Hace algunos años escribì esto. Vivía en Suecia.
IDA Y VUELTA
Aproveché la mañana hueca de proyectos y huérfana de
obligaciones, y salí a pasear por la porteñísima Calle Florida, donde el sol me
recibió con una caricia tibia que hacía mucho tiempo no sentía sobre mi piel
escandinava.
El viaje fue cortito. Me bastó un cerrar de ojos y allí
estaba, otra vez
caminando desde Diagonal hacia Plaza San Martín, y a medida
que avanzaba me iba desintoxicando de la angustia que sin derechos adquiridos o
permiso de funcionamiento insistía en abrir sus puertas en esa mañana hecha
para no pensar en nada más que no fuera no pensar en nada más.
Creo que fue cuando llegaba a la esquina de la calle
Paraguay y pisaba la sombra de mí mismo que me miraba triste desde las baldosas
flojas de esa calle que ya fue tan mía, que finalmente pude desembarazarme de
ese malestar vitalicio que me pisa los talones. De allí en adelante la caminata
fue agradable, amable, aliviada, llenándome los pulmones de bemoles y
alfajores,haciendo que olvidara los motivos que alumbraron a esa angustia mal
parida.
Desacostumbrado y por eso mareado y empalagado de tanto sol,
ni bien pisé la Plaza decidí que era tiempo de regresar, y fue lo que hice sin
pensar dos veces.Cerré con siete llaves los portones de la fantasía, y abriendo
los ojos volví al invierno sueco del cual soy inquilino honoris causa, y sin
pérdida de tiempo me senté frente a la computadora para registrar en mi memoria
electrónica, que he llegado a la conclusión de que la lección tantas veces
aprendida no ofrece ninguna garantía, puesto que aún conociendo las actitudes y
los argumentos que debemos esgrimir para protegernos, no siempre los
emplearemos cuando sean necesarios, ya que nuestra malsana necesidad de sufrir
iguala en fundamento y urgencia a nuestro imperativo deseo de derrotar a ese
mismo sufrimiento.
Satisfecho con el tono bronceado que mi aventura metafísica
dejó sobre la epidermis de mis recuerdos, apagué el aparato cibernético con una
sensación de déjà vu y al mismo tiempo de deber cumplido, y me fui a visitar el
jardín de mi casa, donde la nieve hacía muchas horas que me esperaba sentada
sobre un pasto congelado y desteñido que pacientemente se dedicaba a contar los
días que faltaban hasta la llegada de la primavera.
Empecé a silbar el tango preferido de la nieve, y ésta, con
una mirada
insinuante y pedigüeña, me invitó a bailar al compás de un
par de lágrimas virtuales, y yo, heredero universal de mi pasado, dije que sí,
y ciñéndole la cintura al desarraigo y apoyando mi mejilla en el rostro de
otros tiempos, bailé una soledad interminable.
Bruno Kampel
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