Algernon Blackwood
John Mudbury regresaba de sus compras con los brazos llenos
de regalos navideños. Eran las siete pasadas y las calles estaban atestadas de
gente. Era un hombre corriente, vivía en un piso corriente de las afueras, con
una mujer corriente y unos hijos corrientes. Él no los consideraba corrientes,
aunque sí los demás. Traía un regalo corriente a cada uno: una agenda barata
para su mujer, una pistola de aire comprimido para el chico y así
sucesivamente. Tenía más de cincuenta años, era calvo, oficinista, honesto de
hábitos y manera de pensar, de opiniones inseguras, ideas políticas inseguras e
ideas religiosas inseguras. Sin embargo, se tenía a sí mismo por un caballero
firme y decidido, sin percatarse de que la prensa matinal determinaba sus
opiniones del día. Y vivía… al día. Físicamente estaba bastante sano, salvo el
corazón, que lo tenía débil (cosa que nunca le preocupó); y pasaba las
vacaciones de verano jugando mal al golf, mientras sus hijos se bañaban y su
mujer leía a Garvice tumbada en la arena. Como la mayoría de los hombres,
soñaba, ociosamente con el pasado, se le escapaba embarulladamente el presente,
e intuía vagamente -tras alguna que otra lectura imaginativa- el futuro.
-Me gustaría sobreexistir -decía- si la otra vida fuera
mejor que ésta -mirando a su mujer y sus hijos, y pensando en el trabajo
diario-. ¡Si no…! -y se encogía de hombros como hace todo hombre valeroso.
Acudía a la iglesia con regularidad. Pero nada en la iglesia
lo convencía de que iba a subsistir en la otra vida, ni le inclinaba a esperar
tal cosa. Por otra parte, nada en la vida lo convencía de que no fuera o no
pudiera ser así. «Soy evolucionista», le encantaba decir a sus pensativos
amigotes (delante de una copa), ignorando que se hubiera puesto en duda jamás
el darwinismo.
Así, pues, volvía a casa contento y feliz, con su montón de
regalos navideños «para la mujer y los chicos», y recreándose con la idea de la
alegría y animación de su familia. La noche anterior había llevado a «su
señora» a ver Magia en un selecto teatro de Londres frecuentado por intelectuales…
y se había entusiasmado lo indecible. Había ido indeciso, aunque esperando algo
fuera de lo corriente. «No es un espectáculo musical -advirtió a su mujer-; ni
tampoco una comedia o una farsa, en realidad», y en respuesta a la pregunta de
ella sobre qué decían las críticas, se encogió, suspiró y enderezó cuatro veces
su chillona corbata en rápida sucesión. Porque no podía esperarse que un
«hombre de la calle» con una pizca de dignidad entendiese lo que decían los
críticos, aunque entendiese la Obra. Y John había contestado con toda
sinceridad: «Bueno, dicen cosas. Pero el teatro está siempre lleno… y eso es lo
que cuenta».
Y ahora, al cruzar Piccadilly Circus entre el gentío para
coger el autobús, quiso el azar que (al ver un anuncio) le absorbiese el
cerebro dicha Obra particular, o más bien el efecto que le causara en su
momento. Porque le había cautivado lo indecible: con las maravillosas
posibilidades que insinuaba, su tremenda osadía, su belleza alerta y
espiritual… El pensamiento de John se lanzó en pos de algo: en pos de esa
sugerencia curiosa de un universo más grande, en pos de la sugerencia cuasi
divertida de que el hombre no es el único… Y aquí chocó con una frase que la
memoria le puso delante de las narices: «La ciencia no agota el Universo», ¡al
tiempo chocaba con otra clase de fuerza destructora…!
No supo exactamente cómo ocurrió. Vio un Monstruo feroz que
lo miraba con ojos de fuego. ¡Era horrible! Se abalanzó sobre él. Lo esquivó… y
otro Monstruo salió de una esquina a su encuentro. Corrieron los dos a un
tiempo hacia él. Se hizo a un lado otra vez, con un salto que podía haber
salvado fácilmente una valla, pero fue demasiado tarde. Le cogieron entre los
dos sin piedad, y el corazón se le subió literalmente a la boca. Le crujieron
los huesos… Tuvo una sensación dulce, un frío intenso y un calor como de fuego.
Oyó un rugir de bocinas y voces. Vio arietes; y un testudo de hierro… Luego
surgió una luz cegadora… «¡Siempre de cara al tráfico!», recordó con un grito
frenético; y merced a una suerte extraordinaria, ganó milagrosamente la acera
opuesta.
No había duda al respecto. Se había librado por los pelos de
una muerte desagradable. Primero, comprobó a tientas los regalos: los tenía
todos. Luego, en vez de alegrarse y tomar aliento, emprendió apresuradamente el
regreso -¡a pie, lo que probaba que se le había descontrolado un poco la
cabeza!-, pensando sólo en lo desilusionados que se habrían quedado su mujer y
sus hijos si… bueno, si hubiese ocurrido algo. Otra cosa de la que se dio
cuenta, extrañamente, fue de que ya no amaba a su mujer en realidad, y que sólo
sentía por ella un gran afecto. Sabe Dios por qué se le ocurrió tal cosa; el
caso es que lo pensó. Era un hombre honesto, sin fingimientos. La idea le vino
como un descubrimiento. Se volvió un instante, vio la multitud arremolinada
alrededor del barullo de taxis, cascos de policías centelleando con las luces de
los escaparates… y avivó el paso otra vez, con la cabeza llena de pensamientos
alegres sobre los regalos que iba a repartir… los niños acudiendo a la carrera…
y su mujer -¡un alma bendita!- contemplando embobada los paquetes misteriosos…
Y, aunque no lograba explicarse cómo, al poco rato estaba
ante la puerta del edificio carcelario donde tenía su piso, lo que significaba
que había hecho a pie las tres millas. Iba tan ocupado y absorto en sus
pensamientos que no se había dado cuenta de la larga caminata. «Además
-reflexionó, pensando cómo se había salvado por los pelos-, ha sido un susto
tremendo. Una mald… experiencia, a decir verdad.» Todavía se notaba algo
aturdido y tembloroso. A la vez, no obstante, se sentía contento y eufórico.
Contó los regalos… saboreó con antelación la alegría que
iban a producir… y abrió rápidamente con la llave. «Llego tarde -comprendió-;
pero cuando ella vea los paquetes de papel marrón, se le olvidará decir nada.
Dios bendiga a esa alma fiel.» Hizo girar suavemente la llave una segunda vez y
entró de puntillas en el piso… Tenía el espíritu henchido del sentimiento
dominante de esta tarde: la felicidad que los regalos navideños iban a
proporcionar a su mujer y sus hijos.
Oyó ruido. Colgó el sombrero y el abrigo en el diminuto
vestíbulo (nunca lo llamaban «recibimiento»), y se dirigió sigilosamente a la
puerta del salón con los paquetes escondidos detrás. Sólo pensaba en ellos, no
en sí mismo… O sea, en su familia, no en los paquetes. Abrió la puerta a medias
y se asomó discretamente. Para estupefacción suya, la habitación estaba llena
de gente. Retrocedió con rapidez, preguntándose qué podía significar. ¿Una
fiesta? ¿Sin saberlo él? ¡Qué raro…! Experimentó un profundo desencanto. Pero
al retroceder, se dio cuenta de que en el vestíbulo había gente también.
Estaba enormemente sorprendido; aunque, por otra parte, no
lo estaba en absoluto. Lo estaban felicitando. Había una verdadera muchedumbre.
Además, los conocía a todos; al menos, sus caras le sonaban más o menos. Y
todos lo conocían a él.
-¿No es gracioso? -rió alguien, dándole una palmadita en la
espalda-. ¡Ellos no tienen ni la menor idea…!
El que hablaba -el viejo John Palmer, el contable de la
oficina, recalcó la palabra «ellos».
-Ni la menor idea -contestó él con una sonrisa, diciendo
algo que no entendía, aunque sabía que era cierto.
Su rostro, al parecer, reflejaba la absoluta perplejidad que
sentía. El impacto del golpe recibido había sido mayor de lo que él había
creído, evidentemente… Su cabeza desvariaba… ¡al parecer! Pero lo raro era que
jamás en la vida se había sentido tan despejado. Había mil cosas que de repente
se le habían vuelto de lo más sencillas. Pero cómo se apretujaba esta gente, y
con cuánta… ¡familiaridad!
-Mis paquetes -dijo, abriéndose paso a empujones,
alegremente, entre la multitud-. Son regalos de Navidad que les he comprado
-señaló con la cabeza hacia la habitación-. He estado ahorrando durante
semanas, sin fumar un cigarro ni acercarme a un billar, y privándome de otras
cosas, para comprarlos.
-¡Buen muchacho! -dijo Palmer con una risotada-. El corazón
es lo que cuenta.
Mudbury lo miró. Palmer había dicho una verdad como un
templo; aunque, probablemente, la gente no lo entendería ni le creería.
-¿Eh? -preguntó, sintiéndose torpe y estúpido, confundido
entre dos significados, uno de los cuales era bonito y el otro indeciblemente
idiota.
-Por favor, señor Mudbury, pase. Lo están esperando -dijo
amable y pomposamente una voz. Y al volverse, se encontró con los ojos
benévolos y estúpidos de sir James Epiphany, el director del banco donde
trabajaba.
El efecto de la voz fue instantáneo debido al prolongado
hábito.
-Desde luego -sonrió de corazón, y avanzó como movido por
una costumbre inveterada. ¡Ah, qué feliz y contento se sentía! Su afecto por su
mujer era real. El amor, desde luego, se había desvanecido; pero la necesitaba…
y ella le necesitaba a él. Y a sus hijos -Milly, Bill y Jean- los quería
profundamente. ¡Valía la pena vivir!
En la habitación había bastante gente… pero reinaba un
asombroso silencio. John Mudbury miró en torno suyo. Dio unos pasos hacia su
mujer, que estaba sentada en la butaca del rincón con Milly sobre sus rodillas.
Algunos hablaban y andaban de un lado para otro. El número de personas
aumentaba por momentos. Se colocó frente a ellas: frente a Milly y su mujer. Y
les dirigió la palabra, tendiéndoles los paquetes. «Es Nochebuena -susurró
tímidamente-; y les he… les he traído algo… a cada una. ¡Miren!» Les puso los
paquetes delante.
-Por supuesto, por supuesto -dijo una voz detrás él-; pero
aunque se pasase usted un siglo entero presentándoselos, daría igual: ¡no los
verán jamás!
-Creo… -susurró Milly, mirando a su alrededor.
-¿Qué es lo que crees? -preguntó vivamente su madre-.
Siempre estás pensando cosas extrañas.
-Creo -prosiguió la niña, ensoñadora- que Papá ya está aquí
-calló; luego añadió con la insoportable convicción de los niños-: estoy
segura. Siento su presencia.
Sonó una carcajada extraordinaria. Era sir James Epiphany el
que reía. Los demás -toda la multitud- volvieron la cabeza y sonrieron también.
Pero la madre, apartando de sí a la criatura, se levantó súbitamente con un
gesto violento. Se le había vuelto blanca la cara. Extendió los brazos… al aire
que tenía ante ella. Aspiró con dificultad, se estremeció. Había angustia en
sus ojos.
-¡Miren! -repitió John-. Les he traído los regalos.
Pero su voz, por lo visto, no produjo el menor sonido. Y con
una punzada de frío dolor, recordó que Palmer y sir James habían muerto hacía
años.
-Es magia -exclamó-. Pero… yo te quiero, Jinny; te quiero…
y… y siempre te he sido fiel; fiel como el acero. Nos necesitarnos el uno al
otro… ¿acaso no te das cuenta? Seguiremos juntos, tú y yo, por los siglos de
los siglos…
-Piense -lo interrumpió una voz exquisitamente tierna-; ¡no
grite! Ellos no pueden oírlo… ahora -y al volverse, John Mudbury se encontró
con los ojos de Everard Minturn, su presidente del año anterior. Minturn se
había ahogado en el hundimiento del Titanic.
Entonces se le cayeron los paquetes. El corazón le dio un
enorme brinco de alegría.
Vio que su cara -la de su mujer- miraba a través de él.
Pero la niña lo miraba directamente a los ojos. Lo veía.
Lo que su conciencia registró a continuación fue el
tintinear de algo… lejos, muy lejos. Sonaba a millas debajo de él… dentro de
él… era él mismo quien sonaba -absolutamente desconcertado- como una
campanilla. Era una campanilla.
Milly se inclinó y recogió los paquetes. Su cara irradiaba
felicidad y alegría…
Pero a continuación entró un hombre, un hombre de cara
solemne y ridícula, con un lápiz y un cuaderno. Llevaba un casco azul marino.
Detrás de él venía una fila de hombres. Traían algo… algo…, Mudbury no podía
ver con claridad qué era. Pero cuando se abrió paso entre la alegre muchedumbre
para mirar, distinguió vagamente dos ojos, una nariz, una barbilla, una mancha
de color rojo oscuro y un par de manos cruzadas sobre un abrigo. Una figura de
mujer cayó entonces sobre ellas, y oyó a sus hijos sollozar extrañamente… luego
otros sonidos… como de voces familiares riendo… riendo de alegría.
-Dentro de poco se reunirán con nosotros. El tiempo es como
un relámpago.
Y, al volverse rebosante de dicha, vio que era sir James
quien había hablado, al tiempo que cogía a Palmer del brazo, como en un gesto
natural, aunque inesperado, de afectuosa y amable amistad.
-Vamos -dijo Palmer sonriendo, como el que acepta un don en
la comunidad universal-, ayudémoslos. No lo comprenderán… Pero siempre podemos
intentarlo.
La multitud entera, riente y gozosa, se elevó. Fue, por fin,
un instante de vida auténtica y cordial. La paz y la alegría y el júbilo
reinaban en todas partes.
Entonces comprendió John Mudbury la verdad: que estaba
muerto.
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