Estaba muy preocupado; debía
emprender un viaje urgente; un enfermo de gravedad me estaba esperando en
un pueblo a diez millas de distancia; una violenta tempestad de nieve
azotaba el vasto espacio que nos separaba; yo tenía un coche, un cochecito
ligero, de grandes ruedas, exactamente apropiado para correr por nuestros
caminos; envuelto en el abrigo de pieles, con mi maletín en la mano,
esperaba en el patio, listo para marchar; pero faltaba el caballo... El mío
se había muerto la noche anterior, agotado por las fatigas de ese invierno
helado; mientras tanto, mi criada corría por el pueblo, en busca de un
caballo prestado; pero estaba condenada al fracaso, yo lo sabía, y a pesar
de eso continuaba allí inútilmente, cada vez más envarado, bajo la nieve
que me cubría con su pesado manto. En la puerta apareció la muchacha, sola,
y agitó la lámpara; naturalmente, ¿quién habría prestado su caballo para
semejante viaje? Atravesé el patio, no hallaba ninguna solución; distraído
y desesperado a la vez, golpeé con el pie la ruinosa puerta de la pocilga,
deshabitada desde hacía años. La puerta se abrió, y siguió oscilando sobre
sus bisagras. De la pocilga salió una vaharada como de establo, un olor a
caballos. Una polvorienta linterna colgaba de una cuerda.
Un individuo, acurrucado en el
tabique bajo, mostró su rostro claro, de ojitos azules.
-¿Los engancho al coche?
-preguntó, acercándose a cuatro patas.
No supe qué decirle, y me agaché
para ver qué había dentro de la pocilga. La criada estaba a mi lado.
-Uno nunca sabe lo que puede
encontrar en su propia casa -dijo ésta. Y ambos nos echamos a reír.
-¡Hola, hermano, hola, hermana!
-gritó el palafrenero, y dos caballos, dos magníficas bestias de vigorosos
flancos, con las piernas dobladas y apretadas contra el cuerpo, las
perfectas cabezas agachadas, como las de los camellos, se abrieron paso una
tras otra por el hueco de la puerta, que llenaban por completo. Pero una
vez afuera se irguieron sobre sus largas patas, despidiendo un espeso
vapor.
-Ayúdalo -dije a la criada, y
ella, dócil, alargó los arreos al caballerizo. Pero apenas llegó a su lado,
el hombre la abrazó y acercó su rostro al rostro de la joven. Esta gritó, y
huyó hacia mí; sobre sus mejillas se veían, rojas, las marcas de dos
hileras de dientes.
-¡Salvaje! -dije al caballerizo-.
¿Quieres que te azote?
Pero luego pensé que se trataba de
un desconocido, que yo ignoraba de dónde venía y que me ofrecía ayuda
cuando todos me habían fallado. Como si hubiera adivinado mis pensamientos,
no se mostró ofendido por mi amenaza y, siempre atareado con los caballos,
sólo se volvió una vez hacia mí.
-Suba -me dijo, y, en efecto, todo
estaba preparado.
Advierto entonces que nunca viajé
con tan hermoso tronco de caballos, y subo alegremente.
-Yo conduciré, pues tú no conoces
el camino -dije.
-Naturalmente -replica-, yo no voy
con usted: me quedo con Rosa.
-¡No! -grita Rosa, y huye hacia la
casa, presintiendo su inevitable destino; aún oigo el ruido de la cadena de
la puerta al correr en el cerrojo; oigo girar la llave en la cerradura; veo
además que Rosa apaga todas las luces del vestíbulo y, siempre huyendo, las
de las habitaciones restantes, para que no puedan encontrarla.
-Tú vendrás conmigo -digo al
mozo-; si no es así, desisto del viaje, por urgente que sea. No tengo
intención de dejarte a la muchacha como pago del viaje.
-¡Arre! -grita él, y da una
palmada; el coche parte, arrastrado como un leño en el torrente; oigo
crujir la puerta de mi casa, que cae hecha pedazos bajo los golpes del
mozo; luego mis ojos y mis oídos se hunden en el remolino de la tormenta
que confunde todos mis sentidos. Pero esto dura sólo un instante; se diría
que frente a mi puerta se encontraba la puerta de la casa de mi paciente;
ya estoy allí; los caballos se detienen; la nieve ha dejado de caer; claro
de luna en torno; los padres de mi paciente salen ansiosos de la casa,
seguidos de la hermana; casi me arrancan del coche; no entiendo nada de su
confuso parloteo; en el cuarto del enfermo el aire es casi irrespirable, la
estufa humea, abandonada; quiero abrir la ventana, pero antes voy a ver al
enfermo. Delgado, sin fiebre, ni caliente ni frío, con ojos inexpresivos,
sin camisa, el joven se yergue bajo el edredón de plumas, se abraza a mi
cuello y me susurra al oído:
-Doctor, déjeme morir.
Miro en torno; nadie lo ha oído;
los padres callan, inclinados hacia adelante, esperando mi sentencia; la
hermana me ha acercado una silla para que coloque mi maletín de mano. Lo
abro, y busco entre mis instrumentos; el joven sigue alargándome las manos,
para recordarme su súplica; tomo un par de pinzas, las examino a la luz de
la bujía y las deposito nuevamente.
"Sí" pienso indignado,
"en estos casos los dioses nos ayudan, nos mandan el caballo que
necesitamos y, dada nuestra prisa, nos agregan otro. Además, nos envían un
caballerizo..."
En aquel preciso instante me
acuerdo de Rosa. ¿Qué hacer? ¿Cómo salvarla? ¿Cómo rescatar su cuerpo del
peso de aquel hombre, a diez millas de distancia, con un par de caballos
imposibles de manejar? Esos caballos que no sé cómo se han desatado de las
riendas, que se abren paso ignoro cómo; que asoman la cabeza por la ventana
y contemplan al enfermo, sin dejarse impresionar por las voces de la
familia.
-Regresaré en seguida -me digo
como si los caballos me invitaran al viaje. Sin embargo, permito que la
hermana, que me cree aturdido por el calor, me quite el abrigo de pieles.
Me sirven una copa de ron; el anciano me palmea amistosamente el hombro,
porque el ofrecimiento de su tesoro justifica ya esta familiaridad. Meneo
la cabeza; estallaré dentro del estrecho círculo de mis pensamientos; por
eso me niego a beber.
La madre permanece junto al lecho
y me invita a acercarme; la obedezco, y mientras un caballo relincha estridentemente
hacia el techo, apoyo la cabeza sobre el pecho del joven, que se estremece
bajo mi barba mojada. Se confirma lo que ya sabía: el joven está sano,
quizá un poco anémico, quizá saturado de café, que su solícita madre le
sirve, pero está sano; lo mejor sería sacarlo de un tirón de la cama. No
soy ningún reformador del mundo, y lo dejo donde está. Soy un vulgar médico
del distrito que cumple con su deber hasta donde puede, hasta un punto que
ya es una exageración. Mal pagado, soy, sin embargo, generoso con los
pobres. Es necesario que me ocupe de Rosa; al fin y al cabo es posible que
el joven tenga razón, y yo también pido que me dejen morir. ¿Qué hago aquí,
en este interminable invierno? Mi caballo se ha muerto y no hay nadie en el
pueblo que me preste el suyo. Me veré obligado a arrojar mi carruaje en la
pocilga; si por casualidad no hubiese encontrado esos caballos, habría
tenido que recurrir a los cerdos. Esta es mi situación.
Saludo a la familia con un
movimiento de cabeza. Ellos no saben nada de todo esto, y si lo supieran,
no lo creerían. Es fácil escribir recetas, pero en cambio es un trabajo
difícil entenderse con la gente. Ahora bien, acudí junto al enfermo; una
vez más me han molestado inútilmente; estoy acostumbrado a ello; con esa
campanilla nocturna todo el distrito me molesta, pero que además tenga que
sacrificar a Rosa, esa hermosa muchacha que durante años vivió en mi casa
sin que yo me diera cuenta cabal de su presencia... Este sacrificio es
excesivo, y tengo que encontrarle alguna solución, cualquier cosa, para no
dejarme arrastrar por esta familia que, a pesar de su buena voluntad, no
podrían devolverme a Rosa. Pero he aquí que mientras cierro el maletín de
mano y hago una señal para que me traigan mi abrigo, la familia se agrupa,
el padre olfatea la copa de ron que tiene en la mano, la madre,
evidentemente decepcionada conmigo -¿qué espera, pues, la gente?- se
muerde, llorosa, los labios, y la hermana agita un pañuelo lleno de sangre;
me siento dispuesto a creer, bajo ciertas condiciones, que el joven quizá
está enfermo.
Me acerco a él, que me sonríe como
si le trajera un cordial... ¡Ah! Ahora los dos caballos relinchan a la vez;
ese estrépito ha sido seguramente dispuesto para facilitar mi auscultación;
y esta vez descubro que el joven está enfermo. El costado derecho, cerca de
la cadera, tiene una herida grande como un platillo, rosada, con muchos
matices, oscura en el fondo, más clara en los bordes, suave al tacto, con
coágulos irregulares de sangre, abierta como una mina al aire libre. Así es
como se ve a cierta distancia. De cerca, aparece peor. ¿Quién puede
contemplar una cosa así sin que se le escape un silbido? Los gusanos,
largos y gordos como mi dedo meñique, rosados y manchados de sangre, se
mueven en el fondo de la herida, la puntean con sus cabecitas blancas y sus
numerosas patitas. Pobre muchacho, nada se puede hacer por ti. He
descubierto tu gran herida; esa flor abierta en tu costado te mata. La
familia está contenta, me ve trabajar; la hermana se lo dice a la madre,
ésta al padre, el padre a algunas visitas que entran por la puerta abierta,
de puntillas, a través del claro de luna.
-¿Me salvarás? -murmura entre
sollozos el joven, deslumbrado por la vista de su herida.
Así es la gente de mi comarca.
Siempre esperan que el médico haga lo imposible. Han perdido la antigua fe;
el cura se queda en su casa y desgarra sus ornamentos sacerdotales uno tras
otro; en cambio, el médico tiene que hacerlo todo, suponen ellos, con sus
pobres dedos de cirujano. ¡Como quieran! Yo no les pedí que me llamaran; si
pretenden servirse de mí para un designio sagrado, no me negaré a ello.
¿Qué cosa mejor puedo pedir yo, un pobre médico rural, despojado de su
criada?
Y he aquí que empiezan a llegar
los parientes y todos los ancianos del pueblo, y me desvisten; un coro de
escolares, con el maestro a la cabeza, canta junto a la casa una tonada
infantil con estas palabras:
Desvístanlo, para que cure,
y si no cura, mátenlo.
Sólo es un médico, sólo es un médico...
Mírenme: ya estoy desvestido, y,
mesándome la barba y cabizbajo, miro al pueblo tranquilamente. Tengo un
gran dominio sobre mí mismo; me siento superior a todos y aguanto, aunque
no me sirve de nada, porque ahora me toman por la cabeza y los pies y me
llevan a la cama del enfermo. Me colocan junto a la pared, al lado de la
herida. Luego salen todos del aposento; cierran la puerta, el canto cesa;
las nubes cubren la luna; las mantas me calientan, las sombras de las
cabezas de los caballos oscilan en el vano de las ventanas.
-¿Sabes -me dice una voz al oído-
que no tengo mucha confianza en ti? No importa cómo hayas llegado hasta
aquí; no te han llevado tus pies. En vez de ayudarme, me escatimas mi lecho
de muerte. No sabes cómo me gustaría arrancarte los ojos.
-En verdad -dije yo-, es una vergüenza.
Pero soy médico. ¿Qué quieres que haga? Te aseguro que mi papel nada tiene
de fácil.
-¿He de darme por satisfecho con
esa excusa? Supongo que sí. Siempre debo conformarme. Vine al mundo con una
hermosa herida. Es lo único que poseo.
-Joven amigo -digo-, tu error
estriba en tu falta de empuje. Yo, que conozco todos los cuartos de los
enfermos del distrito, te aseguro: tu herida no es muy terrible. Fue hecha
con dos golpes de hacha, en ángulo agudo. Son muchos los que ofrecen sus
flancos, y ni siquiera oyen el ruido del hacha en el bosque. Pero menos aún
sienten que el hacha se les acerca.
-¿Es de veras así, o te aprovechas
de mi fiebre para engañarme?
-Es cierto, palabra de honor de un
médico juramentado. Puedes llevártela al otro mundo.
Aceptó mi palabra, y guardó
silencio. Pero ya era hora de pensar en mi libertad. Los caballos seguían
en el mismo lugar. Recogí rápidamente mis vestidos, mi abrigo de pieles y
mi maletín; no podía perder el tiempo en vestirme; si los caballos corrían
tanto como en el viaje de ida, saltaría de esta cama a la mía. Dócilmente,
uno de los caballos se apartó de la ventana; arrojé el lío en el coche; el
abrigo cayó fuera, y sólo quedó retenido por una manga en un gancho. Ya era
bastante. Monté de un salto a un caballo; las riendas iban sueltas, las
bestias, casi desuncidas, el coche corría al azar y mi abrigo de pieles se
arrastraba por la nieve.
-¡De prisa! -grité-. Pero íbamos
despacio, como viajeros, por aquel desierto de nieve, y mientras tanto, de
nuevo el canto de los escolares, el canto de los muchachos que se mofaban
de mí, se dejó oír durante un buen rato detrás de nosotros:
Alégrense, enfermos,
tienen al médico en su propia cama.
A ese paso nunca llegaría a mi casa;
mi clientela está perdida; un sucesor ocupará mi cargo, pero sin provecho,
porque no puede reemplazarme; en mi casa cunde el repugnante furor del
caballerizo; Rosa es su víctima; no quiero pensar en ello. Desnudo, medio
muerto de frío y a mi edad, con un coche terrenal y dos caballos
sobrenaturales, voy rodando por los caminos. Mi abrigo cuelga detrás del
coche, pero no puedo alcanzarlo, y ninguno de esos enfermos sinvergüenzas
levantará un dedo para ayudarme. ¡Se han burlado de mí! Basta acudir una vez
a un falso llamado de la campanilla nocturna para que lo irreparable se
produzca.
FIN
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