Anton Chejov
I
Cuando los recién llegados a la ciudad de provincias S. se
quejaban de lo aburrida y monótona que era la vida en ella, los habitantes de
esa ciudad, como justificándose, decían que, al contrario, en S. se estaba muy
bien, que en S. había una biblioteca, un teatro, un club, se celebraban bailes
y -añadían finalmente- había algunas familias interesantes, agradables e
inteligentes con las que podían relacionarse. Y mencionaban a los Turkin como
los más instruidos y de mayores talentos.
Esta familia vivía en casa propia en la calle principal,
junto a la del gobernador. El propio Turkin, Iván Petróvich, un hombre moreno,
grueso y guapo, con patillas, organizaba espectáculos de aficionados con fines
benéficos en los que interpretaba a viejos generales. Al hacer su papel, tosía
de una manera muy cómica. Sabía muchos chistes, charadas, dichos, le gustaba
bromear, lanzar frases picantes y siempre tenía una expresión que hacía dudar
si hablaba en broma o en serio. Su mujer, Vera Iósifovna, una señora más bien
delgada, de aspecto agradable y con lentes, escribía relatos y novelas que leía
solícita a sus invitados. La hija, Ekaterina Ivánovna, una muchacha joven,
tocaba el piano. En una palabra, cada miembro de la familia tenía algún
talento. Los Turkin se alegraban de recibir invitados y se sentían felices de
mostrarles sus talentos, cosa que hacían con cordial sencillez. Su casa de
piedra era espaciosa y fresca en verano, la mitad de sus ventanas daban a un
viejo jardín sombreado, donde en primavera cantaban los ruiseñores. Cuando en
la casa había invitados, de la cocina venía el trajinar de los cuchillos y al
patio llegaba un olor de cebolla frita; todo ello era siempre la premonición de
una cena abundante y suculenta.
El doctor Stártsev, Dmitri Iónich, a poco de habérsele
destinado como médico rural e instalarse en Diálizh -a unos diez kilómetros de
S.- también oyó hablar de esa familia. Le decían que un hombre culto, como él,
sin falta debía conocer a los Turkin. Un día de invierno, en la calle, le
presentaron a Iván Petróvich; hablaron del tiempo, de teatro, de la epidemia de
cólera, y a ello siguió una invitación. En primavera, un día de fiesta -era Ascensión-,
después de pasar consulta, Stártsev se dirigió a la ciudad para distraerse un
poco y aprovechar para hacer algunas compras. Marchaba a pie, sin prisa
-todavía no tenía caballos propios, y canturreaba:
-Aún no había apurado yo el cáliz de la amargura...
Cuando llegó a la ciudad almorzó, paseó por el parque y
luego recordó la invitación de Iván Petróvich. Decidió visitar a los Turkin,
ver qué clase de personas eran.
-Muy buenas, por favor -le saludó Iván Petróvich al
recibirlo en la entrada-. Me alegra mucho ver a un invitado tan agradable.
Venga, le presentaré a mi querida media naranja. Le estaba diciendo, Vérochka
-prosiguió al presentar al doctor a su mujer-, le estaba diciendo que no tiene
ningún derecho a estarse metido en su clínica, porque su ocio se lo debe a la
sociedad. ¿No es cierto, cariño?
-Siéntese aquí -le decía Vera Iósifovna, señalando un
asiento a su lado-. Puede usted hacerme la corte. Mi marido es celoso, es un
Otelo, pero haremos lo posible por comportarnos de tal modo que no se dé cuenta
de nada.
-Oh, cariñito, eres muy juguetona... -le miró dulcemente
Iván Petróvich y le besó la frente-. Ha venido usted muy a propósito -se
dirigió de nuevo al invitado-, mi querida esposa ha escrito una enorme novela
que hoy leerá en público.
-Jean, dites que l'on nous donne du thé -dijo Vera Iósifovna
a su marido.
Le presentaron a Ekaterina Ivánovna, una muchacha de
dieciocho años, muy parecida a su madre, tan delgada y agraciada como ella.
Todavía tenía una expresión infantil y un talle fino, delicado. Y el pecho,
virginal, ya desarrollado, era de una belleza que hablaba de salud y primavera,
de una auténtica primavera. Después tomaron té con mermelada, miel, dulces y
unas galletas muy sabrosas que se deshacían en la boca. Con la llegada de la
tarde, poco a poco fueron llegando nuevos invitados; Iván Petróvich, cuando con
sus ojos risueños se dirigía a cada uno de ellos, le decía:
-Muy buenas, ¿cómo está usted?
Luego, todos se sentaron con rostros muy serios y Vera
Iósifovna leyó su novela. Empezaba así: "El frío era cada vez más
intenso...: Las ventanas estaban abiertas de par en par y de la cocina llegaba
el sonar de los cuchillos y el olor a cebolla frita... Atardecía. Se estaba muy
cómodo en los blandos y profundos sillones, las luces titilaban acariciadoras
en el salón. En esos momentos, en ese atardecer veraniego, cuando de la calle
llegaban voces y risas y del patio fluía el aroma de las lilas, era difícil imaginarse
un frío intenso y cómo el sol poniente iluminaba con sus rayos fríos la llanura
y a un caminante que marchaba solitario por el camino". Vera Iósifovna
leía una historia en la que una condesa joven y bella construía en su aldea
escuelas, hospitales, bibliotecas y se enamoraba de un pintor errante. Leía una
historia de las que nunca ocurren, sin embargo era agradable y ameno oírla, la
mente se llenaba de pensamientos buenos, apacibles. No daban ganas de reírse.
-No está nada mal... -dijo en voz baja Iván Petróvich.
Y uno de los invitados, llevado lejos, muy lejos, por la
historia, pronunció con voz casi inaudible:
-Sí... cierto... no está nada mal...
Pasó una hora y otra. En el vecino parque de la ciudad
tocaba una orquesta, cantaba un coro. Cuando Vera Iósifovna cerró su libreta,
durante cinco minutos quedaron en silencio. Escuchaban "El candil"
-que cantaba el coro- y la canción les decía lo que no se daba en la novela,
pero sí sucedía en la vida.
-¿Publica usted sus obras? -preguntó Stártsev a Vera
Iósifovna.
-No -contestó la señora-, no publico en ninguna parte, lo
escribo y lo guardo en un cajón. ¿Para qué publicarlo? -aclaró-. Medios no nos
faltan.
Por alguna razón, todos suspiraron.
-Y ahora, querida, tócanos algo -dijo Iván Petróvich a su
hija.
Levantaron la tapa del piano de cola, abrieron el libro de
notas que ya estaba preparado para el caso. Ekaterina Ivánovna se sentó y con
ambas manos golpeó las teclas y seguidamente dio otro golpe con todas sus
fuerzas. Los golpes se sucedieron uno tras otro, los hombros y los pechos de la
muchacha se estremecían, golpeaba con obstinación siempre en las mismas teclas
y parecía que no iba a parar hasta que estas no se hundieran en el piano. El
salón se llenó de estruendo; todo rugía: el suelo, el techo, los muebles...
Ekaterina Ivánovna tocaba un pasaje difícil, interesante justamente por su
dificultad; era extenso y reiterado. Stártsev, al escucharlo, se imaginaba cómo
de una alta montaña iban cayendo rocas y más rocas y deseó que terminaran de caer
cuanto antes. Pero al mismo tiempo Ekaterina Ivánovna, sonrosada y en tensión,
fuerte, enérgica, con un mechón de pelo cayéndole sobre la frente, le agradaba
mucho. Después de un invierno pasado en Diálizh entre enfermos y mujiks, era
tan agradable, tan nuevo encontrarse en ese salón, mirar a este ser joven
exquisito y lleno de gracia, y escuchar estos sonidos ruidosos, cansinos, pero
de todos modos cultos...
-¡Bueno, querida, hoy has interpretado como nunca! -exclamó
Iván Petróvich con lágrimas en los ojos cuando su hija acabó de tocar y se
levantó-. ¡Apuesto a que mejor imposible!
Todos la rodearon, felicitándola, y aseguraban asombrados
que hacía tiempo no habían oído cosa igual. Ella escuchaba en silencio, con
leve sonrisa y aire triunfal.
-¡Maravilloso! ¡Espléndido!
-¡Maravilloso! -dijo Stártsev, entregándose al regocijo
general-. ¿Dónde ha estudiado música? -preguntó a Ekaterina Ivánovna-. ¿En el
conservatorio?
-No, ahora tengo intención de ir. He estudiado aquí, con
madame Zavlóvskaia.
-¿Ha terminado sus estudios en el liceo de la ciudad?
-¡Oh, no! -respondió por su hija Vera Iósifovna-. Los
profesores han venido a casa. Porque estará usted de acuerdo conmigo en que en
el liceo o en el instituto podía tener malas compañías; mientras la chica
crece, sólo debe hallarse bajo la tutela de su madre.
-Pero iré al conservatorio de todos modos -dijo Ekaterina
Ivánovna.
-No, Katia es buena y no hará enfadar ni a papá ni a mamá.
-¡No, iré! ¡Iré sin falta! -exclamó Ekaterina Ivánovna medio
en broma haciendo pucheros, y sacudió su pie contra el suelo.
Durante la cena fue Iván Petróvich quien lució su talento.
Riéndose sólo con los ojos, contaba chistes, lanzaba frases ingeniosas,
proponía divertidos acertijos que él mismo resolvía. Todo el tiempo usaba un
lenguaje especial, fruto de largos ejercicios de ingenio. Empleaba expresiones
que, al parecer, ya eran habituales en él: "enormísimo", "no
está pero que nada mal", "se lo agradezco deformemente".
Pero esto no era todo. Cuando los invitados, satisfechos
después de la cena, se agolpaban en la entrada buscando sus abrigos y bastones,
entre ellos se afanaba el lacayo Pavlusha o, como se le llamaba en casa, Pava,
un muchacho de catorce años, con el pelo corto y mejillas rellenas.
-¡A ver, Pava, cómo lo haces! -le dijo Iván Petróvich.
Pava se colocó en postura teatral, alzó un brazo y exclamó
en tono trágico:
-¡Muere, desdichada!
Y todos se echaron a reír.
"Divertido" -pensó Stártsev al salir a la calle.
Entró en un restaurante, se tomó una cerveza y después se
fue caminando hacia su casa en Diálizh. Mientras entonaba:
-Oigo tu voz, cual caricia dolorosa...
A pesar de los nueve kilómetros recorridos, al acostarse no
se sintió nada fatigado. Al contrario, le parecía que muy bien hubiera podido
recorrer veinte kilómetros más.
-"No está nada mal" -recordó al dormirse, y
sonrió.
II
Stártsev tenía intención de volver a visitar a los Turkin,
pero en el hospital había mucho trabajo y no conseguía encontrar tiempo libre.
De este modo, ocupado y solitario pasó más de un año; pero un día le llegó una
carta en un sobre azul.
Vera Iósifovna hacía tiempo que sufría de dolores de cabeza,
y como últimamente su querida hija la amenazaba con marcharse a estudiar al
conservatorio, los dolores arreciaron. Visitaron a los Turkin todos los médicos
de la ciudad, hasta que por fin le tocó hacerlo al médico rural. Vera Iósifovna
le envió una carta muy emotiva en la que le rogaba que viniera a visitarla,
para aligerar así sus sufrimientos. Stártsev fue a verla y a partir de entonces
visitó a los Turkin muy a menudo... En efecto, en algo había ayudado a Vera
Iósifovna, y esta empezó a contarles a todos sus conocidos que se trataba de un
doctor asombroso, nunca visto. Pero los dolores de cabeza ya no eran el motivo
de la presencia del doctor en casa de los Turkin...
Sucedió en un día de fiesta. Ekaterina Ivánovna había
acabado sus largos y agotadores ejercicios de piano, después de lo cual pasaron
largo tiempo en el comedor, tomando té; Iván Petróvich contaba algo divertido.
De pronto sonó el timbre; había que ir a la entrada y recibir a algún invitado.
Stártsev, aprovechando la confusión del momento, susurró a Ekaterina Ivánovna
lleno de zozobra:
-¡Por el amor de Dios, se lo imploro, no me torture,
salgamos al jardín!
Ella se encogió de hombros con aire de asombro y de no
comprender qué era lo que quería Stártsev, pero se levantó, dirigiéndose hacia
el jardín.
-Se pasa usted tres y cuatro horas tocando el piano -decía
el médico caminando detrás de ella-, después se queda con su mamá y así no hay
manera de hablarle. Dedíqueme al menos un cuarto de hora, se lo ruego.
Se acercaba el otoño y el viejo jardín estaba silencioso,
triste; los senderos se cubrían de hojas mustias. Ya empezaba a anochecer
temprano.
-No la he visto en toda una semana -prosiguió Stártsev-, ¡Y
si usted supiera cuánto sufro por ello! Sentémonos. Quiero que me escuche.
En el jardín, ambos tenían un lugar preferido: el banco bajo
el viejo arce. Allí se sentaron.
-¿Qué es lo que quiere de mí? -preguntó Ekaterina Ivánovna
en tono seco, casi oficial.
-No la he visto en toda una semana, no la he oído tanto
tiempo. Quiero oír su voz, lo deseo con pasión. Dígame algo.
El médico estaba encantado con su frescura, absorto en la
expresión inocente de sus ojos. Hasta en el modo como le caía el vestido veía
algo inusitadamente hermoso, conmovedor por su sencillez y gracia ingenuas. Y
al mismo tiempo, a pesar de esta ingenuidad, la muchacha se veía muy
inteligente y desarrollada para sus años. Podía hablar con ella de literatura,
de arte, de cualquier cosa; podía quejarse de la vida, de los hombres, aunque a
veces sucedía que al tocar un tema serio, la muchacha se echaba a reír sin
motivo alguno o se marchaba corriendo a casa. Como la mayoría de las chicas de
la ciudad, leía mucho (pero en S. se leía poco, y en la biblioteca así lo
comentaban: si no fuera por las chicas y los jóvenes hebreos, muy bien se
podría cerrar la biblioteca); esto era algo que le gustaba infinitamente a
Stártsev, por lo que en cada ocasión le preguntaba emocionado sobre lo que
había leído en los últimos días y escuchaba encantado sus comentarios.
-Pero ¿adónde va? -exclamó horrorizado Stártsev, al ver que
ella se levantaba y se dirigía hacia la casa-. Tengo que hablar con usted...
¡Quédese al menos cinco minutos! ¡Se lo suplico!
La muchacha se detuvo como si quisiera decir algo; luego,
con gesto torpe, puso en la mano de él una nota y echó a correr hacia la casa;
al rato, sonó de nuevo el piano.
"Hoy, a las once de la noche -leyó Stártsev- venga al
cementerio junto al monumento a Demetti".
"Esto ya es una locura -pensó Stártsev, recobrando la
calma-. ¿Al cementerio? ¿Para qué?"
La cosa estaba clara: la chica le había hecho una broma.
Porque ¿a quién le cabe en la cabeza concertar una cita por la noche, lejos de
la ciudad y en el cementerio, cuando puede uno quedar sencillamente en la
calle, en el parque de la ciudad? ¿Y está bien que un médico, una persona
inteligente y respetable como él, se dedique a lanzar suspiros de amor, recibir
notitas, pasearse por los cementerios, en fin, hacer estupideces de las que
ahora se ríen hasta los escolares? ¿Hasta dónde puede llevar este romance? ¿Qué
dirán sus colegas cuando se enteren? Así pensaba Stártsev, deambulando en el
club por entre las mesas. Pero al llegar las diez y media se marchó al cementerio.
Ya tenía su carruaje y su cochero, Panteleimón, con
chaquetilla de terciopelo. Brillaba la luna. La noche estaba silenciosa,
templada, pero de un tibio otoñal. En las afueras, junto al matadero, aullaban
los perros. Stártsev dejó el coche en los límites de la ciudad, en un callejón,
y siguió el camino hacia el cementerio a pie. "Cada uno tiene sus rarezas
-pensaba-, Katia también tiene las suyas y, ¿quién sabe?, a lo mejor no es una
broma y viene de verdad."
Anduvo casi un kilómetro a campo traviesa. El cementerio se
dibujaba a lo lejos en una franja oscura, como un bosque o un jardín. Apareció
el muro de piedra blanca, la entrada... Con la claridad de la luna en las
puertas se podía leer: "Y llegará la hora". Stártsev atravesó la
entrada y lo primero que vio fueron las cruces blancas y los monumentos
funerarios a ambos lados de un ancho paseo, las sombras negras de aquellos y de
los álamos. A su alrededor se extendían, hasta perderse a lo lejos, manchas
claras y oscuras. Los árboles somnolientos inclinaban sus ramas sobre las
superficies blancas. Parecía que aquí había más luz que en el campo; las hojas
de los arces, como huellas de las manos, destacaban sobre la amarilla arena de
los paseos y las lápidas. Las inscripciones se leían con claridad. En un primer
momento, Stártsev quedó asombrado ante el espectáculo que se le presentaba por
primera vez y que, probablemente, nunca más volvería a ver: un mundo que no se
parecía a nada, un mundo en el que la luz lunar era suave y agradable, donde en
cada oscuro álamo, en cada tumba, se percibe la presencia de un misterio que
promete una vida calma, maravillosa, eterna. De las lápidas y las flores secas,
junto al aroma otoñal de las hojas, llegaba un hálito de perdón, tristeza y
paz.
Reinaba un mundo de silencio; desde el cielo miraban
resignadas las estrellas, y los pasos de Stártsev sonaban rudos y desatinados.
Sólo cuando en la iglesia sonaron las horas y él se imaginó muerto, enterrado
aquí por los siglos de los siglos, sólo entonces le pareció que alguien lo
observaba; pensó por un instante que esto no era paz, ni silencio, sino la muda
angustia del no existir...
El monumento a Demetti era una capilla con un ángel en la
cúspide. Cierta vez, en S. actuó de paso una compañía italiana de ópera; una de
sus cantantes murió, aquí la enterraron y levantaron este monumento funerario.
En la ciudad ya nadie se acordaba de ella, aunque la lamparilla sobre la
entrada reflejaba la luz lunar y parecía arder.
...Esperó sentado junto al monumento una media hora, luego
se paseó por los caminos colaterales, con el sombrero en la mano. Esperaba y
pensaba en las mujeres y muchachas que yacían en estas tumbas. ¡Cuántos seres
hermosos, encantadores, que amaron, ardieron con loca pasión en sus noches
entregándose a las caricias! ¡Y realmente, qué malas pasadas gasta la madre
naturaleza a los hombres, cuánto dolía reconocerlo! Así pensaba Stártsev. Al
mismo tiempo, quería ponerse a gritar que él quiere, que él anhela desesperado
el amor; ante él aparecían no ya pedazos de mármol, sino cuerpos maravillosos,
veía formas que desaparecían vergonzosas entre las sombras de los árboles,
percibía su calor y el tormento se hacía insoportable...
Como si bajara el telón, la luna se ocultó tras una nube y
de pronto todo oscureció a su alrededor. Casi no podía encontrar la entrada
-todo estaba a oscuras como en las noches de otoño-, luego anduvo cosa de una
hora y media buscando el callejón donde había dejado el coche.
-Estoy cansado, casi no me tengo en pie -le dijo a
Panteleimón.
Y sentándose con placer en el carruaje pensó: "¡Oh, no
hay que engordar!"
III
Al día siguiente, por la tarde, se dirigió a casa de los
Turkin con el fin de declararse. Pero le resultó incómodo hacerlo, porque
Ekaterina Ivánovna estaba con el peluquero. Se estaba arreglando para ir al
club, a una fiesta.
De nuevo se quedó largo rato esperando en el comedor,
tomando té. Iván Petróvich, al ver que el invitado estaba pensativo y se
aburría, sacó de un bolsillo de su chaleco unos papelitos y le leyó una carta
divertida de su administrador alemán que le informaba de la marcha de sus propiedades,
en un lenguaje pretendidamente culto y estrafalario.
"Seguro que la dote no será pequeña", pensaba
Stártsev escuchando distraído.
Después de una noche en blanco se encontraba embotado, como
si lo hubieran llenado de un somnífero; tenía el ánimo nebuloso pero alegre,
cálido, aunque al mismo tiempo un fragmento frío y pesado, en su mente, repetía
y volvía a repetir:
"¡Frénate antes de que sea tarde! ¿Qué pareja es para
ti? Es una niña mimada, caprichosa, duerme hasta las dos; en cambio tú eres un
hijo de diácono, un médico rural..."
"Bueno ¿y qué? -se contestaba-. ¿Qué más da?"
"Además, si te casas con ella -proseguía la parte fría
de su ser-, su familia te obligará a dejar el trabajo en el campo y a vivir en
la ciudad".
"Bueno ¿y qué? -pensaba-. Si hay que vivir en la ciudad
que así sea. Con la dote nos instalamos como debe ser..."
Por fin entró Ekaterina Ivánovna. Llevaba un traje de gala,
escotado; estaba graciosa, pulcra. Stártsev quedó prendado; tal fue su
entusiasmo que no pudo pronunciar ni una sola palabra: tenía sus ojos clavados
en ella y sonreía.
La muchacha se despidió y él -ya nada lo retenía allí- se
levantó diciendo que era hora de irse pues lo esperaban los enfermos.
-Qué le vamos a hacer -dijo Iván Petróvich-, vaya usted, de
paso lleve a Katia hasta el club.
Afuera caían algunas gotas, estaba muy oscuro, y sólo por la
tos ronca de Panteleimón podía adivinarse dónde estaban los caballos.
Levantaron la capota del coche. Se pusieron en marcha.
-Ayer estuve en el cementerio -empezó diciendo Stártsev-.
Qué cruel y despiadado de su parte...
-¿Estuvo
usted en el cementerio?
-Sí, estuve allí y la esperé casi hasta las dos. No sabe
usted lo que sufrí...
-Pues sufra usted, si no entiende las bromas.
Ekaterina Ivánovna, satisfecha de la astuta broma que le
había gastado a su enamorado y de lo mucho que se la quería, se puso a reír.
Pero, de pronto, gritó del susto, pues en ese mismo instante los caballos
hicieron un movimiento brusco hacia las puertas del club y el coche se ladeó.
Stártsev abrazó a Ekaterina Ivánovna por el talle; ella, asustada, se apretó
contra él, y Stártsev, que no pudo contenerse, la besó con pasión en los
labios, en la barbilla y la abrazó con más fuerza.
-Basta -dijo la muchacha en tono cortante.
Y casi de inmediato ya no estaba en el coche. El guardia que
se encontraba junto a la entrada iluminada del club gritó con voz repugnante al
cochero Panteleimón:
-¿Qué haces ahí pasmado? ¡Sigue para adelante!
Stártsev se dirigió a casa, pero pronto volvió. Vestido con
un frac que le habían prestado y una corbata blanca que quería escaparse del
cuello, a medianoche se encontraba sentado en el salón del club y decía con
pasión a Ekaterina Ivánovna:
-¡Oh, qué poco saben aquellos que nunca han amado! Creo que
nadie todavía ha podido descubrir con fidelidad el amor, y difícilmente será
posible describir este sentimiento sutil, feliz y atormentado. El que lo ha
experimentado, aunque sea sólo una vez, no podrá expresarlo con palabras. ¿Para
qué los prólogos, las explicaciones? ¿Para qué la inútil elocuencia? Mi amor no
tiene límites... Le ruego, se lo imploro -logró por fin decir Stártsev-, ¡sea
mi esposa!
-Dmitri Iónich -dijo después de pensar un momento Ekaterina
Ivánovna en tono serio-, Dmitri Iónich, me siento profundamente agradecida por
el honor que usted me concede, yo lo respeto, pero... -se levantó y prosiguió
de pie-, pero, ruego que me disculpe, no puedo ser su mujer. Hablemos en serio.
Dmitri Iónich, usted sabe que lo que más quiero en la vida es el arte; amo con
locura, adoro la música, y a ella he consagrado mi vida. Quiero ser una
artista, quiero alcanzar la gloria, grandes éxitos, la libertad. Y lo que usted
pretende es que siga viviendo en esta ciudad, que continúe llevando esta vida
vacía e inútil que ya no soporto más. Convertirme en esposa, ¡oh, no,
discúlpeme! La persona debe aspirar a algo superior, esplendoroso; en cambio,
la vida familiar me encadenaría para el resto de mi vida. Dmitri Iónich, es
usted un hombre bueno, respetable, inteligente, es usted el mejor... -se le
llenaron de lágrimas los ojos-, comprendo con toda mi alma sus sentimientos,
pero entiéndame usted también a mí...
Y para no echarse a llorar, se dio vuelta y salió
apresuradamente del salón.
El corazón de Stártsev latía violentamente. Al salir del
club a la calle se arrancó el duro corbatín y respiró a pleno pulmón. Estaba
avergonzado y se sentía ofendido en su orgullo; no esperaba la negativa y no
podía hacerse a la idea de que todos sus sueños, sufrimientos y aspiraciones lo
hubieran llevado a un final tan estúpido, igual que en una breve obra de
aficionados. Y sentía pena de sus sentimientos, de su amor; tanta era la
lástima, que tuvo ganas de ponerse a llorar o de dar un paraguazo con todas sus
fuerzas en las espaldas de Panteleimón.
Durante tres días las cosas se le caían de las manos, no
comía, no dormía. Pero cuando le llegó la noticia de que Ekaterina Ivánovna se
había marchado a Moscú para ingresar en el conservatorio, se tranquilizó y su
vida volvió a la normalidad.
Tiempo después, cuando a veces se acordaba de cómo se pasó
media noche en el cementerio o de cómo se recorrió toda la ciudad en busca de
un frac, se estiraba perezoso y se decía:
-¡Cuánta guerra me dio la muchacha!
IV
Pasaron cuatro años. Stártsev tenía ya una gran clientela.
Cada mañana hacía rápido sus visitas en Diálizh y luego marchaba a ver a sus
pacientes de la ciudad. Viajaba ya no en un par de caballos, sino en una troika
con cascabeles; volvía a casa tarde por la noche. Estaba más grueso, había
echado carnes, andaba lo menos que podía, pues padecía de asma. También
Panteleimón estaba más gordo, y cuanto más crecía a lo ancho, con más tristeza
suspiraba quejándose de su mala suerte: ¡estaba harto de pasar tanto tiempo en
el pescante!
Stártsev visitaba muchas casas y personas, pero no intimaba
con nadie. Los habitantes de la ciudad, con sus conversaciones, opiniones sobre
la vida y hasta por sus caras lo irritaban. Poco a poco, la experiencia le
enseñó que las personas, mientras uno juegue a las cartas o tome un trago con
ellas, parecen gente pacífica, bondadosa y hasta inteligente, pero basta con
tocar algún tema que no sea de comida, por ejemplo, de política o de ciencia,
para que se metan en disquisiciones inútiles y desplieguen una filosofía tan
torpe y malvada que a uno lo único que le queda es o echarse a llorar o irse
por donde ha venido. Cuando Stártsev intentaba hablar incluso con personas de
talante liberal, por ejemplo, de que, gracias a Dios, la humanidad avanza y que
con el tiempo ésta prescindirá de los pasaportes y de la pena de muerte, el
hombre se le quedaba mirando y preguntaba con desconfianza: "¿O sea que,
entonces, todo el mundo podrá romperle la cabeza a quien le parezca?" Y
cuando Stártsev decía en un grupo -durante alguna cena o un té- que hacía falta
trabajar, que no se podía vivir sin trabajar, entonces todos se lo tomaban como
una alusión personal, se enfadaban y se ponían a discutir agresivos. Por lo
demás, la gente no hacía nada, decididamente nada, no se interesaba por nada y
por mucho que se esforzara uno, no podía ingeniarse un tema de conversación con
ella. Así que Stártsev evitaba conversar, sólo tomaba sus tragos y jugaba a las
cartas. Y cuando lo invitaban a alguna fiesta de cumpleaños, el hombre se
sentaba a la mesa y comía en silencio, mirando el plato; todo lo que se decía
en ese rato no tenía interés alguno, era injusto, estúpido. Él se sentía
irritado, perdía la calma, pero callaba. Por su hosco silencio y su mirada
clavada en el plato, en la ciudad se le empezó a llamar "el polaco
enfurruñado", aunque nunca había sido polaco.
Se abstenía de diversiones tales como el teatro o los
conciertos, pero, en cambio, jugaba a las cartas cada día, unas tres horas, y
lo hacía con placer. Tenía otra distracción a la que se acostumbró poco a poco,
que era cada tarde sacar de sus bolsillos los papelitos de cuánto había ganado
con sus clientes y sucedía que en un día estos papeles metidos en sus bolsillos
-de colores amarillo y verde, que olían a perfume, vinagre, incienso o aceite
de pescado- alcanzaban los setenta rublos, y cuando reunía varios cientos los
llevaba a la Sociedad de Crédito y Préstamo y los ingresaba allí en una cuenta
corriente.
En los cuatro años que pasaron desde la partida de Ekaterina
Ivánovna sólo había estado dos veces en casa de los Turkin y fue por invitación
de Vera Iósifovna, quien seguía curándose de los dolores de cabeza. Ekaterina
Ivánovna venía cada verano a descansar con sus padres, pero no la vio ni una
sola vez.
Pasaron cuatro años. En una mañana tranquila y tibia, le
trajeron una carta. Vera Iósifovna le escribía a Dmitri Iónich que lo añoraba
mucho; le rogaba que viviera sin falta a su casa y aligerara sus penas y que,
por cierto, hoy era su cumpleaños. Abajo seguía la frase siguiente: "Yo
también me sumo al ruego de mamá. E."
Stártsev se lo pensó y por la tarde se dirigió a casa de los
Turkin.
-¡Oh, se le saluda! ¿Cómo está usted? -lo recibió Iván
Petróvich sonriendo sólo con los ojos-. Que tenga un bonjour.
Vera Iósifovna, ya muy envejecida, con cabellos blancos, le
estrechó la mano a Stártsev, suspiró con afectación y dijo:
-Querido doctor, no quiere usted hacerme la corte, nunca
viene a vernos, ya soy vieja para usted. Pero, mire, ha vuelto la joven, a lo
mejor ella tiene más suerte.
¿Y Katia? Estaba más delgada, más pálida, más hermosa y
esbelta; pero ya era Ekaterina Ivánovna y no Katia; ya no se veía la frescura y
la expresión de inocencia infantil de antes. En su mirada, en sus gestos, había
algo nuevo, cierto aire culpable, como si en casa de los Turkin ya no se
sintiera en la suya propia.
-¡Cuántos siglos sin verlo! -exclamó al tender la mano hacia
Stártsev; se notaba que su corazón latía emocionado. Mirando fijamente y con
curiosidad su rostro, prosiguió-: ¡Cómo ha engordado! Está más moreno, parece
más hombre, pero en general ha cambiado poco.
También entonces le gustaba la muchacha, le gustaba mucho,
aunque le faltaba algo, o le sobraba, no sabría decirlo, pero había algo que le
impedía sentirse como antes. No le agradaba su palidez, la nueva expresión de
su rostro, la débil sonrisa, la voz y, algo más tarde, no le gustó el vestido,
el sillón en el que ella se sentaba; le disgustaba algo del pasado, de cuando
estuvo a punto de casarse con ella. Recordó su amor, las ilusiones y esperanzas
que lo dominaron hacía cuatro años, y se sintió molesto.
Tomaron té con un pastel dulce. Luego Vera Iósifovna leyó en
voz alta una novela, narró algo que nunca ocurría en la vida. Stártsev
escuchaba y miraba su cabeza canosa y bella, esperando que acabara.
"El inepto no es quien no sabe escribir novelas, sino
el que las escribe y no sabe disimularlo" -pensaba Stártsev.
-No está mal, pero nada mal... -comentó Iván Petróvich.
Después, Ekaterina Ivánovna tocó el piano durante un buen
rato y en forma ruidosa. Cuando acabó, los invitados la felicitaron por su
ejecución.
"Hice bien en no casarme con ella" -pensó con
alivio Stártsev.
Ella lo miraba y, al parecer, esperaba que él la invitara a
salir al jardín, pero Stártsev permanecía en silencio.
-Charlemos un rato -dijo ella acercándose a él-. Cuénteme
algo de su vida. ¿Cómo va todo? ¿Bien? Todos estos días he pensado en usted
-prosiguió nerviosa-. Quería enviarle una carta, quería ir yo misma a Diálizh.
Había decidido ir, aunque luego cambié de idea. Dios sabe qué pensará usted de
mí ahora. ¡Lo esperaba hoy con tanta emoción! Se lo ruego, por favor, salgamos
al jardín.
Salieron al jardín y se sentaron en el banco bajo el viejo arce,
como cuatro años atrás. Estaba oscuro.
-¿Qué tal le va? -preguntó de pronto Ekaterina Ivánovna.
-Pues así, aquí estamos, vamos tirando -contestó Stártsev.
No se le ocurrió nada más. Callaron.
-Estoy muy emocionada -dijo Ekaterina Ivánovna, y se tapó el
rostro con las manos-, pero usted no haga caso. Estoy tan bien en casa y tan
contenta de verlos a todos que no puedo hacerme a la idea. ¡Cuántos recuerdos!
Me parecía que íbamos a hablar sin parar hasta la madrugada.
Ahora veía de cerca su cara, sus ojos brillantes, aquí en la
oscuridad parecía más joven que en la habitación y hasta daba la impresión de
haber recobrado su expresión infantil de antes. En efecto, miraba con ingenua
curiosidad el rostro del hombre, como si quisiera ver más de cerca y comprender
al hombre que en otro tiempo la había amado con tanto ardor, tanta ternura y
tan poca suerte. Sus ojos le agradecían aquel amor. Y él recordó todo lo
sucedido, los más pequeños detalles, cómo anduvo por el cementerio, cómo
después, al amanecer, regresó a casa, agotado; y de pronto sintió tristeza y
lástima del pasado. En el alma se le encendió una pequeña llama.
-¿Se acuerda usted cuando la acompañé a la velada en el
club? -dijo él-. Entonces llovía, estaba oscuro...
El fuego crecía en su alma, y ya tenía ganas de hablar, de
quejarse de la vida...
-¡Hum! -exclamó en un suspiro-. Me pregunta usted por mi
vida. ¿Cómo vivimos aquí? Pues de ninguna manera. Envejecemos, engordamos,
vamos cayendo... Día tras día, noche tras noche, la vida pasa monótona, sin
impresiones, sin ideas... Durante el día a ganarse el pan, por la tarde al
club, una sociedad de jugadores de cartas, alcohólicos y groseros, a los que no
puedo aguantar. ¿Qué hay de bueno en eso?
-Pero tiene usted el trabajo, un fin honrado en la vida.
Antes le gustaba tanto hablar de su hospital. Yo entonces era una chica rara,
me imaginaba una gran pianista. Ahora todas las señoritas tocan el piano, y yo
también tocaba, como todas. No había en mí nada de particular: soy tan pianista
como mi madre escritora. Y claro está, entonces yo no lo comprendía, pero en
Moscú a menudo pensé en usted. Sólo pensaba en usted. ¡Qué felicidad ser médico
rural, ayudar a los que sufren, servir al pueblo! ¡Qué felicidad! -volvió a
decir Ekaterina Ivánovna con entusiasmo-. Cuando pensaba en usted en Moscú me
lo imaginaba tan ideal, tan elevado...
Stártsev se acordó de los papelitos que por las tardes
sacaba de los bolsillos con gran placer, y el fuego que ardía en su pecho se
apagó.
Se levantó para marcharse a su casa. Ella lo sujetó del
brazo y prosiguió:
-Usted es el mejor de los hombres que he conocido en mi
vida. Nos veremos, charlaremos, ¿no es cierto? Prométamelo. Yo no soy pianista,
en lo que a mí respecta no me engaño y en su presencia no tocaré ni hablaré de
música.
Cuando entraron en la casa, Stártsev vio a la luz su rostro
y sus ojos tristes, agradecidos e inquisitivos, dirigidos hacia él; se sintió
intranquilo y pensó de nuevo: "Qué bien que no me casé con ella".
Comenzó a despedirse.
-No tiene usted ningún derecho de marcharse sin cenar -le
decía Iván Petróvich al acompañarlo-. ¡A ver, tu representación! -dijo
dirigiéndose en el recibidor a Pava.
Pava, que ya no era un chiquillo sino un joven con bigote,
se estiró, alzó un brazo y exclamó con voz trágica:
-"¡Muere, desdichada!"
Estas cosas irritaban a Stártsev. Al sentarse en el coche y
mirar hacia la oscura casa y el jardín que en un tiempo le resultaron tan
agradables y queridos, se acordó de todo junto: las novelas de Vera Iósifovna,
las ruidosas interpretaciones de Katia, las frases supuestamente ingeniosas de
Iván Petróvich, la pose trágica de Pava, y pensó que si la gente más
inteligente de toda la ciudad era tan mediocre, cómo tendría que ser el resto.
Al cabo de tres días, Pava le llevó una carta de Ekaterina
Ivánovna.
"No viene usted a vernos. ¿Por qué? -escribía-. Me temo
que haya cambiado de actitud hacia nosotros y me asusta tan sólo la idea de
pensarlo. Deshaga mis temores, venga a vernos y diga que todo sigue bien.
Necesito hablar con usted. Su E.I."
Leyó la nota, pensó un momento y le dijo a Pava:
-Dile, querido Pava, que hoy no puedo ir, estoy muy ocupado.
Di que iré dentro de unos tres días.
Pero transcurrieron tres días, luego una semana y seguía sin
ir. En cierta ocasión, al pasar en coche junto a la casa de los Turkin, se
acordó de que tenía que visitarlos aunque fuera sólo por un minuto, mas lo
pensó... y no entró.
Y nunca más visitó a los Turkin.
V
Han pasado varios años más. Stártsev ha engordado más aún,
está hecho una bola de grasa, respira con fuerza y al andar echa ya la cabeza
atrás. Cuando con su aspecto rechoncho y rojo marcha en su troika con
cascabeles y Panteleimón, también rechoncho y rojo, con un cuello carnoso,
sentado en el pescante, lanza las manos hacia adelante, como si fueran de
madera, y grita a los que vienen a su encuentro: "¡A la dereeecha!",
el cuadro resulta imponente; parece que el que va allí no es un hombre sino
algún dios mitológico. En la ciudad tiene una gran clientela, no le queda
tiempo ni para respirar, y ya posee una hacienda y dos casas en la ciudad. Le
tiene puesto el ojo a una tercera más rentable. Y cuando en la Sociedad de
Crédito y Préstamo le hablan de alguna casa en venta, va a visitarla y sin
ninguna clase de ceremonias, pasando por todas las habitaciones sin prestar
atención a las mujeres desvestidas y los niños que lo miran con asombro y
miedo, señala con un bastón en todas las puertas y suele decir:
-¿Esto es el despacho? ¿El dormitorio? ¿Y aquí qué hay?
Tiene una respiración forzada y se seca el sudor de la
frente.
A pesar de su mucho trabajo no deja el cargo de médico
rural: la avaricia es más fuerte que él, quiere poder con todo. En Diálizh y en
la ciudad lo llaman simplemente Iónich. "¿Adónde irá Iónich?" o
"¿Por qué no consultamos a Iónich?"
Seguramente por tener la garganta aprisionada por la grasa,
se le ha cambiado la voz, la tiene ahora fina y aguda. También le ha cambiado
el carácter... es más pesado e irritable. Al recibir a los enfermos por lo
común se enfada, golpea impaciente con el bastón contra el suelo y grita con su
voz desagradable:
-¡Limítese sólo a contestar a las preguntas! ¡Silencio!
Está solo. Su vida es aburrida, nada ni nadie le llega a
interesar.
En todos esos años vividos en Diálizh, el amor por Katia ha
sido su única alegría y seguramente la última. Por las tardes juega a las
cartas en el club, después se sienta sólo a una gran mesa y cena. Le sirve
Iván, el sirviente más viejo y respetado, y ya todos -los encargados del club,
el cocinero y el sirviente- saben lo que le gusta y lo que no y se esfuerzan
por satisfacer todos sus menores deseos. Porque no vaya a ser que se enfade y
empiece a dar bastonazos contra el suelo.
Mientras cena, en ocasiones se da la vuelta e interviene en
alguna conversación.
-¿De qué hablan? ¿Eh? ¿De quién?
Y cuando por casualidad en alguna mesa vecina se toca el
tema de los Turkin, siempre pregunta:
-¿De qué
Turkin hablan ustedes? ¿Esa gente que tiene una hija que toca el piano?
Esto es todo lo que se puede decir de él.
¿Y de los Turkin? Iván Petróvich no ha envejecido, no ha
cambiado nada y como siempre dice frases ingeniosas y cuenta chistes; Vera
Iósifovna lee sus novelas a los invitados con la misma solicitud y cordial
sencillez. Katia toca el piano sus cuatro horas. Ha envejecido sensiblemente,
tiene algún achaque y cada otoño se marcha con su madre a Crimea. Al
despedirlas en la estación, cuando el tren se pone en marcha, Iván Petróvich se
seca las lágrimas y grita:
-¡Hasta la vista, por favor! Y agita un pañuelo.
Anton Chejov
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