Guy de Maupassant
No sé exactamente el año. Llevaba todo un mes
cazando por aquellos lugares con un brío impetuoso y una alegría salvaje, con
ese ardor que se tiene para las pasiones nuevas. Me hallaba en Normandía, en
casa de un pariente soltero, Jules de Banneville; y éramos solamente nosotros
dos, una doncella, un doméstico y el guarda del castillo señorial. Este
castillo, viejo edificio grisáceo rodeado de pinos, en cuyo interior había unas
largas avenidas de castaños azotados por el viento, parecía abandonado desde hacía
siglos. Un mobiliario antiguo era lo único que contenían aquellos salones
siempre cerrados, donde antaño unos personajes, cuyos retratos se veían
colgados en un corredor tan desapacible como las avenidas, recibían
ceremoniosamente a los nobles vecinos.
Pero nosotros nos habíamos refugiado en la
cocina, único rincón habitable de la mansión, una inmensa cocina, cuyas
paredes, perdidas en las tinieblas, se iluminaban cuando se arrojaba un nuevo
haz de leña en la amplia chimenea. Todas las noches, después de despabilar una
dulce modorra ante el fuego, y una vez que de nuestras botas se había evaporado
la humedad, subíamos a nuestra habitación, mientras que los podencos, allí
mismo, como sonámbulos, soñando escenas de caza, lanzaban ladridos
amortiguados.
La habitación era la única pieza del castillo
que se había techado y enyesado completamente, a causa de los ratones. Pero la
habían dejado sin muebles, blanqueada de cal, y, en las paredes, solamente
colgaban unas escopetas, varios látigos y algunos cuernos de caza. Colocadas en
los dos rincones de esta choza siberiana había dos camas, en las cuales nos
deslizábamos tiritando.
Frente al castillo, a una legua de distancia,
el acantilado caía a pico sobre el mar; y, noche y día, los poderosos vientos
del océano arrancaban suspiros de los recios árboles encorvados, gemidos al
techo y a las veletas, y hacían rechinar todo el venerable edificio, invadido
por el viento que entraba por entre sus tejas sueltas, sus chimeneas grandes
como abismos y sus ventanas, que no cerraban ya.
* * *
Aquel día había helado de una manera horrible.
Al llegar la noche nos sentamos a la mesa, ante el gran fuego de la alta
chimenea, donde asaban un lomo de liebre y dos perdices, que olían muy bien. Mi
primo levantó la cabeza, y dijo:
-No hará calor cuando nos acostemos.
Indiferente, repliqué:
-No, pero tendremos patos en los estanques
mañana por la mañana.
La sirvienta, que ponía nuestros cubiertos en
un extremo de la mesa y los de los domésticos en el otro, preguntó:
-¿Saben los señores que esta noche es
Nochebuena?
Seguramente no nos habíamos enterado, pues
apenas mirábamos el calendario. Mi compañero contestó:
-Entonces esta noche es la misa del gallo. ¡Y
por eso las campanas han estado sonando todo el día!
La sirvienta replicó:
-Sí y no, señor; también han tocado porque ha
muerto Fournel padre.
Fournel padre, anciano pastor, era una
celebridad del país. Tenía ochenta y seis años de edad, y nunca había estado
enfermo hasta el momento en que, un mes antes, había cogido un frío al caerse
dentro de una charca en una noche oscura. Al día siguiente se había quedado en
cama, y desde entonces estaba agonizando. Mi primo se volvió hacia mí:
-Si quieres -dijo-, iremos dentro de un rato a
ver a esas pobres gentes.
Quería hablar de la familia del viejo, de su
nieto. que tenía cincuenta y ocho años de edad, y de su nieta política, que era
un año más joven. La generación intermedia no existía ya desde hacía mucho
tiempo. Vivían en un miserable chamizo, a la entrada de la aldea, a la derecha.
Pero no sé por qué esta idea de la Nochebuena, en medio de nuestra soledad, nos
dio ganas de charlar. A solas los dos, nos contábamos antiguas historias de
Nochebuena, aventuras de esta noche loca, los pasados lances amorosos y los
despertares del día siguiente, acompañados de otra persona, con sus sorpresas
imprevistas, y el asombro de los descubrimientos.
De esta manera, nuestra cena duró mucho tiempo,
fumando numerosas pipas; y embriagados por esas alegrías de los solitarios,
alegrías contagiosas que nacen de repente entre dos amigos íntimos, hablamos
sin parar, rebuscando en nuestros propios casos para comunicarnos esos
recuerdos confidenciales del corazón que se escapan en las horas de efusión.
La doncella, que se había ido un buen rato
antes, volvió:
-Voy a la misa, señor.
-¡Ya!
-Son las once y cuarto.
-¿Y si fuésemos también a la iglesia? -me
preguntó Jules-; esta misa de Nochebuena es muy curiosa en el campo.
Acepté, y nos fuimos, envueltos en nuestras
pieles de caza. Un filo agudo pinchaba el rostro y hacía saltar las lágrimas en
los ojos. El aire crudo entraba de golpe en los pulmones y secaba la garganta.
El cielo profundo, limpio y duro, estaba tachonado de estrellas, que parecían
pálidas por la helada; brillaban no como si fuesen unos astros de fuego, sino
de cristal, como unas cristalizaciones brillantes. A lo lejos, sobre la tierra
de acero, seca y retumbante, resonaban los chanclos de los campesinos; y por
todo el horizonte, las campanitas de los pueblos tañían, lanzaban sus sones
penetrantes, como friolentos también, en la vasta noche helada.
En el campo no dormía nada. Los gallos,
engañados por esos ruidos, cantaban; y cuando se pasaba por delante de los
establos, se sentía rebullir a los animales, turbados por esos rumores de vida.
Al aproximarse a la aldea, Jules se acordó de repente de los Fournel.
-¡Aquí está su choza! -dijo-. ¡Entremos!
Aporreó largo tiempo en vano. Entonces una
vecina, que salía de casa para ir a la iglesia, al vernos, dijo:
-Están en misa, señores; han ido a rezar por el
padre.
-Los veremos al salir -dijo mi primo.
La luna, en su ocaso, perfilaba a ras del
horizonte su forma de hoz en medio de una siembra infinita de granos de luz,
arrojados a puñados en el espacio. Y por la campiña negra, unas lucecitas
temblorosas se encaminaban desde todas las partes hacia el puntiagudo
campanario, que repicaba sin descanso. Entre los patios de las granjas,
salpicadas de árboles, en medio de las llanuras sombrías, esas lucecitas daban
pequeños saltos, a medio metro del suelo. Eran farolillos de cuerno que
llevaban los campesinos para alumbrarse en la noche, caminando delante de sus
mujeres, tocadas con un gorro blanco y envueltas en largos mantos negros, y
seguidas de rapazuelos medio dormidos y cogidos de la mano.
Por la puerta abierta de la iglesia se divisaba
el coro iluminado. Una guirnalda de velas de sebo, de las más baratas, daba una
vuelta completa alrededor de la nave de la iglesia; y en el suelo, en una
capilla, a la izquierda, un gran niño Jesús, sobre paja verdadera, en medio de
ramas de abeto, enseñaba su desnudez sonrosada y amanerada.
La misa había comenzado. Los hombres,
agachados, y las mujeres, de rodillas, rezaban. Estas gentes sencillas,
reanimadas por la noche fría, contemplaban muy conmovidas la imagen torpemente
pintada, y juntaban las manos tan cándidamente convencidas como intimidadas por
el humilde esplendor de esta representación pueril. El aire helado hacía palpitar
las llamas. Jules me dijo:
-¡Salgamos, se está mejor fuera!
Y por el camino abierto, mientras que los
toscos campesinos se prosternaban y tiritaban de frío devotamente, nos pusimos
a charlar otra vez de nuestros recuerdos, y durante tan largo rato, que había
terminado la misa cuando llegábamos a la aldea.
Un hilo de luz se veía bajo la puerta de los
Fournel.
-Velan al muerto -dijo mi primo-. Entremos en
casa de esta pobre gente, eso les agradará.
Agonizaban unos tizones en la chimenea. La
pieza, negra, cubierta de un barniz de suciedad y con sus vigas carcomidas y
ennegrecidas por el tiempo, estaba llena de un olor sofocante a morcillas
asadas en una parrilla. En el centro de la gran mesa, debajo de la cual el
arcón del pan alzaba su tapa abombada como un vientre, una vela, en una
palmatoria de hierro retorcido, desenroscaba hasta el techo el humo acre de su
pabilo. Y los dos Fournel, el marido y la esposa, cenaban a solas.
Taciturnos, con un aire afligido y sus caras de
campesinos embrutecidos, comían gravemente sin decir una palabra. En un solo
plato, colocado entre los dos, un gran trozo de morcilla despedía un olor
pestilente. De cuando en cuando arrancaban un pedazo con la punta del cuchillo,
lo aplastaban en el pan, que comían a bocados y después lo masticaban
lentamente.
Cuando el vaso del marido estaba vacío, la
mujer, cogiendo la cántara de sidra, se lo llenaba.
Al entrar nosotros, se levantaron, nos hicieron
sentar, nos ofrecieron que “hiciésemos como ellos”, y, ante nuestra negativa,
siguieron comiendo. Al cabo de unos minutos de silencio, mi primo preguntó:
-Pero, Anthime, ¿el abuelo de ustedes ha
muerto?
-Sí, mi buen señor, ha muerto ya.
Tomó el silencio. La mujer, por cortesía,
despabiló la vela. Entonces, por decir algo, añadió:
-Era muy viejo ya...
Su nieta política, de cincuenta y siete años,
continuó:
-Sí, su tiempo habla terminado; ya nada tenía
que hacer aquí.
De repente, me entraron ganas de ver el cadáver
de ese centenario, y les rogué que me lo enseñasen. Los dos campesinos,
plácidos hasta entonces, se conmovieron bruscamente. Sus ojos inquietos se
interrogaron, y no respondieron. Mi primo, viendo su turbación, insistió.
Entonces el hombre, con aire desconfiado y cazurro, preguntó:
-¿Y de qué les servirá eso?
-De nada -dijo Jules-, pero eso se hace
siempre. ¿Por qué no quieren enseñarlo?
El campesino se encogió de hombros:
-¡Oh, yo, yo sí quiero! Sólo que a estas horas
es penoso.
Mil suposiciones nos pasaban por la mente. Y
como los nietos del muerto no se movían, y permanecían frente a frente, con los
ojos bajos, con esa cara de palo de las gentes descontentas, que parece decir:
“Márchense”, mi primo le habló con autoridad:
-Vamos, Anthime, levántense y condúzcannos a su
habitación.
Pero el hombre, que había tomado su resolución,
respondió con gesto enfurruñado:
-Ésa es la pena, señor, no ha podido estar
allí.
-Pero entonces, ¿dónde está?
La mujer atajó a su marido:
-Se lo voy a decir: lo hemos puesto hasta
mañana en el arcón, porque no teníamos ningún sitio.
Y retirando el plato de morcilla, levantó la
tapa de su mesa, se inclinó con la vela para iluminar el interior del gran
cofre abierto, en cuyo fondo distinguimos una cosa gris, una especie de paquete
largo del que salía por una punta una cabeza descarnada, con unos cabellos
blancos desgreñados, y por la otra, dos pies desnudos.
Era el viejo, muy enjuto, con los ojos
cerrados, enrollado en una manta de pastor, durmiendo allí su último sueño en
medio de unos mendrugos de pan casi tan viejos como él. ¡Y habían cenado allí,
encima del muerto! Jules, indignado y temblando de cólera, gritó:
-¿Por qué no lo han dejado en su cama? ¡
Palurdos!
Entonces la mujer se puso a lloriquear, y en
seguida:
-Se lo voy a decir, mi buen señor; no tenemos
más que una cama en la casa. Antes nos acostábamos con él, puesto que sólo
éramos tres. Desde que cayó enfermo, nos acostamos en el suelo; y es muy duro,
mi buen señor, en este tiempo. Pues bien, cuando murió, en seguida nos hemos
dicho: “Puesto que no sufre ya, ¿de qué le sirve dejarlo en la cama? Podemos
muy bien ponerle en el arcón hasta mañana”; pues ¡no podíamos dormir con el
muerto, mis buenos señores!...
Mi primo, exasperado, salió bruscamente dando
un portazo, y yo le seguí riendo nerviosamente entre lágrimas.
FIN
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