Agilulfo, monarca de los longobardos, estableció en Paria,
ciudad de Lombardía, la base de su soberanía. Como sus antecesores, cogió por
mujer a Tendelinga, viuda de Autari, también soberano de los longobardos.
La señora era hermosísima, prudente y honrada, pero
desafortunada en afectos. Y, yendo muy bien las cosas de los longobardos por la
virtud y la razón de Agilulfo, aconteció que un palafrenero de la nombrada
reina, hombre de muy ruin condición por su nacimiento, pero superior en su
oficio, y arrogante en su persona, se enamoró intensamente de la reina, y como
su baja condición no le impedía advertir que aquel amor escapaba a toda
conveniencia, a nadie se lo declaró, ni siquiera a ella con su mirada.
Y sin esperanza alguna siguió viviendo. Pero se jactaba
consigo mismo de haber puesto sus pensamientos en tan alto lugar y, ardiendo en
amoroso calor, se dedicaba a hacer mejor que sus compañeros lo que a su reina
pudiese complacer. Por esto, cuando la reina deseaba cabalgar, prefería de
entre todos al palafrén, lo que él tenía como un privilegio, y no se apartaba
de ella, juzgándose afortunado algunas veces si podía rozarle los vestidos.
Pero el amor, como muchas veces vemos, cuando tiene menos
esperanza suele aumentar, y así le sucedía al pobre palafrenero, que hallaba
insoportable mantener su escondido deseo, al que ninguna esperanza ayudaba. Y
muchas veces, no logrando librarse de su amor, pensó en morir. Y, reflexionando
cómo lograrlo, decidió que fuese de tal manera que se notara que moría por el
amor que había puesto y profesaba a la reina, y se propuso que fuera de manera
que la fortuna le diese la posibilidad de obtener, totalmente o en parte, la
satisfacción de su anhelo.
No deseó manifestar nada a la reina, ni expresole su amor
escribiéndole, ya que sabía que era infructuoso hablar o escribir, mas resolvió
ensayar si era posible, por ingenio, con ella acostarse. Mas no veía otro medio
ni recurso que hacerse pasar por el rey, el cual no dormía con la reina de
continuo.
Y para a ella llegar y entrar en su estancia, procuró el hombre
averiguar en qué forma y hábito iba allá el rey. Y así muchas veces, durante la
noche, se escondió en una gran sala del real palacio a la que daban los
aposentos de la reina y del rey. Y una noche vio a Agilulfo salir de su cámara
envuelto en un gran manto, en una mano una antorcha encendida y en la otra una
varita, y en llegando a la puerta de la reina, sin nada decir, golpeó la madera
con la vara una vez o dos, y abriose la puerta y quitáronle la antorcha de la
mano.
Y esto visto, y vuelto a ver, pensó el palafrenero que él
debía hacer otro tanto, y mandó que le aderezasen un manto semejante al del
rey, y, provisto de una antorcha y una vara, una noche, tras lavarse bien en un
baño para que la reina no advirtiese el olor del estiércol y con él el engaño,
en la sala, como solía, se escondió.
Y notando que ya todos dormían, pensó que era momento de
conseguir su deseo, o, con alta razón, la muerte que arrostraba, y, haciendo
con la yesca y eslabón que llevaba encima un poco de fuego, encendió la luz y,
envuelto en el manto, se acercó al umbral y dos veces llamó con la vara. Abrió
la puerta una soñolienta camarera, que le retiró y apartó la luz y él, sin
decir nada, traspasó la cortina, quitose la capa y acostose donde la reina
dormía. Deseosamente la tomó en sus brazos, y, fingiéndose conturbado por saber
que en esos casos nunca el rey quería oír nada, sin nada decir ni que le
dijesen, conoció carnalmente varias veces a la reina aquella noche.
Apesadumbrábale partir, pero comprendiendo que el mucho retardarse podía
volverle en tristeza el deleite obtenido, se levantó, púsose el manto, empuñó
la luz y, sin nada hablar, se fue y volviose a su lecho tan presto como pudo.
Y apenas había llegado allá cuando el rey, alzándose, fue a
la cámara de la reina, de lo que ella se maravilló mucho, y entrando en el
lecho y alegremente saludándola, ella, adquiriendo osadía con el júbilo de su
marido, dijo:
-Señor, ¿qué novedad es la de esta noche? Ha instantes que
os partisteis de mí y más que de costumbre os habéis refocilado conmigo, ¿y tan
pronto volvéis? Mirad lo que hacéis.
Al oír tales palabras, el rey presumió que la reina había
sido engañada por alguna similitud de persona y costumbres, pero como discreto,
en el acto pensó que, pues la reina no lo había advertido, ni nadie más, valía
más no hacérselo comprender, lo que muchos necios no hubiesen hecho, sino que
habrían dicho: "Yo no fui. ¿Quién fue ¿Cómo se fue y cómo vino?" De lo
que habrían difamado muchas cosas con las cuales hubiera a la inocente mujer
contristado, y aun quizás héchole venir en deseo el volver a desear lo que ya
había sentido. Y lo que, callándolo, ninguna afrenta le podía inferir, hubiera,
de hablar, irrogándole vituperio. Y así el rey respondió, más turbado en su
ánimo que en su semblante y palabras:
-¿No os parezco, mujer, hombre capaz de estar una vez acá y
tornar luego?
-Sí, mi señor, pero, con todo, ruégoos que miréis por
vuestra salud.
Entonces dijo el rey:
-A mí me place seguir vuestro consejo y, por tanto, sin más
molestia daros, me vuelvo.
Y, con el ánimo lleno de ira y de mal talante por lo que ya
sabía que le habían hecho, tomó su manto, salió de la estancia y resolvió con
sigilo encontrar al que tan feo recado le hiciera, imaginando que debía ser
alguien de la casa y que no había podido salir de ella. Y así, encendiendo una
lucecita en una linternilla, se fue a una muy larga casa que había en su
palacio sobre las cuadras y en la que dormían casi todos sus sirvientes en
distintos lechos. Y estimando que al que hubiese hecho lo que la mujer decía no
le habría aún cesado la agitación de pulso y corazón por el reciente afán, con
cautelosos pasos, y comenzando por uno de los principales de la casa, a todos
les fue tocando el pecho para saber si les latía el corazón con fuerza.
Los demás dormían, pero no el que había yacido con la reina,
por lo cual, viendo venir al rey e imaginando lo que buscaba, comenzó a temer
mucho, en términos que a los pálpitos anteriores de su corazón se agregaron
más, por albergar la firme creencia de que, si el rey algo notaba, le haría
morir.
Varias cosas le bulleron en el pensamiento, pero, observando
que el rey iba sin armas, resolvió fingir que dormía y esperar lo que aconteciese.
Y habiendo dado el rey muchas vueltas, sin que le pareciese
encontrar al culpable, llegose al palafrenero, y observando cuán fuerte le
latía el corazón, se dijo: "Éste es". Pero como no quería que nadie
se percatase de lo que pensaba hacer, se contentó, usando unas tijeras que
llevaba, con tonsurar al hombre parte de los cabellos, que entonces se llevaban
muy largos, a fin de poderle reconocer al siguiente día; y, esto hecho,
volviose a su cámara.
El hombre, que todo lo había sentido y era malicioso,
comprendió por qué le habían señalado así y, sin esperar a más, se levantó y,
buscando un par de tijeras que había en el establo para el servicio de los
caballos, a todos los que allí yacían, andando sin ruido, les cortó parte del
cabello por encima de la oreja y, sin ser sentido, se volvió a dormir.
El rey, al levantarse por la mañana, mandó que, antes de que
las puertas del palacio se abriesen, se le presentase toda la servidumbre, y
así se hizo. Y estando todos ante él con la cabeza descubierta, y viendo a casi
todos con el cabello de análogo modo cortado, se maravilló y dijo para sí:
"El que ando buscando, aunque sea de baja condición, muestra da de tener
mucho sentido". Y, reconociendo que no podía, sin escándalo, descubrir al
que buscaba, y no queriendo por pequeña venganza sufrir gran afrenta, resolvió
con cortas palabras hacerle saber que él había reparado en las cosas ocurridas
y, vuelto a todos, dijo:
-Quien lo hizo, no lo haga más, e id con Dios.
Otro les habría hecho interrogar, atormentarlos, examinarlos
e insistirlos, y así habría descubierto lo que todos deben ocultar, y al
descubrirlo, aunque tomase entera venganza, habría aumentado su afrenta y
empeñado la honestidad de su mujer. Los que sus palabras oyeron se pasmaron y
largamente trataron entre sí de lo que el rey había querido significar, pero
nadie entendió nada, salvo aquel que tenía motivos para ello. El cual, como
discreto, nunca, mientras vivió el rey, esclareció el caso, ni nunca más su
vida con tan expuesto acto confió a la Fortuna.
FIN
de Giovanni Boccaccio
15 Apr 2011
Biblioteca Digital Ciudad Seva
Nenhum comentário:
Postar um comentário