La senté en mis rodillas y le pedí que me contara. Ella negó
con la cabeza. La acaricié, la besé en la frente. Se le escapó alguna lágrima.
Con el pañuelo le sequé la cara y la soné. Entonces volví a pedirle: - Andá,
decime.
Me contó que su mejor amiga le había dicho que no la quería.
Lloramos juntos, no sé cuánto tiempo, abrazados los dos, ahí en la silla. Yo
sentía las lastimaduras que Florencia iba a sufrir a lo largo de los años y
hubiera querido que Dios existiera y no fuera sordo, para poder rogarle que me
diera todo el dolor que le tenía reservado.
Eduardo Galeano
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