Antuco
Antuco.
Hasta entonces, nunca había escuchado del lugar. Hasta que pasó lo que pasó. Ni siquiera sé ponerle nombre a lo sucedido. Desde hace días, sólo tengo un nombre que me retumba durante el día mientras manejo por la avenida Massachussets, hago una traducción, compro un café o me lavo los dientes. Aquí, en Washington, D.C.
Antuco.
Ayer un amigo gringo me llamó y me dijo algo así como que lo sentía tanto, o sea, “I
am so sorry about what happened to your soldiers in Chile. “ Y empecé a decirle de qué me estás hablando, no son los míos, nunca me han gustado los militares, you got it all wrong. Y de pronto me detuve. El cuento era más complicado que eso y no se lo iba a explicar a él, menos en inglés.
Entonces decidí escribir esta columna.
Quizás porque cuando uno lee la noticia en pantalla o papel no hay modo de esquivarla como si fuese una bola de nieve. O espantarla como si fuese una mosca. La verdad no es una sola y, por lo mismo, cuesta tanto reconocerla, abrazarla.
Pero advertí que en cuestión de horas, muchos, millones, un país entero, nos vimos envueltos en esa tormenta blanca, un tsunami de nieve, como dijo la prensa, que atrapó a esos adolescentes, que podrían ser nuestros hijos. Incluso son o eran menores que nuestros hijos. Lo cierto es que ellos – Juan, Pedro, Manuel, Luis, muchachos sencillos, modestos, como dicen en Chile, sin erres ni guiones en sus apellidos-hacían el servicio militar y, quizás, se aprontaban para hacer de la obediencia debida su verdad y del uniforme su orgullo.
Quizás era la forma elegida por sus padres para “ser alguien en la vida”, para perseguir un sueño y asegurarse una carrera, una profesión, que les diera pan, techo y, lo más importante, dignidad. Una fuente de sustento y un sentido de misión porque quizás la verdad no es una sola pero la patria sí. Y cuando el deber llama, llama.
Juan, Pedro, Manuel y Luis no tuvieron tiempo de hacer carrera ni de ganar medalla alguna. Apenas alcanzaron a abrir los ojos, botar el fusil y estirar los brazos a tientas como en una pieza oscura en medio de la nada sólo que esta vez estaban sumidos en una blancura espesa que los envolvió en silencio mientras a sus espaldas se levantaba esa cordillera maciza, imperturbable, inconmovible ante tanta juventud y desconcierto. Cayeron en silencio, sin ruido de metralla, sin intento de fuga, sin enfrentamiento ficticio ni grito de tormento. Cerraron los ojos y durmieron en paz.
Antuco.
No es fácil entender que sucedió, qué fue lo que falló, error humano o del otro, cuando uno vive en medio de un bosque en la avenida Massachussets. Entonces el peso de la distancia y la ausencia se sienten. Cuando la tragedia me pegó en la cara, quise estar allá, en el sur, con esas familias, en el primer velatorio y entierro. No como periodista, sino como mujer, como chilena, como hija del dolor. Es allí, en la pena profunda y en el placer infinito, donde siento el llamado de la patria. No conoceré nunca a esos muchachos inexpertos del sur; nunca los miraré a los ojos ni sabré sus nombres. No tomaré té con sus familias ni visitaré sus pueblos, pero en mi mapa interno Antuco quedará clavado en mi memoria.
Porque hace unos días descubrí un tesoro, hice un hallazgo que me estremeció.
Llevaré diez años en Estados Unidos pero mientras leía la prensa chilena ese primer día y los días siguientes, lloré lágrimas de dolor y me conmovieron la espera de las familias, la contradicción en las versiones, los cuerpos que no aparecían, los muchachos que morían y resucitaban en cada error y acierto. El minuto de silencio con que el Presidente Lagos inició su cuenta anual en el Congreso, las ojeras de Cheyre, los vidrios rotos por la ira en aquel recinto y la impotencia de los que exigen saber, la inutilidad del supuesto ejercicio de rigor, la bandera chilena que cubre el ataúd, el soldado de piel morena y orejas grandes que hace guardia con la misma mirada de los edecanes presidenciales.
Antuco.
Cuando me sacudo con los sollozos entiendo que Chile ha cambiado tanto en estos diez años. Yo también. Tanto que hoy lloro por esos soldados y sus familias, por un ejército que no sólo temí sino desprecié en el pasado. Esos soldados son mis soldados, su pérdida es también la mía. Celebrar un triunfo a nivel nacional no cuesta nada, para eso estamos siempre listos. Lo difícil es lo otro. Tenía razón mi amigo gringo. Y entonces por cuarta vez leo la lista de los aparecidos y de los desaparecidos y me confundo con los números totales que nunca coinciden y me entero de las cifras de las indemnizaciones que se entregarán al más breve plazo, dicen, y en el intertanto Juan, hermano de David Alejandro, grita que con tres millones no compran la vida de mi hermano y se le quiebra la voz cuando pide que le devuelvan el cuerpo porque llevan cuatro días y aún no pasa nada.
Cuatro días. Yo llevo casi 30 años y de desaparecidos sé más que todos ustedes, me dan ganas de gritarle pero sigo leyendo la noticia en internet, sola, afiebrada, medio aturdida, como si la tormenta me hubiese alcanzado a mí también. Y en vez de sentir la dulzura de la venganza en los labios porque ahora sabrá el ejército lo que es tener desaparecidos propios mi boca se llena de amargura y la tristeza se instala en la garganta como un bocado imposible de tragar. No sólo sentir nada salvo tristeza y tengo la piel de gallina pese a que la gente anda en shorts por la calle.
No bajemos los brazos, no bajemos las fuerzas, no bajemos las esperanzas, dice el general Cheyre. Yo vuelvo a mirar sus ojeras violáceas y pienso cómo me habría gustado que un comandante en jefe del ejército de Chile me hubiese dicho esto a mí y a tantos cuando buscábamos a nuestros desaparecidos. A los enterrados en el desierto, acribillados en la cordillera, arrojados al mar, torturados en la esa casona antigua de Nuñoa. Catorce o tres mil, ¿cuánto importa? ¿Mientras mas alta la cifra, más profundo el dolor?
Cómo me habría reconfortado que alguien me hubiese asegurado que la búsqueda por mi hermana, mi hermano, mi padre o mi amigo no se suspendería hasta encontrarlos y si había que esperar que se derritiesen todos los hielos del mundo, pues, a esperar.
Hay cruces que uno quisiera que nunca le pasaran, pero la cruz hay que llevarla, y no eludirla, dice Cheyre con los ojos cada vez más hundidos y el corazón también. Y me dan ganas de coger el telefóno y llamarlo y decirle, general, sé que anduvo hace poco por Washington y qué lástima que no nos vimos pero lo llamo porque quiero que sepa que yo de cruces también sé, como mi familia entera. También de nieves que se hicieron ríos y nosotros seguimos esperando. No tenemos formación militar pero de paciencia y dolor sabemos más que usted y los suyos. Y no es por hacerme la víctima porque me carga la gente que se hace la víctima pero le aseguro que usted tendrá la espalda de soldado que yo nunca tuve ni tendré pero la mía ha soportado más carga que la suya y aún no se quiebra ni se dobla aunque siempre me duele. Mi cruz, general, es más pesada que la suya. Y habría dado la vida por no tener que cargarla, igual que usted ahora, en los momentos más difíciles de su carrera.
Pero le ruego que me crea cuando le digo que su dolor es mi dolor. Y si Antuco debe ser el puente para que, al menos por un rato, un día o quizás más, civiles y uniformados se puedan reconocer y compadecer unos con otros, abrazar en su desamparo, entonces que sea Antuco. Que el dolor de los presentes pueda honrar la memoria de los ausentes, los caídos, hoy y ayer. No creo en los héroes ni en los monumentos, desconfío de las condecoraciones y me aburren los discursos, sobre todo los de ustedes, plagados de lugares comunes y cursilerías. Me irritan sus desfiles militares, soberbios y tan de la guerra fría. Me incomoda el saludo a la bandera y la canción nacional en los llamados actos oficiales. No los entiendo, ni de a uno ni formados, y me violenta cuando gritan, juntan los tacones y hacen esos giros raros. Tienen la mirada dura y el lenguaje ídem.
Lo que no quita que su dolor es tanto suyo como mío, general. Y ya sabemos que esos soldados, sus familias y sus amigos no están solos en su tristeza profunda. Desde acá, en medio de mi bosque y mis ardillas, después de tanta ausencia y distancia, constato que el dolor no le pertenece a nadie. Alcanza para todos. Esos muchachos, los de Chile, no volverán vivos. Pero ruego a Dios que vuelvan porque vivir con la incertidumbre es morir es cada día un poco. Confío en que regresarán al lado de sus familias, aunque sea la primavera quien los entregue en medio de campos floridos. Porque la peor cruz, la peor pesadilla, general, es tener el nombre, la memoria, la flor. Y no tener la tumba dónde hacer el duelo.
Odette Magnet
Periodista
Washington, D.C. 26 de mayo de 2005
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