Miguel de Unamuno
A mis compatriotas de tertulia
Más de veinte años hacía que faltaba Redondo de su patria,
es decir, de la tertulia en que transcurrieron las mejores horas, las únicas
que de veras vivió, de su juventud larga. Porque para Redondo, la patria no era
ni la nación, ni la región, ni la provincia, ni aun la ciudad en que había
nacido, criádose y vivido; la patria era para Redondo aquel par de mesitas de
mármol blanco del café de la Unión, en la rinconera del fondo de la izquierda,
según se entra, en torno a las cuales se había reunido día a día, durante más
de veinte años, con sus amigos, para pasar en revista y crítica todo lo divino
y lo humano y aun algo más.
Al llegar Redondo a los cuarenta y cuatro años encontrose
con que su banquero lo arruinó, y le fue forzoso ponerse a trabajar. Para lo
cual tuvo que ir a América, al lado de un tío poseedor allí de una vasta
hacienda. Y a la América se fue añorando su patria, la tertulia de la rinconera
del café de la Unión, suspirando por poder un día volver a ella, casi llorando.
Evitó el despedirse de sus contertulios, y una vez en América hasta rompió toda
comunicación con ellos. Ya que no podía oírlos, verlos, convivir con ellos,
tampoco quiso saber de su suerte. Rompió toda comunicación con su patria,
recreándose en la idea de encontrarla de nuevo un día, más o menos cambiada,
pero la misma siempre. Y repasando en su memoria a sus compatriotas, es decir,
a sus contertulios, se decía: ¿qué nuevo colmo habría inventado Romualdo? ¿Qué
fantasía nueva el Patriarca? ¿Qué poesía festiva habrá leído Ortiz el día del
cumpleaños de Henestrosa? ¿Qué mentira, más gorda que todas las anteriores,
habrá llevado Manolito? Y así lo demás.
Vivió en América pensando siempre en la tertulia ausente,
suspirando por ella, alimentando su deseo con la voluntaria ignorancia de la
suerte que corriera. Y pasaron años y más años, y su tío no le dejaba volver. Y
suspiraba silenciosa e íntimamente.. No logró hacerse allí una patria nueva, es
decir, no encontró una nueva tertulia que le compensase de la otra. Y siguieron
pasando años hasta que su tío se murió, dejándole la mayor parte de su
cuantiosa fortuna y lo que valía más que ella, libertad de volverse a su
patria, pues en aquellos veinte años no le permitió un solo viaje. Encontrose,
pues, Redondo, libre, realizó su fortuna y henchido de ansias volvió a su
tierra natal.
¡Con qué conmoción de las entrañas se dirigió por primera
vez, al cabo de más de veinte años, a la rinconera del café de la Unión, a la
izquierda del fondo, según se entra, donde estuvo su patria! Al entrar en el
café el corazón le golpeaba el pecho, flaqueábanle las piernas. Los mozos o
eran o se habían vuelto otros; ni les conoció ni le conocieron. El encargado
del despacho era otro. Se acercó al grupo de la rinconera; ni Romualdo el de
los colmos, ni el Patriarca, ni Henestrosa, ni Ortiz el poeta festivo, ni el
embustero de Manolito, ni D. Moisés, ni… ¡ni uno solo siquiera de los
desconocidos! Su patria se había hundido o se había trasladado a otro suelo. Y
se sintió solo, desoladoramente solo, sin patria, sin hogar, sin consuelo de
haber nacido. ¡Haber soñado y anhelado y suspirado más de veinte años en el
destierro para esto! Volviose a casa, a un hogar frío de alquiler, sintiendo el
peso de sus sesenta y ocho años, sintiéndose viejo. Por primera vez miró hacia
adelante y sintió helársele el corazón al prever lo poco que le quedaba ya de
vida.. ¡Y de qué vida! Y fue para él la noche de aquel día insomne, una noche
trágica en que sintió silbar a sus oídos el viento del valle de Josafat.
Mas a los dos días, cabizbajo, alicaído de corazón, como
sombra de amarilla hoja de otoño que arranca del árbol el cierzo, se acercó a
la rinconera del café de la Unión y se sentó en la tercera de las mesitas de
mármol, junto al suelo de la que fue su patria. Y prestó oído a lo que
conversaban aquellos hombres nuevos, aquellos bárbaros invasores. Eran casi
todos jóvenes; el que más, tendría cincuenta y tantos años.
De pronto uno de ellos exclamó: “Esto me recuerda uno de los
colmos del gran D. Romualdo”. Al oírlo, Redondo, empujado por una fuerza
íntima, se levantó, acercose al grupo y dijo:
-Dispensen, señores míos, la impertinencia de un
desconocido, pero he oído a ustedes mentar el nombre de D. Romualdo el de los
colmos, y deseo saber si se refieren a D. Romualdo Zabala, que fue mi mayor
amigo de la niñez.
-El mismo -le contestaron.
-¿Y qué se hizo de él?
-Murió hace ya cuatro años.
-¿Conocieron ustedes a Ortiz, el poeta festivo?
-Pues no habíamos de conocerle, si era de esta tertulia.
-¿Y él?
-Murió también.
-¿Y el Patriarca?
-Se marchó y no ha vuelto a saberse de él cosa alguna.
-¿Y Henestrosa?
-Murió.
-¿Y D. Moisés?
-No sale ya de casa; ¡está paralítico!
-¿Y Manolito el embustero?
-Murió también…
Murió… murió… se marchó y no se sabe de él… está en casa
paralítico… y yo vivo todavía… ¡Dios mío! ¡Dios mío! -y se sentó entre ellos
llorando.
Hubo un trágico silencio, que rompió uno de los nuevos
contertulios, de los invasores, preguntándole:
-Y usted, señor nuestro, ¿se puede saber…?
-Yo soy Redondo…
-¡Redondo! -exclamaron casi todos a coro-. ¿El que se fue a
América arruinado por su banquero? ¿Redondo, de quien no volvió a saberse nada?
¿Redondo, que llamaba a esta tertulia su patria? ¿Redondo, que era la alegría
de los banquetes’ ¿Redondo, el que cocinaba, el que tocaba la guitarra, el
especialista en contar cuentos verdes?
El pobre Redondo levantó la cabeza, miró en derredor, se le
resucitaron los ojos, empezó a vislumbrar que la patria renacía, y con lágrimas
aún, pero con otras lágrimas, exclamó:
-¡Sí, él mismo, él mismo Redondo!
Le rodearon, le aclamaron, le nombraron padre de la patria,
y sintió entrar en su corazón desfallecido los ímpetus de aquellas sangres
juveniles. Él, el viejo, invadía, a su vez, a los invasores.
Y siguió asistiendo a la tertulia, y se persuadió de que era
la misma, exactamente la misma, y que aún vivían en ella, con los recuerdos,
los espíritus de sus fundadores. Y Redondo fue la conciencia histórica de la
patria. Cuando decía: “Esto me recuerda un colmo de nuestro gran Romualdo…”,
todos a una: “¡Venga! ¡Venga”. Otras veces: “Ortiz, con su habitual gracejo,
decía una vez…”. Otras veces: “Para mentira, aquella de Manolito”. Y todo era
celebradísimo.
Y aprendió a conocer a los nuevos contertulios y a
quererlos. Y cuando él, Redondo, colocaba algunos de los cuentos verdes de su
repertorio, sentíase reverdecer, y cocinó en el primer banquete, y tocó, a sus
sesenta y nueve años, la guitarra, y cantó. Y fue un canto a la patria eterna,
eternamente renovada.
A uno de los nuevos contertulios, a Ramonete, que podría ser
casi su nieto, cobró singular afecto Redondo. Y se sentaba junto a él, y le
daba golpecitos en la rodilla, y celebraba sus ocurrencias. Y solía decirle:
“¡Tú, tú eres, Ramonete, el principal ornato de la patria!” Porque tuteaba a
todos. Y como el bolsillo de Redondo estaba abierto para todos los
compatriotas, los contertulios, a él acudió Ramonete en no pocas apreturas.
Ingresó en la tertulia un nuevo parroquiano, sobrino de uno
de los habituales, un mozalbete decidor y algo indiscreto, pero bueno y noble;
mas al viejo Redondo le desplació aquel ingreso; la patria debía estar cerrada.
Y le llamaba, cuando él no le oyera, el Intruso. Y no ocultaba su recelo al
intruso, que en cambio veneraba, como a un patriarca, al viejo Redondo.
Un día faltó Ramonete, y Redondo inquieto como ante una
falta preguntó por él. Dijéronle que estaba malo. A los dos días, que había
muerto. Y Redondo le lloró; le lloró tanto como habría llorado a un nieto. Y
llamando al Intruso, le hizo sentar a su lado y le dijo:
-Mira, Pepe, yo, cuando ingresaste en esta tertulia, en esta
patria, te llamé el Intruso, pareciéndome tu entrada una intrusión, algo que
alteraba la armonía. No comprendí que venías a sustituir al pobre Ramonete, que
antes que uno muera y no después nace muchas veces el que ha de hacer sus
veces; que no vienen unos a llenar el hueco de otros, sino que nacen unos para
echar a los otros. Y que hace tiempo nació y vive el que haya de llenar mi
puesto. Ven acá, siéntate a mi lado; nosotros dos somos el principio y el fin
de la patria.
Todos aclamaron a Redondo.
Un día prepararon, como hacían tres o cuatro veces al año,
una comida en común, un ágape, como le llamaban. Presidía Redondo, que había
preparado uno de los platos en que era especialista. La fiesta fue
singularmente animada, y durante ella se citaron colmos del gran Romualdo, se
dedicó un recuerdo a Ramonete. Cuando al cabo fueron a despertar a Redondo, que
parecía haber caído presa del sueño -como que le ocurría a menudo-,
encontráronle muerto. Murió en su patria, en fiesta patriótica…
Su fortuna se la legó a la tertulia, repartiéndola entre los
contertulios todos, con la obligación de celebrar un cierto número de banquetes
al año y rogando se dedicara un recuerdo a los gloriosos fundadores de la
patria. En el testamento ológrafo, curiosísimo documento, acababa diciendo: “Y
despido a los que me han hecho viviera la vida, emplazándoles para la patria
celestial, donde en un rincón del café de la Gloria, según se entra a mano
izquierda, les espero”.
FIN
Biblioteca Digital Ciudad Seva
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