eminente. A
usted me entrego como se entrega uno a sus testigos en un lance de honor, ya
que están en juego, a la vez, mi honor y mi felicidad.
El barón Gérard lanzó una mirada clara y alegre a su
sobrino, mientras reflexionaba un momento, y luego se inclinó hacia él y,
durante cinco minutos, murmuró a su oído unas palabras que lo hicieron temblar
en medio de su silencioso asombro.
-Salgo mañana por la mañana para Estocolmo -añadió el señor
de Linville, levantándose, en voz alta-. Escríbeme el resultado. Sobre todo, sé
sencillo... como mi consejo..., al seguirlo.
-¡Gracias de todo corazón! Buen viaje, y hasta la vista
-contestó Gabriel, levantándose también y estrechando la mano de su tío.
Los dos rezagados subieron a sus respectivas habitaciones.
El diplomático debió dormir mejor que su sobrino.
-¡Sus! ¡Sus! ¡El sol brilla! ¿Aún duermes, Gabriel?
Así, gritaba, bajo las ventanas de su esposo, bien montada
sobre un alazán oscuro que piafaba en la hierba, mientras a su alrededor
ladraban y retozaban los perros de caza, la señora Sylvabel du Plessis les
Houx, frunciendo las negras cejas sobre el azul claro de sus ojos y haciendo
silbar una delgada fusta.
El galope de un caballo, a sus espaldas, al final de una
alameda, le hizo volver la cabeza. Era Gabriel.
-Mi querida Sylvabel, ya ves que llego diez minutos antes,
como ordena la costumbre -dijo saludándola.
-¡Vaya! ¡Sí, es verdad! Sin duda estabas soñando bajo los
árboles. Tienes un aire radiante. ¿Componías?
-Sí... este ramo para ti, con tres capullos de rosa y estas
hojas de verbena.
-¡Eres muy galante! -contestó, en tono ligero, Sylvabel,
colocando el ramillete entre dos botones de su jubón.
-Es mi deber... Además, la verbena preserva de accidentes
-dijo fríamente el señor du Plessis.
Un poco sorprendida, tal vez, por el tono casi serio de su
marido, la elegante amazona lo miró. Luego, impaciente:
-¡En marcha! -dijo, tras una corta pausa-. Comeremos allá
abajo, en cualquier claro del bosque, sobre el césped.
Durante las primeras horas de la cacería, Gabriel no llegó a
pronunciar ni veinte palabras, aunque todas ellas denotaban buen humor e
interés por la caza. Mató dos liebres, un faisán y ocho codornices, que metió
en su zurrón y en su red el único montero que galopaba detrás de ellos.
Hacia mediodía, se apearon en un magnífico calvero. Después
de tomar una lonja de pastel de carne, dos vasos de champaña, algunas fresas
silvestres y café, Gabriel, que había estado durante todo el tiempo de la
comida observando los saltos de las ardillas en las ramas y trazando el
proyecto de una batida contra los lobos para el invierno, encendió un
cigarrillo y, al terminarlo, gritó:
-¡A caballo! Si es que has descansado bastante, Sylvabel...
-¡Vamos! -contestó ella.
Y partieron de nuevo, a través de los campos.
De pronto, en un sendero, a treinta pasos de un seto, una
liebre cruzó como un rayo. Los perros se precipitaron; Gabriel tiró en seguida,
pero falló.
-La culpa ha sido de ese imbécil de Murmuro -dijo, con una
leve sonrisa, mientras volvía a cargar el arma rápidamente-. Se ha colocado
entre la liebre y yo, mientras apuntaba.
Y, haciendo fuego otra vez, abatió, a cien pasos de él, de
un certero balazo, al magnífico perro de caza al cual acababa de acusar.
Ante aquel espectáculo, Sylvabel se estremeció.
-¡Cómo! ¿Por qué has matado a ese perro haciéndole culpable
de tu torpeza? -dijo, un poco asustada.
-¡Y bien que lo lamento, porque lo quería mucho! -contestó
tranquilamente Gabriel-. Pero yo soy de tal índole, que no puedo soportar una
contrariedad sin reaccionar de una manera violenta. Si fuese soldado, me
fusilarían a las veinticuatro horas. Es un defecto que me hizo ser peleador en
mi infancia y del cual he querido en vano corregirme. Sin embargo, me esforcé
de nuevo, sólo por complacerte.
Sylvabel, apretando con fuerza la fusta, se calló, un poco
pensativa.
Y volvieron a emprender la marcha, durante la cual Gabriel
habló de muchas cosas menos del incidente... ya olvidado. Sus palabras fueron
ligeras y raras.
Una hora después, al tiempo que se levantaba una bandada de
perdices frente a ellos, con su ruido especial, Gabriel se echó la escopeta a
la cara y tiró: ni una sola de las aves perdió una pluma.
-Verdaderamente, esto es insoportable -rezongó por lo bajo
Gabriel, pero tranquilo-. Esta yegua bribona ha tenido la culpa; ha dado un
respingo en el momento en que yo apuntaba.
Dicho esto, cogió una pistola del arzón delantero, introdujo
fríamente el cañón en la oreja de la bestia y le hizo saltar los sesos. Dando
un salto de costado, cayó de pie al suelo, y no sin gracia, se zafó de la caída
del animal, que se derrumbó de flanco y, tras una corta agonía, quedó inmóvil.
Esta vez, Sylvabel abrió sus ojos azules.
-¡Pero esto es absurdo! ¡Es ya la locura! ¿Qué te sucede,
Gabriel, para matar a un animal tan hermoso, y de raza, por haber errado el
tiro contra una perdiz?
-Lo deploro, señora. Pero creo haberte revelado hace un
rato, confidencialmente, una debilidad innata que padezco. Te lo repito: se
trata de algo superior a mis fuerzas, pero el caso es que no puedo soportar la
menor contrariedad. Montero, deme su caballo y siga a pie, porque regresamos.
Ya de nuevo montado, cuando se quedaron solos en el camino,
cerca del castillo, Sylvabel murmuró:
-En verdad, amigo mío, apenas puedo tranquilizarme aunque
piense en las virtudes mágicas de tu ramo de verbena. ¿De esta manera cumples
la promesa de domar tu irascible carácter para serme agradable?
-Esta vez, en efecto, la fuerza de la costumbre ha privado
sobre mis buenas intenciones -respondió el joven-. Pero sabré, Sylvabel, de
ahora en adelante, dominarme mejor. Sí, para complacerte y merecer tu gracia,
procuraré volverme... ya que no paciente y dulce hasta la atonía... menos
exaltado.
Esto fue dicho con una gentileza glacial. La señora de
Plessis les Houx guardó silencio hasta Fonteval, adonde llegaron con las
primeras sombras de la noche.
La cena, sin embargo, fue encantadora.
Aquella noche la castellana se olvidó -sin duda por
inadvertencia- de echar el pestillo de la puerta de su habitación. De suerte
que cuando, a las cinco de la mañana, tras las alegrías y fatigas del amor,
ambos, embriagados de ternura conyugal, se murmuraban deliciosamente todo lo
que de más inefable había en el fondo del alma, Sylvabel, de repente, miró a su
marido con un aire singular, y luego, en voz muy baja, a la claridad de la
lamparilla azul que palidecía ante el alba del hermoso verano, dijo:
-Gabriel, un solo día te ha bastado para conquistarme...
hacerme tuya. Y no mediante ese estropicio, que me hacía sonreír, que acarreó
la muerte de dos inocentes animales... sino porque el hombre que, dicho sea
entre nosotros, posee la firmeza necesaria para llevar a cabo, durante un día y
una noche así, sin delatarse un solo instante y ante la mujer por quien sufre,
el buen consejo de un amigo leal y de probada sagacidad, demuestra con ello ser
superior al consejo mismo y da prueba, por consiguiente, de tener suficiente
“carácter” para ser digno de amor. Puedes agregar esto en la carta de
agradecimiento que sin duda has prometido escribir a nuestro tío y amigo, el
barón de Linville, que se encuentra en Suecia.
FIN
de Villiers de L'Isle Adam
25 Jan 2011
Biblioteca Digital Ciudad Seva
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