Gustavo Caso Rosendi
Llego a la casa. Estás en el suelo.
Te levanto, mientras recuerdo
la vieja película de Samson. Té con leche
y galletitas Lincoln. Era una tarde
lluviosa. Lucías, Lucía, un vestido floreado.
Tus uñas estaban pintadas con el tono
predominante de esas flores. ¿Rosas
chinas? ¿Anaranjadas, quizá?.
Te siento, te pongo un abrigo. Te paro;
se hace tarde. Caminamos con dificultad
de siameses en dirección al auto. Abro
la puerta y te siento. Quisiera tener
el pelo larguísimo, como antes.
Arrancamos. Recuerdo cuando
me cortabas el pelo
y yo lloraba, rabioso. Llegamos.
Alguien nos alcanza una silla de ruedas.
Te levanto y te siento. Te siento.
Esperamos. Nos atienden. Hay que seguir
ese pasillo y tomar el ascensor -sIempre
hay que seguir-.
Te levanto y te acuesto en una camilla
para los rayos x. Me acuerdo de ese
Superman entrado en quilos, al mediodía,
antes de la escuela. La máquina se mueve
y hace extraños sonidos. Vuelvo a levantarte.
Y a sentarte. Tus milanesas fueron
y serán, únicas. Iba a decirte esto,
pero callo. Una fractura. Tenés una fractura
en algún lugar, parece. No necesita
operación. Se cura sola, dijo el traumatólogo.
Pero yo no sé. Hace ya mucho tiempo que no sé.
Salimos. Te levanto y te siento.
Vuelvo a hacer lo mismo cuando, por fin,
llegamos a esa casa que era
nuestro hogar. Te beso y me voy.
Cuando tomo el camino Centenario,
acelero hasta 120 Km/h. Me acuerdo
de Meteoro y su bólido blanco;
me acuerdo del Toddy, que según vos,
me provocaba alergia. Un ojo rojo
me detiene. Miro los álamos
al costado del camino.
Un tren pasa detrás,
aullando como un viejo lobo.
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