María de Zayas y Sotomayor
En una ciudad cerca de la gran Sevilla, que no quiero
nombrarla, porque aún viven hoy deudos muy cercanos de don Francisco, caballero
principal y rico, casado con una dama su igual hasta en la condición. Este
tenía una hermana de las hermosas mujeres que en toda la Andalucía se hallaba,
cuya edad aún no llegaba a diez y ocho años. Pidiósela por mujer un caballero
de la misma ciudad, no inferior a su calidad, ni menos rico, antes entiendo que
la aventajaba en todo. Pareciole, como era razón, a don Francisco que aquella
dicha solo venía del cielo, y muy contento con ella, lo comunicó con su mujer y
con doña Inés, su hermana, que como no tenía más voluntad que la suya, y en
cuanto a la obediencia y amor reverencial le tuviese en lugar de padre, aceptó
el casamiento, quizá no tanto por él, cuanto por salir de la rigurosa condición
de su cuñada, que era de lo cruel que imaginarse puede. De manera que antes de
dos meses se halló, por salir de un cautiverio, puesta en otro martirio; si
bien, con la dulzura de las caricias de su esposo, que hasta en eso, a los
principios, no hay quien se la gane a los hombres; antes se dan tan buena maña,
que tengo para mí que las gastan todas al primer año, y después, como se hallan
fallidos del caudal del agasajo, hacen morir a puras necesidades de él a sus
esposas, y quizá, y sin quizá, es lo cierto ser esto la causa por donde ellas,
aborrecidas, se empeñan en bajezas, con que ellos pierden el honor y ellas la
vida.
¿Qué espera un marido, ni un padre, ni un hermano, y
hablando más comúnmente, un galán, de una dama, si se ve aborrecida, y falta de
lo que ha menester, y tras eso, poco agasajada y estimada, sino una desdicha?
¡Oh, válgame Dios, y qué confiados son hoy los hombres, pues no temen que lo
que una mujer desesperada hará, no lo hará el demonio! Piensan que por velarlas
y celarlas se libran y las apartan de travesuras, y se engañan. Quiéranlas,
acarícienlas y den las lo que les falta, y no las guarden ni celen, que ellas
se guardarán y celarán, cuando no sea de virtud, de obligación. ¡Y válgame otra
vez Dios, y qué moneda tan falsa es ya la voluntad, que no pasa ni vale sino el
primer día, y luego no hay quien sepa su valor!
No le sucedió por esta parte a doña Inés la desdicha, porque
su esposo hacía la estimación de ella que merecía su valor y hermosura; por
esta le vino la desgracia, porque siempre la belleza anda en pasos de ella.
Gozaba la bella dama una vida gustosa y descansada, como quien entró en tan
florida hacienda con un marido de lindo talle y mejor condición, si le durara;
mas cuando sigue a uno una adversa suerte, por más que haga no podrá librarse
de ella. Y fue que, siendo doncella, jamás fue vista, por la terrible condición
de su hermano y cuñada; mas ya casada, o ya acompañada de su esposo, o ya con
las parientas y amigas, salía a las holguras, visitas y fiestas de la ciudad.
Fue vista de todos, unos alabando su hermosura y la dicha de su marido en
merecerla, y otros envidiándola y sintiendo no haberla escogido para sí, y
otros amándola ilícita y deshonestamente, pareciéndoles que con sus dineros y
galanterías la granjearían para gozarla.
Uno de estos fue don Diego, caballero mozo, rico y libre,
que, a costa de su gruesa hacienda, no solo había granjeado el nombre y lugar
de caballero, mas que no se le iban por alto ni por remontadas las más hermosas
garzas de la ciudad. Este, de ver la peligrosa ocasión, se admiró, y de
admirarse, se enamoró, y debió, por lo presente, de ser de veras, que hay
hombres que se enamoran de burlas, pues con tan loca desesperación mostraba y
daba a entender su amor en la continua asistencia en su calle, en las iglesias,
y en todas las partes que podía seguirla. Amaba, en fin, sin juicio, pues no
atendía a la pérdida que podía resultar al honor de doña Inés con tan públicos
galanteos. No reparaba la inocente dama en ellos: lo uno, por parecerle que con
su honestidad podía vencer cualesquiera deseos lascivos de cuantos la veían; y
lo otro, porque en su calle vivían sujetos, no solo hermosos, mas hermosísimos,
a quien imaginaba dirigía don Diego su asistencia. Solo amaba a su marido, y
con este descuido, ni se escondía, si estaba en el balcón, ni dejaba de asistir
a las músicas y demás finezas de don Diego, pareciéndole iban dirigidos a una
de dos damas, que vivían más abajo de su casa, doncellas y hermosas, mas con
libertad.
Don Diego cantaba y tenía otras habilidades, que ocasiona la
ociosidad de los mozos ricos y sin padres que los sujeten; y las veces que se
ofrecía, daba muestras de ellas en la calle de doña Inés. Y ella y sus criadas,
y su mismo marido, salían a oírlas, como he dicho, creyendo se dirigían a
diferente sujeto, que, a imaginar otra cosa, de creer es que pusiera estorbo al
dejarse ver. En fin, con esta buena fe pasaban todos haciendo gala del
bobeamiento de don Diego, que, cauto, cuando su esposo de doña Inés o sus
criados le veían, daba a entender lo mismo que ellos pensaban, y con este
cuidado descuidado, cantó una noche, sentado a la puerta de las dichas damas,
este romance:
Como la madre a quien falta
el tierno y amado hijo,
así estoy cuando no os veo,
dulcísimo dueño mío.
Los ojos, en vuestra ausencia,
son dos caudalosos ríos,
y el pensamiento, sin vos,
un confuso laberinto.
¿Adónde estáis, que no os veo,
prendas que en el alma estimo?
¿Qué oriente goza esos rayos,
o qué venturosos indios?
Si en los brazos del Aurora
está el Sol alegre y rico,
decid: siendo vos aurora,
¿cómo no estáis en los míos?
Salís, y os ponéis sin mí,
ocaso triste me pinto,
triste Noruega parezco,
tormento en que muero y vivo.
Amaros no es culpa, no;
adoraros no es delito;
si el amor dora los yerros,
¡qué dorados son los míos!
No viva yo, si ha llegado
a los amorosos quicios
de las puertas de mi alma
pesar de haberos querido.
Ahora que no me oís,
habla mi amor atrevido,
y cuando os veo, enmudezco
sin poder mi amor deciros.
Quisiera que vuestros ojos
conocieran de los míos
lo que no dice la lengua,
que está, para hablar, sin bríos.
Y luego que os escondéis,
atormento los sentidos,
por haber callado tanto,
diciendo lo que os estimo.
Mas porque no lo ignoréis,
siempre vuestro me eternizo;
siglos durará mi amor,
pues para vuestro he nacido.
Alabó doña Inés, y su esposo, el romance, porque como no
entendía que era ella la causa de las bien cantadas y lloradas penas de don
Diego, no se sentía agraviada; que, a imaginarlo, es de creer que no lo
consintiera. Pues viéndose el mal correspondido caballero cada día peor y que
no daba un paso adelante en su pretensión, andaba confuso y triste, no sabiendo
cómo descubrirse a la dama, temiendo de su indignación alguna áspera y cruel
respuesta. Pues, andando, como digo, una mujer que vivía en la misma calle, en
un aposento enfrente de la casa de la dama, algo más abajo, notó el cuidado de
don Diego con más sentimiento que doña Inés, y luego conoció el juego, y un día
que le vio pasar, le llamó y, con cariñosas razones, le procuró sacar la causa
de sus desvelos.
Al principio negó don Diego su amor, por no fiarse de la
mujer; mas ella, como astuta, y que no debía de ser la primera que había hecho,
le dijo que no se lo negase, que ella conocía medianamente su pena, y que si
alguna en el mundo le podía dar remedio, era ella, porque su señora doña Inés
la hacía mucha merced, dándole entrada en su casa y comunicando con ella sus
más escondidos secretos, porque la conocía desde antes de casarse, estando en
casa de su hermano. Finalmente, ella lo pintó tan bien y con tan finas colores,
que don Diego casi pensó si era echada por parte de la dama, por haber notado
su cuidado. Y con este loco pensamiento, a pocas vueltas que este astuto
verdugo le dio, confesó de plano toda su voluntad, pidiéndola diese a entender
a la dama su amor, ofreciéndole, si se veía admitido, grande interés. Y para
engolosinarla más, quitándose una cadena que traía puesta, se la dio. Era rico
y deseaba alcanzar, y así, no reparaba en nada. Ella la recibió, y le dijo
descuidase, y que anduviese por allí, que ella le avisaría en teniendo
negociado; que no quería que nadie le viese hablar con ella, porque no cayesen
en alguna malicia. Pues ido don Diego, muy contenta la mala mujer, se fue en
casa de unas mujeres de oscura vida que ella conocía, y escogiendo entre ellas
una, la más hermosa, y que así en el cuerpo y garbo pareciese a doña Inés, y
llevola a su casa, comunicando con ella el engaño que quería hacer, y
escondiéndola donde de nadie fuese vista, pasó en casa de doña Inés, diciendo a
las criadas dijesen a su señora que una vecina de enfrente la quería hablar,
que, sabido por doña Inés, la mandó entrar. Y ella, con la arenga y labia
necesaria, de que la mujercilla no carecía, después de haberle besado la mano,
le suplicó le hiciese merced de prestarle por dos días aquel vestido que traía
puesto, y que se quedase en prenda de él aquella cadena, que era la misma que
le había dado don Diego, porque casaba una sobrina. No anduvo muy descaminada
en pedir aquel que traía puesto, porque, como era el que doña Inés
ordinariamente traía, que era de damasco pardo, pudiese don Diego dejarse
llevar de su engaño. Doña Inés era afable, y como la conoció por vecina de la
calle, le respondió que aquel vestido estaba ya ajado de traerle continuo, que
otro mejor le daría.
-No, mi señora -dijo la engañosa mujer-; este basta, que no
quiero que sea demasiadamente costoso, que parecerá (lo que es) que no es suyo,
y los pobres también tenemos reputación. Y quiero yo que los que se hallaren a
la boda piensen que es suyo, y no prestado.
Riose doña Inés, alabando el pensamiento de la mujer, y
mandando traer otro, se le puso, desnudándose aquél y dándoselo a la dicha, que
le tomó contentísima, dejando en prendas la cadena, que doña Inés tomó, por
quedar segura, pues apenas conocía a la que le llevaba, que fue con él más
contenta que si llevara un tesoro. Con esto aguardó a que viniese don Diego,
que no fue nada descuidado, y ella, con alegre rostro, le recibió diciendo:
-Esto sí que es saber negociar, caballerito bobillo. Si no
fuera por mí, toda la vida te pudieras andar tragando saliva sin remedio. Ya
hablé a tu dama, y la dejo más blanda que una madeja de seda floja. Y para que
veas lo que me debes y en la obligación que me estás, esta noche, a la oración,
aguarda a la puerta de tu casa, que ella y yo te iremos a hacer una visita,
porque es cuando su marido se va a jugar a una casa de conversación, donde está
hasta las diez; mas dice que, por el decoro de una mujer de su calidad y
casada, no quiere ser vista; que no haya criados, ni luz, sino muy apartada, o
que no la haya; mas yo, que soy muy apretada de corazón, me moriré si estoy a
oscuras, y así podrás apercibir un farolillo que dé luz, y esté sin ella la
parte adonde hubieres de hablarla.
Todo esto hacía, porque pudiese don Diego reconocer el
vestido, y no el rostro, y se engañase. Mas volvíase loco el enamorado mozo,
abrazaba a la falsa y cautelosa tercera, ofreciéndola de nuevo suma de interés,
dándole cuanto consigo traía. En fin, él se fue a aguardar su dicha, y ella, él
ido, vistió a la moza que tenía apercibida el vestido de la desdichada doña
Inés, tocándola y aderezándola al modo que la dama andaba. Y púsola de modo
que, mirada algo a lo oscuro, parecía la misma doña Inés, muy contenta de
haberle salido tan bien la invención, que ella misma, con saber la verdad, se
engañaba.
Poco antes de anochecer, se fueron en casa de don Diego, que
las estaba aguardando a la puerta, haciéndosele los instantes siglos; que,
viéndola y reconociendo el vestido, por habérsele visto ordinariamente a doña
Inés, como en el talle le parecía y venía tapada, y era ya cuando cerraba la
noche, la tuvo por ella. Y loco de contento, las recibió y entró en un cuarto
bajo, donde no había más luz que la de un farol que estaba en el antesala, y a
esta y a una alcoba que en ella había, no se comunicaba más que el resplandor
que entraba por la puerta. Quedose la vil tercera en la sala de afuera, y don
Diego, tomando por la mano a su fingida doña Inés, se fueron a sentar sobre una
cama de damasco que estaba en el alcoba. Gran rato se pasó en engrandecer don
Diego la dicha de haber merecido tal favor, y la fingida doña Inés, bien
instruida en lo que había de hacer, en responderle a propósito, encareciéndole
el haber venido y vencido los inconvenientes de su honor, marido y casa, con
otras cosas que más a gusto les estaba, donde don Diego, bien ciego en su
engaño, llegó al colmo de los favores, que tantos desvelos le habían costado el
desearlos y alcanzarlos, quedando muy más enamorado de su doña Inés que antes.
Entendida era la que hacía el papel de doña Inés, y
representábale tan al propio, que en don Diego puso mayores obligaciones; y
así, cargándola de joyas de valor, y a la tercera de dinero, viendo ser la hora
conveniente para llevar adelante su invención, se despidieron, rogando el galán
a su amada señora que le viese presto, y ella prometiéndole que, sin salir de
casa, la aguardase cada noche desde la hora que había dicho hasta las diez, que
si hubiese lugar, no le perdería. Él se quedó gozosísimo, y ellas se fueron a
su casa, contentas y aprovechadas a costa de la opinión de la inocente y
descuidada doña Inés. De esta suerte le visitaron algunas veces en quince días
que tuvieron el vestido; que, con cuanto supieron, o fuese que Dios porque se
descubriese un caso como este, o que temor de que don Diego no reconociese con
el tiempo que no era la verdadera doña Inés la que gozaba, no se previnieron de
hacer otro vestido como con el que les servía de disfraz; y viendo era tiempo
de volverle a su dueño, la última noche que se vieron con don Diego le dieron a
entender que su marido había dado en recogerse temprano, y que era fuerza por
algunos días recatarse, porque les parecía que andaba algo cuidadoso, y que era
fuerza asegurarle, que, en habiendo ocasión de verle, no la perderían; se
despidieron, quedando don Diego tan triste como alegre cuando la primera vez
las vio. Con esto, se volvió el vestido a doña Inés, y la fingida y la tercera
partieron la ganancia, muy contentas con la burla.
Don Diego, muy triste, paseaba la calle de doña Inés, y
muchas veces que la veía, aunque notaba el descuido de la dama, juzgábalo a recato,
y sufría su pasión sin atreverse a más que a mirarla; otras hablaba con la
tercera qué había sido de su gloria, y ella unas veces le decía que no tenía
lugar, por andar su marido cuidadoso; otras, que ella buscaría ocasión para
verle. Hasta que un día, viéndose importunada de don Diego, y que le pedía
llevase a doña Inés un papel, le dijo que no se cansase, porque la dama, o era
miedo de su esposo, o que se había arrepentido, porque cuando la veía, no
consentía que la hablase en esas cosas, y aun llegaba a más, que le negaba la
entrada en su casa, mandando a las criadas no la dejasen entrar. En esto se ve
cuán mal la mentira se puede disfrazar en traje de verdad, y si lo hace, es por
poco tiempo.
Quedó el triste don Diego con esto tal, que fue milagro no
perder el juicio; y en mitad de sus penas, por ver si podía hallar alivio en
ellas, se determinó en hablar a doña Inés y saber de ella misma la causa de tal
desamor y tan repentino. Y así, no faltaba de día ni de noche de la calle,
hasta hallar ocasión de hacerlo. Pues un día que la vio ir a misa sin su esposo
(novedad grande, porque siempre la acompañaba), la siguió hasta la iglesia, y
arrodillándose junto a ella lo más paso que pudo, si bien con grande turbación,
le dijo:
-¿Es posible, señora mía, que vuestro amor fuese tan corto,
y mis méritos tan pequeños, que apenas nació cuando murió? ¿Cómo es posible que
mi agasajo fuese de tan poco valor, y vuestra voluntad tan mudable, que
siquiera bien hallada con mis cariños, no hubiera echado algunas raíces para
siquiera tener en la memoria cuantas veces os nombrastes mía, y yo me ofrecí
por esclavo vuestro? Si las mujeres de calidad dan mal pago, ¿qué se puede
esperar de las comunes? Si acaso este desdén nace de haber andado corto en
serviros y regalaros, vos habéis tenido la culpa, que quien os rindió lo poco
os hubiera hecho dueño de lo mucho, si no os hubiérades retirado tan cruel, que
aun cuando os miro, no os dignáis favorecerme con vuestros hermosos ojos, como
si cuando os tuve en mis brazos no jurasteis mil veces por ellos que no me
habíades de olvidar.
Mirole doña Inés admirada de lo que decía, y dijo:
-¿Qué decís, señor? ¿Deliráis, o teneisme por otra? ¿Cuándo
estuve en vuestros brazos, ni juré de no olvidaros, ni recibí agasajos, ni me
hicisteis cariños? Porque mal puedo olvidar lo que jamás me he acordado, ni
cómo puedo amar ni aborrecer lo que nunca amé.
-Pues ¿cómo -replicó don Diego-, aún queréis negar que no me
habéis visto ni hablado? Decid que estáis arrepentida de haber ido a mi casa, y
no lo neguéis, porque no lo podrá negar el vestido que traéis puesto, pues fue
el mismo que llevasteis, ni lo negará fulana, vecina de enfrente de vuestra
casa, que fue con vos.
Cuerda y discreta era doña Inés, y oyendo del vestido y
mujer, aunque turbada y medio muerta de un caso tan grave, cayó en lo que podía
ser, y volviendo a don Diego, le dijo:
-¿Cuánto habrá eso que decís?
-Poco más de un mes -replicó él.
Con lo cual doña Inés acabó de todo punto de creer que el
tiempo que el vestido estuvo prestado a la misma mujer le habían hecho algún
engaño. Y por averiguarlo mejor, dijo:
-Ahora, señor, no es tiempo de hablar más en esto. Mi marido
ha de partir mañana a Sevilla a la cobranza de unos pesos que le han venido de
Indias; de manera que a la tarde estad en mi calle, que yo os haré llamar, y
hablaremos largo sobre esto que me habéis dicho. Y no digáis nada de esto a esa
mujer, que importa encubrirlo de ella.
Con esto don Diego se fue muy gustoso por haber negociado
tan bien, cuanto doña Inés quedó triste y confusa. Finalmente, su marido se fue
otro día, como ella dijo, y luego doña Inés envió a llamar al corregidor. Y
venido, le puso en parte donde pudiese oír lo que pasaba, diciéndole convenía a
su honor que fuese testigo y juez de un caso de mucha gravedad. Y llamando a
don Diego, que no se había descuidado, le dijo estas razones:
-Cierto, señor don Diego, que me dejasteis ayer puesta en
tanta confusión, que si no hubiera permitido Dios la ausencia de mi esposo en
esta ocasión, que con ella he de averiguar la verdad y sacaros del engaño y
error en que estáis, que pienso que hubiera perdido el juicio, o yo misma me
hubiera quitado la vida. Y así, os suplico me digáis muy por entero y despacio
lo que ayer me dijisteis de paso en la iglesia.
Admirado don Diego de sus razones, le contó cuanto con
aquella mujer le había pasado, las veces que había estado en su casa, las
palabras que le había dicho, las joyas que le había dado. A que doña Inés,
admirada, satisfizo y contó cómo este tiempo había estado el vestido en poder
de esa mujer, y cómo le había dejado en prenda una cadena, atestiguando con sus
criadas la verdad, y cómo ella no había faltado de su casa, ni su marido iba a
ninguna casa de conversación, antes se recogía con el día. Y que ni conocía tal
mujer, sino solo de verla a la puerta de su casa, ni la había hablado, ni
entrado en ella en su vida. Con lo cual don Diego quedó embelesado, como los
que han visto visiones, y corrido de la burla que se había hecho de él, y aún más
enamorado de doña Inés que antes.
A esto salió el corregidor, y juntos fueron en casa de la
desdichada tercera, que al punto confesó la verdad de todo, entregando algunas
de las joyas que le habían tocado de la partición y la cadena, que se volvió a
don Diego, granjeando de la burla doscientos azotes por infamadora de mujeres
principales y honradas, y más desterrada por seis años de la ciudad, no
declarándose más el caso por la opinión de doña Inés, con que la dama quedó
satisfecha en parte, y don Diego más perdido que antes, volviendo de nuevo a
sus pretensiones, paseos y músicas, y esto con más confianza, pareciéndole que
ya había menos que hacer, supuesto que la dama sabía su amor, no desesperando
de la conquista, pues tenía caminado lo más. Y lo que más le debió de animar
fue no creer que no había sido doña Inés la que había gozado, pues aunque se
averiguó la verdad con tan fieles testigos, y que la misma tercera la confesó,
con todo debió de entender había sido fraude, y que, arrepentida doña Inés, lo
había negado, y la mujer, de miedo, se había sujetado a la pena.
Con este pensamiento la galanteaba más atrevido, siguiéndola
si salía fuera, hablándola si hallaba ocasión. Con lo que doña Inés,
aborrecida, ni salía ni aun a misa, ni se dejaba ver del atrevido mozo, que,
con la ausencia de su marido, se tomaba más licencias que eran menester; de
suerte que la perseguida señora aun la puerta no consentía que se abriese,
porque no llegase su descomedimiento a entrarse en su casa. Mas, ya desesperada
y resuelta a vengarse por este soneto que una noche cantó en su calle, sucedió
lo que luego se dirá.
Dueño querido: si en el alma mía
alguna parte libre se ha quedado,
hoy de nuevo a tu imperio la he postrado,
rendida a tu hermosura y gallardía.
Dichoso soy, desde aquel dulce día,
que con tantos favores quedé honrado;
instantes a mis ojos he juzgado
las horas que gocé tu compañía.
¡Oh! si fueran verdad los fingimientos
de los encantos que en la edad primera
han dado tanta fuerza a los engaños,
ya se vieran logrados mis intentos,
si de los dioses merecer pudiera,
encanto, gozarte muchos años.
Sintió tanto doña Inés entender que aún no estaba don Diego
cierto de la burla que aquella engañosa mujer le había hecho en desdoro de su
honor, que al punto le envió a decir con una criada que, supuesto que ya sus
atrevimientos pasaban a desvergüenzas, que se fuese con Dios, sin andar
haciendo escándalos ni publicando locuras, sino que le prometía, como quien
era, de hacerle matar.
Sintió tanto el malaconsejado mozo esto, que, como
desesperado con mortales bascas se fue a su casa, donde estuvo muchos días en
la cama, con una enfermedad peligrosa, acompañada de tan cruel melancolía, que
parecía querérsele acabar la vida; y viéndose morir de pena, habiendo oído
decir que en la ciudad había un moro, gran hechicero y nigromántico, le hizo
buscar, y que se le trajesen, para obligar con encantos y hechicerías a que le
quisiese doña Inés.
Hallado el moro, y traído se encerró con él, dándole larga
cuenta de sus amores tan desdichados como atrevidos, pidiéndole remedio contra
el desamor y desprecio que hacía de él su dama, tan hermosa como ingrata. El
nigromántico agareno le prometió que, dentro de tres días, le daría con que la
misma dama se le viniese a su poder, como lo hizo; que como ajenos de nuestra
católica fe, no les es dificultoso, con apremios que hacen al demonio, aun en
cosas de más calidad; porque, pasados los tres días, vino y le trajo una imagen
de la misma figura y rostro de doña Inés, que por sus artes la había copiado al
natural, como si la tuviera presente. Tenía en el remate del tocado una vela,
de la medida y proporción de una bujía de un cuarterón de cera verde. La figura
de doña Inés estaba desnuda, y las manos puestas sobre el corazón, que tenía descubierto,
clavado por él un alfiler grande, dorado, a modo de saeta, porque en lugar de
la cabeza tenía una forma de plumas del mismo metal, y parecía que la dama
quería sacarle con las manos, que tenía encaminadas a él.
Díjole el moro que, en estando solo, pusiese aquella figura
sobre un bufete, y que encendiese la vela que estaba sobre la cabeza, y que sin
falta ninguna vendría luego la dama, y que estaría el tiempo que él quisiese,
mientras él no le dijese que se fuese. Y que cuando la enviase, no matase la
vela, que en estando la dama en su casa, ella se moriría por si misma; que si
la mataba antes que ella se apagase, correría riesgo la vida de la dama, y
asimismo que no tuviese miedo de que la vela se acabase, aunque ardiese un año
entero, porque estaba formada de tal arte, que duraría eternamente, mientras
que en la noche del Bautista no la echase en una hoguera bien encendida. Que
don Diego, aunque no muy seguro de que sería verdad lo que el moro le
aseguraba, contentísimo cuando no por las esperanzas que tenía, por ver en la
figura el natural retrato de su natural enemiga, con tanta perfección, y
naturales colores, que, si como no era de más del altor de media vara, fuera de
la altura de una mujer, creo que con ella olvidara el natural original de doña
Inés, a imitación del que se enamoró de otra pintura y de un árbol. Pagole al
moro bien a su gusto el trabajo; y despedido de él, aguardaba la noche como si
esperara la vida, y todo el tiempo que la venida se dilató, en tanto que se
recogía la gente y una hermana suya, viuda, que tenía en casa y le asistía a su
regalo, se le hacía una eternidad: tal era el deseo que tenía de experimentar
el encanto.
Pues recogida la gente, él se desnudó, para acostarse, y
dejando la puerta de la sala no más de apretada, que así se lo advirtió el
moro, porque las de la calle nunca se cerraban, por haber en casa más vecindad,
encendió la vela, y poniéndola sobre el bufete, se acostó, contemplando a la
luz que daba la belleza del hermoso retrato; que como la vela empezó a arder,
la descuidada doña Inés, que estaba ya acostada, y su casa y gente recogida,
porque su marido aún no había vuelto de Sevilla, por haberse recrecido a sus
cobranzas algunos pleitos, privada, con la fuerza del encanto y de la vela que
ardía, de su juicio, y en fin, forzada de algún espíritu diabólico que
gobernaba aquello, se levantó de su cama, y poniéndose unos zapatos que tenía
junto a ella, y un faldellín que estaba con sus vestidos sobre un taburete,
tomó la llave que tenía debajo de su cabecera, y saliendo fuera, abrió la
puerta de su cuarto, y juntándola en saliendo, y mal torciendo la llave, se
salió a la calle, y fue en casa de don Diego, que aunque ella no sabía quién la
guiaba, la supo llevar, y como halló la puerta abierta, se entró, y sin hablar
palabra, ni mirar en nada, se puso dentro de la cama donde estaba don Diego,
que viendo un caso tan maravilloso, quedó fuera de sí; mas levantándose y
cerrando la puerta, se volvió a la cama, diciendo:
-¿Cuándo, hermosa señora mía, merecí yo tal favor? Ahora sí
que doy mis penas por bien empleadas. ¡Decidme, por Dios, si estoy durmiendo y
sueño este bien, o si soy tan dichoso que despierto y en mi juicio os tengo en
mis brazos!
A esto y otras muchas cosas que don Diego le decía, doña
Inés no respondía palabra; que viendo esto el amante, algo pesaroso, por
parecerle que doña Inés estaba fuera de su sentido con el maldito encanto, y
que no tenía facultad para hablar, teniendo aquellos, aunque favores, por
muertos, conociendo claro que si la dama estuviera en su juicio, no se los
hiciera, como era la verdad, que antes pasara por la muerte, quiso gozar el
tiempo y la ocasión, remitiendo a las obras las palabras; de esta suerte la tuvo
gran parte de la noche, hasta que viendo ser hora, se levantó, y abriendo la
puerta, le dijo:
-Mi señora, mirad que es ya hora de que os vais.
Y en diciendo esto, la dama se levantó, y poniéndose su
faldellín y calzándose, sin hablarle palabra, se salió por la puerta y volvió a
su casa. Y llegando a ella, abrió, y volviendo a cerrar, sin haberla sentido
nadie, o por estar vencidos del sueño, o porque participaban todos del encanto,
se echó en su cama, que así como estuvo en ella, la vela que estaba en casa de
don Diego, ardiendo, se apagó, como si con un soplo la mataran, dejando a don
Diego mucho más admirado, que no acababa de santiguarse, aunque lo hacía muchas
veces, y si el accedía de ver que todo aquello era violento no le templara, se
volviera loco de alegría. Estese con ella lo que le durare, y vamos a doña
Inés, que como estuvo en su cama y la vela se apagó, le pareció, cobrando el
perdido sentido, que despertaba de un profundo sueño; si bien acordándose de lo
que le había sucedido, juzgaba que todo le había pasado soñando, y muy afligida
de tan descompuestos sueños, se reprendía a sí misma, diciendo:
-¡Qué es esto, desdichada de mí!¿Pues cuándo he dado yo
lugar a mi imaginación para que me represente cosas tan ajenas de mí, o qué
pensamientos ilícitos he tenido yo con este hombre para que de ellos hayan
nacido tan enormes y deshonestos efectos? ¡Ay de mí!, ¿qué es esto, o qué
remedio tendré para olvidar cosas semejantes?
Con esto, llorando y con gran desconsuelo, pasó la noche y
el día, que ya sobre tarde se salió a un balcón, por divertir algo su
enmarañada memoria, al tiempo que don Diego, aún no creyendo fuese verdad lo
sucedido, pasó por la calle, para ver si la veía. Y fue al tiempo que, como he
dicho, estaba en la ventana, que como el galán la vio quebrada de color y
triste, conociendo de qué procedía el tal accidente, se persuadió a dar crédito
a lo sucedido; mas doña Inés, en el punto que le vio, quitándose de la ventana,
la cerró con mucho enojo, en cuya facción conoció don Diego que doña Inés iba a
su casa privada de todo su sentido, y que su tristeza procedía si acaso, como
en sueños, se acordaba de lo que con él había pasado; si bien, viéndola con la
cólera que se había quitado de la ventana, se puede creer que le diría:
-Cerrad, señora, que a la noche yo os obligaré a que me
busquéis.
De esta suerte pasó don Diego más de un mes, llevando a su
dama la noche que le daba gusto a su casa, con lo que la pobre señora andaba
tan triste y casi asombrada de ver que no se podía librar de tan descompuestos
sueños, que tal creía que eran, ni por encomendarse, como lo hacía, a Dios, ni
por acudir a menudo a su confesor, que la consolaba, cuanto era posible, y
deseaba que viniese su marido, por ver si con él podía remediar su tristeza. Y
ya determinada, o a enviarle a llamar, o a persuadirle la diese licencia para
irse con él, le sucedió lo que ahora oiréis. Y fue que una noche, que por ser
de las calurosas del verano, muy serena y apacible, con la luna hermosa y
clara, don Diego encendió su encantada vela, y doña Inés, que por ser ya tarde
estaba acostada, aunque dilataba el sujetarse al sueño, por no rendirse a los
malignos sueños que ella creía ser, lo que no era sino la pura verdad, cansada
de desvelarse, se adormeció, y obrando en ella el encanto, despertó
despavorida, y levantándose, fue a buscar el faldellín, que no hallándole, por
haber las criadas llevado los vestidos para limpiarlos, así, en camisa como
estaba, se salió a la calle, y yendo encaminada a la casa de don Diego,
encontró con ella el corregidor, que con todos sus ministros de justicia venía
de ronda, y con él don Francisco su hermano, que habiéndole encontrado, gustó
de acompañarle, por ser su amigo; que como viesen aquella mujer en camisa, tan
a paso tirado, la dieron voces que se detuviese; mas ella callaba y andaba a
toda diligencia, como quien era llevada por el espíritu maligno: tanto, que les
obligó a ellos a alargar el paso por diligenciar el alcanzarla; mas cuando lo
hicieron, fue cuando doña Inés estaba ya en la sala, que en entrando los unos y
los otros, ella se fue a la cama donde estaba don Diego, y ellos a la figura
que estaba en la mesa con la vela encendida en la cabeza; que como don Diego
vio el fracaso y desdicha, temeroso de que si mataban la vela doña Inés
padecería el mismo riesgo, saltando de la cama les dio voces que no matasen la
vela, que se quedaría muerta aquella mujer, y vuelto a ella, le dijo:
-Idos, señora, con Dios, que ya tuvo fin este encanto, y vos
y yo el castigo de nuestro delito. Por vos me pesa, que inocente padeceréis.
Y esto lo decía por haber visto a su hermano al lado del
corregidor. Levantose, dicho esto, doña Inés, y como había venido, se volvió a
ir, habiéndola al salir todos reconocido, y también su hermano, que fue bien
menester la autoridad y presencia del corregidor para que en ella y en don
Diego no tomase la justa venganza que a su parecer merecían.
Mandó el corregidor que fuesen la mitad de sus ministros con
doña Inés, y que viendo en qué paraba su embelesamiento, y que no se apartasen
de ella hasta que él mandase otra cosa, sino que volviese uno a darle cuenta de
todo; que viendo que de allí a poco la vela se mató repentinamente, le dijo al
infelice don Diego:
-¡Ah señor, y cómo pudiérades haber escarmentado en la burla
pasada, y no poneros en tan costosas veras!
Con esto aguardaron el aviso de los que habían ido con doña
Inés, que como llegó a su casa y abrió la puerta, que no estaba más de
apretada, y entró, y todos con ella, volvió a cerrar, y se fue a su cama, se
echó en ella; que como a este mismo punto se apagase la vela, ella despertó del
embelesamiento, y dando un grande grito, como se vio cercada de aquellos
hombres y conoció ser ministros de justicia, les dijo que qué buscaban en su
casa, o por dónde habían entrado, supuesto que ella tenía la llave.
-¡Ay, desdichada señora! -dijo uno de ellos-, ¡y como habéis
estado sin sentido, pues eso preguntáis!
A esto, y al grito de doña Inés, habían ya salido las
criadas alborotadas, tanto de oír dar voces a su señora como de ver allí tanta
gente. Pues prosiguiendo el que había empezado, le contó a doña Inés cuanto
había sucedido desde que la habían encontrado hasta el punto en que estaba, y
cómo a todo se había hallado su hermano presente; que oído por la triste y
desdichada dama, fue milagro no perder la vida. En fin, porque no se
desesperase, según las cosas que hacía y decía, y las hermosas lágrimas que
derramaba, sacándose a manojos sus cabellos, enviaron a avisar al corregidor de
todo, diciéndole ordenase lo que se había de hacer. El cual, habiendo tomado su
confesión a don Diego y él dicho la verdad del caso, declarando cómo doña Inés
estaba inocente, pues privado su entendimiento y sentido con la fuerza del
encanto venía como habían visto; con que su hermano mostró asegurar su pasión,
aunque otra cosa le quedó en el pensamiento.
Con esto mandó el corregidor poner a don Diego en la cárcel
a buen recaudo, y tomando la encantada figura, se fueron a casa de doña Inés, a
la cual hallaron haciendo las lástimas dichas, sin que sus criadas ni los demás
fuesen parte para consolarla, que a haber quedado sola, se hubiera quitado la
vida. Estaba ya vestida y arrojada sobre un estrado, alcanzándose un desmayo a
otro, y una congoja a otra, que como vio al corregidor y a su hermano, se
arrojó a sus pies pidiéndole que la matase, pues había ido mala, que, aunque
sin su voluntad, había manchado su honor. Don Francisco, mostrando en exterior
piedad, si bien en lo interior estaba vertiendo ponzoña y crueldad, la levantó
y abrazó, teniéndoselo todos a nobleza, y el corregidor le dijo:
-Sosegaos, señora, que vuestro delito no merece la pena que
vos pedís, pues no lo es, supuesto que vos no erais parte para no hacerle.
Que algo más quieta la desdichada dama, mandó el corregidor,
sin que ella lo supiera, se saliesen fuera y encendiesen la vela; que, apenas
fue hecho, cuando se levantó y se salió adonde la vela estaba encendida, y en
diciéndole que ya era hora de irse, se volvía a su asiento, y la vela se
apagaba y ella volvía como de sueño. Esto hicieron muchas veces, mudando la
vela a diferentes partes, hasta volver con ella en casa de don Diego y
encenderla allí, y luego doña Inés se iba a allá de la manera que estaba, y
aunque la hablaban, no respondía.
Con que averiguado el caso, asegurándola, y acabando de
aquietar a su hermano, que estaba más sin juicio que ella, mas por entonces
disimuló, antes él era el que más la disculpaba, dejándola el corregidor dos
guardias, más por amparo que por prisión, pues ella no la merecía, se fue cada
uno a su casa, admirados del suceso. Don Francisco se recogió a la suya, loco
de pena, contando a su mujer lo que pasaba; que, como al fin cuñada, decía que
doña Inés debía de fingir el embelesamiento por quedar libre de culpa; su
marido, que había pensado lo mismo, fue de su parecer, y al punto despachó un
criado a Sevilla con una carta a su cuñado, diciéndole en ella dejase todas sus
ocupaciones y se viniese al punto que importaba al honor de entrambos, y que
fuese tan secreto, que no supiese nadie su venida, ni en su casa, hasta que se
viese con él.
El corregidor otro día buscó al moro que había hecho el
hechizo; mas no pareció. Divulgose el caso por la ciudad, y sabido por la
Inquisición pidió el preso, que le fue entregado con el proceso ya sustanciado
y puesto, como había de estar, que llevado a su cárcel, y de ella a la Suprema,
no pareció más. Y no fue pequeña piedad castigarle en secreto, pues al fin él
había de morir a manos del marido y hermano de doña Inés, supuesto que el
delito cometido no merecía menor castigo.
Llegó el correo a Sevilla y dio la carta a don Alonso, que
como vio lo que en ella se le ordenaba, bien confuso y temeroso de que serían
flaquezas de doña Inés, se puso en camino, y a largas jornadas llegó a casa de
su cuñado, con tanto secreto, que nadie supo su venida. Y sabido todo el caso
como había sucedido, entre todos tres había diferentes pareceres sobre qué
género de muerte darían a la inocente y desdichada doña Inés, que aun cuando de
voluntad fuera culpada, la bastara por pena de su delito la que tenía, cuanto y
más no habiéndole cometido, como estaba averiguado. Y de quien más pondero de
crueldad es de la traidora cuñada, que, siquiera por mujer, pudiera tener
piedad de ella.
Acordado, en fin, el modo, don Alonso, disimulando su dañada
intención, se fue a su casa, y con caricias y halagos la aseguró, haciendo él
mismo de modo que la triste doña Inés, ya más quieta, viendo que su marido
había creído la verdad, y estaba seguro de su inocencia, porque habérselo
encubierto era imposible, según estaba el caso público, se recobró de su
pérdida. Y si bien, avergonzada de su desdicha, apenas osaba mirarle, se moderó
en sus sentimientos y lágrimas. Con esto pasó algunos días, donde un día, con
mucha afabilidad, le dijo el cauteloso marido cómo su hermano y él estaban
determinados y resueltos a irse a vivir con sus casas y familias a Sevilla; lo
uno, por quitarse de los ojos de los que habían sabido aquella desdicha, que los
señalaban con el dedo, y lo otro por asistir a sus pleitos, que habían quedado
empantanados. A lo cual doña Inés dijo que en ello no había más gusto que el
suyo. Puesta por obra la determinación propuesta, vendiendo cuantas posesiones
y hacienda que tenían allí, como quien no pensaba volver más a la ciudad, se
partieron todos con mucho gusto, y doña Inés más contenta que todos, porque
vivía afrentada de un suceso tan escandaloso.
Llegados a Sevilla, tomaron casa a su cómodo, sin más
vecindad que ellos dos, y luego despidieron todos los criados y criadas que
habían traído, para hacer sin testigos la crueldad que ahora diré.
En un aposento, el último de toda la casa, donde, aunque
hubiese gente de servicio, ninguno tuviese modo ni ocasión de entrar en él, en
el hueco de una chimenea que allí había, o ellos la hicieron, porque para este
caso no hubo más oficiales que el hermano, marido y cuñada, habiendo traído
yeso y cascotes, y lo demás que era menester, pusieron a la pobre y desdichada
doña Inés, no dejándole más lugar que cuanto pudiese estar en pie, porque si se
quería sentar, no podía, sino, como ordinariamente se dice, en cuclillas, y la
tabicaron, dejando solo una ventanilla como medio pliego de papel, por donde
respirase y le pudiesen dar una miserable comida, por que no muriese tan
presto, sin que sus lágrimas ni protestas los enterneciese. Hecho esto,
cerraron el aposento, y la llave la tenía la mala y cruel cuñada, y ella misma
le iba a dar la comida y un jarro de agua, de manera que aunque después
recibieron criados y criadas, ninguno sabía el secreto de aquel cerrado
aposento.
Aquí estuvo doña Inés seis años, que permitió la divina
majestad en tanto tormento conservarle la vida, o para castigo de los que se le
daban, o para mérito suyo, pasando lo que imaginar se puede, supuesto que he
dicho de la manera que estaba, y que las inmundicias y basura, que de su cuerpo
echaba, le servían de cama y estrado para sus pies; siempre llorando y pidiendo
a Dios la aliviase de tan penoso martirio, sin que en todos ellos viese luz, ni
recostase su triste cuerpo, ajena y apartada de las gentes, tiranizada a los
divinos sacramentos y a oír misa, padeciendo más que los que martirizan los
tiranos, sin que ninguno de sus tres verdugos tuviese piedad de ella, ni se enterneciese
de ella, antes la traidora cuñada, cada vez que la llevaba la comida, le decía
mil oprobios y afrentas, hasta que ya Nuestro Señor, cansado de sufrir tales
delitos, permitió que fuese sacada esta triste mujer de tan desdichada vida,
siquiera para que no muriese desesperada.
Y fue el caso que, a las espaldas de esta casa en que
estaba, había otra principal de un caballero de mucha calidad. La mujer del que
digo había tenido una doncella que la había casado años había, la cual enviudó,
y quedando necesitada, la señora, de caridad y por haberla servido, por que no
tuviese en la pobreza que tenía que pagar casa, le dio dos aposentos que
estaban arrimados al emparedamiento en que la cuitada doña Inés estaba, que
nunca habían sido habitados de gente, porque no habían servido sino de guardar
cebada. Pues pasada a ellos esta buena viuda, acomodó su cama a la parte que
digo, donde estaba doña Inés, la cual, como siempre estaba lamentando su
desdicha y llamando a Dios que la socorriese, la otra, que estaba en su cama,
como en el sosiego de la noche todo estaba en quietud, oía los ayes y suspiros,
y al principio es de creer que entendió era alguna alma de la otra vida. Y tuvo
tanto miedo, como estaba sola, que apenas se atrevía a estar allí; tanto, que
la obligó a pedir a una hermana suya le diese, para que estuviese con ella, una
muchacha de hasta diez años, hija suya, con cuya compañía más alentada asistía
más allí, y como se reparase más, y viese que entre los gemidos que doña Inés
daba, llamaba a Dios y a la Virgen María, Señora nuestra, juzgó sería alguna
persona enferma, que los dolores que padecía la obligaban a quejarse de aquella
forma. Y una noche que más atenta estuvo, arrimado al oído a la pared, pudo
apercibir que decía quien estaba de la otra parte estas razones:
-¿Hasta cuándo, poderoso y misericordioso Dios, ha de durar
esta triste vida? ¿Cuándo, Señor, darás lugar a la airada muerte que ejecute en
mí el golpe de su cruel guadaña, y hasta cuándo estos crueles y carniceros
verdugos de mi inocencia les ha de durar el poder de tratarme así?¿Cómo, Señor,
permites que te usurpen tu justicia, castigando con su crueldad lo que tú,
Señor, no castigarás? Pues cuando tú envías el castigo, es a quien tiene culpa
y aun entonces es con piedad; mas estos tiranos castigan en mí lo que no hice,
como lo sabes bien tú, que no fui parte en el yerro por que padezco tan crueles
tormentos, y el mayor de todos, y que más siento, es carecer de vivir y morir
como cristiana, pues ha tanto tiempo que no oigo misa, ni confieso mis pecados,
ni recibo tu Santísimo Cuerpo. ¿En qué tierra de moros pudiera estar cautiva
que me trataran como me tratan? ¡Ay de mí!, que no deseo salir de aquí por
vivir, sino solo por morir católica y cristianamente, que ya la vida la tengo
tan aborrecida, que, si como el triste sustento que me dan, no es por vivir,
sino por no morir desesperada.
Acabó estas razones con tan doloroso llanto, que la que
escuchaba, movida a lástima, alzando la voz, para que la oyese, le dijo:
-Mujer, o quien eres, ¿qué tienes o por qué te lamentas tan
dolorosamente? Dímelo, por Dios, y si soy parte para sacarte de donde estás, lo
haré, aunque aventure y arriesgue la vida.
-¿Quién eres tú -respondió doña Inés-, que ha permitido Dios
que me tengas lástima?
-Soy -replicó la otra mujer- una vecina de esta otra parte,
que ha poco vivo aquí, y en ese corto tiempo me has ocasionado muchos temores;
tantos cuantos ahora compasiones. Y así, dime qué podré hacer, y no me ocultes
nada, que yo no excusaré trabajo por sacarte del que padeces.
-Pues si así es, señora mía -respondió doña Inés-, que no
eres de la parte de mis crueles verdugos, no te puedo decir más por ahora,
porque temo que me escuchen, sino que soy una triste y desdichada mujer, a
quien la crueldad de un hermano, un marido y una cuñada tienen puesta en tal
desventura, que aun no tengo lugar de poder extender este triste cuerpo: tan
estrecho es en el que estoy, que si no es en pie, o mal sentada, no hay otro
descanso, sin otros dolores y desdichas que estoy padeciendo, pues, cuando no
la hubiera mayor que la oscuridad en que estoy, bastaba, y esto no ha un día,
ni dos, porque aunque aquí no sé cuándo es de día ni de noche, ni domingo, ni
sábado, ni pascua, ni año, bien sé que ha una eternidad de tiempo. Y si esto lo
padeciera con culpa, ya me consolara. Mas sabe Dios que no la tengo, y lo que
temo no es la muerte, que antes la deseo; perder el alma es mi mayor temor,
porque muchas veces me da imaginación de con mis propias manos hacer cuerda a
mi garganta para acabarme; mas luego considero que es el demonio, y pido ayuda
a Dios para librarme de él.
-¿Qué hiciste que los obligó a tal? -dijo la mujer.
-Ya te he dicho -dijo doña Inés- que no tengo culpa; mas son
cosas muy largas y no se pueden contar. Ahora lo que has de hacer, si deseas
hacerme bien, es irte al Arzobispo o al Asistente y contarle lo que te he
dicho, y pedirles vengan a sacarme de aquí antes que muera, siquiera para que
haga las obras de cristiana; que te aseguro que está ya tal mi triste cuerpo,
que pienso que no viviré mucho, y pídote por Dios que sea luego, que le importa
mucho a mi alma.
-Ahora es de noche -dijo la mujer-; ten paciencia y ofrécele
a Dios eso que padeces, que yo te prometo que siendo de día yo haga lo que
pides.
-Dios te lo pague -replicó doña Inés-, que así lo haré, y
reposa ahora, que yo procuraré, si puedo, hacer lo mismo, con las esperanzas de
que has de ser mi remedio.
-Después de Dios, créelo así -respondió la buena mujer.
Y con esto, callaron. Venida la mañana, la viuda bajó a su
señora y le contó todo lo que le había pasado, de que la señora se admiró y
lastimó, y si bien quisiera aguardar a la noche para hablar ella misma a doña
Inés, temiendo el daño que podía recrecer si aquella pobre mujer se muriese
así, no lo dilató más, antes mandó poner el coche. Y porque con su autoridad se
diese más crédito al caso, se fue ella y la viuda al Arzobispo, dándole cuenta
de todo lo que en esta parte se ha dicho, el cual, admirado, avisó al
Asistente, y juntos con todos sus ministros, seglares y eclesiásticos, se
fueron a la casa de don Francisco y don Alonso, y cercándola por todas partes,
porque no se escapasen, entraron dentro y prendieron a los dichos y a la mujer
de don Francisco, sin reservar criados ni criadas, y tornadas sus confesiones,
estos no supieron decir nada, porque no lo sabían; mas los traidores hermano y
marido y la cruel cuñada, al principio negaban; mas viendo que era por demás,
porque el Arzobispo y Asistente venían bien instruidos, confesaron la verdad.
Dando la cuñada la llave, subieron donde estaba la desdichada doña Inés, que
como sintió tropel de gente, imaginando lo que sería, dio voces. En fin,
derribando el tabique, la sacaron.
Aquí entra ahora la piedad, porque, cuando la encerraron
allí, no tenía más de veinte y cuatro años y seis que había estado eran
treinta, que era la flor de su edad.
En primer lugar, aunque tenía los ojos claros, estaba ciega,
o de la oscuridad (porque es cosa asentada que si una persona estuviese mucho
tiempo sin ver luz, cegaría), o fuese de esto, u de llorar, ella no tenía
vista. Sus hermosos cabellos, que cuando entró allí eran como hebras de oro,
blancos como la misma nieve, enredados y llenos de animalejos, que de no
peinarlos se crían en tanta cantidad, que por encima hervoreaban; el color, de
la color de la muerte; tan flaca y consumida, que se le señalaban los huesos,
como si el pellejo que estaba encima fuera un delgado cendal; desde los ojos
hasta la barba, dos surcos cavados de las lágrimas, que se le escondía en ellos
un bramante grueso; los vestidos hechos ceniza, que se le veían las más partes
de su cuerpo; descalza de pie y pierna, que de los excrementos de su cuerpo,
como no tenía dónde echarlos, no solo se habían consumido, mas la propia carne
comida hasta los muslos de llagas y gusanos, de que estaba lleno el hediondo
lugar. No hay más que decir, sino que causó a todos tanta lástima, que lloraban
como si fuera hija de cada uno.
Así como la sacaron, pidió que si estaba allí el señor
Arzobispo, la llevasen a él, como fue hecho, habiéndola, por la indecencia que
estar desnuda causaba, cubiértola con una capa. En fin, en brazos la llevaron
junto a él, y ella echada por el suelo, le besó los pies, y pidió la bendición,
contando en sucintas razones toda su desdichada historia, de que se indignó
tanto el Asistente, que al punto los mandó a todos tres poner en la cárcel con
grillos y cadenas, de suerte que no se viesen los unos a los otros, afeando a
la cuñada más que a los otros la crueldad, a lo que ella respondió que hacía lo
que la mandaba su marido.
La señora que dio el aviso, junto con la buena dueña que lo
descubrió, que estaban presentes a todo, rompiendo la pared por la parte que
estaba doña Inés, por no pasarla por la calle, la llevaron a su casa, y
haciendo la noble señora prevenir una regalada cama, puso a Inés en ella,
llamando médicos y cirujanos para curarla, haciéndole tomar sustancias, porque
era tanta su flaqueza, que temían no se muriese. Mas doña Inés no quiso tomar
cosa hasta dar la divina sustancia a su alma, confesando y recibiendo el
Santísimo, que le fue luego traído.
Últimamente, con tanto cuidado miró la señora por ella, que
sanó; solo de la vista, que esa no fue posible restaurársela. El Asistente
sustanció el proceso de los reos, y averiguado todo, los condenó a todos tres a
muerte, que fue ejecutada en un cadalso, por ser nobles y caballeros, sin que
les valiesen sus dineros para alcanzar perdón, por ser el delito de tal
calidad. A doña Inés pusieron, ya sana y restituida a su hermosura, aunque
ciega, en un convento con dos criadas que cuidan de su regalo, sustentándose de
la gruesa hacienda de su hermano y marido, donde hoy vive haciendo vida de una
santa, afirmándome quien la vio cuando la sacaron de la pared, y después, que
es de las más hermosas mujeres que hay en el reino del Andalucía; porque,
aunque está ciega, como tiene los ojos claros y hermosos como ella los tenía,
no se le echa de ver que no tiene vista.
Todo este caso es tan verdadero como la misma verdad, que ya
digo me le contó quien se halló presente. Ved ahora si puede servir de buen
desengaño a las damas, pues si a las inocentes les sucede esto, ¿qué esperan
las culpadas? Pues en cuanto a la crueldad para con las desdichadas mujeres, no
hay que fiar en hermanos ni maridos, que todos son hombres. Y como dijo el rey
don Alonso el Sabio, que el corazón del hombre es bosque de espesura, que nadie
le puede hallar senda, donde la crueldad, bestia fiera y indomable, tiene su
morada y habitación.
Este suceso habrá que pasó veinte años, y vive hoy doña
Inés, y muchos de los que le vieron y se hallaron en él; que quiso Dios darla
sufrimiento y guardarle la vida, porque no muriese allí desesperada, y para que
tan rabioso lobo como su hermano, y tan cruel basilisco como su marido, y tan
rigurosa leona como su cuñada, ocasionasen ellos mismos su castigo.
*
Deseando estaban las damas y caballeros que la discreta
Laura diese fin a su desengaño; tan lastimados y enternecidos los tenían los
prodigiosos sucesos de la hermosa cuanto desdichada doña Inés, que todos, de
oírlos, derramaban ríos de lágrimas de solo oírlos; y no ponderaban tanto la
crueldad del marido como del hermano, pues parecía que no era sangre suya quien
tal había permitido; pues cuando doña Inés, de malicia, hubiera cometido el
yerro que les obligó a tal castigo, no merecía más que una muerte breve, como
se han dado a otras que han pecado de malicia, y no darle tantas y tan
dilatadas como le dieron. Y a la que más culpaban era a la cuñada, pues ella,
como mujer, pudiera ser más piadosa, estando cierta, como se averiguó, que
privada de sentido con el endemoniado encanto había caído en tal yerro. Y la
primera que rompió el silencio fue doña Estefanía, que dando un lastimoso
suspiro, dijo:
-¡Ay, divino Esposo mío! Y si vos, todas las veces que os
ofendemos, nos castigarais así, ¿qué fuera de nosotros? Mas soy necia en hacer
comparación de vos, piadoso Dios, a los esposos del mundo. Jamás me arrepentí
cuanto ha que me consagré a vos de ser esposa vuestra; y hoy menos lo hago ni
lo haré, pues aunque os agraviase, que a la más mínima lágrima me habéis de
perdonar y recibirme con los brazos abiertos.
Y vuelta a las damas, les dijo:
-Cierto, señoras, que no sé cómo tenéis ánimo para
entregaros con nombre de marido a un enemigo, que no solo se ofende de las
obras, sino de los pensamientos; que ni con el bien ni el mal acertáis a darles
gusto, y si acaso sois comprendidas en algún delito contra ellos. ¿por qué os
fiáis y confiáis de sus disimuladas maldades, que hasta que consiguen su
venganza, y es lo seguro, no sosiegan? Con solo este desengaño que ha dicho
Laura, mi tía, podéis quedar bien desengañadas, y concluida la opinión que se
sustenta en este sarao, y los caballeros podrán también conocer cuán engañados
andan en dar toda la culpa a las mujeres, acumulándolas todos los delitos,
flaquezas, crueldades y malos tratos, pues no siempre tienen la culpa. Y es el
caso que por la mayor parte las de más aventajada calidad son las más
desgraciadas y desvalidas, no solo en sucederles las desdichas que en los
desengaños referidos hemos visto, sino que también las comprenden en la opinión
en que tienen a las vulgares. Y es género de pasión o tema de los divinos
entendimientos que escriben libros y componen comedias, alcanzándolo todo en
seguir la opinión del vulgacho, que en común da la culpa de todos los malos sucesos
a las mujeres; pues hay tanto en qué culpar a los hombres, y escribiendo de
unos y de otros, hubieran excusado a estas damas el trabajo que han tomado por
volver por el honor de las mujeres y defenderlas, viendo que no hay quien las
defienda, a desentrañar los casos más ocultos para probar que no son todas las
mujeres las malas, ni todos los hombres los buenos.
-Lo cierto es -replicó don Juan- que verdaderamente parece
que todos hemos dado en el vicio de no decir bien de las mujeres, como en el
tomar tabaco, que ya tanto le gasta el ilustre como el plebeyo. Y diciendo mal
de los otros que le toman, traen su tabaquera más a mano y en más custodia que
el rosario y las horas, como si porque ande en cajas de oro, plata o cristal
dejase de ser tabaco, y si preguntan por qué lo toman, dicen que porque se usa.
Lo mismo es el culpar a las damas en todo, que llegado a ponderar pregunten al
más apasionado por qué dice mal de las mujeres, siendo el más deleitable vergel
de cuantos crió la naturaleza, responderá, porque se usa.
Todos rieron la comparación del tabaco al decir mal de las
mujeres, que había hecho don Juan. Y si se mira bien, dijo bien, porque si el
vicio del tabaco es el más civil de cuantos hay, bien le comparó al vicio más
abominable que puede haber, que es no estimar, alabar y honrar a las damas; a
las buenas, por buenas, y a las malas, por las buenas. Pues viendo la hermosa
doña Isabel que la linda Matilde se prevenía para pasarse al asiento del
desengaño, hizo señal a los músicos que cantaron este romance:
«Cuando te mirare Atandra,
no mires, ingrato dueño,
los engaños de sus ojos,
porque me matas con celos.
No esfuerces sus libertades,
que si ve en tus ojos ceño,
tendrá los livianos suyos
en los tuyos escarmiento.
No desdores tu valor
con tan civil pensamiento,
que serás causa que yo
me arrepienta de mi empleo.
Dueño tiene, en él se goce,
si no le salió a contento,
reparara al elegirle,
o su locura o su acierto.
Oblíguete a no admitir
sus livianos devaneos
las lágrimas de mis ojos,
de mi alma los tormentos.
Que si procuro sufrir
las congojas que padezco,
si es posible a mi valor,
no lo es a mi sufrimiento.
¿De qué me sirven, Salicio,
los cuidados con que velo
sin sueño las largas noches,
y los días sin sosiego,
si tú gustas de matarme,
dando a esa tirana el premio,
que me cuesta tantas penas,
que me cuesta tanto sueño?
Hoy, al salir de tu albergue,
mostró con rostro risueño,
tirana de mis favores,
cuánto se alegra en tenerlos.
Si miraras que son míos,
no se los dieras tan presto
cometiste estelionato,
porque vendiste lo ajeno.
Si te viera desabrido,
si te mirara severo,
no te ofreciera, atrevida,
señas de que yo te ofendo.»
Esto cantó una casada
a solas con su instrumento,
viendo en Salicio y Atandra
averiguados los celos.
FIN
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