Hay en Zapotlán una plaza que le dicen de Ameca, quién sabe
por qué. Una calle ancha y empedrada se da contra un testerazo, partiéndose en
dos. Por allí desemboca el pueblo en sus campos de maíz.
Así es la Plazuela de Ameca, con su esquina ochavada y sus
casas de grandes portones. Y en ella se encontraron una tarde, hace mucho, dos
rivales de ocasión. Pero hubo una muchacha de por medio.
La Plazuela de Ameca es tránsito de carretas. Y las ruedas
muelen la tierra de los baches, hasta hacerla finita, finita. Un polvo de
tepetate que arde en los ojos, cuando el viento sopla. Y allí había, hasta hace
poco, un hidrante. Un caño de agua de dos pajas, con su llave de bronce y su
pileta de piedra.
La que primero llegó fue la muchacha con su cántaro rojo,
por la ancha calle que se parte en dos. Los rivales caminaban frente a ella,
por las calles de los lados, sin saber que se darían un tope en el testerazo.
Ellos y la muchacha parecía que iban de acuerdo con el destino, cada uno por su
calle.
La muchacha iba por agua y abrió la llave. En ese momento
los dos hombres quedaron al descubierto, sabiéndose interesados en lo mismo.
Allí se acabó la calle de cada quien, y ninguno quiso dar paso adelante. La mirada
que se echaron fue poniéndose tirante, y ninguno bajaba la vista.
-Oiga amigo, qué me mira.
-La vista es muy natural.
Tal parece que así se dijeron, sin hablar. La mirada lo
estaba diciendo todo. Y ni un ai te va, ni ai te viene. En la plaza que los
vecinos dejaron desierta como adrede, la cosa iba a comenzar.
El chorro de agua, al mismo tiempo que el cántaro, los
estaba llenando de ganas de pelear. Era lo único que estorbaba aquel silencio
tan entero. La muchacha cerró la llave dándose cuenta cuando ya el agua se
derramaba. Se echó el cántaro al hombro, casi corriendo con susto.
Los que la quisieron estaban en el último suspenso, como los
gallos todavía sin soltar, embebidos uno y otro en los puntos negros de sus
ojos. Al subir la banqueta del otro lado, la muchacha dio un mal paso y el
cántaro y el agua se hicieron trizas en el suelo.
Ésa fue la merita señal. Uno con daga, pero así de grande, y
otro con machete costeño. Y se dieron de cuchillazos, sacándose el golpe un
poco con el sarape. De la muchacha no quedó más que la mancha de agua, y allí
están los dos peleando por los destrozos del cántaro.
Los dos eran buenos, y los dos se dieron en la madre. En
aquella tarde que se iba y se detuvo. Los dos se quedaron allí bocarriba, quién
degollado y quién con la cabeza partida. Como los gallos buenos, que nomás a
uno le queda tantito resuello.
Muchas gentes vinieron después, a la nochecita. Mujeres que
se pusieron a rezar y hombres que dizque iban a dar parte. Uno de los muertos
todavía alcanzó a decir algo: preguntó que si también al otro se lo había
llevado la tiznada.
Después se supo que hubo una muchacha de por medio. Y la del
cántaro quebrado se quedó con la mala fama del pleito. Dicen que ni siquiera se
casó. Aunque se hubiera ido hasta Jilotlán de los Dolores, allá habría llegado
con ella, a lo mejor antes que ella, su mal nombre de mancornadora.
FIN
03 Nov 2004
Biblioteca Digital Ciudad Seva
Nenhum comentário:
Postar um comentário