Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos
al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando
su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.
El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su
cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de
Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y
me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca
había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi
bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban
feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces
vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora
mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.
En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los
axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de
batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos
mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del
acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en
tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua
al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote,
la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no
se usa más) como el de hígado de bacalao.
No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al
Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de
tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete.
Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a
mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento
comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y
distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella
primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los
axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán
angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve
ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con
sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí
como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles
aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la
derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un
cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de
cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros,
terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más
sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente
que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de
una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente
humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas
de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero
mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del
punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo
negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de
la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le
daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La
boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil
se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba
apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran
debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una
excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él,
cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y
volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos
dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos
mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con
la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas,
fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a
los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir
el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor,
la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las
piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple
ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor
mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me
obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me
mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los
nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida
diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el
guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa
entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era
inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se
advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce,
terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me
daba vértigo.
Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un
axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los
rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la
mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de
semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento
era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas...
Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo
creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los
ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.
Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los
axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad.
Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a
un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el
diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me
penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando
palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían
mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se
enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me
veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas.
No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación
tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces
como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza
tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere
decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas
y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?
Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y
del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se
los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un
poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me
devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del
acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a
distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles
en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba
la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para
ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.
Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada
mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían,
cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura
rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado,
un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era
posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la
inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de
dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que
padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba
en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no
hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del
acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos
de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl
inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el
vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del
acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo
comprendí.
Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta
de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que
despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía
mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo
era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era
posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento
fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y
estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de
creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi
pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme
lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata
vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl
junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación
posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros
pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor
dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.
Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse.
Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se
interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único
que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio
continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio
que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo
que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo
que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en
cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy
definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo
axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece
que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo
era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me
consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar
un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.
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