H.P.
Lovecraft
Es media
noche. Antes del alba darán conmigo y me encerrarán en una celda negra,
donde languideceré interminablemente, mientras insaciables deseos roen mis
entrañas y consumen mi corazón, hasta ser al fin uno con los muertos que amo.
Mi asiento es la fétida fosa de una vetusta tumba; mi
pupitre, el envés de una lápida caída y desgastada por los siglos implacables;
mi única luz es la de las estrellas y la de una angosta media luna, aunque
puedo ver tan claramente como si fuera mediodía. A mi alrededor, como
sepulcrales centinelas guardando descuidadas tumbas, las inclinadas y
decrépitas lápidas yacen medio ocultas por masas de nauseabunda maleza en
descomposición. Y sobre todo, perfilándose contra el enfurecido cielo, un
solemne monumento alza su austero capitel ahusado, semejando el espectral
caudillo de una horda fantasmal. El aire está enrarecido por el nocivo olor de
los hongos y el hedor de la húmeda tierra mohosa, pero para mí es el aroma del
Elíseo. Todo es quietud -terrorífica quietud-, con un silencio cuya intensidad
promete lo solemne y lo espantoso.
De haber podido elegir mi morada, lo hubiera hecho en alguna
ciudad de carne en descomposición y huesos que se deshacen, pues su proximidad
brinda a mi alma escalofríos de éxtasis, acelerando la estancada sangre en mis
venas y forzando a latir mi lánguido corazón con júbilo delirante... ¡Porque la
presencia de la muerte es vida para mí!
Mi temprana infancia fue de una larga, prosaica y monótona
apatía. Sumamente ascético, descolorido, pálido, enclenque y sujeto a
prolongados raptos de mórbido ensimismamiento, fui relegado por los muchachos
saludables y normales de mi propia edad. Me tildaban de aguafiestas y
"vieja" porque no me interesaban los rudos juegos infantiles que
ellos practicaban, o porque no poseía el suficiente vigor para participar en
ellos, de haberlo deseado.
Como todas las poblaciones rurales, Fenham tenía su cupo de
chismosos de lengua venenosa. Sus imaginaciones maldicientes achacaban mi
temperamento letárgico a alguna anormalidad aborrecible; me comparaban con mis
padres agitando la cabeza con ominosa duda en vista de la gran diferencia.
Algunos de los más supersticiosos me señalaban abiertamente como un niño
cambiado por otro, mientras que otros, que sabían algo sobre mis antepasados,
llamaban la atención sobre rumores difusos y misteriosos acerca de un
tíotatarabuelo que había sido quemado en la hoguera por nigromante.
De haber vivido en una ciudad más grande, con mayores
oportunidades para encontrar amistades, quizás hubiera superado esta temprana
tendencia al aislamiento.
Cuando llegué a la adolescencia, me torné aún más sombrío,
morboso y apático. Mi vida carecía de alicientes. Me parecía ser preso de algo
que ofuscaba mis sentidos, trababa mi desarrollo, entorpecía mis actividades y
me sumía en una inexplicable insatisfacción. Tenía dieciséis años cuando acudí
a mi primer funeral. Un sepelio en Fenham era un suceso de primer orden social,
ya que nuestra ciudad era señalada por la longevidad de sus habitantes. Cuando,
además, el funeral era el de un personaje tan conocido como mi abuelo, podía
asegurarse que el pueblo entero acudiría en masa para rendir el debido homenaje
a su memoria. Pero yo no contemplaba la próxima ceremonia con interés ni
siquiera latente. Cualquier asunto que tendiera a arrancarme de mi inercia
habitual sólo representaba para mí una promesa de inquietudes físicas y
mentales. Cediendo ante las presiones de mis padres, y tratando de hurtarme a
sus cáusticas condenas sobre mi actitud poco filial, convine en acompañarles.
No hubo nada fuera de lo normal en el funeral de mi abuelo salvo la voluminosa
colección de ofrendas florales; pero esto, recuerdo, fue mi iniciación en los
solemnes ritos de tales ocasiones.
Algo en la estancia oscurecida, el ovalado ataúd con sus
sombrías colgaduras, los apiñados montones de fragantes ramilletes, las
demostraciones de dolor por parte de los ciudadanos congregados, me arrancó de
mi normal apatía y captó mi atención. Saliendo de mi momentáneo ensueño merced
a un codazo de mi madre, la seguí por la estancia hasta el féretro donde yacía el
cuerpo de mi abuelo.
Por primera vez, estaba cara a cara con la Muerte. Observé
el rostro sosegado y surcado por infinidad de arrugas, y no vi nada que causara
demasiado pesar. Al contrario, me pareció que el abuelo estaba inmensamente
contento, plácidamente satisfecho. Me sentí sacudido por algún extraño y
discordante sentido de regocijo. Tan suave, tan furtivamente me envolvió que
apenas puedo determinar su llegada. Mientras rememoro lentamente ese instante
portentoso, me parece que debe haberse originado con mi primer vistazo a la
escena del funeral, estrechando silenciosamente su cerco con sutil insidia. Una
funesta y maligna influencia que parecía provenir del cadáver mismo me aferraba
con magnética fascinación. Mi mismo ser parecía cargado de electricidad
estática y sentí mi cuerpo tensarse involuntariamente. Mis ojos intentaban
traspasar los párpados cerrados del difunto y leer el secreto mensaje que
ocultaban. Mi corazón dio un repentino salto de júbilo impío batiendo contra
mis costillas con fuerza demoníaca, como tratando de librarse de las acotadas
paredes de mi caja torácica.
Una salvaje y desenfrenada sensualidad complaciente me
envolvió. Una vez más, el vigoroso codazo maternal me devolvió a la actividad.
Había llegado con pies de plomo hasta el ataúd tapizado de negro, me alejé de
él con vitalidad recién descubierta.
Acompañé al cortejo hasta el cementerio con mi ser físico
inundado de místicas influencias vivificantes. Era como si hubiera bebido
grandes sorbos de algún exótico elixir... alguna abominable poción preparada
con las blasfemas fórmulas de los archivos de Belial. La población estaba tan
volcada en la ceremonia que el radical cambio de mi conducta pasó desapercibido
para todos, excepto para mi padre y mi madre; pero en la quincena siguiente,
los chismosos locales encontraron nuevo material para sus corrosivas lenguas en
mi alterado comportamiento. Al final de la quincena, no obstante, la potencia
del estímulo comenzó a perder efectividad. En uno o dos días había vuelto por
completo a mi languidez anterior, aunque no era la total y devoradora insipidez
del pasado. Antes, había una total ausencia del deseo de superar la
inactividad; ahora, vagos e indefinidos desasosiegos me turbaban. De puertas
afuera, había vuelto a ser el de siempre, y los maldicientes buscaron algún
otro sujeto más propicio. Ellos, de haber siquiera soñado la verdadera causa de
mi reanimación, me hubieran rehuido como a un ser leproso y obsceno.
Yo, de haber adivinado el execrable poder oculto tras mi
corto periodo de alegría, me habría aislado para siempre del resto del mundo,
pasando mis restantes años en penitente soledad.
Las tragedias vienen a menudo de tres en tres, de ahí que, a
pesar de la proverbial longevidad de mis conciudadanos, los siguientes cinco
años me trajeron la muerte de mis padres. Mi madre fue la primera, en un
accidente de la naturaleza más inesperada, y tan genuino fue mi pesar que me
sentí sinceramente sorprendido de verlo burlado y contrarrestado por ese casi
perdido sentimiento de supremo y diabólico éxtasis. De nuevo mi corazón brincó
salvajemente, otra vez latió con velocidad galopante enviando la sangre
caliente a recorrer mis venas con meteórico fervor. Sacudí de mis hombros el
fatigoso manto de inacción, sólo para reemplazarlo por la carga, infinitamente
más horrible, del deseo repugnante y profano. Busqué la cámara mortuoria donde
yacía el cuerpo de mi madre, con el alma sedienta de ese diabólico néctar que
parecía saturar el aire de la estancia oscurecida.
Cada inspiración me vivificaba, lanzándome a increíbles
cotas de seráfica satisfacción. Ahora sabía que era como el delirio provocado
por las drogas y que pronto pasaría, dejándome igualmente ávido de su poder
maligno; pero no podía controlar mis anhelos más de lo que podía deshacer los
nudos gordianos que ya enmarañaban la madeja de mi destino.
Demasiado bien sabía que, a través de alguna extraña
maldición satánica, la muerte era la fuerza motora de mi vida, que había una
singularidad en mi constitución que sólo respondía a la espantosa presencia de
algún cuerpo sin vida. Pocos días más tarde, frenético por la bestial
intoxicación de la que la totalidad de mi existencia dependía, me entrevisté
con el único enterrador de Fenham y le pedí que me admitiera como aprendiz.
El golpe causado por la muerte de mi madre había afectado
visiblemente a mi padre. Creo que de haber sacado a relucir una idea tan
trasnochada como la de mi empleo en otra ocasión, la hubiera rechazado
enérgicamente. En cambio, agitó la cabeza aprobadoramente, tras un momento de
sobria reflexión. ¡Qué lejos estaba de imaginar que sería el objeto de mi
primera lección práctica!
También él murió bruscamente, por culpa de alguna afección
cardiaca insospechada hasta el momento. Mi octogenario patrón trató por todos
los medios de disuadirme de realizar la inconcebible tarea de embalsamar su
cuerpo, sin detectar el fulgor entusiasta de mis ojos cuando finalmente logré
que aceptara mi condenable punto de vista. No creo ser capaz de expresar los
reprensibles, los desquiciados pensamientos que barrieron en tumultuosas olas
de pasión mi desbocado corazón mientras trabajaba sobre aquel cuerpo sin vida.
Amor sin par era la nota clave de esos conceptos, un amor
más grande -con mucho- que el que más hubiera sentido hacia él cuando estaba
vivo.
Mi padre no era un hombre rico, pero había poseído bastantes
bienes mundanos como para ser lo suficientemente independiente. Como su único
heredero, me encontré en una especie de paradójica situación. Mi temprana
juventud había sido un fracaso total en cuanto a prepararme para el contacto
con el mundo moderno; pero la sencilla vida de Fenham, con su cómodo
aislamiento, había perdido sabor para mí. Por otra parte, la longevidad de sus
habitantes anulaba el único motivo que me había hecho buscar empleo.
La venta de los bienes me proveyó de un medio fácil de
asegurarme la salida y me trasladé a Bayboro, una ciudad a unos 50 kilómetros.
Aquí, mi año de aprendizaje me resultó sumamente útil. No tuve problemas para
lograr una buena colocación como asistente de la Corporación Gresham, una
empresa que mantenía las mayores pompas fúnebres de la ciudad. Incluso logré
que me permitieran dormir en los establecimientos... porque ya la proximidad de
la muerte estaba convirtiéndose en una obsesión.
Me apliqué a mi tarea con celo inusitado. Nada era demasiado
horripilante para mi impía sensibilidad, y pronto me convertí en un maestro en
mi oficio electo.
Cada cadáver nuevo traído al establecimiento significaba una
promesa cumplida de impío regocijo, de irreverentes gratificaciones, una vuelta
al arrebatador tumulto de las arterias que transformaba mi hosco trabajo en
devota dedicación... aunque cada satisfacción carnal tiene su precio. Llegué a
odiar los días que no traían muertos en los que refocilarme, y rogaba a todos
los dioses obscenos de los abismos inferiores para que dieran rápida y segura
muerte a los residentes de la ciudad.
Llegaron entonces las noches en que una sigilosa figura se
deslizaba subrepticiamente por las tenebrosas calles de los suburbios; noches
negras como boca de lobo, cuando la luna de la medianoche se oculta tras
pesadas nubes bajas. Era una furtiva figura que se camuflaba con los árboles y
lanzaba esquivas miradas sobre su espalda; una silueta empeñada en alguna
misión maligna. Tras una de esas noches de merodeo, los periódicos matutinos
pudieron vocear a su clientela ávida de sensación los detalles de un crimen de
pesadilla; columna tras columna de ansioso morbo sobre abominables atrocidades;
párrafo tras párrafo de soluciones imposibles, y sospechas contrapuestas y
extravagantes.
Con todo, yo sentía una suprema sensación de seguridad, pues
¿quién, por un momento, recelaría que un empleado de pompas fúnebres -donde la
Muerte presumiblemente ocupa los asuntos cotidianos- abandonaría sus
indescriptibles deberes para arrancar a sangre fría la vida de sus semejantes?
Planeaba cada crimen con astucia demoníaca, variando el método de mis
asesinatos para que nadie los supusiera obra de un solo par de manos
ensangrentadas. El resultado de cada incursión nocturna era una extática hora
de placer, pura y perniciosa; un placer siempre aumentado por la posibilidad de
que su deliciosa fuente fuera más tarde asignada a mis deleitados cuidados en
el curso de mi actividad habitual. De cuando en cuando, ese doble y postrer
placer tenía lugar...¡Oh, recuerdo escaso y delicioso!
Durante las largas noches en que buscaba el refugio de mi
santuario, era incitado por aquel silencio de mausoleo a idear nuevas e
indecibles formas de prodigar mis afectos a los muertos que amaba... ¡los
muertos que me daban vida!
Una mañana, el señor Gresham acudió mucho más temprano de lo
habitual... llegó para encontrarme tendido sobre una fría losa, hundido en un
sueño monstruoso, ¡con los brazos alrededor del cuerpo rígido, tieso y desnudo
de un fétido cadáver! Con los ojos llenos de una mezcla de repugnancia y
compasión, me arrancó de mis salaces sueños.
Educada pero firmemente, me indicó que debía irme, que mis
nervios estaban alterados, que necesitaba un largo descanso de las repelentes
tareas que mi oficio exige, que mi impresionable juventud estaba demasiado
profundamente afectada por la funesta atmósfera del lugar. ¡Cuán poco sabía de
los demoníacos deseos que espoleaban mi detestable anormalidad! Fui
suficientemente juicioso como para ver que el responder sólo lo reafirmaría en
su creencia de mi potencial locura... resultaba mucho mejor marcharse que
invitarlo a descubrir los motivos ocultos tras mis actos.
Tras eso, no me atreví a permanecer mucho tiempo en un lugar
por miedo a que algún acto abierto descubriera mi secreto a un mundo hostil.
Vagué de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo. Trabajé en depósitos de
cadáveres, rondé cementerios, hasta un crematorio... cualquier sitio que me
brindara la oportunidad de estar cerca de la muerte que tanto anhelaba.
Entonces llegó la Guerra Mundial. Fui uno de los primeros en
alistarme y uno de los últimos en volver, cuatro años de infernal osario
ensangrentado... nauseabundo légamo de trincheras anegadas de lluvia...
mortales explosiones de histéricas granadas... el monótono silbido de balas
sardónicas... humeantes frenesíes de las fuentes del Flegeton1... letales
humaredas de gases venenosos... grotescos restos de cuerpos aplastados y
destrozados... cuatro años de trascendente satisfacción.
En cada vagabundo hay una latente necesidad de volver a los
lugares de su infancia. Unos pocos meses más tarde, me encontré recorriendo los
familiares y apartados caminos de Fenham. Deshabitadas y ruinosas granjas se
alineaban junto a las cunetas, mientras que los años habían deparado un
retroceso igual en la propia ciudad. Apenas había un puñado de casas ocupadas,
aunque entre ellas estaba la que una vez yo considerara mi hogar. El sendero
descuidado e invadido por malas hierbas, las persianas rotas, los incultos
terrenos de detrás, todo era una muda confirmación de las historias que había
obtenido con ciertas indagaciones: que ahora cobijaba a un borracho disoluto
que arrastraba una mísera existencia con las faenas que le encomendaban algunos
vecinos, por simpatía hacia la maltratada esposa y el mal nutrido hijo que
compartían su suerte. Con todo esto, el encanto que envolvía los ambientes de
mi juventud había desaparecido totalmente; así, acuciado por algún temerario
impulso errante, volví mis pasos a Bayboro.
Aquí, también los años habían traído cambios, aunque en
sentido inverso. La pequeña ciudad de mis recuerdos casi había duplicado su
tamaño a pesar de su despoblamiento en tiempo de guerra. Instintivamente busqué
mi primitivo lugar de trabajo, descubriendo que aún existía, pero con nombre
desconocido y un "Sucesor de" sobre la puerta, puesto que la epidemia
de gripe había hecho presa del señor Gresham, mientras que los muchachos
estaban en ultramar.
Alguna fatídica disposición me hizo pedir trabajo. Comenté
mi aprendizaje bajo el señor Gresham con cierto recelo, pero se había llevado a
la tumba el secreto de mi poco ética conducta. Una oportuna vacante me aseguró
la inmediata recolocación.
Entonces volvieron erráticos recuerdos sobre noches
escarlatas de impíos peregrinajes y un incontrolable deseo de reanudar aquellos
ilícitos placeres. Hice a un lado la precaución, lanzándome a otra serie de
condenables desmanes. Una vez más, la prensa amarilla dio la bienvenida a los
diabólicos detalles de mis crímenes, comparándolos con las rojas semanas de
horror que habían pasmado a la ciudad años atrás. Una vez más la policía lanzó
sus redes, sacando entre sus enmarañados pliegues... ¡nada!
Mi sed del nocivo néctar de la muerte creció hasta ser un fuego
devastador, y comencé a acortar los períodos entre mis odiosas explosiones.
Comprendí que pisaba suelo resbaladizo, pero el demoníaco deseo me aferraba con
torturantes tentáculos y me obligaba a proseguir.
Durante todo este tiempo, mi mente estaba volviéndose
progresivamente insensible a cualquier otra influencia que no fuera la
satisfacción de mis enloquecidos anhelos. Dejé deslizar, en alguna de esas
maléficas escapadas, pequeños detalles de vital importancia para identificarme.
De cierta forma, en algún lugar, dejé una pequeña pista, un rastro fugitivo,
detrás... no lo bastante como para ordenar mi arresto, pero sí lo suficiente
como para volver la marea de sospechas en mi dirección. Sentía el espionaje,
pero aun así era incapaz de contener la imperiosa demanda de más muerte para
acelerar mi enervado espíritu.
Enseguida llegó la noche en que el estridente silbato de la
policía me arrancó de mi demoníaco solaz sobre el cuerpo de mi postrer víctima,
con una ensangrentada navaja todavía firmemente asida. Con un ágil movimiento,
cerré la hoja y la guardé en el bolsillo de mi chaqueta. Las porras de la
policía abrieron grandes brechas en la puerta. Rompí la ventana con una silla,
agradeciendo al destino haber elegido uno de los distritos más pobres como morada.
Me descolgué hasta un callejón mientras las figuras vestidas de azul irrumpían
por la destrozada puerta. Huí saltando inseguras vallas, a través de mugrientos
patios traseros, cruzando míseras casas destartaladas, por estrechas calles mal
iluminadas. Inmediatamente, pensé en los boscosos pantanos que se alzaban más
allá de la ciudad, extendiéndose unos 60 kilómetros hasta alcanzar los
arrabales de Fenham. Si podía llegar a esa meta, estaría temporalmente a salvo.
Antes del alba me había lanzado de cabeza por el ansiado despoblado, tropezando
con los podridos troncos de árboles moribundos cuyas ramas desnudas se
extendían como brazos grotescos tratando de estorbarme con su burlón abrazo.
Los diablos de las funestas deidades a quienes había
ofrecido mis idólatras plegarias debían haber guiado mis pasos hacia aquella
amenazadora ciénaga.
Una semana más tarde, macilento, empapado y demacrado,
rondaba por los bosques a kilómetro y medio de Fenham. Había eludido por fin a
mis perseguidores, pero no osaba mostrarme, a sabiendas de que la alarma debía
haber sido radiada. Tenía remota la esperanza de haberlos hecho perder el
rastro. Tras la primera y frenética noche, no había oído sonido de voces
extrañas ni los crujidos de pesados cuerpos entre la maleza. Quizás habían
decidido que mi cuerpo yacía oculto en alguna charca o se había desvanecido
para siempre entre los tenaces cenagales.
El hambre roía mis tripas con agudas punzadas, y la sed
había dejado mi garganta agotada y reseca. Pero, con mucho, lo peor era el
insoportable hambre de mi famélico espíritu, hambre del estímulo que sólo
encontraba en la proximidad de los muertos. Las ventanas de mi nariz temblaban
con dulces recuerdos. No podía engañarme demasiado con el pensamiento de que
tal deseo era un simple capricho de la imaginación. Sabía que era parte
integral de la vida misma, que sin ella me apagaría como una lámpara vacía.
Reuní todas mis restantes energías para aplicarme en la tarea de satisfacer mi
inicuo apetito. A pesar del peligro que implicaban mis movimientos, me adelanté
a explorar contorneando las protectoras sombras como un fantasma obsceno. Una
vez más sentí la extraña sensación de ser guiado por algún invisible acólito de
Satanás.
Y aun mi alma endurecida por el pecado se agitó durante un
instante al encontrarme ante mi domicilio natal, el lugar de mi retiro de
juventud.
Luego, esos inquietantes recuerdos pasaron. En su lugar
llegó el ávido y abrumador deseo. Tras las podridas cercas de esa vieja casa
aguardaba mi presa. Un momento más tarde había alzado una de las destrozadas
ventanas y me había deslizado por el alféizar. Escuché durante un instante, con
los sentidos alerta y los músculos listos para la acción. El silencio me
recibió. Con pasos felinos recorrí las familiares estancias, hasta que unos
ronquidos estentóreos me indicaron el lugar donde encontraría remedio a mis
sufrimientos. Me permití un vistazo de éxtasis anticipado mientras franqueaba
la puerta de la alcoba. Como una pantera, me acerqué a la tendida forma sumida
en el estupor de la embriaguez. La mujer y el niño -¿dónde estarían?-, bueno,
podían esperar. Mis engarfados dedos se deslizaron hacia su garganta...
Horas más tarde volvía a ser el fugitivo, pero una renovada
fortaleza robada era mía. Tres silenciosos cuerpos dormían para no despertar.
No fue hasta que la brillante luz del día invadió mi escondrijo que visualicé
las inevitables consecuencias de la temeraria obtención de alivio. En ese
tiempo los cuerpos debían haber sido descubiertos. Aun el más obtuso de los policías
rurales seguramente relacionaría la tragedia con mi huida de la ciudad vecina.
Además, por primera vez había sido lo bastante descuidado como para dejar
alguna prueba tangible de identidad... las huellas dactilares en las gargantas
de mis recientes víctimas. Durante todo el día temblé preso de aprensión
nerviosa. El simple chasquido de una ramita seca bajo mis pies conjuraba
inquietantes imágenes mentales. Esa noche, al amparo de la oscuridad
protectora, bordeé Fenham y me interné en los bosques de más allá. Antes del
alba tuve el primer indicio definido de la renovada persecución... el distante
ladrido de los sabuesos.
Me apresuré a través de la larga noche, pero durante la
mañana pude sentir cómo mi artificial fortaleza menguaba. El mediodía trajo, una
vez más, la persistente llamada de la perturbadora maldición y supe que me
derrumbaría de no volver a experimentar la exótica intoxicación que sólo
llegaba en la proximidad de mis adorados muertos. Había viajado en un amplio
semicírculo. Si me esforzaba en línea recta, la medianoche me encontraría en el
cementerio donde había enterrado a mis padres años atrás. Mi única esperanza,
lo sabía, residía en alcanzar esta meta antes de ser capturado. Con un
silencioso ruego a los demonios que dominaban mi destino, me volví encaminando
mis pasos en la dirección de mi último baluarte.
¡Dios! ¿Pueden haber pasado escasas doce horas desde que
partí hacia mi espectral santuario? He vivido una eternidad en cada pesada
hora. Pero he alcanzado una espléndida recompensa ¡El nocivo aroma de este
descuidado paraje es como incienso para mi doliente alma!
Los primeros reflejos del alba clarean en el horizonte.
¡Vienen! ¡Mis agudos oídos captan el todavía lejano aullido de los perros! Es
cuestión de minutos para que me encuentren y me aparten para siempre del resto
del mundo, ¡para perder mis días en anhelos desesperados, hasta que al final
sea uno con los muertos que amo!
¡No me cogerán! ¡Hay una puerta de escape abierta! Una
elección de cobarde, quizás, pero mejor -mucho mejor- que los interminables
meses de indescriptible miseria. Dejaré esta relación tras de mí para que algún
alma pueda quizás entender por qué hice lo que hice.
¡La navaja de afeitar! Aguardaba olvidada en mi bolsillo
desde mi huida de Bayboro. Su hoja ensangrentada reluce extrañamente en la
menguante luz de la angosta luna. Un rápido tajo en mi muñeca izquierda y la
liberación está asegurada... cálida, la sangre fresca traza grotescos dibujos
sobre las carcomidas y decrépitas lápidas... hordas fantasmales se apiñan sobre
las tumbas en descomposición... dedos espectrales me llaman por señas...
etéreos fragmentos de melodías no escritas en celestial crescendo... distantes
estrellas danzan embriagadoramente en demoníaco acompañamiento... un millar de
diminutos martillos baten espantosas disonancias sobre yunques en el interior
de mi caótico cerebro... fantasmas grises de asesinados espíritus desfilan ante
mí en silenciosa burla... abrasadoras lenguas de invisible llama estampan la
marca del Infierno en mi alma enferma... no puedo... escribir... más...
FIN
1 Flegeton: Río de fuego, uno de los cinco que existen en el
Hades.
Agradecemos a Ramón Escribano su aportación de este cuento a
la Biblioteca Digital Ciudad Seva.
13 Jan 2010
Biblioteca Digital Ciudad Seva
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