quarta-feira, 2 de abril de 2014

En el bosque



Ryunosuke Akutagawa

Declaración del leñador interrogado por el oficial de investigaciones de la Kebushi

-Yo confirmo, señor oficial, mi declaración. Fui yo el que descubrió el cadáver. Esta mañana, como lo hago siempre, fui al otro lado de la montaña para hachar abetos. El cadáver estaba en un bosque al pie de la montaña. ¿El lugar exacto? A cuatro o cinco cho, me parece, del camino del apeadero de Yamashina. Es un paraje silvestre, donde crecen el bambú y algunas coníferas raquíticas.

El muerto estaba tirado de espaldas. Vestía ropa de cazador de color celeste y llevaba un eboshi de color gris, al estilo de la capital. Sólo se veía una herida en el cuerpo, pero era una herida profunda en la parte superior del pecho. Las hojas secas de bambú caídas en su alrededor estaban como teñidas de suho. No, ya no corría sangre de la herida, cuyos bordes parecían secos y sobre la cual, bien lo recuerdo, estaba tan agarrado un gran tábano que ni siquiera escuchó que yo me acercaba.

¿Si encontré una espada o algo ajeno? No. Absolutamente nada. Solamente encontré, al pie de un abeto vecino, una cuerda, y también un peine. Eso es todo lo que encontré alrededor, pero las hierbas y las hojas muertas de bambú estaban holladas en todos los sentidos; la victima, antes de ser asesinada, debió oponer fuerte resistencia. ¿Si no observé un caballo? No, señor oficial. No es ese un lugar al que pueda llegar un caballo. Una infranqueable espesura separa ese paraje de la carretera.


Declaración del monje budista interrogado por el mismo oficial

-Puedo asegurarle, señor oficial, que yo había visto ayer al que encontraron muerto hoy. Sí, fue hacia el mediodía, según creo; a mitad de camino entre Sekiyama y Yamashina. Él marchaba en dirección a Sekiyama, acompañado por una mujer montada a caballo. La mujer estaba velada, de manera que no pude distinguir su rostro. Me fijé solamente en su kimono, que era de color violeta. En cuanto al caballo, me parece que era un alazán con las crines cortadas. ¿Las medidas? Tal vez cuatro shaku cuatro sun1, me parece; soy un religioso y no entiendo mucho de ese asunto. ¿El hombre? Iba bien armado. Portaba sable, arco y flechas. Sí, recuerdo más que nada esa aljaba laqueada de negro donde llevaba una veintena de flechas, la recuerdo muy bien.

¿Cómo podía adivinar yo el destino que le esperaba? En verdad la vida humana es como el rocío o como un relámpago... Lo lamento... no encuentro palabras para expresarlo...


Declaración del soplón interrogado por el mismo oficial

-¿El hombre al que agarré? Es el famoso bandolero llamado Tajomaru, sin duda. Pero cuando lo apresé estaba caído sobre el puente de Awataguchi, gimiendo. Parecía haber caído del caballo. ¿La hora? Hacia la primera del Kong, ayer al caer la noche. La otra vez, cuando se me escapó por poco, llevaba puesto el mismo kimono azul y el mismo sable largo. Esta vez, señor oficial, como usted pudo comprobar, llevaba también arco y flechas. ¿Que la víctima tenía las mismas armas? Entonces no hay dudas. Tajomaru es el asesino. Porque el arco enfundado en cuero, la aljaba laqueada en negro, diecisiete flechas con plumas de halcón, todo lo tenía con él. También el caballo era, como usted dijo, un alazán con las crines cortadas. Ser atrapado gracias a este animal era su destino. Con sus largas riendas arrastrándose, el caballo estaba mordisqueando hierbas cerca del puente de piedra, en el borde de la carretera.

De todos los ladrones que rondan por los caminos de la capital, este Tajomaru es conocido como el más mujeriego. En el otoño del año pasado fueron halladas muertas en la capilla de Pindola del templo Toribe, una dama que venía en peregrinación y la joven sirvienta que la acompañaba. Los rumores atribuyeron ese crimen a Tajomaru. Si es él quien mató a este hombre, es fácil suponer qué hizo de la mujer que venía a caballo. No quiero entrometerme donde no me corresponde, señor oficial, pero este aspecto merece ser aclarado.


Declaración de una anciana interrogada por el mismo oficial

-Sí, es el cadáver de mi yerno. Él no era de la capital; era funcionario del gobierno de la provincia de Wakasa. Se llamaba Takehito Kanazawa. Tenía veintiséis años. No. Era un hombre de buen carácter, no podía tener enemigos.

¿Mi hija? Se llama Masago. Tiene diecinueve años. Es una muchacha valiente, tan intrépida como un hombre. No conoció a otro hombre que a Takehiro. Tiene cutis moreno y un lunar cerca del ángulo externo del ojo izquierdo. Su rostro es pequeño y ovalado.

Takehiro había partido ayer con mi hija hacia Wakasa. ¡Quién iba a imaginar que lo esperaba este destino! ¿Dónde está mi hija? Debo resignarme a aceptar la suerte corrida por su marido, pero no puedo evitar sentirme inquieta por la de ella. Se lo suplica una pobre anciana, señor oficial: investigue, se lo ruego, qué fue de mi hija, aunque tenga que arrancar hierba por hierba para encontrarla. Y ese bandolero... ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí, Tajomaru! ¡Lo odio! No solamente mató a mi yerno, sino que... (Los sollozos ahogaron sus palabras.)


Confesión de Tajomaru

Sí, yo maté a ese hombre. Pero no a la mujer. ¿Que dónde está ella entonces? Yo no sé nada. ¿Qué quieren de mí? ¡Escuchen! Ustedes no podrían arrancarme por medio de torturas, por muy atroces que fueran, lo que ignoro. Y como nada tengo que perder, nada oculto.

Ayer, pasado el mediodía, encontré a la pareja. El velo agitado por un golpe de viento descubrió el rostro de la mujer. Sí, sólo por un instante... Un segundo después ya no lo veía. La brevedad de esta visión fue causa, tal vez, de que esa cara me pareciese tan hermosa como la de Bosatsu. Repentinamente decidí apoderarme de la mujer, aunque tuviese que matar a su acompañante.

¿Qué? Matar a un hombre no es cosa tan importante como ustedes creen. El rapto de una mujer implica necesariamente la muerte de su compañero. Yo solamente mato mediante el sable que llevo en mi cintura, mientras ustedes matan por medio del poder, del dinero y hasta de una palabra aparentemente benévola. Cuando matan ustedes, la sangre no corre, la víctima continúa viviendo. ¡Pero no la han matado menos! Desde el punto de vista de la gravedad de la falta me pregunto quién es más criminal. (Sonrisa irónica.)

Pero mucho mejor es tener a la mujer sin matar a hombre. Mi humor del momento me indujo a tratar de hacerme de la mujer sin atentar, en lo posible, contra la vida del hombre. Sin embargo, como no podía hacerlo en el concurrido camino a Yamashina, me arreglé para llevar a la pareja a la montaña.

Resultó muy fácil. Haciéndome pasar por otro viajero, les conté que allá, en la montaña, había una vieja tumba, y que en ella yo había descubierto gran cantidad de espejos y de sables. Para ocultarlos de la mirada de los envidiosos los había enterrado en un bosque al pie de la montaña. Yo buscaba a un comprador para ese tesoro, que ofrecía a precio vil. El hombre se interesó visiblemente por la historia... Luego... ¡Es terrible la avaricia! Antes de media hora, la pareja había tomado conmigo el camino de la montaña.

Cuando llegamos ante el bosque, dije a la pareja que los tesoros estaban enterrados allá, y les pedí que me siguieran para verlos. Enceguecido por la codicia, el hombre no encontró motivos para dudar, mientras la mujer prefirió esperar montada en el caballo. Comprendí muy bien su reacción ante la cerrada espesura; era precisamente la actitud que yo esperaba. De modo que, dejando sola a la mujer, penetré en el bosque seguido por el hombre.

Al comienzo, sólo había bambúes. Después de marchar durante un rato, llegamos a un pequeño claro junto al cual se alzaban unos abetos... Era el lugar ideal para poner en práctica mi plan. Abriéndome paso entre la maleza, lo engañé diciéndole con aire sincero que los tesoros estaban bajo esos abetos. El hombre se dirigió sin vacilar un instante hacia esos árboles enclenques. Los bambúes iban raleando, y llegamos al pequeño claro. Y apenas llegamos, me lancé sobre él y lo derribé. Era un hombre armado y parecía robusto, pero no esperaba ser atacado. En un abrir y cerrar de ojos estuvo atado al pie de un abeto. ¿La cuerda? Soy ladrón, siempre llevo una atada a mi cintura, para saltar un cerco, o cosas por el estilo. Para impedirle gritar, tuve que llenarle la boca de hojas secas de bambú.

Cuando lo tuve bien atado, regresé en busca de la mujer, y le dije que viniera conmigo, con el pretexto de que su marido había sufrido un ataque de alguna enfermedad. De más está decir que me creyó. Se desembarazó de su ichimegasa y se internó en el bosque tomada de mi mano. Pero cuando advirtió al hombre atado al pie del abeto, extrajo un puñal que había escondido, no sé cuándo, entre su ropa. Nunca vi una mujer tan intrépida. La menor distracción me habría costado la vida; me hubiera clavado el puñal en el vientre. Aun reaccionando con presteza fue difícil para mí eludir tan furioso ataque. Pero por algo soy el famoso Tajomaru: conseguí desarmarla, sin tener que usar mi arma. Y desarmada, por inflexible que se haya mostrado, nada podía hacer. Obtuve lo que quería sin cometer un asesinato.

Sí, sin cometer un asesinato, yo no tenía motivo alguno para matar a ese hombre. Ya estaba por abandonar el bosque, dejando a la mujer bañada en lágrimas, cuando ella se arrojó a mis brazos como una loca. Y la escuché decir, entrecortadamente, que ella deseaba mi muerte o la de su marido, que no podía soportar la vergüenza ante dos hombres vivos, que eso era peor que la muerte. Esto no era todo. Ella se uniría al que sobreviviera, agregó jadeando. En aquel momento, sentí el violento deseo de matar a ese hombre. (Una oscura emoción produjo en Tajomaru un escalofrío.)

Al escuchar lo que les cuento pueden creer que soy un hombre más cruel que ustedes. Pero ustedes no vieron la cara de esa mujer; no vieron, especialmente, el fuego que brillaba en sus ojos cuando me lo suplicó. Cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí el deseo de que fuera mi mujer, aunque el cielo me fulminara. Y no fue, lo juro, a causa de la lascivia vil y licenciosa que ustedes pueden imaginar. Si en aquel momento decisivo yo me hubiera guiado sólo por el instinto, me habría alejado después de deshacerme de ella con un puntapié. Y no habría manchado mi espada con la sangre de ese hombre. Pero entonces, cuando miré a la mujer en la penumbra del bosque, decidí no abandonar el lugar sin haber matado a su marido.

Pero aunque había tomado esa decisión, yo no lo iba a matar indefenso. Desaté la cuerda y lo desafié. (Ustedes habrán encontrado esa cuerda al pie del abeto, yo olvidé llevármela.) Hecho una furia, el hombre desenvainó su espada y, sin decir palabra alguna, se precipitó sobre mí. No hay nada que contar, ya conocen el resultado. En el vigésimo tercer asalto mi espada le perforó el pecho. ¡En el vigésimo tercer asalto! Sentí admiración por él, nadie me había resistido más de veinte... (Sereno suspiro.)

Mientras el hombre se desangraba, me volví hacia la mujer, empuñando todavía el arma ensangrentada. ¡Había desaparecido! ¿Para qué lado había tomado? La busqué entre los abetos. El suelo cubierto de hojas secas de bambú no ofrecía rastros. Mi oído no percibió otro sonido que el de los estertores del hombre que agonizaba.

Tal vez al comenzar el combate la mujer había huido a través del bosque en busca de socorro. Ahora ustedes deben tener en cuenta que lo que estaba en juego era mi vida: apoderándome de las armas del muerto retomé el camino hacia la carretera. ¿Qué sucedió después? No vale la pena contarlo. Diré apenas que antes de entrar en la capital vendí la espada. Tarde o temprano sería colgado, siempre lo supe. Condénenme a morir. (Gesto de arrogancia.)


Confesión de una mujer que fue al templo de Kiyomizu

-Después de violarme, el hombre del kimono azul miró burlonamente a mi esposo, que estaba atado. ¡Oh, cuánto odio debió sentir mi esposo! Pero sus contorsiones no hacían más que clavar en su carne la cuerda que lo sujetaba. Instintivamente corrí, mejor dicho, quise correr hacia él. Pero el bandido no me dio tiempo, y arrojándome un puntapié me hizo caer. En ese instante, vi un extraño resplandor en los ojos de mi marido... un resplandor verdaderamente extraño... Cada vez que pienso en esa mirada, me estremezco. Imposibilitado de hablar, mi esposo expresaba por medio de sus ojos lo que sentía. Y eso que destellaba en sus ojos no era cólera ni tristeza. No era otra cosa que un frío desprecio hacia mí. Más anonadada por ese sentimiento que por el golpe del bandido, grité alguna cosa y caí desvanecida.

No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que recuperé la conciencia El bandido había desaparecido y mi marido seguía atado al pie del abeto. Incorporándome penosamente sobre las hojas secas, miré a mi esposo: su expresión era la misma de antes: una mezcla de desprecio y de odio glacial. ¿Vergüenza? ¿Tristeza? ¿Furia? ¿Cómo calificar a lo que sentía en ese momento? Terminé de incorporarme, vacilante; me aproximé a mi marido y le dije:

-Takehiro, después de lo que he sufrido y en esta situación horrible en que me encuentro, ya no podré seguir contigo. ¡No me queda otra cosa que matarme aquí mismo! ¡Pero también exijo tu muerte! Has sido testigo de mi vergüenza! ¡No puedo permitir que me sobrevivas!

Se lo dije gritando. Pero él, inmóvil, seguía mirándome como antes, despectivamente. Conteniendo los latidos de mi corazón, busqué la espada de mi esposo. El bandido debió llevársela, porque no pude encontrarla entre la maleza. El arco y las flechas tampoco estaban. Por casualidad, encontré cerca mi puñal. Lo tomé, y levantándolo sobre Takehiro, repetí:

-Te pido tu vida. Yo te seguiré.

Entonces, por fin movió los labios. Las hojas secas de bambú que le llenaban la boca le impedían hacerse escuchar. Pero un movimiento de sus labios casi imperceptible me dio a entender lo que deseaba. Sin dejar de despreciarme, me estaba diciendo: «Mátame».

Semiconsciente, hundí el puñal en su pecho, a través de su kimono.

Y volví a caer desvanecida. Cuando desperté, miré a mi alrededor. Mi marido, siempre atado, estaba muerto desde hacía tiempo. Sobre su rostro lívido, los rayos del sol poniente, atravesando los bambúes que se entremezclaban con las ramas de los abetos, acariciaban su cadáver. Después... ¿qué me pasó? No tengo fuerzas para contarlo. No logré matarme. Apliqué el cuchillo contra mi garganta, me arrojé a una laguna en el valle... ¡Todo lo probé! Pero, puesto que sigo con vida, no tengo ningún motivo para jactarme. (Triste sonrisa.) Tal vez hasta la infinitamente misericorde Bosatsu abandonaría a una mujer como yo. Pero yo, una mujer que mató a su esposo, que fue violada por un bandido... qué podía hacer. Aunque yo... yo... (Estalla en sollozos.)


Lo que narró el espíritu por labios de una bruja

-El salteador, una vez logrado su fin, se sentó junto a mi mujer y trató de consolarla por todos los medios. Naturalmente, a mí me resultaba imposible decir nada; estaba atado al pie del abeto. Pero la miraba a ella significativamente, tratando de decirle: «No lo escuches, todo lo que dice es mentira». Eso es lo que yo quería hacerle comprender. Pero ella, sentada lánguidamente sobre las hojas muertas de bambú, miraba con fijeza sus rodillas. Daba la impresión de que prestaba oídos a lo que decía el bandido. Al menos, eso es lo que me parecía a mí. El bandido, por su parte, escogía las palabras con habilidad. Me sentí torturado y enceguecido por los celos. Él le decía: «Ahora que tu cuerpo fue mancillado tu marido no querrá saber nada de ti. ¿No quieres abandonarlo y ser mi esposa? Fue a causa del amor que me inspiraste que yo actué de esta manera». Y repetía una y otra vez semejantes argumentos. Ante tal discurso, mi mujer alzó la cabeza como extasiada. Yo mismo no la había visto nunca con expresión tan bella. ¡Y qué piensan ustedes que mi tan bella mujer respondió al ladrón delante de su marido maniatado! Le dijo: «Llévame donde quieras». (Aquí, un largo silencio.)

Pero la traición de mi mujer fue aún mayor. ¡Si no fuera por esto, yo no sufriría tanto en la negrura de esta noche! Cuando, tomada de la mano del bandolero, estaba a punto de abandonar el lugar, se dirigió hacia mí con el rostro pálido, y señalándome con el dedo a mí, que estaba atado al pie del árbol, dijo: «¡Mata a ese hombre! ¡Si queda vivo no podré vivir contigo!». Y gritó una y otra vez como una loca: «¡Mátalo! ¡Acaba con él!». Estas palabras, sonando a coro, me siguen persiguiendo en la eternidad. ¡Acaso pudo salir alguna vez de labios humanos una expresión de deseos tan horrible! ¡Escuchó o ha oído alguno palabras tan malignas! Palabras que... (Se interrumpe, riendo extrañamente.)

Al escucharlas hasta el bandido empalideció. «¡Acaba con este hombre!». Repitiendo esto, mi mujer se aferraba a su brazo. El bandido, mirándola fijamente, no le contestó. Y de inmediato la arrojó de una patada sobre las hojas secas. (Estalla otra vez en carcajadas.) Y mientras se cruzaba lentamente de brazos, el bandido me preguntó: «¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que la mate o que la perdone? No tienes que hacer otra cosa que mover la cabeza. ¿Quieres que la mate?...»

Solamente por esa actitud, yo habría perdonado a ese hombre. (Silencio.)

Mientras yo vacilaba, mi esposa gritó y se escapó, internándose en el bosque. El hombre, sin perder un segundo, se lanzó tras ella, sin poder alcanzarla. Yo contemplaba inmóvil esa pesadilla. Cuando mi mujer se escapó, el bandido se apoderó de mis armas, y cortó la cuerda que me sujetaba en un solo punto. Y mientras desaparecía en el bosque, pude escuchar que murmuraba:

«Esta vez me toca a mí». Tras su desaparición, todo volvió a la calma. Pero no. «¿Alguien llora?», me pregunté. Mientras me liberaba, presté atención: eran mis propios sollozos los que había oído. (La voz calla, por tercera vez, haciendo una larga pausa.)

Por fin, bajo el abeto, liberé completamente mi cuerpo dolorido. Delante mío relucía el puñal que mi esposa había dejado caer. Asiéndolo, lo clavé de un golpe en mi pecho. Sentí un borbotón acre y tibio subir por mi garganta, pero nada me dolió. A medida que mi pecho se entumecía, el silencio se profundizaba. ¡Ah, ese silencio! Ni siquiera cantaba un pájaro en el cielo de aquel bosque. Sólo caía, a través de los bambúes y los abetos, un último rayo de sol que desaparecía... Luego ya no vi bambúes ni abetos. Tendido en tierra, fui envuelto por un denso silencio. En aquel momento, unos pasos furtivos se me acercaron. Traté de volver la cabeza, pero ya me envolvía una difusa oscuridad. Una mano invisible retiraba dulcemente el puñal de mi pecho. La sangre volvió a llenarme la boca. Ese fue el fin. Me hundí en la noche eterna para no regresar...

FIN




1. El shaku es una antigua medida de longitud que equivalía, aproximadamente, a unos treinta centímetros. El sun era la décima parte de un shaku.

Exageró la nota



Anton Chejov

La finca a la cual se dirigía para efectuar el deslinde distaba unos treinta o cuarenta kilómetros, que el agrimensor Gleb Smirnov Gravrilovich tenía que recorrer a caballo. Se había apeado en la estación de Grilushki.
(Si el cochero está sobrio y los caballos son de buena pasta, pueden calcularse unos treinta kilómetros; pero si el cochero se ha tomado cuatro copas y los caballos están fatigados, hay que calcular unos cincuenta.)

-Oiga, señor gendarme, ¿podría decirme dónde puedo encontrar caballos de posta? -le preguntó el agrimensor al gendarme de servicio en la estación.

-¿Cómo dice? ¿Caballos de posta? Aquí no hay un perro decente en cien kilómetros a la redonda. ¿Cómo quiere que haya caballos? ¿Tiene usted que ir muy lejos?

-A la finca del general Jojotov, en Devkino.

-Intente en el patio, al otro lado de la estación -dijo el gendarme, bostezando-. A veces hay campesinos que admiten pasajeros.

El agrimensor dio un suspiro y, malhumorado, pasó al otro lado de la estación. Tras muchas discusiones y regateos, se puso de acuerdo con un campesino alto y recio, de rostro sombrío, picado de viruelas, embutido en un chaquetón roto y calzado con unas botas de abedul.

-Vaya un carro -gruñó el agrimensor al subir al destartalado vehículo-. No se sabe dónde está la parte delantera ni la parte trasera...

-Nada más fácil -replicó el campesino-. Donde el caballo tiene la cola es la parte de adelante y donde está sentado su señoría es la parte de atrás.

El caballo era joven, aunque muy flaco, abierto de patas y de orejas caídas. Cuando el campesino, alzándose sobre su asiento, lo azotó con el látigo, el caballo se limitó a sacudir la cabeza; al segundo azote, acompañado de una blasfemia, el carro rechinó y empezó a temblar como si tuviera fiebre. Después del tercer azote, el carro se tambaleó; después del cuarto, se puso en marcha.

-¿Crees que llegaremos a este paso? -preguntó el agrimensor, dolorido por las fuertes sacudidas y maravillado de la habilidad que muestran los carreteros rusos para combinar la marcha a paso de tortuga con sacudidas capaces de arrancarle a uno el alma del cuerpo.

-¡Desde luego! -respondió el carretero, en tono tranquilizador-. El caballo es joven y animoso... Cuando se pone en marcha, no hay modo de detenerlo. ¡Arre-e-e, maldi-i-i-to!

Cuando el carro salió del patio de la estación empezaba a oscurecer. A la derecha del agrimensor se extendía una llanura interminable, oscura y helada. Probablemente conducía al lugar donde Cristo dio las tres voces... En el horizonte, donde la llanura se confundía con el cielo, se extinguía perezosamente el frío crepúsculo de aquella tarde otoñal. A la izquierda del camino, en la oscuridad, se divisaban unos montones que lo mismo podían ser pilas de heno del año anterior que casas rurales. El agrimensor no veía lo que había delante, pues en aquella dirección su campo visual quedaba tapado por la ancha espalda del carretero. La calma era absoluta. El frío, intensísimo. Helaba.

"¡Qué parajes más solitarios! -pensaba el agrimensor, mientras trataba de taparse las orejas con el cuello del abrigo-. Ni un solo árbol, ni una sola casa... Si por desgracia te asaltan, nadie se entera de ello, aunque dispares un cañonazo. Y el cochero no tiene un aspecto muy tranquilizador que digamos... ¡Vaya espaldas! Un tipo así te pega un trompazo y sacas el hígado por la boca. Y su cara es de lo más sospechosa..."

-Oye, amigo -le preguntó al cochero-. ¿Cómo te llamas?

-¿A mí me hablas? Me llamo Klim.

-Dime, Klim, ¿qué tal andan las cosas por aquí? ¿No hay peligro? ¿No hay quienes hagan bromas pesadas?

-No, gracias a Dios. ¿Quién va a gastar bromas en un lugar como éste?

-Me alegro de que no tengan esas aficiones. Pero, por si acaso, voy armado con tres revólveres -mintió el agrimensor-. Y, con un revólver en la mano, el que quiera buscarme las pulgas está arreglado: puedo enfrentarme con diez bandidos, ¿sabes?

La oscuridad era cada vez más intensa. De pronto el carro emitió un quejido, rechinó, tembló y dobló hacia la izquierda, como si lo hiciera de mala gana.

"¿A dónde me lleva este sinvergüenza? -pensó el agrimensor-. Íbamos en línea recta y ahora, de repente, tuerce hacia la izquierda. Sabe Dios... quizás a alguna cueva de bandoleros... y... no sería el primer caso..."

-Escucha -le dijo al campesino-. ¿De veras no son peligrosos estos parajes? ¡Qué lástima! Con lo que a mí me gusta verme las caras con los bandidos... Aquí donde me ves, con mi aspecto flaco y enfermizo, tengo la fuerza de un toro... En cierta ocasión me atacaron unos bandidos. Pues bien, lo sacudí a uno de tal modo, que ahí quedó, ¿entiendes? Y los otros, gracias a mí, fueron enviados a Siberia condenados a trabajos forzados. Ni yo mismo sé de dónde saco tanta fuerza... Tomo con una mano a un hombrón como tú... y lo volteo.

Klim miró de reojo al agrimensor, parpadeó y arreó al caballo.

-Sí, amigo -continuó el agrimensor-. Pobre del que se meta conmigo. Le arranco los brazos, las piernas y, de postre, el bandido tiene que vérselas luego con los tribunales. Todos los jefes de policía y todos los jueces me conocen. Soy un funcionario del Estado, un personaje... La Superioridad sabe que hago este viaje... y está pendiente de que nadie se meta conmigo. A lo largo del camino, detrás de los arbustos, hay soldados apostados y gendarmes apostados. ¡Para! ¡Para! -bramó súbitamente-. ¿Dónde te has metido? ¿Adónde me llevas?

-¿No tiene usted ojos? ¡Al bosque!

"Es cierto, al bosque -pensó el agrimensor-. ¡Me había asustado! Pero no me conviene que este hombre se dé cuenta de mi preocupación... Ya ha notado que tengo miedo. ¿Por qué se vuelve a mirarme tantas veces? Seguro que está tramando algo... Antes avanzaba a paso de tortuga y ahora vuela."

-Oye, Klim, ¿por qué arreas de ese modo al caballo?

-No le he dicho nada. Se ha puesto a galopar por iniciativa suya. Cuando echa a correr, no hay modo de detenerlo... Con esas patas que tiene...

-¡Mientes, amigo! ¡Mientes! Y te aconsejo que no corras tanto. Frena un poco al caballo. ¿Me oyes? ¡Frénalo!

-¿Por qué?

-Porque... porque detrás de mí debían salir otros cuatro camaradas de la estación. Tienen que alcanzarnos... Prometieron alcanzarme en este bosque... El viaje será más entretenido con ellos... Son gente sana, fuerte... los cuatro llevan pistola... ¿Por qué te vuelves tantas veces y te agitas como si tuvieras agujas en el asiento? ¿Eh? ¡Cuidado, amigo! ¿Tengo monos en la cara? Lo único que tengo interesante son mis revólveres... Espera, voy a sacarlos y te los enseñaré... Espera...

El agrimensor fingió rebuscar en sus bolsillos; pero en aquel instante sucedió lo que nunca se hubiera imaginado, a pesar de toda su cobardía; de repente, Klim se lanzó fuera del carro y se dirigió a cuatro patas hacia la espesura del bosque lindante.

-¡Socorro! -empezó a gritar-. ¡Socorro! ¡Llévate el caballo y la carreta, maldito, pero no me condenes el alma! ¡Socorro!

Se oyeron pasos veloces que se alejaban, crujidos de ramas al quebrarse, y luego reinó el silencio. Lo primero que hizo el agrimensor, que jamás se esperaba aquella salida, fue detener el caballo. Luego se acomodó lo mejor que pudo en el carro y empezó a pensar.

"El muy imbécil ha huido, se ha asustado... Bueno, ¿y qué hago yo ahora? No puedo seguir adelante, porque no conozco el camino, y, además, podrían creer que he robado el caballo... ¿Qué hago?"

-¡Klim! ¡Klim!

-¡Klim! -le respondió el eco.

La simple idea de tener que pasar la noche en aquel oscuro bosque, al aire libre, sin más compañía que los aullidos de los lobos, el eco y los relinchos del caballo le ponían la carne de gallina.

-¡Klimito! -empezó a gritar-. ¡Querido! ¿Dónde estás, Klim?

El agrimensor se pasó unas dos horas gritando, y ya se había quedado ronco, se había hecho ya a la idea de pasar la noche en el bosque, cuando una débil ráfaga de viento llevó hasta sus oídos un lamento.

-¡Klim! ¿Eres tú, querido? ¡Acércate!

-¿No... no me matarás?

-Sólo he querido gastarte una broma, querido. ¡Te lo juro! ¡No llevo ningún revólver, créeme! ¡Te he mentido por miedo! ¡Vámonos, por favor! ¡Me estoy helando!

Klim comprendió que si el agrimensor hubiera sido un bandido, como había temido, se habría marchado con el caballo y el carro sin esperar a más. Salió de su escondrijo y se dirigió hacia el vehículo con paso vacilante.

-¡Vamos! -exclamó el agrimensor-. ¡Sube! Te he gastado una broma inocente y te has asustado como un niño.

-¡Dios te perdone! -gruñó Klim, subiendo a la carreta-. Si llego a imaginármelo, no te hubiera llevado ni por cien rublos de plata. Por poco me muero de miedo...

Klim azotó el caballo. El carro tembló. Klim azotó al animal por segunda vez y el vehículo se tambaleó. Después del cuarto azote, cuando el carro se puso en marcha, el agrimensor se tapó las orejas con el cuello del abrigo y se quedó pensativo. Ni el camino ni Klim le parecían ya peligrosos.


FIN

Nikita


Andréi Platónov

Por la mañana temprano su madre se marchaba a las labores del campo. Vivían sin padre; hacía mucho que éste se había marchado a un trabajo más importante, a la guerra, y seguía sin volver. Día tras día su esposa esperaba en vano su regreso. Al frente de la casa había quedado Nikita, un niño de cinco años. Antes de irse a trabajar, su madre lo aleccionaba para que Nikita no fuera a incendiar la casa. Le pedía que recogiera los huevos que las gallinas ponían en los rincones y en el seto, que no dejara entrar al gallo vecino y que no maltratara al propio, y que almorzara el pan con la leche que había dejado en la mesa. Por la tarde mamá volvería y le prepararía comida caliente.
-No pierdas el tiempo, Nikita, no olvides que no tienes padre -le decía su madre-. Eres un niño inteligente, y todo esto es nuestro: lo que está dentro de la isba y lo que está en el patio.
-Soy listo, todo es nuestro y papá no está -repetía Nikita-. Pero vuelve pronto, mamá, que tengo miedo.
-¿De qué tienes miedo? El sol brilla en el cielo, la gente está en los campos; no temas, espérame tranquilo...
-Sí, pero el sol está muy lejos -replicaba Nikita -, y a veces las nubes lo tapan.
Al quedarse solo, Nikita recorrió la silenciosa isba: la sala de estar, la cocina con el horno ruso y después entró al zaguán. En él zumbaban unas moscas grandes y gruesas; en un rincón, una araña dormitaba en el centro de su tela; un gorrión atravesó volando el umbral para buscar algún granito en el suelo de la isba. Nikita los conocía a todos: a los gorriones, a las arañas y a las moscas, y también a las gallinas del patio; ya estaba harto de todos y le aburrían. Quería conocer algo nuevo. Nikita salió al patio, entró al cobertizo y encontró un barril vacío en la oscuridad. En ese barril seguramente vivía alguien, algún hombrecillo que dormía de día y que abandonaba su escondite por las noches para comer, beber agua y pensar en sus cosas. Por la mañana regresaba al barril, a seguir durmiendo.
«Te conozco, sé que vives ahí -dijo Nikita poniéndose de puntillas para que su voz pudiera entrar por la parte superior del barril vacío. Luego lo golpeó con el puño-. ¡Levántate, deja de dormir, haragán! ¿Qué comerás en invierno? ¡Ve a cosechar el mijo para que te apunten tu jornada de trabajo!»
Nikita prestó oído: silencio en el barril. «¿Se habrá muerto o qué?», pensó Nikita. Pero sintió crujir las duelas del barril y no quiso pecar de demasiado curioso. Por lo visto, el inquilino del barril se había acomodado de costado o bien se disponía a levantarse y a correr tras Nikita.
Pero ¿cómo sería esa persona que vive en el barril? Nikita se lo imaginó al momento. Era un hombre pequeño y vivaracho, le crecía una barba hasta el suelo y al deambular por las noches barría con ella toda la basura y la paja... ¡Por eso había como pequeños senderos en el polvo del cobertizo!
No hacía mucho su mamá había perdido las tijeras. Había sido él; seguro que había cogido las tijeras para recortarse la barba.
«¡Devuelve las tijeras! -pidió Nikita en voz baja-. Papá volverá de la guerra y te las quitará de todos modos, porque no te tiene miedo. ¡Devuélvelas!»
El barril seguía en silencio. En el bosque, a lo lejos, alguien vociferó y dentro del barril el pequeño inquilino le hizo eco con una voz terrible y oscura.
Nikita salió del cobertizo a la carrera. En el patio, el buen sol brillaba en el cielo, las nubes no lo tapaban con su velo y Nikita lo miró asustado en busca de protección.
«¡Hay un hombre viviendo en el barril!», gritó Nikita mirando al cielo.
El noble sol seguía brillando en el cielo y le devolvía la mirada con su cálido rostro. Nikita descubrió cierto parecido entre el sol y su difunto abuelo, que siempre había sido cariñoso con él y que cuando estaba aún vivo le sonreía con mirada atenta. Nikita pensó que su abuelo vivía ahora en el sol.
«¿Abuelo, vives allí ahora? -preguntó Nikita-. Sigue viviendo allí, que yo seguiré aquí, con mamá.»
Más allá de la huerta, entre los lampazos y las ortigas, había un pozo. Hacía tiempo que no sacaban agua de él, porque en el koljoz habían abierto uno nuevo que tenía agua muy buena.
En lo más profundo de aquel pozo abandonado, bajo la tierra, envuelto en tinieblas, podía verse el agua clara, un cielo despejado y también las nubes que pasaban por debajo del sol. Nikita se inclinó sobre el brocal de troncos y preguntó: «¿Qué hacen ahí?».
El niño pensaba que allá abajo, en el fondo, vivían hombrecillos acuáticos. Sabía cómo eran, los había visto en sueños, y cuando despertaba intentaba atraparlos, pero se le escapaban corriendo por la hierba hacia el pozo, huyendo a su hogar. Eran de la medida de un gorrión, pero gordos, sin pelo, mojados y malos; al parecer querían beberle los ojos a Nikita mientras dormía.
«¡Ya verán! -dijo Nikita dirigiéndose al interior del pozo-. ¿Qué hacen viviendo ahí?»
De pronto el agua del pozo se enturbió y alguien chapoteó dentro mostrando su bocaza. Nikita se quedó boquiabierto, dispuesto a gritar, pero no brotó sonido de sus labios porque había enmudecido de espanto; apenas sintió que su corazón se agitaba.
«¡También hay un gigante viviendo ahí, con sus hijos!», resolvió Nikita.
«¡Abuelo! -llamó en voz alta mirando hacia el cielo-. ¿Estás ahí, abuelo?» Y Nikita echó a correr de vuelta a casa.
Junto al cobertizo se serenó. Vio la entrada de dos guaridas que se internaban en la tierra debajo de la pared de troncos del cobertizo. También allí vivían inquilinos misteriosos. Pero ¿quiénes serían? ¡Serpientes, quizá! Saldrán de noche, vendrán arrastrándose hasta la isba y morderán a mamá cuando esté durmiendo, y mamá morirá.
Nikita fue corriendo a la casa, cogió de la mesa dos pedazos de pan y volvió con ellos al patio. Puso pan en la entrada de cada guarida y dijo a las serpientes: «Serpientes, cómanse el pan, pero no vengan de noche a nuestra casa».
Nikita miró a su alrededor. En la huerta se alzaba un viejo tocón. Al mirarlo, Nikita vio que era la cabeza de una persona. Tenía ojos, nariz y boca, y sonreía en silencio a Nikita.
«¿También vives aquí? -preguntó el niño-. Sal y ven con nosotros a la aldea, podrás arar la tierra.»
El tocón soltó un graznido como respuesta y en su rostro apareció una expresión de enojo.
«¡No salgas, no hace falta, mejor vive ahí!», exclamó Nikita asustado.
Ahora reinaba el silencio en toda la aldea, no se oía un ruido. La madre estaba lejos, en el campo, y no tendría tiempo de llegar corriendo hasta él. Nikita se alejó del hosco tocón en dirección al cobertizo. Allí no sentía miedo; no hacía tanto que su mamá había estado en la casa. Sintió calor dentro de la isba. Nikita quería beberse la leche que le había dejado su madre, pero al mirar la mesa notó que la mesa era también una persona, sólo que con cuatro patas y sin brazos.
Nikita salió al portal del cobertizo; lejos, más allá de la huerta y del pozo, se levantaba el baño viejo, que calentaba sin dejar salir el humo. La madre le había contado que su abuelo se pasaba los días frotándose y bañándose allí cuando aún vivía.
El baño era una choza pequeña y vetusta, toda cubierta de moho, sin nada de interés.
«¡Esta es mi abuela, que no murió, sino que se convirtió en una pequeña choza! -pensó Nikita mirando aterrorizado el baño-. Ahí sigue viviendo, con cabeza y todo: no es una chimenea, sino la cabeza, y tiene la boca desdentada. ¡Es un baño porque quiere, pero en realidad es una persona! ¡No me engaña!»
El gallo vecino entró al patio. Su semblante se asemejaba al del pastor flaco y barbudo que en la primavera se había ahogado en el río crecido cuando trataba de cruzarlo a nado para ir a una boda en la aldea vecina.
Nikita decidió entonces que el pastor no quiso estar muerto y se convirtió en gallo; es decir, que ese gallo era una persona también, sólo que en secreto. Hay gente por todas partes, sólo que no parecen personas.
Nikita se agachó para mirar una flor amarilla. ¿Quién sería en realidad? Nikita escrutó la flor y observó cómo, poco a poco, iba apareciendo una expresión humana en su carita redonda. Ya casi podía ver sus ojos pequeños, la nariz, la boca húmeda, abierta, que despedía el olor de lo que respira con vida.
«¡Y yo que pensaba que eras una flor de verdad! -exclamó Nikita-. A ver, voy a mirar qué tienes dentro, ¿tienes tripas?»
Nikita partió el tallo de la flor y vio leche en su interior.
«¡Eras un niño pequeño, estabas mamando de tu madre!», dijo Nikita con asombro.
Se encaminó hacia el viejo baño:
«¡Abuela!», llamó en voz baja. Pero el rostro arrugado de la abuela se le encaró mostrándole los dientes con enfado.
«¡No eres mi abuela, eres otra!», pensó Nikita.
Las varas del seto miraban a Nikita, parecían los rostros de personas desconocidas. Y cada una de aquellas caras lo observaba con desagrado: una con expresión maliciosa de enfado, otra parecía pensar en Nikita llena de cólera, una tercera estaba encajada con sus secas ramas-brazos en el seto y ya se disponía a escurrirse de allí para lanzarse tras Nikita.
«¿Qué hacen aquí? -gritó Nikita-. ¡Éste es nuestro patio!»
Pero los desconocidos y agresivos rostros de aquellas personas seguían observándolo inmóviles y vigilantes desde todas partes. El niño miró hacia los lampazos: esos tenían aspecto noble. Sin embargo, también los lampazos movían ahora sus grandes cabezas con actitud hosca, no lo querían.
Nikita se tumbó en el suelo y pegó la cara a la tierra. Dentro de la tierra se oía un zumbido de voces, seguro que vivía mucha gente en las oscuras tinieblas, se oía cómo arañaban con las manos pugnando por abrirse paso hacia la luz del sol. Nikita se incorporó espantado de que en todas partes viviera gente y desde todos los rincones ojos intrusos lo observaran, y de que incluso aquellos que él no podía ver estuvieran intentando salir de las entrañas de la tierra, desde sus madrigueras o del oscuro alero del cobertizo, para darle alcance. Se volvió hacia la isba, que ahora lo miraba como esas pueblerinas, viejas y remotas, que uno ve pasar y que dicen en un susurro: «¡Ahh, ahh, sinvergüenzas, los trajeron al mundo, los parieron para que ahora se coman el pan, vagos!».
«¡Mamá, vuelve a casa! -suplicó Nikita a su madre, que se encontraba lejos-. ¡Que sólo te cuenten la mitad de la jornada, no importa! Hay intrusos en la casa, están viviendo en nuestro patio. ¡Sácalos de aquí!»
Pero su madre no lo oyó. Nikita fue hasta el otro lado del cobertizo; quería echar una ojeada para comprobar que el tocón-cabeza no estuviera saliéndose de la tierra, porque ese tocón tenía una boca grande, se comería toda la col del huerto. ¿Con qué cocinaría entonces su madre la sopa en invierno?
Nikita miró desde lejos, intimidado, al tocón de la huerta. El rostro sombrío, huraño, con su cara llena de arrugas, le sostuvo la mirada a Nikita.
Y alguien que estaba lejos, fuera de la aldea, allá por el bosque, gritó con fuerza:
-¿Maksim, dónde estás?
-¡En la tierra! -replicó el tocón con voz sorda.
Nikita dio media vuelta para salir corriendo a buscar a su madre, pero se cayó. El terror lo paralizó; sus piernas se habían vuelto como ajenas y no le obedecían. Entonces empezó a arrastrarse sobre el vientre, como cuando era pequeñín y no sabía caminar.
«¡Abuelo!», musitó, y dirigió la mirada hacia el noble sol que brillaba en el cielo.
Una nube se había plantado delante del sol y su luz no le llegaba ahora.
«¡Abuelo, vuelve! Baja a vivir con nosotros.»
El sol-abuelo salió de detrás de la nube, como si el abuelo se hubiera quitado enseguida la oscura sombra que le cubría la cara para ver a su nieto que se arrastraba por la tierra sin fuerzas. El abuelo lo estaba mirando y Nikita pensó que lo veía, así que se levantó y echó a correr en busca de su madre.
Corrió largo rato. Dejó atrás la calle principal de la aldea por un camino desolado y polvoriento; luego sintió que reventaba de cansancio y se sentó a la sombra de un gavillero, a las afueras de la aldea.
Nikita pensaba descansar sólo un rato, pero apoyó la cabeza en el suelo, se durmió y cuando despertó ya estaba anocheciendo. Un pastor iba arreando el rebaño del koljoz. Nikita iba a seguir hacia el campo a buscar a su madre, pero el hombre le dijo que ya era tarde y que hacía mucho que la mamá de Nikita se había marchado del campo y regresado a casa.
Nikita encontró a su madre sentada a la mesa mirando, sin quitarle los ojos de encima, a un viejo soldado que comía pan y bebía leche.
El soldado miró a Nikita, se levantó de su banco y lo cogió en brazos. El soldado despedía un olor cálido, como de bondad y serenidad, olía a paz y a tierra. Nikita sintió temor y se mantuvo en silencio.
-Hola, Nikita -dijo el soldado-. Te has olvidado de mí. Eras un bebé cuando te besé y me fui a la guerra. Pero yo sí te recuerdo. En los momentos más duros siempre me acordaba de ti.
-Es tu padre, que ha vuelto a casa, Nikita -dijo la madre, secándose con el delantal las lágrimas que corrían por su rostro.
Nikita examinó a su padre, su semblante, sus manos, la medalla en el pecho, y tocó los botones claros de su camisa.
-¿Y volverás a marcharte?
-No -contestó el padre-, ahora me pasaré toda la vida contigo. Ya aplastamos al odioso enemigo. Ahora me ocuparé de ti y de mamá.
A la mañana siguiente, Nikita salió al patio y en voz alta se dirigió a todos los que vivían en el patio, a los lampazos, al cobertizo, a las estacas del seto, al tocón-cabeza del huerto, al baño del abuelo: «Papa ha vuelto. Se pasará toda la vida con nosotros».
Todos callaban, era evidente que les asustaba la presencia del padre, del soldado. También había silencio bajo tierra; nadie arañaba ni trataba de escurrirse para salir afuera, a la claridad.
«Ven, Nikita, ¿con quién estás hablando?»
El padre estaba en el cobertizo, revisando y probando las hachas, las palas, el serrucho, el cepillo, las mordazas, el banco y diversos hierros de la casa.
El padre soltó las cosas y cogió a Nikita de la mano para llevarlo con él a recorrer el patio, para observar dónde estaba cada cosa, qué estaba entero y qué se había podrido, qué había que hacer y qué no.
Al igual que el día anterior, Nikita observaba el rostro de todos los seres que vivían en el patio, pero esta vez no vio a ningún hombre oculto. En ninguna parte veía ojos, ni narices, ni bocas, ni maldad. Las varas del seto eran gruesas ramas secas, ciegas y sin vida, y el baño era una casucha podrida que se estaba hundiendo en el suelo bajo el peso de los años. En ese momento Nikita llegó a compadecer el baño del abuelo, que se estaba muriendo y dejaría de existir.
El padre fue al cobertizo por un hacha y se puso a cortar el vetusto tocón del huerto para hacer leña. El tocón empezó a desmoronarse al momento; estaba podrido por completo y bajo los golpes del hacha despedía un polvo seco que parecía humo.
Una vez que el tocón-cabeza hubo desaparecido, Nikita dijo a su padre:
-Cuando no estabas, el tocón decía cosas. Estaba vivo, tiene la barriga y las piernas bajo tierra.
El padre llevó al niño al interior de la casa, a la isba.
-No, hace mucho que ha muerto -dijo el padre-. ¡Eres tú el que quiere que todo viva!; eres noble de corazón. Para ti, hasta las piedras están vivas, y hasta la difunta abuela vive ahora en la luna.
-¡Y mi abuelo en el sol! -exclamó Nikita.
Durante el día el padre estuvo cepillando unas tablas en el cobertizo para cambiar el suelo de la isba, y le pidió a Nikita que enderezara los clavos doblados con el martillo.
Nikita empezó a trabajar gustoso con el martillo, como un adulto. Cuando hubo enderezado el primer clavo, vio en él a un hombrecillo pequeño y bondadoso que le sonreía cubierto con su gorrito de hierro. Se lo mostró al padre y le dijo:
-¿Y por qué los otros eran malos: el lampazo era malo, y también el tocón-cabeza, y los hombres acuáticos, mientras que este hombre es bueno?
El padre acarició los cabellos claros de su hijo y le respondió:
-A aquéllos los inventaste tú, Nikita, no existen, no son firmes, por eso son malos. Pero a este hombrecillo-clavo lo has hecho tú mismo con tu trabajo, por eso es bueno.
Nikita se quedó pensativo.
-Entonces lo haremos todo con el trabajo y así todos vivirán.
-Claro que sí, hijito -asintió el padre.
El padre estaba seguro de que Nikita conservaría su bondad durante el resto de su vida.
FIN

Agradecemos a Aldabi Olvera su aportación de este cuento a la Biblioteca Digital Ciudad Seva.