quarta-feira, 4 de dezembro de 2013

Vecinos


Anton Chejov

Piotr Mijáilich Ivashin estaba de muy mal humor: su hermana, una muchacha soltera, se había fugado con Vlásich, que era un hombre casado. Tratando de ahuyentar la profunda depresión que se había apoderado de él y que no lo dejaba ni en casa ni en el campo, llamó en su ayuda al sentimiento de justicia, sus honoradas convicciones (¡porque siempre había sido partidario de la libertad en el campo!), pero esto no le sirvió de nada, y cada vez, contra su voluntad, llegaba a la misma conclusión: que la estúpida niñera, es decir, que su hermana había obrado mal y que Vlásich la había raptado. Y esto era horroroso.

La madre no salía de su habitación, la niñera hablaba a media voz y no cesaba de suspirar, la tía manifestaba constantes deseos de irse, y sus maletas ya las sacaban a la antesala, ya las retiraban de nuevo a su cuarto. Dentro de la casa, en el patio y en el jardín reinaba un silencio tal, que parecía que hubiese un difunto. La tía, la servidumbre y hasta los mujiks, según parecía a Piotr Mijáilich, lo miraban con expresión enigmática y perpleja, como si quisiesen decir: «Han seducido a tu hermana, ¿por qué te quedas con los brazos cruzados?» También él se reprochaba su inactividad, aunque no sabía qué era, en realidad, lo que debía hacer.

Así pasaron seis días. El séptimo -un domingo, después de la comida- un hombre a caballo trajo una carta. La dirección -«A su Excel. Anna Nikoláievna Iváshina»- estaba escrita con unos familiares caracteres femeninos. Piotr Mijáilich creyó ver en el sobre, en los caracteres y en la palabra escrita a medias, «Excel.», algo provocativo, liberal. Y el liberalismo de la mujer es terco, implacable, cruel...

«Preferirá la muerte antes de hacer una concesión a su desgraciada madre, antes de pedirle perdón», pensó Piotr Mijáilich cuando iba en busca de su madre con la carta en la mano.

Aquélla estaba en la cama, pero vestida. Al ver al hijo, se incorporó impulsivamente y, arreglándose los cabellos grises que se le habían salido de la cofia, preguntó con frase rápida:

-¿Qué hay? ¿Qué hay?

-Ha mandado... -dijo el hijo, entregándole la carta.

El nombre de Zina y hasta el pronombre «ella» no se pronunciaban en la casa. De Zina se hablaba de manera impersonal: «ha mandado», «se ha ido»... La madre reconoció la escritura de la hija, y su cara, desencajada, se hizo desagradable. Los cabellos grises se escaparon de nuevo de la cofia.

-¡No! -dijo, apartando las manos como si la carta le hubiese quemado los dedos-. ¡No, no, jamás! ¡Por nada del mundo!

La madre rompió en sollozos histéricos producidos por el dolor y el bochorno; parecía sentir deseos de leer la carta, pero el orgullo se lo impedía. Piotr Mijáilich se daba cuenta de que debía él mismo abrirla y leerla en voz alta, pero de pronto se sintió dominado por una cólera como nunca había conocido. Corrió al patio y gritó al hombre que había traído la misiva:

-¡Di que no habrá contestación! ¡No habrá contestación! ¡Dilo así, animal!

Y a renglón seguido hizo pedazos la carta. Luego las lágrimas afluyeron a sus ojos y, sintiéndose cruel, culpable y desdichado, se fue al campo.

Sólo tenía veintisiete años, pero ya estaba gordo, vestía como los viejos, con trajes muy holgados, y padecía disnea. Poseía ya todas las inclinaciones del terrateniente solterón. No se enamoraba, no pensaba en casarse y únicamente quería a su madre, a su hermana, a la niñera y al jardinero Vasílich. Le gustaba comer bien, dormir la siesta y hablar de política y de materias elevadas... Había terminado en tiempos los estudios en la Universidad, pero ahora miraba esto como si hubiese sido una carga inevitable para los jóvenes de los dieciocho a los veinticinco años. Al menos, las ideas que ahora rondaban cada día por su cabeza no tenían nada de común con la Universidad ni con lo que en ésta había estudiado.

En el campo hacía calor y todo estaba en calma, como anunciando lluvia. El bosque exhalaba un ligero vapor y un olor penetrante a pino y a hojas descompuestas. Piotr Mijáilich se detenía a menudo para limpiarse el sudor de la frente. Revisó sus trigales de otoño y primavera, recorrió el campo de alfalfa y un par de veces, en un claro del bosque, espantó a una perdiz con sus perdigones. Y a todo esto no cesaba de pensar que tan insoportable situación no podía prolongarse eternamente y que deberían ponerle fin de un modo u otro. Como fuera, de un modo estúpido, absurdo, pero había que ponerle fin.

«¿Pero cómo? ¿Qué hacer?», se preguntaba, mirando al cielo y a los árboles como si implorase su ayuda.

Mas el cielo y los árboles guardaban silencio. Las convicciones honestas no le servían para nada y el sentido común le decía que el lacerante problema sólo podía tener una solución estúpida y que la escena con el hombre que había traído la carta no sería la última de este género. Le daba miedo pensar lo que aún podía ocurrir.

Dio la vuelta hacia casa cuando ya se ponía el sol. Ahora le parecía que el problema no podía tener solución alguna. Era imposible aceptar el hecho consumado, pero tampoco se podía no aceptarlo, y no existía una solución media. Cuando, con el sombrero en la mano y haciéndose aire con el pañuelo, marchaba por el camino y hasta casa le quedaban un par de verstas, a sus espaldas oyó un campanilleo. Se trataba de un conjunto muy agradable de campanillas y cascabeles que producían un tintineo como de cristales. Sólo podía ser Medovski, el jefe de la policía del distrito, antiguo oficial de húsares que había derrochado sus bienes y su salud, un hombre enfermizo, pariente lejano de Piotr Mijáilich. Tenía gran confianza con los Ivashin y sentía por Zina gran admiración y cariño paternal.

-Voy a su casa -dijo al llegar a la altura de Piotr Mijáilich-. Suba, lo llevaré.

Sonreía jovialmente; estaba claro que no sabía lo de Zina. Acaso se lo hubiesen dicho y él no lo había creído. Piotr Mijáilich se sintió en una situación violenta.

-Lo celebro -balbuceó, enrojeciendo, hasta el punto que se le saltaron las lágrimas, y no sabiendo qué mentira decir-. Me alegro mucho -prosiguió, tratando de sonreír-, pero... Zina se ha ido y mamá está enferma.

-¡Qué lástima! -dijo el jefe de policía, mirando pensativamente a Piotr Mijáilich-. Y yo que pensaba pasar con ustedes la velada... ¿Adónde ha ido Zinaída Mijáilovna?

-A casa de los Sinitski; de allí parece que quería ir al monasterio. No lo sé a ciencia cierta.

El jefe de policía dijo algo más y dio la vuelta. Piotr Mijáilich siguió hacia su casa pensando horrorizado en lo que el jefe de policía sentiría cuando supiese la verdad. Se lo imaginaba, y bajo esta impresión entró en la casa.

«Ayúdame, Señor, ayúdame...», pensaba.

En el comedor, tomando el té, estaba sólo la tía. Como de ordinario, su cara tenía la expresión de quien, aunque débil e indefensa, no permite que nadie la ofenda. Piotr Mijáilich se sentó al otro lado de la mesa (no sentía gran afecto por la tía) y, en silencio, se puso a tomar el té.

-Tu madre tampoco ha comido hoy -dijo la tía- Tú, Petrusha, deberías prestar atención. Dejarse morir de hambre no aliviará nuestra desgracia.

A Piotr Mijáilich le pareció absurdo que la tía se mezclase en asuntos que no eran de su incumbencia e hiciese depender su marcha del hecho de que Zina se había ido. Sintió deseos de decirle una insolencia, pero se contuvo. Y al contenerse advirtió que había llegado el momento oportuno para obrar, que era incapaz de sufrir por más tiempo. O hacer algo ahora mismo, o caer al suelo gritando y dándose de cabezadas. Se imaginó que Vlásich y Zina, ambos liberales y satisfechos de sí mismos, se besaban bajo un arce, y todo el peso y el rencor que durante los siete días se habían acumulado en él se volcaron sobre Vlásich.

«Uno ha seducido y raptado a mi hermana -pensó-, otro vendrá y degollará a mi madre, un tercero nos robará o incendiará la casa... Y todo esto bajo la máscara de la amistad, de las ideas elevadas y los sufrimientos.»

-¡No, no será así! -gritó de pronto, y descargó un puñetazo sobre la mesa.

Se puso en pie de un salto y salió con paso rápido del comedor. En la cuadra estaba ensillado el caballo del administrador. Montó en él y salió al galope en busca de Vlásich.

En su alma se había desencadenado una verdadera tormenta. Sentía la necesidad de hacer algo que se saliese de lo común, tremendo, aunque luego tuviera que arrepentirse durante la vida entera. ¿Llamar a Vlásich miserable, darle un bofetón y luego desafiarlo? Pero Vlásich no era de los que se baten en duelo; y, al sentirse tachado de miserable y recibir el bofetón, lo único que haría sería sentirse más desgraciado y recluirse más en sí mismo. Estas personas desgraciadas y sumisas son los seres más insoportables, los más difíciles de tratar. Todo en ellos queda impune. Cuando el hombre desgraciado, en respuesta a un merecido reproche, mira con ojos en que se refleja la conciencia de su culpa, sonríe dolorosamente y acerca dócilmente la cabeza, parece que la justicia misma es incapaz de levantar la mano contra él.

«Es lo mismo. Le sacudiré un fustazo ante ella y le diré unas cuantas groserías», decidió Piotr Mijáilich.

Cabalgaba por su bosque y sus tierras baldías y se imaginaba el modo como Zina, justificando su acción, hablaría de los derechos de la mujer, de la libertad personal y de que era absolutamente igual casarse por la Iglesia o por lo civil. Discutiría, como mujer que era, de cosas que no comprendía. Y probablemente acabaría por preguntarle: «¿Qué tienes tú que ver en todo esto? ¿Qué derecho tienes a inmiscuirte?»

-Sí, no tengo ningún derecho -gruñía Piotr Mijáilich- Pero tanto mejor... Cuanto más grosero resulte, cuanto menos derecho tenga, tanto mejor.

Hacía un calor sofocante. Nubes de mosquitos volaban muy bajo, a ras del suelo, y en los baldíos lloraban lastimeramente las averías. Piotr Mijáilich cruzó sus lindes y siguió al galope por un campo completamente liso. Había recorrido muchas veces este camino y conocía cada matorral, hasta la última zanja. Aquello que a lo lejos, entre dos luces, parecía una roca oscura, era una iglesia roja; se la podía imaginar hasta el último detalle, incluso el enlucido del portal y los terneros que siempre pacían en su recinto. A la derecha, a una versta de la iglesia, negreaba la arboleda del conde Koltóvich. Y tras la arboleda empezaban las tierras de Vlásich.

Por detrás de la iglesia y de la arboleda del conde avanzaba un enorme nubarrón, que de vez en cuando quedaba iluminado por unos pálidos relámpagos.

«¡Ahí está! -pensó Piotr Mijáilich-. ¡Ayúdame, Señor!»

El caballo no tardó en dar muestras de cansancio, y el propio Piotr Mijáilich se sentía fatigado. El nubarrón lo miraba con enfado, como aconsejándole que volviese a casa. Sintió cierto miedo.

«¡Les demostraré que no tienen razón! -trató de infundirse ánimos- Dirán que eso es el amor libre, la libertad personal; pero la libertad está en la abstención, y no en la subordinación a las pasiones. ¡Lo suyo es depravación, y no libertad!»

Llegó al gran estanque del conde. El reflejo de la nube daba a aquél un aspecto plomizo y sombrío, y de él salía una intensa humedad. Junto al dique, dos sauces, uno viejo y otro joven, se inclinaban para buscarse cariñosamente. Por este mismo lugar, dos semanas antes, Piotr Mijáilich y Vlásich habían pasado a pie, cantando a media voz una canción estudiantil: «No amar es destruir la vida joven...» ¡Miserable canción!

Cuando Piotr Mijáilich cruzó la arboleda, retumbó el trueno y los árboles zumbaron, inclinándose por la fuerza del viento. Debía darse prisa. Desde la arboleda hasta la hacienda de Vlásich tenía que cruzar aún la pradera, algo así como una versta. A ambos lados del camino se alineaban los vicios abedules, de aspecto tan triste y desgraciado como Vlásich, su dueño; lo mismo que él, eran delgados y habían crecido desmesuradamente. En las hojas de los abedules y en la hierba repiquetearon grandes gotas; el viento se calmó al instante y se extendió un olor a tierra mojada y a álamo. Apareció la cerca de Vlásich, con su acacia amarilla, que también era delgada y había crecido más de la cuenta. En un lugar donde la cerca se había venido abajo, se veía un abandonado huerto de árboles frutales.

Piotr Mijáilich no pensaba ya ni en el bofetón ni en el fustazo. No sabía lo que haría en casa de Vlásich. Se acobardó. Le daba miedo pensar en su hermana y en él mismo, se horrorizaba ante la perspectiva de que ahora iba a verla. ¿Cómo se comportaría ella con el hermano? ¿De qué hablarían? ¿No era preferible dar la vuelta antes de que fuese tarde? Pensando así, galopó hacia la casa por la avenida de tilos, dejó atrás los grandes macizos de lilas y, de pronto, vio a Vlásich.

Este, descubierto, con una camisa de percal y botas altas, inclinado bajo la lluvia, iba de la esquina de la casa al portal. Le seguía un obrero con un martillo y cajón de clavos. Seguramente había reparado las maderas de las ventanas, batidas por el viento. Al ver a Piotr Mijáilich, Vlásich se detuvo.

-¿Eres tú? -preguntó sonriendo-. Excelente.

-Sí; como ves, he venido... -dijo Piotr Mijáilich con voz suave, sacudiéndose la lluvia con ambas manos.

-Perfectamente, me alegro mucho -añadió Vlásich, pero sin darle la mano; evidentemente, no se decidía a hacerlo y esperaba que se la tendieran-. ¡Esta lluvia vendrá muy bien para la avena! -añadió, mirando al cielo.

-Sí.

Entraron en la casa en silencio. A la derecha del recibidor había una puerta que conducía a la antesala y luego a la sala; a la izquierda había una pequeña pieza que en invierno ocupaba el administrador. Piotr Mijáilich y Vlásich entraron en esta última.

-¿Dónde te ha sorprendido la lluvia? -preguntó Vlásich.

-Cerca. Cuando llegaba a la casa.

Piotr Mijáilich se sentó en la cama. Le agradaba que la lluvia hiciese ruido y que la habitación estuviese oscura. Era preferible: así sentía menos miedo y no hacía falta mirar a su interlocutor a la cara. Su cólera había desaparecido; lo que ahora sentía era miedo e irritación consigo mismo. Se daba cuenta de que había empezado mal y de que de esta iniciativa suya no resultaría nada práctico.

Durante cierto tiempo ambos permanecieron silenciosos, haciendo ver que prestaban atención a la lluvia.

-Gracias, Petrusha -empezó Vlásich, carraspeando-. Te agradezco mucho que hayas venido. Es una acción generosa y noble. La comprendo y, créeme, la estimo mucho. Puedes creerme.

Miró a la ventana y prosiguió, de pie en el centro de la habitación:

-Todo esto se ha producido en secreto, como si nos ocultásemos de ti. La conciencia de que tú podías sentirte ofendido y estuvieses enfadado con nosotros ha sido durante estos días una mancha en nuestra felicidad. Pero permítenos que nos justifiquemos. Si guardamos el secreto, no fue porque no tuviéramos confianza en ti. En primer lugar, todo se produjo inesperadamente, como por una inspiración, y no había tiempo para entrar en razonamientos. En segundo, se trataba de un asunto íntimo, delicado... Resultaba violento hacer intervenir a una tercera persona, aunque fuese tan allegada como tú. Lo principal de todo es que confiábamos mucho en tu generosidad. Eres un hombre muy generoso y noble. Te estoy infinitamente agradecido. Si en alguna ocasión necesitas mi vida, ven y tómala.

Vlásich hablaba con voz suave y sorda, monótona, como un zumbido; estaba visiblemente agitado. Piotr Mijáilich sintió que le había llegado la vez de hablar y que escuchar y callar habría significado, en efecto, hacerse pasar por un tipo generoso y noble en su inocencia. Y no había acudido con estas intenciones. Se puso rápidamente en pie y dijo a media voz, jadeante:

-Escucha, Grigori: sabes que te quería y que no hubiese podido desear mejor marido para mi hermana. Pero lo que ha ocurrido es horroroso. ¡Da miedo pensarlo!

-¿Por qué? -preguntó Vlásich, con voz temblorosa-. Daría miedo si nosotros hubiésemos procedido mal, pero no es así.

-Escucha, Grigori: sabes que yo no tengo prejuicios. Pero, perdóname la franqueza, a mi modo de ver los dos han procedido con egoísmo. Claro que no se lo diré a Zina, esto la afligiría, pero tú debes saberlo; nuestra madre sufre hasta tal punto que es difícil explicarlo.

-Sí, eso es muy lamentable -suspiró Vlásich-. Nosotros lo habíamos previsto, Petrusha, pero ¿qué podíamos hacer? Si lo que uno hace desagrada a otro, eso no significa que la acción sea mala. Así son las cosas. Cualquier paso serio de uno debe desagradar forzosamente a algún otro. Si tú fueses a combatir por la libertad, esto también haría sufrir a tu madre. ¡Qué le vamos a hacer! Quien coloca por encima de todo la tranquilidad de sus allegados debe renunciar por completo a una vida guiada por las ideas.

Un relámpago resplandeció vivamente y su brillo pareció cambiar el curso de los pensamientos de Vlásich. Se sentó junto a Piotr Mijáilich y empezó a decir cosas que no venían para nada a cuento.

-Yo, Petrusha, adoro a tu hermana -dijo-. Siempre que iba a tu casa me parecía ir en peregrinación, a elevar mis oraciones a Dios, cuando lo cierto es que mis oraciones se dirigían a Zina. Ahora mi adoración crece por días. ¡Para mí está más alta que si fuese mi esposa! ¡Mucho más! -Vlásich agitó ambos brazos-. Es mi santuario. Desde que vive aquí, entro en mi casa como si fuera un templo. ¡Es una mujer excepcional, extraordinaria, nobilísima!

«¡Vaya, ya ha empezado su canción!», pensó Piotr Mijáilich. Pero la palabra «mujer» no le había agradado.

-¿Por qué no se casan como es debido? -preguntó-. ¿Cuánto pide tu mujer por concederte el divorcio?

-Setenta y cinco mil.

-Parece mucho. ¿Y si tratas de sacarlo por algo menos?

-No rebajará ni un kópek. ¡Es una mujer terrible, hermano! -dijo Vlásich, con un suspiro-. Antes no te había hablado nunca de ella, pues me desagradaba recordarlo, pero las cosas se han desarrollado así, y te hablaré ahora. Me casé movido por un noble sentimiento pasajero, honradamente. En nuestro regimiento, si quieres saber los detalles, había un jefe de batallón que se enredó con una señorita de dieciocho años; es decir, hablando simplemente, la sedujo, vivió con ella dos meses y la abandonó. Ella quedó en la situación más espantosa. Le daba vergüenza volver a casa de los padres, además de que no la aceptarían, y el amante la había dejado: como para ir a los cuarteles y venderse. Los oficiales estaban indignados. Tampoco ellos eran unos santos pero la infamia era demasiado evidente. Para colmo, en el regimiento nadie podía aguantar a aquel jefe de batallón. Para hacerle ver que era un cerdo, ¿comprendes?, los tenientes y capitanes empezaron a reunir dinero para la desgraciada muchacha. Y entonces, cuando los oficiales de graduación inferior nos habíamos juntado y uno daba cinco rublos y otro diez, a mí se me subió la sangre a la cabeza. La situación me pareció muy apropiada para realizar una auténtica proeza. Acudí a ella y le manifesté con fogosas expresiones mi simpatía. Y cuando iba a verla y, luego, cuando le hablaba, la amaba calurosamente, viendo en ella a una mujer humillada y ofendida. Sí... resultó que al cabo de una semana pedía su mano. Los jefes y compañeros encontraron que este matrimonio era incompatible con la dignidad de un oficial. Esto fue como si echaran aceite al fuego. Yo, ¿comprendes?, escribí una larga carta en la que afirmaba que mi acción debía ser escrita en la historia del regimiento con letras de oro, etc. La mandé al jefe y envié copias de ella a los compañeros. Estaba exaltado, se entiende, y hubo palabras fuertes. Me pidieron que dejara el regimiento. Por ahí tengo guardado el borrador (te lo daré para que lo leas). La carta estaba escrita con mucha emoción. Podrás ver los honestos y sinceros sentimientos que entonces me movían. Solicité la baja y vine aquí con mi mujer. Mi padre había dejado algunas deudas, y carecía de dinero, y ella, desde el primer día, hizo muchas amistades, empezó a presumir y a jugar a las cartas, y tuve que hipotecar la hacienda. Se conducía muy mal, y eres tú, entre todos mis vecinos, el único que no ha sido su amante. Al cabo de dos años, para que me dejase, le di todo cuanto entonces tenía, y se fue a la ciudad. Sí... Y ahora le paso dos mil rublos al año. ¡Es una mujer horrible! Es una mosca que pone su larva en la espalda de la araña de tal modo, que ésta no se la puede sacudir; la larva se agarra a la araña y le chupa la sangre del corazón. Lo mismo hace esta mujer: se ha agarrado a mí y me chupa la sangre. Me odia y me desprecia porque cometí la estupidez de casarme con ella. Mi generosidad le parece algo miserable. «Un hombre inteligente», dice, «me abandonó, y me recogió un estúpido.» Piensa que sólo un desgraciado idiota pudo proceder como yo. Y a mí, hermano, esto me produce una amargura intolerable. Entre paréntesis, te diré que el destino me oprime. Me oprime ferozmente.

Piotr Mijáilich escuchaba a Vlásich y se preguntaba, perplejo: «¿Cómo ha podido agradar tanto a Zina? No es joven, tiene ya cuarenta y un años, es flaco, estrecho de pecho, de nariz larga y con alguna cana en la barba. Cuando habla, parece que zumba; su sonrisa es enfermiza y mueve las manos de una manera desagradable. No puede presumir de salud ni de hermosas maneras varoniles, carece de espíritu mundano y alegría, y así, a juzgar por las apariencias, es algo turbio e indefinido. Se viste sin gusto, su casa es triste y no admite la poesía ni la pintura, porque «no responden a las demandas del día»; es decir, porque no las comprende; y no le conmueve la música. Es mal administrador. Su hacienda está en el abandono más completo y la tiene hipotecada; por la segunda hipoteca paga el doce por ciento y, además, ha firmado pagarés por valor de diez mil rublos. Cuando llega el momento de entregar los intereses o de mandar dinero a su mujer, pide a todos prestado con una expresión que parece que se le estuviera quemando la casa, y al mismo tiempo, sin pararse a pensarlo, vende todas sus reservas de leña para el invierno por cinco rublos, y la paja por tres, y luego hace que para encender sus estufas utilicen la cerca del huerto o los viejos marcos del invernadero. Los cerdos estropean su pradera y el ganado de los mujiks se come en el bosque los árboles jóvenes, mientras que los vicios van desapareciendo cada invierno. En el huerto y el jardín están tiradas las colmenas, y allí abandonan los cubos viejos. Carece de facultades para nada, y ni siquiera posee la virtud común y corriente de vivir como la gente vive. En los asuntos prácticos, es ingenuo y débil, se le puede engañar sin dificultad alguna, y por algo los mujiks lo tachan de «simple».

»Es liberal y en el distrito lo tienen por rojo, pero esto resulta en él algo aburrido. En su libre pensamiento no hay originalidad y énfasis; se indigna, se irrita y se alegra siempre en el mismo tono, como con desgana, sin producir efecto. Ni siquiera en los momentos de gran exaltación levanta la cabeza, y siempre permanece encorvado. Pero lo más aburrido de todo es que hasta sus ideas buenas y honestas se las ingenia para expresarlas de tal modo, que parecen triviales y atrasadas. Uno piensa que está tratando de algo viejo, que leyó hace mucho, cuando, con palabra lenta, como si dijera algo muy profundo, empieza a hablar de sus minutos lúcidos y honestos, de años mejores, o cuando se entusiasma con la juventud que siempre marchó a la cabeza de la sociedad, o cuando censura a los rusos porque durante treinta años se ponen una misma bata y olvidan adquirir su alma mater. Cuando me quedo a dormir en su casa, pone en la mesilla de noche a Písarev o a Darwin. Y, si le digo que ya los he leído, sale y trae a Dobroliúbov.»

En el distrito calificaban esto de librepensamiento, que muchos miraban como una extravagancia ingenua e inocente; sin embargo, a él le hacía profundamente desgraciado. Era para él la larva de que antes hablaba: se le había agarrado con toda fuerza y le chupaba la sangre del corazón. En el pasado, el extraño matrimonio al gusto de Dostoievski, las largas cartas y las copias escritas con una letra ilegible, pero con un profundo sentimiento; los eternos equívocos, explicaciones y desilusiones; y luego las deudas, la segunda hipoteca, el dinero que pasaba a su mujer, las nuevas deudas que contraía todos los meses... y todo esto sin provecho para nadie, ni para él ni para los demás. Y ahora, lo mismo que antes, no cesa de sentir prisas, quiere realizar una proeza y se mete en asuntos que no le incumben; lo mismo que antes, en cuanto se presenta la ocasión, escribe largas cartas con sus copias, mantiene fatigosas y triviales conversaciones sobre la comunidad campesina o la necesidad de poner en pie las industrias artesanas, o sobre la construcción de una fábrica de quesos: conversaciones muy semejantes unas a otras, hasta el punto que parecen salir no de un cerebro vivo, sino de una máquina. Y, por fin, este escándalo de Zina, que no se sabe cómo terminará.

Y entre tanto Zina es joven -sólo tiene veintidós años.-, es bonita, elegante y jovial; le gusta reír y charlar, es muy aficionada a las discusiones y siente pasión por la música; muestra buen gusto en la elección de vestidos, libros y muebles, y en su casa no habría sufrido una habitación como ésta, en la que se huele a botas y a vodka barato. Es también liberal, pero en su librepensamiento se dejan sentir una superabundancia de energías, la vanidad de una muchacha joven, fuerte y atrevida, la apasionada sed de ser mejor y más original que el resto... ¿Cómo pudo enamorarse de Vlásich?

«El es un Quijote, un fanático terco, un maníaco -pensaba Piotr Mijáilich-; y ella es tan blanda, tan débil de carácter y acomodaticia, como yo... Los dos nos rendimos pronto y sin resistencia. Se enamoró de él; aunque yo mismo le profeso cariño, a pesar de todo...»

Piotr Mijáilich tenía a Vlásich por un hombre bueno y honesto, aunque de miras estrechas. En sus emociones y sufrimientos, y en toda su vida, no veía altos fines, próximos o remotos; veía únicamente el tedio y la incapacidad de vivir. Su sacrificio y todo lo que Vlásich denominaba proeza o impulso honrado, le parecía un derroche inútil de energía, innecesarios disparos sin bala en los que se quemaba mucha pólvora. La circunstancia de que Vlásich estuviera fanáticamente seguro de la extraordinaria honradez e infalibilidad de su manera de pensar, le parecía ingenua y hasta morbosa. En cuanto al hecho de que se las hubiera ingeniado toda su vida para confundir lo mezquino con lo sublime, que se hubiera casado estúpidamente y lo considerase una proeza, y que luego hubiera buscado a otras mujeres, viendo en ello el triunfo de una idea, todo esto resultaba sencillamente incomprensible.

A pesar de todo, Piotr Mijáilich sentía afecto por Vlásich, advertía en él la presencia de cierta fuerza, y por eso nunca era capaz de llevarle la contraria.

Vlásich se había sentado junto a él para charlar bajo el rumor de la lluvia, en la oscuridad, y ya carraspeaba dispuesto a contar algo largo, por el estilo de la historia de su boda. Pero Piotr Mijáilich no hubiera podido escucharlo. Lo abrumaba la idea de que dentro de unos minutos iba a ver a su hermana.

-Sí, no has tenido suerte en la vida -dijo suavemente-. Pero, perdóname, nos hemos apartado de lo principal. No era de eso de lo que teníamos que hablar.

-Sí, sí, tienes razón. Volvamos a lo principal -asintió Vlásich, y se puso en pie-. Escucha lo que te digo, Petrusha: nuestra conciencia está limpia. No nos ha casado un sacerdote, pero nuestro matrimonio es perfectamente legítimo. No voy a demostrarlo ni tú tienes por qué oírlo. Tu pensamiento es tan libre como el mío y, a Dios gracias, entre nosotros no puede haber discrepancia en este punto. En cuanto a nuestro futuro, no te debe asustar. Trabajaré hasta sudar sangre, sin dormir por las noches; en una palabra, haré cuanto pueda para que Zina sea feliz. Su vida será hermosa. ¿Que si seré capaz de hacerlo? ¡Sí lo seré, hermano! Cuando uno piensa sin cesar en una misma cosa, no le es difícil conseguir lo que quiere. Pero vayamos a ver a Zina. Hay que darle esta alegría.

A Piotr Mijáilich le dio un vuelco el corazón. Se levantó y siguió a Vlásich a la antesala y de allí a la sala. En esta pieza, enorme y sombría, no había más que un piano y una larga fila de viejas sillas, con incrustaciones de bronce, en las que nadie se sentaba nunca. Sobre el piano ardía una vela. De la sala pasaron en silencio al comedor, otra habitación amplia y poco confortable en el centro de la cual había una mesa redonda plegable, de seis gruesas patas, sobre la cual lucía también una única vela. El reloj, de caja roja parecida a la urna de un icono, marcaba las dos y media.

Vlásich abrió la puerta del cuarto vecino y dijo:

-¡Zínochka, ha venido Petrusha!

Se oyeron pasos precipitados y en el comedor entró Zina, alta, un tanto gruesa y muy pálida, tal como Piotr Mijáilich la había visto la última vez en casa: vestida con falda negra, blusa roja y un cinturón de gran hebilla. Atrajo hacia sí a su hermano con un abrazo y le dio un beso en la sien.

-¡Qué tormenta! -dijo-. Grigori había salido y me he quedado sola en toda la casa.

No daba muestras de turbación y miraba a su hermano con ojos sinceros y diáfanos, como en casa. Al verla, Piotr Mijáilich dejó de sentirse turbado.

-Pero tú no tienes miedo a las tormentas -dijo, sentándose junto a la mesa.

-Sí, pero aquí las habitaciones son enormes, el edificio es viejo y, en cuanto suena un trueno, todo él se estremece como un armario con vajilla. Por lo demás, es muy agradable -siguió, sentándose frente a su hermano-. Aquí todas las habitaciones guardan un recuerdo agradable. En la mía, lo que son las cosas, se pegó un tiro el abuelo de Grigori.

-En agosto tendré dinero y arreglaré el pabellón del jardín -dijo Vlásich.

-No sé por qué, cuando hay tormenta recuerdo al abuelo -prosiguió Zina-. Y en este comedor mataron a un hombre.

-Es cierto -confirmó Vlásich, y miró con los ojos muy abiertos a Piotr Mijáilich-. En los años cuarenta tenía arrendada esta hacienda un francés llamado Olivier. El retrato de su hija está aún en la buhardilla. Este Olivier, según contaba mi padre, despreciaba a los rusos por su ignorancia y se burlaba de ellos terriblemente. Así, exigía que el sacerdote, al pasar junto a la finca, se descubriera media versta antes de la casa, y cuando cruzaba con su familia por la aldea quería que hiciesen repicar las campanas. Con los siervos y la gente menuda, se entiende, gastaba aún menos ceremonias. En cierta ocasión pasó por aquí uno de los hijos más nobles de la Rusia vagabunda, algo parecido al estudiante Jorná Brut de Gógol. Pidió que le dejasen pasar la noche, agradó a los empleados y le permitieron quedarse en la oficina. Existen varias versiones. Unos dicen que el estudiante sublevó a los campesinos; otros, que la hija de Olivier se enamoró de él. No lo sé a ciencia cierta, pero lo que es seguro es que un buen día Olivier le hizo comparecer aquí, lo sometió a interrogatorio y luego ordenó que le diesen una paliza. ¿Te das cuenta? Mientras él permanecía sentado tras esta mesa, bebiendo como si tal cosa, los criados pegaban al estudiante. Hay que suponer que lo martirizaron. A la mañana siguiente el estudiante murió e hicieron desaparecer el cadáver. Se dice que lo tiraron al estanque de Koltóvich. Empezaron las investigaciones, pero el francés pagó varios miles de rublos a quien correspondía y se fue a Alsacia. Como a propósito, el plazo del arriendo se extinguía, y ahí terminó todo.

-¡Qué canallas! -exclamó Zina, estremeciéndose.

-Mi padre recordaba muy bien a Olivier y a su hija. Decía que era muy hermosa y excéntrica. Yo creo que el estudiante hizo lo uno y lo otro: sublevó a los campesinos y sedujo a la hija. Puede que ni siquiera se tratase de un estudiante, sino de una persona que se había presentado de incógnito.

Zínochka quedó pensativa: la historia del estudiante y la bella francesa parecía haber transportado su imaginación muy lejos. Piotr Mijáilich concluyó que, exteriormente, no había cambiado en absoluto en la última semana; la notaba, eso sí, un poco más pálida. Su mirada era tranquila, como si hubiese acudido con el hermano a visitar a Vlásich. Pero Piotr Mijáilich advertía cierto cambio en él mismo. En efecto, antes, cuando Zina vivía en casa, podía hablar con ella de todo, mientras que ahora era incapaz de preguntarle siquiera: «¿Cómo vives aquí?» Le parecía una pregunta torpe e innecesaria. En ella debía de haberse producido el mismo cambio. No mostraba prisa en hablar de la madre, de su casa, de su historia amorosa con Vlásich; no se justificaba, no decía que el matrimonio civil era mejor que el eclesiástico, no mostraba inquietud y se había quedado tranquilamente meditando en el caso de Olivier... ¿Y por qué habían sacado de pronto la conversación del francés?

-Los dos tienen la espalda mojada por la lluvia -dijo Zina, sonriendo alegremente, afectada por esta pequeña semejanza entre su hermano y Vlásich.

Y Piotr Mijáilich sintió toda la amargura y todo el horror de su situación. Recordó su casa vacía, el piano cerrado y la clara habitación de Zina, en la que nadie entraba ahora. Recordó que en las avenidas del jardín no había ya huellas de sus pies pequeños y que poco antes del té de la tarde ya no iba nadie a bañarse entre grandes risas. Aquello que más le atraía desde su más tierna infancia, en lo que le agradaba pensar sentado entre el pesado aire del aula -claridad, pureza, alegría-, todo cuanto llenaba la casa de vida y luz, se había ido para no volver, había desaparecido y se mezclaba con la grosera y torpe historia de un jefe de batallón, de un generoso teniente, de una mujer corrompida, del abuelo que se había pegado un tiro... Y empezar la conversación de la madre o imaginar que el pasado podía volver, significaría no comprender lo que estaba tan dado.

Los ojos de Piotr Mijáilich se llenaron de lágrimas y su mano, puesta sobre la mesa, tembló. Zina adivinó lo que él pensaba y sus ojos resplandecieron también con el brillo de las lágrimas.

-Ven aquí, Grigori -dijo a Vlásich.

Se retiraron a la ventana y empezaron a hablar en voz baja. Por la manera como Vlásich se inclinaba hacia ella y cómo ella miraba a Vlásich, Piotr Mijáilich comprendió una vez más que todo había acabado para siempre y no hacía falta hablar de nada. Zina se retiró.

-Verás, hermano -empezó Vlásich después de un breve silencio, frotándose las manos y sonriendo-: antes te decía que nuestra vida era feliz, pero lo hacía para someterme, por así decirlo, a las exigencias literarias. En realidad, todavía no hemos experimentado la sensación de la felicidad. Zina no cesaba de pensar en ti y en su madre, y se atormentaba; eso significaba un tormento para mí. Es un espíritu libre, decidido, pero con la falta de costumbre se le hace pesado, además de que es joven. Los criados la llaman señorita. Parece que es algo sin importancia, pero esto la preocupa. Así es, hermano.

Zina trajo un plato de fresas. Tras ella entró una pequeña doncella de aspecto sumiso. Puso en la mesa un jarro de leche y, antes de retirarse, hizo una inclinación muy profunda... Tenía algo de común con los viejos muebles, daba la sensación de algo estupefacto y aburrido.

La lluvia había cesado. Piotr Mijáilich comía fresas y Vlásich y Zina lo miraban en silencio. Se acercaba el momento de la conversación innecesaria pero inevitable, y los tres sentían ya su peso. Los ojos de Piotr Mijáilich se llenaron de nuevo de lágrimas; apartó el plato y dijo que ya era hora de volver, pues se le iba a hacer tarde y acaso empezase de nuevo la lluvia. Llegó el momento en que Zina, por razones de decoro, debía sacar la conversación sobre los suyos y su nueva vida.

-¿Qué hay en casa? -preguntó con frase rápida, y su pálido rostro tembló ligeramente-. ¿Y mamá?

-Ya la conoces... -contestó Piotr Mijáilich, apartando la vista.

-Petrusha, tú has pensado mucho en lo sucedido -siguió ella, agarrando a su hermano de la manga, y él comprendió lo difícil que le era hablar-. Has pensado mucho. Dime: ¿podemos esperar que mamá se reconcilie alguna vez con Grigori... y acepte toda esta situación?

Estaba junto a él, mirándolo a la cara, y él se asombró al verla tan hermosa y al pensar que nunca lo había advertido. Y el hecho de que su hermana, tan parecida físicamente a la madre, delicada y elegante, viviera en casa de Vlásich y con Vlásich, junto a aquella doncella, junto a la mesa de seis patas, en una casa donde habían matado a palos a un hombre, el hecho de que ahora no volviese con él a casa, sino que se quedase allí a dormir, le pareció un absurdo increíble.

-Ya conoces a mamá... -dijo, sin contestar a la pregunta-. A mi modo de ver, convendría observar... hacer algo, pedirle perdón...

-Pero pedir perdón significa admitir que hemos procedido mal. Para la tranquilidad de mamá, estoy dispuesta a mentir, pero esto no conducirá a nada. La conozco. En fin, ¡sea lo que sea! -añadió Zina, contenta de que lo más desagradable hubiese quedado dicho-. Esperaremos cinco años, diez, aguantaremos, y sea lo que Dios quiera.

Tomó a su hermano del brazo y, al pasar por la oscura antesala, se apretó a su hombro.

Salieron al portal. Piotr Mijáilich se despidió, montó a caballo y emprendió la marcha al paso. Zina y Vlásich siguieron con él para acompañarle un rato. Era una tarde apacible y tibia, y en el aire había un maravilloso olor a heno; en el cielo, entre las nubes, brillaban las estrellas. El viejo jardín de Vlásich, testigo de tantas historias penosas, dormía envuelto en la oscuridad, y al pasar por él se despertaba en el alma un sentimiento de melancolía.

-Zina y yo hemos pasado hoy, después de la comida, un rato verdaderamente magnífico -dijo Vlásich-. La he leído un excelente artículo sobre los emigrados. ¡Debes leerlo, hermano! ¡Te gustará! Es un artículo notable por su honradez. No he podido resistirlo y he escrito a la redacción una carta para que se la entreguen al autor. Una sola línea: «¡Le doy las gracias y estrecho su honrada mano!»

Piotr Mijáilich estuvo tentado de decir: «No te metas en lo que no te importa», pero guardó silencio.

Vlásich caminaba junto al estribo derecho y Zina junto al izquierdo. Los dos parecían haber olvidado que tenían que volver a casa, aunque había mucha humedad y quedaba ya poco hasta la arboleda de Koltóvich. Piotr Mijáilich se dio cuenta de que esperaban algo de él, aunque ellos mismos no sabían qué, y sintió por los dos una profunda piedad. Ahora, cuando marchaban junto al caballo pensativos y sumisos, tuvo la profunda convicción de que eran desgraciados y de que no podían ser felices, y su amor le pareció un error triste e irreparable. La piedad y la conciencia de que no podía hacer nada en su favor le produjo esa enervación en que, para evitar el fatigoso sentimiento de la compasión, uno está dispuesto a cualquier sacrificio.

-Vendré alguna vez a pasar la noche con ustedes.

Pero esto parecía como si hubiese hecho una concesión y no lo satisfizo. Al detenerse junto a la arboleda de Koitóvich para despedirse definitivamente, se inclinó hacia su hermana, puso la mano en su hombro y dijo:

-Tienes razón, Zina: ¡has hecho bien!

Y, para no añadir nada más y no romper a llorar, dio un fustazo al caballo y se perdió al galope entre los árboles. Al entrar en la oscuridad, volvió la cabeza y vio que Vlásich y Zina regresaban a casa por el camino -él a grandes zancadas y ella como a saltitos- y conversaban animadamente.

«Soy una vieja -pensó Piotr Mijáilich-. Venía para resolver la cuestión y aún la he enredado más. Bueno, ¡que se queden con Dios!»

Se notaba apesadumbrado. Cuando terminó la arboleda puso el caballo al paso y luego, junto al estanque, lo detuvo. Sentía deseos de permanecer inmóvil y pensar. La luna había salido y se reflejaba como una columna rojiza al otro lado del estanque. A lo lejos retumbó el sordo estruendo del trueno. Piotr Mijáilich miraba sin pestañear el agua y se imaginaba la desesperación de su hermana, su dolorosa palidez y los secos ojos con que trataría de ocultar a la gente su humillación. Imaginó su embarazo, la muerte y el entierro de la madre, el horror de Zina... Porque la supersticiosa y orgullosa vieja no podía por menos de morirse. Los horribles cuadros del futuro se dibujaron ante él en la oscura superficie del agua, y entre las pálidas figuras de mujer se vio él mismo, pusilánime, débil, con la cara de quien se siente culpable...

A cien pasos de él, en la orilla derecha del estanque, había algo inmóvil y oscuro: ¿era una persona o un tronco de árbol? Piotr Mijáilich recordó lo del estudiante a quien habían arrojado a este estanque después de matarlo.

«Olivier fue inhumano, pero, después de todo, resolvió el problema, mientras que yo no he resuelto nada, no he hecho más que enredarlo», pensó, mirando la oscura silueta, que semejaba un aparecido. «Él decía y hacía lo que pensaba, y yo no digo ni hago lo que pienso. Ni siquiera sé de seguro lo que en realidad pienso...»

Se acercó a la negra silueta: era un viejo tronco podrido, lo único que quedaba de una antigua construcción.

De la arboleda y la hacienda de Koltóvich venía hasta él un fuerte perfume de muguete y de aromáticas hierbas. Piotr Mijáilich siguió a lo largo de la orilla del estanque, contemplando tristemente el agua, y al rememorar su vida se convenció de que hasta entonces no había dicho y hecho lo que pensaba, y que los demás le habían pagado con la misma moneda. Esto le hizo ver su vida entera tan sombría como aquel agua en que se reflejaba el cielo de la noche y se confundían las algas. Y le pareció que aquello no tenía remedio.

FIN

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El misterio



I

Experimenté una inmensa alegría. Yo era un estudiante pobre, sin un copec en el bolsillo -había gastado los últimos en un anuncio solicitando un empleo-. Y tuve la suerte de encontrar un magnífico trabajo.

Una nublada mañana de finales de octubre recibí una carta en la cual se me invitaba a presentarme en el Hotel de Francia, situado en la calle de la marina. Hora y media más tarde, y cuando la lluvia, que empezó a caer poco antes de que la carta llegara a mis manos, no había cesado aún, disponía de un empleo, de una vivienda y de veinte rublos ¡Un verdadero sueño, un cuento de hadas! Desde el primer momento, todo me causó una grata impresión: el suntuoso hotel, la lujosa habitación donde fui recibido y el amable caballero que me atendió. Era un caballero entrado en años y vestido con la inconfundible elegancia de las personas acostumbradas a la buena ropa desde su infancia.

Resulta innecesario decir que acepté sus condiciones: vivir con su familia en el campo, ser el profesor de un niño de ocho años y cobrar cincuenta rublos mensuales.

-¿Le gusta a usted el mar? -me preguntó Norden (no había por qué llamarlo “señor” Norden).

-¿El mar? -balbucí-. ¡Oh sí!, ¡muchísimo!

Norden se echó a reír.

-Desde luego... ¿A quién no le ha gustado el mar en su juventud? Pues bien, desde casa verá usted el mar. Un mar un poco gris, un poco triste; pero con furores y sonrisas. Se encontrará usted en la gloria.

-No lo dudo.

Sonreí, y Norden también. Añadió:

-En aquel mar se ahogó mi hija Elena... Hace cinco años.

Permanecí en silencio. No sabía qué decir. Además, estaba desconcertado por su sonrisa. ¡Sonreía hablando de la muerte de su hija!

“¿Será una broma?”, pensé.

El anticipo de veinte rublos me lo hizo motu proprio  y se negó a aceptar un recibo. No me pidió el pasaporte y ni siquiera preguntó mi nombre. En otras circunstancias, aquella confianza acaso me hubiera parecido muy natural; pero me hallaba tan deprimido a causa de mi expulsión de la Universidad, tenía el estomago tan vacío y los calcetines tan mojados, que el inspirarla me sorprendió mucho y aumentó mi satisfacción.

Sin embargo, cuando llevaba unos días en casa de Norden, no veía las cosas tan color de rosa: me había acostumbrado al lujo de mi habitación, a la buena mesa y a los calcetines secos, y a medida que me distanciaba de la ida de Petersburgo, del hambre, de la terrible lucha por la existencia, mis ojos iban percibiendo matices raros y nada alegres en lo que me rodeaba. Al enumerar a mis compañeros, en mis cartas, las excelencias de mi nueva vida, no experimentaba ninguna alegría.

Al principio, mi percepción de aquellos sombríos y misteriosos matices fue muy vaga, casi inconsciente. A simple vista, no había en el mundo morada más alegre ni familia más dichosa que la de Norden. Y hubo de transcurrir algún tiempo antes de que pudiera empezar a intuir que pesaban sobre el lugar y las personas ocultos y abrumadores motivos de tristeza.

La casa, rodeada de un jardín, se hallaba situada a orillas del mar. Era de dos pisos, amplia y lujosa; a mí, pobre estudiante, me habían alojado en el entresuelo, en una habitación espléndida, como si fuera un personaje o un amigo intimo de la familia. El jardín era magnífico: a pesar de lo severo y pobre de la naturaleza circundante -rocas, arenas y pinos-, a pesar de las nieblas matinales y de la fría brisa marina, estaba poblado de árboles soberbios, tilos, abetos azules, nogales y castaños, y lo embellecían numerosos rosales y jazmines. Entre los árboles y los arbustos -que ignoro por qué motivo se me antojaban que siempre tenían frío- crecía un hermoso césped. Todos los que lo veían a través de la verja lo encontraban precioso y envidiaban a su propietario.

Norden estaba orgulloso de su jardín. A mí, cuando lo vi por primera vez, me encantó. Pero en su excesivo aislamiento, en la especie de desamparo de los árboles sobre el fondo verde, había algo que hacía pensar, de un modo vago, en una dolorosa injusticia, en un error irreparable, en una felicidad pérdida.

En los senderos no había huellas. ¿Por qué?. En la casa vivían numerosas personas. Norden se paseaba con frecuencia por el jardín, los niños que eran tres, pasaban en el buena parte del día; pero -lo recuerdo como si estuviera viéndolo- en los senderos no había huellas.

Norden, vanagloriándose un día de aquella extraña peculiaridad de su jardín, me dijo que la arena que recubría los senderos era una mezcla especial de arcilla y grava, sobre la cual no quedaban impresas las pisadas ni siquiera inmediatamente después de la lluvia.

-Es un capricho- añadió.

No le oculté que me parecía un capricho absurdo.

Norden se echo a reír, sin que yo acertara a explicarme el motivo de su hilaridad, y tocándome suavemente en el codo murmuró:

-Contemple usted el jardín al amanecer.

Como obedeciendo a una orden irresistible, al día siguiente me levanté al amanecer, limpié los empañados cristales y miré al jardín: Tres oscuras siluetas avanzaban, encorvadas sobre la arena, por los senderos. Me di cuenta de que eran obreros entregados a la tarea de borrar huellas. Aquello no me gustó.

Aparte de las huellas, hubiese resultado muy natural ver alguna vez en los senderos un juguete abandonado, una herramienta olvidada por el jardinero... Pero allí nadie olvidaba nada ni abandonaba nada. Las últimas hojas, amarillas, abarquilladas, caían sobre los árboles, caían de los árboles y parecían adherirse desesperadamente a la arena; pero las mismas manos dóciles que borraban las huellas no tardaban en llevárselas. A veces se me antojaba que alguien, quizás el propio Norden, luchaba sin tregua contra los recuerdos, tratando de crear en torno suyo el vacío, sin conseguirlo, ya que cuanto más abría su boca al vacío más cuerpo tomaban los recuerdos ahuyentados, las imágenes destruidas, las huellas borradas. Yo, que no poseía una gran capacidad de observación, sentía ya pesar sobre mí los recuerdos de un error fatal, de una felicidad desvanecida, de una triste verdad.


No tardé en convertirme en un espía, en un buscador de huellas. Mi imaginación, nada risueña a causa de mi dolorosa niñez y de una juventud no demasiado alegre, pobló aquel extraño jardín de crímenes y asesinatos. Los días soleados -muy raros aquel otoño-  me reía de mis fantasías y las atribuía a mis pocos años.

Pero cuando las nieblas marinas inundaban la costa y el cielo de color plomizo parecía aplastar la tierra, se me encogía el corazón al pensar en aquellos tres hombres que al amanecer, encorvados, recorrían los senderos del jardín.

No sé si mis indagaciones hubieran sido fructíferas sin la ayuda del propio Norden, que una tarde paseando en mi compañía por la playa, me mostró un montón de piedras pegadas en forma de pirámide. Las olas habían derribado algunas de las piedras y la pirámide había perdido parte de su forma primitiva, por cuyo motivo, sin duda, no me había fijado aún en ella.

-No es tan grande como la de Cheops -me dijo Norden-, pero es una pirámide.

Prorrumpió una carcajada -aquel hombre encontraba motivo de risa en todo- y añadió:

-Mi primera intención fue la de edificar una iglesia de estilo normando. ¿Le gusta a usted el estilo normando? Pero me negaron el permiso... ¡Qué mezquindad de espíritu!

Guardé silencio. No sabía qué decir. Es algo que me sucede con frecuencia. Norden, tras una pausa lo bastante prolongada como para darme tiempo a hacer algún comentario o formular alguna pregunta, me explicó:

-En este lugar fue encontrado el cadáver de mi hija Elena. A este lado la cabeza, allí los pies. Creo haberle dicho ya que murió ahogada.

-¿Cómo ocurrió la desgracia?

-Una imprudencia juvenil -respondió Norden, sonriendo-. Embarcó sola en una lancha; se levantó un viento muy fuerte y la lancha zozobró.

Contemplé el mar, gris y un poco agitado. Hasta muy lejos de la orilla, el mar no cubría del todo las rocas de que estaba salpicado el fondo.

-El mar es aquí muy poco profundo -observé.

-Si, pero ella se alejó más de lo debido.

-¿Por qué lo hizo?

-Los jóvenes, amigo mío, suelen ir demasiado lejos -respondió Norden, sonriendo y tocándome suavemente el codo.

Y empezó a hablarme de sus dos magnificas lanchas a la sazón guardadas, ya que sólo las utilizaba durante la primavera y el verano.

-¿Y se encontró también la lancha? -interrumpí.

-¿Cuál?

-La de la desgracia.

-¡Oh, sí! El mar la arrojó a la playa. La hice pintar de un color distinto. Es la más fuerte y la más marinera de las dos. Ya tendrá usted ocasión de comprobarlo, cuando llegue el buen tiempo.

Después de aquella conversación -que a pesar de no haberme revelado nada concreto, se me antojaba que me había revelado muchas cosas-, la ruinosa pirámide fue otra de mis preocupaciones, durante algún tiempo. ¿Por qué aquel hombre, que borraba implacablemente todas las huellas, que había mandado a pintar de otro color la lancha en la cual había perecido a su hija, había erigido aquella especie de monumento en memoria de la difunta? ¿Se trataba de un arrebato sentimental, o de una de esas faltas de lógica en que suelen incurrir los hombres más consecuentes?

Sin embargo, no tardé en dejar de formularme semejantes preguntas, atraída mi atención por algo que me inquietaba más que la pirámide, más que los melancólicos árboles del jardín: el mar. La profunda tristeza que pesaba sobre aquella mansión y sobre sus moradores debía de tener su principal origen en el mar.

En el mar...


II

Antes de seguir adelante debo hablar de mi vida entre aquellas personas tan raras, tan desagradables y tétricas a pesar de su aparente regocijo.

Por la mañana ejercía mis funciones docentes por espacio de dos horas. Mi discípulo, Volodía era un muchacho de ocho años, muy bien educado, cortés como un gentleman, estudioso y dócil. No apoyaba, como otros discípulos que yo había tenido, las rodillas en el borde de la mesa, ni se metía los dedos en las narices, ni derramaba la tinta, ni decía sandeces. Escuchaba mis explicaciones con un aire tan grave como si yo fuera el rey Salomón y él uno de mis súbditos. Ignoro si me consideraba realmente como un sabio; pero aquella grave atención, que parecía atribuir un enorme valor a cada una de mis palabras, me azoraba mucho.

Todos los días, excepto los festivos, a las diez en punto aparecía ante mi mesa la cabeza rubia, pelada al rape de Volodía, y a las doce en punto desaparecía. El rostro del muchacho era achatado, pálido, desprovisto de cejas, y los ojos, muy separados y de color claro, destacaban en él con gran relieve, como si estuvieran en un plato. El pobre niño no tenía mucho que agradecerle a la naturaleza desde el punto de vista estético.

“Quizá con el tiempo mejorase su aspecto”, pensaba yo. A pesar de su aire respetuoso y su prudencia, no me era simpático. He dicho “a pesar”, y debí decir “a causa”; yo lo encontraba demasiado dócil y cortés. Sólo se reía cuando una persona mayor bromeaba, lo hacia para complacerla. En su inexpresivo semblante sólo se pintaba la alegría, el asombro, el horror o la tristeza cuando algún adulto decía algo que “debía” alegrar, asombrar, horrorizar o entristecer a sus oyentes. No parecía un niño, sino alguien que representaba concienzudamente el papel de un niño. Incluso cuando jugaba lo hacía a las instancias de las personas mayores, y como si hubiese aprendido a jugar en sueños. Sus dos hermanitos -un chiquillo de siete años y una niña de cinco- no podían haberle enseñado: no jugaban nunca.

Yo veía muy poco a los hermanos de Volodia. Siempre estaban con su vieja aya inglesa, con la cual no podía conversar debido a mi desconocimiento del idioma.

Traté de acostumbrar a mi discípulo a que paseara conmigo; pero lo hacía de un modo absurdo, artificial, como un autómata, como un niño de madera o de celuloide; bien educado, eso sí.

Una tarde bajé al jardín y lo vi sentado en un banco muy limpio, junto a un sendero, también muy limpio y sin huella alguna. Volodia estaba llorando. Tenía una rodilla entre las manos y se mordía el labio inferior. Era la primera vez que percibía en su rostro una expresión verdaderamente infantil. Sin duda se había caído y lastimado seriamente. En cuanto advirtió mi presencia, dejó de llorar, se puso en pie y salió a mi encuentro, cojeando ligeramente.

-¿Te has lastimado Volodia? -inquirí.

-Sí.

-Llora, llora…

Me miró fijamente, como para convencerse de que hablaba en serio, y respondió.

-Ya he llorado.

No me habría sorprendido oírle añadir “gracias”, como el protagonista de la antigua anécdota. ¡Hasta tal punto era fino aquel absurdo hombrecito!

Mis deberes pedagógicos, como ya he dicho, se reducían a las dos horas diarias de clase; en consecuencia, me pasaba gran parte del día paseando, si el tiempo lo permitía, o leyendo en mi cuarto. Norden había puesto a mi disposición todos sus libros, que eran muy numerosos, proporcionándome con ello una gran alegría. A veces leía en la biblioteca, para lo cual me había dado permiso también Norden, y allí me encontraba a mis anchas. Cómodos divanes, grandes mesas cubiertas de revistas, estanterías repletas de libros lujosamente conservados, silencio... un silencio más absoluto que el que reinaba en mi aposento, ya que la biblioteca se encontraba en el segundo piso, donde no llegaban los únicos ruidos de la casa, todos provocados por Norden, ignoro con qué objeto, haciendo ladrar a los perros, cantar a los niños y reír a cuantos le rodeaban.

A la hora de las comidas nos reuníamos en el comedor los niños, el aya, Norden y yo. Nunca había invitados, si se exceptúa un alemán gordo y taciturno que almorzaba a veces con nosotros y que sólo abría la boca para comer y para reír cuando Norden contaba algún chascarrillo. Creo que era el administrador de Norden.

Durante las comidas reinaba una ruidosa alegría: continuamente resonaban estrepitosas carcajadas, con motivo o sin él. El amo de la casa utilizaba todos los recursos para excitar la hilaridad de los comensales. El aya se desternillaba de risa, a pesar de que no comprendía ni la mitad de lo que Norden decía: al parecer, todo el mundo estaba obligado a reírse.

Los primeros días, no solía tomar parte de este regocijo, lo cual turbaba e incluso afligía a Norden.

-¿Por qué no se ríe usted? -me preguntaba mirándome a los ojos con aire angustiado-. ¿No le ha hecho gracia?

Y me repetía el chascarrillo, aclarándome en qué consistía su comicidad. Y sí, a pesar de todo yo continuaba serio o me limitaba a sonreír, se ponía nervioso y contaba otro chascarrillo, y otro, y otro, extrayéndome la risa como se extrae el agua de la manteca. De haberme obstinado en no reír, creo que Norden hubiera empezado a llorar y a besarme las manos, suplicándome por el amor de dios la limosna de mi risa, como si su vida peligrase y mis carcajadas pudieran salvarla.

No tardé en reírme como los demás; la risa estúpida, imbécil, ensanchaba mi boca, como el freno ensancha la de un caballo. Y, lleno de dolor y de horror, a veces experimentaba, estando solo en mi habitación o en la playa, unos locos deseos de reír…

Durante algún tiempo, al no ver en la mesa más que a las personas mencionadas, creí que la familia de Norden se reducía a sus tres hijos. Pero un día, al final del almuerzo, oí que alguien tocaba el piano en el piso alto, en el ala separada de la biblioteca por un pasillo, en cuyo extremo había una puerta, siempre cerrada.

Quedé asombrado y, contra todas las convenciones -nunca he sabido adaptarme a ellas-, pregunté:

-¿Quién está tocando?

Norden respondió, risueño:

-Es mi esposa. Perdone. Me había olvidado ponerle en antecedentes. Mi esposa no goza de muy buena salud, la pobre, y no sale de su habitación. Pero es inteligentísima; y toca el piano maravillosamente. ¡Escuche, escuche!

Pero la música era muy triste y Norden se turbó.

-¡Toca maravillosamente! -repitió, golpeando el borde del plato con el cuchillo.

Un instante después se puso de pie y echo a correr escaleras arriba.

No habían transcurrido dos minutos cuando volvió a bajar y exclamó, en tono jubiloso:

-¡Niños! ¡Miss Moll! ¡A bailar! ¡Mamá quiere que bailen un poco!

En efecto, a la música triste sucedió la de un baile de moda, rápido y semiepiléptico. La ejecución, ahora, era mucho menos limpia, y Norden me explicó:

-Es una pieza nueva que acaban de mandarnos de Petersburgo. Un baile encantador. Este otoño lo está bailando toda Europa.

Y gritó:

-Tanziren, meine, kindem, tanziren (¡Bailen, hijos míos, bailen!) ¡Y usted también, Miss Moll!

Y los tres dóciles muñecos empezaron a girar sobre sí mismos; la pequeña seguía con los ojos los movimientos de los mayores y los imitaba, levantando los brazos y agitando torpemente las piernas. Era la única cuya alegría me parecía verdadera, cuya risa no se me antojaba ficticia. Miss Moll, remedando a los niños, danzaba también, con la misma gracia de un caballo de circo obligado por el domador a andar sobre sus patas traseras. Norden batía palmas llevando el compás, lanzaba gritos de estimulador entusiasmo y, de pronto, como si no pudiera resistir la tentación, empezó a bailar. Mientras bailaba me dijo:

-¿Por qué no baila usted?

Luego se detuvo y me suplicó:

-¡Baile un poquito! ¡No nos niegue este gusto! Si no sabe, Miss Moll le enseñará.

Pero me negué en redondo.

Cuando se llevaron a los niños, acaloradísimos, Norden encendió un cigarro y me preguntó jadeante:

-Somos la familia más alegre del mundo, ¿verdad?

A partir de aquel día oí música casi a diario procedente del piso alto, unas veces tristes, y otras la más alegre y no muy bien interpretada. Norden siempre que efectuaba un viaje a Petersburgo, traía nuevas partituras, la mayoría de ellas de los nuevos bailes que estaban de moda en Europa. Iba muy a menudo a la capital, a donde lo llamaban importantes asuntos; pero su ausencia no solía prolongarse más de un par de días, a lo sumo.

¿A qué obedecía el aislamiento de su esposa? "Tal vez ese misterio y el de la gran tristeza que planea sobre esta casa y sobre sus habitantes sean el mismo misterio", pensaba yo. Pero todas mis tentativas de averiguar algo resultaban estériles. A los criados no quería preguntarles nada; constituía una falta de delicadeza y, además, los criados parecían estar tan in albis como yo en lo que respecta a las intimidades de la familia. El respetuoso Volodia era un consumado maestro en el arte del disimulo.

-¿Cómo esta tú mama? -le pregunté un día-. ¿La has visto esta mañana?

-Sí. Todas las mañanas subimos a verla. Siente mucho no poder conocerlo a usted...

-¿Está muy enferma?

-No... Toca muy bien el piano. Tiene mucho talento.

-¿Llora mucho?

-¿Mamá? -exclamó Volodia, asombrado-. ¿Por qué habría de llorar?

-Esta siempre riéndose, ¿eh? -inquirí, en tono sarcástico.

-¿Acaso es malo reírse? -replicó el más respetuoso de mis discípulos, dispuesto, sin duda, a mostrarse jovial o saturnino, según lo que yo aseverase.

Una noche o, mejor dicho, un amanecer (los tres obreros estaban ya entregados a la tarea de borrar huellas), algo, en mi opinión relacionado con la pianista invisible, provocó súbitamente una gran agitación en la casa. Se oyó caer no sé qué; alguien profirió un grito de espanto o de dolor, y por el pasillo al cual daba la puerta de mi habitación pasaron varios criados con velas encendidas.

-¡No ha sido nada! -oí que decía Norden-. Un simple susto... El viento ha arrancado un postigo de la ventana, y el ruido...

El viento, en efecto, era muy fuerte. Aullaba en las chimeneas, se estrellaba furiosamente contra los muros y rugía a sus anchas en las alturas. Pero Norden había mentido: al hacerse de día pude comprobar que no se había caído ningún postigo.

Mientras contemplaba las ventanas, en busca de una que careciera de un postigo, vi por primera vez, detrás de los cristales de una de ellas, a la esposa de Norden. Sus ojos grandes y profundos estaban clavados en el mar. En contra de lo que yo suponía, no era vieja, sino joven y bella.

-¿Qué edad tiene su esposa? -le pregunté aquella tarde a Norden, quien me inspiraba cada día menos respeto.

-Veintinueve años.

-Entonces, Elena…

-Elena era hija de mi primer matrimonio. Estoy casado en segundas nupcias.


III

Aquella noche eché de menos mi diario: me lo habían robado. La pueril y obstinada lucha contra toda huella lo había hecho desaparecer, sin duda. Pero el ladrón no consiguió nada con aquel acto tan innoble, recuerdo perfectamente todo lo que vi y experimenté hasta el momento en que el horror extinguió mi conciencia por largo tiempo. Y las huellas grabadas en mi memoria no podrían borrarlas los tres hombres que al amanecer recorrían los senderos del parque.

¿Cómo iba a olvidar aquel mar poco profundo, desesperadamente triste y tan llano que hacía dudar de la redondez de la tierra? Yo había asociado siempre la idea del mar a la de los barcos; pero desde aquella playa no se veían barcos; entre aquella orilla y toda ruta de navegación se interponía la remota y brumosa línea del horizonte. Y el agua se extendía en un desierto gris, un tedio infinito parecía pesar sobre las diminutas olas, las cuales trataban en vano de alcanzar la costa, buscando el eterno reposo.

Una o dos veces vi a lo lejos una barca de pesca avanzando con tanta lentitud que tardé un rato en convencerme de que no era una roca.

A la horrible noche de viento de que he hablado, sucedieron siete u ocho días de calma, nada fríos, pero muy húmedos; la niebla pesada y opaca, convertía el día en un crepúsculo interminable y desalentador. El mar había retrocedido, dejando al descubierto pequeñas islas y archipiélagos de arena. Una tarde eché a andar a través de aquel mundo fantástico. Al atravesar las islas en un par de pasos, al cruzar de un salto de una u otra, me parecía ser un gigante, un ente casi sobrenatural que pisaba por primera vez la tierra, recién creada y desierta.
Al llegar junto al agua, las pequeñas y plácidas olas se me antojaron enormes, colosales, como debieron ser en los primeros días del mundo.

Inclinándome sobre la arena, escribí con el dedo un nombre: “Elena”. Las cinco letras, aunque no muy grandes, ocupaban buena parte de una isla y parecían gigantescas. Más que leerse, hubiérase dicho que la palabra se oía, que era un grito dirigido al cielo, al mar, a la tierra...

¿Por qué no me guié, al regresar a la playa, por las huellas de mis pasos? Avanzando y retrocediendo en busca de un camino seco, se me hizo de noche y me desorienté. Cada vez que mis pies tocaban el agua, retrocedía, temiendo hundirme. Por fin me decidí a avanzar en línea recta, al azar, sin detenerme ante los charcos, y, lleno de alegría, no tardé en divisar delante de mí la oscura masa de la pirámide de piedras. La casualidad me había llevado al lugar donde fue encontrado el cadáver de Elena.

-¿Por qué vive usted aquí? -le pregunté aquella noche a Norden-. ¡Este mar es tan lúgubre!

Mis palabras parecieron entristecerlo. Volvió ansiosamente la cabeza hacia la oscura ventana.

-¿Lúgubre? No... Cuando se familiarice usted con él, le encantará.

Me encantaba ya, pero con el encanto y la fascinación de la tristeza y el miedo. La atracción que ejercía sobre mi era un mortal veneno, del cual tenía que huir.

Sin darme tiempo, para contestar, Norden empezó a contar un chascarrillo, y al terminar me suplicó con la mirada que no le negara mi risa. Me senté delante de él y los dos prorrumpimos en carcajadas.

¡Qué estupidez y qué bajeza!

De los días siguientes hasta el 5 de diciembre, no recuerdo nada, como si los hubiera pasado sumido en profundo sueño. El 5 de diciembre cayó la primavera, nevada, copiosísima. Y aquel día empezaron a ocurrir las cosas extraordinarias que hicieron más inquietante para mí el misterio que, a veces, se me figura una siniestra fantasía o un imaginario cuento de terror.

Trataré de ser lo más exacto posible y de no omitir ningún detalle importante, aunque su relación con los acontecimientos no sea directa. Yo atribuyo una importancia capital a la aparición de aquel ser extraordinario que parecía concentrar todas las fuerzas oscuras, toda la tristeza que pesaba sobre la maldita casa de Norden, todo el dolor que incluso a mí, un extraño, había de arrastrarme en su terrible torbellino.

El 5 de diciembre cayó, como ya he dicho, la primera nevada. Empezó al amanecer y duró toda la mañana. Cuando terminaba la clase de Volodia salí al jardín, todo estaba blanco y silencioso. Dejando profundas huellas de mi paso, llegue a la playa. Y proferí un grito de asombro al ver que ya no había mar. Horas antes empezaba allí la superficie helada, casi opaca; ahora, la vista no tropezaba con límite alguno entre el mar y la tierra, ambos cubiertos con el mismo blanco sudario.

Obedeciendo a ese impulso que nos asalta ante toda superficie lisa e intacta, me quité el guante de la mano derecha y escribí con el dedo en la nieve “Elena”.

La pirámide se había convertido en una colina blanca de suaves contornos, en algo sumiso y como muerto por segunda vez y para siempre. “A este lado la cabeza, allí, los pies...” Resultaba difícil imaginar en aquella superficie. Impasible las olas y la lancha volcada. Y me pareció que se me quitaba un peso de encima.

“No estaría de más -me dije- un viajecito a Petersburgo, para asomarme a la Universidad”.

En aquel momento, Norden se me antojaba un hombre extravagante y desagradable, aunque inofensivo. ¿Qué me importaba que contara chascarrillos e hiciera bailar a su familia? Lo que a mí me interesaba era reunir algún dinero y marcharme.

“¿Cómo vas arreglártelas para borrar las huellas?”, pensé, riéndome, mientras regresaba a la casa. Y evité cuidadosamente pisar ya las existentes, a fin de dejar el mayor número posible de ellas.

Al día siguiente -y al otro, y al otro, y al otro, si tardaba en volver a nevar- sería para mi un placer, casi un orgullo verlas.

Los árboles del jardín ya no producían la impresión de tristeza y de soledad a que me he referido: parecían sumidos en un tranquilo sueño. Lo único que descomponía la placidez del paisaje eran los cajones de madera que Norden había hecho construir para abrigo de algunos árboles meridionales. Yo no había visto nunca proteger los árboles contra el frío de aquella forma, y los altos y extraños me oprimían el corazón; semejaban ataúdes en pie, dispuestos a tomar parte en una macabra procesión. "Estoy orgulloso de mi invento", decía Norden, con gran indignación de mi parte.

Hacía dos días que Norden se había marchado a Petersburgo, y en la amplia mansión, que yo no conocía aún en su totalidad, reinaban un silencio y una calma absolutos; los niños permanecían con el aya en sus habitaciones, quietos y callados, y la servidumbre no hacia tampoco el menor ruido; en el piso alto, una mujer joven y bella, víctima de fuerzas desconocidas, languidecía solitaria...

Permanecí casi una hora en la biblioteca, pero no tenía ganas de leer; me sentía extrañamente excitado. La casa, silente y misteriosa, despertaba en mi alma una viva curiosidad y una vaga sed de aventuras. Tras cerciorarme de que nadie podía verme, empujé la puerta que daba a las habitaciones situadas al otro lado del pasillo y penetré en ella de puntillas. Crucé dos amplias estancias, avancé a lo largo de un corredor y salí al rellano de una escalera interior cuya existencia desconocía. Delante de la escalera había una puerta encerrada. “Ahí dentro está la enferma”, me dije. Intenté abrir la puerta, pero me resultó imposible. No sabía qué hacer. Por mi cerebro cruzó la idea de llamar, pero no me atreví a hacerlo.

Permanecí allí largo rato, turbado por aquel silencio que lo envolvía y penetraba todo y miraba con sus ojos blancos a través de la claraboya. Súbitamente oí un rumor de pasos en la planta baja y regresé apresuradamente a la biblioteca. Cogí un libro y con él en las manos me quede dormido en un diván, llevándome al reino del sueño la visión del mundo taciturno y cubierto de nieve.

Después de cenar me retiré a mi cuarto y, tras anotar en mi diario las impresiones del día y escribir dos o tres cartas, me acosté; pero, como me había pasado la mayor parte de la tarde durmiendo, no tenia sueño, y estuve cerca de dos horas despierto, atento el oído al silencio, la mirada atenta a las tinieblas. Más allá de la ventana, velada por un blanco visillo, reinaba la noche blanca; las nubes sumían y deshabilitaban la luz de la luna.

Creo que empezaba a quedarme dormido cuando experimenté la súbita sensación de que delante de la ventana, en el jardín, había alguien. Me incorporé. Una sombra se dibujaba en el visillo.

Dado que mi habitación se encontraba en el entresuelo y la altura de la ventana era escasa, supuse que alguno de los criados habría salido llevándose únicamente la llave de la verja y no se atrevía a llamar a la puerta principal. Con una clara angustia, a pesar todo, me levanté, me acerqué a la ventana y descorrí el visillo. Un hombre, al cual el antepecho de la ventana le llegaba un poco más debajo de la barbilla, se erguía en la oscuridad, inmóvil y mudo. Le dirigí una especie de saludo con la mano, pero no él ni se movió. Di unos golpecitos con los dedos en el cristal: el mismo silencio y la misma inmovilidad.

-¿Qué es lo que desea? -le pregunté en voz baja, sin acordarme de que era invierno y los cristales dobles no le permitieron oírme.

Viendo que continuaba sin moverse y sin hablar, me indigné y decidí salir al jardín a repetirle la pregunta, pero antes de que acabara de girar sobre mis talones la misteriosa figura empezó a alejarse lentamente, sus hombros eran muy anchos y se tocaba la cabeza con un sombrero hongo. En su aspecto no había nada extraordinario. A pesar de todo, empecé a vestirme para bajar al jardín; pero a medida que me vestía, iba sintiéndome menos resuelto, y terminé por decirme, con fingida indiferencia: “Mañana averiguaré de qué se trata”.

Al día siguiente interrogué a los criados; pero me aseguraron que ninguno de ellos había salido la noche anterior, y que nadie había visto al hombre del sombrero hongo. El portero me respondió sin inmutarse. En cambio, el lacayo Iván, visiblemente turbado, inquirió a su vez:

-¿Está usted seguro de que era un hombre con sombrero hongo?

-Completamente seguro -afirmé.

Mi respuesta pareció tranquilizarlo.

Más tarde me enteré de que la servidumbre estaba atemorizada por la supuesta presencia de un espectro; pero se trataba del espectro de  Elena, ahogada en el mar. Era un temor vago y poco serio, una de esas supersticiones frecuentes en las casas donde ha sucedido algo trágico.

Con la esperanza de descubrir allí la clave del enigma, me dirigí a la parte del jardín que caía al pie de mi ventana y lo que vi me sorprendió desagradablemente: no había huellas en la nieve y, además, la altura de la ventana era mayor de lo que yo había imaginado; aunque mi estatura es más que mediana, me costó trabajo alcanzar el borde del antepecho con las puntas de los dedos. A juzgar por este detalle, el desconocido tenía que ser desmesuradamente alto... o sostenerse en el aire, como un fantasma.

“He sido víctima de una alucinación”, me dije.

La explicación resultaba bastante lógica; la atención sostenida, angustiosa, con que yo observaba todo en aquella casa, mi constante presentimiento de algo maravilloso, podían haber debilitado mis nervios hasta el punto de hacerme ver, en este siglo ilustrado y escéptico, un fantasma. Sin embargo, se me ocurrían algunas objeciones contra aquella hipótesis: yo estaba fuerte, sano, mi cerebro funcionaba perfectamente, en mis sensaciones no había nada anormal. Además, era muy raro que mis nervios, debilitados, me hubieran hecho ver un ser que por su aspecto no se apartaba de lo vulgar; un ser sin relación alguna con mis pensamientos y mis sospechas. Lo lógico hubiese sido que mi imaginación enferma me hubiera presentado la imagen de Elena, y no la de aquel caballero taciturno, tocado con un sombrero hongo.

Pero a pesar de que no encontré respuesta a tales objeciones, no tarde en tranquilizarme. Durante el día no ocurrió nada digno de mención. Por la noche regresó Norden. Cuando estábamos terminando de cenar nos dijo que había traído la partitura de un nuevo baile de moda. Unos instantes después, la pianista invisible lo interpretaba, reflejando en la ejecución, un poco insegura, su desconocimiento de la pieza. Los niños bailaban, Miss Moll daba vueltas como un caballo de circo, el amo de la casa imitaba, cómicamente, a los danzarines de ballet. Todos nos desternillábamos de risa.

De pronto, al volver los ojos casualmente hacia una ventana, me pareció ver una figura humana en las tinieblas. Miré más fijamente detrás de los cristales: no había nadie; mi estúpida imaginación me había engañado. Pero Norden observó mi fugaz inquietud

-¿Por qué estás tan serio? -me preguntó-. ¿No te gusta el nuevo baile? ¡Anímense, anímense! Si no, Miss Moll le impondrá un correctivo.

Y señalándome con el dedo, le dijo a Miss Moll algo en inglés, que la hizo prorrumpir en estridentes carcajadas. Luego, continuando la broma, la obligo a acercarse a mi, la cogió por la muñeca y con la mano de la anciana me dio unas palmaditas en el hombro.

-¡Arrodíllense a sus pies y suplíquenle que baile un poco! -les dijo a continuación a los niños, los cuales se apresuraron a obedecerle.

Luego, dirigiéndose al aya, añadió:

-¡Y usted también!

El aya se postró a mis pies y unió sus ruegos a los de los niños.

Yo no sabía qué hacer: todo aquello me repugnaba; pero, tratándose de una broma, no podía enfadarme.

-¡Ven tú también a arrogarle que baile, perillán! -le gritó Norden al lacayo Iván, el cual contemplaba la escena desde la puerta con ojos asombrados.

Y el lacayo entró y se prosternó al lado de la anciana.

En el piso alto, tan silencioso el día anterior, continuaba resonando la alegre música. Lo salvajemente grotesco de aquel regocijo me crispaba los nervios y me arrancaba carcajadas casi dolorosas; se hubiera dicho que me estaban haciendo cosquillas. Acabé por ponerme a bailar, y al pasar por delante de las ventanas, que se me antojaban innumerables, me preguntaba:

“¿Dónde estoy?” ¿Me habré vuelto loco?

Norden tardó largo rato en calmarse. Tuve que permanecer con él en el comedor hasta mucho después de que los niños se hubieran acostado, oyéndole hablar de la velada tan alegre que habíamos tenido, de la comicidad coreográfica de Miss Moll, de lo bien que bailaba Volodia, de lo gracioso que estaban todos de rodillas a mis pies...

-Una velada así -me decía, dándome golpecitos en la rodilla con su blanca y cuidada mano- denota cultura, civilización. Vivimos en un verdadero desierto. A un lado el mar; al otro el páramo o poco menos. Y, sin embargo, bromeamos, reímos, bailamos... Mis amigos en Petersburgo me preguntan cómo puedo vivir aquí sin morir de tedio. ¡Si nos hubieran visto esta noche!

Y prorrumpió en una serie de carcajadas largas, insoportablemente largas.

-Deberíamos invitarles a un baile -continuó-, es una gran idea, ¿verdad?

Y empezó a pasear nerviosamente de un lado para otro, con el aire de un hombre a quien se le acaba de ocurrir una idea genial.

-Anoche... -empecé.

-¡Sí, si! Invitaremos a cincuenta, a cien amigos, y bailaremos todos. ¡Será una fiesta magnifica, un alarde esplendido de cultura, de civilización!

-Anoche...

De súbito, Norden, muy serio, se volvió hacia a mí, me miró fijamente y me preguntó en tono amable, cortés:

-¿Decía usted?

Me sentí sin fuerzas para contestar, como si de repente me hubiesen puesto un candado en los labios. De modo que no dije nada.

Aquella noche me quedé inmediatamente dormido. A las dos o las tres de la madrugada alguien me gritó:

-¡Arriba!

Me incorporé  bruscamente. Un profundo silencio reinaba en la habitación, cuya puerta estaba cerrada con llave. “¡He oído esa voz en sueños! -pensé-. No es ningún fenómeno extraordinario”. Y cuando iba a tenderme de nuevo en la cama, advertí que había alguien en el jardín, delante de la ventana.

Era “él”. Me acerque a la ventana y, al igual que la noche anterior, le dirigí con la mano una especie de saludo, ahora menos pacifico; pero él, lo mismo que la noche anterior, no me respondió ni se movió. Observé que era altísimo y no se sostenía en el aire.

“No puede ser un fantasma”, me dije, con un suspiro de alivio, sin caer en la cuenta de que la visita nocturna de un gigante que no dejaba huellas no resultaba demasiado normal. Decidí salir al jardín; pero él pareció adivinar mi pensamiento y echó a andar, sin mucha prisa, a lo largo de la pared. Renuncié a vestirme, considerando que al hacerlo le permitiría al desconocido desaparecer antes de que pudiera echarle la vista encima.

“En realidad su actitud no tiene nada de terrible”, pensé, mientras volvía a acostarme.

Pero mis manos y mis pies estaban fríos como témpanos de hielo. Y empecé a temblar como si tuviera calentura.


IV

La noche del 7 de diciembre me acosté vestido, resuelto a dar alcance a mi nocturno visitante y enterarme de su identidad y deseos. No tenía miedo, pero la impaciencia y la cólera me impedían conciliar el sueño.

Mi espera resultó inútil: ni una sombra, ni un rumor detrás de los cristales en toda la noche.

Y en las dos siguientes tampoco. Con una facilidad asombrosa, dada las circunstancias, recobré casi por completo la tranquilidad y empecé de nuevo a dormir a pierna suelta, sin acordarme apenas del desconocido.

El sábado, después de cenar -y no obligado, como de costumbre, a acompañar en la sobremesa a Norden, que se había marchado otra vez a Petersburgo-, subí a la biblioteca y me dediqué a examinar unos soberbios volúmenes en los cuales se resumía la historia del arte. El tiempo se me pasó sin sentir y cuando miré el reloj de la estancia, que no daba campanadas a las horas, vi que eran ya las 11:15. Como yo acostumbraba a acostarme a las 11, me puse en pie apresuradamente. Mientras recogía mi cuaderno de apuntes dirigí una mirada indiferente a la ventana. Detrás de los cristales, con la barbilla a medio palmo de distancia del antepecho, estaba “él”. Mi sorpresa fue tan grande que el cuaderno se me cayó al suelo. Al agacharme a recogerlo, pensé: “Tal vez cuando levante la cabeza ese hombre no estará ahí”.

Pero mi esperanza no se realizó. La luz de la lámpara iluminaba el rostro del desconocido, un rostro tranquilo, nada terrible, afeitado, de facciones correctas. Representaba unos treinta y cinco años. Lo único que no pude verle fueron los ojos a pesar de que también los iluminaba la luz de la lámpara; parecían quedar ocultos detrás de su propia mirada, fija en mi: una mirada inmóvil, dura -casi en el sentido táctil de la palabra-, una mirada horrible.

No sé hasta cuándo hubiese continuado mirándome si, ofendido por su insolencia, no me hubiese acercado a la ventana, gritando :

-¡Sinvergüenza!

El desconocido me volvió lentamente la espalda. Y un instante después se había hundido en la negrura de la noche.

Estallé en una carcajada y empecé a pasearme excitado y nervioso, a través de la estancia.

-¿Habrase visto semejante sinvergüenza? -murmuré.

Y cuando, en el colmo de la indignación, me disponía, a pesar de lo intempestivo de la hora, a despertar a los criados y hacerles buscar al intruso por el jardín, recordé con repentino pasmo que la biblioteca se encontraba en el segundo piso.

Aquella noche significó para mi el principio de una persecución encarnizada, implacable, cuyo objetivo trataba en vano de explicarme. Durante algunos días el desconocido continuó presentándose únicamente de noche; luego empezó a mostrarse el atardecer, o, mejor dicho, a partir del atardecer, ya que no se contentaba con una visita diaria.

No sé si podrían llamarse visitas a aquellas súbitas apariciones, tan pronto detrás de los cristales de una  ventana como de los de otra. Recuerdo que en cierta ocasión, para librarme de su presencia, me trasladé rápidamente a una habitación del extremo opuesto de la casa: al llegar allí, comprobé que el desconocido había andado más deprisa que yo y estaba esperándome delante de la ventana.

Nadie en la casa daba muestra de haber advertido lo que sucedía. La vida seguía su curso habitual, frío y triste, turbado únicamente por la absurda y ruidosa alegría de Norden. ¿Por qué no lloraban nunca aquellos niños? ¿Por qué no tenían rabietas? Una tarde, al volver a mi cuarto, después de un rato de lectura en la biblioteca, me detuve en el pasillo del entresuelo, estupefacto, al oír lloriquear a la niña; el hecho resultaba tan insólito, tan extraordinario, que abrí suavemente la puerta de la habitación donde sonaba la quejumbrosa vocecilla. La niña estaba sola, en un rincón, de cara a la pared. En una mano tenía una muñeca tuerta, y con la otra se secaba las lágrimas. Al oírme cesó de lloriquear; pero no se volvió, limitándose a esconder la muñeca.

-¿Estas castigada? -le pregunté, inclinándome sobre ella, pero sin atreverme a tocarla, pues su dolor, sin saber por qué, me pareció sagrado, intangible.

Tuve que repetirle tres o cuatro veces la pregunta; finalmente me contestó en voz muy baja:

-No, no estoy castigada.

-¿Quieres que te lleve un ratito a mi cuarto, guapa?

No me contestó, pero dejó caer la muñeca, y si no en su rostro -que continuaba casi pegado a la pared-, en sus bracitos, en sus hombros, en su cabeza pisada, vi reflejarse una medrosa vacilación.

Me disponía a cogerla en brazos y llevármela, cuando oí la risa de Norden en la escalera y salí al pasillo precipitadamente.


V

Tenía que marcharme. Cuando se me ocurrió aquella idea salvadora comprendí que no debía demorar el ponerla en práctica, pero algo más fuerte que la voz de la razón, débil y opaca, me encadenaba a aquel lugar, paralizaba mi voluntad y me adentraba más y más en aquel circulo de misterio y horror. La tristeza y el miedo tienen su encanto, y el poder de las fuerzas oscuras sobre las almas que no han conocido nunca la alegría es muy grande. Casi sin vacilar, rechacé la idea salvadora.

Acaso contribuyera a ello el delicioso tiempo que había sucedido a los tristes días del otoño. El frío nocturno cubría de nuevo las ramas de los árboles, las embellecía con el milagro de un nuevo follaje, en cuya blancura la luz áurea del sol ponía rutilantes destellos que no solo deslumbraban los ojos, sino también el alma.

“Él” había dejado de presentarse. Norden, con sus risas y sus chascarrillos, estaba en Petersburgo, y en la casa reinaba el silencio, un silencio tan profundo como si hubieran cesado todos los ruidos de la tierra. Durante aquellas horas felices llenas de paz, mi alma se mecía en el olvido de los horrores de la noche. La tierra, de día, era tan distinta...

Por la mañana me calzaba los patines y me dirigía al lugar donde se alzaba la pirámide; y mis ojos se recreaban en la contemplación del nombre -Elena- que había escrito en la nieve.

Al volver a la casa miraba obstinadamente hacia la ventana de la habitación donde vivía y sufría la señora Norden, con la esperanza de ver otra vez, aunque solo fuera un instante, su joven y pálido rostro. Pero nadie aparecía detrás de los cristales. Se hubiera dicho que en aquella habitación no había nadie, que la señora Norden, aquella extraña mujer de la que nadie hablaba, era ya tan del otro mundo como Elena.

Aunque nadie hablaba de ella, los niños subían todos los días a su cuarto, y algunas veces, muy de tarde en tarde, se oía una campanilla cuyo sonido era distinto al de todas las demás; la señora Norden llamaba. Me parecía inverosímil que la puerta de su habitación se abriera como cualquier otra puerta, que aquella mujer enigmática le diera órdenes a la doncella. La doncella no contaba nunca nada de “la señora”.

A mediados de diciembre regresó Norden. El tiempo volvió a empeorar y cayó una copiosa nevada, la cual cubrió con un espeso y frío sudario el nombre de Elena. Con el mal tiempo volvió “él”, y nuestras relaciones entraron en una nueva fase.

El domingo 18 de diciembre, después de almorzar, Volodia y yo nos acercamos a la ventana. La nieve caía en grandes copos sobre el melancólico jardín. Súbitamente apareció “él”. Era la primera vez que se me presentaba en pleno día y encontrándome acompañado. Estaba a dos pasos de distancia de la ventana, y los blancos copos se posaban en su sombrero y en sus hombros como en los de cualquier mortal. Pero, más que en él, mi atención estaba centrada en Volodia. Los ojos del niño -no cabía duda- veían al desconocido, lo miraban. Y cuando, transcurrido unos instantes, el desconocido dio media vuelta y empezó alejarse, Volodia dio un paso hacia adelante, como si se dispusiera a seguirle.

-Lo ves, ¿eh? Lo ves -dije-, en tono áspero.

Tranquilamente mintiendo como un adulto, Volodia respondió:

-No sé de qué me habla. No veo más que la nieve. ¿Acaso ve usted otra cosa?

-¡Si!

-¿Qué es lo que ve?

Convencido de que continuaría mintiéndome, renuncié a la esperanza de enterarme de algo por mediación suya. Al día siguiente sucedió lo mismo, excepto por el detalle de que la persona que estaba a mi lado en el hueco de la ventana no era Volodia sino Norden, no menos mentiroso que su hijo. Después de permanecer unos instantes inmóvil ante nosotros, el desconocido se retiró. Y Norden, que lo había visto desde el primer momento, lo siguió con la mirada.

-Muy divertido, ¿verdad? -le pregunté en tono sarcástico.

-Celebro mucho verle a usted, por fin, de buen humor -respondió Norden, con un asombro muy bien fingido-, pero no sé de qué me habla.

-¿No lo ha visto usted?

-No.

-¡No es cierto! ¡La forma de su respuesta lo ha traicionado!

Norden se quedó mirándome serio, grave. Abrumado por la impotencia y la desesperación, grité:

-¡No estoy dispuesto a continuar guardando silencio!

Al oír aquella estúpida frase, Norden puso una cara muy amable, absolutamente amable; me abrazó, casi me besó, y me formuló mil preguntas acerca del motivo de mi descontento.

-¿Lo ha ofendido a usted alguien? ¿Algún criado, quizás? En mi casa no permitiré... ¡Dígame el nombre del culpable! El que se haya atrevido... ¿No? ¿no lo ha ofendido nadie? Entonces, ¿qué le pasa? ¿Qué es lo que lo exaspera? ¿Qué es lo que lo irrita? Lo adivino: se aburre usted. ¡Sí, sí, no me lo niegue! Yo también he sido joven... ¡Oh, la juventud!

Y el desconcertante individuo se extendió en consideraciones filosóficas de una filosofía jovial, humorística, sobre la juventud, no sé si burlándose de mí, o tratando de ahogar el donaire de su propia angustia. “¡Alégrese! ¡Ríase!”, me decía, de cuando en cuando, en un tono entre suplicante y amenazador.

-¡Sí, hay que divertirse, hay que divertirse! -continuó tras una breve pausa-, ¿qué podríamos inventar? Podríamos organizar una fiesta... ¿No se le ocurre nada? En estas fechas nada tan a propósito como un árbol de navidad... ¡Sí, si eso! ¡Un árbol de navidad monstruo! Mañana mismo haré cortar el mayor de los pinos de estos alrededores y lo haré instalar en el salón. Hay que enviar inmediatamente a alguien a Petersburgo para que traiga todo lo necesario. Voy a hacer una lista...

Así terminó nuestra conversación. A partir del día siguiente la casa se vio invadida por una ruidosa actividad, mientras en mi alma de amontonaban negras tinieblas. Instalaron en el salón un pino enorme, iluminando su copa con velas de colores. Al acre olor de la resina se mezclaban el fúnebre color de la cera. Subidos a una escalera sostenida por el propio Norden, Miss Moll, los niños y yo colgábamos en las ramas los regalos, con hilos de plata. Luego bailamos y cantamos al son de alegres melodías, interpretadas por la invisible pianista del piso alto.

Y he aquí lo que pasó la noche del día en que tuvo lugar mi conversación con Norden. Aquella conversación, o, mejor dicho, mi propia tontería, me indignó tanto que decidí salir enseguida de mi pasividad y obrar de un modo enérgico y decisivo. Después de cenar, anoté en mi diario las impresiones del día, me acosté vestido y esperé, lleno de impaciencia, la aparición del desconocido. Mi tensión nerviosa era tan intensa que las horas me parecían siglos y tenía que hacer un gran esfuerzo para reprimir el deseo de llamar a mi perseguidor. Era ya cerca de la una cuando intuí su silenciosa y sombría presencia.

Salté de la cama; me acerqué rápidamente a la ventana y descorrí el visillo. En efecto, estaba allí. Mis ojos se clavaron, airados, en su sombría figura de anchos hombros, lo amenacé con la mano y me dirigí hacia la puerta. Él dio también media vuelta.

Cuando llegué a la puerta del jardín encendí una cerilla y a su claridad descorrí el cerrojo. El hierro estaba tan frío que me quemó la mano. Abrí la puerta. El desconocido se encontraba en lo alto de la escalinata, inmóvil, mudo. Era un poco más alto que yo.

No sé cuánto tiempo permanecimos frente a frente, separados por un par de pasos de distancia. Cuando el terror acabó de adueñarse de mi corazón, retrocedí lentamente, crucé el umbral y, sin apresurarme demasiado -ignoro por qué motivo consideraba muy del caso una extremada cortesía-, cerré la puerta. Al echar el cerrojo me pareció que “él” tiraba del pomo con mano suave, pero no me atrevo a asegurarlo.


VI

A pesar de todo, a la mañana siguiente me levanté dueño todavía de mi equilibrio mental. Durante toda la mañana mi tranquilidad fue absoluta, y mi cerebro funcionaba como el de cualquier hombre en perfecto estado de salud física y mental. Para que nada turbara mis reflexiones, pretexté una jaqueca y, en vez de ayudar a la aya y a los niños a adornar el árbol, me fui a pasear por el camino de la estación. El día era frío y triste.

Había leído y oído decir a doctores y expertos que las personas abrumadas por un gran dolor o remordimiento suelen tener visiones fantásticas; pero yo no me encontraba en ninguno de los dos casos. El desconocido, por lo tanto, era un ser real. Ahora bien: ¿qué relación existía entre el hombre del sombrero hongo, que se sostenía en el aire, que asechaba detrás de los cristales, y yo? ¿Por qué me manifestaba tan obstinado efecto? ¿Qué quería de mi? En aquella casa, yo no era más que un profesor y nada sabía de la triste equivocación, de la dolorosa injusticia, del crimen quizá, cuya sombra planeaba sobre el lugar y las personas.

"¿Qué quería de mi? En aquella casa, yo no era más que un profesor."

Repetí varias veces, en voz alta, aquel argumento. Me parecía tan convincente, que de buena gana hubiera hablado con el espectro, le hubiera dicho que estaba equivocado, que en aquella casa yo no era más que un profesor. Pero, ¿acaso puede dialogarse con los espectros? ¡Qué estupidez!

“¡No soy más que un profesor!”, repetí de nuevo, tras una breve pausa.

Y no tardé en darme cuenta de que mis pensamientos eran siempre los mismos y se sucedían en el mismo orden, trazando un circulo semejante al de un caballo amaestrado, un circulo que se cerraba siempre con la palabra “estupidez”. Era preciso salir de él, pensar en otra cosa, pero me resultaba imposible. Parado en medio del camino, continuaba girando, girando como un caballo bajo el látigo del domador. Experimenté un miedo atroz, no inspirado por el espectro, al cual no concedía ya tanta importancia, sino por las ideas que pueden cruzar por un pobre cerebro humano. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no gritar. De súbito, la soledad me asustó; volví precipitadamente sobre mis pasos; en aquel momento, la casa de Norden me parecía un refugio seguro.

Cuando llegué a ella me sentí súbitamente tranquilizado, tal vez por la presencia de dos estudiantes, sobrinos de Norden, que habían llegado aquella mañana invitados a pasar la Nochebuena. Eran dos muchachos muy simpáticos a los cuales bastaba mirar para saber que eran hermanos. Estaban ayudando a Norden y a los niños a adornar el árbol. Arriba resonaba -sinceramente alegre, por primera vez- el piano de la señora Norden. La invisible pianista interpretaba un nuevo baile cuya partidura habían traído los estudiantes.

Recuerdo que, antes de almorzar, los dos huéspedes y yo decidimos dar un paseo. El almuerzo fue muy alegre: bebimos como esponjas y nos reímos mucho. Por la tarde llegó una señora gorda, con sus dos hijas, animadísimas y muy amables. Aquella noche bailamos en serio.

Durante los días que siguieron llegaron otros invitados, muy simpáticos. A pesar de que la casa no era muy espaciosa, no sé cómo se las arregló Norden para alojar a tanta gente. Lo cierto es que terminadas las diversiones nocturnas, todas aquellas damas y todos aquellos caballeros se retiraban a sus respectivos aposentos. No podría decir quiénes eran. Es más, no recuerdo el rostro de ninguno de ellos. Recuerdo muy bien los trajes de los hombres y los vestidos de las mujeres, los detalles de atuendos de uno y otras; pero he olvidado sus rostros. Me parece estar viendo aun el uniforme de un general, pero solo el uniforme, como si el invitado que lo llevaba fuera un maniquí.

Pero volvamos al día en que llegaron los dos estudiantes y la señora gorda y sus dos hijas. Después de haber bebido y bailado más de la cuenta -haciendo reír, con mi torpeza, a todos los presentes-, me retiré a mí cuarto sintiéndome un poco mareado. Me dejé caer en la cama, sin desvestirme, y me quedé inmediatamente dormido.

La sed y una rara sensación me despertaron al cabo de un par de horas, obligándome a levantarme. Había dejado descorrido el visillo. Detrás de los cristales estaba “él”. Recuerdo que me encogí los hombros y me bebí dos vasos de agua. “Él” no se iba. Tiritando de frío, olvidados el baile y la música, me dirigí lentamente hacia la puerta. Al igual que el día anterior, el frío del cerrojo me quemó los dedos; y, al igual que el día anterior, lo encontré esperándome en lo alto de la escalinata. En medio del silencio nocturno, lejano y solitario, se oían los ladridos de un perro.

Ignoro el tiempo que llevábamos frente a frente, silenciosos, inmóviles, separados por un par de pasos de distancia, cuando “él”, apartándome con cierta rudeza, penetró en la casa. Lo seguí a través de las oscuras estancias. Me guiaba su silueta negra, destacando sobre el fondo blanquecino de las ventanas. No me causó la menor sorpresa verlo introducirse en mi cuarto.

Yo entré detrás de él y, maquinalmente, cerré la puerta; pero me detuve a unos pasos del umbral. Temía tropezar con el desconocido en la oscuridad de la estancia. Cuando mis ojos se acostumbraron a las tinieblas, vi un bulto inmóvil junto a la pared, en un lugar donde no había ningún mueble, y deduje que era “él”, aunque no se le oía respirar, ni daba señales de vida.

No obstante, transcurrió tanto tiempo y su inmovilidad era tan absoluta, que empecé a dudar de su presencia. Sacando fuerzas de flaqueza me obligué a mí mismo a acercarme al bulto y a palparlo. Mis dedos tocaron una tela, bajo la cual se percibía la pureza de un brazo o de un hombro. Retiré apresuradamente la mano y continué mirando, perplejo, a mi nocturno visitante. Finalmente, conseguí articular:

-¿Qué quiere usted de mi? En esta casa, yo no soy más que un profesor

Pero no me contestó. Me pareció ridículo haberle hablado de usted. A pesar de su silencio, me di cuenta de que deseaba que me acostara. Me desvestí bajo la mirada de sus ojos invisibles. Los crujidos de la cama al hundirse con el peso de mi cuerpo me llenaron de turbación, sin saber por qué. Ya entre las frías sábanas recordé que no había dejado, como de costumbre, las botas en el pasillo, junto a la puerta.

Me acosté boca arriba considerando que aquella postura era la mas respetuosa. Por su parte, “él” se sentó en el borde de la cama y apoyó una mano en mi frente.

Era una mano fría y pesada, de la cual parecían emanar el sueño y la tristeza . He sufrido mucho en la vida, he asistido a la muerte de mi padre; pero no creo que exista una tristeza semejante a la que experimenté al contacto de aquella mano. Inmediatamente empecé a dormirme; pero, cosa rara, el sueño y la tristeza no luchaban, sino que penetraban juntos en mí y se extendían unidos en todo mi cuerpo, mezclándose con mi sangre y empapando mis músculos y mis huesos. Cuando llegaron a mi corazón y lo invadieron, mi razón, mis pensamientos, mi terror, se ahogaron en un mar de angustia mortal, desesperada. Las imágenes, los recuerdos, los deseos, la juventud, la misma vida, parecieron extinguirse. La presencia del desconocido me resultaba ya indiferente. Todo mi ser languidecía en el infinito desmayo de aquella tristeza sin límites y de aquel sueño sin ensueños.

A la mañana siguiente me desperté a la hora de costumbre. En la habitación no había nadie y todo estaba en orden. No me sentía bien ni mal, sino como vacío. Mi rostro -que vi en el espejo, mientras me vestía-, un rostro vulgar y feo, no había sufrido alteración ninguna; continuaba siendo, sencillamente, el de un hombre que ha pasado mucha hambre y no ha conocido ningún afecto.

Todo estaba igual y, sin embargo, yo sabía que en el mundo había cambiado algo y que nunca volvería a ser como era. Pero observé en mi una cosa que me produjo cierta satisfacción: el misterioso espectro que me perseguía no me inspiraba ya ningún temor. Al entrar en el comedor, donde Norden hacia desternillarse de risa a más huéspedes comentándoles chascarrillos, experimenté una repugnancia invencible. Empezar a estrechar manos se convirtió en un verdadero asco.

Aquel asco fue debilitándose en el transcurso del día -un día animado, ruidoso- y casi llegó a desaparecer, pero volví a experimentarlo todas las mañanas al estrechar la mano de los invitados.


VII

Aquella mañana, cuando volvimos de la playa, después de bombardearnos, en un alegre combate dirigido por Norden, con bolsas de nieve, me encerré en mi cuarto y le escribí una carta a uno de mis compañeros de Petersburgo. No era amigo mío, pues yo no tenia amigos, pero me trataba mejor que los demás y era un buen muchacho, amable y servicial. Le decía que me encontraba en un gran peligro, y le rogaba que acudiera en mi socorro, pero en una forma tan desmayada, tan poco expresiva, que la carta, de haber llegado a sus manos, hubiese provocado en él un simple encogimiento de hombros. No sé por qué motivo no se la envié. El día que me dieron de alta en el hospital la encontré en un bolsillo de mi chaqueta, metida en un sobre cerrado, pero sin dirección. ¿Por qué no puse las señas? ¿No las recordaba? Me sería imposible decirlo.

Creo que fue aquel día cuando empecé a perder la memoria. El último periodo de mi vida en casa de Norden solo lo recuerdo de un modo fragmentario. Ya he dicho que no recuerdo más que la ropa de los numerosos invitados, como si no se tratara de seres humanos, sino de maniquíes. Y debo añadir que he olvidado también sus palabras, todas sus palabras, aunque hablaba y bromeaba con ellos. Asimismo, me resultaba completamente imposible recordar el tiempo transcurrido entre el día que escribí la carta y el último de mi estancia en la casa. ¿Fueron dos o tres días? ¿Dos o tres semanas? No lo sé. En cambio, recuerdo perfectamente algunos detalles aislados. Acaso mi amnesia no se remonta, como supongo, al día que escribí la carta, y sea producto de la larga y grave enfermedad que he padecido.

Por encima de todo, recuerdo -eso es algo inolvidable- las visitas nocturnas del desconocido. Todas las noches, cuando los invitados se retiraban a sus habitaciones, yo me acostaba vestido y dormía unas horas: luego, a través de las oscuras estancias, me dirigía al vestíbulo, abría la puerta del jardín y dejaba entrar al espectro, que me esperaba ya en lo alto de la escalinata. Le seguía hasta mi cuarto, me desvestía, me tendía entre las frías sábanas, y él se sentaba al borde de mi lecho y posaba su mano en mi frente, una mano de la cual emanaban el sueño y la tristeza.

No me inspiraba ya ningún temor. Si no le hablaba, no era por miedo, sino porque consideraba superflua toda palabra. Se hubiera dicho que era un médico silencioso y metódico en su vida diaria con un enfermo silencioso y dócil.

Después empezaba el día ruidoso, agitado, y le sucedía la velada, con su desaforada y ficticia alegría. No sé qué extrañas velas habían colocado, sin que yo lo viera, en el árbol de Navidad que cada noche brillaba más, inundando de cegadora claridad las paredes y el techo. Y a todas horas resonaban los estimulantes gritos de Norden.

-Tanziren! Tanziren!

No recuerdo otras veces, pero todavía me parece oír aquella que me persigue en mis sueños, irrumpe en mi cerebro y dispersa mis pensamientos. Encaramado sobre todos los demás ruidos, aquel grito resonaba  tenaz, insoportable, de extremo a extremo de la casa. A veces se tornaba ronco, amenazador...

Recuerdo que una noche la pianista invisible dejó súbitamente de tocar y se produjo un extraño silencio.

-Tanziren! Tanziren! -grito furiosamente Norden. Debía de estar borracho. Tenía los cabellos en desorden y la expresión de su rostro era feroz, salvaje.

-Tanziren! Tanziren!

Los invitados se apretujaban a lo largo de las paredes inundadas de luz, de una luz fulgurante, como la de un incendio.

-Tanziren! Tanziren! -repetía Norden agitando los puños, y en sus ojos brillaba la amenaza.

Por fin volvió a sonar la música y el baile continuó. Aquel fue el más brillante de todos. Recuerdo, además de lo que he referido, lo numeroso de la concurrencia: sin duda, aquella tarde había llegado muchísima gente.

A mi recuerdo de aquel baile se asocia en mi memoria el de un sentimiento muy raro: el de la presencia de Elena.

No sé si ardían muchas antorchas en el patio y el jardín. Lo único que sé es que, consciente o inconscientemente, me dirigí hacia la playa. Y allí, junto a la pirámide cubierta de nieve, permanecí largo rato pensando en Elena. He dicho “pensando”... y juraría que durante toda la velada la tuve a mi lado. Incluso recuerdo las dos islas en las cuales estuvimos sentados el uno junto al otro, conversando. Y creo que me bastaría un pequeño esfuerzo de memoria para recordar su rostro, su voz, sus palabras, y comprender... Pero no quiero hacer ese esfuerzo. Que todo continúe como está.

Una vez que Elena hubo desaparecido, su presencia fue sustituida en mi alma por una nueva sensación: la de que era testigo involuntario de una lucha despiadada entre seres invisibles y misteriosos. En su combate, agitaban el aire de tal modo que el torbellino me arrastraba a mi, mero espectador. No creo que Norden, a pesar de ser uno de los personajes de aquel drama, tuviera una idea más clara que la mía de lo que sucedía a nuestro alrededor.

Sin embargo, mi terror solo duró hasta que recibí la visita del desconocido. En cuanto su mano se posaba sobre mi frente, mis emociones, mis deseos, mi voluntad, mi inteligencia, se hundían en un mar de tristeza. Y el hecho de que la tristeza llegara siempre en intima unión con el sueño, la hacía aun más terrible. Cuando el hombre está triste, pero despierto, la visión de la vida que le rodea alivia un poco su dolor; pero el sueño se alzaba entre mi alma y el mundo exterior como un espeso muro, y la tristeza -una tristeza inmensa, sin límites- la saturaba.

Ignoro cuantos días habían transcurrido desde que en el curso de aquel ruidoso baile los “Tanziren! Tanziren!” de Norden quedaron básicamente ahogados por un  torrente de voces estremecedoras.

Me despertó, precisamente a la hora en que el desconocido solía detenerse delante de mi ventana, un repentino estrépito de carreras y gritos. Me acordé de aquella noche del mes de noviembre... No me levanté a abrirle la puerta al desconocido como de costumbre. Estaba seguro de que no había venido ni vendría. Me desvestí y volví acostarme. Los gritos y las carreras continuaban. En la escalera interior resonaban de continuo pasos apresurados. Unos días antes, aquel ininterrumpido subir y bajar, que hacía presagiar alguna desgracia, me hubiera producido una dolorosa impresión, manteniéndome en vela. Pero ahora no me preocupaba. Tranquilamente me dormí, pues sabía que el desconocido no se atrevería a venir estando todo el mundo levantado en la casa.

En aquel momento ignoraba que no volvería a ver nunca más los anchos hombros de mi nocturno visitante. Cuando me desperté, reinaba en la casa un profundo silencio, a pesar de que el sol estaba ya muy alto. Sin duda, después de la agitada noche, incluso los criados estaban durmiendo.

Me vestí y salí al comedor. Encima de la mesa yacía una mujer amortajada. Nunca había visto de cerca a la señora Norden, pero la reconocí inmediatamente.


VII

No la alumbraban cirios ni oraba nadie junto a ella. La rodeaban el silencio y la soledad. Al verla tan abandonada, se hubiera dicho que nadie sabía que había muerto.

Era joven y bella. Es decir, no sé si era realmente bella; pero era la mujer a la cual yo había amado y buscado toda mi vida, sin saberlo. Había conocido, vivos, sus finos dedos yertos cruzados sobre el pecho, y había sentido el encanto de la dulce mirada de aquellos ojos, ya sin luz, cerrados para siempre. ¡Pobres dedos de nácar, obligados a arrancarle al piano alegres notas, a cuyo son bailaba Norden! ¡Perdónalo! ¿Qué sabia él? ¡Perdóname también a mí el haber escrito en la nieve el nombre de Elena! ¡No sabía el tuyo!

No sé hasta qué punto será cierto lo que en aquel momento era para mí una evidencia absoluta. Solo sé que el amor que sentía, súbitamente revelado, era tan profundo como la tristeza que inundaba mi corazón a medida que me daba cuenta, ante la inmovilidad del cadáver, ante el sepulcral silencio que reinaba en la casa, de que “ella” estaba muerta.

Y cuando la palabra “muerta” brotó de mis labios en voz queda y doliente, me eché a llorar.

Desecho en lágrimas, salí poco después de la casa de Norden, sin abrigo, ni sombrero. Crucé el jardín y la playa, hundiéndome en la nieve hasta más arriba de los tobillos, y avance mar adentro. Sobre el hielo, la capa de nieve era menos espesa y me permitía andar con más facilidad. No tardé en encontrarme a una gran distancia de la playa. Ya no lloraba. No pensaba en nada. Continuaba avanzando, avanzando, a través del inmenso desierto blanco y liso, que parecía irme absorbiendo. Empezaba a sentir frío y cansancio, y me detuve un instante. Miré a mi alrededor como en un ensueño: la planicie infinita y blanca, sin otras huellas que las mías, me cercaba por todas partes...

Reemprendí la marcha y, sin dejar de andar, empecé a dormitar, como los caballos extenuados por una larga jornada, como los vagabundos que buscan en el ruido rítmico de sus pasos el opio que alivie sus penas.

A pesar de que cada vez me resultaba más difícil flexionar los brazos y las piernas, no me daba cuenta de que empezaba a helarme y continuaba avanzando, clavados los ojos en la nieve que se extendía a mis pies.

Avanzaba, avanzaba y la nieve era siempre la misma. Ignoro si se hizo de noche o si las tinieblas surgieron de mi propio ser, pero lo blanco fue haciéndose gris, y lo gris fue haciéndose negro. Cuando ya no veía nada me dije:

“Estoy ciego”.

Y continué andando, ciego.

Unos pescadores me encontraron tendido en la nieve y me salvaron. En el hospital me amputaron tres dedos de los pies que se me habían helado. He estado un par de meses enfermo y sumido en la inconsciencia.

No sé nada de Norden. Su esposa efectivamente había muerto. No sé nada de él.

El desconocido no ha vuelto a aparecer, y sé que no aparecerá más. Si ahora viniera, creo que su visita no me desagradaría.

Me muero.

Todos me preguntan de qué me muero y por qué no hablo. Sé que esas preguntas las dicta el afecto, pero me hacen sufrir. ¿Acaso todo el que se muere sabe de qué muere?

Vivo con M. I., el compañero al cual le escribí suplicándole que acudiera a mi socorro. Es muy bueno y quiere llevarme una temporada al campo. Yo no me opongo. Si lo hiciera, daría lugar a nuevas preguntas, y debo hablar lo menos posible. ¿Cómo explicarle que el mutismo es el estado natural del hombre? Él ama las palabras y cree en algunas de ellas.

Anoche estuvimos en las islas. Había mucha gente. Vimos zarpar un yate de velas muy blancas...

¡Ah! ¡Lo olvidaba! No amo a Elena ni a la señora de Norden y nunca pienso en ellas.

Y no tengo nada más que decir.

FIN

Agradecemos a Vicente Antúnez su aportación de este cuento a la Biblioteca Digital Ciudad Seva.


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