quinta-feira, 16 de dezembro de 2010

La marcha de Afrodita

Por todas las tierras de Illarión, desde los valles y montañas coronadas con nieves perpetuas, hasta las poderosas colinas cuyo reflejo oscurece un mar tranquilo y tibio, estaban encendidos los antiguos fuegos verdes y amatistas del verano. Se aspiraban especias en el viento que azotaba el rostro de los montañeros al escalar los altos glaciares, y el más antiguo bosque de cipreses, que se deslizaba ceñudamente sobre una bahía de límpido cielo, estaba iluminado por las orquídeas de color escarlata... Pero el corazón del poeta Phaniol era una urna de negro jade fraguada por el amor con cenizas apagadas. Deseoso de olvidar por algún tiempo la socarronería de las zarzamoras, Phaniol caminaba solitario por el desierto que rodeaba a Illarión; era un lugar ennegrecido tiempo atrás por grandes hogueras, y que nunca había conocido los pinos, las violetas, los cipreses o las zarzamoras. Al caer la tarde llegó a un océano virgen, de aguas oscuras y estáticas bajo el sol poniente, exento del murmullo inmemorial propio de otros mares. Phaniol se paró y anduvo distraído por la costa cenicienta, soñando de cuando en cuando con ese mar llamado Oblivion .

Entonces, bajo el sol yacente cuya cegadora luz iluminaba su frente, apareció una barca que suavemente se deslizó hasta tierra; pero no había viento y los remos colgaban inertes sobre olas sin cresta espumosa. Phaniol advirtió que la barca estaba construida con madera de ébano, decorada con extraños anaglifos y lujosamente tallada con imágenes de dioses y bestias, sátiros, diosas y mujeres, siendo la figura principal la de un Eros negro, de serios labios carnosos y llenos, e implacables ojos de zafiro de mirada extraviada, como si estuviesen contemplando intensamente cosas innombrables o desconocidas. A bordo venían dos mujeres, una de ellas pálida como la luna polar, y la otra tan negra como una noche ecuatoriana. Ambas llevaban vestidos imperiales, y su talante era el propio de las diosas, o de quienes habitan con ellas. Sin pronunciar una sola palabra y sin un solo gesto, contemplaron a Phaniol, quien a pesar de su asombro preguntó:

-¿Qué buscan?

Entonces, con una voz que más parecía la voz del jardín de las Hespérides entre las palmeras, durante un anochecer en las islas Afortunadas, respondieron:

-Esperamos a la diosa Afrodita, quien presa de tristeza y desolación abandona Illarión, así como todos los países de este mundo de amores fugaces y mortales efímeros. Tú, puesto que eres poeta y has conocido la gran tiranía del amor, contemplarás su marcha. Pero ellos, los cortesanos, mercaderes y sacerdotes no recibirán ningún mensaje, ninguna señal de su partida, y en modo alguno podrán imaginarse que se ha marchado... Ahora, oh Phaniol, están próximos el tiempo, la diosa y la despedida.

Apenas habían terminado de hablar, cuando a través del desierto llegó Afrodita, y su llegada provocó una luz sobre las colinas, y por donde caminaba disminuían las sombras, y las arenas grises producían amapolas granates y el profundo verdor del césped que luciera cuando las reinas eran jóvenes, antes de que pasaran a formar parte de una oscura leyenda y los siglos las convirtieran en momias polvorientas. Llegó hasta la orilla y quedó en pie ante Phaniol, mientras la puesta del sol se extendía, llenando el cielo y el mar con un color aterciopelado de capullo recién abierto, y lo más profundo de la concha que en tiempos remotos le fuera consagrada se elevaba para recibirla. No llevaba ropajes, ni coronas, ni guirnaldas, arropada y coronada únicamente por el crepúsculo solar, tan hermosa como los sueños de un mortal, pero mucho más hermosa que todos los sueños. La diosa aguardaba, sonriente y tranquila, símbolo de la vida y de la muerte, de la desesperación y de la pasión, ensueño de carne y hueso para dioses y poetas y galaxias jamás conocidas. Pero también reflejaba el asombro del amor, de algo mucho más que el amor, y cuyo sentido no podía entender el poeta.

-¡Hasta siempre, oh Phaniol! -exclamó, y su voz recordaba el suspiro de aguas lejanas, el murmullo de aguas de plenilunio, arrullando no sin tristeza una orgullosa isla coronada de altas palmeras-. Me has conocido y adorado durante toda tu vida hasta este momento, pero ha llegado la hora de mi partida; me voy, y cuando me haya marchado me seguirás adorando, pero ya no me conocerás. Así es el destino, y estaba dispuesto que ningún hombre, ni ningún mundo, ni ningún dios me poseyera completamente hasta la eternidad. Cuando yo ya no exista regresarán el otoño y la primavera, el primero cuajado de hojas amarillas, y la segunda de violetas igualmente amarillas; los pájaros se refugiarán en las zarzamoras renovadas, y conocerás nuevos y fugaces amores. Jamás volverán a tus ojos o a los de cualquier otro mortal la perfecta imagen y el perfecto cuerpo de la diosa.

Finalizando así su despedida, saltó del muelle ceniciento a la oscura proa de la barca; y de la misma manera en que había llegado, sin necesidad del viento ni de los remos, la barca se hizo a la mar cuajada de los descoloridos pétalos del anochecer. Desapareció inmediatamente de la vista, mientras el desierto perdía las antiguas amapolas y el rico verdor que luciera de nuevo por unos instantes. La oscuridad se adueñó de Illarión, siguiendo furtivamente el camino trazado por Afrodita; las sombras retornaron a las colinas, y el corazón del poeta Phaniol seguía siendo una urna de negro jade fraguada por el amor con cenizas apagadas.


Clark Ashton Smith

FIN
 
Fonte: Ciudad Seva
Para que venham

Konstandinos Kavafis

Uma vela, mais não. A sua luz ténue

é mais adequada, mais brando te assombras

quando vierem do Amor, quando vierem as Sombras.

Uma vela, mais não. Para não ter hoje à noite

a alcova grande iluminação. Dentro do enleio inteiro

e da sugestão, e com a pouca luz -

assim no enleio hei-de ter visões

para que venham do Amor, para que venham as Sombras.

Konstandinos Kavafis

in Poemas e Prosas

Relógio d´Água, 1994

Tradução de Joaquim Manuel Magalhães

e Nikos Pratsinis

O Corvo

Numa meia-noite agreste, quando eu lia, lento e triste,

Vagos, curiosos tomos de ciências ancestrais,

E já quase adormecia, ouvi o que parecia

O som de alguém que batia levemente a meus umbrais

«Uma visita», eu me disse, «está batendo a meus umbrais.

É só isso e nada mais.»

Ah, que bem disso me lembro! Era no frio dezembro,

E o fogo, morrendo negro, urdia sombras desiguais.

Como eu qu’ria a madrugada, toda a noite aos livros dada

P’ra esquecer (em vão) a amada, hoje entre hostes celestiais —

Essa cujo nome sabem as hostes celestiais,

Mas sem nome aqui jamais!

Como, a tremer frio e frouxo, cada reposteiro roxo

Me incutia, urdia estranhos terrores nunca antes tais!

Mas, a mim mesmo infundindo força, eu ia repetindo,

«É uma visita pedindo entrada aqui em meus umbrais;

Uma visita tardia pede entrada em meus umbrais.

É só isso e nada mais».

E, mais forte num instante, já nem tardo ou hesitante,

«Senhor», eu disse, «ou senhora, decerto me desculpais;

Mas eu ia adormecendo, quando viestes batendo,

Tão levemente batendo, batendo por meus umbrais,

Que mal ouvi…» E abri largos, franquendo-os, meus umbrais.

Noite, noite e nada mais.

A treva enorme fitando, fiquei perdido receando,

Dúbio e tais sonhos sonhando que os ninguém sonhou iguais.

Mas a noite era infinita, a paz profunda e maldita,

E a única palavra dita foi um nome cheio de ais —

Eu o disse, o nome dela, e o eco disse aos meus ais.

Isto só e nada mais.

Para dentro estão volvendo, toda a alma em mim ardendo,

Não tardou que ouvisse novo som batendo mais e mais.

«Por certo», disse eu, «aquela bulha é na minha janela.

Vamos ver o que está nela, e o que são estes sinais.»

Meu coração se distraía pesquisando estes sinais.

«É o vento, e nada mais.»

Abri então a vidraça, e eis que, com muita negaça,

Entrou grave e nobre um corvo dos bons tempos ancestrais.

Não fez nenhum cumprimento, não parou nem um momento,

Mas com ar solene e lento pousou sobre meus umbrais,

Num alvo busto de Atena que há por sobre meus umbrais.

Foi, pousou, e nada mais.

E esta ave estranha e escura fez sorrir minha amargura

Com o solene decoro de seus ares rituais.

«Tens o aspecto tosquiado», disse eu, «mas de nobre e ousado,

Ó velho corvo emigrado lá das trevas infernais!

Dize-me qual o teu nome lá nas trevas infernais.»

Disse-me o corvo, «Nunca mais».

Pasmei de ouvir este raro pássaro falar tão claro,

Inda que pouco sentido tivessem palavras tais.

Mas deve ser concedido que ninguém terá havido

Que uma ave tenha tido pousada nos seus umbrais,

Ave ou bicho sobre o busto que há por sobre seus umbrais,

Com o nome «Nunca mais».

Mas o corvo, sobre o busto, nada mais dissera, augusto,

Que essa frase, qual se nela a alma lhe ficasse em ais.

Nem mais voz nem movimento fez, e eu, em meu pensamento

Perdido, murmurei lento, «Amigo, sonhos — mortais

Todos — todos lá se foram. Amanhã também te vais».

Disse o corvo, «Nunca mais».

A alma súbito movida por frase tão bem cabida,

«Por certo», disse eu, «são estas vozes usuais.

Aprendeu-as de algum dono, que a desgraça e o abandono

Seguiram até que o entono da alma se quebrou em ais,

E o bordão de desesp’rança de seu canto cheio de ais

Era este «Nunca mais».

Mas, fazendo inda a ave escura sorrir a minha amargura,

Sentei-me defronte dela, do alvo busto e meus umbrais;

E, enterrado na cadeira, pensei de muita maneira

Que qu’ria esta ave agoureira dos maus tempos ancestrais,

Esta ave negra e agoureira dos maus tempos ancestrais,

Com aquele «Nunca mais».

Comigo isto discorrendo, mas nem sílaba dizendo

À ave que na minha alma cravava os olhos fatais,

Isto e mais ia cismando, a cabeça reclinando

No veludo onde a luz punha vagas sombras desiguais,

Naquele veludo onde ela, entre as sombras desiguais,

Reclinar-se-á nunca mais!

Fez-me então o ar mais denso, como cheio dum incenso

Que anjos dessem, cujos leves passos soam musicais.

«Maldito!», a mim disse, «deu-te Deus, por anjos concedeu-te

O esquecimento; valeu-te. Toma-o, esquece, com teus ais,

O nome da que não esqueces, e que faz esses teus ais!»

Disse o corvo, «Nunca mais».

«Profeta», disse eu, «profeta — ou demónio ou ave preta!

Pelo Deus ante quem ambos somos fracos e mortais,

Dize a esta alma entristecida se no Éden de outra vida

Verá essa hoje perdida entre hostes celestiais,

Essa cujo nome sabem as hostes celestiais!»

Disse o corvo, «Nunca mais».

«Que esse grito nos aparte, ave ou diabo!, eu disse. «Parte!

Torna à noite e à tempestade! Torna às trevas infernais!

Não deixes pena que ateste a mentira que disseste!

Minha solidão me reste! Tira-te de meus umbrais!»

Disse o corvo, «Nunca mais».

E o corvo, na noite infinda, está ainda, está ainda

No alvo busto de Atena que há por sobre os meus umbrais.

Seu olhar tem a medonha dor de um demónio que sonha,

E a luz lança-lhe a tristonha sombra no chão mais e mais,

E a minh’alma dessa sombra, que no chão há mais e mais,

Libertar-se-á… nunca mais!


Edgar Allan Poe

(tradução de Fernando Pessoa)