"Amor que serena,
termina?...
...começa?que nova
velhice o espera para viver ?
qual fulgor?amor surgindo
de si mesmo a si mesmo sendo
também memória de si
comendo
de si, que velha
sombra chupará sua nuca?Oh pestes
que visitaram meu país
atacaram se foram
alheias como o vento
Trecho do livro "Amor Que Serena , Termina?"
Juan Gelman
sexta-feira, 24 de fevereiro de 2012
quarta-feira, 22 de fevereiro de 2012
Cuentos del espejo
“El ideal de blancura implicó someter, a la inmensa mayoría de los peruanos, a la vergüenza y el resentimiento”
Gonzalo Portocarrero, Sociólogo – El Comercio
Durante mucho tiempo la exploración autobiográfica fue una empresa tabú en nuestro país. Hay muchos factores que podrían explicar esta situación pero el más importante es el rechazo a sí mismo, la vergüenza de tener antepasados indígenas. O sea, la dificultad para aceptar que, en definitiva, no somos lo que se nos enseñó a desear. Y resulta que ese deseo es tan potente que una parte nuestra queda rechazada, y, así, herida, se arrincona en una oscuridad resentida. Y se recorta la plenitud de nuestra expresión. De allí que, en el contexto latinoamericano, se acuñara el estereotipo del peruano como reservado y poco expresivo. Pero pese al predominio del deseo de ser blanco, la sociedad peruana es fundamentalmente mestiza. Entonces, el choque entre el deseo y la realidad fue parcialmente amortiguado a través de una redefinición de lo blanco. De ahí que se dijera “el blanco peruano es amarcigado”. Es decir, la gente mestiza clara, y no tan clara, podría pasar por blanca, de tener dinero o educación. La ampliación del espectro de lo blanco implica un pacto para ocultar las raíces del “amarcigamiento”. Es decir, para ignorar a los ascendientes indios y negros que ensombrecen el idealizado color blanco, el color reputado como de “mejor calidad”.
Es lógico entonces que los peruanos que empezaron a hablar de sí mismos hayan sido los que tienen sus “papeles en regla”, aquellos que representan la concreción del anhelo de blancura que marca a la sociedad peruana. Podían explorar sus orígenes sin temor. Y, más todavía, si a la “corrección” del color se agregaba el dinero, la educación y la resonancia de un linaje socialmente prestigioso. Víctor Andrés Belaunde en sus memorias construye el mito de Arequipa como la “ciudad blanca”, no solo por color de la piedra sillar con la que se fabrican sus construcciones, sino también por la predominancia de la raza blanca. El corazón de Arequipa es entonces el patriciado. Numerosas familias que resistieron el mestizaje y que conservaron un sentido de valor y dignidad gracias a la endogamia que permitió una cierta homogeneidad social y racial.
El ideal de blancura implicó someter, a la inmensa mayoría de los peruanos, a la vergüenza y el resentimiento. Mariátegui, por ejemplo, fue rechazado por lo incierto de sus orígenes. De la amargura lo salvó, sin embargo, su lucidez y generosidad. De otro lado, Arguedas se pensaba a sí mismo, racialmente, como blanco. Identidad que le era atribuida por su calidad de misti, o señor, en el mundo andino. Aunque en el mundo criollo de la costa fuera rebajado a la condición genérica pero poco prestigiosa de “serrano”. Su “blancura” era, sin embargo, relativa pues tenía ascendientes indígenas de donde provino la fortuna familiar. Finalmente, da que pensar que Mariátegui, Vallejo y Arguedas, los fundadores de la modernidad en el Perú, se hayan casado con mujeres extranjeras.
El género autobiográfico despega recién en los años 90. Mario Vargas Llosa, Alfredo Bryce Echenique y Julio Ramón Ribeyro publican sus memorias. Cecilia Esparza señala que el hilo conductor que recorre estos textos es el desarraigo, la debilidad del vínculo con una colectividad que no los termina de acoger y con la que no llegan a identificarse pero que, a la larga, contribuyen decisivamente a retratar y crear.
La dificultad para reconocer los méritos ajenos está enraizada en la vigencia de las jerarquías y en la falta consiguiente de un sentimiento de comunidad. La competencia y la envidia se atemperan cuando sentimos que el otro puede ser superior, pero que somos parte del mismo equipo. En cambio, desde la arrogancia surge el “ninguneo” que produce la rabia donde se anidan los propósitos de venganza. Y desde la humildad obsecuente surge
esa reverencia servil que ahueca el cerebro de quien la recibe. Pero el camino para la exploración de nosotros mismos ya está abierto por los autores mencionados. Ahora es cuestión de internarse sin miedo en nuestro pasado. Entonces, otros cuentos más plenos nos tendrán que devolver el espejo
Gonzalo Portocarrero, Sociólogo – El Comercio
Durante mucho tiempo la exploración autobiográfica fue una empresa tabú en nuestro país. Hay muchos factores que podrían explicar esta situación pero el más importante es el rechazo a sí mismo, la vergüenza de tener antepasados indígenas. O sea, la dificultad para aceptar que, en definitiva, no somos lo que se nos enseñó a desear. Y resulta que ese deseo es tan potente que una parte nuestra queda rechazada, y, así, herida, se arrincona en una oscuridad resentida. Y se recorta la plenitud de nuestra expresión. De allí que, en el contexto latinoamericano, se acuñara el estereotipo del peruano como reservado y poco expresivo. Pero pese al predominio del deseo de ser blanco, la sociedad peruana es fundamentalmente mestiza. Entonces, el choque entre el deseo y la realidad fue parcialmente amortiguado a través de una redefinición de lo blanco. De ahí que se dijera “el blanco peruano es amarcigado”. Es decir, la gente mestiza clara, y no tan clara, podría pasar por blanca, de tener dinero o educación. La ampliación del espectro de lo blanco implica un pacto para ocultar las raíces del “amarcigamiento”. Es decir, para ignorar a los ascendientes indios y negros que ensombrecen el idealizado color blanco, el color reputado como de “mejor calidad”.
Es lógico entonces que los peruanos que empezaron a hablar de sí mismos hayan sido los que tienen sus “papeles en regla”, aquellos que representan la concreción del anhelo de blancura que marca a la sociedad peruana. Podían explorar sus orígenes sin temor. Y, más todavía, si a la “corrección” del color se agregaba el dinero, la educación y la resonancia de un linaje socialmente prestigioso. Víctor Andrés Belaunde en sus memorias construye el mito de Arequipa como la “ciudad blanca”, no solo por color de la piedra sillar con la que se fabrican sus construcciones, sino también por la predominancia de la raza blanca. El corazón de Arequipa es entonces el patriciado. Numerosas familias que resistieron el mestizaje y que conservaron un sentido de valor y dignidad gracias a la endogamia que permitió una cierta homogeneidad social y racial.
El ideal de blancura implicó someter, a la inmensa mayoría de los peruanos, a la vergüenza y el resentimiento. Mariátegui, por ejemplo, fue rechazado por lo incierto de sus orígenes. De la amargura lo salvó, sin embargo, su lucidez y generosidad. De otro lado, Arguedas se pensaba a sí mismo, racialmente, como blanco. Identidad que le era atribuida por su calidad de misti, o señor, en el mundo andino. Aunque en el mundo criollo de la costa fuera rebajado a la condición genérica pero poco prestigiosa de “serrano”. Su “blancura” era, sin embargo, relativa pues tenía ascendientes indígenas de donde provino la fortuna familiar. Finalmente, da que pensar que Mariátegui, Vallejo y Arguedas, los fundadores de la modernidad en el Perú, se hayan casado con mujeres extranjeras.
El género autobiográfico despega recién en los años 90. Mario Vargas Llosa, Alfredo Bryce Echenique y Julio Ramón Ribeyro publican sus memorias. Cecilia Esparza señala que el hilo conductor que recorre estos textos es el desarraigo, la debilidad del vínculo con una colectividad que no los termina de acoger y con la que no llegan a identificarse pero que, a la larga, contribuyen decisivamente a retratar y crear.
La dificultad para reconocer los méritos ajenos está enraizada en la vigencia de las jerarquías y en la falta consiguiente de un sentimiento de comunidad. La competencia y la envidia se atemperan cuando sentimos que el otro puede ser superior, pero que somos parte del mismo equipo. En cambio, desde la arrogancia surge el “ninguneo” que produce la rabia donde se anidan los propósitos de venganza. Y desde la humildad obsecuente surge
esa reverencia servil que ahueca el cerebro de quien la recibe. Pero el camino para la exploración de nosotros mismos ya está abierto por los autores mencionados. Ahora es cuestión de internarse sin miedo en nuestro pasado. Entonces, otros cuentos más plenos nos tendrán que devolver el espejo
escolha de Myriam
Conto de Alan Pauls baseado em canção de Chico Buarque
Este conto, do escritor argentino Alan Pauls, é baseado em “Ela faz cinema”, de Chico Buarque. A história faz parte de um volume com dez contos de diferentes escritores inspirados em músicas de Chico, da Companhia das Letras.
O DIREITO DE LER ENQUANTO SE JANTA SOZINHO
(“ELA FAZ CINEMA”)
But all you have to do is look at me to know
That every word is true.
Andrew Lloyd Webber/Tim Rice, Evita
Ainda estava trêmulo ao estacionar. Ficou com as mãos agarradas ao volante por um momento, o motor ligado, os olhos fixos no túnel negro da rua. Depois, por fim, insuflou um pouco mais os pulmões, como se destravasse um mecanismo, e soltou um jorro de ar interminável, tão profundo, que só então caiu em si: era a primeira vez que respirava desde que cruzara a porta do Samurai, feito um bólido de ódio, e fora para a rua. Dirigira todo o trecho que ia do restaurante até a escola como um sonâmbulo. Estava com os nós dos dedos arroxeados. As unhas deixaram-lhe uma série de sorridentes meias-luas vermelhas na palma das mãos. Desligou o motor, e com o silêncio as formas das coisas voltaram a desenhar-se: as árvores, os carros estacionados no quarteirão, o alambrado do clube, o futurismo fora de moda do edifício da escola.
Como sempre, todas as possibilidades de ação que não lhe haviam ocorrido antes, quando mais precisava delas, assaltavam-no agora como saldos de final de estação. Choviam-lhe réplicas precisas, ao mesmo tempo sutis e agressivas, que faziam o maître do Samurai emudecer e as pessoas que jantavam no local tomarem seu partido. Transformava-se em máquina de argumentar: máquina minuciosa, impassível, tão japonesa quanto esse diminuto súdito do império que acabava de humilhá-lo. Argumentava com tanta convicção que não precisava ser brutal. Nem sequer se defendia. Simplesmente reunia alegações em defesa de uma causa que ia muito além dele, de seu orgulho atropelado, e se tornava universal. E à medida que as desfiava, elegante e frio como um profissional, chegava a dar-se ao luxo de saborear o ensaio que algum dia escreveria sobre o assunto. Depois imaginou um fecho de ouro: numa espécie de apoteose triunfal, irrisória, levantava-se da mesa, entornava com calculada imperícia o molho de soja sobre o linho branco, impecável, da toalha, passava diante do maître e, jogando-lhe na cara o livro da discórdia, saía sem pagar, tão arrojado e seguro de si, da justiça de sua causa, que ninguém fazia nada para impedi-lo, e nem ele mesmo sabia, já na rua, como chegara até ali. Quis refrear-se, mas era mais forte do que ele. Sua imaginação nunca era tão voraz como quando começava a corrigir o passado. E se não conseguia parar era, também, porque um resto de decência continuava a manter na linha a única coisa que agora lamentava não ter feito: moer de pancada aquele cretino. De modo que quando se despenhou preferiu deixar-se levar por uma versão estilizada de seus piores anseios: dava um passo em direção ao maître, açoitava-lhe uma das faces com o guardanapo e um segundo depois escolhia sabres para o duelo e o enfiava, ou melhor: plantava o sabre a um milímetro da garganta dele e poupava sua vida em troca de uma indenização piedosa: cinquenta anos de comida japonesa grátis.
Poderia ter seguido despenhadeiro abaixo, cada vez mais fundo, mas o grande portão do colégio se abriu, a massa de ferro se espreguiçou rangendo e a partir daí tudo se resolveu numa silenciosa carambola óptica: a folha da porta, ao se mover, devolveu o feixe de um dos quartzos da entrada do colégio, que bateu no espelho retrovisor de um carro e dali, direto, foi estampar-se em sua cara como a lanterna de um vigia meio curto de vista. Alguém tinha acabado de sair. Estudou de longe o pouco dessa silhueta que se podia divisar entre as sombras: a mochila pendurada no ombro, os braços cruzados sobre o peito, os passos largos e leves como os de um astronauta na Lua. Vinha em sua direção. Viu-a avançar, viu a luz pestanejante de um farol pentear-lhe a cabeça e a reconheceu: era Márcia, a única amiga íntima de Ela que Ela não batizara com um apelido infame.
De modo que Márcia estava indo embora sozinha. Sentiu um baque no peito, como se seu coração tivesse atropelado uma corda invisível. Não podia deixar que o vissem ali, então afundou no assento e esperou, imóvel, que Márcia passasse a seu lado, e só despontou a cabeça novamente depois de ouvir as castanholas de seus passos – Márcia: a última esperança dos fabricantes de tamancos de madeira – afastando-se. Virou-se, seguiu-a com os olhos enquanto ela atravessava a rua, esperando o instante em que ia se dissipar feito miragem. Mas não: era Márcia, e Ela não estava com ela.
Não se enganara. Fizera bem em desconfiar, em voltar, em ficar montando guarda a trinta metros da escola. Ela mentira para ele. Uma hora e meia antes ele a deixara na porta do colégio e se oferecera para ir buscá-la quando a peça terminasse. “Não precisa”, disse ela, sorrindo e acariciando-o com toda a gratidão que não havia em sua voz. “Eu vou embora com a Márcia. Hoje vou dormir na casa dela.” Fez-se um silêncio. Ele manteve os olhos cravados nela por alguns segundos, o tempo exato para deixá-la em evidência, o tempo exato de que Ela precisou para segurar uma fivela entre os dentes, juntar os cabelos, fazer um rabo-de-cavalo e prendê-lo com a fivela, tudo isso fazendo de conta que estava sozinha, ou seja: sozinha diante de um espelho – uma arte que dominava cada vez melhor, principalmente na presença dele –, e reunir o butim escolar que, fiel a seu costume de se instalar em qualquer lugar onde ficasse por mais de cinco minutos, espalhara por todo o carro: os cadernos, os livros, a maçã, um bolo de dinheiro, um folheto do Greenpeace sobre a Lei de Florestas em Salta, a calça de ginástica para o dia seguinte, um telefone cravejado de adesivos, a camisola de algodão com a cara do Gato Félix que ele lhe trouxera de alguma viagem e que ela continuava usando, mesmo depois de meses – ou seja: anos, décadas, séculos – de Félix ter sido despejado por Joe Strummer de seu panteão particular.
“Tem certeza?”, perguntou-lhe. “Tenho”, disse ela, e lhe deu um desses beijos lânguidos, frívolos, sem alvo definido, com os quais começara a se despedir dele havia alguns meses, anos, décadas etc. “Não me custa nada”, insistiu ele. “Fico aqui pelo bairro, como alguma coisa por aí e depois passo para apanhar você. A que horas termina a peça?” “Não sei”, disse ela. Mas não o fitava mais. Bastava esse desdém para que se exilasse de imediato em outro mundo, num limbo elementar, remotíssimo, onde não havia nada mais importante que amarrar ou desamarrar uma bandana, enfiar um marcador vermelho num estojo prestes a estourar, meter a mão no bolso, pegar um celular, digitar meia frase sem vogais na velocidade da luz, e com o mesmo polegar que treze anos e meio antes, enquanto pressionava com as pontas dos pés as grades do berço, afundava na boca para dormir sem chorar. “Não sabe quanto tempo vai durar a peça?” “Não faço a menor ideia.” “É o Rei que morre, né?”, disse ele, pensativo. “Quanto pode durar: uma hora, uma hora e meia?” Ela olhou de relance para o portão de ferro preto. “Lá está a Márcia. Tchau, papai. Te amo”, disse. E desceu, praticamente se atirou para fora do carro, e quando começava a subir, correndo, o pequeno barranco que levava ao colégio, ele a chamou e a obrigou a voltar, sacudindo no ar o cachecol escocês que ficara engatado no freio de mão. Sem parar, aproveitando o impulso, Ela deu meia-volta, desceu até a rua, enfiou a cabeça dentro do carro, deixou o cachecol ser enrolado em volta de seu pescoço e o beijou, beijou-o com força, duração, som – tudo o que ele esperava de seus beijos para estremecer de amor e acionar seu instinto de desconfiança – e tomou novamente o rumo da escola com o lastro da mochila quicando em suas costas, gritando como uma possessa o nome de sua amiga, sua cúmplice, sua sórdida sequaz.
Levou alguns minutos para se recompor. Depois, instintivamente, à medida que uma onda de furor ardente o ia envolvendo, ligou para o número de Petra. Perguntou-se o que ia lhe dizer. Não era uma ligação “de família”: não queria compartilhar com ela as provas da farsa que acabava de descobrir, como gostavam de fazer com qualquer destreza, gracinha ou façanha mais ou menos precoce de Ela que os surpreendesse sozinhos, sem o outro. Era uma ligação conjugal: queria criticar isso. Queria lhe mostrar em que escola íntima Ela aprendera a arte de mentir, que professora lhe inculcara esse estilo casual, esse talento para a imprecisão, a distraída falta de ênfase com que disfarçava uma decisão já tomada que ele não aprovaria… Era um passatempo a que foram se entregando aos poucos, primeiro com curiosidade, como quando, com Ela recém-nascida, competiam para ver de qual dos dois a menina herdara mais traços, depois com uma espécie de raiva, uma sede de justiça rancorosa, quando pretendiam detectar no outro a raiz de qualquer insolência de Ela na qual não aceitassem reconhecer-se.
Não deu em nada, nem mesmo numa dessas vozes gravadas feitas para decepcionar. Olhou para o telefone, olhou-o com cara feia, jogando a culpa nele, e então lembrou que aquele era o telefone de Petra. Dera-o para ele vinte dias atrás, meia hora antes de ir para o aeroporto. Logo para ele, que odiava celulares. Odiava seu tamanho, sua versatilidade, seu espírito frenético de renovação. Odiava sua fidelidade quando ninguém precisava deles e sua inutilidade no coração de uma emergência. Odiava-os como odiava tudo aquilo que punha a nu as personalidades múltiplas e pitorescas de sua inépcia. “Não estou pedindo que goste dele, nem que o ame, nem que o entenda”, disse-lhe Petra. “Use-o para ficar em contato com Ela enquanto eu não estiver aqui. Só isso. Assim viajarei mais tranquila”. Ele aceitou, ainda que sob protesto. E assim que Petra desapareceu no elevador com suas malas – quatro imensas, quase estourando de tão cheias: o mínimo indispensável, disse, para uma excursão de quase três semanas e oito cidades –, ele fechou a porta, avaliou com a mão o peso do telefone enquanto dava uma olhada em volta, como quem procura um esconderijo para uma prova comprometedora, e acabou por arquivá-lo numa gaveta da mesa-de-cabeceira, entre caixas de relaxantes musculares, tubos de agulhas de acupuntura e máscaras para dormir que nunca usava, modesto ostracismo no qual o esqueceria durante dois dias e no qual uma hora mais tarde o alcançaria a mensagem que Petra, como um epílogo de dois meses e meio de pesadelo conjugal, deixava da sala de embarque.
Pensou que seriam necessários mais de vinte dias de paternidade solitária para convertê-lo à religião da telefonia móvel. Certa noite, voltava de um jantar com amigos e encontrou Ela sentada no saguão do edifício, vestida de festa, tiritando de frio. Saíra sem as chaves. Deixara seis mensagens para ele no celular. Ele inventou a verdade e disse que o esquecera, mas não que o esquecimento fora proposital e o deixava orgulhoso, como confessara a seus amigos. Mas nessa mesma noite, envergonhado, resgatou-o da gaveta, e estava tentando eliminar os pedidos de socorro que não ouvira por se manter fiel a sua fobia militante quando o assaltou a voz calma e meio anestesiada de Petra – a voz com que costumava dizer as piores coisas –, lançando seu veredicto sem pressa, como se tivesse todo o tempo do mundo: “O problema, querido, é que você só serve para ficar sozinho” – até que uma voz de homem entrava em cena e a obrigava a desligar: “Petra, vamos. Nosso avião está saindo, Petrita”.
Como os s.o.s. de Ela, a mensagem sobreviveu intacta a todas as suas tentativas de apagá-la. Mas ao contrário daquelas, que ficaram gravadas mas em silêncio, como advertências cuja discrição ele agradeceu, a voz de Petra ressurgia acidentalmente de quando em quando, disparada por alguma das manobras com que ele tentava domar o aparelho, para lembrá-lo de como ele era um misantropo incurável. Estava longe, atuando em teatros majestosos e decrépitos, brindando com prefeitos e tomando o café da manhã em enormes restaurantes desertos, mas não se movera de seu lado. E ele, que aceitara o telefone por Ela, para não lhe agravar com suas fobias o efeito da ausência de sua mãe, em poucos dias, quando viu que noventa e nove por cento das ligações que ele não tinha outro remédio senão atender – porque também não sabia como desligar totalmente o aparelho –, e as quais anotava religiosamente, eram de outras atrizes, dramaturgos em ascensão, jornalistas, cosmetólogas, quiropráticos, roteiristas de cinema, agentes, percebeu que sua paixão pela vida solitária era menos digna de um anacoreta que de um secretário totalmente terreno, tão abnegado que até se esquecera de combinar um salário com sua patroa.
Não se importou com isso. Ou se importou menos do que ter de procurar uma refutação, um escudo, algo que atenuasse um pouco aquela pressão incômoda que exercia sobre ele o diagnóstico de Petra. Não demorou a encontrar: eram ele e Ela. O estranho casal que formavam, saído de um gênero em que se misturavam a comédia musical, as histórias em quadrinhos, o cinema mudo e os contos para crianças de alguma civilização extinta. Ela e ele de noite, na cozinha, improvisando jantares opíparos, cheios de acepipes proibidos, que serviam em travessas imensas, e deixavam esfriar diante da TV, jogados na cama, ele a seu lado, ela do lado de Petra, enquanto zombavam dos programas trash nos quais o outro era viciado (ele nos docudramas policiais, ela nos anúncios sobre elixires emagrecedores ou tônicos para fazer o cabelo crescer) e brigavam pelo controle remoto até que este mergulhava de cabeça num prato de mostarda; Ela e ele de manhã, bem cedo, quando iam juntos para a escola e pegavam a avenida Figueroa Alcorta e ele sintonizava o rádio no programa de rock pelo qual ela era fanática (Bon Jovi às quinze para as oito) e pisava no acelerador e ela abria a janela e tirava a cabeça para fora e uivava alucinadamente; Ela e ele nos finais de semana num cinema, legendando o filme com comentários mordazes e levantando psius dos quatro cantos da sala, ou em casa, cada um na sua, ele lendo, ela baixando canções, ou classificando velhos cadernos escolares, ou cobrindo com fotos de Sid Vicious as sombras amareladas deixadas por Pókemon, as Meninas Super-poderosas ou outros ídolos caídos em desgraça, até que, como se respondessem a um sinal audível apenas para eles, os dois deixavam o que estavam fazendo, cruzavam-se em algum ponto da casa e começavam a dançar, ou caçoavam dos farrapos caseiros que vestiam, ou ouviam um disco juntos, ou percorriam o jornal em busca de um programa para a noite…
Encontrara a refutação, e mais de uma vez, quando Petra ligava de Santa Rosa, ou de Tandil, ou de Uspallata, pensou em esfregá-la na cara dela. Sempre se arrependia. Não gostava da ideia de meter Ela no meio, menos ainda de embarcar numa sessão de psicodrama de casal à distância. Além do mais, tinha a impressão de que algo na qualidade da comunhão que o unia a Ela era incompatível com qualquer ressentimento, qualquer impulso de reivindicação, e mesmo hostil à simples tentação de comunicá-la a um terceiro. Era evidente, por outro lado, que Petra não tinha nenhuma intenção de falar com ele. Ligava sempre para casa, e conhecia bem, porque a sofria há anos, a severa política dele em matéria de disponibilidade telefônica. Jamais atendia; deixava que a secretária eletrônica gravasse a mensagem e só horas ou dias depois, conforme quem tivesse ligado, retornava a ligação ou a arquivava no único porão íntimo do qual não se sentia culpado. Ou deixava o telefone tocar até ouvir Ela atender. Mas quando Petra ligava, sempre sabia antes que era ela. Algo na atmosfera da casa, algo em seu silêncio, sua expectativa, sua maneira insatisfeita de estar em ordem, afetavam-se e tremiam de um modo estranho cada vez que ligava. Era como um revoo imóvel. E assim que reconhecia esse desassossego, ele parava de trabalhar, ia ao quarto de Ela, que falava com a mãe deitada de bruços no tapete, de costas para a porta, uma perna flexionada, o pé da outra subindo e descendo ao longo do tendão do tornozelo, e fechava a porta com cuidado para não ouvir, não interrompê-las.
O que mudara? Ou quem? Por que o idílio ficara assim sombrio? Como ele passara do estado de flutuar numa bolha de cumplicidade perfeita, na qual podia adivinhar o pensamento de Ela, completar suas frases e levantar-se da cama para ir comprar-lhe um quilo de sorvete à meia-noite e meia sem protestar, sem se sentir sequer tocado pelos espinhos da escravidão, ao de espreitá-la em seu carro como alguém que arma sordidamente uma tocaia noturna? Em que momento havia trocado a compreensão pela desconfiança, a permissividade pelo detector de mentiras? Se ao menos tivesse havido uma primeira vez, uma data, uma cena chave que pudesse evocar para saber quanto mais ele teria de retroceder para restabelecer a ordem perdida… Mas, o quê? Repassou seu arquivo de alarmes recentes: alguns episódios lhe faziam sinais mais ou menos ostensivos, como atores amadores em busca do papel que os tornará famosos. Matutinos, por exemplo. Começa a clarear. Depois de lutar contra a insônia – um mal que o acompanha toda vez que Petra viaja, como se estivesse incluído no pacote da agência de viagens –, patrulha a casa para começar realmente a acordar e culmina sua ronda, completamente infrutífera, no quarto de Ela, que dorme com o braço direito e a cabeça para fora da cama, suspensos no vazio. Está quase lhe colocando uma coberta – não lhe importa o corpo, que de qualquer modo gostaria de ver um pouco mais vestido, mas não suporta a imagem de desamparo que seu ombro esquerdo oferece nas frias alturas onde reina – quando Ela ressona, sacode a cabeça como se espantasse um mosquito e suspira, ou geme, ou murmura uma frase perfeita, articuladíssima, que ele não entende, a tal ponto foi pego de surpresa, mas que o detém no ato e o leva a inclinar-se sobre ela, a deslizar uma orelha no raio de seu hálito (vitamina de banana com leite, batatas fritas de pacote, chiclete de framboesa, pepino) para capturar a próxima, que por fim chega e é esta: “As meias não, por favor. As meias não.” E assim que ele a chama em voz muito baixa, só para libertá-la do pesadelo sem que leve um choque, Ela passa para a meia língua do sonho, que domina perfeitamente, e cospe um parágrafo feito apenas de consoantes, enquanto lhe acaricia com o canto da mão um lado do pescoço. Ou vespertinos. O telefone toca. Ela atende. Ele, da escrivaninha, pensa que talvez seja um pouco tarde para ser uma ligação de Petra. E pensa que Ela não costuma desligar o telefone tão rápido. Fiel a seu rito, vai até seu quarto e a encontra deitada no tapete, como sempre, só que de barriga para cima e um pouco mais perto da porta do que de hábito, tão perto que se esticar uma de suas longas pernas de quero-quero consegue empurrar a porta com um pé e, sorrindo, fechá-la em sua cara. Mas nada lhe parecia suficiente. Nem mesmo os dois marcos hormonais como os primeiros pêlos visíveis (essa seda que parece de bebê em sua axila direita e que o desconcertou num dia em que Ela levantou o braço para apanhar uma boina no cabide) ou a primeira menstruação (o sinal de sangue em forma de relógio de areia que descobriu certa manhã no lençol): comemorara-os como alvíssaras compartilhadas, achando que se revelavam a ele e a Ela ao mesmo tempo, mas a mancha estava longe de ser a primeira (Petra, de fato, já lhe dera alguns tipos de absorvente, pelo visto todos inúteis), e já fazia meses que Ela usava o desodorante de seus pais para atenuar, porque não havia maneira de apagá-la, a fragrância áspera de seus suores.
Quis saber as horas; o tremor com que arregaçou o pulôver para ver o relógio quase o faz chorar. Que charlatão imbecil teve essa ideia de desenhar o tempo como uma linha reta e os fatos como riscas perpendiculares periódicas, como se a história pudesse ser uma dessas fitas métricas flexíveis que as costureiras usam para tirar medidas de corpos que não cessam de mudar, de crescer, de se transformar? Não havia marcos nem fatos. E se havia, dissolviam-se na espuma dos anos, dos dias, dos segundos… A história da segunda Ela, essa Ela equívoca, pródiga em fraudes e duplos sentidos, que acabava de tomar posse do corpo da primeira, devia ser tão sub-reptícia – e suas raízes tão remotas – quanto a do simulacro de Parkinson que agora lhe complicava a tarefa de iluminar o quadrante do relógio para comprovar que eram… que horas? Dez e vinte já?
O hall da escola era um cubo brilhante e vazio. Nenhum movimento: só a projeção da sombra do vigia que desenferrujava as pernas no corredor do lado. Deu para detestar Ionesco, que sempre lhe parecera um farsante simpático. Irritou-se com aquela meia dúzia de professores que alardeavam seus patéticos estertores vocacionais diante das mesmas vítimas que nas horas de aula martirizavam com suas remelas, seu mau hálito, sua prepotência, suas provas surpresa, suas petulâncias demagógicas. Desde quando Ela se interessava pelo teatro do absurdo? Até onde sabia, Ionesco não figurava no programa de estudos desse ano; tampouco na biblioteca de Ela, que conhecia como ninguém, que ele mesmo – de uma indolência doentia na hora de ter de mobiliar algo – comprara, pintara e povoara de livros cuidadosamente escolhidos, até que um dia, procurando um dicionário francês-espanhol autorizado a viajar entre uma biblioteca e outra, topou com dois livros de Roald Dahl que ele não havia comprado, assinados e datados na primeira página pela mão trêmula de Ela, e perdeu o fôlego de tanta alegria.
Sexta-feira, dez e meia da noite. Exausta após uma longa semana escolar, era evidente que Ela devia estar em casa, saboreando as decapitações de “O Albergue II” ou chorando desconsoladamente com um documentário sobre matança de focas, jamais assistindo à agonia petulante de um palhaço de coroa e menos ainda longe de Márcia, a amiga, a cúmplice vil, a traidora com a qual se supunha que devia passar toda a peça rindo de piadas ruins. Mas, e ele? Cometera um erro fatal, um erro de avarento: aproveitar o tempo. O cálculo se fechava: tinha essa hora e meia morta, o Samurai estava perto, voltaria justo na hora em que a peça terminasse. Agora, um gosto rançoso que se arrastava desde as entranhas de seu estômago se deteve no umbral de sua garganta, despontou e voltou a descer como um animalzinho assustado. Polvo, provavelmente. Ou camarão. Esse camarão enorme, extraordinariamente carnudo, que de algum modo havia desencadeado o desastre. Empenhara-se em tirar a ponta escamosa do rabo para enfiá-lo inteiro na boca, mas estava com a mão esquerda ocupada no livro, mantendo-o aberto na página que lia, e era improvável que a direita resolvesse o problema por si mesma sem prejudicar a integridade da peça, de modo que somou a esquerda à faina. Assim que se sentiu livre, o livro, como um molusco pudico, deu um salto e quis se fechar novamente; a mão esquerda deu marcha a ré, tentou impedi-lo e só conseguiu empurrá-lo ainda mais, e o livro terminou caindo no chão pela fresta que separava sua mesa da do vizinho.
Um passo de comédia solitária. Só que os restaurantes japoneses são amplificadores prodigiosos: um sorriso retumba como uma gargalhada, uma lágrima é uma tragédia, qualquer meia levemente desbotada parece um trapo. Agachou-se para apanhar o livro, levantou-se enquanto tomava a primeira decisão sensata do dia, terminar de comer e só depois começar a ler, e ao voltar à superfície, onde o niguiri de camarão o esperava com a ironia de seu rabo intacto, viu o maître de pé junto à mesa, os braços bem colados ao corpo, em atitude expectante. “Não é bom ler comendo”, disse-lhe, inclinando-se para corrigir o esquadro móvel em que o percalço deixara a travessa, o prato, a pequena tigela com molho de soja. Ele o tomou como um comentário pedagógico, quase médico, e sorriu. “Imagino”, disse, e voltou a empunhar os palitos. “Mas estou sozinho, e quando estou sozinho gosto de comer lendo. Adoro comer e ler”. Rondou o camarão com a ponta dos palitos e no último instante, com uma espécie de fruição vingativa, descartou-o e escolheu a peça de pele de salmão. Sustentando-a no ar, abriu o livro com a mão esquerda e procurou a página perdida. “Não, não”, disse o maître, que não se movera de seu lado. “Antes de comer, sim. Depois, também. Durante, não”. Não era fácil domesticar aquelas páginas jovens, cheias de energia, mas não quis se render e respondeu com os olhos cravados no livro: “Eu gosto. Me faz companhia.” “Não”, disse o maître. “Não é sério ler enquanto se come”. Página 56. Caro Octave, o que me assusta é a violência de suas paixões, principalmente todo o caminho secreto que seguem em seu coração. Era por aí, estava perto. Achatou o livro com a palma da mão e levantou os olhos para o maître, sorrindo novamente. “Nem pensar. São duas coisas que eu levo muito a sério.” O maître deu um passo à frente, quase colou a virilha no canto da mesa e inclinou-se levemente, como se procurasse se fazer entender sem equívocos, mantendo, ao mesmo tempo, certa discrição. “Aqui não é permitido ler.” Sua voz mudara; já não era protocolar, mas grave, severa, ameaçadora. “Como?”, espantou-se ele. O maître repetiu: “Não é permitido ler enquanto se come.” “Não estou entendendo. É proibido?” “Neste restaurante sim.” Olhou-o, olhou-o bem, com empenho, pensando que saberia detectar em sua boca ou em seus olhos o prelúdio da risada que transformaria todo aquele episódio no que era: uma farsa um pouco psicopática mas bem representada. O maître nem piscou: parecia petrificado. “Como assim, proibido? Como vai me proibir de ler?” “É uma falta de respeito com a cozinha”. Ele riu, nervoso, incrédulo. A impaciência se instalava rapidamente. “Desculpe”, disse-lhe, “a comida está ótima. Cumprimente o cozinheiro por mim. Mas o que tem a ver ler com faltar com o respeito à cozinha?” Houve uma trégua microscópica que ninguém aproveitou. “Aqui não se lê enquanto se come”, decretou o maître, e de repente, de um modo abrupto e brutal, inclinou-se e ameaçou recolher a travessa. Foi apenas uma ameaça, a sombra ou o esboço de uma ação, como na disputa imaginária ao redor da travessa que se seguiu, mas foi tão nítida e realista que a situação lhe pareceu duplamente escandalosa. “Mas o que há com você?”, disse, levantando a voz. “Eu leio. Não grito, não fumo, não fico dando gargalhadas, não desprezo a comida, não incomodo ninguém. Além do mais sou livre, e enquanto não incomodar ninguém, quando eu como faço o que me dá na telha. Já comi em muitos restaurantes japoneses, em toda parte do mundo, e nunca me aconteceu nada parecido.” “Aqui é assim”, disse o maître. “Aqui os fregueses não lêem. No Japão, se um filho lê enquanto come, o pai lhe dá um sopapo.” “Não estamos no Japão”, disse ele, mordendo as palavras, “e você não é meu pai. Estamos em Buenos Aires, você é o maître de um restaurante e eu sou um freguês…” “Aaahhh!”, rugiu o maître, dando por encerrada a discussão, e retrocedeu alguns passos e se postou junto à pequena janela que dava para a cozinha, de braços cruzados, como um guardião. Foi um momento único, uma dessas conjunturas raríssimas em que a decisão mais espetacular, mais teatral, mais pomposa, talvez seja a mais justa e, talvez, a única. Não foi essa que tomou. Permaneceu no lugar, meio tonto de espanto e de raiva, fitando o maître nos olhos, nos pedaços de pedra opaca que tinha incrustados nas órbitas dos olhos. E com os últimos resquícios de dignidade equivocada que lhe restavam decidiu-se pelo pior: que tudo seguisse normalmente, mas em alta velocidade, como se as coisas rápidas fossem, de algum modo, invisíveis. Então limpou a travessa em menos de sete minutos, curvando-se um pouco mais sobre o prato a cada bocado, com o livro ao lado, aberto em qualquer página, fingindo ler frases que mal enxergava.
Cruzou o céu um avião que começava a descer. Petra estaria a bordo? De repente sentiu que precisava dela. Precisava de tudo o que nela lhe era difícil de suportar: sua impassibilidade, o desembaraço com que profetizava o que na verdade queria que acontecesse, a influência que exercia sobre ele, não importa o que fizesse. Também precisava de ar, de modo que desceu do carro e se deixou afagar pelo frescor da noite. Quando abriu os olhos viu gente saindo da escola. Pensou distinguir casacos compridos, roupa escura, um par de chapéus, saltos altos: pais de alunos, membros da cooperativa escolar, outros professores. Onde estava Ela? Onde o canalha com acne, voz em falsete e priapismo galopante que a beijara durante toda a peça? Onde os canalhas menores que tinham se masturbado olhando-os da última fileira de poltronas? Ouviu-se uma risada de mulher, alegre e falsa como uma moeda falsa caindo numa jarra de cristal falso. Ouviram-se estalos agudos, como disparos de uma arma de plástico, e os faróis de três carros estacionados piscaram na noite, em uníssono. Entrou de novo no carro e se encurralou contra a porta do passageiro, de onde dominava melhor a entrada da escola. O grupo de adultos se desfez em dois, três, quatro casais que se dispersaram em direções diferentes. Entraram nos carros, os motores rugiram, outro avião – estranhamente afinado uniu-se a eles lá do céu. E quando não restou ninguém, só o guarda-noturno que dava voltas junto à porta, fazendo malabarismos com um molho de chaves barulhento, começaram a aparecer os jovens, não mais que meia dúzia, surpreendentemente mais silenciosos, e mais bem vestidos, que os adultos.
Polvo. Camarão. O vinagre do arroz. Tinha a sensação de levar um aquário inteiro dentro do peito, uma espécie de colônia ictíica na qual seu coração ia naufragando lentamente, e achou que não ia resistir. De repente se viu morto no carro, a cabeça contra a janela, o peito estampado com os espectros de sua bandeja de sushi suculento, examinado bem de perto pelo crápula com acne cujo braço tatuado continuava maculando, impassível, os ombros de Ela… Não gostou disso. Não viu Ela, mas sim duas garotas que dançavam, com as mãos na cintura uma da outra, um cancan robótico, sem dúvida um dos anacronismos risqués com que o professor de química, ou de ginástica, ou de ciências naturais, ou qualquer fracassado que tivesse dirigido a peça, decidira revitalizar o legado de Ionesco. Teve medo. Começou a considerar com outros olhos o canalhinha com acne. Se para vê-la de novo tinha de vê-la de mãos dadas com ele… Os homens fumavam, afundavam as mãos nos bolsos, davam pontapés curtos e astutos nas panturrilhas. Ficaram um pouco na porta, indecisos, numa espécie de equilíbrio precário, até que saíram mais dois, um garoto e uma garota, não abraçados mas pendurados um no outro, que tocaram o grupo até a rua. Viu-os passar pela calçada, a seu lado. As garotas que dançavam ouviam música no mesmo fone de ouvido: uma nova raça de siamesas. Os garotos arrastavam os pés ou os levantavam demais, lutando com a gravidade de seus tênis-porta-aviões como os escafandristas de Verne, certa vez, com seus sapatões submarinos. Viu-os se afastando de costas pelo retrovisor. A entrada da escola ficara deserta.
Assim, pensou. Assim – como um pai que olha boquiaberto para a porta do colégio que engoliu sua filha e nunca mais a devolverá – começam essas histórias de capa das revistas de domingo que reconstroem a trama secreta do tráfico de adolescentes e viajam de Buenos Aires a Istambul, de Istambul ao Ceilão, do Ceilão a Sofia, seguindo o rastro de um estojo de pó-de-arroz Hello Kitty, uma camisola de algodão com a cara do Gato Félix, um par de pantufas de veludo com laço, um diário íntimo composto de listas: “Cinco discos para comprar”, “Cinco sabores de sorvete”, “Cinco garotos que eu beijaria”, “Cinco garotas que eletrocutaria”, “Cinco canções que escutaria debaixo d’água”… Esperou alguns minutos, e quando pensou que não veria ninguém mais aparecer no hall, nem naquele momento, nem amanhã, nem nos vinte séculos que viriam, ligou para o número de Ela. Atendeu-o uma canção que ele nunca ouvira.
Quando ela chora
Não sei se é dos olhos para fora
Não sei do que ri
Eu não sei se ela agora
Está fora de si
Ou se é o estilo de uma grande dama
Quando me encara e desata os cabelos
Não sei se ela está mesmo aqui
Quando se joga na minha cama
Ela faz cinema
Ela é a tal
Sei que ela pode ser mil
Mas não existe outra igual
E depois, quase mordendo outra igual, como se não conseguisse refrear certa impaciência, a voz gravada de Ela vinha a seu encontro: “Oi, é a Ela…” Reconheceu a rouquidão, o tom infantil de quando acabava de acordar e aparecia na cozinha de camisola, ainda de meias, repousando a cabeça alvoroçada em seu ombro e, mordendo a primeira cutícula do dia, falava: “Oi, papai. Amo você, papai. Faz um suco de laranja pra mim, papai?” Desligou e voltou a ligar enquanto olhava as horas e uma multidão em pânico aglomerava-se em seu peito em busca de uma saída. Tinha a boca seca; suava; parecia estar perdendo a sensibilidade nos dedos. A música, outra vez.
Quando ela mente
Não sei se ela deveras sente
O que mente para mim
Serei eu meramente
Mais um personagem efêmero
Da sua trama…
Não esperou até o final. Largou o telefone como se lhe queimasse a mão, saiu do carro e dirigiu-se para a escola devagar, tentando se acalmar, ensaiando o tom com que explicaria a situação ao guarda-noturno, sem perder de vista que, desconhecido e ainda uniformizado, o guarda-noturno era um aliado potencial, um meio para chegar a Ela, e não o elo menos notável de uma rede de proxenetas que acabara de seqüestrar sua filha. Passou os fatos a limpo, a ordem dos fatos, as horas… E quando a viu, atravessando sozinha o cubo claro do hall, tão sozinha e tão inconfundível que o angustiou, teve a impressão de que não era ela, não ela de carne e osso, mas a projeção perfeita de seu pensamento, que já a dera por desaparecida. Saía com a cabeça baixa, apressada, e abraçava a mochila contra o peito, como se não tivesse tido tempo de pendurá-la. Ia em direção a ele, absorta na ponta de seus tênis, ainda não o vira. Como gostou de ter outra vez seu nome na ponta da língua, saboreá-lo, saber que um segundo depois o pronunciaria e que essa simples emissão de ruído faria vibrar e existir e brilhar a criatura mais bela da terra… Ia chamá-la quando viu que mais alguém saía da escola. Um homem careca, ou quase careca, vestido com o que pareciam ser calças do século dezoito, que apareceu, varreu a rua com os olhos e assim que detectou Ela saiu atrás dela a passos rápidos. Alguma coisa pendia de sua mão e ele não fazia barulho ao caminhar. Ele parou, ouviu o homem gritar o nome de Ela e percebeu um sotaque estranho. Ela quis apressar o passo e perdeu alguma coisa, um livro, um penal, no caminho: ameaçou parar para apanhá-lo, mas seguiu em frente, e só aceitou parar quando ouviu seu nome pela segunda vez, mais gritado e mais triste.
Então levantou o rosto com resignação, dando-se por vencida, e topou com seu pai. Ele sorriu. Não a via bem, mas parecia haver algo borrado em seu rosto, uma espécie de sujeira ou de desordem. Aproximou-se, olhou-a melhor; tinha os lábios muito vermelhos, como que crestados pelo frio, ou pintados. “Acabei vindo, afinal”, disse ele feliz, desculpando-se. Ela sorriu, deu uns passos frágeis e deixou-se abraçar, quase se sustentar por ele, enquanto o homem das calças, que começara a correr, diminuía rapidamente o passo e chegava até eles. Não fazia barulho porque estava descalço; tinha restos de maquiagem no nariz, um souvenir de barba na ponta do queixo e a marca de um beijo perto da boca, meio apagada mas ainda fresca. Movia os olhos o tempo todo, como se uma luz os fustigasse. “Você esqueceu isto”, disse, e sua mão enfeitada com jóias estendeu a Ela o cachecol escocês. Ela sorriu e pendurou-o em volta do pescoço. Depois olhou para o pai: “O Rei, meu professor de português”, disse, apontando para o Rei. E olhou para o Rei e apontando para seu pai, disse: “Meu pai”.
sábado, 18 de fevereiro de 2012
Por vezes
Quando conheces alguém
mais inteligente ou mais estúpido do que tu -
não faças caso disso.
As formigas e os deuses,
acredita, sentem o mesmo.
Que exista mais gente na China,
digamos, que em San Marino,
não é uma desgraça.
A maioria das pessoas, sem dúvida, é
mais negra ou mais branca que tu.
Por vezes és um gigante,
qual Gulliver, ou um anão.
Em algum lugar ou outro estás sempre a descobrir
uma beleza ainda mais radiante,
alguém ainda pior.
És medíocre,
felizmente. Aceita-o!
Sete graus centígrados a mais
ou a menos no termómetro -
e estarias além da salvação.
HANS MAGNUS ENZENSBERGER
mais inteligente ou mais estúpido do que tu -
não faças caso disso.
As formigas e os deuses,
acredita, sentem o mesmo.
Que exista mais gente na China,
digamos, que em San Marino,
não é uma desgraça.
A maioria das pessoas, sem dúvida, é
mais negra ou mais branca que tu.
Por vezes és um gigante,
qual Gulliver, ou um anão.
Em algum lugar ou outro estás sempre a descobrir
uma beleza ainda mais radiante,
alguém ainda pior.
És medíocre,
felizmente. Aceita-o!
Sete graus centígrados a mais
ou a menos no termómetro -
e estarias além da salvação.
HANS MAGNUS ENZENSBERGER
terça-feira, 14 de fevereiro de 2012
A VENUS DE TABOGA
AS FÁBULAS URBANAS DE FERNANDO UREÑA RIB
A Venus de Taboga, tela do pintor dominicano Fernando Urena Rib
Era o calor espesso das três. Paul se esfregou os olhos com um pano grande manchado de azul de cobalto e tratou de concentrar-se no lenço que era mal um esboço, mas os mosquitos e o resplendor de uma luz segadora lhe fizeram abandonar a tentativa. Suava copiosamente. Verteu rum sobre o pano e se empapou o rosto e a nuca. Depois limpou o pincel com o mesmo pano. Sentiu que começava o delírio mas conteve sua raiva.
O traumático desembarque só lhe permitiu salvar uns quantos frascos de cor, dos muitos que trazia em seu arcón de duplo fundo. Agora uma marca de azul lhe partia o rosto e lhe manchava o cabelo desordenado e longo. Divisou um barco que se acercava, saindo ao Pacífico pela brumosa boca do Canal. A praia reverberaba e o sangue lhe fervia
Três meses atrás uma barcaça lhe arrojou nas praias médio desertas de Taboga, como náufrago sob um pau de água. Apesar da baixa maré, o mar se meteu nas rendijas tapiadas com brea do baú, atacando os pomos de alvo de zinco e de amarelo de cadmio. A média praia, Philipe seu cunhado, ajudou-lhe a montar o baú sobre uma mula sombria que parecia cojear de várias patas.
Quiçá deva aclarar que Philipe era um francês procurador de fortuna (como tantos outros europeus durante a febre do ouro) que se ganhava a vida fabricando a farinha de pescado com que alimentar os porcos e os peões que hollaban valas nas terras baixas do Chagres. “Deixa de rabiar , Paúl. Já secarás tuas cores sobre a praia, como secamos a farinha”, disse-lhe sua irmã, mostrando-lhe seu quarto. Era uma casa de tabelas vermelhas montada sobre pilotes negros, na mesma orla do mar. Foi desde ali que viu pela primeira vez aquela mulher revolcándose no água e que incessantemente lhe persegue com resplendores de argento.
A maré subia tanto como a temperatura de seu sangue. Paúl voltou a esfregar-se os olhos e se encheu a boca com um sorvo de rum que cuspiu sobre os gallinazos, para espantá-los, sentiu fervores e outra vez viu o súbito resplendor. Não era delírio. Os lugarejos asseguravam que era verdadeiro.
Falavam de uma Venus índia aparecia e desaparecia, dançando nua no mar ou com atuendos de prata. No meio das noites mais negras se ouviam cantos estranhos. Mas a Paúl lhe mortificaba tanto essa luz e essa história que passava as noites em claro e de dia se lhe iam as horas tomando rum e espantando mosquitos e gallinazos frente ao mar sem poder dar uma pincelada que valesse a pena. No meio do sopor do aguardiente atingiu a ver uma barcaça abrindo-se passo entre as brumas luminosas da boca do canal.
Ébrio de luz e de rum, creu que se não podia atrapar aquela mulher no lenço, quiçá poderia atrapá-la no água, caçá-la ali, definitivamente. “¡E se é um peixe e não uma mulher, mato-o e o volto farinha!”, disse-se tomando o último trago e lançando-se ao água. Tinha-lhe louco aquela mulher índia que lhe roubava os sonhos e se jogava nua ao mar e resplandecia como uma miragem sob a lua, e no meio da tarde. Voltou à caseta como um louco, deu um jalón a seu grande baú, atirou a roupa desfeita e jogou adentro os pomos, deixando rodar o arcón até que boiou na maré que subia agora e que já quase cobria os pilotes da caseta e toda a areia da praia.
Submergiu-se e nadou procurando a fonte do resplendor. Creu vê-la nadar e saltar como um golfinho, quis atê-la. Ofegava. Paúl lhe gritava ao espectro luminoso: “¡Toma meu corpo e vete! ¡Toma meu corpo ou deixa-me!” Se afundava e resurgia, asido sempre do enorme baú flutuante. No meio de um fulgurante estalido de luz ouviu o grito: “¡Paúl, Paúl Gaugin! ¡Paul, Paul Gaugin!” O não já não ouvia, nem via quando o capitão do mesmo barco que o arrojou em Taboga o alçou pela manchada camisa e o atirou sobre a coberta. “¡Vamo-nos Paúl, esquece esses golfinhos, Tahití te espera!”
Fernando Ureña Rib
A Venus de Taboga, tela do pintor dominicano Fernando Urena Rib
Era o calor espesso das três. Paul se esfregou os olhos com um pano grande manchado de azul de cobalto e tratou de concentrar-se no lenço que era mal um esboço, mas os mosquitos e o resplendor de uma luz segadora lhe fizeram abandonar a tentativa. Suava copiosamente. Verteu rum sobre o pano e se empapou o rosto e a nuca. Depois limpou o pincel com o mesmo pano. Sentiu que começava o delírio mas conteve sua raiva.
O traumático desembarque só lhe permitiu salvar uns quantos frascos de cor, dos muitos que trazia em seu arcón de duplo fundo. Agora uma marca de azul lhe partia o rosto e lhe manchava o cabelo desordenado e longo. Divisou um barco que se acercava, saindo ao Pacífico pela brumosa boca do Canal. A praia reverberaba e o sangue lhe fervia
Três meses atrás uma barcaça lhe arrojou nas praias médio desertas de Taboga, como náufrago sob um pau de água. Apesar da baixa maré, o mar se meteu nas rendijas tapiadas com brea do baú, atacando os pomos de alvo de zinco e de amarelo de cadmio. A média praia, Philipe seu cunhado, ajudou-lhe a montar o baú sobre uma mula sombria que parecia cojear de várias patas.
Quiçá deva aclarar que Philipe era um francês procurador de fortuna (como tantos outros europeus durante a febre do ouro) que se ganhava a vida fabricando a farinha de pescado com que alimentar os porcos e os peões que hollaban valas nas terras baixas do Chagres. “Deixa de rabiar , Paúl. Já secarás tuas cores sobre a praia, como secamos a farinha”, disse-lhe sua irmã, mostrando-lhe seu quarto. Era uma casa de tabelas vermelhas montada sobre pilotes negros, na mesma orla do mar. Foi desde ali que viu pela primeira vez aquela mulher revolcándose no água e que incessantemente lhe persegue com resplendores de argento.
A maré subia tanto como a temperatura de seu sangue. Paúl voltou a esfregar-se os olhos e se encheu a boca com um sorvo de rum que cuspiu sobre os gallinazos, para espantá-los, sentiu fervores e outra vez viu o súbito resplendor. Não era delírio. Os lugarejos asseguravam que era verdadeiro.
Falavam de uma Venus índia aparecia e desaparecia, dançando nua no mar ou com atuendos de prata. No meio das noites mais negras se ouviam cantos estranhos. Mas a Paúl lhe mortificaba tanto essa luz e essa história que passava as noites em claro e de dia se lhe iam as horas tomando rum e espantando mosquitos e gallinazos frente ao mar sem poder dar uma pincelada que valesse a pena. No meio do sopor do aguardiente atingiu a ver uma barcaça abrindo-se passo entre as brumas luminosas da boca do canal.
Ébrio de luz e de rum, creu que se não podia atrapar aquela mulher no lenço, quiçá poderia atrapá-la no água, caçá-la ali, definitivamente. “¡E se é um peixe e não uma mulher, mato-o e o volto farinha!”, disse-se tomando o último trago e lançando-se ao água. Tinha-lhe louco aquela mulher índia que lhe roubava os sonhos e se jogava nua ao mar e resplandecia como uma miragem sob a lua, e no meio da tarde. Voltou à caseta como um louco, deu um jalón a seu grande baú, atirou a roupa desfeita e jogou adentro os pomos, deixando rodar o arcón até que boiou na maré que subia agora e que já quase cobria os pilotes da caseta e toda a areia da praia.
Submergiu-se e nadou procurando a fonte do resplendor. Creu vê-la nadar e saltar como um golfinho, quis atê-la. Ofegava. Paúl lhe gritava ao espectro luminoso: “¡Toma meu corpo e vete! ¡Toma meu corpo ou deixa-me!” Se afundava e resurgia, asido sempre do enorme baú flutuante. No meio de um fulgurante estalido de luz ouviu o grito: “¡Paúl, Paúl Gaugin! ¡Paul, Paul Gaugin!” O não já não ouvia, nem via quando o capitão do mesmo barco que o arrojou em Taboga o alçou pela manchada camisa e o atirou sobre a coberta. “¡Vamo-nos Paúl, esquece esses golfinhos, Tahití te espera!”
Fernando Ureña Rib
Discurso de noivado após o jantar
Este eu, um recipiente, que
desde que ninguém o abra,
parece compacto, liso
como um ovo Kinder,
quase apetitoso. Somente lá,
no interior, está escuro. Quem sabe
o que estará dentro, à tua espera.
Obsessões, sem dúvida,
hábitos enferrujados,
medos incompreensíveis,
truques em segunda mão,
desejos infantis.
Que tu a desejes ter,
a esta prenda embrulhada,
roça o milagre
HANS MAGNUS ENZENSBERGER
desde que ninguém o abra,
parece compacto, liso
como um ovo Kinder,
quase apetitoso. Somente lá,
no interior, está escuro. Quem sabe
o que estará dentro, à tua espera.
Obsessões, sem dúvida,
hábitos enferrujados,
medos incompreensíveis,
truques em segunda mão,
desejos infantis.
Que tu a desejes ter,
a esta prenda embrulhada,
roça o milagre
HANS MAGNUS ENZENSBERGER
Habitar teu nome
ouço callas e me acalmo
arremesso frutos aos países
de assombrados homens
quase íntima dos vulcões, aprendi:
o magma que escorre
em mim
ainda procura
por
si
Marize Castro
do livro Habitar teu nome, editora Una de João Pessoa (PB)
arremesso frutos aos países
de assombrados homens
quase íntima dos vulcões, aprendi:
o magma que escorre
em mim
ainda procura
por
si
Marize Castro
do livro Habitar teu nome, editora Una de João Pessoa (PB)
Folha
Sou como aquela folha – olha –
naquele ramo nu, que ainda um prodígio
mantém presa.
Nega-me, pois. De tal não entristeça
a bela idade que te dá essa cor ansiosa
e em mim só se demora num ímpeto infantil.
Dize-me tu adeus, se pela minha parte o não consigo.
Morrer é nada; perder-te é que é difícil.
(de Mediterranee, 1946)
UMBERTO SABA (Trieste 1883 – Gorizia 1957), pseudónimo de Umberto Poli
Tradução de David Mourão-Ferreira
naquele ramo nu, que ainda um prodígio
mantém presa.
Nega-me, pois. De tal não entristeça
a bela idade que te dá essa cor ansiosa
e em mim só se demora num ímpeto infantil.
Dize-me tu adeus, se pela minha parte o não consigo.
Morrer é nada; perder-te é que é difícil.
(de Mediterranee, 1946)
UMBERTO SABA (Trieste 1883 – Gorizia 1957), pseudónimo de Umberto Poli
Tradução de David Mourão-Ferreira
domingo, 12 de fevereiro de 2012
“O tempo livre, a alma e, quem diria, uma prótese de primeira natureza, tudo é insumo precioso na busca do lucro. Sob o pretexto de satisfazer as necessidades humanas, a parafernália capitalista não faz mais do que zelar pela sua perpetuação, rebaixando os homens a meios de sua própria conservação.”
Fernando Haddad
Fernando Haddad
Ofício de morrer
eu imagino assim a morte de pavese:
era um quarto de hotel em turim,
decerto um hotel modesto, de uma ou duas
estrelas, se é que havia estrelas.
uma cama de pau, de verniz estalado,
rangendo de encontros fortuitos, um colchão mole e húmido
com a cova no meio, a do costume.
corria o mês de agosto com sua terra escura
encardindo as cortinas. nada ia explodir
naquele mês de agosto àquela hora da tarde
de luz adocicada. e alguém pusera
três rosas de plástico num solitário verde.
vejo como pavese entrou, como pousou a maleta
com indiferença, dobrou alguns papéis
e despiu o casaco (como nos filmes
italianos da época). depois foi aos lavabos
no corredor, ao fundo. talvez tenha pensado
que esta vida é uma mijadela ou que.
voltou ao quarto, havia
uma fétida alma em tudo aquilo.
ele abriu a janela
e pediu a chamada telefónica.
a noite ia caindo sem palavras, memo sem businas
excessivas. encheu um copo de água. e esperou.
quando a campainha tocou, havia muito pouco
a dizer e ele já o tinha dito:
já tinha dito quanto amar nos torna
vulneráveis; e míseros, inermes;
que é precisa humildade, não orgulho;
e parar de escrever;
e que dessa nudez é que morremos.
foi mais ou menos isto – a nossa condição
demasiado humana, a voz humana, a frágil
expressão disso tudo, uma firmeza tensa.
«e até rapariguinhas o fizeram».
tinham nomes obscuros e nenhum
remorso lancinante, ninguém pra falar delas.
a mais temida coisa é a coragem
do que parecia fácil: tudo o que não se disse
carregado num acto de súbitas fronteiras.
foi mais ou menos isto. não sei se ele a seguir
pôs do lado de fora um letreiro
com do not disturb ou coisa assim,
nem se tomou as pastilhas uma a uma, ou se as contou.
não sei se o encontrou uma criada,
se a polícia veio logo, se deixou uma carta
ao seu melhor amigo, se apagou a luz,
nem se pousou ao lado a carteira, o relógio, a esferográfica.
não sei se entrou na morte como quem
traz imagens pungentes na cabeça,
palavras marteladas de desejo, ou como quem friamente
está no avesso do sono e vai calar-se e é justo.
não sei se foi assim, se existe uma outra
verdade imaginável ou vedada. sei que ele tinha
um olhar decidido, alguma instigadora, e quarenta e dois anos,
e sei que nessa altura há já poucas verdades
e nenhuma dimensão biográfica na morte.
já vem nas escrituras. eu prefiro
dizer que ele fechou a porta à chave
e sei que era viril a sua transparência.
Vasco Graça Moura
- Poesia & Lda.
era um quarto de hotel em turim,
decerto um hotel modesto, de uma ou duas
estrelas, se é que havia estrelas.
uma cama de pau, de verniz estalado,
rangendo de encontros fortuitos, um colchão mole e húmido
com a cova no meio, a do costume.
corria o mês de agosto com sua terra escura
encardindo as cortinas. nada ia explodir
naquele mês de agosto àquela hora da tarde
de luz adocicada. e alguém pusera
três rosas de plástico num solitário verde.
vejo como pavese entrou, como pousou a maleta
com indiferença, dobrou alguns papéis
e despiu o casaco (como nos filmes
italianos da época). depois foi aos lavabos
no corredor, ao fundo. talvez tenha pensado
que esta vida é uma mijadela ou que.
voltou ao quarto, havia
uma fétida alma em tudo aquilo.
ele abriu a janela
e pediu a chamada telefónica.
a noite ia caindo sem palavras, memo sem businas
excessivas. encheu um copo de água. e esperou.
quando a campainha tocou, havia muito pouco
a dizer e ele já o tinha dito:
já tinha dito quanto amar nos torna
vulneráveis; e míseros, inermes;
que é precisa humildade, não orgulho;
e parar de escrever;
e que dessa nudez é que morremos.
foi mais ou menos isto – a nossa condição
demasiado humana, a voz humana, a frágil
expressão disso tudo, uma firmeza tensa.
«e até rapariguinhas o fizeram».
tinham nomes obscuros e nenhum
remorso lancinante, ninguém pra falar delas.
a mais temida coisa é a coragem
do que parecia fácil: tudo o que não se disse
carregado num acto de súbitas fronteiras.
foi mais ou menos isto. não sei se ele a seguir
pôs do lado de fora um letreiro
com do not disturb ou coisa assim,
nem se tomou as pastilhas uma a uma, ou se as contou.
não sei se o encontrou uma criada,
se a polícia veio logo, se deixou uma carta
ao seu melhor amigo, se apagou a luz,
nem se pousou ao lado a carteira, o relógio, a esferográfica.
não sei se entrou na morte como quem
traz imagens pungentes na cabeça,
palavras marteladas de desejo, ou como quem friamente
está no avesso do sono e vai calar-se e é justo.
não sei se foi assim, se existe uma outra
verdade imaginável ou vedada. sei que ele tinha
um olhar decidido, alguma instigadora, e quarenta e dois anos,
e sei que nessa altura há já poucas verdades
e nenhuma dimensão biográfica na morte.
já vem nas escrituras. eu prefiro
dizer que ele fechou a porta à chave
e sei que era viril a sua transparência.
Vasco Graça Moura
- Poesia & Lda.
Imagens do Sagrado.
Em 1951, a revista O Cruzeiro publicou uma reportagem sobre um ritual de iniciação no Candomblé, na Bahia, com a seguinte títuto “As Noivas dos Deuses Sanguináros”, com 42 fotografias de Jose Medeiros. Seis anos depois, a mesma editora publicou un livro, chamado de “Candomblé”, com mais 22 fotografias inéditas. A nova forma de publicação colocou as mesmas imagens em outro formato e em outra valorização imagética. Pretendemos nessa comunicação discutir o deslocamento dos significados sociais entre o sensacionalismo e a documentação etnográfica. A partir de um estudo de caso, pretendemos discutir os formatos de apresentação de material etnográfico nos meios de comunicação de massas e suas decorrentes conseqüências com a invasão de um olhar leigo “voyerista” e, muitas vezes preconceituoso, induzido pela mídia em relação às cerimônias e rituais tradicionais de culturas locais não globalizadas.
Autor: Fernando de Tacca
Fotógrafo e professor no Departamento de Multimeios, Unicamp.
e -mail: tacca@unicamp.br
Fonte: Revista chilena de antropologia visual.número 4. julho 2004.
http://www.antropologiavisual.cl/fernando_de_tacca.htm#Layer2
Autor: Fernando de Tacca
Fotógrafo e professor no Departamento de Multimeios, Unicamp.
e -mail: tacca@unicamp.br
Fonte: Revista chilena de antropologia visual.número 4. julho 2004.
http://www.antropologiavisual.cl/fernando_de_tacca.htm#Layer2
Um poeta da resistência
Sobre o autor deste artigoUrariano Mota - Recife
É pernambucano, jornalista e autor de "Soledad no Recife", recriação dos últimos dias de Soledad Barret, mulher do cabo Anselmo, executada pela equipe do Delegado Fleury com o auxílio de Anselmo.
Um poeta da resistência
Recife (PE) - Em um belo dia de julho de 2009, o ex-preso político Alípio Freire nos guiou pelo Memorial da Resistência em São Paulo. Ali ele conduziu a mim, a minha esposa e filha pelas celas do Deops paulista e, em lugar da pura exposição do terror estatal, nos mostrou humanidade e sementes de esperança entre mortos e torturados.
Enquanto Alípio discorria por entre aquelas paredes, era possível notar que nele residiam juntos um artista plástico, um intelectual, um bom narrador de casos e causos, contados como se surgissem do nada, no meio de pausas de um cigarro e outro. Mas isso, digamos, ainda não estava materializado como um documento íntimo, pessoal da história daqueles anos - eram percepções de passagem entre fumaças. A existência do Memorial era, é objetiva, a sua necessária e dura referência está ao lado de nós. Ali houve e há uma história ocorrida antes e agora pelo rescaldo da ditadura, da sociedade de classes, abjeta e objetiva.
Mal sabia eu que outro Memorial da Resistência já se encontrava em gestação, em uma forma imprevisível e original, como agora sei ao ler “Poemas - De Ordem Política e Social”. Pois aqui ocorre o lugar de um outro Departamento, que em vez de um Deops se estabelece como um Poeops, mas nada de Poe, de Allan Poe, porque Alípio Freire escreve à sua maneira a Poesia que é uma Resistência daquelas vidas de jovens e velhos, homens e mulheres subversivos contra a Ordem. E o resultado agora todos vão conhecer.
Quisera eu poder guiá-los neste momento. Ainda que não tenha o dom do artista Alípio, quando em 2009 nos conduziu pelo Memorial da Resistência, tentarei algo à semelhança de uma apresentação do poeta neste livro que se abre como um fruto maduro, caído do pé da árvore do Brasil.
Na primeira revelação, descubro que todo poeta chama, reclama e ensina para o leitor uma nova poética - aquela que o liberta e nos liberta do vício do acostumado, da forma que é fôrma. Os indivíduos mais tradicionais e conservadores – e nada mais burro e estéril que pessoas condenadas à carga desses dois adjetivos – poderiam dizer que em alguns poemas de Alípio há uma tendência de versos que são uma prosa em linhas descontínuas. E com isso o estúpido confunde poesia com determinados temas e canto ao orvalho na flor, por um lado, e por outro, com a obscuridade, que com freqüência é vista como sublime.
Mas o que é a poesia? Será ela somente a de significados multívocos, quando não ambíguos, com a dignificação de “poesia aberta?” Ou seria ela, mais propriamente, aquele associada ao sentido de beleza e verdade, verdade e beleza, beleza e verdade, até o sol raiar e noite adentro? Se não for isso, parem aqui e respondam depois da leitura:
“Eu tenho uma casinha
lá na Marambaia
fica na beira da praia
onde helicópteros e aviões da Aeronáutica
despejavam corpos de opositores do regime.
Alguns
ainda com vida
Outros
esquartejados.
O terror de Estado contaminou tudo.
Até o nosso mais lírico cancioneiro”.
Na segunda revelação, descubro que este é um livro e lugar onde nasce e se inaugura uma floresta de citações mais adiante, em futuros discursos de políticos iluminados, em poemas vindouros de jovens poetas, em inteligentes conversas de muitos jovens e militantes de todas idades, inconformados com o lixo de mundo que recebem. Se não, olhem alguns versos, como estes:
“Da tragédia
Nós sobrevivemos
ao pau-de-arara.
Mas o pau-de-arara
também sobreviveu”.
Então vamos chegando mais perto da poética de Alípio Freire. A sua estética liga o domínio de conquistas cultas ao pensamento maduro, que gera reflexão, pois este é o poeta que não abstrai, não exclui o pensamento da sua poesia. Isso quer dizer: este poeta é um intelectual de esquerda, um pensador que exerce a sua história e cultura em um só corpo:
“Coquetel
Uma garrafa
Uma rolha
Gasolina
Óleo 30
Pólvora e ácido nítrico
Ou uma mecha em chamas...
... e...
desde então
aquela dificuldade insana de hierarquizar os alvos”.
E mais esta Prestação de contas:
“Para morrer
basta estar vivo.
Para viver
não.”
A vontade que deixa na gente é de escrever somente com os seus poemas, porque descobrimos neles a expressão de um desconforto nosso, uma angústia que não teve ainda vida expressa. Como nestes versos, vizinhança de um epigrama:
“Onde não há igualdade
toda liberdade é sempre um excesso
de privilégios”.
Enfim, aqui reside uma poesia que são cravos, mas não são flores.
(Do prefácio ao livro “Poemas – De Ordem Política e Social”)
É pernambucano, jornalista e autor de "Soledad no Recife", recriação dos últimos dias de Soledad Barret, mulher do cabo Anselmo, executada pela equipe do Delegado Fleury com o auxílio de Anselmo.
Um poeta da resistência
Recife (PE) - Em um belo dia de julho de 2009, o ex-preso político Alípio Freire nos guiou pelo Memorial da Resistência em São Paulo. Ali ele conduziu a mim, a minha esposa e filha pelas celas do Deops paulista e, em lugar da pura exposição do terror estatal, nos mostrou humanidade e sementes de esperança entre mortos e torturados.
Enquanto Alípio discorria por entre aquelas paredes, era possível notar que nele residiam juntos um artista plástico, um intelectual, um bom narrador de casos e causos, contados como se surgissem do nada, no meio de pausas de um cigarro e outro. Mas isso, digamos, ainda não estava materializado como um documento íntimo, pessoal da história daqueles anos - eram percepções de passagem entre fumaças. A existência do Memorial era, é objetiva, a sua necessária e dura referência está ao lado de nós. Ali houve e há uma história ocorrida antes e agora pelo rescaldo da ditadura, da sociedade de classes, abjeta e objetiva.
Mal sabia eu que outro Memorial da Resistência já se encontrava em gestação, em uma forma imprevisível e original, como agora sei ao ler “Poemas - De Ordem Política e Social”. Pois aqui ocorre o lugar de um outro Departamento, que em vez de um Deops se estabelece como um Poeops, mas nada de Poe, de Allan Poe, porque Alípio Freire escreve à sua maneira a Poesia que é uma Resistência daquelas vidas de jovens e velhos, homens e mulheres subversivos contra a Ordem. E o resultado agora todos vão conhecer.
Quisera eu poder guiá-los neste momento. Ainda que não tenha o dom do artista Alípio, quando em 2009 nos conduziu pelo Memorial da Resistência, tentarei algo à semelhança de uma apresentação do poeta neste livro que se abre como um fruto maduro, caído do pé da árvore do Brasil.
Na primeira revelação, descubro que todo poeta chama, reclama e ensina para o leitor uma nova poética - aquela que o liberta e nos liberta do vício do acostumado, da forma que é fôrma. Os indivíduos mais tradicionais e conservadores – e nada mais burro e estéril que pessoas condenadas à carga desses dois adjetivos – poderiam dizer que em alguns poemas de Alípio há uma tendência de versos que são uma prosa em linhas descontínuas. E com isso o estúpido confunde poesia com determinados temas e canto ao orvalho na flor, por um lado, e por outro, com a obscuridade, que com freqüência é vista como sublime.
Mas o que é a poesia? Será ela somente a de significados multívocos, quando não ambíguos, com a dignificação de “poesia aberta?” Ou seria ela, mais propriamente, aquele associada ao sentido de beleza e verdade, verdade e beleza, beleza e verdade, até o sol raiar e noite adentro? Se não for isso, parem aqui e respondam depois da leitura:
“Eu tenho uma casinha
lá na Marambaia
fica na beira da praia
onde helicópteros e aviões da Aeronáutica
despejavam corpos de opositores do regime.
Alguns
ainda com vida
Outros
esquartejados.
O terror de Estado contaminou tudo.
Até o nosso mais lírico cancioneiro”.
Na segunda revelação, descubro que este é um livro e lugar onde nasce e se inaugura uma floresta de citações mais adiante, em futuros discursos de políticos iluminados, em poemas vindouros de jovens poetas, em inteligentes conversas de muitos jovens e militantes de todas idades, inconformados com o lixo de mundo que recebem. Se não, olhem alguns versos, como estes:
“Da tragédia
Nós sobrevivemos
ao pau-de-arara.
Mas o pau-de-arara
também sobreviveu”.
Então vamos chegando mais perto da poética de Alípio Freire. A sua estética liga o domínio de conquistas cultas ao pensamento maduro, que gera reflexão, pois este é o poeta que não abstrai, não exclui o pensamento da sua poesia. Isso quer dizer: este poeta é um intelectual de esquerda, um pensador que exerce a sua história e cultura em um só corpo:
“Coquetel
Uma garrafa
Uma rolha
Gasolina
Óleo 30
Pólvora e ácido nítrico
Ou uma mecha em chamas...
... e...
desde então
aquela dificuldade insana de hierarquizar os alvos”.
E mais esta Prestação de contas:
“Para morrer
basta estar vivo.
Para viver
não.”
A vontade que deixa na gente é de escrever somente com os seus poemas, porque descobrimos neles a expressão de um desconforto nosso, uma angústia que não teve ainda vida expressa. Como nestes versos, vizinhança de um epigrama:
“Onde não há igualdade
toda liberdade é sempre um excesso
de privilégios”.
Enfim, aqui reside uma poesia que são cravos, mas não são flores.
(Do prefácio ao livro “Poemas – De Ordem Política e Social”)
sábado, 11 de fevereiro de 2012
AKHNILO
Akhnilo de James Salter
Era fim de agosto. No porto, os barcos estavam imóveis, nenhum mastro se mexia, nenhuma polia retinia. Os restaurantes tinham fechado havia tempo. Um carro ocasional, os faróis brilhantes, cruzava a ponte, vindo de North Haven, ou descia pela Main Street, passando pelas cabines de telefones arrebentados. Na estrada, as discotecas se esvaziavam. Passava das três da manhã.
Fenn acordou no meio da escuridão. Pensou que tinha ouvido alguma coisa, um som baixinho, o ranger de uma mola como a da tela da porta da cozinha. Ficou quieto no calor da cama. A mulher dormia tranquilamente. Esperou. A casa não estava fechada, apesar dos muitos casos de furto ou coisa pior perto da cidade. Ouviu um leve baque. Não se mexeu. Vários minutos passaram. Sem fazer barulho, levantou-se e foi até o vão estreito da porta, de onde alguns degraus levavam à cozinha. Parou ali. Silêncio. Mais um baque e um gemido. Era Birdman caindo de novo no chão.
Lá fora, as árvores pareciam reflexos negros. As estrelas estavam encobertas. As únicas galáxias eram os sons de insetos que preenchiam a noite. Olhou pela janela aberta. Ainda não estava seguro de ter ouvido alguma coisa. Quase podia tocar as folhas da faia imensa que pendia sobre a varanda dos fundos. Por um tempo que lhe pareceu longo, examinou a área de sombra junto ao tronco. Na imobilidade de tudo, sentia-se visível, mas também estranhamente receptivo. Seus olhos vagavam de uma coisa a outra nos fundos da casa, as pálidas colunas coríntias da pérgula do vizinho, a sebe misteriosa, a garagem de soleira carcomida. Nada.
Eddie Fenn era carpinteiro, apesar de ter estudado em Dartmouth e se formado em história. Quase sempre trabalhava sozinho. Tinha trinta e quatro anos. Tinha o cabelo ralo e o sorriso tímido. Nada de muito mais. Havia alguma coisa de apagado nele. Quando era mais jovem, dizia-se que era um talento, mas jamais se aventurara de verdade na vida, ficara perto da costa. A mulher, alta e míope, era de Connecticut. O pai dela tinha sido banqueiro. De Greenwich e Havana, dizia o anúncio fúnebre nos jornais. Ele cuidara da filial de um banco de Nova York por lá, quando ela era criança. Isso quando Havana era uma lenda e os milionários cometiam suicídio depois de fumar o último charuto.
Os anos tinham passado. Fenn olhou para a noite lá fora. Tinha a sensação de ser o único ouvinte de um mar de gritos sem fim. Deixava-se impressionar por aquela vastidão. Pensou em tudo que estava oculto por trás daquilo, os gestos desesperados, os desejos, as surpresas fatais. Naquela tarde, ele vira um tordo bicando alguma coisa perto do limite da grama, pegando, jogando no ar, pegando de novo: um sapo, as patinhas hirtas estiradas em leque. O passarinho voltou a jogá-lo para cima. Os musaranhos cegos caçavam sem descanso por túneis vorazes, as línguas pontudas dos répteis sondavam o ar, sentia-se um abdômen triturado, a passividade das vítimas, o suave estertor do acasalamento. As filhas de Fenn dormiam na sala. Nada está seguro por mais de uma hora.
Parado ali, teve a sensação de que o som se alterava, não sabia bem como. Parecia isolar-se, como se permitisse que algo se destacasse dele, algo de cintilante e remoto. Tentou aos poucos identificar o que estava ouvindo como um grilo, uma cigarra, mas não, era alguma outra coisa, algo de febril e estranho que ganhava mais nitidez. Quanto mais atenção punha em ouvir, mais esquivo parecia o som. Tinha medo de se mover e perdê-lo. Ouviu o pio suave de uma coruja. A escuridão absoluta das árvores pareceu iluminar- se, e com ela também aquela nota singular e estridente.
Sem alarde a noite se abrira. O céu se revelava, as estrelas brilhavam fracamente. A cidade dormia, calçadas desertas, jardins em silêncio. Ao longe, em meio aos pinheiros, via-se a cumeeira de um celeiro. O som vinha de lá. Ainda não conseguia identificá-lo. Precisava chegar mais perto, descer e sair pela porta, mas assim talvez o perdesse, o som podia se calar, em alerta. Teve uma ideia perturbadora, que não pôde deixar de lado: o som estava em alerta. Trêmulo, repetindo-se e repetindo-se por cima dos demais, o som parecia chegar só até ele. O ritmo não era constante. Acelerava, hesitava, continuava. Era menos um grito instintivo e mais uma espécie de sinal, de código, diferente de tudo que ele ouvira antes, não uma série de pulsos curtos e longos,
mas algo de mais intricado, de certo modo quase como uma fala.
A ideia o assustou. As palavras, se é que eram palavras, eram tênues e pungentes, mas ele tremeu como se fossem a senha de um cofre. Sob a janela ficava o telhado da varanda. A inclinação era suave. Parou ali, perfeitamente imóvel, como perdido em pensamentos.
O coração batia com força. O telhado parecia largo feito uma rua. Teria que ir atrás daquilo, esperando não ser visto, movendo-se em silêncio, sem gestos bruscos, parando para sentir se havia alguma mudança no som a que ele estava agora completamente atento. A escuridão não o protegeria. Ele entrava numa noite de incontáveis redes e olhos irrequietos. Não tinha certeza se devia fazer aquilo, se ousava. Uma gota de suor brotou e correu pelo torso nu. Incansável, o chamado persistia. As mãos de Fenn tremiam.
Soltando a tela da janela, ele a baixou com cuidado e a encostou na parede. Movia-se em silêncio, como uma serpente, por cima do telhado de um verde esmaecido. Olhou para baixo. O chão parecia distante. Teria que se pendurar no telhado e se soltar, leve como uma aranha. Ainda via a cumeeira do celeiro. Movia-se na direção da estrela polar, podia sentir. Era quase como se estivesse caindo. O gesto era atordoante, irreversível, e o levaria aonde nada do que possuía poderia protegê-lo, descalço, sozinho.
Ao cair no chão, Fenn sentiu um arrepio pelo corpo todo. Estava para ser redimido. Sua vida não tomara o rumo que ele esperava, mas ele ainda se achava um ser especial, que não pertencia a ninguém. Na verdade, tinha uma ideia romântica do fracasso. Quase fora a sua meta. Esculpia pássaros em madeira, ou tinha esculpido. As ferramentas e os blocos de madeira parcialmente moldados estavam sobre uma mesa no porão. A certa altura, quase se tornara um naturalista. Alguma coisa nele, o silêncio, a disposição a ficar de lado, vinha a calhar. Em vez disso, começou a produzir mobília com um amigo que tinha algum capital, mas o negócio deu errado. Começou a beber. Certa manhã, acordou ao lado do carro, deitado junto aos sulcos de pneu da vereda, a velha senhora que vivia do outro lado da rua afugentando o cachorro. Entrou em casa antes que as filhas o vissem. Estava a um passo, disse o médico, de se tornar um alcoólatra. As palavras o espantaram. Isso fora há muito tempo. A família o salvara, mas não sem custo.
Parou. O chão era firme e seco. Foi até a sebe e cruzou a vereda do vizinho. O som que o trespassava era mais claro agora. Seguindo-o, passou por casas que mal reconhecia pelos fundos, por quintais abandonados em que latas e detritos se escondiam na grama escura, por galpões que ele jamais vira. O terreno começava a descer suavemente, estava se aproximando do celeiro. Podia ouvir a voz, sua voz, ressoando mais para o alto. Vinha de algum lugar do espectral triângulo de madeira que se elevava como a face de uma montanha distante que se aproxima repentinamente de uma curva da estrada. Movia-se vagarosamente em sua direção, com o medo de um explorador. Mais acima, ouvia a corrente tênue que trinava. Aterrorizado com a proximidade, parou e ficou quieto.
De início, ele recordaria mais tarde, não significava nada, era brilhante demais, puro demais para isso. Continuava a ressoar, mais e mais insano. Fenn não conseguia identificar, não conseguia repetir, não conseguia sequer descrever o som. Ganhara volume, pusera todo o resto de lado. Parou de tentar entendê-lo e, em vez disso, deixou que o percorresse, que o invadisse como um canto. Devagar, como um padrão que muda de aparência quando é observado e começa a tomar outra dimensão, o som se alterou inexplicavelmente e expôs seu núcleo real. Começou a reconhecer. Afinal eram palavras. Não tinham sentido nem antecedentes, mas eram sem dúvida uma linguagem, a primeira a se deixar ouvir de uma ordem mais vasta e mais densa que a nossa. Logo acima, na superfície esbranquiçada, desesperado, suplicante, estava o pioneiro sem nome.
Numa espécie de êxtase, Fenn chegou mais perto. Imediatamente percebeu o erro. O som hesitou. Ele fechou os olhos, num espasmo, mas era tarde demais, o som vacilou e parou. A toda a sua volta, as vozes retiniram. A noite estava repleta delas. Virou-se para um lado e para o outro, na esperança de encontrá-la, mas a coisa que ele ouvira já se fora.
Era tarde. O céu começava a ganhar um tom pálido. Fenn estava junto ao celeiro com os fragmentos de um sonho que se tenta recordar a custo: quatro palavras, distintas e inimitáveis, que ele criara. Protegendo-as, concentrando-se nelas com toda a força que tinha, começou a levá-las de volta. O barulho dos insetos parecia mais alto. Tinha medo de que alguma coisa acontecesse, que um cão latisse, que uma luz se acendesse num quarto e o distraísse, que ele afrouxasse a mão. Tinha que voltar sem ver nada, sem ouvir nada, sem pensar. Repetia as palavras consigo enquanto caminhava, os lábios se moviam sem parar. Mal ousava respirar.
Podia ver a casa. Estava cinzenta agora. Não havia luz nas janelas. Tinha que chegar até lá. O som das criaturas noturnas parecia aumentar com raiva e tormento, mas ele estava além disso. Estava fugindo. Percorrera uma distância imensa, estava chegando à sebe. A varanda não estava longe. Subiu no parapeito, a beira do telhado a seu alcance. A calha era firme, ele se ergueu. Sentiu o calor do asfalto quebradiço e esverdeado sob os pés. Passou uma perna pelo peitoril, depois a outra. Estava seguro. Instintivamente, tomou distância da janela. Conseguira. Lá fora, a luz parecia débil e histórica. Uma aurora espectral começou a atravessar as árvores.
De repente, ele ouviu o chão estalar. Alguém estava ali, uma figura à luz suave e sem cor. Era sua mulher, ficou pasmo diante da imagem dela, apertando a camisola de algodão contra o corpo, o rosto simplificado pelo sono. Fez um gesto de alerta.
“O que foi? O que aconteceu?”, ela sussurrou.
Não, ele implorou, balançando a cabeça. Uma palavra se perdera. Não, não. Ela se agitava e desfazia como uma coisa qualquer lançada ao mar. Ele tentava agarrá-la às cegas. Ela o abraçou. Ele se afastou abruptamente. Fechou os olhos.
“Meu bem, o que foi?” Ele estava perturbado, ela sabia. Ele jamais se recuperara por inteiro das dificuldades. Muitas vezes ele acordava no meio da noite, ela o encontrava sentado na cozinha, o rosto velho e cansado.
“Venha para a cama”, ela convidava.
Ele fechava os olhos com firmeza e tapava os ouvidos com as mãos.
“Você está bem?”, ela perguntou.
A devoção dela dissolvia tudo, as palavras estavam caindo por terra. Ele começou a girar em desespero.
“O que foi, o que foi?”, ela exclamou.
A luz vinha de toda parte, avançando pelo gramado. O sussurro sagrado esvanecia. Não tinha um minuto a perder. As mãos coladas à cabeça, correu até a sala atrás de um lápis, com ela correndo atrás, pedindo que lhe dissesse o que havia. Estavam sumindo, só restava uma, inútil sem as outras, e contudo de valor infinito.Enquanto ele escrevia, a mesa se mexeu. Um quadro tremeu na parede. A mulher, segurando os cabelos de lado com uma das mãos, examinava de perto o que ele escrevera. Dena, de camisola, surgira no vão da porta, despertada pelo barulho.
“O que foi?”, ela perguntou.
“Me ajude”, a mãe exclamou.
“Papai, o que foi?”
As mãos das duas estendiam-se para ele. No vidro do quadro, um quadrado brilhante de azul e verde estremecia, a folhagem luminosa das árvores. As vozes incontáveis recuavam, voltando ao silêncio.
“O que foi, o que foi?”, a mulher implorava.
“Papai, por favor!”
Ele balançou a cabeça. Estava quase chorando quando tentou se livrar das duas. De repente, descambou para o chão e ficou sentado ali, e para Dena recomeçou uma época que ela lembrava dos primeiros anos de escola, quando a tristeza tomava conta da casa e as portas batiam com força e o pai, cheio de afeição desajeitada, entrava no quarto das filhas para contar histórias de ninar e acabava adormecendo ao pé da cama dela.
Tradução: Samuel Titan Jr.
AKHNILO
Um conto de: JAMES SALTER
Do livro: “ÚLTIMA NOITE e outros contos”
Editora: Cia. das Letras
Retrato das raízes de um país triste
Ensaio clássico de Paulo Prado, publicado em 1928, ganha nova edição
“A visão mais pessimista de nossa história”, segundo Alceu de Amoroso Lima. “Triste no desfecho, mas de narrativa amena e pitoresca, empolgando o leitor, da primeira à ultima página”, no dizer de João Ribeiro. “Um livro que vale mais como obra de arte que de pensamento”, para Agripino Grieco. “Livro pré-freudiano, que repete todas as monstruosidades de julgamento do Ocidente sobre a América descoberta”, na definição de Oswald de Andrade. Estas são algumas das dezenas de opiniões que cercaram a fortuna crítica de Retrato do Brasil: Ensaio Sobre a Tristeza Brasileira, de Paulo Prado. Publicado pela primeira vez em 1928, a contrapelo da maré ufanista daqueles anos, ganhou um numero invulgar de leitores e provocou acirrada polêmica entre os críticos da época. Tudo isto o leitor pode conferir nesta oportuna reedição, primorosamente organizada por Carlos Augusto Calil e fartamente documentada, não apenas pelo acesso que o organizador teve aos arquivos pessoais do autor, mas com um sem-número de notas, depoimentos, resenhas e perfis produzidos nos últimos 80 anos.
Todos foram unânimes em discordar da tese central de que o povo brasileiro é um povo triste e, sobretudo, da equação psicológica através da qual Paulo Prado resumia toda a história brasileira: luxúria + cobiça + romantismo = tristeza. Muitos diziam que o autor confundira as coisas, tomando o sintoma de uma crise de identidade como sendo a própria identidade nacional. Talvez pela clareza do seu estilo ou pelo tom pitoresco da sua argumentação ele acabou por fazer a cabeça de muitos pensadores, então ainda jovens na época, como Sérgio Buarque de Holanda, Gilberto Freyre e Caio Prado Jr. – inaugurando uma modalidade de ensaio sobre a identidade nacional que serviria de modelo para aquela tríade de clássicos da década seguinte. Combatendo tanto o ufanismo estéril quanto os determinismos biológicos e raciais que pesavam na compreensão do Brasil, o Retrato pode ser visto como uma espécie de catalisador daquela ansiedade dos modernistas de 1922 em compreender o País de forma intuitiva e rápida.
Mas também representou a síntese mais notável de um debate virtualmente já estabelecido entre a intelectualidade que se voltava para a busca de uma explicação das origens brasileiras. É o caso do pouco conhecido ensaio Melancolias, de Matheus de Albuquerque – publicado em 1915 – com tema e argumentação semelhantes ao ensaio de Prado, embora literariamente inferior a este. Também não havia nada de especificamente brasileiro naquela equação que apontava a tristeza como signo da nacionalidade, pois tal discurso sintético era parte de um conjunto de padrões de comportamento que há muito a cultura ocidental já vinha atribuindo ao universo selvagem e rural, os dois frequentemente assimilados.
Seja como for é sempre compensador ler, ou reler, o Retrato. Como seu grande mestre e inspirador – o historiador Capistrano de Abreu -, Paulo Prado lembrava, em alguns momentos, aqueles moralistas do século 18, ao estilo de Fontenelle – com apenas uma diferença essencial -, o pensador francês viveu numa época de euforia com o progresso, enquanto o ensaísta brasileiro já respirou o oxigênio mental de uma época de forte descrença com o progresso e com a razão iluminista. Há momentos nos quais ele parece mesmo um moralista demodée em pleno século 20, assistindo a uma profunda crise dos valores e de linguagem pública. Lembra ainda Capistrano também na capacidade de citar o documento na hora certa, encaixando – com mão pesadíssima diga-se – trechos de um viajante ou frases diretas retiradas de autos inquisitoriais, quebrando a amenidade da narrativa. Sua caracterização dos portugueses como “um povo já gafado do germe de decadência quando começou a colonizar o Brasil” faz eco daquela ferina definição de Capistrano que dizia que “O Brasil não passava de um Portugal rarefeito e ampliado”. O mais ilustre padrinho dos modernistas paulistas revela-se ainda implacável contra quaisquer regionalismos. Ao tratar da decadência paulista na época da mineração, arremata: “Foi quando os paulistas se barbarizaram de vez: dispersos, escondidos pelas roças, procurando a solidão no seu amuo característico, vivendo de canjica, pinhão e içá torrado”. Conclui que a cidade de Salvador não passava de “um extravagante caravançarai, pitoresco e tropical”, e ao caracterizar o Rio de Janeiro, não deixa por menos, subscrevendo a extravagante descrição de Luccock de que a cidade era uma “das mais imundas associações de homens debaixo dos céus”.
Quanto à discutível equação de Prado para explicar a psicologia nacional, é possível perceber quanto ela serviu de fonte e inspiração para Sérgio Buarque discorrer sobre o significado da cordialidade na história brasileira no seu Raízes do Brasil, publicado em 1936. Por trás da categoria tristeza estava uma sociedade sem grandes mediações, resultando em formas de convívio nas quais predominam a familiaridade, o personalismo e a afetividade, que acabam exportadas para a vida pública e para as estruturas políticas. Seria apenas pela mobilização de tais categorias sentimentais que não apenas o universo social como também o universo religioso ganhavam sentido: note-se que, no conhecido exemplo de Buarque, o Brasil é o único país no qual Santa Tereza de Lisieux vira “Santa Terezinha”. A diferença era que as categorias sentimentais enfeixadas por Buarque na metáfora do homem cordial não eram apenas negativas – como queria Paulo Prado – mas também positivas e, neste caso, tristeza e melancolia, assim como alegria e fuzarca eram faces da mesma moeda. Afinal, como dizia Millôr Fernandes, “a distância entre o riso e a lágrima é apenas o nariz”.
RETRATO DO BRASIL:
ENSAIO SOBRE A TRISTEZA BRASILEIRA
Autor: Paulo Prado
Editora: Companhia das Letras
(400 págs., R$ 49)
* ELIAS THOMÉ SALIBA É PROFESSOR DE TEORIA DA HISTÓRIA NA USP, AUTOR DE, ENTRE OUTROS, Raízes do Riso (COMPANHIA DAS LETRAS)
Elias Thomé Saliba
– O Estado de S.Paulo
“A visão mais pessimista de nossa história”, segundo Alceu de Amoroso Lima. “Triste no desfecho, mas de narrativa amena e pitoresca, empolgando o leitor, da primeira à ultima página”, no dizer de João Ribeiro. “Um livro que vale mais como obra de arte que de pensamento”, para Agripino Grieco. “Livro pré-freudiano, que repete todas as monstruosidades de julgamento do Ocidente sobre a América descoberta”, na definição de Oswald de Andrade. Estas são algumas das dezenas de opiniões que cercaram a fortuna crítica de Retrato do Brasil: Ensaio Sobre a Tristeza Brasileira, de Paulo Prado. Publicado pela primeira vez em 1928, a contrapelo da maré ufanista daqueles anos, ganhou um numero invulgar de leitores e provocou acirrada polêmica entre os críticos da época. Tudo isto o leitor pode conferir nesta oportuna reedição, primorosamente organizada por Carlos Augusto Calil e fartamente documentada, não apenas pelo acesso que o organizador teve aos arquivos pessoais do autor, mas com um sem-número de notas, depoimentos, resenhas e perfis produzidos nos últimos 80 anos.
Todos foram unânimes em discordar da tese central de que o povo brasileiro é um povo triste e, sobretudo, da equação psicológica através da qual Paulo Prado resumia toda a história brasileira: luxúria + cobiça + romantismo = tristeza. Muitos diziam que o autor confundira as coisas, tomando o sintoma de uma crise de identidade como sendo a própria identidade nacional. Talvez pela clareza do seu estilo ou pelo tom pitoresco da sua argumentação ele acabou por fazer a cabeça de muitos pensadores, então ainda jovens na época, como Sérgio Buarque de Holanda, Gilberto Freyre e Caio Prado Jr. – inaugurando uma modalidade de ensaio sobre a identidade nacional que serviria de modelo para aquela tríade de clássicos da década seguinte. Combatendo tanto o ufanismo estéril quanto os determinismos biológicos e raciais que pesavam na compreensão do Brasil, o Retrato pode ser visto como uma espécie de catalisador daquela ansiedade dos modernistas de 1922 em compreender o País de forma intuitiva e rápida.
Mas também representou a síntese mais notável de um debate virtualmente já estabelecido entre a intelectualidade que se voltava para a busca de uma explicação das origens brasileiras. É o caso do pouco conhecido ensaio Melancolias, de Matheus de Albuquerque – publicado em 1915 – com tema e argumentação semelhantes ao ensaio de Prado, embora literariamente inferior a este. Também não havia nada de especificamente brasileiro naquela equação que apontava a tristeza como signo da nacionalidade, pois tal discurso sintético era parte de um conjunto de padrões de comportamento que há muito a cultura ocidental já vinha atribuindo ao universo selvagem e rural, os dois frequentemente assimilados.
Seja como for é sempre compensador ler, ou reler, o Retrato. Como seu grande mestre e inspirador – o historiador Capistrano de Abreu -, Paulo Prado lembrava, em alguns momentos, aqueles moralistas do século 18, ao estilo de Fontenelle – com apenas uma diferença essencial -, o pensador francês viveu numa época de euforia com o progresso, enquanto o ensaísta brasileiro já respirou o oxigênio mental de uma época de forte descrença com o progresso e com a razão iluminista. Há momentos nos quais ele parece mesmo um moralista demodée em pleno século 20, assistindo a uma profunda crise dos valores e de linguagem pública. Lembra ainda Capistrano também na capacidade de citar o documento na hora certa, encaixando – com mão pesadíssima diga-se – trechos de um viajante ou frases diretas retiradas de autos inquisitoriais, quebrando a amenidade da narrativa. Sua caracterização dos portugueses como “um povo já gafado do germe de decadência quando começou a colonizar o Brasil” faz eco daquela ferina definição de Capistrano que dizia que “O Brasil não passava de um Portugal rarefeito e ampliado”. O mais ilustre padrinho dos modernistas paulistas revela-se ainda implacável contra quaisquer regionalismos. Ao tratar da decadência paulista na época da mineração, arremata: “Foi quando os paulistas se barbarizaram de vez: dispersos, escondidos pelas roças, procurando a solidão no seu amuo característico, vivendo de canjica, pinhão e içá torrado”. Conclui que a cidade de Salvador não passava de “um extravagante caravançarai, pitoresco e tropical”, e ao caracterizar o Rio de Janeiro, não deixa por menos, subscrevendo a extravagante descrição de Luccock de que a cidade era uma “das mais imundas associações de homens debaixo dos céus”.
Quanto à discutível equação de Prado para explicar a psicologia nacional, é possível perceber quanto ela serviu de fonte e inspiração para Sérgio Buarque discorrer sobre o significado da cordialidade na história brasileira no seu Raízes do Brasil, publicado em 1936. Por trás da categoria tristeza estava uma sociedade sem grandes mediações, resultando em formas de convívio nas quais predominam a familiaridade, o personalismo e a afetividade, que acabam exportadas para a vida pública e para as estruturas políticas. Seria apenas pela mobilização de tais categorias sentimentais que não apenas o universo social como também o universo religioso ganhavam sentido: note-se que, no conhecido exemplo de Buarque, o Brasil é o único país no qual Santa Tereza de Lisieux vira “Santa Terezinha”. A diferença era que as categorias sentimentais enfeixadas por Buarque na metáfora do homem cordial não eram apenas negativas – como queria Paulo Prado – mas também positivas e, neste caso, tristeza e melancolia, assim como alegria e fuzarca eram faces da mesma moeda. Afinal, como dizia Millôr Fernandes, “a distância entre o riso e a lágrima é apenas o nariz”.
RETRATO DO BRASIL:
ENSAIO SOBRE A TRISTEZA BRASILEIRA
Autor: Paulo Prado
Editora: Companhia das Letras
(400 págs., R$ 49)
* ELIAS THOMÉ SALIBA É PROFESSOR DE TEORIA DA HISTÓRIA NA USP, AUTOR DE, ENTRE OUTROS, Raízes do Riso (COMPANHIA DAS LETRAS)
Elias Thomé Saliba
– O Estado de S.Paulo
terça-feira, 7 de fevereiro de 2012
Os teus pés
Quando não posso contemplar teu rosto,
contemplo os teus pés.
Teus pés de osso arqueado,
teus pequenos pés duros.
Eu sei que te sustentam
e que teu doce peso
sobre eles se ergue.
Tua cintura e teus seios,
a duplicada purpura
dos teus mamilos,
a caixa dos teus olhos
que há pouo levantaram voo,
a larga boca de fruta,
tua rubra cabeleira,
pequena torre minha.
Mas se amo os teus pés
é só porque andaram
sobre a terra e sobre
o vento e sobre a água,
até me encontrarem.
Tus pies (Pablo Neruda)
Cuando no puedo mirar tu cara
miro tus pies.
Tus pies de hueso arqueado,
tus pequeños pies duros.
Yo se que to sostienen,
y que tu dulce peso
sobre ellos se levanta.
Tu cintura y tus pechos,
la duplicada pu’rpura
de tus pezones,
la caja de tus ojos
que recien han volado,
tu ancha boca de fruta,
tu cabellera roja,
pequeña torre mía.
Pero no amo tus pies
sino porque anduvieron
sobre la tierra y sobre
el viento y sobre el agua,
hasta que me encontraron.
Pablo Neruda
contemplo os teus pés.
Teus pés de osso arqueado,
teus pequenos pés duros.
Eu sei que te sustentam
e que teu doce peso
sobre eles se ergue.
Tua cintura e teus seios,
a duplicada purpura
dos teus mamilos,
a caixa dos teus olhos
que há pouo levantaram voo,
a larga boca de fruta,
tua rubra cabeleira,
pequena torre minha.
Mas se amo os teus pés
é só porque andaram
sobre a terra e sobre
o vento e sobre a água,
até me encontrarem.
Tus pies (Pablo Neruda)
Cuando no puedo mirar tu cara
miro tus pies.
Tus pies de hueso arqueado,
tus pequeños pies duros.
Yo se que to sostienen,
y que tu dulce peso
sobre ellos se levanta.
Tu cintura y tus pechos,
la duplicada pu’rpura
de tus pezones,
la caja de tus ojos
que recien han volado,
tu ancha boca de fruta,
tu cabellera roja,
pequeña torre mía.
Pero no amo tus pies
sino porque anduvieron
sobre la tierra y sobre
el viento y sobre el agua,
hasta que me encontraron.
Pablo Neruda
Ausente
Ele dorme ausente dos meus olhos abertos,
guarda para si paisagens que desejo sonhar.
Sob pálpebras alvas de tecido sonolento
percebo o claro volume genital do seu olhar.
Desejo amparo de algum sono, quero fugir
do olho molhado, vermelho, recém-acordado,
intumescido de sono e que me espia chorar
Helga Holtz
guarda para si paisagens que desejo sonhar.
Sob pálpebras alvas de tecido sonolento
percebo o claro volume genital do seu olhar.
Desejo amparo de algum sono, quero fugir
do olho molhado, vermelho, recém-acordado,
intumescido de sono e que me espia chorar
Helga Holtz
domingo, 5 de fevereiro de 2012
Un poco de poesía no le hace mal a nadie
Hay gente que no lee poesía nunca: le revienta, le parece cursi, no la entiende. Son el producto de la mala formación que la escuela peruana –y latinoamericana en general– logra producir tras un proceso horroroso de solemnidad, aderezado con rigurosas dosis de estupidez y amasado en el transcurso de once años sostenidos. Entonces la poesía tiene que ser “trascendente”, “sublime”, “proteica” y todos esos adjetivos que provocan sarcasmo. Hasta que algunos espíritus rebeldes y persistentes descubren en sus adolescencias a algún poeta que los saca de cuadro, Rimbaud, Bukowski, Pavese o Luchito Hernández, y regresan a vislumbrar esa fuerza perturbadora de lo simbólico, escondida detrás de estos signos sobre un papel o pantalla en blanco. La verdad que la poesía es solo un juego con el lenguaje que de muy pequeños nos encanta porque lo vamos descubriendo y poco a poco le vamos perdiendo el interés, a menos que la sigamos cultivando despacio, tranquilamente, evitando la mala hierba, para recuperar la sorpresa ante esas extrañas y perfectas epifanías.
Wislawa Szymborska, la gran poeta polaca y Premio Nobel de Literatura 1996, es una de aquellas personas que tras su aparente bonhomía permiten a cualquier mortal volver sobre la fe en las palabras. Su obra es parca, como su estilo, y sin embargo a través de un riguroso trabajo de constancia y de penetración en las sensibilidades contemporáneas ha forjado una manera diferente de contemplar el mundo y escribirlo. Aquí uno que titula simplemente Agradecimiento: “Debo mucho/ a quienes no amo.// El alivio con que acepto/ que son más queridos por otro. // La alegría de no ser yo/ el lobo de sus ovejas. //Estoy en paz con ellos/ y en libertad con ellos,/y eso el amor ni puede darlo/ ni sabe tomarlo”. Genial.
Szymborska, “¡cómo se pronunciará correctamente!, pero como lo decimos en castellano se percibe tremendamente sonoro”, ha sido un espíritu juguetón y especial. Aprendió castellano para leer a Cervantes “con diccionario” y porque le parecía que el español sonaba “a un latín bellamente estropeado”. Durante sus ratos libres solía realizar pequeños collages de figuras extraídas de revistas de 1920. Por expresa decisión de ella, sus libros de poemas con collages nunca han sido traducidos del polaco. Nunca se movió de Cracovia. Cuando la invitaban a diversos lugares, sobre todo después del Nobel, ella siempre contestaba: “iré cuando sea más joven”. Leyendo sus poemas uno puede deducir que detestaba los círculos literarios, la gente que respira en poesía todo el día, y prefería recluirse en su departamentito de edificios grises y burocráticos de su ciudad para simplemente atisbar la vida: sus poemas nos hablan de los amores-no amores, de las cartas de la hermana, de una bomba puesta en un bar, de los edificios cayendo en Nueva York en setiembre del 2001 o de los desayunos de los obreros del movimiento Solidarinosc. La simpleza de cada una de esas palabras es, en realidad, años de años cincelándolas, controlándolas, domándolas, en uno de los idiomas más complicados de la tierra.
El miércoles 1º de febrero Szymborska murió en Cracovia, acompañada de sus amigos más cercanos, y al parecer de la misma manera tranquila como trascurrieron sus últimos años. De cara a la muerte recordemos este poema sobre la vida: “En esta escuela del mundo/ ni siendo malos alumnos/ repetiremos un año/ un invierno o un verano“
Rocío Silva Santisteban – La República
DISCURSO DE NOIVADO APÓS O JANTAR
Este eu, um recipiente, que
desde que ninguém o abra,
parece compacto, liso
como um ovo Kinder,
quase apetitoso. Somente lá,
no interior, está escuro. Quem sabe
o que estará dentro, à tua espera.
Obsessões, sem dúvida,
hábitos enferrujados,
medos incompreensíveis,
truques em segunda mão,
desejos infantis.
Que tu a desejes ter,
a esta prenda embrulhada,
roça o milagre.
Hans Magnus Enzensberger
desde que ninguém o abra,
parece compacto, liso
como um ovo Kinder,
quase apetitoso. Somente lá,
no interior, está escuro. Quem sabe
o que estará dentro, à tua espera.
Obsessões, sem dúvida,
hábitos enferrujados,
medos incompreensíveis,
truques em segunda mão,
desejos infantis.
Que tu a desejes ter,
a esta prenda embrulhada,
roça o milagre.
Hans Magnus Enzensberger
UMA CANTIGA COR-DE-TERRA
Outro poema sobre a morte, etc. –
certamente mas e quanto à batata?
Por razões óbvias não é mencionada
por Horácio ou Homero, a batata.
E o que dizer de Rilke e Mallarmé?
Será que não lhes disse nada, a batata?
Muito poucas palavras rimam
com ela, a batata cor-de-terra?
Não é muito preocupada com o céu.
Espera pacientemente, a batata,
até que a arrastemos para a luz
e a atiremos ao fogo. A batata
não se importa, mas será possível
que seja demasiado quente para os poetas, a batata?
Bom, vamos então esperar um pouco
até que a comamos, à batata,
e a cantemos e depois a esqueçamos novamente.
HANS MAGNUS ENZENSBERGER
– Poesia & Lda
certamente mas e quanto à batata?
Por razões óbvias não é mencionada
por Horácio ou Homero, a batata.
E o que dizer de Rilke e Mallarmé?
Será que não lhes disse nada, a batata?
Muito poucas palavras rimam
com ela, a batata cor-de-terra?
Não é muito preocupada com o céu.
Espera pacientemente, a batata,
até que a arrastemos para a luz
e a atiremos ao fogo. A batata
não se importa, mas será possível
que seja demasiado quente para os poetas, a batata?
Bom, vamos então esperar um pouco
até que a comamos, à batata,
e a cantemos e depois a esqueçamos novamente.
HANS MAGNUS ENZENSBERGER
– Poesia & Lda
POR VEZES
Quando conheces alguém
mais inteligente ou mais estúpido do que tu -
não faças caso disso.
As formigas e os deuses,
acredita, sentem o mesmo.
Que exista mais gente na China,
digamos, que em San Marino,
não é uma desgraça.
A maioria das pessoas, sem dúvida, é
mais negra ou mais branca que tu.
Por vezes és um gigante,
qual Gulliver, ou um anão.
Em algum lugar ou outro estás sempre a descobrir
uma beleza ainda mais radiante,
alguém ainda pior.
És medíocre,
felizmente. Aceita-o!
Sete graus centígrados a mais
ou a menos no termómetro -
e estarias além da salvação.
HANS MAGNUS ENZENSBERGER
– Poesia & Lda
mais inteligente ou mais estúpido do que tu -
não faças caso disso.
As formigas e os deuses,
acredita, sentem o mesmo.
Que exista mais gente na China,
digamos, que em San Marino,
não é uma desgraça.
A maioria das pessoas, sem dúvida, é
mais negra ou mais branca que tu.
Por vezes és um gigante,
qual Gulliver, ou um anão.
Em algum lugar ou outro estás sempre a descobrir
uma beleza ainda mais radiante,
alguém ainda pior.
És medíocre,
felizmente. Aceita-o!
Sete graus centígrados a mais
ou a menos no termómetro -
e estarias além da salvação.
HANS MAGNUS ENZENSBERGER
– Poesia & Lda
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