La casa -única en todo el valle- estaba
subida en uno de esos cerros truncados que, a manera de pirámides
rudimentarias, dejaron algunas tribus al continuar sus peregrinaciones...
Entre las matas del maíz, el frijol con su florecilla morada, promesa
inequívoca de una buena cosecha.
Lo único que
estaba haciendo falta a la tierra era una lluvia, cuando menos un fuerte
aguacero, de esos que forman charcos entre los surcos. Dudar de que
llovería hubiera sido lo mismo que dejar de creer en la experiencia de
quienes, por tradición, enseñaron a sembrar en determinado día del año.
Durante la
mañana, Lencho -conocedor del campo, apegado a las viejas costumbres y
creyente a puño cerrado- no había hecho más que examinar el cielo por el
rumbo del noreste.
-Ahora sí que
se viene el agua, vieja.
Y la vieja,
que preparaba la comida, le respondió:
-Dios lo
quiera.
Los muchachos
más grandes limpiaban de hierba la siembra, mientras que los más pequeños
correteaban cerca de la casa, hasta que la mujer les gritó a todos:
-Vengan que
les voy a dar en la boca...
Fue en el
curso de la comida cuando, como lo había asegurado Lencho, comenzaron a
caer gruesas gotas de lluvia. Por el noreste se veían avanzar grandes
montañas de nubes. El aire olía a jarro nuevo.
-Hagan de
cuenta, muchachos -exclamaba el hombre mientras sentía la fruición de
mojarse con el pretexto de recoger algunos enseres olvidados sobre una
cerca de piedra-, que no son gotas de agua las que están cayendo: son
monedas nuevas: las gotas grandes son de a diez y las gotas chicas son de a
cinco...
Y dejaba
pasear sus ojos satisfechos por la milpa a punto de jilotear, adornada con
las hileras frondosas del frijol, y entonces toda ella cubierta por la
transparente cortina de la lluvia. Pero, de pronto, comenzó a soplar un
fuerte viento y con las gotas de agua comenzaron a caer granizos tan
grandes como bellotas. Esos sí que parecían monedas de plata nueva. Los
muchachos, exponiéndose a la lluvia, correteaban y recogían las perlas
heladas de mayor tamaño.
-Esto sí que
está muy malo -exclamaba el hombre- ojalá que pase pronto...
No pasó
pronto. Durante una hora, el granizo apedreó la casa, la huerta, el monte,
la milpa y todo el valle. El campo estaba tan blanco que parecía una
salina. Los árboles, deshojados. El maíz, hecho pedazos.
El frijol,
sin una flor. Lencho, con el alma llena de tribulaciones.
Pasada la
tormenta, en medio de los surcos, decía a sus hijos:
-Más hubiera
dejado una nube de langosta... El granizo no ha dejado nada: ni una sola
mata de maíz dará una mazorca, ni una mata de frijol dará una vaina...
La noche fue
de lamentaciones:
-¡Todo
nuestro trabajo, perdido!
-¡Y ni a
quién acudir!
-Este año
pasaremos hambre...
Pero muy en
el fondo espiritual de cuantos convivían bajo aquella casa solitaria en
mitad del valle, había una esperanza: la ayuda de Dios.
-No te
mortifiques tanto, aunque el mal es muy grande. ¡Recuerda que nadie se
muere de hambre!
-Eso dicen:
nadie se muere de hambre...
Y mientras
llegaba el amanecer, Lencho pensó mucho en lo que había visto en la iglesia
del pueblo los domingos: un triángulo y dentro del triángulo un ojo, un ojo
que parecía muy grande, un ojo que, según le habían explicado, lo mira
todo, hasta lo que está en el fondo de las conciencias.
Lencho era
hombre rudo y él mismo solía decir que el campo embrutece, pero no lo era
tanto que no supiera escribir. Ya con la luz del día y aprovechando la
circunstancia de que era domingo, después de haberse afirmado en su idea de
que sí hay quien vele por todos, se puso a escribir una carta que él mismo
llevaría al pueblo para echarla al correo.
Era nada
menos que una carta a Dios.
“Dios
-escribió-, si no me ayudas pasaré hambre con todos los míos, durante este
año: necesito cien pesos para volver a sembrar y vivir mientras viene la
otra cosecha, pues el granizo...”
Rotuló el
sobre “A Dios”, metió el pliego y, aún preocupado, se dirigió al pueblo. Ya
en la oficina de correos, le puso un timbre a la carta y echó esta en el
buzón.
Un empleado,
que era cartero y todo en la oficina de correos, llegó riendo con toda la
boca ante su jefe: le mostraba nada menos que la carta dirigida a Dios.
Nunca en su existencia de repartidor había conocido ese domicilio. El jefe
de la oficina -gordo y bonachón- también se puso a reír, pero bien pronto
se le plegó el entrecejo y, mientras daba golpecitos en su mesa con la
carta, comentaba:
-¡La fe!
¡Quién tuviera la fe de quien escribió esta carta! ¡Creer como él cree!
¡Esperar con la confianza con que él sabe esperar! ¡Sostener
correspondencia con Dios!
Y, para no
defraudar aquel tesoro de fe, descubierto a través de una carta que no
podía ser entregada, el jefe postal concibió una idea: contestar la carta.
Pero una vez abierta, se vio que contestar necesitaba algo más que buena
voluntad, tinta y papel. No por ello se dio por vencido: exigió a su
empleado una dádiva, él puso parte de su sueldo y a varias personas les
pidió su óbolo “para una obra piadosa”.
Fue imposible
para él reunir los cien pesos solicitados por Lencho, y se conformó con
enviar al campesino cuando menos lo que había reunido: algo más que la
mitad. Puso los billetes en un sobre dirigido a Lencho y con ellos un
pliego que no tenía más que una palabra a manera de firma: DIOS.
Al siguiente
domingo Lencho llegó a preguntar, más temprano que de costumbre, si había
alguna carta para él. Fue el mismo repartidor quien le hizo entrega de la
carta, mientras que el jefe, con la alegría de quien ha hecho una buena
acción, espiaba a través de un vidrio raspado, desde su despacho.
Lencho no
mostró la menor sorpresa al ver los billetes -tanta era su seguridad-, pero
hizo un gesto de cólera al contar el dinero... ¡Dios no podía haberse
equivocado, ni negar lo que se le había pedido!
Inmediatamente,
Lencho se acercó a la ventanilla para pedir papel y tinta. En la mesa destinada
al público, se puso a escribir, arrugando mucho la frente a causa del
esfuerzo que hacía para dar forma legible a sus ideas. Al terminar, fue a
pedir un timbre el cual mojó con la lengua y luego aseguró de un puñetazo.
En cuanto la
carta cayó al buzón, el jefe de correos fue a recogerla. Decía:
“Dios: Del
dinero que te pedí, solo llegaron a mis manos sesenta pesos. Mándame el
resto, que me hace mucha falta; pero no me lo mandes por conducto de la
oficina de correos, porque los empleados son muy ladrones. Lencho”.
FIN
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