Con el fin del año ha llegado a Lima una extraordinaria novela. El hombre que amaba a los perros, del cubano Leonardo Padura (Tusquets, Buenos Aires, 2011) le da un giro contemporáneo a la conocidísima historia del asesinato de León Trotsky en México a manos de un agente infiltrado en su círculo íntimo por José Stalin, 1940.
Parte del giro está en que el narrador es un cubano que vive en La Habana, presenta al lado del relato histórico su propia vida diaria en la dictadura burocrática contemporánea de los hermanos Castro, y expresa una suerte de simpatía objetiva hacia el lado humano de Trotsky, la víctima de esta historia.
El otro giro es que se trata de una obra de tema político deliberadamente escrita en la forma de una novela de serie negra policial. Padura no omite los contenidos de la enemistad Stalin-Trotsky, pero el tema central es la cacería misma, evocada desde los años 80 como un secreto peligroso, acaso por estar el narrador en Cuba.
El último cubano célebre que narró el asesinato de Trotsky fue Guillermo Cabrera Infante. Su novela Tres tristes tigres (1964) presenta una parodia de cómo tratarían el tema diversos escritores cubanos. Entonces evocar los crímenes de Stalin era una provocación en la isla, aun si el XX Congreso desestalinizador del PCUS había sido ocho años antes.
Hoy las cosas son diferentes. El autoritarismo del régimen cubano nunca ha podido, y en verdad tampoco querido, ni remotamente competir con la vesania del alcohólico Stalin y sus ejecutores. Padura se las ingenia para reconocer esto y a la vez para tender un largo arco de relación entre el horror soviético y las playas tropicales.
Es inevitable que el lector llegue a la conclusión de que todo sistema staliniano, radical o moderado, necesita uno o varios Trotskys para mantener las cosas en su sitio. Los hermanos Castro se libraron de sus críticos y detractores muy temprano, con eficacia y sin la truculencia del colega georgiano. Pero la comparación llegará tarde o temprano.
El libro tiene el ritmo y la estructura de las policiales modernas, y esok inevitablemente influye en nuestra percepción del célebre asesinato. Lo que suele ser presentado como una pugna ideológica aquí aparece sobre todo como la conspiración de un asesino compulsivo, que empieza devorando fichas y termina comiéndose el tablero mismo.
Por eso si bien hay en el texto un Stalin infame, no hay en cambio un Trotsky heroico (el tiempo de la novela empieza después de su caída en desgracia). La naturaleza de la víctima rara vez es relevante en el discurso de la serie negra; es la mentalidad del protagonista lo que nos hace avanzar en la lectura
Por: Mirko Lauer – La República
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