Acababa de amanecer un día gris y frío, enormemente gris y
frío, cuando el hombre abandonó la ruta principal del Yukón y trepó el alto
terraplén por donde un sendero apenas visible y escasamente transitado se abría
hacia el este entre bosques de gruesos abetos. La ladera era muy pronunciada, y
al llegar a la cumbre el hombre se detuvo a cobrar aliento, disculpándose a sí
mismo el descanso con el pretexto de mirar su reloj. Eran las nueve en punto.
Aunque no había en el cielo una sola nube, no se veía el sol ni se vislumbraba
siquiera su destello. Era un día despejado y, sin embargo, cubría la superficie
de las cosas una especie de manto intangible, una melancolía sutil que
oscurecía el ambiente, y se debía a la ausencia de sol. El hecho no le
preocupaba. Estaba hecho a la ausencia de sol. Habían pasado ya muchos días
desde que lo había visto por última vez, y sabía que habían de pasar muchos más
antes de que su órbita alentadora asomara fugazmente por el horizonte para
ocultarse prontamente a su vista en dirección al sur.
Echó una mirada atrás, al camino que había recorrido. El
Yukón, de una milla de anchura, yacía oculto bajo una capa de tres pies de
hielo, sobre la que se habían acumulado otros tantos pies de nieve. Era un
manto de un blanco inmaculado, y que formaba suaves ondulaciones. Hasta donde
alcanzaba su vista se extendía la blancura ininterrumpida, a excepción de una
línea oscura que partiendo de una isla cubierta de abetos se curvaba y retorcía
en dirección al sur y se curvaba y retorcía de nuevo en dirección al norte,
donde desaparecía tras otra isla igualmente cubierta de abetos. Esa línea
oscura era el camino, la ruta principal que se prolongaba a lo largo de
quinientas millas, hasta llegar al Paso de Chilcoot, a Dyea y al agua salada en
dirección al sur, y en dirección al norte setenta millas hasta Dawson, mil
millas hasta Nulato y mil quinientas más después, para morir en St. Michael, a
orillas del Mar de Bering.
Pero todo aquello (la línea fina, prolongada y misteriosa,
la ausencia del sol en el cielo, el inmenso frío y la luz extraña y sombría que
dominaba todo) no le produjo al hombre ninguna impresión. No es que estuviera
muy acostumbrado a ello; era un recién llegado a esas tierras, un chechaquo, y
aquel era su primer invierno. Lo que le pasaba es que carecía de imaginación.
Era rápido y agudo para las cosas de la vida, pero sólo para las cosas, y no
para calar en los significados de las cosas. Cincuenta grados bajo cero
significaban unos ochenta grados bajo el punto de congelación. El hecho se
traducía en un frío desagradable, y eso era todo. No lo inducía a meditar sobre
la susceptibilidad de la criatura humana a las bajas temperaturas, ni sobre la
fragilidad general del hombre, capaz sólo de vivir dentro de unos límites
estrechos de frío y de calor, ni lo llevaba tampoco a perderse en conjeturas
acerca de la inmortalidad o de la función que cumple el ser humano en el
universo. Cincuenta grados bajo cero significaban para él la quemadura del
hielo que provocaba dolor, y de la que había que protegerse por medio de
manoplas, orejeras, mocasines y calcetines de lana. Cincuenta grados bajo cero
se reducían para él a eso... a cincuenta grados bajo cero. Que pudieran
significar algo más, era una idea que no hallaba cabida en su mente.
Al volverse para continuar su camino escupió meditabundo en
el suelo. Un chasquido seco, semejante a un estallido, lo sobresaltó. Escupió
de nuevo. Y de nuevo crujió la saliva en el aire, antes de que pudiera llegar
al suelo. El hombre sabía que a cincuenta grados bajo cero la saliva cruje al
tocar la nieve, pero en este caso había crujido en el aire. Indudablemente la
temperatura era aún más baja. Cuánto más baja, lo ignoraba. Pero no importaba.
Se dirigía al campamento del ramal izquierdo del Arroyo Henderson, donde lo
esperaban sus compañeros. Ellos habían llegado allí desde la región del Arroyo
Indio, atravesando la línea divisoria, mientras él iba dando un rodeo para
estudiar la posibilidad de extraer madera de las islas del Yukón la próxima
primavera. Llegaría al campamento a las seis en punto; para entonces ya habría
oscurecido, era cierto, pero los muchachos, que ya se hallarían allí, habrían
encendido una hoguera y la cena estaría preparada y aguardándolo. En cuanto al
almuerzo... palpó con la mano el bulto que sobresalía bajo la chaqueta. Lo
sintió bajo la camisa, envuelto en un pañuelo, en contacto con la piel desnuda.
Aquel era el único modo de evitar que se congelara. Se sonrió ante el recuerdo
de aquellas galletas empapadas en grasa de cerdo que encerraban sendas lonchas
de tocino frito.
Se introdujo entre los gruesos abetos. El sendero era apenas
visible. Había caído al menos un pie de nieve desde que pasara el último
trineo. Se alegró de viajar a pie y ligero de equipaje. De hecho, no llevaba
más que el almuerzo envuelto en el pañuelo. Le sorprendió, sin embargo, la
intensidad del frío. Sí, realmente hacía frío, se dijo, mientras se frotaba la
nariz y las mejillas insensibles con la mano enfundada en una manopla. Era un
hombre velludo, pero el vello de la cara no lo protegía de las bajas
temperaturas, ni los altos pómulos, ni la nariz ávida que se hundía agresiva en
el aire helado.
Pegado a sus talones trotaba un perro esquimal, el clásico
perro lobo de color gris y de temperamento muy semejante al de su hermano, el
lobo salvaje. El animal avanzaba abrumado por el tremendo frío. Sabía que aquél
no era día para viajar. Su instinto le decía más que el raciocinio al hombre a
quien acompañaba. Lo cierto es que la temperatura no era de cincuenta grados,
ni siquiera de poco menos de cincuenta; era de sesenta grados bajo cero, y más
tarde, de setenta bajo cero. Era de setenta y cinco grados bajo cero. Teniendo
en cuenta que el punto de congelación es treinta y dos sobre cero, eso
significaba ciento siete grados bajo el punto de congelación. El perro no sabía
nada de termómetros. Posiblemente su cerebro no tenía siquiera una conciencia
clara del frío como puede tenerla el cerebro humano. Pero el animal tenía
instinto. Experimentaba un temor vago y amenazador que lo subyugaba, que lo
hacía arrastrarse pegado a los talones del hombre, y que lo inducía a
cuestionarse todo movimiento inusitado de éste como esperando que llegara al
campamento o que buscara refugio en algún lugar y encendiera una hoguera. El
perro había aprendido lo que era el fuego y lo deseaba; y si no el fuego, al
menos hundirse en la nieve y acurrucarse a su calor, huyendo del aire.
La humedad helada de su respiración cubría sus lanas de una
fina escarcha, especialmente allí donde el morro y los bigotes blanqueaban bajo
el aliento cristalizado. La barba rojiza y los bigotes del hombre estaban
igualmente helados, pero de un modo más sólido; en él la escarcha se había
convertido en hielo y aumentaba con cada exhalación. El hombre mascaba tabaco,
y aquella mordaza helada mantenía sus labios tan rígidos que cuando escupía el
jugo no podía limpiarse la barbilla. El resultado era una barba de cristal del
color y la solidez del ámbar que crecía constantemente y que si cayera al suelo
se rompería como el cristal en pequeños fragmentos. Pero al hombre no parecía
importarle aquel apéndice a su persona. Era el castigo que los aficionados a
mascar tabaco habían de sufrir en esas regiones, y él no lo ignoraba, pues
había ya salido dos veces anteriormente en días de intenso frío. No tanto como
en esta ocasión, eso lo sabía, pero el termómetro en Sesenta Millas había
marcado en una ocasión cincuenta grados, y hasta cincuenta y cinco grados bajo
cero.
Anduvo varias millas entre los abetos, cruzó una ancha
llanura cubierta de matorrales achaparrados y descendió un terraplén hasta
llegar al cauce helado de un riachuelo. Aquel era el Arroyo Henderson. Se
hallaba a diez millas de la bifurcación. Miró la hora. Eran las diez. Recorría
unas cuatro millas por hora y calculó que llegaría a ese punto a las doce y
media. Decidió que celebraría el hecho almorzando allí mismo.
Cuando el hombre reanudó su camino con paso inseguro,
siguiendo el cauce del río, el perro se pegó de nuevo a sus talones, mostrando
su desilusión con el caer del rabo entre las patas. La vieja ruta era
claramente visible, pero unas doce pulgadas de nieve cubrían las huellas del
último trineo. Ni un solo ser humano había recorrido en más de un mes el cauce
de aquel arroyo silencioso. El hombre siguió adelante a marcha regular. No era
muy dado a la meditación, y en aquel momento no se le ocurría nada en qué
pensar excepto que comería en la bifurcación y que a las seis de la tarde
estaría en el campamento con los compañeros. No tenía a nadie con quien hablar,
y aunque lo hubiera tenido le habría sido imposible hacerlo debido a la mordaza
que le inmovilizaba los labios. Así que siguió adelante mascando tabaco
monótonamente y alargando poco a poco su barba de ámbar.
De vez en cuando se reiteraba en su mente la idea de que
hacía mucho frío y que nunca había experimentado temperaturas semejantes.
Conforme avanzaba en su camino se frotaba las mejillas y la nariz con el dorso
de una mano enfundada en una manopla. Lo hacía automáticamente, alternando la
derecha con la izquierda. Pero en el instante en que dejaba de hacerlo, los
carrillos se le entumecían, y al segundo siguiente la nariz se le quedaba
insensible. Estaba seguro de que tenía heladas las mejillas; lo sabía y sentía
no haberse ingeniado un antifaz como el que llevaba Bud en días de mucho frío y
que le protegía casi toda la cara. Pero al fin y al cabo, tampoco era para
tanto. ¿Qué importancia tenían unas mejillas entumecidas? Era un poco doloroso,
es cierto, pero nada verdaderamente serio.
A pesar de su poca inclinación a pensar era buen observador
y reparó en los cambios que había experimentado el arroyo, en las curvas y los
meandros y en las acumulaciones de troncos y ramas provocadas por el deshielo
de la primavera. Tenía especial cuidado en mirar dónde ponía los pies. En
cierto momento, al doblar una curva, se detuvo sobresaltado como un caballo
espantado; retrocedió unos pasos y dio un rodeo para evitar el lugar donde
había pisado. El arroyo, el hombre lo sabía, estaba helado hasta el fondo (era
imposible que corriera el agua en aquel frío ártico), pero sabía también que
había manantiales que brotaban en las laderas y corrían bajo la nieve y sobre
el hielo del río. Sabía que ni el frío más intenso helaba esos manantiales, y
no ignoraba el peligro que representaban. Eran auténticas trampas. Ocultaban
bajo la nieve verdaderas lagunas de una profundidad que oscilaba entre tres
pulgadas y tres pies de agua. En ocasiones estaban cubiertas por una fina capa
de hielo de un grosor de media pulgada oculta a su vez por un manto de nieve.
Otras veces alternaban las capas de agua y de hielo, de modo que si el
caminante rompía la primera, continuaba rompiendo sucesivas capas con peligro
de hundirse en el agua, en ocasiones hasta la cintura. Por eso había
retrocedido con pánico. Había notado cómo cedía el suelo bajo su pisada y había
oído el crujido de una fina capa de hielo oculta bajo la nieve. Mojarse los
pies en aquella temperatura era peligroso. En el mejor de los casos
representaba un retraso, pues le obligaría a detenerse y a hacer una hoguera,
al calor de la cual calentarse los pies y secar sus mocasines y calcetines de
lana. Se detuvo a estudiar el cauce del río, y decidió que la corriente de agua
venía de la derecha. Reflexionó unos instantes, sin dejar de frotarse las mejillas
y la nariz, y luego dio un pequeño rodeo por la izquierda, pisando con cautela
y asegurándose cuidadosamente de dónde ponía los pies. Una vez pasado el
peligro se metió en la boca una nueva porción de tabaco y reemprendió su
camino.
En el curso de las dos horas siguientes tropezó con varias
trampas semejantes. Generalmente la nieve acumulada sobre las lagunas ocultas
tenía un aspecto glaseado que advertía del peligro. En una ocasión, sin
embargo, estuvo a punto de sucumbir, pero se detuvo a tiempo y quiso obligar al
perro a que caminara ante él. El perro no quiso adelantarse. Se resistió hasta
que el hombre se vio obligado a empujarlo, y sólo entonces se adentró
apresuradamente en la superficie blanca y lisa. De pronto el suelo se hundió
bajo sus patas, el perro se ladeó y buscó terreno más seguro. Se había mojado
las patas delanteras, y casi inmediatamente el agua adherida a ellas se había
convertido en hielo. Sin perder un segundo se aplicó a lamerse las pezuñas, y
luego se tendió en el suelo y comenzó a arrancar a mordiscos el hielo que se
había formado entre los dedos. Así se lo dictaba su instinto. Permitir que el
hielo continuara allí acumulado significaba dolor. Él no lo sabía, simplemente
obedecía a un impulso misterioso que surgía de las criptas más profundas de su
ser. Pero el hombre sí lo sabía, porque su juicio le había ayudado a
comprenderlo, y por eso se quitó la manopla de la mano derecha y ayudó al perro
a quitarse las partículas de hielo. Se asombró al darse cuenta de que no había
dejado los dedos al descubierto más de un minuto y ya los tenía entumecidos.
Sí, señor, hacía frío. Se volvió a enfundar la manopla a toda prisa y se golpeó
la mano con fuerza contra el pecho.
A las doce, la claridad era mayor, pero el sol había
descendido demasiado hacia el sur en su viaje invernal, como para poder
asomarse sobre el horizonte. La tierra se interponía entre él y el Arroyo
Henderson, donde el hombre caminaba bajo un cielo despejado, sin proyectar
sombra alguna. A las doce y media en punto llegó a la bifurcación. Estaba
contento de la marcha que llevaba. Si seguía así, a las seis estaría con sus
compañeros. Se desabrochó la chaqueta y la camisa y sacó el almuerzo La acción
no le llevó más de un cuarto de minuto y, sin embargo, notó que la sensibilidad
huía de sus dedos. No volvió a ponerse la manopla; esta vez se limitó a
sacudirse los dedos contra el muslo una docena de veces. Luego se sentó sobre
un tronco helado a comerse su almuerzo. El dolor que le había provocado
sacudirse los dedos contra las piernas se desvaneció tan pronto que se
sorprendió. No había mordido siquiera la primera galleta. Volvió a sacudir los
dedos repetidamente y esta vez los enfundó en la manopla, descubriendo, en
cambio, la mano izquierda. Trató de hincar los dientes en la galleta, pero la
mordaza de hielo le impidió abrir la boca. Se había olvidado de hacer una
hoguera para derretirla. Se rió de su descuido, y mientras se reía notó que los
dedos que había dejado a la intemperie se le habían quedado entumecidos. Sintió
también que las punzadas que había sentido en los pies al sentarse se hacían
cada vez más tenues. Se preguntó si sería porque los pies se habían calentado o
porque habían perdido sensibilidad. Trató de mover los dedos de los pies dentro
de los mocasines y comprobó que los tenía entumecidos.
Se puso la manopla apresuradamente y se levantó. Estaba un
poco asustado. Dio una serie de patadas contra el suelo, hasta que volvió a
sentir las punzadas de nuevo. Sí, señor, hacía frío, pensó. Aquel hombre del
Arroyo del Sulfuro había tenido razón al decir que en aquella región el frío
podía ser estremecedor. ¡Y pensar que cuando se lo dijo él se había reído! No
había vuelta que darle, hacía un frío de mil demonios. Paseó de arriba a abajo
dando fuertes patadas en el suelo y frotándose los brazos con las manos, hasta
que volvió a calentarse. Sacó entonces los fósforos y comenzó a preparar una
hoguera. En el nivel más bajo de un arbusto cercano encontró un depósito de
ramas acumuladas por el deshielo la primavera anterior. Estaban completamente
secas y se avenían perfectamente a sus propósitos. Añadiendo ramas poco a poco
a las primeras llamas logró hacer una hoguera perfecta; a su calor se derritió
la mordaza de hielo y pudo comerse las galletas. De momento había logrado vencer
al frío del exterior. El perro se solazó al fuego y se tendió sobre la nieve a
la distancia precisa para poder calentarse sin peligro de quemarse.
Cuando el hombre terminó de comer llenó su pipa y fumó sin
apresurarse. Luego se puso las manoplas, se ajustó las orejeras y comenzó a
caminar siguiendo la orilla izquierda del arroyo. El perro, desilusionado, se
resistía a abandonar el fuego. Aquel hombre no sabía lo que hacía.
Probablemente sus antepasados ignoraban lo que era el frío, el auténtico frío,
el que llega a los ciento setenta grados bajo el punto de congelación. Pero el
perro sí sabía; sus antepasados lo habían experimentado y él había heredado su
sabiduría. Él sabía que no era bueno ni sensato echarse al camino con aquel
frío salvaje. Con ese tiempo lo mejor era acurrucarse en un agujero en la nieve
y esperar a que una cortina de nubes ocultara el rostro del espacio exterior de
donde procedía el frío. Pero entre el hombre y el perro no había una auténtica
compenetración. El uno era siervo del otro, y las únicas caricias que había
recibido eran las del látigo y los sonidos sordos y amenazadores que las
precedían. Por eso el perro no hizo el menor esfuerzo por comunicar al hombre
sus temores. Su suerte no le preocupaba; si se resistía a abandonar la hoguera
era exclusivamente por sí mismo. Pero el hombre silbó y le habló con el
lenguaje del látigo, y el perro se pegó a sus talones y lo siguió.
El hombre se metió en la boca una nueva porción de tabaco y
dio comienzo a otra barba de ámbar. Pronto su aliento húmedo le cubrió de un
polvo blanco el bigote, las cejas y las pestañas. No había muchos manantiales
en la orilla izquierda del Henderson, y durante media hora caminó sin hallar
ninguna dificultad. Pero de pronto sucedió. En un lugar donde nada advertía del
peligro, donde la blancura ininterrumpida de la nieve parecía ocultar una
superficie sólida, el hombre se hundió. No fue mucho, pero antes de lograr
ponerse de pie en terreno firme se había mojado hasta la rodilla.
Se enfureció y maldijo en voz alta su suerte. Quería llegar
al campamento a las seis en punto y aquel percance representaba una hora de
retraso. Ahora tendría que encender una hoguera y esperar a que se le secaran
los pies, los calcetines y los mocasines. Con aquel frío no podía hacer otra
cosa, eso sí lo sabía. Trepó a lo alto del terraplén que formaba la ribera del
riachuelo. En la cima, entre las ramas más bajas de varios abetos enanos,
encontró un depósito de leña seca hecho de troncos y ramas principalmente, pero
también de algunas ramillas de menor tamaño y de briznas de hierba del año
anterior. Arrojó sobre la nieve los troncos más grandes, con objeto de que
sirvieran de base para la hoguera e impidieran que se derritiera la nieve y se
hundiera en ella la llama que logró obtener arrimando una cerilla a un trozo de
corteza de abedul que se había sacado del bolsillo La corteza de abedul ardía
con más facilidad que el papel. Tras colocar la corteza sobre la base de
troncos, comenzó a alimentar la llama con las briznas de hierba seca y las
ramas de menor tamaño.
Trabajó lentamente y con cautela, sabedor del peligro que
corría. Poco a poco, conforme la llama se fortalecía, fue aumentando el tamaño
de las ramas que a ella añadía. Decidió ponerse en cuclillas sobre la nieve
para poder sacar la madera de entre las ramas de los abetos y aplicarlas
directamente al fuego. Sabía que no podía permitirse un solo fallo. A setenta y
cinco grados bajo cero y con los pies mojados no se puede fracasar en el primer
intento de hacer una hoguera. Con los pies secos siempre se puede correr media
milla para restablecer la circulación de la sangre, pero a setenta y cinco bajo
cero es totalmente imposible hacer circular la sangre por unos pies mojados.
Cuanto más se corre, más se hielan los pies.
Esto el hombre lo sabía. El veterano del Arroyo del Sulfuro
se lo había dicho el otoño anterior, y ahora se daba cuenta de que había tenido
razón. Ya no sentía los pies. Para hacer la hoguera había tenido que quitarse
las manoplas, y los dedos se le habían entumecido también. El andar a razón de
cuatro millas por hora había mantenido bien regadas de sangre la superficie del
tronco y las extremidades, pero en el instante en que se había detenido, su
corazón había aminorado la marcha. El frío castigaba sin piedad en aquel
extremo inerme de la tierra y el hombre, por hallarse en aquel lugar, era
víctima del castigo en todo su rigor. La sangre de su cuerpo retrocedía ante
aquella temperatura extrema. La sangre estaba viva como el perro, y como el
perro quería ocultarse, ponerse al abrigo de aquel frío implacable. Mientras el
hombre andaba a cuatro millas por hora obligaba a la sangre a circular hasta la
superficie, pero ahora ésta, aprovechando su inacción, se retraía y se hundía
en los recovecos más profundos de su cuerpo. Las extremidades fueron las
primeras que notaron los efectos de su ausencia. Los pies mojados se helaron,
mientras que los dedos expuestos a la intemperie perdieron sensibilidad, aunque
aún no habían empezado a congelarse. La nariz y las mejillas estaban
entumecidas, y la piel del cuerpo se enfriaba conforme la sangre se retiraba.
Pero el hombre estaba a salvo. El hielo sólo le afectaría
los dedos de los pies y la nariz, porque el fuego comenzaba ya a cobrar fuerza.
Lo alimentaba ahora con ramas del grueso de un dedo. Un minuto más y podría
arrojar a él troncos del grosor de su muñeca. Entonces se quitaría los
mocasines y los calcetines y mientras se secaban acercaría a las llamas los
pies desnudos, no sin antes frotarlos, naturalmente, con un puñado de nieve. La
hoguera era un completo éxito. Estaba salvado. Recordó el consejo del veterano
del Arroyo del Sulfuro y sonrió. El anciano había enunciado con toda seriedad
la ley según la cual por debajo de cincuenta grados bajo cero no se debe viajar
solo por la región del Klondike. Pues bien, allí estaba él; había sufrido el
accidente más temido, iba solo, y, sin embargo, se había salvado. Abuelos
veteranos, pensó, eran bastante cobardes, al menos algunos de ellos. Mientras
no se perdiera la cabeza no había nada que temer. Se podía viajar solo con tal
de que se fuera hombre de veras. Aun así era asombrosa la velocidad a que se
helaban la nariz y las mejillas. Nunca había sospechado que los dedos pudieran
quedar sin vida en tan poco tiempo. Y sin vida se hallaban los suyos porque
apenas podía unirlos para coger una rama y los sentía lejos, muy lejos de su
cuerpo. Cuando trataba de coger una rama tenía que mirar para asegurarse con la
vista de que había logrado su propósito. Entre su cerebro y las yemas de sus
dedos quedaba escaso contacto.
Pero todo aquello no importaba gran cosa. Allí estaba la
hoguera crujiendo y chisporroteando y prometiendo vida con cada llama retozona.
Trató de quitarse los mocasines. Estaban cubiertos de hielo. Los gruesos
calcetines alemanes se habían convertido en láminas de hierro que llegaban
hasta media pantorrilla. Los cordones de los mocasines eran cables de acero
anudados y enredados en extraña confabulación. Durante unos momentos trató de
deshacer los nudos con los dedos; luego, dándose cuenta de la inutilidad del
esfuerzo, sacó su cuchillo.
Pero antes de que pudiera cortar los cordones ocurrió la
tragedia. Fue culpa suya o, mejor dicho, consecuencia de su error. No debió
hacer la hoguera bajo las ramas del abeto. Debió hacerla en un claro. Pero le
había resultado más sencillo recoger el material de entre las ramas y arrojarlo
directamente al fuego. El árbol bajo el que se hallaba estaba cubierto de
nieve. El viento no había soplado en varias semanas y las ramas estaban
excesivamente cargadas. Cada brizna de hierba, cada rama que cogía, comunicaba
al árbol una leve agitación, imperceptible a su entender, pero suficiente para
provocar el desastre. En lo más alto del árbol una rama volcó su carga de nieve
sobre las ramas inferiores, y el impacto multiplicó el proceso hasta acumularse
toda la nieve del árbol sobre las ramas más bajas. La nieve creció como en una
avalancha y cayó sin previo aviso sobre el hombre y sobre la hoguera. El fuego
se apagó. Donde pocos momentos antes había crepitado, no quedaba más que un
desordenado montón de nieve fresca.
El hombre quedó estupefacto. Fue como si hubiera oído su
sentencia de muerte. Durante unos instantes se quedó sentado mirando hacia el
lugar donde segundos antes ardiera un alegre fuego. Después se tranquilizó.
Quizá el veterano del Arroyo del Sulfuro había tenido razón. Si tuviera un
compañero de viaje, ahora no correría peligro. Su compañero podía haber
encendido el fuego. Pero de este modo sólo él podía encender otra hoguera y
esta segunda vez un fallo sería mortal. Aun si lo lograba, lo más seguro era
que perdería para siempre parte de los dedos de los pies. Debía tenerlos
congelados ya, y aún tardaría en encender un fuego.
Estos fueron sus pensamientos, pero no se sentó a meditar
sobre ellos. Mientras merodeaban por su mente no dejó de afanarse en su tarea.
Hizo una nueva base para la hoguera, esta vez en campo abierto, donde ningún
árbol traidor pudiera sofocarla. Reunió luego un haz de ramillas e hierbas
secas acumuladas por el deshielo. No podía cogerlas con los dedos, pero sí
podía levantarlas con ambas manos, en montón. De esta forma cogía muchas ramas
podridas y un musgo verde que podría perjudicar al fuego, pero no podía hacerlo
mejor. Trabajó metódicamente; incluso dejó en reserva un montón de ramas más
gruesas para utilizarlas como combustible una vez que el fuego hubiera cobrado
fuerza. Y mientras trabajaba, el perro lo miraba con la ansiedad reflejándose
en los ojos, porque lo consideraba el encargado de proporcionarle fuego, y el
fuego tardaba en llegar.
Cuando todo estuvo listo, el hombre buscó en su bolsillo un
segundo trozo de corteza de abedul. Sabía que estaba allí, y aunque no podía
sentirla con los dedos la oía crujir, mientras revolvía en sus bolsillos. Por
mucho que lo intentó no pudo hacerse con ella. Y, mientras tanto, no se
apartaba de su mente la idea de que cada segundo que pasaba los pies se le
helaban más y más. Comenzó a invadirlo el pánico, pero supo luchar contra él y
conservar la calma. Se puso las manoplas con los dientes y blandió los brazos
en el aire para sacudirlos después con fuerza contra los costados. Lo hizo
primero sentado, luego de pie, mientras el perro lo contemplaba sentado sobre
la nieve con su cola peluda de lobo enroscada en torno a las patas para
calentarlas, y las agudas orejas lupinas proyectadas hacia el frente. Y el
hombre, mientras sacudía y agitaba en el aire los brazos y las manos, sintió una
enorme envidia por aquella criatura, caliente y segura bajo su cobertura
natural.
Al poco tiempo sintió la primera señal lejana de un asomo de
sensación en sus dedos helados. El suave cosquilleo inicial se fue haciendo
cada vez más fuerte hasta convertirse en un dolor agudo, insoportable, pero que
él recibió con indecible satisfacción. Se quitó la manopla de la mano derecha y
se dispuso a buscar la astilla. Los dedos expuestos comenzaban de nuevo a
perder sensibilidad. Luego sacó un manojo de fósforos de sulfuro. Pero el
tremendo frío había entumecido ya totalmente sus dedos. Mientras se esforzaba
por separar una cerilla de las otras, el paquete entero cayó al suelo Trató de
recogerlo, pero no pudo. Los dedos muertos no podían ni tocar ni coger. Ejecutaba
cada acción con una inmensa cautela. Apartó de su mente la idea de que los
pies, la nariz y las mejillas se le helaban a enorme velocidad, y se entregó en
cuerpo y alma a la tarea de recoger del suelo las cerillas. Decidió utilizar la
vista en lugar del tacto, y en el momento en que vio dos de sus dedos
debidamente colocados uno a cada lado del paquete, los cerró, o mejor dicho
quiso cerrarlos, pero la comunicación estaba ya totalmente cortada y los dedos
no obedecieron. Se puso la manopla derecha y se sacudió la mano salvajemente
sobre la rodilla. Luego, utilizando ambas manos, recogió el paquete de fósforos
entre un puñado de nieve y se lo colocó en el regazo. Pero con esto no había
conseguido nada. Tras una larga manipulación logró aprisionar el paquete entre
las dos manos enguantadas, y de esta manera lo levantó hasta su boca. El hielo
que sellaba sus labios crujió cuando con un enorme esfuerzo consiguió
separarlos. Contrajo la mandíbula, elevó el labio superior y trató de separar
una cerilla con los dientes. Al fin lo logró, y la dejó caer sobre las
rodillas. Seguía sin conseguir nada. No podía recogerla. Al fin se le ocurrió
una idea. La levantó entre los dientes y la frotó contra el muslo. Veinte veces
repitió la operación, hasta que logró encender el fósforo. Sosteniéndolo aún
entre los dientes lo acercó a la corteza de abedul, pero el vapor de azufre le
llegó a los pulmones y le causó una tos espasmódica. El fósforo cayó sobre la
nieve y se apagó.
El veterano del Arroyo del Sulfuro tenía razón, pensó el
hombre en el momento de resignada desesperación que siguió al incidente. A
menos de cincuenta grados bajo cero se debe viajar siempre con un compañero.
Dio unas cuantas palmadas, pero no notó en las manos la menor sensación. Se
quitó las manoplas con los dientes y cogió el paquete entero de fósforos con la
base de las manos. Como aún no tenía helados los músculos de los brazos pudo
ejercer presión sobre el paquete. Luego frotó los fósforos contra la pierna. De
pronto estalló la llama. ¡Sesenta fósforos de azufre ardiendo al mismo tiempo!
No soplaba ni la brisa más ligera que pudiera apagarlos. Ladeó la cabeza para
escapar a los vapores y aplicó la llama a la corteza de abedul. Mientras lo
hacía notó una extraña sensación en la mano. La carne se le quemaba. A su
olfato llegó el olor y allá dentro, bajo la superficie, lo sintió. La sensación
se fue intensificando hasta convertirse en un dolor agudo. Y aún así lo soportó
manteniendo torpemente la llama contra la corteza que no se encendía porque sus
manos se interponían, absorbiendo la mayor parte del fuego.
Al fin, cuando no pudo aguantar más, abrió las manos de
golpe. Los fósforos cayeron chisporroteando sobre la nieve, pero la corteza de
abedul estaba encendida. Comenzó a acumular sobre la llama ramas y briznas de
hierba. No podía seleccionar, porque la única forma de transportar el
combustible era utilizando la base de las manos. A las ramas iban adheridos
fragmentos de madera podrida y de un musgo verde que arrancó como pudo con los
dientes. Cuidó la llama con mimo y con torpeza. Esa llama significaba la vida,
y no podía perecer. La sangre se retiró de la superficie de su cuerpo, y el
hombre comenzó a tiritar y a moverse desarticuladamente. Un montoncillo de
musgo verde cayó sobre la llama. Trató de apartarlo, pero el temblor de los
dedos desbarató el núcleo de la hoguera. Las ramillas se disgregaron. Quiso
reunirlas de nuevo, pero a pesar del enorme esfuerzo que hizo por conseguirlo,
el temblor de sus manos se impuso y las ramas se disgregaron sin remedio. Cada
una de ellas elevó en el aire una pequeña columna de humo y se apagó. El
hombre, el encargado de proporcionar el fuego, había fracasado. Mientras miraba
apáticamente en torno suyo, su mirada recayó en el perro, que sentado frente a
él, al otro lado de los restos de la hoguera, se movía con impaciencia,
levantando primero una pata, luego la otra, y pasando de una a otra el peso de
su cuerpo.
Al ver al animal se le ocurrió una idea descabellada.
Recordó haber oído la historia de un hombre que, sorprendido por una tormenta
de nieve, había matado a un novillo, lo había abierto en canal y había logrado
sobrevivir introduciéndose en su cuerpo. Mataría al perro e introduciría sus
manos en el cuerpo caliente, hasta que la insensibilidad desapareciera. Después
encendería otra hoguera. Llamó al perro, pero el tono atemorizado de su voz
asustó al animal, que nunca lo había oído hablar de forma semejante. Algo
extraño ocurría, y su naturaleza desconfiada olfateaba el peligro. No sabía de
qué se trataba, pero en algún lugar de su cerebro el temor se despertó. Agachó
las orejas y redobló sus movimientos inquietos, pero no acudió a la llamada. El
hombre se puso de rodillas y se acercó a él. Su postura inusitada despertó aún
mayores sospechas en el perro, que se hizo a un lado atemorizado.
El hombre se sentó en la nieve unos momentos y luchó por
conservar la calma. Luego se puso las manoplas con los dientes y se levantó.
Tuvo que mirar al suelo primero para asegurarse de que se había levantado,
porque la ausencia de sensibilidad en los pies le había hecho perder contacto
con la tierra. Al verle en posición erecta, el perro dejó de dudar, y cuando el
hombre volvió a hablarle en tono autoritario con el sonido del látigo en la
voz, volvió a su servilismo acostumbrado y lo obedeció. En el momento en que
llegaba a su lado, el hombre perdió el control. Extendió los brazos hacia él y
comprobó con auténtica sorpresa que las manos no se cerraban, que no podía
doblar los dedos ni notaba la menor sensación. Había olvidado que estaban ya
helados y que el proceso se agravaba por momentos. Aun así, todo sucedió con
tal rapidez que antes de que el perro pudiera escapar lo había aferrado entre
los brazos. Se sentó en la nieve y lo mantuvo aferrado contra su cuerpo,
mientras el perro se debatía por desasirse.
Aquello era lo único que podía hacer. Apretarlo contra sí y
esperar. Se dio cuenta de que ni siquiera podía matarlo. Le era completamente
imposible. Con las manos heladas no podía ni empuñar el cuchillo ni asfixiar al
animal. Al fin lo soltó y el perro escapó con el rabo entre las patas, sin
dejar de gruñir. Se detuvo a unos cuarenta pies de distancia, y desde allí
estudió al hombre con curiosidad, con las orejas enhiestas y proyectadas hacia
el frente.
El hombre se buscó las manos con la mirada y las halló
colgando de los extremos de sus brazos. Le pareció extraño tener que utilizar
la vista para encontrarlas. Volvió a blandir los brazos en el aire golpeándose
las manos enguantadas contra los costados. Los agitó durante cinco minutos con
violencia inusitada, y de este modo logró que el corazón lanzara a la
superficie de su cuerpo la sangre suficiente para que dejara de tiritar. Pero
seguía sin sentir las manos. Tenía la impresión de que le colgaban como peso
muerto al final de los brazos, pero cuando quería localizar esa impresión, no
la encontraba.
Comenzó a invadirle el miedo a la muerte, un miedo sordo y
tenebroso. El temor se agudizó cuando cayó en la cuenta de que ya no se trataba
de perder unos cuantos dedos de las manos o los pies, que ahora constituía un
asunto de vida o muerte en el que llevaba todas las de perder. La idea le
produjo pánico; se volvió y echó a correr sobre el cauce helado del arroyo,
siguiendo la vieja ruta ya casi invisible. El perro trotaba a su lado, a la
misma altura que él. Corrió ciegamente sin propósito ni fin, con un miedo que
no había sentido anteriormente en su vida. Mientras corría desesperado entre la
nieve comenzó a ver las cosas de nuevo: las riberas del arroyo, los depósitos
de ramas, los álamos desnudos, el cielo... Correr le hizo sentirse mejor. Ya no
tiritaba. Era posible que si seguía corriendo los pies se le descongelaran y
hasta, quizá, si corría lo suficiente, podría llegar al campamento.
Indudablemente perdería varios dedos de las manos y los pies y parte de la
cara, pero sus compañeros se encargarían de cuidarlo y salvarían el resto.
Mientras acariciaba este pensamiento le asaltó una nueva idea. Pensó de pronto
que nunca llegaría al campamento, que se hallaba demasiado lejos, que el hielo
se había adueñado de él y pronto sería un cuerpo rígido, muerto. Se negó a dar
paso franco a este nuevo pensamiento, y lo confinó a los lugares más recónditos
de su mente, desde donde siguió pugnando por hacerse oír, mientras el hombre se
esforzaba en pensar en otras cosas.
Le extrañó poder correr con aquellos pies tan helados que ni
los sentía cuando los ponía en el suelo y cargaba sobre ellos el peso de su
cuerpo. Le parecía deslizarse sobre la superficie sin tocar siquiera la tierra.
En alguna parte había visto un Mercurio alado, y en aquel momento se preguntó
qué sentiría Mercurio al volar sobre la tierra.
Su teoría acerca de correr hasta llegar al campamento tenía
un solo fallo: su cuerpo carecía de la resistencia necesaria. Varias veces
tropezó y se tambaleó, y al fin, en una ocasión, cayó al suelo. Trató de
incorporarse, pero le fue imposible. Decidió sentarse y descansar; cuando
lograra poder levantarse andaría en vez de correr, y de este modo llegaría a su
destino. Mientras esperaba a recuperar el aliento notó que lo invadía una
sensación de calor y bienestar. Ya no tiritaba, y hasta le pareció sentir en el
pecho una especie de calorcillo agradable. Y, sin embargo, cuando se tocaba la
nariz y las mejillas no experimentaba ninguna sensación. A pesar de haber
corrido del modo en que lo había hecho, no había logrado que se deshelaran,
como tampoco las manos ni los pies. De pronto se le ocurrió que el hielo debía
ir ganando terreno en su cuerpo. Trató de olvidarse de ello, de pensar en otra
cosa. La idea despertaba en él auténtico pánico, y tenía miedo al pánico. Pero
el pensamiento iba cobrando terreno, afirmándose y persistiendo hasta que el hombre
conjuró la visión de un cuerpo totalmente helado. No pudo soportarlo y comenzó
a correr de nuevo.
Y siempre que corría, el perro lo seguía, pegado a sus
talones. Cuando el hombre se cayó por segunda vez, el animal se detuvo, reposó
el rabo sobre las patas delanteras y se sentó a mirarlo con fijeza extraña. El
calor y la seguridad de que disfrutaba enojaron al hombre de tal modo que lo
insultó hasta que el animal agachó las orejas con gesto contemporizador. Esta
vez el temblor invadió al hombre con mayor rapidez. Perdía la batalla contra el
hielo, que atacaba por todos los flancos a la vez. El temor lo hizo correr de
nuevo, pero no pudo sostenerse en pie más de un centenar de pies. Tropezó y
cayó de bruces sobre la nieve. Aquella fue la última vez que sintió el pánico.
Cuando recuperó el aliento y se dominó, comenzó a pensar en recibir la muerte
con dignidad. La idea, sin embargo, no se le presentó de entrada en estos
términos. Pensó primero que había perdido el tiempo al correr como corre la
gallina con la cabeza cortada (aquel fue el símil que primero se le ocurrió).
Si tenía que morir de frío, al menos lo haría con cierta decencia. Y con esa
paz recién estrenada llegaron los primeros síntomas de sopor. ¡Qué buena idea,
pensó, morir durante el sueño! Como si le hubieran dado anestesia. El frío no
era tan terrible como la gente creía. Había peores formas de morir.
Se imaginó el momento en que los compañeros lo encontrarían
al día siguiente. Se vio avanzando junto a ellos en busca de su propio cuerpo.
Surgía con sus compañeros de una revuelta del camino y hallaba su cadáver sobre
la nieve. Ya no era parte de sí mismo... Había escapado de su envoltura carnal
y junto con sus amigos se miraba a sí mismo muerto sobre el hielo. Sí, la
verdad es que hacía frío, pensó. Cuando volviera a su país le contaría a su
familia y a sus conocidos lo que era aquello. Recordó luego al anciano del
Arroyo del Sulfuro. Lo veía claramente con los ojos de la imaginación,
cómodamente sentado al calor del fuego, mientras fumaba su pipa.
-Tenías razón, viejo zorro, tenías razón -susurró quedamente
el hombre al veterano del Arroyo del Sulfuro.
Y después se hundió en lo que le pareció el sueño más
tranquilo y reparador que había disfrutado jamás. Sentado frente a él esperaba
el perro. El breve día llegó a su fin con un crepúsculo lento y prolongado.
Nada indicaba que se preparara una hoguera. Nunca había visto el perro sentarse
un hombre así sobre la nieve sin aplicarse antes a la tarea de encender un
fuego. Conforme el crepúsculo se fue apagando, fue dominándolo el ansia de
calor, y mientras alzaba las patas una tras otra, comenzó a gruñir suavemente
al tiempo que agachaba las orejas en espera del castigo del hombre. Pero el
hombre no se movió. Más tarde el perro gruñó más fuerte, y aún más tarde se
acercó al hombre, hasta que olfateó la muerte. Se irguió de un salto y
retrocedió. Durante unos segundos permaneció inmóvil, aullando bajo las
estrellas que brillaban, brincaban y bailaban en el cielo gélido. Luego se
volvió y avanzó por la ruta a un trote ligero, hacia un campamento que él
conocía, donde estaban los otros proveedores-de-alimento y
proveedores-de-fuego.
FIN
Jack London
01 Aug 2012
Biblioteca Digital Ciudad Seva
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