domingo, 19 de janeiro de 2014

fonte : www.cristianomascaro.com.br
"O comércio é natural e , portanto, vergonhoso. O menos vil de todos os comerciantes é o que diz:'Sejamos virtuosos, já que assim ganharemos mais dinheiro do que os tolos desonestos'. Para o comerciante até a honestidade é especulação financeira. "

Baudelaire .1864.

Céu de Brasilia

A cidade acalmou
logo depois das dez
Nas janelas a fria luz
Da televisão divertindo
as famílias
Saio pela noite andando
nas ruas
lá vou eu pelo ar
Asas de avião
me esquecendo da
Solidão
Da cidade Grande,
Do mundo dos homens
Num voo maluco que eu
vou inventando
E voo até ver nascer
o mato, o sol da manhã
As folhas , o rio, o azul
Sem manchas
Do céu do planalto
central
E o horizonte imenso
aberto
Sugerindo mil direções
E eu nem quero saber
Se foi bebedeira louca
ou lucidez.

Toninho Horta e Fernando Brant.

Distinções de Antunes

"O que distingue o objeto artístico é a forma, segundo Kant. A boa forma conduz à contemplação e ao prazer estético, mesmo quando pretende influenciar a sociedade. Sem contradizê-lo, estudiosos modernos definem assim as características da arte: discurso analógico e emprego de metáforas . "

Maria Lucia Candeias..SP.Teatro

Gazeta Mercantil. Sexta e final de Semana.27,28 e 29 de Novembro de 1999.


A la deriva



Horacio Quiroga

El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.

-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!

-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.

-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.

-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.

-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.

-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.

¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.

Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.

¿Qué sería? Y la respiración...

Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...

El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

-Un jueves...

Y cesó de respirar.

FIN

Cuentos de amor de locura y de muerte, 1917

1. Caña: Aguardiente destilado de la caña de azúcar.


Biblioteca Digital Ciudad Seva

Los amados muertos



H.P. Lovecraft

Es media noche. Antes del alba darán conmigo y me encerrarán en una celda negra, donde languideceré interminablemente, mientras insaciables deseos roen mis entrañas y consumen mi corazón, hasta ser al fin uno con los muertos que amo.
Mi asiento es la fétida fosa de una vetusta tumba; mi pupitre, el envés de una lápida caída y desgastada por los siglos implacables; mi única luz es la de las estrellas y la de una angosta media luna, aunque puedo ver tan claramente como si fuera mediodía. A mi alrededor, como sepulcrales centinelas guardando descuidadas tumbas, las inclinadas y decrépitas lápidas yacen medio ocultas por masas de nauseabunda maleza en descomposición. Y sobre todo, perfilándose contra el enfurecido cielo, un solemne monumento alza su austero capitel ahusado, semejando el espectral caudillo de una horda fantasmal. El aire está enrarecido por el nocivo olor de los hongos y el hedor de la húmeda tierra mohosa, pero para mí es el aroma del Elíseo. Todo es quietud -terrorífica quietud-, con un silencio cuya intensidad promete lo solemne y lo espantoso.

De haber podido elegir mi morada, lo hubiera hecho en alguna ciudad de carne en descomposición y huesos que se deshacen, pues su proximidad brinda a mi alma escalofríos de éxtasis, acelerando la estancada sangre en mis venas y forzando a latir mi lánguido corazón con júbilo delirante... ¡Porque la presencia de la muerte es vida para mí!

Mi temprana infancia fue de una larga, prosaica y monótona apatía. Sumamente ascético, descolorido, pálido, enclenque y sujeto a prolongados raptos de mórbido ensimismamiento, fui relegado por los muchachos saludables y normales de mi propia edad. Me tildaban de aguafiestas y "vieja" porque no me interesaban los rudos juegos infantiles que ellos practicaban, o porque no poseía el suficiente vigor para participar en ellos, de haberlo deseado.

Como todas las poblaciones rurales, Fenham tenía su cupo de chismosos de lengua venenosa. Sus imaginaciones maldicientes achacaban mi temperamento letárgico a alguna anormalidad aborrecible; me comparaban con mis padres agitando la cabeza con ominosa duda en vista de la gran diferencia. Algunos de los más supersticiosos me señalaban abiertamente como un niño cambiado por otro, mientras que otros, que sabían algo sobre mis antepasados, llamaban la atención sobre rumores difusos y misteriosos acerca de un tíotatarabuelo que había sido quemado en la hoguera por nigromante.

De haber vivido en una ciudad más grande, con mayores oportunidades para encontrar amistades, quizás hubiera superado esta temprana tendencia al aislamiento.

Cuando llegué a la adolescencia, me torné aún más sombrío, morboso y apático. Mi vida carecía de alicientes. Me parecía ser preso de algo que ofuscaba mis sentidos, trababa mi desarrollo, entorpecía mis actividades y me sumía en una inexplicable insatisfacción. Tenía dieciséis años cuando acudí a mi primer funeral. Un sepelio en Fenham era un suceso de primer orden social, ya que nuestra ciudad era señalada por la longevidad de sus habitantes. Cuando, además, el funeral era el de un personaje tan conocido como mi abuelo, podía asegurarse que el pueblo entero acudiría en masa para rendir el debido homenaje a su memoria. Pero yo no contemplaba la próxima ceremonia con interés ni siquiera latente. Cualquier asunto que tendiera a arrancarme de mi inercia habitual sólo representaba para mí una promesa de inquietudes físicas y mentales. Cediendo ante las presiones de mis padres, y tratando de hurtarme a sus cáusticas condenas sobre mi actitud poco filial, convine en acompañarles. No hubo nada fuera de lo normal en el funeral de mi abuelo salvo la voluminosa colección de ofrendas florales; pero esto, recuerdo, fue mi iniciación en los solemnes ritos de tales ocasiones.

Algo en la estancia oscurecida, el ovalado ataúd con sus sombrías colgaduras, los apiñados montones de fragantes ramilletes, las demostraciones de dolor por parte de los ciudadanos congregados, me arrancó de mi normal apatía y captó mi atención. Saliendo de mi momentáneo ensueño merced a un codazo de mi madre, la seguí por la estancia hasta el féretro donde yacía el cuerpo de mi abuelo.

Por primera vez, estaba cara a cara con la Muerte. Observé el rostro sosegado y surcado por infinidad de arrugas, y no vi nada que causara demasiado pesar. Al contrario, me pareció que el abuelo estaba inmensamente contento, plácidamente satisfecho. Me sentí sacudido por algún extraño y discordante sentido de regocijo. Tan suave, tan furtivamente me envolvió que apenas puedo determinar su llegada. Mientras rememoro lentamente ese instante portentoso, me parece que debe haberse originado con mi primer vistazo a la escena del funeral, estrechando silenciosamente su cerco con sutil insidia. Una funesta y maligna influencia que parecía provenir del cadáver mismo me aferraba con magnética fascinación. Mi mismo ser parecía cargado de electricidad estática y sentí mi cuerpo tensarse involuntariamente. Mis ojos intentaban traspasar los párpados cerrados del difunto y leer el secreto mensaje que ocultaban. Mi corazón dio un repentino salto de júbilo impío batiendo contra mis costillas con fuerza demoníaca, como tratando de librarse de las acotadas paredes de mi caja torácica.

Una salvaje y desenfrenada sensualidad complaciente me envolvió. Una vez más, el vigoroso codazo maternal me devolvió a la actividad. Había llegado con pies de plomo hasta el ataúd tapizado de negro, me alejé de él con vitalidad recién descubierta.

Acompañé al cortejo hasta el cementerio con mi ser físico inundado de místicas influencias vivificantes. Era como si hubiera bebido grandes sorbos de algún exótico elixir... alguna abominable poción preparada con las blasfemas fórmulas de los archivos de Belial. La población estaba tan volcada en la ceremonia que el radical cambio de mi conducta pasó desapercibido para todos, excepto para mi padre y mi madre; pero en la quincena siguiente, los chismosos locales encontraron nuevo material para sus corrosivas lenguas en mi alterado comportamiento. Al final de la quincena, no obstante, la potencia del estímulo comenzó a perder efectividad. En uno o dos días había vuelto por completo a mi languidez anterior, aunque no era la total y devoradora insipidez del pasado. Antes, había una total ausencia del deseo de superar la inactividad; ahora, vagos e indefinidos desasosiegos me turbaban. De puertas afuera, había vuelto a ser el de siempre, y los maldicientes buscaron algún otro sujeto más propicio. Ellos, de haber siquiera soñado la verdadera causa de mi reanimación, me hubieran rehuido como a un ser leproso y obsceno.

Yo, de haber adivinado el execrable poder oculto tras mi corto periodo de alegría, me habría aislado para siempre del resto del mundo, pasando mis restantes años en penitente soledad.

Las tragedias vienen a menudo de tres en tres, de ahí que, a pesar de la proverbial longevidad de mis conciudadanos, los siguientes cinco años me trajeron la muerte de mis padres. Mi madre fue la primera, en un accidente de la naturaleza más inesperada, y tan genuino fue mi pesar que me sentí sinceramente sorprendido de verlo burlado y contrarrestado por ese casi perdido sentimiento de supremo y diabólico éxtasis. De nuevo mi corazón brincó salvajemente, otra vez latió con velocidad galopante enviando la sangre caliente a recorrer mis venas con meteórico fervor. Sacudí de mis hombros el fatigoso manto de inacción, sólo para reemplazarlo por la carga, infinitamente más horrible, del deseo repugnante y profano. Busqué la cámara mortuoria donde yacía el cuerpo de mi madre, con el alma sedienta de ese diabólico néctar que parecía saturar el aire de la estancia oscurecida.

Cada inspiración me vivificaba, lanzándome a increíbles cotas de seráfica satisfacción. Ahora sabía que era como el delirio provocado por las drogas y que pronto pasaría, dejándome igualmente ávido de su poder maligno; pero no podía controlar mis anhelos más de lo que podía deshacer los nudos gordianos que ya enmarañaban la madeja de mi destino.

Demasiado bien sabía que, a través de alguna extraña maldición satánica, la muerte era la fuerza motora de mi vida, que había una singularidad en mi constitución que sólo respondía a la espantosa presencia de algún cuerpo sin vida. Pocos días más tarde, frenético por la bestial intoxicación de la que la totalidad de mi existencia dependía, me entrevisté con el único enterrador de Fenham y le pedí que me admitiera como aprendiz.

El golpe causado por la muerte de mi madre había afectado visiblemente a mi padre. Creo que de haber sacado a relucir una idea tan trasnochada como la de mi empleo en otra ocasión, la hubiera rechazado enérgicamente. En cambio, agitó la cabeza aprobadoramente, tras un momento de sobria reflexión. ¡Qué lejos estaba de imaginar que sería el objeto de mi primera lección práctica!

También él murió bruscamente, por culpa de alguna afección cardiaca insospechada hasta el momento. Mi octogenario patrón trató por todos los medios de disuadirme de realizar la inconcebible tarea de embalsamar su cuerpo, sin detectar el fulgor entusiasta de mis ojos cuando finalmente logré que aceptara mi condenable punto de vista. No creo ser capaz de expresar los reprensibles, los desquiciados pensamientos que barrieron en tumultuosas olas de pasión mi desbocado corazón mientras trabajaba sobre aquel cuerpo sin vida.

Amor sin par era la nota clave de esos conceptos, un amor más grande -con mucho- que el que más hubiera sentido hacia él cuando estaba vivo.

Mi padre no era un hombre rico, pero había poseído bastantes bienes mundanos como para ser lo suficientemente independiente. Como su único heredero, me encontré en una especie de paradójica situación. Mi temprana juventud había sido un fracaso total en cuanto a prepararme para el contacto con el mundo moderno; pero la sencilla vida de Fenham, con su cómodo aislamiento, había perdido sabor para mí. Por otra parte, la longevidad de sus habitantes anulaba el único motivo que me había hecho buscar empleo.

La venta de los bienes me proveyó de un medio fácil de asegurarme la salida y me trasladé a Bayboro, una ciudad a unos 50 kilómetros. Aquí, mi año de aprendizaje me resultó sumamente útil. No tuve problemas para lograr una buena colocación como asistente de la Corporación Gresham, una empresa que mantenía las mayores pompas fúnebres de la ciudad. Incluso logré que me permitieran dormir en los establecimientos... porque ya la proximidad de la muerte estaba convirtiéndose en una obsesión.

Me apliqué a mi tarea con celo inusitado. Nada era demasiado horripilante para mi impía sensibilidad, y pronto me convertí en un maestro en mi oficio electo.

Cada cadáver nuevo traído al establecimiento significaba una promesa cumplida de impío regocijo, de irreverentes gratificaciones, una vuelta al arrebatador tumulto de las arterias que transformaba mi hosco trabajo en devota dedicación... aunque cada satisfacción carnal tiene su precio. Llegué a odiar los días que no traían muertos en los que refocilarme, y rogaba a todos los dioses obscenos de los abismos inferiores para que dieran rápida y segura muerte a los residentes de la ciudad.

Llegaron entonces las noches en que una sigilosa figura se deslizaba subrepticiamente por las tenebrosas calles de los suburbios; noches negras como boca de lobo, cuando la luna de la medianoche se oculta tras pesadas nubes bajas. Era una furtiva figura que se camuflaba con los árboles y lanzaba esquivas miradas sobre su espalda; una silueta empeñada en alguna misión maligna. Tras una de esas noches de merodeo, los periódicos matutinos pudieron vocear a su clientela ávida de sensación los detalles de un crimen de pesadilla; columna tras columna de ansioso morbo sobre abominables atrocidades; párrafo tras párrafo de soluciones imposibles, y sospechas contrapuestas y extravagantes.

Con todo, yo sentía una suprema sensación de seguridad, pues ¿quién, por un momento, recelaría que un empleado de pompas fúnebres -donde la Muerte presumiblemente ocupa los asuntos cotidianos- abandonaría sus indescriptibles deberes para arrancar a sangre fría la vida de sus semejantes? Planeaba cada crimen con astucia demoníaca, variando el método de mis asesinatos para que nadie los supusiera obra de un solo par de manos ensangrentadas. El resultado de cada incursión nocturna era una extática hora de placer, pura y perniciosa; un placer siempre aumentado por la posibilidad de que su deliciosa fuente fuera más tarde asignada a mis deleitados cuidados en el curso de mi actividad habitual. De cuando en cuando, ese doble y postrer placer tenía lugar...¡Oh, recuerdo escaso y delicioso!

Durante las largas noches en que buscaba el refugio de mi santuario, era incitado por aquel silencio de mausoleo a idear nuevas e indecibles formas de prodigar mis afectos a los muertos que amaba... ¡los muertos que me daban vida!

Una mañana, el señor Gresham acudió mucho más temprano de lo habitual... llegó para encontrarme tendido sobre una fría losa, hundido en un sueño monstruoso, ¡con los brazos alrededor del cuerpo rígido, tieso y desnudo de un fétido cadáver! Con los ojos llenos de una mezcla de repugnancia y compasión, me arrancó de mis salaces sueños.

Educada pero firmemente, me indicó que debía irme, que mis nervios estaban alterados, que necesitaba un largo descanso de las repelentes tareas que mi oficio exige, que mi impresionable juventud estaba demasiado profundamente afectada por la funesta atmósfera del lugar. ¡Cuán poco sabía de los demoníacos deseos que espoleaban mi detestable anormalidad! Fui suficientemente juicioso como para ver que el responder sólo lo reafirmaría en su creencia de mi potencial locura... resultaba mucho mejor marcharse que invitarlo a descubrir los motivos ocultos tras mis actos.

Tras eso, no me atreví a permanecer mucho tiempo en un lugar por miedo a que algún acto abierto descubriera mi secreto a un mundo hostil. Vagué de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo. Trabajé en depósitos de cadáveres, rondé cementerios, hasta un crematorio... cualquier sitio que me brindara la oportunidad de estar cerca de la muerte que tanto anhelaba.

Entonces llegó la Guerra Mundial. Fui uno de los primeros en alistarme y uno de los últimos en volver, cuatro años de infernal osario ensangrentado... nauseabundo légamo de trincheras anegadas de lluvia... mortales explosiones de histéricas granadas... el monótono silbido de balas sardónicas... humeantes frenesíes de las fuentes del Flegeton1... letales humaredas de gases venenosos... grotescos restos de cuerpos aplastados y destrozados... cuatro años de trascendente satisfacción.

En cada vagabundo hay una latente necesidad de volver a los lugares de su infancia. Unos pocos meses más tarde, me encontré recorriendo los familiares y apartados caminos de Fenham. Deshabitadas y ruinosas granjas se alineaban junto a las cunetas, mientras que los años habían deparado un retroceso igual en la propia ciudad. Apenas había un puñado de casas ocupadas, aunque entre ellas estaba la que una vez yo considerara mi hogar. El sendero descuidado e invadido por malas hierbas, las persianas rotas, los incultos terrenos de detrás, todo era una muda confirmación de las historias que había obtenido con ciertas indagaciones: que ahora cobijaba a un borracho disoluto que arrastraba una mísera existencia con las faenas que le encomendaban algunos vecinos, por simpatía hacia la maltratada esposa y el mal nutrido hijo que compartían su suerte. Con todo esto, el encanto que envolvía los ambientes de mi juventud había desaparecido totalmente; así, acuciado por algún temerario impulso errante, volví mis pasos a Bayboro.

Aquí, también los años habían traído cambios, aunque en sentido inverso. La pequeña ciudad de mis recuerdos casi había duplicado su tamaño a pesar de su despoblamiento en tiempo de guerra. Instintivamente busqué mi primitivo lugar de trabajo, descubriendo que aún existía, pero con nombre desconocido y un "Sucesor de" sobre la puerta, puesto que la epidemia de gripe había hecho presa del señor Gresham, mientras que los muchachos estaban en ultramar.

Alguna fatídica disposición me hizo pedir trabajo. Comenté mi aprendizaje bajo el señor Gresham con cierto recelo, pero se había llevado a la tumba el secreto de mi poco ética conducta. Una oportuna vacante me aseguró la inmediata recolocación.

Entonces volvieron erráticos recuerdos sobre noches escarlatas de impíos peregrinajes y un incontrolable deseo de reanudar aquellos ilícitos placeres. Hice a un lado la precaución, lanzándome a otra serie de condenables desmanes. Una vez más, la prensa amarilla dio la bienvenida a los diabólicos detalles de mis crímenes, comparándolos con las rojas semanas de horror que habían pasmado a la ciudad años atrás. Una vez más la policía lanzó sus redes, sacando entre sus enmarañados pliegues... ¡nada!

Mi sed del nocivo néctar de la muerte creció hasta ser un fuego devastador, y comencé a acortar los períodos entre mis odiosas explosiones. Comprendí que pisaba suelo resbaladizo, pero el demoníaco deseo me aferraba con torturantes tentáculos y me obligaba a proseguir.

Durante todo este tiempo, mi mente estaba volviéndose progresivamente insensible a cualquier otra influencia que no fuera la satisfacción de mis enloquecidos anhelos. Dejé deslizar, en alguna de esas maléficas escapadas, pequeños detalles de vital importancia para identificarme. De cierta forma, en algún lugar, dejé una pequeña pista, un rastro fugitivo, detrás... no lo bastante como para ordenar mi arresto, pero sí lo suficiente como para volver la marea de sospechas en mi dirección. Sentía el espionaje, pero aun así era incapaz de contener la imperiosa demanda de más muerte para acelerar mi enervado espíritu.

Enseguida llegó la noche en que el estridente silbato de la policía me arrancó de mi demoníaco solaz sobre el cuerpo de mi postrer víctima, con una ensangrentada navaja todavía firmemente asida. Con un ágil movimiento, cerré la hoja y la guardé en el bolsillo de mi chaqueta. Las porras de la policía abrieron grandes brechas en la puerta. Rompí la ventana con una silla, agradeciendo al destino haber elegido uno de los distritos más pobres como morada. Me descolgué hasta un callejón mientras las figuras vestidas de azul irrumpían por la destrozada puerta. Huí saltando inseguras vallas, a través de mugrientos patios traseros, cruzando míseras casas destartaladas, por estrechas calles mal iluminadas. Inmediatamente, pensé en los boscosos pantanos que se alzaban más allá de la ciudad, extendiéndose unos 60 kilómetros hasta alcanzar los arrabales de Fenham. Si podía llegar a esa meta, estaría temporalmente a salvo. Antes del alba me había lanzado de cabeza por el ansiado despoblado, tropezando con los podridos troncos de árboles moribundos cuyas ramas desnudas se extendían como brazos grotescos tratando de estorbarme con su burlón abrazo.

Los diablos de las funestas deidades a quienes había ofrecido mis idólatras plegarias debían haber guiado mis pasos hacia aquella amenazadora ciénaga.

Una semana más tarde, macilento, empapado y demacrado, rondaba por los bosques a kilómetro y medio de Fenham. Había eludido por fin a mis perseguidores, pero no osaba mostrarme, a sabiendas de que la alarma debía haber sido radiada. Tenía remota la esperanza de haberlos hecho perder el rastro. Tras la primera y frenética noche, no había oído sonido de voces extrañas ni los crujidos de pesados cuerpos entre la maleza. Quizás habían decidido que mi cuerpo yacía oculto en alguna charca o se había desvanecido para siempre entre los tenaces cenagales.

El hambre roía mis tripas con agudas punzadas, y la sed había dejado mi garganta agotada y reseca. Pero, con mucho, lo peor era el insoportable hambre de mi famélico espíritu, hambre del estímulo que sólo encontraba en la proximidad de los muertos. Las ventanas de mi nariz temblaban con dulces recuerdos. No podía engañarme demasiado con el pensamiento de que tal deseo era un simple capricho de la imaginación. Sabía que era parte integral de la vida misma, que sin ella me apagaría como una lámpara vacía. Reuní todas mis restantes energías para aplicarme en la tarea de satisfacer mi inicuo apetito. A pesar del peligro que implicaban mis movimientos, me adelanté a explorar contorneando las protectoras sombras como un fantasma obsceno. Una vez más sentí la extraña sensación de ser guiado por algún invisible acólito de Satanás.

Y aun mi alma endurecida por el pecado se agitó durante un instante al encontrarme ante mi domicilio natal, el lugar de mi retiro de juventud.

Luego, esos inquietantes recuerdos pasaron. En su lugar llegó el ávido y abrumador deseo. Tras las podridas cercas de esa vieja casa aguardaba mi presa. Un momento más tarde había alzado una de las destrozadas ventanas y me había deslizado por el alféizar. Escuché durante un instante, con los sentidos alerta y los músculos listos para la acción. El silencio me recibió. Con pasos felinos recorrí las familiares estancias, hasta que unos ronquidos estentóreos me indicaron el lugar donde encontraría remedio a mis sufrimientos. Me permití un vistazo de éxtasis anticipado mientras franqueaba la puerta de la alcoba. Como una pantera, me acerqué a la tendida forma sumida en el estupor de la embriaguez. La mujer y el niño -¿dónde estarían?-, bueno, podían esperar. Mis engarfados dedos se deslizaron hacia su garganta...

Horas más tarde volvía a ser el fugitivo, pero una renovada fortaleza robada era mía. Tres silenciosos cuerpos dormían para no despertar. No fue hasta que la brillante luz del día invadió mi escondrijo que visualicé las inevitables consecuencias de la temeraria obtención de alivio. En ese tiempo los cuerpos debían haber sido descubiertos. Aun el más obtuso de los policías rurales seguramente relacionaría la tragedia con mi huida de la ciudad vecina. Además, por primera vez había sido lo bastante descuidado como para dejar alguna prueba tangible de identidad... las huellas dactilares en las gargantas de mis recientes víctimas. Durante todo el día temblé preso de aprensión nerviosa. El simple chasquido de una ramita seca bajo mis pies conjuraba inquietantes imágenes mentales. Esa noche, al amparo de la oscuridad protectora, bordeé Fenham y me interné en los bosques de más allá. Antes del alba tuve el primer indicio definido de la renovada persecución... el distante ladrido de los sabuesos.

Me apresuré a través de la larga noche, pero durante la mañana pude sentir cómo mi artificial fortaleza menguaba. El mediodía trajo, una vez más, la persistente llamada de la perturbadora maldición y supe que me derrumbaría de no volver a experimentar la exótica intoxicación que sólo llegaba en la proximidad de mis adorados muertos. Había viajado en un amplio semicírculo. Si me esforzaba en línea recta, la medianoche me encontraría en el cementerio donde había enterrado a mis padres años atrás. Mi única esperanza, lo sabía, residía en alcanzar esta meta antes de ser capturado. Con un silencioso ruego a los demonios que dominaban mi destino, me volví encaminando mis pasos en la dirección de mi último baluarte.

¡Dios! ¿Pueden haber pasado escasas doce horas desde que partí hacia mi espectral santuario? He vivido una eternidad en cada pesada hora. Pero he alcanzado una espléndida recompensa ¡El nocivo aroma de este descuidado paraje es como incienso para mi doliente alma!

Los primeros reflejos del alba clarean en el horizonte. ¡Vienen! ¡Mis agudos oídos captan el todavía lejano aullido de los perros! Es cuestión de minutos para que me encuentren y me aparten para siempre del resto del mundo, ¡para perder mis días en anhelos desesperados, hasta que al final sea uno con los muertos que amo!

¡No me cogerán! ¡Hay una puerta de escape abierta! Una elección de cobarde, quizás, pero mejor -mucho mejor- que los interminables meses de indescriptible miseria. Dejaré esta relación tras de mí para que algún alma pueda quizás entender por qué hice lo que hice.

¡La navaja de afeitar! Aguardaba olvidada en mi bolsillo desde mi huida de Bayboro. Su hoja ensangrentada reluce extrañamente en la menguante luz de la angosta luna. Un rápido tajo en mi muñeca izquierda y la liberación está asegurada... cálida, la sangre fresca traza grotescos dibujos sobre las carcomidas y decrépitas lápidas... hordas fantasmales se apiñan sobre las tumbas en descomposición... dedos espectrales me llaman por señas... etéreos fragmentos de melodías no escritas en celestial crescendo... distantes estrellas danzan embriagadoramente en demoníaco acompañamiento... un millar de diminutos martillos baten espantosas disonancias sobre yunques en el interior de mi caótico cerebro... fantasmas grises de asesinados espíritus desfilan ante mí en silenciosa burla... abrasadoras lenguas de invisible llama estampan la marca del Infierno en mi alma enferma... no puedo... escribir... más...

FIN

1 Flegeton: Río de fuego, uno de los cinco que existen en el Hades.
Agradecemos a Ramón Escribano su aportación de este cuento a la Biblioteca Digital Ciudad Seva.
13 Jan 2010


Biblioteca Digital Ciudad Seva

La garganta de acero



Mijaíl Bulgákov

Así pues, me quedé solo. Me rodeaban las tinieblas del mes de noviembre mezcladas con torbellinos de nieve que había cubierto la casa; la chimenea aullaba. Yo había pasado los veinticuatro años de mi vida en una gran ciudad y pensaba que la tormenta aúlla solamente en las novelas. Pero resultó que también en la realidad aúlla la tormenta. Aquí las veladas son extraordinariamente largas; la lámpara, bajo su pantalla verde, se reflejaba en la ventana negra y yo soñaba despierto, mientras miraba la mancha que brillaba a mi izquierda. Soñaba con la ciudad del distrito, que se encontraba a cuarenta verstas de distancia. Tenía grandes deseos de escaparme de mi hospital para ir allí. Allí había electricidad, cuatro médicos a quienes podía consultar, y en todo caso no era tan terrible. Pero no había posibilidad alguna de escapar y, por momentos, yo mismo comprendía que aquello no era más que cobardía. Después de todo, justamente para eso había estudiado en la facultad de medicina...

"...¿Y si trajeran a una mujer con complicaciones de parto? ¿O, supongamos, a un enfermo con la hernia estrangulada? ¿Qué haría yo en ese caso? Aconséjenme, por favor. Hace cuarenta y ocho días que terminé la facultad con sobresaliente, pero el sobresaliente es una cosa y la hernia otra. En una ocasión vi cómo un profesor realizaba una operación de hernia estrangulada. Él operaba y yo estaba sentado en el anfiteatro. Eso fue todo..."

Cada vez que pensaba en la hernia, un escalofrío me recorría la columna vertebral. Cada noche, después de tomar el té, me sentaba en una misma postura: bajo mi brazo izquierdo, estaban todos los manuales de cirugía obstétrica, y encima de ellos, el pequeño Doderlein. A la derecha, unos diez tomos diversos de cirugía práctica, ilustrados. Yo me lamentaba, fumaba, tomaba un té negro y frío...

Me quedé dormido; recuerdo perfectamente esa noche, la del 29 de noviembre. Me despertó un estruendo en la puerta. Cinco minutos más tarde, mientras me ponía los pantalones, no lograba apartar mis ojos implorantes de los divinos libros de cirugía práctica. Oí el crujir de los patines de un trineo en el patio: mis oídos se habían vuelto extremadamente sensibles. Resultó, quizá, algo peor aún que una hernia o que la posición transversal de un bebé: al hospital de Nikólskoie, a las once de la noche, trajeron a una niña. La enfermera dijo con voz sorda:

-Es una niña débil, se está muriendo... Doctor, venga al hospital...

Recuerdo que atravesé el patio y me dirigí hacia la lámpara de petróleo que estaba junto a la entrada del hospital y, como hechizado, no conseguía apartar la vista de la luz parpadeante. La recepción ya estaba iluminada y toda la plantilla de ayudantes me esperaba con las batas puestas. Eran: el enfermero Demián Lukich, un hombre todavía joven pero muy eficiente, y dos experimentadas comadronas, Ana Nikoláievna y Pelagueia Ivánovna. Yo no era más que un médico de veinticuatro años que se había graduado dos meses atrás y que había sido designado para dirigir el hospital de Nikólskoie.

El enfermero abrió solemnemente la puerta y apareció la madre. Entró apresuradamente, patinando sobre sus botas de fieltro; la nieve aún no se había derretido en su pañuelo. Llevaba en sus brazos un envoltorio que acompasadamente emitía silbidos y respiraba produciendo un sonido sordo. El rostro de la madre, que lloraba en silencio, estaba demudado. Cuando la mujer se quitó la pelliza y el pañuelo y abrió el envoltorio, vi a una niña de unos tres años. La observé y por un momento me olvidé de la cirugía, la soledad, el inútil bagaje universitario; me olvidé definitivamente de todo a causa de la belleza de la niña. ¿Con qué se podía comparar? Sólo en las cajas de bombones dibujan niños así, con rizos naturales en el cabello, formando grandes bucles del color del trigo maduro. Los ojos azules, enormes; las mejillas como las de una muñeca. Así dibujaban a los ángeles. Pero una extraña turbación anidaba en el fondo de sus ojos y comprendí que era miedo: la niña se asfixiaba. "Morirá dentro de una hora", pensé con absoluta convicción, y mi corazón se contrajo dolorosamente...

Cada vez que la niña respiraba, en su garganta se formaban pequeños hoyuelos, las venas se hinchaban y el rostro pasaba de un tono rosado a uno ligeramente liláceo. De inmediato comprendí y valoré ese cambio de color. Enseguida me di cuenta de lo que se trataba; mi primer diagnóstico fue exacto y, lo más importante, coincidió con el de las comadronas, que tenían mucha experiencia: "La niña tiene garrotillo diftérico, la garganta ya está cubierta de falsas membranas y pronto se cerrará completamente..."

-¿Cuántos días lleva enferma la niña? -pregunté en medio del atento silencio de mi personal.

-Es el quinto día, el quinto -dijo la madre, y me miró profundamente con sus ojos secos.

-Garrotillo diftérico -dije entre dientes al enfermero, y a la madre le dije-: ¿En qué estabas pensando? ¿Eh? ¿En qué estabas pensando?

En ese momento se oyó detrás de mí una voz llorona:

-¡El quinto, padrecito, el quinto!

Me volví y vi a la abuela de cara redonda, con la cabeza cubierta por un pañuelo. "Sería magnífico que estas abuelas no existieran en el mundo", pensé con un lóbrego presentimiento del peligro, y dije:

-Tú, abuela, cállate; estorbas.

A la madre le repetí:

-¿En qué pensabas? ¡El quinto día! ¿Eh?

De pronto la madre, con un movimiento de autómata, entregó la niña a la abuela y se arrodilló delante de mí.

-Dale unas gotas a la niña -dijo, y golpeó el suelo con su frente-, me ahorcaré si se muere.

-Levántate inmediatamente -le contesté-, de lo contrario no hablaré contigo.

La madre se levantó rápidamente, recibió a la niña que le entregaba la abuela y comenzó a mecerla en sus brazos. La abuela se puso a rezar en dirección a la puerta, mientras la niña continuaba respirando con un silbido de serpiente. El enfermero dijo:

-Siempre hacen lo mismo. El pueblo -y al decir esto sus bigotes se torcieron hacia un costado.

-¿Quiere decir que la niña morirá? -preguntó la madre mirándome con negra furia, o al menos así lo percibí yo entonces...

-Morirá -dije en voz baja y con firmeza.

La abuela inmediatamente cogió el borde de su falda y comenzó a secarse con él los ojos. La madre me suplicó con voz abatida:

-¡Dale algo, ayúdala! ¡Dale unas gotas!

Ya veía con claridad lo que me esperaba. Me mantuve firme.

-¿Qué gotas le voy a dar? Aconséjame tú. La niña se está asfixiando, la garganta se ha cerrado. Durante cinco días seguidos has descuidado a tu hija a quince verstas de donde yo estoy. Ahora, ¿qué quieres que haga?

-Tú lo sabrás mejor, padrecito -comenzó a lloriquear la abuela en mi hombro izquierdo, con voz afectada. ¡Cómo la odié en ese momento!

-¡Cállate! -le dije. Me dirigí al enfermero y le ordené que cogiera a la niña. La madre entregó la niña a la comadrona. La niña comenzó a agitarse y quería, por lo visto, gritar, pero la voz ya no salía de su garganta. La madre quiso defenderla, pero la apartamos; entonces pude examinar, a la luz de la lámpara de petróleo, la garganta de la niña. Nunca hasta entonces me había enfrentado con la difteria, salvo en algunos casos leves que había aliviado rápidamente. En la garganta había algo que bullía, algo blanco, desgarrado. La niña de pronto espiró y me escupió en la cara, pero yo, ocupado como estaba por mis pensamientos, no me preocupé por mis ojos.

-Mira -dije, sorprendiéndome por mi tranquilidad-, el asunto es el siguiente. Ya es demasiado tarde. La niña se está muriendo. Sólo hay una cosa que podría ayudarla: una operación.

Yo mismo me horroricé. ¿Para qué lo habría dicho? Pero no podía dejar de decirlo. "¿Y si aceptan?", pasó fugazmente por mi cabeza.

-¿Cómo una operación? -preguntó la madre.

-Es necesario hacerle un corte en la parte inferior de la garganta e introducir un tubito de plata, para dar a la niña la posibilidad de respirar; así quizá podamos salvarla -le expliqué.

La madre me miró como a un loco y protegió a la niña con sus brazos mientras la abuela se ponía a refunfuñar de nuevo:

-¡No! ¡No dejes que la operen! ¡No! ¡¿Cortarle la garganta?!

-¡Lárgate, abuela! -le dije con odio-. ¡Inyéctele alcanfor! -ordené al enfermero.

La madre no quiso entregar a la niña cuando vio la jeringuilla, pero le explicamos que la inyección no era nada terrible.

-¿Quizá eso la ayudará? -preguntó la madre.

-No, no la ayudará en absoluto.

Entonces la madre se echó a llorar.

-Basta -le dije. Saqué mi reloj y añadí-: Les doy cinco minutos para pensarlo. Si no están de acuerdo dentro de cinco minutos, yo ya no haré nada.

-¡No estoy de acuerdo! -dijo tajantemente la madre.

-¡No damos nuestro consentimiento! -añadió la abuela.

-Bueno, como quieran -añadí con voz sorda, y pensé: "¡Bien, esto es todo! Mejor para mí. Yo lo he dicho, lo he propuesto; los ojos asombrados de las comadronas son testigos. Ellas no han aceptado y yo estoy salvado." No acababa de pensarlo cuando una voz ajena salió de mi interior:

-¿Se han vuelto locas? ¿Cómo que no están de acuerdo? Matarán a la niña. Acepten. ¿No les da lástima?

-¡No! -gritó nuevamente la madre.

En mi interior pensaba: "¿Qué estoy haciendo? Voy a degollar a la niña." Pero decía otra cosa.

-¡Pronto, pronto, acepten! ¡Acepten! Ya se le están poniendo azules las uñas.

-¡No! ¡No!

-Está bien, acompáñenlas a la sala; que se queden allí.

Las llevaron por el corredor casi a oscuras. Yo oía el llanto de las mujeres y el silbido de la niña. El enfermero regresó enseguida y dijo:

-¡Aceptan!

En mi interior todo se petrificó, pero dije con claridad:

-¡Esterilicen de inmediato el bisturí, las tijeras, las grapas, la sonda!

Un minuto más tarde, atravesaba a toda velocidad el patio donde la tormenta de nieve, como un demonio, volaba y chocaba contra las casas. Entré corriendo en mi gabinete y, contando los minutos, cogí un libro, lo hojeé y encontré una ilustración que representaba una traqueotomía. En ella todo era sencillo y claro: la garganta estaba abierta y el bisturí clavado en la tráquea. Me puse a leer el texto, pero no comprendía nada, las palabras parecían brincar ante mis ojos. Jamás había visto cómo se hace una traqueotomía. "¡Eh!, ahora ya es tarde", pensé, y miré con melancolía la luz azulada y la ilustración del libro; sentí que había caído sobre mí un asunto terrible y difícil y regresé al hospital sin percatarme de la tormenta.

En la recepción, una sombra con falda redonda se pegó a mí y una voz comenzó a lloriquear:

-Padrecito, ¿qué es eso de que vas a cortarle la garganta a la niña? ¿Acaso se puede pensar siquiera en algo así? Ella es una tonta, por eso ha aceptado. Pero yo no te doy mi consentimiento, no. Estoy de acuerdo en que le recetes unas gotas, pero no permitiré que le cortes la garganta.

-¡Saquen de aquí a esta mujer! -grité, y en mi acaloramiento añadí-: ¡La tonta eres tú! ¡Tú! ¡Ella no, ella es inteligente! ¡Además, a ti nadie te ha preguntado nada! ¡Sáquenla de aquí!

La comadrona abrazó firmemente a la abuela y la empujó fuera de la sala.

-¡Listo! -dijo de pronto el enfermero.

Entramos en la pequeña sala de operaciones y yo, como a través de una cortina, observé los brillantes instrumentos, la cegadora luz de la lámpara, el hule... Salí por última vez a donde estaba la madre, de cuyos brazos apenas lograron arrancar a la niña. Oí una voz ronca que decía: "Mi marido no está. Está en la ciudad. ¡Cuando regrese y se entere de lo que he hecho, me matará!"

-La matará -repitió la abuela, mirándome horrorizada.

-¡No las dejen entrar en la sala de operaciones! -ordené.

Nos quedamos solos en el quirófano. El personal, Lidka (la niña) y yo. La niña estaba desnuda. La habían sentado sobre la mesa. Lloraba en silencio.

Luego la acostaron, la sujetaron, le limpiaron la garganta y la untaron con yodo. Yo tomé con decisión el bisturí, pero pensaba: "¿Qué estoy haciendo?" Había un profundo silencio en la sala de operaciones. Tomé el bisturí e hice una línea vertical por la regordeta garganta blanca. No salió ni una gota de sangre. Por segunda vez pasé el bisturí por la franja blanca que había aparecido en la piel, que se había separado. Ni una gota nuevamente. Despacio, intentando recordar ciertos dibujos de los atlas, comencé con ayuda de una sonda roma a separar los delgados tejidos. Entonces, de la parte inferior del corte brotó una sangre oscura que inundó de inmediato la herida y comenzó a correr por el cuello. El enfermero la secaba con tampones, pero la sangre no dejaba de correr. Recordando todo lo que había visto en la universidad, comencé a apretar con pinzas los bordes de la herida, pero no obtuve ningún resultado. Sentí frío y mi frente se humedeció. Me arrepentí profundamente de haber ingresado en la facultad de medicina, de haber aceptado venir a este remoto lugar. Con furiosa desesperación metí una pinza al azar en alguna parte próxima a la herida, la cerré y la sangre inmediatamente dejó de correr. Absorbimos la sangre de la herida con bolas de gasa y sólo entonces la herida se me presentó limpia, pero completamente incomprensible. La tráquea no estaba en ninguna parte. Mi herida no tenía nada que ver con ninguna de las ilustraciones de los libros. Pasaron todavía dos o tres minutos durante los cuales, de un modo mecánico y totalmente incoherente, estuve hurgando en la herida, unas veces con el bisturí y otras con la sonda, en busca de la tráquea. Al final del segundo minuto comencé a desesperarme. "Es el fin -pensé-, ¿para qué habré hecho esto? Podía no haber propuesto la operación y Lidka habría muerto tranquilamente en su habitación, mientras que ahora morirá con la garganta desgarrada y nunca, jamás, podré demostrar que de todas formas habría muerto, que yo no podía perjudicarla..." La comadrona secó en silencio mi frente. "Dejar el bisturí y decir: no sé qué hacer ahora", pensé, e inmediatamente me imaginé los ojos de la madre. De nuevo levanté el bisturí y, sin sentido alguno, corté profunda y bruscamente a Lidka. Los tejidos se separaron e inesperadamente apareció ante mis ojos la tráquea.

-¡Los ganchos! -dije con voz ronca.

El enfermero me los dio. Introduje un gancho en un lado de la herida y el segundo en el otro y le di uno de ellos al enfermero. En ese momento sólo veía una cosa: los anillos grisáceos de la tráquea. Hundí el afilado bisturí en la tráquea y me quedé inmóvil. La tráquea comenzó a salirse de la herida: el enfermero, pensé, se ha vuelto loco, ha comenzado a extraer la tráquea. Las dos comadronas gritaron detrás de mí. Levanté los ojos y comprendí lo que ocurría: el enfermero se estaba desmayando por el calor y, sin soltar el gancho, rompía la tráquea. "Todo está en mi contra, es el destino -pensé-, ahora sí que hemos degollado a Lidka. -Y me dije-: En cuanto llegue a casa me pegaré un tiro..." En ese instante, la comadrona principal, que por lo visto tenía mucha experiencia, se lanzó de un modo rapaz hacia el enfermero y cogió el gancho que éste sostenía; luego me dijo con los dientes apretados:

-Continúe, doctor...

El enfermero cayó ruidosamente, dándose un golpe, pero nosotros no le miramos siquiera. Introduje el bisturí en la tráquea y luego metí en ella un tubito de plata. El tubo entró con facilidad, pero Lidka permaneció inmóvil. El aire no había entrado en su garganta, como debiera haber ocurrido. Respiré profundamente y me detuve: no tenía nada más que hacer. Sólo quería pedirle perdón a alguien, arrepentirme de mi ligereza, de haber ingresado en la facultad de medicina. Reinaba el silencio. Yo veía cómo Lidka se ponía cada vez más azulada. Quería abandonarlo todo y echarme a llorar. De pronto Lidka se estremeció de un modo extraño, arrojó como una fuente los sucios coágulos a través del tubo y el aire, con un silbido, entró en su garganta. La niña respiró y comenzó a llorar fuertemente. En ese instante el enfermero se levantó, pálido y sudoroso, miró alelado y horrorizado la garganta abierta y se puso a ayudarme a coserla.

A pesar del cansancio y del velo del sudor que me cubría los ojos, vi los rostros felices de las comadronas. Una de ellas me dijo:

-Ha realizado brillantemente la operación, doctor.

Pensé que se estaba burlando de mí y la miré con aire sombrío de reojo. Luego se abrieron las puertas y penetró el aire fresco. Sacaron a Lidka envuelta en una sábana. De inmediato, en la puerta, se presentó la madre. Sus ojos parecían los de una fiera salvaje. Me preguntó:

-¿Y bien?

Cuando oí el tono de su voz el sudor me recorrió la espalda, y sólo entonces me di cuenta de lo que habría ocurrido si Lidka hubiera muerto en la mesa de operaciones. Pero le contesté con una voz muy serena:

-Tranquila. Vive y seguirá viva. Eso espero. Sólo que mientras no le saquemos el tubito no podrá pronunciar ni una palabra, así que no se asusten.

Entonces la abuela salió de debajo de la tierra y se santiguó en dirección al pomo de la puerta, hacia mí, hacia el techo. Pero yo ya no me enfadaba con ella. Me volví y ordené que le inyectaran alcanfor a Lidka y que por turnos hicieran guardia junto a ella. Luego me fui a mi apartamento. Recuerdo que la luz azulada ardía en mi gabinete. Allí estaba el Doderlein, había libros esparcidos. Me acerqué al diván, me acosté vestido e inmediatamente dejé de ver cualquier cosa. Me quedé dormido y ni siquiera soñé.

Pasó un mes, otro. Yo había visto ya muchas cosas y algunas más terribles que la garganta de Lidka. Incluso la había olvidado. Estábamos rodeados de nieve y la consulta crecía de día en día. En una ocasión, ya al año siguiente, entró en mi consultorio una mujer llevando de la mano a una niña exageradamente abrigada. Los ojos de la mujer brillaban. La miré con atención y la reconocí.

-¡Ah, Lidka! ¿Cómo está la niña?

-Bien.

Dejamos al descubierto la garganta de Lidka. La niña se resistía, tenía miedo. Por fin logré levantarle el mentón y examinarla. En su cuello rosado había una cicatriz vertical de color marrón y dos cicatrices transversales delgadas, las de las costuras.

-Todo está en orden -dije-, pueden dejar de venir.

-Se lo agradezco doctor, muchas gracias -dijo la madre, y ordenó a Lidka-: ¡Dale las gracias al señor!

Pero Lidka no tenía deseos de decirme nada.

No volví a verla nunca más. Comencé a olvidarla. Mi consulta seguía creciendo. Y llegó el día en que recibí a ciento diez personas. Habíamos comenzado a las nueve de la mañana y terminamos a las ocho de la noche. Yo, tambaleándome, me quité la bata. La comadrona principal me dijo:

-Tal cantidad de pacientes debe agradecérsela a la traqueotomía. ¿Sabe lo que dicen en las aldeas? Que a Lidka, en lugar de su garganta, usted le puso una de acero y se la cosió. Viajan especialmente a la aldea donde vive la niña para verla. Ya tiene usted fama, doctor, le felicito.

-¿De modo que creen que vive con la garganta de acero? -pregunté.

-Sí, eso creen. Usted, doctor, es excelente. ¡Es un encanto ver la sangre fría con que opera!

-Sí... Yo, sabe usted, jamás me pongo nervioso -dije sin saber por qué, pero era tanto mi cansancio que ni siquiera pude avergonzarme, simplemente volví la vista hacia otro lado. Me despedí y me dirigí a mi apartamento. Caía una nieve gruesa que lo cubría todo; el farol ardía y mi casa estaba solitaria, tranquila y grave. Y yo, en el camino, sólo deseaba una cosa: dormir.

FIN

1925


Biblioteca Digital Ciudad Seva

Rashomon



Ryunosuke Akutagawa

Era un frío atardecer. Bajo Rashomon, el sirviente de un samurai esperaba que cesara la lluvia. No había nadie en el amplio portal. Sólo un grillo se posaba en una gruesa columna, cuya laca carmesí estaba resquebrajada en algunas partes. Situado Rashomon en la Avenida Sujaltu, era de suponer que algunas personas, como ciertas damas con el ichimegasa1 o nobles con el momiebosh2, podrían guarecerse allí; pero al parecer no había nadie fuera del sirviente. Y era explicable, ya que en los últimos dos o tres años la ciudad de Kyoto había sufrido una larga serie de calamidades: terremotos, tifones, incendios y carestías la habían llevado a una completa desolación. Dicen los antiguos textos que la gente llegó a destruir las imágenes budistas y otros objetos del culto, y esos trozos de madera, laqueada y adornada con hojas de oro y plata, se vendían en las calles como leña. Ante semejante situación, resultaba natural que nadie se ocupara de restaurar Rashomon. Aprovechando la devastación del edificio, los zorros y otros animales instalaron sus madrigueras entre las ruinas; por su parte ladrones y malhechores no lo desdeñaron como refugio, hasta que finalmente se lo vio convertido en depósito de cadáveres anónimos. Nadie se acercaba por los alrededores al anochecer, más que nada por su aspecto sombrío y desolado.
En cambio, los cuervos acudían en bandadas desde los más remotos lugares. Durante el día, volaban en círculo alrededor de la torre, y en el cielo enrojecido del atardecer sus siluetas se dispersaban como granos de sésamo antes de caer sobre los cadáveres abandonados.

Pero ese día no se veía ningún cuervo, tal vez por ser demasiado tarde. En la escalera de piedra, que se derrumbaba a trechos y entre cuyas grietas crecía la hierba, podían verse los blancos excrementos de estas aves. El sirviente vestía un gastado kimono azul, y sentado en el último de los siete escalones contemplaba distraídamente la lluvia, mientras concentraba su atención en el grano de la mejilla derecha.

Como decía, el sirviente estaba esperando que cesara la lluvia; pero de cualquier manera no tenía ninguna idea precisa de lo que haría después. En circunstancias normales, lo natural habría sido volver a casa de su amo; pero unos días antes éste lo había despedido, no obstante los largos años que había estado a su servicio. El suyo era uno de los tantos problemas surgidos del precipitado derrumbe de la prosperidad de Kyoto.

Por eso, quizás, hubiera sido mejor aclarar: “el sirviente espera en el portal sin saber qué hacer, ya que no tiene adónde ir". Es cierto que, por otra parte, el tiempo oscuro y tormentoso había deprimido notablemente el sentimentalismo de este sirviente de la época Heian.

Habiendo comenzado a llover a mediodía, todavía continuaba después del atardecer. Perdido en un mar de pensamientos incoherentes, buscando algo que le permitiera vivir desde el día siguiente y la manera de obrar frente a ese inexorable destino que tanto lo deprimía, el sirviente escuchaba, abstraído, el ruido de la lluvia sobre la Avenida Sujaku.

La lluvia parecía recoger su ímpetu desde lejos, para descargarlo estrepitosamente sobre Rashomon, como envolviéndolo. Alzando la vista, en el cielo oscuro se veía una pesada nube suspendida en el borde de una teja inclinada.

"Para escapar a esta maldita suerte -pensó el sirviente- no puedo esperar a elegir un medio, ni bueno ni malo, pues si empezara a pensar sin duda me moriría de hambre en medio del camino o en alguna zanja; luego me traerían aquí, a esta torre, dejándome tirado como a un perro. Pero si no elijo..."

Su pensamiento, tras mucho rondar la misma idea, había llegado por fin a este punto. Pero ese "si no elijo..." quedó fijo en su mente. Aparentemente estaba dispuesto a emplear cualquier medio; pero al decir "si no..." demostró no tener el valor suficiente para confesarse rotundamente: "no me queda otro remedio que convertirme en ladrón".

Lanzó un fuerte estornudo y se levantó con lentitud. El frío anochecer de Kyoto hacía aflorar el calor del fuego. El viento, en la penumbra, gemía entre los pilares. El grillo que se posaba en la gruesa columna había desaparecido.

Con la cabeza metida entre los hombros paseó la mirada en torno del edificio; luego levantó las hombreras del kimono azul que llevaba sobre una delgada ropa interior. Se decidió por fin a pasar la noche en algún lugar que le permitiera guarecerse de la lluvia y del viento, en donde nadie lo molestara.

El sirviente descubrió otra escalera ancha, también laqueada, que parecía conducir a la torre. Ahí arriba nadie lo podría molestar, excepto los muertos. Cuidando de que no se deslizara su espada de la vaina sujeta a la cintura, el sirviente puso su pie calzado con sandalias sobre el primer peldaño.

Minutos después, en mitad de la amplia escalera que conducía a la torre de Rashomon, un hombre acurrucado como un gato, con la respiración contenida, observaba lo que sucedía más arriba. La luz procedente de la torre brillaba en la mejilla del hombre; una mejilla que bajo la corta barba descubría un grano colorado, purulento. El hombre, es decir el sirviente, había pensado que dentro de la torre sólo hallaría cadáveres; pero subiendo dos o tres escalones notó que había luz, y que alguien la movía de un lado a otro. Lo supo cuando vio su reflejo mortecino, amarillento, oscilando de un modo espectral en el techo cubierto de telarañas. ¿Qué clase de persona encendería esa luz en Rashomon, en una noche de lluvia como aquélla?

Silencioso como un lagarto, el sirviente se arrastró hasta el último peldaño de la empinada escalera. Con el cuerpo encogido todo lo posible y el cuello estirado, observó medrosamente el interior de la torre.

Confirmando los rumores, vio allí algunos cadáveres tirados negligentemente en el suelo. Como la luz de la llama iluminaba escasamente a su alrededor, no pudo distinguir la cantidad; únicamente pudo ver algunos cuerpos vestidos y otros desnudos, de hombres y mujeres. Los hombros, el pecho y otras partes recibían una luz agonizante, que hacía más densa la sombra en los restantes miembros.

Unos con la boca abierta, otros con los brazos extendidos, ninguno daba más señales de vida que un muñeco de barro. Al verlos entregados a ese silencio eterno, el sirviente dudó que hubiesen vivido alguna vez.

El hedor que despedían los cuerpos ya descompuestos le hizo llevar rápidamente la mano a la nariz. Pero un instante después olvidó ese gesto. Una impresión más violenta anuló su olfato al ver que alguien estaba inclinado sobre los cadáveres.

Era una vieja escuálida, canosa y con aspecto de mona, vestida con un kimono de tono ciprés. Sosteniendo con la mano derecha una tea de pino, observaba el rostro de un muerto, que por su larga cabellera parecía una mujer.

Poseído más por el horror que por la curiosidad, el sirviente contuvo la respiración por un instante, sintiendo que se le erizaban los pelos. Mientras observaba aterrado, la vieja colocó su tea entre dos tablas del piso, y sosteniendo con una mano la cabeza que había estado mirando, con la otra comenzó a arrancarle el cabello, uno por uno; parecía desprenderse fácilmente.

A medida que el cabello se iba desprendiendo, cedía gradualmente el miedo del sirviente; pero al mismo tiempo se apoderaba de él un incontenible odio hacia esa vieja. Ese odio -pronto lo comprobó- no iba dirigido sólo contra la vieja, sino contra todo lo que simbolizase “el mal", por el que ahora sentía vivísima repugnancia. Si en ese instante le hubiera sido dado elegir entre morir de hambre o convertirse en ladrón -el problema que él mismo se había planteado hacía unos instantes- no habría vacilado en elegir la muerte. El odio y la repugnancia ardían en él tan vivamente como la tea que la vieja había clavado en el piso.

Él no sabía por qué aquella vieja robaba cabellos; por consiguiente, no podía juzgar su conducta. Pero a los ojos del sirviente, despojar de las cabelleras a los muertos de Rashomon, y en una noche de tormenta como ésa, cobraba toda la apariencia de un pecado imperdonable. Naturalmente, este nuevo espectáculo le había hecho olvidar que sólo momentos antes él mismo había pensado hacerse ladrón.

Reunió todas sus fuerzas en las piernas, y saltó con agilidad desde su escondite; con la mano en su espada, en una zancada se plantó ante la vieja. Ésta se volvió aterrada, y al ver al hombre retrocedió bruscamente, tambaleándose.

-¡Adónde vas, vieja infeliz! -gritó cerrándole el paso, mientras ella intentaba huir pisoteando los cadáveres.

La suerte estaba echada. Tras un breve forcejeo el hombre tomó a la vieja por el brazo (de puro hueso y piel, más bien parecía una pata de gallina), y retorciéndoselo, la arrojó al suelo con violencia:

-¿Qué estabas haciendo? Contesta, vieja; si no, hablará esto por mí.

Diciendo esto, el sirviente la soltó, desenvainó su espada y puso el brillante metal frente a los ojos de la vieja. Pero ésta guardaba un silencio malicioso, como si fuera muda. Un temblor histérico agitaba sus manos y respiraba con dificultad, con los ojos desorbitadas. Al verla así, el sirviente comprendió que la vieja estaba a su merced. Y al tener conciencia de que una vida estaba librada al azar de su voluntad, todo el odio que había acumulado se desvaneció, para dar lugar a un sentimiento de satisfacción y de orgullo; la satisfacción y el orgullo que se sienten al realizar una acción y obtener la merecida recompensa. Miró el sirviente a la vieja y suavizando algo la voz, le dijo:

-Escucha. No soy ningún funcionario imperial. Soy un viajero que pasaba accidentalmente por este lugar. Por eso no tengo ningún interés en prenderte o en hacer contigo nada en particular. Lo que quiero es saber qué estabas haciendo aquí hace un momento.

La vieja abrió aún más los ojos y clavó su mirada en el hombre; una mirada sarcástica, penetrante, con esos ojos sanguinolentos que suelen tener ciertas aves de rapiña. Luego, como masticando algo, movió los labios, unos labios tan arrugados que casi se confundían con la nariz. La punta de la nuez se movió en la garganta huesuda. De pronto, una voz áspera y jadeante como el graznido de un cuervo llegó a los oídos del sirviente:

-Yo, sacaba los cabellos... sacaba los cabellos... para hacer pelucas...

Ante una respuesta tan simple y mediocre el sirviente se sintió defraudado. La decepción hizo que el odio y la repugnancia lo invadieran nuevamente, pero ahora acompañados por un frío desprecio. La vieja pareció adivinar lo que el sirviente sentía en ese momento y, conservando en la mano los largos cabellos que acababa de arrancar, murmuró con su voz sorda y ronca:

-Ciertamente, arrancar los cabellos a los muertos puede parecerle horrible; pero ninguno de éstos merece ser tratado de mejor modo. Esa mujer, por ejemplo, a quien le saqué estos hermosos cabellos negros, acostumbraba vender carne de víbora desecada en la Barraca de los Guardianes, haciéndola pasar nada menos que por pescado. Los guardianes decían que no conocían pescado más delicioso. No digo que eso estuviese mal pues de otro modo se hubiera muerto de hambre. ¿Qué otra cosa podía hacer? De igual modo podría justificar lo que yo hago ahora. No tengo otro remedio, si quiero seguir viviendo. Si ella llegara a saber lo que le hago, posiblemente me perdonaría.

Mientras tanto el sirviente había guardado su espada, y con la mano izquierda apoyada en la empuñadura, la escuchaba fríamente. La derecha tocaba nerviosamente el grano purulento de la mejilla. Y en tanto la escuchaba, sintió que le nacía cierto coraje, el que le faltara momentos antes bajo el portal. Además, ese coraje crecía en dirección opuesta al sentimiento que lo había dominado en el instante de sorprender a la vieja. El sirviente no sólo dejó de dudar (entre elegir la muerte o convertirse en ladrón) sino que en ese momento el tener que morir de hambre se había convertido para él en una idea absurda, algo por completo ajeno a su entendimiento.

-¿Estás segura de lo que dices? -preguntó en tono malicioso y burlón.

De pronto quitó la mano del grano, avanzó hacia ella y tomándola por el cuello le dijo con rudeza:

-Y bien, no me guardarás rencor si te robo, ¿verdad? Si no lo hago, también yo me moriré de hambre.

Seguidamente, despojó a la vieja de sus ropas, y como ella tratara de impedirlo aferrándosele a las piernas, de un puntapié la arrojó entre los cadáveres. En cinco pasos el sirviente estuvo en la boca de la escalera; y en un abrir y cerrar de ojos, con la amarillenta ropa bajo el brazo, descendió los peldaños hacia la profundidad de la noche.

Un momento después la vieja, que había estado tendida como un muerto más, se incorporó, desnuda. Gruñendo y gimiendo, se arrastró hasta la escalera, a la luz de la antorcha que seguía ardiendo. Asomó la cabeza al oscuro vacío y los cabellos blancos le cayeron sobre la cara.

Abajo, sólo la noche negra y muda.

Adónde fue el sirviente, nadie lo sabe.

FIN

1. Sombrero antiguo para dama, de paja o tela laqueada, según la clase social. Designa a la dama que emplea dicho sombrero.
2. Antiguo gorro empleado por los nobles y samurais. Designa a los nobles o samurais que llevan dicho gorro.


Biblioteca Digital Ciudad Seva

Jardín de infancia



Naguib Mahfuz

-Papá...
-¿Qué?

-Yo y mi amiga Nadia siempre estamos juntas.

-Claro, mujer, porque es tu amiga.

-En clase... en el recreo... a la hora de comer...

-Estupendo... es una niña buena y juiciosa.

-Pero en la hora de religión yo voy a una clase y ella a otra.

Miró a la madre y vio que sonreía, ocupada en bordar un mantel. Y dijo, sonriendo también:

-Sí... pero sólo en la clase de religión...

-¿Y por qué, papá?

-Porque tú eres de una religión y ella de otra.

-Pero, ¿por qué, papá?

-Porque tú eres musulmana y ella cristiana.

-¿Y por qué, papá?

-Eres aún muy pequeña, ya lo comprenderás...

-No, ¡soy mayor!

-No, eres pequeña, cariñito...

-¿Y por qué soy musulmana?

Debía ser comprensivo y delicado: no faltar a los preceptos de la pedagogía moderna a la primera dificultad. Contestó:

-Porque papá es musulmán... mamá es musulmana...

-¿Y Nadia?

-Porque su papá es cristiano y su mamá también...

-¿Porque su papá lleva gafas?

-No... Las gafas no tienen nada que ver. Es porque su abuelo también era cristiano y...

Siguió con la cadena de antepasados hasta aburrirse. Trató de cambiar el tema pero la niña preguntó:

-¿Cuál es mejor?

Dudó un momento antes de contestar:

-Las dos...

-¡Pero yo quiero saber cuál es mejor!

-Es que las dos lo son.

-¿Y por qué no me hago cristiana para estar siempre con Nadia?

-No, cariñito, es mejor que no. Hay que ser lo mismo que papá y que mamá...

-¿Y por qué?

Francamente: la pedagogía moderna es tiránica.

-¿Por qué no esperas a ser mayor?

-No. ¡Ahora!

-Bien. Digamos que por gusto. A ella le gusta más una y tú prefieres la otra. Tú eres musulmana y ella tiene otro gusto. Por eso tienes que seguir siendo musulmana.

-¿Nadia tiene mal gusto?

Dios confunda a ti y a Nadia. Había metido la pata a pesar de las precauciones. Se lanzó sin piedad al cuello de una botella.

-Sobre gustos no hay nada escrito. Lo único imprescindible es seguir siendo como papá y mamá...

-¿Puedo decirle que ella tiene mal gusto y yo no?

Salió al paso:

-Las dos son buenas: tanto el Islam como el Cristianismo adoran a Dios.

-¿Y por qué yo lo adoro en una habitación y ella en otra?

-Porque ella lo adora de una manera y tú de otra.

-¿Y cuál es la diferencia, papá?

-Ya lo estudiarás el año que viene o el otro. Por el momento confórmate con saber que Islam y Cristianismo adoran a Dios.

-¿Y quién es Dios, papá?

Se detuvo, reflexionó un segundo y preguntó, extremando las precauciones:

-¿Qué les ha dicho Abla?

-Lee la azora y nos enseña a rezar, pero yo no sé. ¿Quién es Dios, papá?

Se quedó pensando con sonrisa torcida. Luego:

-Es el Creador del mundo.

-¿De todo?

-De todo.

-¿Qué quiere decir Creador, papá?

-Quiere decir que lo ha hecho todo.

-¿Cómo, papá?

-Con su Sumo poder.

-¿Y dónde vive?

-En todo el mundo.

-¿Y antes del mundo?

-Arriba...

-¿En el cielo?

-Sí...

-Quiero verlo.

-No se puede.

-¿Ni en la televisión?

-No.

-¿Y no lo ha visto nadie?

-Nadie.

-¿Y por qué sabes que está arriba?

-Porque sí.

-¿Quién adivinó que estaba arriba?

-Los profetas.

-¿Los profetas?

-Sí, como nuestro señor Mahoma.

-¿Y cómo, papá?

-Por una gracia especial.

-¿Tenía los ojos muy grandes?

-Sí.

-¿Y por qué, papá?

-Porque Dios lo creó así.

-¿Y por qué, papá?

Contestó tratando de no perder la paciencia:

-Porque puede hacer lo que quiere...

-¿Y cómo dices que es?

-Muy grande, muy fuerte, todo lo puede...

-¿Como tú, papá?

Contestó disimulando una sonrisa:

-Es incomparable.

-¿Y por qué vive arriba?

-Porque en la tierra no cabe, pero lo ve todo.

Se distrajo un momento, pero volvió:

-Pues Nadia me ha dicho que vivió en la tierra.

-No es eso; es que lo ve todo como si viviese en todas partes.

-Y también me ha dicho que la gente lo mató.

-No, está vivo, no ha muerto.

-Pues Nadia me ha dicho que lo mataron.

-Qué va, cariñito, creyeron que lo habían matado pero estaba vivo.

-¿El abuelo también está vivo?

-No, el abuelo murió.

-¿Lo han matado?

-No, se murió.

-¿Cómo?

-Se puso enfermo y se murió.

-Entonces ¿mi hermana va a morirse?

Frunció las cejas y contestó advirtiendo un movimiento de reproche del lado de la madre:

-Ni mucho menos, ella se curará si Dios quiere...

-¿Por qué se murió entonces el abuelo?

-Porque cuando se puso enfermo era ya mayor.

-¡Pues tú eres mayor, has estado enfermo y no te has muerto!

La madre lo miró regañona. Luego pasó la vista de uno a otro azorada. Él dijo:

-Nos morimos cuando Dios lo dispone.

-¿Y por qué dispone Dios que nos muramos?

-Porque es libre de hacer lo que quiere.

-¿Es bonito morirse?

-Qué va, mi vida.

-¿Y por qué Dios quiere una cosa que no es bonita?

-Todo lo que Dios quiere para nosotros es bueno.

-Pero tú acabas de decir que no lo es.

-Me he equivocado, querida.

-¿Y por qué mamá se ha enfadado cuando he dicho que por qué no te habías muerto?

-Porque todavía no es la voluntad de Dios que yo muera.

-¿Y por qué no, papá?

-Porque Él nos ha puesto aquí y Él nos lleva.

-¿Y por qué, papá?

-Para que hagamos cosas buenas aquí antes de irnos.

-¿Y por qué no nos quedamos siempre?

-Porque si nos quedásemos no habría sitio para todos en la tierra.

-¿Y dejamos las cosas buenas?

-Sí, por otras mucho mejores.

-¿Dónde están?

-Arriba.

-¿Con Dios?

-Sí.

-¿Y lo veremos?

-Sí.

-¿Y eso es bonito?

-Claro.

-Entonces, ¡vámonos!

-Pero aún no hemos hecho cosas buenas.

-¿El abuelo las había hecho?

-Sí.

-¿Cuáles?

-Construir una casa, plantar un jardín...

-¿Y qué había hecho el primo Totó?

Por un momento se puso sombrío. Echó a la madre furtivamente una mirada desvalida, luego contestó:

-Él también había construido una casa, aunque pequeña, antes de irse...

-Pues Lulú el vecino me pega y nunca hace cosas buenas...

-Es que él ha nacido anormal.

-¿Y cuándo va a morirse?

-Cuando Dios quiera.

-¿Aunque no haga cosas buenas?

-Todos tenemos que morir. Los que hacen cosas buenas se van con Dios y los que hacen cosas malas se van al infierno.

Suspiró y se quedó callada. El padre se sintió materialmente aliviado. No sabía si lo había hecho bien o si se había equivocado. Aquel torrente de preguntas había removido interrogaciones sedimentadas en lo más hondo de sí. Pero la incansable criatura gritó:

-¡Yo quiero estar siempre con Nadia!

La miró inquisitivo y ella declaró:

-¡En la clase de religión también!

Se rió estrepitosamente, la madre también rió, él dijo bostezando:

-Nunca imaginé que fuera posible discutir estas cuestiones a semejante nivel...

Habló la mujer:

-Llegará el día en que la niña crezca y puedas razonarle las verdades.

Se volvió para comprobar si aquellas palabras eran sinceras o irónicas y la encontró enfrascada en el bordado.

FIN


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