Una tarde de noviembre, Lorenzo, joven rico y ocioso, corría en
automóvil hacia su casa, donde sabía que su querida lo estaba esperando
hacía ya más de media hora. El tiempo, que había empeorado repentinamente
con una lluvia desordenada e intermitente y un viento muy desagradable, que
encontraba siempre la manera de soplar en plena cara fuera cuál fuera la
dirección en que se marchara, cierto insomnio que todas las noches, tras
las primeras horas de sueño, lo despertaba de improviso y lo mantenía en
vela hasta el alba, una sensación de pánico, de persecución y de opacidad
de la que hacía meses no conseguía librarse, todo contribuía a poner a
Lorenzo en un estado de ánimo enardecido y rabioso. «Acabar con todo esto»,
se repetía continuamente mientras conducía el coche por las calles de la ciudad
y sentía que la menor nadería -el limpiaparabrisas que interrumpía un
momento su vaivén sobre el vidrio empapado, la palanca de las marchas que
en medio del tráfico, bajo su mano frenética, no entraba bien, los inútiles
clamores de las bocinas de los automóviles parados tras el suyo- le
producía una pena aguda y miserable, con ganas de gritar: «Pero ¿acabar con
qué?» Lorenzo no habría podido responder con exactitud a esta pregunta.
Cada vez que dirigía la mirada desde su injustificada miseria a su propia
vida comprendía que no le faltaba nada, que no había nada que cambiar, que
había obtenido todo lo que deseaba e incluso algo más. ¿Acaso no era rico?
¿Y no hacía de sus riquezas un uso juicioso y refinado?
Casa, automóvil, viajes, trajes, diversiones, juego, veraneos, vida
de sociedad y querida; a veces se le ocurría enumerar todo lo que poseía,
con una especie de hastío vano y orgulloso, para acabar concluyendo que el
origen de su malestar debía buscarse en algún trastorno físico. Pero los
médicos a los que había acudido con el alma llena de esperanzas lo habían
desilusionado de inmediato: estaba sanísimo, no aparecía en él ni la más
leve sombra de enfermedad. Así, sin motivo, la vida se había convertido en
un árido y opaco tormento para Lorenzo. Cada noche, al acostarse después de
un día vacío y tétrico, se juraba a sí mismo: «Mañana será el día de la
liberación.» Pero a la mañana siguiente, al despertarse de un sueño
fatigoso, le bastaba con abrir no ya los dos ojos, sino uno solo, para
comprender que aquel día no sería muy distinto de los que lo habían
precedido. Le bastaba con echar una ojeada a su dormitorio, en el cual
todos los objetos parecían recubiertos con la pátina opaca de su pena, para
estar seguro de que tampoco ese día la realidad aparecería más nítida, más
alentadora y más comprensible de lo que había sido una semana o un mes
antes. Sin embargo, se levantaba, se ponía una bata, abría la ventana,
lanzaba un disgustado vistazo a la calle ya llena de la madura luz de muy
entrada la mañana, y luego, como esperando que el agua fría y caliente
pudiera quitarle de encima aquella especie de funesto encantamiento, como
le quitaba los sudores y las impurezas de la noche, se encerraba en el baño
y se dedicaba a un arreglo personal que parecía hacerse cada vez más
refinado y minucioso a medida que se ahondaba su extraña miseria. Así
transcurrían dos horas en cuidados inútiles; dos horas durante las cuales
Lorenzo, una y mil veces, tomaba un espejo y se quedaba escrutando su
propio rostro, como si esperara sorprender en él una mirada, hallar una
arruga que pudiera hacerle intuir los motivos de su cambio. «Es la misma
cara -reflexionaba rabiosamente- que tenía cuando era feliz, la misma cara
que les gustó a las mujeres a las que amé, que sonrió, que estuvo triste,
que odió, envidió y deseó; en suma, que tuvo su vida. Y ahora, en cambio,
quién sabe por qué, todo parece acabado.» Pero a pesar de la vaciedad y la
amargura de esos cuidados dedicados a su persona física, aquellas dos horas
eran las únicas de la jornada durante las que lograba olvidarse de sí mismo
y de su miserable estado, quizá debido a que el empleo que les daba era
preciso y limitado y no exigía ninguna reflexión. Por lo demás, él lo sabía
(«una prueba más -solía pensar a veces- de que no soy ya más que un cuerpo
sin alma, un animal que pasa su tiempo alisándose el pelo») y las
prolongaba de intento. Después comenzaba verdaderamente la jornada, y con
ella su árido tormento.
El departamento de Lorenzo estaba en la planta baja de un palacete
nuevo, situado al final de una callejuela aún incompleta que, partiendo de
la avenida suburbana, se perdía en el campo pocas casas más allá. Salvo la
suya, todas las casas del callejón se hallaban deshabitadas o en trance de
construcción; no existía adoquinado, sino un fango espeso surcado por las
rodadas profundas y duras que habían dejado los carros en su ir y venir a
las obras con su cargamento de tierra y de piedras; sólo había dos farolas
junto a la entrada de la calle, de forma que aquel día, tan pronto como
atravesó el vasto y antiguo charco que obstruía el comienzo, por una luz
que brillaba al final de la oscura calle, húmeda y reluciente, más o menos
en el punto en que estaba su dormitorio, Lorenzo comprendió que -como se
había figurado- su amante ya había llegado y estaba esperándolo. Ante este
pensamiento le asaltó un mal humor intenso e irracional contra la mujer,
que no tenía ninguna culpa y que había acudido a la cita que él le diera;
y, al mismo tiempo, un presentimiento de que estaba a punto de ocurrir algo
decisivo. Apretando los dientes debido a la gran ferocidad del sentimiento
que oscurecía su mente, detuvo el coche ante la puerta, cerró con ira la
portezuela y entró en la casa.
Sobre el mármol amarillo de la mesita de falso estilo Luis XV que
había en el vestíbulo vio, junto al corto paraguas y al bolso, un curioso
paquete erizado de puntas agudas. Intrigado, deshizo la envoltura del
papel: era una pequeña locomotora de lata; antes de acudir a la cita, su amante,
que estaba casada desde hacía ocho años y tenía dos niños, había ido, como
buena madre que era, a comprar un juguete para regalárselo aquella noche
cuando, cansada y lánguida, volviera a casa poco antes de la cena. Lorenzo
envolvió de nuevo el juguete en su papel, colgó el impermeable y el
sombrero y pasó al dormitorio.
De inmediato, a la primera mirada, comprendió que la mujer, para
entretenerse durante la espera, se había preparado a sí misma y al cuarto
de manera que él, al llegar desde la noche fría y lluviosa, recibiera
inmediatamente la impresión de una intimidad afectuosa y confortante. Sólo
estaba encendida la lámpara de la cabecera, y ella la había envuelto con su
camisa de seda rosa para que la luz fuera cálida y discreta; en una mesita
estaban preparadas la tetera y las tazas; su bata de seda, desplegada en
una butaca, y sus pantuflas afelpadas puestas en el suelo, bajo la bata,
parecían dispuestas a saltar encima de él y a revestirlo, tan grande era el
cuidado con que habían sido arregladas. Pero el malhumor que le inspiraron
estas atenciones casi conyugales se redobló cuando vio que la mujer, para
recibirlo dignamente, había tenido la idea de ponerse un pijama suyo. La
mujer estaba tendida de lado sobre la colcha amarilla y suntuosa de la cama,
y el pijama de grandes rayas azules, demasiado estrecho para sus caderas
amplias y rotundas y para su pecho lleno y prominente, mal abrochado y mal
puesto, la obligaba a adoptar una torpe e inconveniente actitud, que
contrastaba desagradablemente con sus cabellos, negros y largos, y con la
expresión plácida e indolente de su rostro. Todo esto lo observó Lorenzo en
la primera y aguda ojeada que echó al cuarto. Luego, sin decir palabra, se
sentó sobre la colcha, al borde de la cama.
Hubo un instante de silencio.
-¿Sigue lloviendo? -preguntó por fin la mujer, mirándolo con una
serena e inerte curiosidad y acurrucándose junto a él, como si hubiera
percibido inconscientemente la crueldad que había en los ojos inmóviles y
absortos de Lorenzo.
-Llueve -contestó él.
Hubo un nuevo silencio, la amante le dirigió tres o cuatro
preguntas, recibiendo siempre las mismas breves y angustiadas respuestas, y
en seguida le preguntó:
-¿Qué tienes?
Y, mientras hablaba así, se arrastró hasta él y se acurrucó a su
lado.
-¿Qué tienes? -repitió anhelante, con un principio de aprensión en
sus hermosos ojos, negros e inexpresivos.
Al verla tan cerca, viva y ansiosa, y al mismo tiempo tan remota a
causa de su malestar, Lorenzo sintió que un mutismo árido y angustioso
oprimía su garganta. «Quizá toda la culpa sea de ese maldito pijama que se
le ha metido en la cabeza ponerse», pensó. Y, mientras contestaba que no
tenía nada, intentó quitarle la chaqueta de gruesas rayas con manos
desmañadas e impacientes.
Creyendo que el joven quería desnudarla para acariciarla mejor,
bastante satisfecha por poder atribuir su inquietante silencio a una
turbación de los sentidos, la mujer se apresuró a deshacerse del pijama y,
desnuda y plácida, se tendió de nuevo en la actitud de pasiva espera en la
que Lorenzo la había encontrado al entrar en el cuarto. Siempre sin decir
una palabra, él se sentó a su lado y comenzó a acariciarla de manera
distraída y preocupada, casi sin mirarla y como pensando en otra cosa. Sus
dedos se enredaban ociosamente en los negros cabellos, desordenándolos y
volviéndolos a alisar, su mano se posaba abierta e insegura ora en su pecho
desnudo, como si quisiera sentir la tranquila respiración que lo animaba a
intervalos, ora sobre el vientre, como teniendo la curiosidad de sorprender
bajo su amplia e inmóvil blancura el latido del deseo; pero, en realidad,
para él era como tocar un tronco exánime e informe; con lucidez, mientras
lo acariciaba, advertía que no experimentaba ningún amor por aquel hermoso
cuerpo y que ni siquiera percibía su vida, fuera aliento o deseo; y esta
irremediable sensación de alejamiento se agudizaba dolorosamente debido a
las miradas angustiadas e interrogativas con las que su amante no dejaba de
examinarlo, como un enfermo tendido en la camilla de hierro de un médico.
Luego, Lorenzo se acordó de pronto del tranquilo e indiferente disgusto con
que un gato suyo, cuando ya no tenía hambre, desviaba el hocico ante el
plato que se le ofrecía.
-El animal está saciado -exclamó entonces, con voz irónica y
triunfante- y no quiere comer más.
-¿Qué animal, Renzo? -preguntó, inquieta, la mujer-. ¿Qué te pasa?
Lorenzo no contestó nada a esta pregunta, pero al mirarla, con ojos
aguzados por el árido sufrimiento que le oprimía, su vista se detuvo en la
mano con la cual -en un gesto lánguido y patético de inconsciente defensa-
ella se cubría el pecho. Era una mano bastante bonita y más bien grande, ni
demasiado gordezuela ni demasiado nerviosa, blanca y lisa, y llevaba en el
anular un sencillo anillo de bodas.
Durante un rato Lorenzo miró ese anillo, miró el cuerpo desnudo,
joven y espléndido, aovillado con cierto empacho sobre la colcha amarilla y
lisa del lecho, y luego, de repente, fue como si -en un arrebato
irresistible- todo el odio acumulado durante los tristes últimos meses en
las zonas interiores de su conciencia rompiera los debilitados diques de su
voluntad e inundase su alma.
-¿Qué anillo es ése? -preguntó, indicando la mano.
La amante, sorprendida, bajó los ojos sobre su pecho.
-Pero Renzo -contestó luego, sonriendo-, ¿en qué estás pensando? ¿No
ves que es la alianza?
Hubo de nuevo un breve silencio; Lorenzo trataba en vano de dominar
el extraño y cruel sentimiento que se había apoderado de él. Después:
-¿No te da vergüenza? -preguntó de pronto, bajando la voz-. Dime,
¿no te da vergüenza estar así, desnuda, en mi cama? Tú, una mujer casada y
madre de dos niños.
Si le hubiera dicho que era de madrugada y que el sol estaba a punto
de salir, la mujer no se habría quedado más asombrada. Con todos los signos
de una sorpresa dolorida y aprensiva, se sentó en la cama y lo miró.
-¿Qué quieres decir con eso? -interrogó.
Absolutamente incapaz ya de contenerse, Lorenzo sacudió con
violencia la cabeza y no contestó.
-¿No te da vergüenza? -repitió después-, ¿no te preguntas qué
pensarían tu marido y tus hijos si te vieran aquí, en mi cama, sin nada de
ropa encima, o si pudieran verte cuando nos abrazamos y observar cómo la
cara se te pone roja y excitada, y cómo meneas el cuerpo, y qué posturas adoptas?
¿O si pudieran oír las cosas que me dices a veces?
Más que la vergüenza de la que Lorenzo hablaba, parecía que la mujer
experimentaba una sensación de espanto. Replegando las piernas bajo los
muslos, se incorporó aún más en la cama, y al hacer este gesto sus largos y
negros cabellos cayeron sobre su pecho y sus hombros; en seguida,
suplicante y cohibida, puso una mano en la mejilla del joven.
-Pero ¿qué tienes? -volvió a preguntar-. ¿Por qué me haces esas
preguntas? ¿Qué tienen que ver con nosotros?
-Tienen que ver -contestó Lorenzo; y con un rudo movimiento de la
cara apartó aquella mano afectuosa. Sin comprender, perpleja, la amante se
calló un rato, mientras lo observaba.
-Pero yo te quiero -objetó por último, dejando al descubierto la
verdadera naturaleza de su preocupación-. ¿Es que crees que no te quiero?
Su sinceridad era evidente; pero volvía a hacer sentir a Lorenzo su
propia incapacidad para hablar, sin mentir, el vago e impreciso lenguaje
del amor; y esto ensanchó la distancia que ya los separaba. Durante mucho
tiempo, mudo y trastornado, él la miró sin moverse. «Lo malo es que yo no
te quiero», le habría gustado contestar. En vez de ello se levantó y
comenzó a pasear de arriba a abajo por la amplia habitación llena de
sombra. De vez en cuando lanzaba una ojeada a la mujer, allá sobre la cama,
y veía cómo cada vez que sus miradas se detenían en ella cambiaba
atemorizada de actitud, ora cubriéndose el regazo, ora sacudiéndose los
cabellos, ora poniendo una mano sobre los pies aplastados por los pesados
muslos, sin dejar de seguir con sus ojos intimidados su silencioso ir y
venir. «Me quiere -pensaba mientras tanto-. ¿Cómo puede decir que me quiere
si ni siquiera remotamente sabe cómo soy ni quién soy?»
La aridez de su sentimiento le secaba la garganta; se detuvo de
improviso ante un bargueño dorado y falso como todos los otros muebles del
cuarto, lo abrió, sacó una botella y se sirvió un gran vaso de soda.
Entonces, en el momento en que se disponía a beber:
-Renzo -profirió la mujer con su voz bonachona, cálida y un poco
vulgar-, Renzo, dime la verdad. Alguien te ha hablado mal de mí y tú te lo
has creído. Dime la verdad, ¿no es así?
Ante estas palabras detuvo el vaso que se estaba llevando a los
labios y se demoró un momento observándola: con el rostro desconcertado y
suplicante, con los cabellos blandamente esparcidos sobre el pecho y los
brazos, con el cuerpo blanco y lleno, enteramente plegado y recogido, le
pareció que su amante no habría podido dar a entender más claramente su
propia ceguera ante lo que ocurría. Sin responderle, bebió y dejó el vaso
sobre el bargueño.
-Vístete -le dijo luego brevemente-. Es mejor que te vistas y te
vayas.
-Eres malo -dijo la mujer, con aquel tono suyo indolente y juicioso,
como si estuviera segura de que esta conducta de Lorenzo se derivaba de un
mal humor pasajero-, eres malo e injusto. También yo creo que será mejor
que me vaya.
Se echó el pelo hacia atrás, sobre los hombros, con un gesto pleno
de indiferencia y de seguridad, bajó de la cama e hizo un ademán para
acercarse a la butaca donde había dejado sus ropas. En estas palabras y en
esta actitud sólo había la serenidad indolente y un poco bovina con que la
mujer lo hacía todo. Pero a Lorenzo, irritado, le pareció descubrir una ironía
insolente y despreciativa; y de golpe le acometió un cruel deseo de
humillarla y castigarla. Se encaminó rápidamente hacia su ropa, la cogió y
empezó a recorrer la habitación lentamente, tirando las prendas al suelo
una a una y preocupándose de elegir los sitios más recónditos y difíciles.
«Así tendrá que inclinarse al suelo para recogerlas», pensaba; y le parecía
que no podía haber nada más humillante para su querida, desnuda como
estaba, que esta ridícula y penosa búsqueda.
-Y ahora recógelas -dijo, volviéndose hacia la cama.
Muy asombrada, aunque ya enteramente segura de sí y de los motivos
de su resentimiento, la mujer lo miró un momento sin abrir la boca.
-Te has vuelto loco -dijo por fin, tocándose la frente con el dedo
en un gesto expresivo.
-No, no estoy loco -contestó Lorenzo; fue hasta la lámpara, cogió la
camisa rosa con la que la mujer la había envuelto y la tiró debajo de la
cama.
Se miraron. Después la mujer se encogió de hombros con indiferencia,
bajó de la cama e inclinándose aquí y allá, sin la menor vergüenza,
recorrió el cuarto recogiendo las ropas que Lorenzo había tirado al suelo.
Hundido en su butaca, Lorenzo la seguía atentamente con la mirada; la veía,
blanca y ligera, recorrer la oscura habitación, ora doblándose con la cabeza
hacia abajo y las nalgas al aire, ora agachándose diligentemente con la
cara pegada al suelo y el pelo esparcido alrededor, ora inclinándose hacia
un lado con los senos colgantes y un pie en el aire; y le parecía que se
había castigado a sí mismo en vez de a su amante; porque, mientras ella no
parecía experimentar vergüenza ni humillación, y sí solamente fastidio, a
él, que la miraba con crueldad, le parecía en cambio que aquellas grotescas
actitudes de animal torpe destruían el deseo y también cualquier
sentimiento de humana simpatía. Todo estaba perdido -reflexionaba, lleno de
sufrimiento-, jamás podría salir de estas condiciones de disgusto y de
desilusión; incapaz de amar, semejante a un hombre que se hunde en la
arena, el menor esfuerzo que hiciera para despertar su sentimiento muerto
lo hundiría un poco más en este pantano de la crueldad y de la fría
práctica. Absorto en estos pensamientos, le parecía ver desde muy lejos,
envuelta ya en un aire funesto e irreparable de ruptura, a su amante, que
comedidamente se iba vistiendo una prenda tras otra del otro lado de la
cama.
-Hasta la vista y, por favor, cúrate -le dijo ella finalmente, con
un resentimiento bonachón, pero firme, desde el umbral.
Un minuto después la puerta de la casa se cerró de golpe en el
vestíbulo, y sólo entonces Lorenzo, saliendo bruscamente de su amarga
distracción, advirtió que se había quedado solo.
Permaneció inmóvil durante mucho rato, contemplando la colcha
amarilla e iluminada de la cama, en cuyo centro persistía aún el hueco que
había excavado al yacer el cuerpo de su amante. Por último, se levantó, fue
a la ventana y la abrió. Ya no llovía fuera de la habitación cálida y
cerrada, frente a la fresca noche invernal; sintió que su mente, como una
jaula repleta de malignas arpías, se vaciaba de pronto, quedando vacía y
sucia. Estaba quieto, sus ojos veían el negro y confuso terreno en
construcción que había bajo la casa, con sus montones de inmundicias, los
hierbajos y unas formas cautas y lentas que debían de ser gatos famélicos;
sus oídos percibían los rumores de la cercana avenida, bocinas de
automóviles, chirridos de tranvías, pero su pensamiento permanecía inerte y
sólo creía existir a través de aquellas laceraciones solitarias y casuales
de los sentidos. «Como yo, más aún, mejor que yo -pensaba mientras
observaba las sombras móviles y cautelosas de los gatos sobre los
blancuzcos montones de basura-, esos gatos oyen los ruidos, ven esas cosas;
¿qué diferencia hay entre yo, que soy hombre, y esos gatos?» Esta pregunta
le parecía absurda, pero al mismo tiempo comprendía que en el punto al que
había llegado lo absurdo y lo real se confundían estrechamente, hasta no
distinguirse uno de otro. «¡Qué desdichado soy! -comenzó luego a murmurar
en voz baja, sin apartarse del antepecho-. ¿Cómo me las he arreglado para
verme reducido a tanta desdicha?» De pronto se le ocurrió la idea de
quitarse una vida ya tan vacía e incomprensible; le pareció que el suicidio
era fácil y maduro, como un fruto que le bastaría con tender la mano para
coger; pero además de una especie de desprecio ante una acción que siempre
había considerado como una debilidad, además de un sentido casi de deber,
le pareció que lo retenía una esperanza extraña y, en su presente
condición, inesperada: «No vivo -pensó de repente-, estoy soñando. Esta
pesadilla no durará lo bastante para convencerme de que no se trata de una
pesadilla, sino de la realidad. Y un día me despertaré y reconoceré el
mundo, con el sol, las estrellas, los árboles, el cielo, las mujeres y
todas las demás cosas hermosas; hay que tener paciencia; el despertar no
puede tardar.» Pero el frío nocturno lo iba penetrando lentamente; al fin
reaccionó y, cerrando la ventana, volvió a sentarse en la butaca, frente a
la cama vacía e iluminada.
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