sexta-feira, 30 de outubro de 2015

Boda negra



Oye la historia que contome un día
el viejo enterrador de la comarca:
era un amante a quien por suerte impía
su dulce bien le arrebató la parca.

Todas las noches iba al cementerio
a visitar la tumba de la hermosa;
la gente murmuraba con misterio:
es un muerto escapado de la fosa.

En una horrenda noche hizo pedazos
el mármol de la tumba abandonada,
cavó la tierra... y se llevó en los brazos
el rígido esqueleto de la amada.

Y allá en la oscura habitación sombría,
de un cirio fúnebre a la llama incierta,
dejó a su lado la osamenta fría
y celebró sus bodas con la muerta.

Ató con cintas los desnudos huesos,
el yerto cráneo coronó de flores,
la horrible boca le cubrió de besos
y le contó sonriendo sus amores.

Llevó a la novia al tálamo mullido,
se acostó junto a ella enamorado,
y para siempre se quedó dormido
al esqueleto rígido abrazado.

 Julio Flórez. Colômbia


Biblioteca Digital Ciudad Seva

Iónich



Anton Chejov

I

Cuando los recién llegados a la ciudad de provincias S. se quejaban de lo aburrida y monótona que era la vida en ella, los habitantes de esa ciudad, como justificándose, decían que, al contrario, en S. se estaba muy bien, que en S. había una biblioteca, un teatro, un club, se celebraban bailes y -añadían finalmente- había algunas familias interesantes, agradables e inteligentes con las que podían relacionarse. Y mencionaban a los Turkin como los más instruidos y de mayores talentos.

Esta familia vivía en casa propia en la calle principal, junto a la del gobernador. El propio Turkin, Iván Petróvich, un hombre moreno, grueso y guapo, con patillas, organizaba espectáculos de aficionados con fines benéficos en los que interpretaba a viejos generales. Al hacer su papel, tosía de una manera muy cómica. Sabía muchos chistes, charadas, dichos, le gustaba bromear, lanzar frases picantes y siempre tenía una expresión que hacía dudar si hablaba en broma o en serio. Su mujer, Vera Iósifovna, una señora más bien delgada, de aspecto agradable y con lentes, escribía relatos y novelas que leía solícita a sus invitados. La hija, Ekaterina Ivánovna, una muchacha joven, tocaba el piano. En una palabra, cada miembro de la familia tenía algún talento. Los Turkin se alegraban de recibir invitados y se sentían felices de mostrarles sus talentos, cosa que hacían con cordial sencillez. Su casa de piedra era espaciosa y fresca en verano, la mitad de sus ventanas daban a un viejo jardín sombreado, donde en primavera cantaban los ruiseñores. Cuando en la casa había invitados, de la cocina venía el trajinar de los cuchillos y al patio llegaba un olor de cebolla frita; todo ello era siempre la premonición de una cena abundante y suculenta.

El doctor Stártsev, Dmitri Iónich, a poco de habérsele destinado como médico rural e instalarse en Diálizh -a unos diez kilómetros de S.- también oyó hablar de esa familia. Le decían que un hombre culto, como él, sin falta debía conocer a los Turkin. Un día de invierno, en la calle, le presentaron a Iván Petróvich; hablaron del tiempo, de teatro, de la epidemia de cólera, y a ello siguió una invitación. En primavera, un día de fiesta -era Ascensión-, después de pasar consulta, Stártsev se dirigió a la ciudad para distraerse un poco y aprovechar para hacer algunas compras. Marchaba a pie, sin prisa -todavía no tenía caballos propios, y canturreaba:

-Aún no había apurado yo el cáliz de la amargura...

Cuando llegó a la ciudad almorzó, paseó por el parque y luego recordó la invitación de Iván Petróvich. Decidió visitar a los Turkin, ver qué clase de personas eran.

-Muy buenas, por favor -le saludó Iván Petróvich al recibirlo en la entrada-. Me alegra mucho ver a un invitado tan agradable. Venga, le presentaré a mi querida media naranja. Le estaba diciendo, Vérochka -prosiguió al presentar al doctor a su mujer-, le estaba diciendo que no tiene ningún derecho a estarse metido en su clínica, porque su ocio se lo debe a la sociedad. ¿No es cierto, cariño?

-Siéntese aquí -le decía Vera Iósifovna, señalando un asiento a su lado-. Puede usted hacerme la corte. Mi marido es celoso, es un Otelo, pero haremos lo posible por comportarnos de tal modo que no se dé cuenta de nada.

-Oh, cariñito, eres muy juguetona... -le miró dulcemente Iván Petróvich y le besó la frente-. Ha venido usted muy a propósito -se dirigió de nuevo al invitado-, mi querida esposa ha escrito una enorme novela que hoy leerá en público.

-Jean, dites que l'on nous donne du thé -dijo Vera Iósifovna a su marido.

Le presentaron a Ekaterina Ivánovna, una muchacha de dieciocho años, muy parecida a su madre, tan delgada y agraciada como ella. Todavía tenía una expresión infantil y un talle fino, delicado. Y el pecho, virginal, ya desarrollado, era de una belleza que hablaba de salud y primavera, de una auténtica primavera. Después tomaron té con mermelada, miel, dulces y unas galletas muy sabrosas que se deshacían en la boca. Con la llegada de la tarde, poco a poco fueron llegando nuevos invitados; Iván Petróvich, cuando con sus ojos risueños se dirigía a cada uno de ellos, le decía:

-Muy buenas, ¿cómo está usted?

Luego, todos se sentaron con rostros muy serios y Vera Iósifovna leyó su novela. Empezaba así: "El frío era cada vez más intenso...: Las ventanas estaban abiertas de par en par y de la cocina llegaba el sonar de los cuchillos y el olor a cebolla frita... Atardecía. Se estaba muy cómodo en los blandos y profundos sillones, las luces titilaban acariciadoras en el salón. En esos momentos, en ese atardecer veraniego, cuando de la calle llegaban voces y risas y del patio fluía el aroma de las lilas, era difícil imaginarse un frío intenso y cómo el sol poniente iluminaba con sus rayos fríos la llanura y a un caminante que marchaba solitario por el camino". Vera Iósifovna leía una historia en la que una condesa joven y bella construía en su aldea escuelas, hospitales, bibliotecas y se enamoraba de un pintor errante. Leía una historia de las que nunca ocurren, sin embargo era agradable y ameno oírla, la mente se llenaba de pensamientos buenos, apacibles. No daban ganas de reírse.

-No está nada mal... -dijo en voz baja Iván Petróvich.

Y uno de los invitados, llevado lejos, muy lejos, por la historia, pronunció con voz casi inaudible:

-Sí... cierto... no está nada mal...

Pasó una hora y otra. En el vecino parque de la ciudad tocaba una orquesta, cantaba un coro. Cuando Vera Iósifovna cerró su libreta, durante cinco minutos quedaron en silencio. Escuchaban "El candil" -que cantaba el coro- y la canción les decía lo que no se daba en la novela, pero sí sucedía en la vida.

-¿Publica usted sus obras? -preguntó Stártsev a Vera Iósifovna.

-No -contestó la señora-, no publico en ninguna parte, lo escribo y lo guardo en un cajón. ¿Para qué publicarlo? -aclaró-. Medios no nos faltan.

Por alguna razón, todos suspiraron.

-Y ahora, querida, tócanos algo -dijo Iván Petróvich a su hija.

Levantaron la tapa del piano de cola, abrieron el libro de notas que ya estaba preparado para el caso. Ekaterina Ivánovna se sentó y con ambas manos golpeó las teclas y seguidamente dio otro golpe con todas sus fuerzas. Los golpes se sucedieron uno tras otro, los hombros y los pechos de la muchacha se estremecían, golpeaba con obstinación siempre en las mismas teclas y parecía que no iba a parar hasta que estas no se hundieran en el piano. El salón se llenó de estruendo; todo rugía: el suelo, el techo, los muebles... Ekaterina Ivánovna tocaba un pasaje difícil, interesante justamente por su dificultad; era extenso y reiterado. Stártsev, al escucharlo, se imaginaba cómo de una alta montaña iban cayendo rocas y más rocas y deseó que terminaran de caer cuanto antes. Pero al mismo tiempo Ekaterina Ivánovna, sonrosada y en tensión, fuerte, enérgica, con un mechón de pelo cayéndole sobre la frente, le agradaba mucho. Después de un invierno pasado en Diálizh entre enfermos y mujiks, era tan agradable, tan nuevo encontrarse en ese salón, mirar a este ser joven exquisito y lleno de gracia, y escuchar estos sonidos ruidosos, cansinos, pero de todos modos cultos...

-¡Bueno, querida, hoy has interpretado como nunca! -exclamó Iván Petróvich con lágrimas en los ojos cuando su hija acabó de tocar y se levantó-. ¡Apuesto a que mejor imposible!

Todos la rodearon, felicitándola, y aseguraban asombrados que hacía tiempo no habían oído cosa igual. Ella escuchaba en silencio, con leve sonrisa y aire triunfal.

-¡Maravilloso! ¡Espléndido!

-¡Maravilloso! -dijo Stártsev, entregándose al regocijo general-. ¿Dónde ha estudiado música? -preguntó a Ekaterina Ivánovna-. ¿En el conservatorio?

-No, ahora tengo intención de ir. He estudiado aquí, con madame Zavlóvskaia.

-¿Ha terminado sus estudios en el liceo de la ciudad?

-¡Oh, no! -respondió por su hija Vera Iósifovna-. Los profesores han venido a casa. Porque estará usted de acuerdo conmigo en que en el liceo o en el instituto podía tener malas compañías; mientras la chica crece, sólo debe hallarse bajo la tutela de su madre.

-Pero iré al conservatorio de todos modos -dijo Ekaterina Ivánovna.

-No, Katia es buena y no hará enfadar ni a papá ni a mamá.

-¡No, iré! ¡Iré sin falta! -exclamó Ekaterina Ivánovna medio en broma haciendo pucheros, y sacudió su pie contra el suelo.

Durante la cena fue Iván Petróvich quien lució su talento. Riéndose sólo con los ojos, contaba chistes, lanzaba frases ingeniosas, proponía divertidos acertijos que él mismo resolvía. Todo el tiempo usaba un lenguaje especial, fruto de largos ejercicios de ingenio. Empleaba expresiones que, al parecer, ya eran habituales en él: "enormísimo", "no está pero que nada mal", "se lo agradezco deformemente".

Pero esto no era todo. Cuando los invitados, satisfechos después de la cena, se agolpaban en la entrada buscando sus abrigos y bastones, entre ellos se afanaba el lacayo Pavlusha o, como se le llamaba en casa, Pava, un muchacho de catorce años, con el pelo corto y mejillas rellenas.

-¡A ver, Pava, cómo lo haces! -le dijo Iván Petróvich.

Pava se colocó en postura teatral, alzó un brazo y exclamó en tono trágico:

-¡Muere, desdichada!

Y todos se echaron a reír.

"Divertido" -pensó Stártsev al salir a la calle.

Entró en un restaurante, se tomó una cerveza y después se fue caminando hacia su casa en Diálizh. Mientras entonaba:

-Oigo tu voz, cual caricia dolorosa...

A pesar de los nueve kilómetros recorridos, al acostarse no se sintió nada fatigado. Al contrario, le parecía que muy bien hubiera podido recorrer veinte kilómetros más.

-"No está nada mal" -recordó al dormirse, y sonrió.

II

Stártsev tenía intención de volver a visitar a los Turkin, pero en el hospital había mucho trabajo y no conseguía encontrar tiempo libre. De este modo, ocupado y solitario pasó más de un año; pero un día le llegó una carta en un sobre azul.

Vera Iósifovna hacía tiempo que sufría de dolores de cabeza, y como últimamente su querida hija la amenazaba con marcharse a estudiar al conservatorio, los dolores arreciaron. Visitaron a los Turkin todos los médicos de la ciudad, hasta que por fin le tocó hacerlo al médico rural. Vera Iósifovna le envió una carta muy emotiva en la que le rogaba que viniera a visitarla, para aligerar así sus sufrimientos. Stártsev fue a verla y a partir de entonces visitó a los Turkin muy a menudo... En efecto, en algo había ayudado a Vera Iósifovna, y esta empezó a contarles a todos sus conocidos que se trataba de un doctor asombroso, nunca visto. Pero los dolores de cabeza ya no eran el motivo de la presencia del doctor en casa de los Turkin...

Sucedió en un día de fiesta. Ekaterina Ivánovna había acabado sus largos y agotadores ejercicios de piano, después de lo cual pasaron largo tiempo en el comedor, tomando té; Iván Petróvich contaba algo divertido. De pronto sonó el timbre; había que ir a la entrada y recibir a algún invitado. Stártsev, aprovechando la confusión del momento, susurró a Ekaterina Ivánovna lleno de zozobra:

-¡Por el amor de Dios, se lo imploro, no me torture, salgamos al jardín!

Ella se encogió de hombros con aire de asombro y de no comprender qué era lo que quería Stártsev, pero se levantó, dirigiéndose hacia el jardín.

-Se pasa usted tres y cuatro horas tocando el piano -decía el médico caminando detrás de ella-, después se queda con su mamá y así no hay manera de hablarle. Dedíqueme al menos un cuarto de hora, se lo ruego.

Se acercaba el otoño y el viejo jardín estaba silencioso, triste; los senderos se cubrían de hojas mustias. Ya empezaba a anochecer temprano.

-No la he visto en toda una semana -prosiguió Stártsev-, ¡Y si usted supiera cuánto sufro por ello! Sentémonos. Quiero que me escuche.

En el jardín, ambos tenían un lugar preferido: el banco bajo el viejo arce. Allí se sentaron.

-¿Qué es lo que quiere de mí? -preguntó Ekaterina Ivánovna en tono seco, casi oficial.

-No la he visto en toda una semana, no la he oído tanto tiempo. Quiero oír su voz, lo deseo con pasión. Dígame algo.

El médico estaba encantado con su frescura, absorto en la expresión inocente de sus ojos. Hasta en el modo como le caía el vestido veía algo inusitadamente hermoso, conmovedor por su sencillez y gracia ingenuas. Y al mismo tiempo, a pesar de esta ingenuidad, la muchacha se veía muy inteligente y desarrollada para sus años. Podía hablar con ella de literatura, de arte, de cualquier cosa; podía quejarse de la vida, de los hombres, aunque a veces sucedía que al tocar un tema serio, la muchacha se echaba a reír sin motivo alguno o se marchaba corriendo a casa. Como la mayoría de las chicas de la ciudad, leía mucho (pero en S. se leía poco, y en la biblioteca así lo comentaban: si no fuera por las chicas y los jóvenes hebreos, muy bien se podría cerrar la biblioteca); esto era algo que le gustaba infinitamente a Stártsev, por lo que en cada ocasión le preguntaba emocionado sobre lo que había leído en los últimos días y escuchaba encantado sus comentarios.

-Pero ¿adónde va? -exclamó horrorizado Stártsev, al ver que ella se levantaba y se dirigía hacia la casa-. Tengo que hablar con usted... ¡Quédese al menos cinco minutos! ¡Se lo suplico!

La muchacha se detuvo como si quisiera decir algo; luego, con gesto torpe, puso en la mano de él una nota y echó a correr hacia la casa; al rato, sonó de nuevo el piano.

"Hoy, a las once de la noche -leyó Stártsev- venga al cementerio junto al monumento a Demetti".

"Esto ya es una locura -pensó Stártsev, recobrando la calma-. ¿Al cementerio? ¿Para qué?"

La cosa estaba clara: la chica le había hecho una broma. Porque ¿a quién le cabe en la cabeza concertar una cita por la noche, lejos de la ciudad y en el cementerio, cuando puede uno quedar sencillamente en la calle, en el parque de la ciudad? ¿Y está bien que un médico, una persona inteligente y respetable como él, se dedique a lanzar suspiros de amor, recibir notitas, pasearse por los cementerios, en fin, hacer estupideces de las que ahora se ríen hasta los escolares? ¿Hasta dónde puede llevar este romance? ¿Qué dirán sus colegas cuando se enteren? Así pensaba Stártsev, deambulando en el club por entre las mesas. Pero al llegar las diez y media se marchó al cementerio.

Ya tenía su carruaje y su cochero, Panteleimón, con chaquetilla de terciopelo. Brillaba la luna. La noche estaba silenciosa, templada, pero de un tibio otoñal. En las afueras, junto al matadero, aullaban los perros. Stártsev dejó el coche en los límites de la ciudad, en un callejón, y siguió el camino hacia el cementerio a pie. "Cada uno tiene sus rarezas -pensaba-, Katia también tiene las suyas y, ¿quién sabe?, a lo mejor no es una broma y viene de verdad."

Anduvo casi un kilómetro a campo traviesa. El cementerio se dibujaba a lo lejos en una franja oscura, como un bosque o un jardín. Apareció el muro de piedra blanca, la entrada... Con la claridad de la luna en las puertas se podía leer: "Y llegará la hora". Stártsev atravesó la entrada y lo primero que vio fueron las cruces blancas y los monumentos funerarios a ambos lados de un ancho paseo, las sombras negras de aquellos y de los álamos. A su alrededor se extendían, hasta perderse a lo lejos, manchas claras y oscuras. Los árboles somnolientos inclinaban sus ramas sobre las superficies blancas. Parecía que aquí había más luz que en el campo; las hojas de los arces, como huellas de las manos, destacaban sobre la amarilla arena de los paseos y las lápidas. Las inscripciones se leían con claridad. En un primer momento, Stártsev quedó asombrado ante el espectáculo que se le presentaba por primera vez y que, probablemente, nunca más volvería a ver: un mundo que no se parecía a nada, un mundo en el que la luz lunar era suave y agradable, donde en cada oscuro álamo, en cada tumba, se percibe la presencia de un misterio que promete una vida calma, maravillosa, eterna. De las lápidas y las flores secas, junto al aroma otoñal de las hojas, llegaba un hálito de perdón, tristeza y paz.

Reinaba un mundo de silencio; desde el cielo miraban resignadas las estrellas, y los pasos de Stártsev sonaban rudos y desatinados. Sólo cuando en la iglesia sonaron las horas y él se imaginó muerto, enterrado aquí por los siglos de los siglos, sólo entonces le pareció que alguien lo observaba; pensó por un instante que esto no era paz, ni silencio, sino la muda angustia del no existir...

El monumento a Demetti era una capilla con un ángel en la cúspide. Cierta vez, en S. actuó de paso una compañía italiana de ópera; una de sus cantantes murió, aquí la enterraron y levantaron este monumento funerario. En la ciudad ya nadie se acordaba de ella, aunque la lamparilla sobre la entrada reflejaba la luz lunar y parecía arder.

...Esperó sentado junto al monumento una media hora, luego se paseó por los caminos colaterales, con el sombrero en la mano. Esperaba y pensaba en las mujeres y muchachas que yacían en estas tumbas. ¡Cuántos seres hermosos, encantadores, que amaron, ardieron con loca pasión en sus noches entregándose a las caricias! ¡Y realmente, qué malas pasadas gasta la madre naturaleza a los hombres, cuánto dolía reconocerlo! Así pensaba Stártsev. Al mismo tiempo, quería ponerse a gritar que él quiere, que él anhela desesperado el amor; ante él aparecían no ya pedazos de mármol, sino cuerpos maravillosos, veía formas que desaparecían vergonzosas entre las sombras de los árboles, percibía su calor y el tormento se hacía insoportable...

Como si bajara el telón, la luna se ocultó tras una nube y de pronto todo oscureció a su alrededor. Casi no podía encontrar la entrada -todo estaba a oscuras como en las noches de otoño-, luego anduvo cosa de una hora y media buscando el callejón donde había dejado el coche.

-Estoy cansado, casi no me tengo en pie -le dijo a Panteleimón.

Y sentándose con placer en el carruaje pensó: "¡Oh, no hay que engordar!"

III

Al día siguiente, por la tarde, se dirigió a casa de los Turkin con el fin de declararse. Pero le resultó incómodo hacerlo, porque Ekaterina Ivánovna estaba con el peluquero. Se estaba arreglando para ir al club, a una fiesta.

De nuevo se quedó largo rato esperando en el comedor, tomando té. Iván Petróvich, al ver que el invitado estaba pensativo y se aburría, sacó de un bolsillo de su chaleco unos papelitos y le leyó una carta divertida de su administrador alemán que le informaba de la marcha de sus propiedades, en un lenguaje pretendidamente culto y estrafalario.

"Seguro que la dote no será pequeña", pensaba Stártsev escuchando distraído.

Después de una noche en blanco se encontraba embotado, como si lo hubieran llenado de un somnífero; tenía el ánimo nebuloso pero alegre, cálido, aunque al mismo tiempo un fragmento frío y pesado, en su mente, repetía y volvía a repetir:

"¡Frénate antes de que sea tarde! ¿Qué pareja es para ti? Es una niña mimada, caprichosa, duerme hasta las dos; en cambio tú eres un hijo de diácono, un médico rural..."

"Bueno ¿y qué? -se contestaba-. ¿Qué más da?"

"Además, si te casas con ella -proseguía la parte fría de su ser-, su familia te obligará a dejar el trabajo en el campo y a vivir en la ciudad".

"Bueno ¿y qué? -pensaba-. Si hay que vivir en la ciudad que así sea. Con la dote nos instalamos como debe ser..."

Por fin entró Ekaterina Ivánovna. Llevaba un traje de gala, escotado; estaba graciosa, pulcra. Stártsev quedó prendado; tal fue su entusiasmo que no pudo pronunciar ni una sola palabra: tenía sus ojos clavados en ella y sonreía.

La muchacha se despidió y él -ya nada lo retenía allí- se levantó diciendo que era hora de irse pues lo esperaban los enfermos.

-Qué le vamos a hacer -dijo Iván Petróvich-, vaya usted, de paso lleve a Katia hasta el club.

Afuera caían algunas gotas, estaba muy oscuro, y sólo por la tos ronca de Panteleimón podía adivinarse dónde estaban los caballos. Levantaron la capota del coche. Se pusieron en marcha.

-Ayer estuve en el cementerio -empezó diciendo Stártsev-. Qué cruel y despiadado de su parte...

-¿Estuvo usted en el cementerio?

-Sí, estuve allí y la esperé casi hasta las dos. No sabe usted lo que sufrí...

-Pues sufra usted, si no entiende las bromas.

Ekaterina Ivánovna, satisfecha de la astuta broma que le había gastado a su enamorado y de lo mucho que se la quería, se puso a reír. Pero, de pronto, gritó del susto, pues en ese mismo instante los caballos hicieron un movimiento brusco hacia las puertas del club y el coche se ladeó. Stártsev abrazó a Ekaterina Ivánovna por el talle; ella, asustada, se apretó contra él, y Stártsev, que no pudo contenerse, la besó con pasión en los labios, en la barbilla y la abrazó con más fuerza.

-Basta -dijo la muchacha en tono cortante.

Y casi de inmediato ya no estaba en el coche. El guardia que se encontraba junto a la entrada iluminada del club gritó con voz repugnante al cochero Panteleimón:

-¿Qué haces ahí pasmado? ¡Sigue para adelante!

Stártsev se dirigió a casa, pero pronto volvió. Vestido con un frac que le habían prestado y una corbata blanca que quería escaparse del cuello, a medianoche se encontraba sentado en el salón del club y decía con pasión a Ekaterina Ivánovna:

-¡Oh, qué poco saben aquellos que nunca han amado! Creo que nadie todavía ha podido descubrir con fidelidad el amor, y difícilmente será posible describir este sentimiento sutil, feliz y atormentado. El que lo ha experimentado, aunque sea sólo una vez, no podrá expresarlo con palabras. ¿Para qué los prólogos, las explicaciones? ¿Para qué la inútil elocuencia? Mi amor no tiene límites... Le ruego, se lo imploro -logró por fin decir Stártsev-, ¡sea mi esposa!

-Dmitri Iónich -dijo después de pensar un momento Ekaterina Ivánovna en tono serio-, Dmitri Iónich, me siento profundamente agradecida por el honor que usted me concede, yo lo respeto, pero... -se levantó y prosiguió de pie-, pero, ruego que me disculpe, no puedo ser su mujer. Hablemos en serio. Dmitri Iónich, usted sabe que lo que más quiero en la vida es el arte; amo con locura, adoro la música, y a ella he consagrado mi vida. Quiero ser una artista, quiero alcanzar la gloria, grandes éxitos, la libertad. Y lo que usted pretende es que siga viviendo en esta ciudad, que continúe llevando esta vida vacía e inútil que ya no soporto más. Convertirme en esposa, ¡oh, no, discúlpeme! La persona debe aspirar a algo superior, esplendoroso; en cambio, la vida familiar me encadenaría para el resto de mi vida. Dmitri Iónich, es usted un hombre bueno, respetable, inteligente, es usted el mejor... -se le llenaron de lágrimas los ojos-, comprendo con toda mi alma sus sentimientos, pero entiéndame usted también a mí...

Y para no echarse a llorar, se dio vuelta y salió apresuradamente del salón.

El corazón de Stártsev latía violentamente. Al salir del club a la calle se arrancó el duro corbatín y respiró a pleno pulmón. Estaba avergonzado y se sentía ofendido en su orgullo; no esperaba la negativa y no podía hacerse a la idea de que todos sus sueños, sufrimientos y aspiraciones lo hubieran llevado a un final tan estúpido, igual que en una breve obra de aficionados. Y sentía pena de sus sentimientos, de su amor; tanta era la lástima, que tuvo ganas de ponerse a llorar o de dar un paraguazo con todas sus fuerzas en las espaldas de Panteleimón.

Durante tres días las cosas se le caían de las manos, no comía, no dormía. Pero cuando le llegó la noticia de que Ekaterina Ivánovna se había marchado a Moscú para ingresar en el conservatorio, se tranquilizó y su vida volvió a la normalidad.

Tiempo después, cuando a veces se acordaba de cómo se pasó media noche en el cementerio o de cómo se recorrió toda la ciudad en busca de un frac, se estiraba perezoso y se decía:

-¡Cuánta guerra me dio la muchacha!

IV

Pasaron cuatro años. Stártsev tenía ya una gran clientela. Cada mañana hacía rápido sus visitas en Diálizh y luego marchaba a ver a sus pacientes de la ciudad. Viajaba ya no en un par de caballos, sino en una troika con cascabeles; volvía a casa tarde por la noche. Estaba más grueso, había echado carnes, andaba lo menos que podía, pues padecía de asma. También Panteleimón estaba más gordo, y cuanto más crecía a lo ancho, con más tristeza suspiraba quejándose de su mala suerte: ¡estaba harto de pasar tanto tiempo en el pescante!

Stártsev visitaba muchas casas y personas, pero no intimaba con nadie. Los habitantes de la ciudad, con sus conversaciones, opiniones sobre la vida y hasta por sus caras lo irritaban. Poco a poco, la experiencia le enseñó que las personas, mientras uno juegue a las cartas o tome un trago con ellas, parecen gente pacífica, bondadosa y hasta inteligente, pero basta con tocar algún tema que no sea de comida, por ejemplo, de política o de ciencia, para que se metan en disquisiciones inútiles y desplieguen una filosofía tan torpe y malvada que a uno lo único que le queda es o echarse a llorar o irse por donde ha venido. Cuando Stártsev intentaba hablar incluso con personas de talante liberal, por ejemplo, de que, gracias a Dios, la humanidad avanza y que con el tiempo ésta prescindirá de los pasaportes y de la pena de muerte, el hombre se le quedaba mirando y preguntaba con desconfianza: "¿O sea que, entonces, todo el mundo podrá romperle la cabeza a quien le parezca?" Y cuando Stártsev decía en un grupo -durante alguna cena o un té- que hacía falta trabajar, que no se podía vivir sin trabajar, entonces todos se lo tomaban como una alusión personal, se enfadaban y se ponían a discutir agresivos. Por lo demás, la gente no hacía nada, decididamente nada, no se interesaba por nada y por mucho que se esforzara uno, no podía ingeniarse un tema de conversación con ella. Así que Stártsev evitaba conversar, sólo tomaba sus tragos y jugaba a las cartas. Y cuando lo invitaban a alguna fiesta de cumpleaños, el hombre se sentaba a la mesa y comía en silencio, mirando el plato; todo lo que se decía en ese rato no tenía interés alguno, era injusto, estúpido. Él se sentía irritado, perdía la calma, pero callaba. Por su hosco silencio y su mirada clavada en el plato, en la ciudad se le empezó a llamar "el polaco enfurruñado", aunque nunca había sido polaco.

Se abstenía de diversiones tales como el teatro o los conciertos, pero, en cambio, jugaba a las cartas cada día, unas tres horas, y lo hacía con placer. Tenía otra distracción a la que se acostumbró poco a poco, que era cada tarde sacar de sus bolsillos los papelitos de cuánto había ganado con sus clientes y sucedía que en un día estos papeles metidos en sus bolsillos -de colores amarillo y verde, que olían a perfume, vinagre, incienso o aceite de pescado- alcanzaban los setenta rublos, y cuando reunía varios cientos los llevaba a la Sociedad de Crédito y Préstamo y los ingresaba allí en una cuenta corriente.

En los cuatro años que pasaron desde la partida de Ekaterina Ivánovna sólo había estado dos veces en casa de los Turkin y fue por invitación de Vera Iósifovna, quien seguía curándose de los dolores de cabeza. Ekaterina Ivánovna venía cada verano a descansar con sus padres, pero no la vio ni una sola vez.

Pasaron cuatro años. En una mañana tranquila y tibia, le trajeron una carta. Vera Iósifovna le escribía a Dmitri Iónich que lo añoraba mucho; le rogaba que viviera sin falta a su casa y aligerara sus penas y que, por cierto, hoy era su cumpleaños. Abajo seguía la frase siguiente: "Yo también me sumo al ruego de mamá. E."

Stártsev se lo pensó y por la tarde se dirigió a casa de los Turkin.

-¡Oh, se le saluda! ¿Cómo está usted? -lo recibió Iván Petróvich sonriendo sólo con los ojos-. Que tenga un bonjour.

Vera Iósifovna, ya muy envejecida, con cabellos blancos, le estrechó la mano a Stártsev, suspiró con afectación y dijo:

-Querido doctor, no quiere usted hacerme la corte, nunca viene a vernos, ya soy vieja para usted. Pero, mire, ha vuelto la joven, a lo mejor ella tiene más suerte.

¿Y Katia? Estaba más delgada, más pálida, más hermosa y esbelta; pero ya era Ekaterina Ivánovna y no Katia; ya no se veía la frescura y la expresión de inocencia infantil de antes. En su mirada, en sus gestos, había algo nuevo, cierto aire culpable, como si en casa de los Turkin ya no se sintiera en la suya propia.

-¡Cuántos siglos sin verlo! -exclamó al tender la mano hacia Stártsev; se notaba que su corazón latía emocionado. Mirando fijamente y con curiosidad su rostro, prosiguió-: ¡Cómo ha engordado! Está más moreno, parece más hombre, pero en general ha cambiado poco.

También entonces le gustaba la muchacha, le gustaba mucho, aunque le faltaba algo, o le sobraba, no sabría decirlo, pero había algo que le impedía sentirse como antes. No le agradaba su palidez, la nueva expresión de su rostro, la débil sonrisa, la voz y, algo más tarde, no le gustó el vestido, el sillón en el que ella se sentaba; le disgustaba algo del pasado, de cuando estuvo a punto de casarse con ella. Recordó su amor, las ilusiones y esperanzas que lo dominaron hacía cuatro años, y se sintió molesto.

Tomaron té con un pastel dulce. Luego Vera Iósifovna leyó en voz alta una novela, narró algo que nunca ocurría en la vida. Stártsev escuchaba y miraba su cabeza canosa y bella, esperando que acabara.

"El inepto no es quien no sabe escribir novelas, sino el que las escribe y no sabe disimularlo" -pensaba Stártsev.

-No está mal, pero nada mal... -comentó Iván Petróvich.

Después, Ekaterina Ivánovna tocó el piano durante un buen rato y en forma ruidosa. Cuando acabó, los invitados la felicitaron por su ejecución.

"Hice bien en no casarme con ella" -pensó con alivio Stártsev.

Ella lo miraba y, al parecer, esperaba que él la invitara a salir al jardín, pero Stártsev permanecía en silencio.

-Charlemos un rato -dijo ella acercándose a él-. Cuénteme algo de su vida. ¿Cómo va todo? ¿Bien? Todos estos días he pensado en usted -prosiguió nerviosa-. Quería enviarle una carta, quería ir yo misma a Diálizh. Había decidido ir, aunque luego cambié de idea. Dios sabe qué pensará usted de mí ahora. ¡Lo esperaba hoy con tanta emoción! Se lo ruego, por favor, salgamos al jardín.

Salieron al jardín y se sentaron en el banco bajo el viejo arce, como cuatro años atrás. Estaba oscuro.

-¿Qué tal le va? -preguntó de pronto Ekaterina Ivánovna.

-Pues así, aquí estamos, vamos tirando -contestó Stártsev.

No se le ocurrió nada más. Callaron.

-Estoy muy emocionada -dijo Ekaterina Ivánovna, y se tapó el rostro con las manos-, pero usted no haga caso. Estoy tan bien en casa y tan contenta de verlos a todos que no puedo hacerme a la idea. ¡Cuántos recuerdos! Me parecía que íbamos a hablar sin parar hasta la madrugada.

Ahora veía de cerca su cara, sus ojos brillantes, aquí en la oscuridad parecía más joven que en la habitación y hasta daba la impresión de haber recobrado su expresión infantil de antes. En efecto, miraba con ingenua curiosidad el rostro del hombre, como si quisiera ver más de cerca y comprender al hombre que en otro tiempo la había amado con tanto ardor, tanta ternura y tan poca suerte. Sus ojos le agradecían aquel amor. Y él recordó todo lo sucedido, los más pequeños detalles, cómo anduvo por el cementerio, cómo después, al amanecer, regresó a casa, agotado; y de pronto sintió tristeza y lástima del pasado. En el alma se le encendió una pequeña llama.

-¿Se acuerda usted cuando la acompañé a la velada en el club? -dijo él-. Entonces llovía, estaba oscuro...

El fuego crecía en su alma, y ya tenía ganas de hablar, de quejarse de la vida...

-¡Hum! -exclamó en un suspiro-. Me pregunta usted por mi vida. ¿Cómo vivimos aquí? Pues de ninguna manera. Envejecemos, engordamos, vamos cayendo... Día tras día, noche tras noche, la vida pasa monótona, sin impresiones, sin ideas... Durante el día a ganarse el pan, por la tarde al club, una sociedad de jugadores de cartas, alcohólicos y groseros, a los que no puedo aguantar. ¿Qué hay de bueno en eso?

-Pero tiene usted el trabajo, un fin honrado en la vida. Antes le gustaba tanto hablar de su hospital. Yo entonces era una chica rara, me imaginaba una gran pianista. Ahora todas las señoritas tocan el piano, y yo también tocaba, como todas. No había en mí nada de particular: soy tan pianista como mi madre escritora. Y claro está, entonces yo no lo comprendía, pero en Moscú a menudo pensé en usted. Sólo pensaba en usted. ¡Qué felicidad ser médico rural, ayudar a los que sufren, servir al pueblo! ¡Qué felicidad! -volvió a decir Ekaterina Ivánovna con entusiasmo-. Cuando pensaba en usted en Moscú me lo imaginaba tan ideal, tan elevado...

Stártsev se acordó de los papelitos que por las tardes sacaba de los bolsillos con gran placer, y el fuego que ardía en su pecho se apagó.

Se levantó para marcharse a su casa. Ella lo sujetó del brazo y prosiguió:

-Usted es el mejor de los hombres que he conocido en mi vida. Nos veremos, charlaremos, ¿no es cierto? Prométamelo. Yo no soy pianista, en lo que a mí respecta no me engaño y en su presencia no tocaré ni hablaré de música.

Cuando entraron en la casa, Stártsev vio a la luz su rostro y sus ojos tristes, agradecidos e inquisitivos, dirigidos hacia él; se sintió intranquilo y pensó de nuevo: "Qué bien que no me casé con ella".

Comenzó a despedirse.

-No tiene usted ningún derecho de marcharse sin cenar -le decía Iván Petróvich al acompañarlo-. ¡A ver, tu representación! -dijo dirigiéndose en el recibidor a Pava.

Pava, que ya no era un chiquillo sino un joven con bigote, se estiró, alzó un brazo y exclamó con voz trágica:

-"¡Muere, desdichada!"

Estas cosas irritaban a Stártsev. Al sentarse en el coche y mirar hacia la oscura casa y el jardín que en un tiempo le resultaron tan agradables y queridos, se acordó de todo junto: las novelas de Vera Iósifovna, las ruidosas interpretaciones de Katia, las frases supuestamente ingeniosas de Iván Petróvich, la pose trágica de Pava, y pensó que si la gente más inteligente de toda la ciudad era tan mediocre, cómo tendría que ser el resto.

Al cabo de tres días, Pava le llevó una carta de Ekaterina Ivánovna.

"No viene usted a vernos. ¿Por qué? -escribía-. Me temo que haya cambiado de actitud hacia nosotros y me asusta tan sólo la idea de pensarlo. Deshaga mis temores, venga a vernos y diga que todo sigue bien.

Necesito hablar con usted. Su E.I."

Leyó la nota, pensó un momento y le dijo a Pava:

-Dile, querido Pava, que hoy no puedo ir, estoy muy ocupado. Di que iré dentro de unos tres días.

Pero transcurrieron tres días, luego una semana y seguía sin ir. En cierta ocasión, al pasar en coche junto a la casa de los Turkin, se acordó de que tenía que visitarlos aunque fuera sólo por un minuto, mas lo pensó... y no entró.

Y nunca más visitó a los Turkin.

V

Han pasado varios años más. Stártsev ha engordado más aún, está hecho una bola de grasa, respira con fuerza y al andar echa ya la cabeza atrás. Cuando con su aspecto rechoncho y rojo marcha en su troika con cascabeles y Panteleimón, también rechoncho y rojo, con un cuello carnoso, sentado en el pescante, lanza las manos hacia adelante, como si fueran de madera, y grita a los que vienen a su encuentro: "¡A la dereeecha!", el cuadro resulta imponente; parece que el que va allí no es un hombre sino algún dios mitológico. En la ciudad tiene una gran clientela, no le queda tiempo ni para respirar, y ya posee una hacienda y dos casas en la ciudad. Le tiene puesto el ojo a una tercera más rentable. Y cuando en la Sociedad de Crédito y Préstamo le hablan de alguna casa en venta, va a visitarla y sin ninguna clase de ceremonias, pasando por todas las habitaciones sin prestar atención a las mujeres desvestidas y los niños que lo miran con asombro y miedo, señala con un bastón en todas las puertas y suele decir:

-¿Esto es el despacho? ¿El dormitorio? ¿Y aquí qué hay?

Tiene una respiración forzada y se seca el sudor de la frente.

A pesar de su mucho trabajo no deja el cargo de médico rural: la avaricia es más fuerte que él, quiere poder con todo. En Diálizh y en la ciudad lo llaman simplemente Iónich. "¿Adónde irá Iónich?" o "¿Por qué no consultamos a Iónich?"

Seguramente por tener la garganta aprisionada por la grasa, se le ha cambiado la voz, la tiene ahora fina y aguda. También le ha cambiado el carácter... es más pesado e irritable. Al recibir a los enfermos por lo común se enfada, golpea impaciente con el bastón contra el suelo y grita con su voz desagradable:

-¡Limítese sólo a contestar a las preguntas! ¡Silencio!

Está solo. Su vida es aburrida, nada ni nadie le llega a interesar.

En todos esos años vividos en Diálizh, el amor por Katia ha sido su única alegría y seguramente la última. Por las tardes juega a las cartas en el club, después se sienta sólo a una gran mesa y cena. Le sirve Iván, el sirviente más viejo y respetado, y ya todos -los encargados del club, el cocinero y el sirviente- saben lo que le gusta y lo que no y se esfuerzan por satisfacer todos sus menores deseos. Porque no vaya a ser que se enfade y empiece a dar bastonazos contra el suelo.

Mientras cena, en ocasiones se da la vuelta e interviene en alguna conversación.

-¿De qué hablan? ¿Eh? ¿De quién?

Y cuando por casualidad en alguna mesa vecina se toca el tema de los Turkin, siempre pregunta:

-¿De qué Turkin hablan ustedes? ¿Esa gente que tiene una hija que toca el piano?

Esto es todo lo que se puede decir de él.

¿Y de los Turkin? Iván Petróvich no ha envejecido, no ha cambiado nada y como siempre dice frases ingeniosas y cuenta chistes; Vera Iósifovna lee sus novelas a los invitados con la misma solicitud y cordial sencillez. Katia toca el piano sus cuatro horas. Ha envejecido sensiblemente, tiene algún achaque y cada otoño se marcha con su madre a Crimea. Al despedirlas en la estación, cuando el tren se pone en marcha, Iván Petróvich se seca las lágrimas y grita:

-¡Hasta la vista, por favor! Y agita un pañuelo.

Anton Chejov


Biblioteca Digital Ciudad Seva

Richa manda cancelar estudos que poderiam levar a fechamento de escolas




Ele precisa abrir o pacote de "bondades" para reorganizar sua base, para poder cacifar com seu apoio -investimento -(de "benemérito da educação" ) os prefeitos e vereadores nas eleições vindouras , apoios que naturalmente serão devolvidos com juros quando Precisar. Fechar escolas do interior esperando ter menos impacto na mídia e menor reação da sociedade é um erro.Enfraqueceria candidaturas identificadas com nosso autocrata das araucárias.

Wilson Roberto Nogueira

terça-feira, 20 de outubro de 2015

Freyre e Bastide Os dois lados da luneta


Fundação Memorial da América Latina .http://www.memorial.org.br

Fernanda Peixoto.Doutora em antropologia social pela USP, professora da UNESP/Araraquara e colaboradora do IDESP.

A formação protestante e a articulação dos enfoques antropológico e sociológico nas análises e pelo tom das narrativas que constrói

A obra de Gilberto Freyre quando das suas pesquisas sobre as religiões afro-brasileiras, que vão obrigar o intérprete a redimensionar suas análises sobre sincretismo e a enfrentar, de novos ângulos, as nossas “porções africanas “.A etnografia das ilhas africanas no Brasil é inseparável de uma sociologia dos contatos culturais que aqui se processam. Nesse sentido, africanista sui generis, ao mesmo tempo que escapa dela escapa devido à amplitude das reflexões que produziu.
O pensamento social brasileiro, em sua feição africanista- Nina Rodrigues, Manoel Querino, Arthur ramos, Edson Carneiro, etc

O mérito maior de Gilberto Freyre segundo Bastide é precisamente o seu hibridismo metodológico e expositivo. O estilo sociológico e narrativo ;a combinação de poesia e documentação, a técnica pontilhista do afresco gilbertiano, a importância dos pontos de vista subjetivo e das histórias de vida na apreensão da realidade social. Na sociologia “hibrida e anfíbia” de Freyre , Bastide encontrou um exemplo bem acabado de articulação dos pontos de vista histórico, antropológico e sociológico ,além de um casamento bem sucedido entre análise cientifica e narrativa literária: “ Obras cientificas, sem dúvida , estas do mestre pernambucano, pois para escrevê-las Gilberto Freyre criou métodos próprios, inventou uma forma especial de sociologia, que ele chama de proustiana. Mas também obras de um escritor, no sentido do mais completo do termo. Não uma prosa cartesiana, senão um estilo sensual, carnal, que exprime com admirável nitidez e relevo, todo o calor dos trópicos, todo o perfume da        cana-de-açúcar madura, toda a volúpia das negrinhas e das ameríndias, a grande cumplicidade dos homens com a natureza, as relações sexuais dos meninos da bagaceira com os bichos do engenho, os pesadelos dos monstros apocalípticos povoando as noites dos rudes habitantes do nordeste” (Bastide,Roger.Apresentação de Gilberto Freyre.  1953 )

A comprovação do valor da obra multifacetada de Freyre pode ser encontrada, segundo Bastide, nas contribuições que traz à sociologia – a partir de sua  estruturação teórica e do sistema conceitual que mobiliza- e também à literatura. Bastide destaca a importância de Casa Grande e Senzala como elemento de ligação entre o movimento modernista de São Paulo e a literatura regionalista de José Lins do Rego, por exemplo, contrariando assim algumas leituras que viam, e ainda veem, Gilberto Freyre como um tradicionalista, oponente do grupo de São Paulo "(Annales 13(1 ),1959,pp30-46 )
No que diz respeito à compreensão das relações entre negros e brancos na sociedade brasileira, a grandeza da contribuição de Freyre , foi ter demolido as explicações raciais, colocando o problema em chave sociológica e , fundamentalmente , em ter logrado articular na explicação os níveis micro e macro-sociológicoso”(Bastide,”État actuel des études afro-brésiliennes “, Anais do 31 Congresso Internacional de Americanistas, São Paulo, Anhembi, 1955, p. 554 (t. da A. ). )

“Gilberto Freyre estudou bem em Casa Grande e Senzala esses diversos fenômenos (do sincretismo ), mas estudou- os do ponto de vista da civilização brasileira, e não do ponto de vista que aqui nos preocupa, das civilizações africanas.”(Bastide , As religiões africanas no Brasil, Rio de Janeiro, Pioneira, 1971, 2 vols., p 103)

Nos dois livros de Freyre está presente a ideia de formação : da família patriarcal , no primeiro caso, da civilização africana , no segundo. Nos dois , a formação de uma nova civilização se dá a partir de materiais heteróclitos , de origens diversas . A civilização brasileira tem origem , no modelo de Freyre e de tantos outros , a partir das heranças portuguesas, indígena e africana .Portanto, a África brasileira não é decalque , cópia de um modelo original, mas reelaboração , produto também híbrido.

A discussão dos processos formativos está baseada no acompanhamento das condições históricas da formação da família patriarcal. em Gilberto Freyre encontra-se descrita uma sociedade de estrutura dual _ Casa Grande & Senzala, pretos e brancos, Sobrados e Mucambos, cujo dualismo não compromete a manutenção do todo; ao contrário, a totalidade é alimentada pelo “equilíbrio de antagonismos “. A caracterização do processo formativo brasileiro orientado por um principio de equilíbrio de antagonismos, emblemática da obra de Gilberto Freyre , mostra Ricardo Benzaquen (Guerra e Paz, Rio de Janeiro, Editora 34, 1994 ),

Gilberto Freyre está interessado em analisar o contato operado entre essas polaridades  que dá origem ao produto mestiço.  de contato que se trata e portanto de trocas materiais , culturais e simbólicas, de mestiçagem .Não há mistura entre os elementos em contato , mas de sobreposição, o que  permite justamente a retomada dos materiais originais que fazem parte do composto.

As controvertidas formulações luso-tropicais de Gilberto Freyre, que ganham corpo após a viagem do sociólogo brasileiro à  África   em 1951, teses que salientam, entre outras coisas , a adaptabilidade portuguesa aos trópicos e a miscigenação como marca do mundo que o português criou , com relativo otimismo.. O caso brasileiro, e a imagem da democracia racial, parecia  oferecer um alento para o contexto europeu do pós-guerra, atravessado por racismos dos mais diferentes tipos.

Os estudos sobre aculturação, mostra Bastide, detiveram-se de modo geral sobre o impacto da cultura considerada superior sobre a cultura modificada; raramente preocuparam-se com as com as modificações verificadas nas duas culturas em contato. Este foi o mérito das inferências de Freyre sobre a ação portuguesa nos trópicos. Ele mostra como os portugueses modificaram a sua cultura ocidental , deixando-se impregnar pelas culturas exóticas. O luso tropicalismo portanto sinaliza adaptação reciproca , relação de dupla mão.


A distinção feita em tempos de relações cordiais de Freyre com o Salazarismo . O alinhamento politico das teses  lusotropicais de Freyre com o ponto de vista do dominador branco .

quinta-feira, 15 de outubro de 2015

Cuento azul


Marguerite Yourcenar

Los mercaderes procedentes de Europa estaban sentados en el puente, de cara a la mar azul, en la sombra color índigo de las velas remendadas de retazos grises. El sol cambiaba constantemente de lugar entre los cordajes y, con el balanceo del barco, parecía estar saltando como una pelota que rebotara por encima de una red de mallas muy abiertas. El navío tenía que virar continuamente para evitar los escollos; el piloto, atento a la maniobra, se acariciaba el mentón azulado.
Al crepúsculo, los mercaderes desembarcaron en una orilla embaldosada de mármol blanco; vetas azuladas surcaban la superficie de las grandes losas que antaño fueran revestimiento de templos. La sombra que cada uno de los mercaderes arrastraba tras de sí por la calzada, al caminar en el sentido del ocaso, era más alargada, más estrecha y no tan oscura como en pleno mediodía; su tonalidad, de un azul muy pálido, recordaba a la de las ojeras que se extienden por debajo de los párpados de una enferma. En las blancas cúpulas de las mezquitas espejeaban inscripciones azules, cual tatuajes en un seno delicado; de vez en cuando, una turquesa se desprendía por su propio peso del artesonado y caía con un ruido sordo sobre las alfombras de un azul muelle y descolorido.

Se levantó la luna y emprendió una danza errática, como un espíritu endiablado, entre las tumbas cónicas del cementerio. El cielo era azul, semejante a la cola de escamas de una sirena, y el mercader griego encontraba en las montañas desnudas que bordeaban el horizonte un parecido con las grupas azules y rasas de los centauros.

Todas las estrellas concentraban su fulgor en el interior del palacio de las mujeres. Los mercaderes penetraron en el patio de honor para resguardarse del viento y del mar, pero las mujeres, asustadas, se negaban a recibirlos y ellos se desollaron en vano las manos a fuerza de llamar a las puertas de acero, relucientes como la hoja de un sable.

Tan intenso era el frío, que el mercader holandés perdió los cinco dedos de su pie izquierdo; al mercader italiano le amputó los dedos de la mano derecha una tortuga que él había tomado, en la oscuridad, por un simple cabujón de lapislázuli. Por fin, un negrazo salió del palacio llorando y les explicó que, noche tras noche, las damas rechazaban su amor por no tener la piel suficientemente oscura. El mercader griego supo congraciarse con el negro merced al regalo de un talismán hecho de sangre seca y de tierra de cementerio, así es que el nubio los introdujo en una gran sala color ultramar y recomendó a las mujeres que no hablaran demasiado alto para que no despertaran los camellos en su establo y no se alterasen las serpientes que chupan la leche del claro de luna.

Los mercaderes abrieron sus cofres ante los ojos ávidos de las esclavas, en medio de olorosos humos azules, pero ninguna de las damas respondió a sus preguntas y las princesas no aceptaron sus regalos. En una sala revestida de dorados, una china ataviada con un traje anaranjado los tachó de impostores, pues las sortijas que le ofrecían se volvían invisibles al contacto de su piel amarilla. Ninguno advirtió la presencia de una mujer vestida de negro, sentada en el fondo de un corredor, y como le pisaran sin darse cuenta los pliegues de su falda, ella los maldijo invocando al cielo azul en la lengua de los tártaros, invocando al sol en la lengua turca, e invocando la arena en la lengua del desierto. En una sala tapizada de telas de araña, los mercaderes no obtuvieron respuesta de otra mujer, vestida de gris, que sin cesar se palpaba para estar segura de que existía; en la siguiente sala, color grana, los mercaderes huyeron a la vista de una mujer vestida de rojo que se desangraba por una ancha herida abierta en el pecho, aunque ella parecía no darse cuenta, ya que su vestido no estaba ni siquiera manchado.

Pudieron al cabo refugiarse en el ala donde estaban las cocinas y allí deliberaron acerca del mejor medio para llegar hasta la caverna de los zafiros. Constantemente los molestaba el trajín de los aguadores, y un perro sarnoso fue a lamer el muñón azul del mercader italiano, el que había perdido los dedos. Al fin, vieron aparecer por la escalera de la bodega a una joven esclava que llevaba hielo granizado en un ataifor de cristal turbio; lo depositó sin mirar dónde, sobre una columna de aire, para dejarse las manos libres y poder saludar, levantándolas hasta la frente, donde llevaba tatuada la estrella de los magos. Sus cabellos azul-negros fluían desde las sienes hasta los hombros; sus ojos claros miraban el mundo a través de dos lágrimas; y su boca no era sino una herida azul. Su vestido color lavanda, de fina tela desteñida por hartos lavados, estaba desgarrado en las rodillas, pues la joven tenía por costumbre prosternarse para rezar y lo hacía constantemente.

Poco importaba que no comprendiera la lengua de los mercaderes, pues era sordomuda; así, se limitó a asentir gravemente con la cabeza cuando ellos inquirieron cómo ir hasta el tesoro mostrándole en un espejo sus ojos color de gema y señalando luego la huella de sus pasos en el polvo del corredor. El mercader griego le ofreció sus talismanes: la niña los rechazó como lo hubiera hecho una mujer dichosa, pero con la sonrisa amarga de una mujer desesperada; el mercader holandés le tendió un saco lleno de joyas, pero ella hizo una reverencia desplegando con las manos el pobre vestido todo roto, y no les fue posible adivinar si es que se juzgaba demasiado indigente o demasiado rica para tales esplendores.

Luego, con una brizna de hierba levantó el picaporte de la puerta y se encontraron en un patio redondo como el interior de un pozal, lleno hasta los bordes de la fría luz matinal. La joven se sirvió de su dedo meñique para abrir la segunda puerta que daba a la llanura y, uno tras otro, se encaminaron hacia el interior de la isla por un camino bordeado de matas de aloe. Las sombras de los mercaderes iban pegadas a sus talones, cual siete víboras pequeñas y negras, en tanto que la muchacha estaba desprovista de toda sombra, lo que les dio que pensar si no sería un fantasma.

Las colinas, azules a distancia, se volvían negras, pardas o grises a medida que se aproximaban; sin embargo, el mercader de la Turena no perdía el valor y para darse ánimos cantaba canciones de su tierra francesa. El mercader castellano recibió por dos veces la picadura de un escorpión y sus piernas se hincharon hasta las rodillas y cobraron un color de berenjena madura, pero no parecía sentir dolor alguno e incluso caminaba con el paso más seguro y más solemne que los otros, como si estuviera sostenido por dos gruesos pilares de basalto azul. El mercader irlandés lloraba viendo cómo gotas de sangre pálida perlaban los talones de la muchacha, que andaba descalza sobre cascos de porcelana y de vidrios rotos.

Cuando llegaron al sitio, tuvieron que arrastrarse de rodillas para entrar a la caverna, que no abría al mundo más que una boca angosta y agrietada. La gruta era, sin embargo, más espaciosa de lo que hubiera podido esperarse y, así que sus ojos hubieron hecho buenas migas con las tinieblas, descubrieron por doquier fragmentos de cielo entre las fisuras de la roca. Un lago muy puro ocupaba el centro del subterráneo, y cuando el mercader italiano lanzó una guija para calcular la profundidad, no se la oyó caer, pero se formaron pompas en la superficie, como si una sirena bruscamente desesperada hubiera expelido todo el aire que llenaba sus pulmones. El mercader griego empapó sus manos ávidas en aquella agua y las sacó teñidas hasta las muñecas, como si se tratara de la tina hirviendo de una tintorera; mas no logró apoderarse de los zafiros que bogaban, cual flotillas de nautilos, por aquellas aguas más densas que las de los mares. Entonces, la joven deshizo sus largas trenzas y sumergió los cabellos en el lago: los zafiros se prendieron en ellos como en las mallas sedosas de una oscura red. Llamó primero al mercader holandés, que se metió las piedras preciosas en las calzas; luego, al mercader francés, que se llenó el chapeo de zafiros; el mercader griego atiborró un odre que llevaba al mercader castellano, arrancándose los sudados guantes de cuero, los llenó y se los puso colgados al cuello, de tal suerte que parecía llevar dos manos cortadas. Cuando le llegó el turno al mercader irlandés, ya no quedaban zafiros en el lago; la joven esclava se quitó un colgante de abalorios que llevaba y por señas le ordenó que se lo pusiera sobre el corazón.

Salieron arrastrándose de la caverna y la muchacha pidió al mercader irlandés que la ayudara a rodar una gruesa piedra para cerrar la entrada. Luego, colocó un precinto confeccionado con un poco de arcilla y una hebra de sus cabellos.

El camino se les hizo más largo que a la ida por la mañana. El mercader castellano, que empezaba a sufrir a causa de sus piernas emponzoñadas, se tambaleaba y blasfemaba invocando el nombre de la madre de Dios. El mercader holandés, que estaba hambriento, trató de arrancar las azules brevas maduras, de una higuera, pero un enjambre de abejas ocultas en la espesura almibarada lo picaron profundamente en la garganta y en las manos.

Llegados al pie de las murallas, el grupo dio un rodeo para evitar a los centinelas y se dirigieron sin hacer ruido hacia el puerto de los pescadores de sirenas, que estaba siempre desierto, pues hacía largo tiempo que no se pescaban ya sirenas en aquel país. La barca flotaba blandamente en el agua, amarrada al dedo de un pie de bronce, único resto de una estatua colosal erigida antaño en honor a un dios del que ya nadie recordaba el nombre. En el muelle, la esclava sordomuda hizo intención de despedirse de los hombres, saludándolos con las manos puestas en el corazón; entonces, el mercader griego la tomó por las muñecas y la arrastró hasta el barco, movido por el propósito de venderla al príncipe veneciano del Negroponto, de quien se sabía que le gustaban las mujeres heridas o afectadas de alguna invalidez. La doncella se dejó llevar sin oponer resistencia y sus lágrimas, al caer sobre las maderas del puente, se transformaban en bellas aguamarinas, así es que sus verdugos se las ingeniaron para darle motivos que la hicieran llorar.

La dejaron desnuda y la ataron al palo mayor; su cuerpo era tan blanco que servía de fanal al barco en aquella noche clara navegando entre las islas. Cuando hubieron terminado su partida de palillos, los mercaderes bajaron a la cabina para echarse a dormir. Hacia el alba, el holandés subió al puente aguijoneado por el deseo y se acercó a la prisionera, dispuesto a violentarla. Mas he aquí que la niña había desaparecido: las ligaduras colgaban, vacías, del tronco negro del mástil, como un cinturón demasiado ancho, y en el lugar donde se habían posado sus pies suaves y delgados no quedaba otra cosa que un mantoncito de hierbas aromáticas que exhalaban un humillo azul.

En los días que siguieron reinó una calma chicha, y los rayos del sol, que caían a plomo sobre la lisa superficie color de algas, producían un chirrido de hierro candente sumergido en agua fría. Las piernas gangrenadas del mercader castellano se habían puesto azules como las montañas que se columbraban en el horizonte y purulentos regueros se deslizaban desde las tablas del puente hasta el mar. Cuando el sufrimiento se hizo intolerable, el hombre sacó del cinturón una ancha daga triangular y se cercenó a la altura de los muslos las dos piernas envenenadas. Murió agotado al despuntar la aurora, después de haber legado sus zafiros al mercader suizo, que era su enemigo mortal.

Al cabo de una semana recalaron en Esmirna y el mercader de Turena, que siempre había temido al mar, optó por desembarcar, con intención de continuar su viaje a lomos de una buena mula. Un banquero armenio le cambió los zafiros por diez mil monedas con la efigie del Preste Juan. Eran piezas perfectamente redondas y el francés cargó alegremente con ellas hasta trece mulos; pero, así que llegó a Angers, tras siete años de viaje, se encontró con la sorpresa de que las monedas del monarca-preste no tenían curso en su país.

En Ragusa, el mercader holandés trocó sus zafiros por una jarra de cerveza servida en el mismo muelle, pero tuvo que escupir aquel insulso líquido aventado que no tenía el mismo gusto que la cerveza de las tabernas de Ámsterdam. El mercader italiano desembarcó en Venecia con el propósito de hacerse proclamar Dogo, mas pereció asesinado al día siguiente de sus nupcias con la laguna. En cuanto al mercader griego, se le ocurrió atar los zafiros a un cabo largo y suspenderlos en el costado de la barca, esperando que el contacto con las olas fuera benéfico para su hermoso color azul. Al mojarse, las gemas se volvieron líquidas y apenas si añadieron al tesoro del mar unas pocas gotas de agua transparente. El hombre se consoló pescando peces y asándolos al rescoldo de la ceniza.

Un atardecer, al cabo de veintisiete días de navegación, el barco fue atacado por un corsario. El mercader de Basilea se tragó sus zafiros para sustraerlos de la avaricia de los piratas y murió de atroces dolores de entrañas. El griego se echó al mar y fue recogido por un delfín, que lo condujo hasta Tinos. El irlandés, molido a golpes, fue dejado por muerto en la barca, entre los cadáveres y los sacos vacíos; nadie se tomó la molestia de quitarle el colgante de falsas piedras azules, que no tenía ningún valor. Treinta días más tarde, la barca a la deriva entró por sí misma en el puerto de Dublín y el irlandés echó pie a tierra para mendigar un pedazo de pan.

Estaba lloviendo. Los tejados oblicuos de las casas bajas sugerían grandes espejos destinados a captar los espectros de la luz muerta. La calzada desigual se encharcaba más y más; el cielo, de un parduzco sucio, parecía tan cenagoso que ni los ángeles se hubieran atrevido a salir de la casa de Dios; las calles estaban desiertas; el puesto de un mercero ambulante, que vendía calcetines de lana cruda y cordones para los zapatos, se veía abandonado al borde de una acera debajo de un paraguas abierto. Los reyes y los obispos esculpidos en el pórtico de la catedral no hacían nada para impedir que cayera la lluvia sobre sus coronas o sus mitras, y la Magdalena recibía el agua en sus senos desnudos.

El mercader, todo desalentado, fue a sentarse bajo el pórtico junto a una joven mendiga, tan pobre que su cuerpo, azulenco de frío, se veía a través de los desgarrones de su vestido gris. Sus rodillas se entrechocaban ligeramente; sus dedos cubiertos de sabañones apretaban un mendrugo de pan. El mercader le pidió por el amor de Dios que se lo diera, y ella se lo tendió en el acto. El mercader hubiera querido regalarle el colgante de abalorios azules, puesto que no tenla ninguna otra cosa que ofrecer; más en vano buscó en sus bolsillos, alrededor de su cuello, entre las cuentas de su rosario. No hallándolo, se echó a llorar desconsolado: no poseía ya nada que pudiera recordarle el color del cielo y la tonalidad del mar en donde había estado a punto de perecer.

Suspiró profundamente y, como el crepúsculo y la fría niebla se espesaban en derredor, la muchachita se apretujó contra él para darle calor. El hombre le hizo preguntas acerca del país y ella le contestó en el tosco dialecto del pueblo que dejara antaño, siendo aún muy chico. Entonces, apartó los cabellos desgreñados que cubrían el rostro de la mendiga, pero tan sucio estaba que la lluvia iba trazando en él regueritos blancos, y el mercader descubrió horrorizado que la niña era ciega y que una siniestra nube velaba el ojo izquierdo. No dejó por ello, sin embargo, de posar su cabeza en aquellas rodillas mal cubiertas de harapos y se durmió sosegado: el ojo derecho, que había visto privado de mirada, era milagrosamente azul.



Biblioteca Digital Ciudad Seva

"O Brasil hoje está em uma encruzilhada histórica extremamente importante, assim como ele esteve em 1964. Antes do golpe o país tinha que escolher dois caminhos: se ele seria uma sociedade de massas mais inclusiva, ou uma sociedade pra 20% e a escolha feita com o golpe foi a escolha por essa minoria. A sociedade deve perceber o que ela tem a perder e o preço que isso envolve. Os governos petistas conseguiram de algum modo estimular uma ascenção social histórica no Brasil coisa que não havia acontecido antes, obviamente teve um contexto favorável a isso, mas essas condições já haviam acontecido e nada foi feito porque não havia vontade política. A nossa encruzilhada histórica é: ou a gente volta pra uma sociedade de 20%, e o risco disso acontecer existe, ou aprofunda essa inclusão."

Jessé Souza

http://goo.gl/1mn8St

segunda-feira, 12 de outubro de 2015


Vuelve



Konstantino Kavafis

Vuelve a menudo y tómame,
amada sensación, vuelve y tómame
cuando despierta del cuerpo la memoria,
y un antiguo deseo atraviesa la sangre,
cuando los labios y la piel recuerdan,
y sienten las manos que acarician de nuevo.

Vuelve a menudo y tómame en la noche,
cuando los labios y la piel recuerdan...



Excuse à Ariste

Pierre CORNEILLE (1606-1684)

... Je sais ce que je vaux, et crois ce qu'on m'en dit.
Pour me faire admirer je ne fais point de ligue :
J'ai peu de voix pour moi, mais je les ai sans brigue ;
Et mon ambition, pour faire plus de bruit,
Ne les va point quêter de réduit en réduit ;
Mon travail sans appui monte sur le théâtre ;
Chacun en liberté l'y blâme ou l'idolâtre.
Là, sans que mes amis prêchent leurs sentiments,
J'arrache quelquefois trop d'applaudissements ;
Là, content du succès que le mérite donne,
Par d'illustres avis je n'éblouis personne ;
Je satisfais ensemble et Peuple et Courtisans ;
Et mes vers en tous lieux sont mes seuls partisans ;
Par leur seule beauté ma plume est estimée ;
Je ne dois qu'à moi seul toute ma renommée,
Et pense, toutefois, n'avoir point de rival

A qui je fasse tort en le traitant d'égal...

CANSEI DE ILUSÕES


Lupicinio Rodrigues.

"Saudade
Diga à esse moço por favor
Como foi sincero meu amor
Quanto o adorei tempos atrás...
Saudade
Não se esqueça também de dizer
Que é você quem me faz adormecer

Pra que u viva em paz!!!

Nervos de Aço


Lupicínio Rodrigues

Você sabe o que é ter um amor, meu senhor?
Ter loucura por uma mulher
E depois encontrar esse amor, meu senhor,
Ao lado de um tipo qualquer?
Você sabe o que é ter um amor, meu senhor
E por ele quase morrer
E depois encontrá-lo em um braço,
Que nem um pedaço do seu pode ser?
Há pessoas de nervos de aço,
Sem sangue nas veias e sem coração,
Mas não sei se passando o que eu passo
Talvez não lhes venha qualquer reação.
Eu não sei se o que trago no peito
É ciúme, é despeito, amizade ou horror.
Eu só sei é que quando a vejo
Me dá um desejo de morte ou de dor.



Foi Assim


Lupicínio Rodrigues

Foi assim
Eu tinha alguém que comigo morava
Porém tinha um defeito que brigava
Embora com razão ou sem razão
Encontrei
Um dia uma pessoa diferente
Que me tratava carinhosamente
Dizendo resolver minha questão
Mas não
Foi assim
Troquei essa pessoa que eu morava
Por essa criatura que eu julgava
Pudesse compreender todo o meu eu
Mas no fim
Fiquei na mesma coisa que eu estava
Porque a criatura que eu sonhava
Não faz aquilo que me prometeu
Não sei se é meu destino
Não sei se é meu azar
Mas tenho que viver brigando
Se todos no mundo encontram seu par
Por que só eu vivo trocando
Se deixo de alguém
Por falta de carinho
Por brigas e outras coisas mais
Quem aparece no meu caminho
Tem os defeitos iguais



IDA Y VUELTA

Hace algunos años escribì esto. Vivía en Suecia.

IDA Y VUELTA

Aproveché la mañana hueca de proyectos y huérfana de obligaciones, y salí a pasear por la porteñísima Calle Florida, donde el sol me recibió con una caricia tibia que hacía mucho tiempo no sentía sobre mi piel escandinava.
El viaje fue cortito. Me bastó un cerrar de ojos y allí estaba, otra vez
caminando desde Diagonal hacia Plaza San Martín, y a medida que avanzaba me iba desintoxicando de la angustia que sin derechos adquiridos o permiso de funcionamiento insistía en abrir sus puertas en esa mañana hecha para no pensar en nada más que no fuera no pensar en nada más.
Creo que fue cuando llegaba a la esquina de la calle Paraguay y pisaba la sombra de mí mismo que me miraba triste desde las baldosas flojas de esa calle que ya fue tan mía, que finalmente pude desembarazarme de ese malestar vitalicio que me pisa los talones. De allí en adelante la caminata fue agradable, amable, aliviada, llenándome los pulmones de bemoles y alfajores,haciendo que olvidara los motivos que alumbraron a esa angustia mal parida.
Desacostumbrado y por eso mareado y empalagado de tanto sol, ni bien pisé la Plaza decidí que era tiempo de regresar, y fue lo que hice sin pensar dos veces.Cerré con siete llaves los portones de la fantasía, y abriendo los ojos volví al invierno sueco del cual soy inquilino honoris causa, y sin pérdida de tiempo me senté frente a la computadora para registrar en mi memoria electrónica, que he llegado a la conclusión de que la lección tantas veces aprendida no ofrece ninguna garantía, puesto que aún conociendo las actitudes y los argumentos que debemos esgrimir para protegernos, no siempre los emplearemos cuando sean necesarios, ya que nuestra malsana necesidad de sufrir iguala en fundamento y urgencia a nuestro imperativo deseo de derrotar a ese mismo sufrimiento.
Satisfecho con el tono bronceado que mi aventura metafísica dejó sobre la epidermis de mis recuerdos, apagué el aparato cibernético con una sensación de déjà vu y al mismo tiempo de deber cumplido, y me fui a visitar el jardín de mi casa, donde la nieve hacía muchas horas que me esperaba sentada sobre un pasto congelado y desteñido que pacientemente se dedicaba a contar los días que faltaban hasta la llegada de la primavera.
Empecé a silbar el tango preferido de la nieve, y ésta, con una mirada
insinuante y pedigüeña, me invitó a bailar al compás de un par de lágrimas virtuales, y yo, heredero universal de mi pasado, dije que sí, y ciñéndole la cintura al desarraigo y apoyando mi mejilla en el rostro de otros tiempos, bailé una soledad interminable.


Bruno Kampel



Lobos? São muitos.
Mas tu podes ainda
A palavra na língua
Aquietá-los.
Mortos? O mundo.
Mas podes acordá-lo
Sortilégio de vida
Na palavra escrita.
Lúcidos? São poucos.
Mas se farão milhares
Se à lucidez dos poucos
Te juntares.
Raros? Teus preclaros amigos.
E tu mesmo, raro.
Se nas coisas que digo

Acreditares.

Hilda  Hilst,

Desnoções e algibeiras
para ser grilo
há que ter algibeiras
onde também caibam silêncios.
ser sorrateiro
espreitando entre dois fios de relva.
saber fazer uma teia invisível
onde o infinito se armadilhe.
encarar o universo com
demasiada intimidade,
a modos que quintal.
[saber que:]
as estrelas encarecem
de carinho
e brilham para mais desanonimato.
sonetar com roncos de garganta
mas desminar rebentamentos no coração.
para ser grilo
há que ter desnoções:
[viver que:]
há só uma distanciaçãozinha
entre apalmilhar um quintal
e acomodar estrelas num abraço.



- Ondjaki, 

em "Materiais para confecção de um espanador de tristezas". Lisboa: Editorial Caminho, 2009.

sábado, 10 de outubro de 2015

Duplipensar


Interessante que o Hora 1 e o Jornal da Globo, quase que descaradamente, revelam as reais intenções da Rede Globo na construção do Duplipensar. Nessas horas é que o cyber universo torna-se pelego.
Quem poderia me responder se tecnicamente estaríamos [nós, o povo!], em relação às gerações anteriores, mais ou menos inseridos nas decisões globais? Ou, ao mesmo tempo, mais inseridos dentro do contexto dos que se organizam por interesses similares, e menos, nos demais variados casos? Ou, como mais uma das opções em que todas são verdadeiras, a internet, nada mais é do que Hermógenes, a internet é o Grande Irmão!
Você ama a internet?

De qualquer forma, a mídia é a que melhor usa a fragilidade humana perante a necessidade de controle, Controlamos inclusive não só a vida dos vizinhos, que cada vez mais tornam-se menos conhecidos, quanto a vida das celebridades, E então, mesmo que não tenha consciência disso, você assume a justeza do controle e é controlado, justificadamente.

Ricardo Pozzo