domingo, 19 de janeiro de 2014
Céu de Brasilia
A cidade acalmou
logo depois das dez
Nas janelas a fria luz
Da televisão divertindo
as famílias
Saio pela noite andando
nas ruas
lá vou eu pelo ar
Asas de avião
me esquecendo da
Solidão
Da cidade Grande,
Do mundo dos homens
Num voo maluco que eu
vou inventando
E voo até ver nascer
o mato, o sol da manhã
As folhas , o rio, o azul
Sem manchas
Do céu do planalto
central
E o horizonte imenso
aberto
Sugerindo mil direções
E eu nem quero saber
Se foi bebedeira louca
ou lucidez.
Toninho Horta e Fernando Brant.
logo depois das dez
Nas janelas a fria luz
Da televisão divertindo
as famílias
Saio pela noite andando
nas ruas
lá vou eu pelo ar
Asas de avião
me esquecendo da
Solidão
Da cidade Grande,
Do mundo dos homens
Num voo maluco que eu
vou inventando
E voo até ver nascer
o mato, o sol da manhã
As folhas , o rio, o azul
Sem manchas
Do céu do planalto
central
E o horizonte imenso
aberto
Sugerindo mil direções
E eu nem quero saber
Se foi bebedeira louca
ou lucidez.
Toninho Horta e Fernando Brant.
Distinções de Antunes
"O que distingue o objeto artístico é a forma, segundo Kant. A boa forma conduz à contemplação e ao prazer estético, mesmo quando pretende influenciar a sociedade. Sem contradizê-lo, estudiosos modernos definem assim as características da arte: discurso analógico e emprego de metáforas . "
Maria Lucia Candeias..SP.Teatro
Gazeta Mercantil. Sexta e final de Semana.27,28 e 29 de Novembro de 1999.
Maria Lucia Candeias..SP.Teatro
Gazeta Mercantil. Sexta e final de Semana.27,28 e 29 de Novembro de 1999.
A la deriva
Horacio Quiroga
El hombre pisó algo
blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al
volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma,
esperaba otro ataque.
El hombre echó una
veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente,
y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la
cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo,
dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó
hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante
contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a
invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió
por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie
aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió
dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la
herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una
metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo
juramento.
Llegó por fin al
rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos
violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel
parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la
voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
-¡Dorotea! -alcanzó a
lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1!
Su mujer corrió con un
vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto
alguno.
-¡Te pedí caña, no
agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!
-¡Pero es caña,
Paulino! -protestó la mujer, espantada.
-¡No, me diste agua!
¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra
vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero
no sintió nada en la garganta.
-Bueno; esto se pone
feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre
la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa
morcilla.
Los dolores
fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle.
La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a
la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio
minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no
quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la
popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río,
que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de
cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría
energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos
dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre
esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera,
hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa.
El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo
vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente
doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y
se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que
estaban disgustados.
La corriente del río
se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente
atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros,
exhausto, quedó tendido de pecho.
-¡Alves! -gritó con
cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
-¡Compadre Alves! ¡No
me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el
silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para
llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente
a la deriva.
El Paraná corre allí
en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan
fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto,
asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna
muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes
borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio
de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una
majestad única.
El sol había caído ya
cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento
escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía
mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se
abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a
irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover
la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que
antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba,
y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna
ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera
también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El
cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había
coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer
sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel
silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el
Paraguay.
Allá abajo, sobre el
río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante
el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez
mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex
patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses?
Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que
estaba helado hasta el pecho.
¿Qué sería? Y la
respiración...
Al recibidor de
maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto
Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
El hombre estiró
lentamente los dedos de la mano.
-Un jueves...
Y cesó de respirar.
FIN
Cuentos de amor de locura y de muerte, 1917
1. Caña: Aguardiente destilado de la caña de azúcar.
Biblioteca Digital Ciudad Seva
Los amados muertos
H.P.
Lovecraft
Es media
noche. Antes del alba darán conmigo y me encerrarán en una celda negra,
donde languideceré interminablemente, mientras insaciables deseos roen mis
entrañas y consumen mi corazón, hasta ser al fin uno con los muertos que amo.
Mi asiento es la fétida fosa de una vetusta tumba; mi
pupitre, el envés de una lápida caída y desgastada por los siglos implacables;
mi única luz es la de las estrellas y la de una angosta media luna, aunque
puedo ver tan claramente como si fuera mediodía. A mi alrededor, como
sepulcrales centinelas guardando descuidadas tumbas, las inclinadas y
decrépitas lápidas yacen medio ocultas por masas de nauseabunda maleza en
descomposición. Y sobre todo, perfilándose contra el enfurecido cielo, un
solemne monumento alza su austero capitel ahusado, semejando el espectral
caudillo de una horda fantasmal. El aire está enrarecido por el nocivo olor de
los hongos y el hedor de la húmeda tierra mohosa, pero para mí es el aroma del
Elíseo. Todo es quietud -terrorífica quietud-, con un silencio cuya intensidad
promete lo solemne y lo espantoso.
De haber podido elegir mi morada, lo hubiera hecho en alguna
ciudad de carne en descomposición y huesos que se deshacen, pues su proximidad
brinda a mi alma escalofríos de éxtasis, acelerando la estancada sangre en mis
venas y forzando a latir mi lánguido corazón con júbilo delirante... ¡Porque la
presencia de la muerte es vida para mí!
Mi temprana infancia fue de una larga, prosaica y monótona
apatía. Sumamente ascético, descolorido, pálido, enclenque y sujeto a
prolongados raptos de mórbido ensimismamiento, fui relegado por los muchachos
saludables y normales de mi propia edad. Me tildaban de aguafiestas y
"vieja" porque no me interesaban los rudos juegos infantiles que
ellos practicaban, o porque no poseía el suficiente vigor para participar en
ellos, de haberlo deseado.
Como todas las poblaciones rurales, Fenham tenía su cupo de
chismosos de lengua venenosa. Sus imaginaciones maldicientes achacaban mi
temperamento letárgico a alguna anormalidad aborrecible; me comparaban con mis
padres agitando la cabeza con ominosa duda en vista de la gran diferencia.
Algunos de los más supersticiosos me señalaban abiertamente como un niño
cambiado por otro, mientras que otros, que sabían algo sobre mis antepasados,
llamaban la atención sobre rumores difusos y misteriosos acerca de un
tíotatarabuelo que había sido quemado en la hoguera por nigromante.
De haber vivido en una ciudad más grande, con mayores
oportunidades para encontrar amistades, quizás hubiera superado esta temprana
tendencia al aislamiento.
Cuando llegué a la adolescencia, me torné aún más sombrío,
morboso y apático. Mi vida carecía de alicientes. Me parecía ser preso de algo
que ofuscaba mis sentidos, trababa mi desarrollo, entorpecía mis actividades y
me sumía en una inexplicable insatisfacción. Tenía dieciséis años cuando acudí
a mi primer funeral. Un sepelio en Fenham era un suceso de primer orden social,
ya que nuestra ciudad era señalada por la longevidad de sus habitantes. Cuando,
además, el funeral era el de un personaje tan conocido como mi abuelo, podía
asegurarse que el pueblo entero acudiría en masa para rendir el debido homenaje
a su memoria. Pero yo no contemplaba la próxima ceremonia con interés ni
siquiera latente. Cualquier asunto que tendiera a arrancarme de mi inercia
habitual sólo representaba para mí una promesa de inquietudes físicas y
mentales. Cediendo ante las presiones de mis padres, y tratando de hurtarme a
sus cáusticas condenas sobre mi actitud poco filial, convine en acompañarles.
No hubo nada fuera de lo normal en el funeral de mi abuelo salvo la voluminosa
colección de ofrendas florales; pero esto, recuerdo, fue mi iniciación en los
solemnes ritos de tales ocasiones.
Algo en la estancia oscurecida, el ovalado ataúd con sus
sombrías colgaduras, los apiñados montones de fragantes ramilletes, las
demostraciones de dolor por parte de los ciudadanos congregados, me arrancó de
mi normal apatía y captó mi atención. Saliendo de mi momentáneo ensueño merced
a un codazo de mi madre, la seguí por la estancia hasta el féretro donde yacía el
cuerpo de mi abuelo.
Por primera vez, estaba cara a cara con la Muerte. Observé
el rostro sosegado y surcado por infinidad de arrugas, y no vi nada que causara
demasiado pesar. Al contrario, me pareció que el abuelo estaba inmensamente
contento, plácidamente satisfecho. Me sentí sacudido por algún extraño y
discordante sentido de regocijo. Tan suave, tan furtivamente me envolvió que
apenas puedo determinar su llegada. Mientras rememoro lentamente ese instante
portentoso, me parece que debe haberse originado con mi primer vistazo a la
escena del funeral, estrechando silenciosamente su cerco con sutil insidia. Una
funesta y maligna influencia que parecía provenir del cadáver mismo me aferraba
con magnética fascinación. Mi mismo ser parecía cargado de electricidad
estática y sentí mi cuerpo tensarse involuntariamente. Mis ojos intentaban
traspasar los párpados cerrados del difunto y leer el secreto mensaje que
ocultaban. Mi corazón dio un repentino salto de júbilo impío batiendo contra
mis costillas con fuerza demoníaca, como tratando de librarse de las acotadas
paredes de mi caja torácica.
Una salvaje y desenfrenada sensualidad complaciente me
envolvió. Una vez más, el vigoroso codazo maternal me devolvió a la actividad.
Había llegado con pies de plomo hasta el ataúd tapizado de negro, me alejé de
él con vitalidad recién descubierta.
Acompañé al cortejo hasta el cementerio con mi ser físico
inundado de místicas influencias vivificantes. Era como si hubiera bebido
grandes sorbos de algún exótico elixir... alguna abominable poción preparada
con las blasfemas fórmulas de los archivos de Belial. La población estaba tan
volcada en la ceremonia que el radical cambio de mi conducta pasó desapercibido
para todos, excepto para mi padre y mi madre; pero en la quincena siguiente,
los chismosos locales encontraron nuevo material para sus corrosivas lenguas en
mi alterado comportamiento. Al final de la quincena, no obstante, la potencia
del estímulo comenzó a perder efectividad. En uno o dos días había vuelto por
completo a mi languidez anterior, aunque no era la total y devoradora insipidez
del pasado. Antes, había una total ausencia del deseo de superar la
inactividad; ahora, vagos e indefinidos desasosiegos me turbaban. De puertas
afuera, había vuelto a ser el de siempre, y los maldicientes buscaron algún
otro sujeto más propicio. Ellos, de haber siquiera soñado la verdadera causa de
mi reanimación, me hubieran rehuido como a un ser leproso y obsceno.
Yo, de haber adivinado el execrable poder oculto tras mi
corto periodo de alegría, me habría aislado para siempre del resto del mundo,
pasando mis restantes años en penitente soledad.
Las tragedias vienen a menudo de tres en tres, de ahí que, a
pesar de la proverbial longevidad de mis conciudadanos, los siguientes cinco
años me trajeron la muerte de mis padres. Mi madre fue la primera, en un
accidente de la naturaleza más inesperada, y tan genuino fue mi pesar que me
sentí sinceramente sorprendido de verlo burlado y contrarrestado por ese casi
perdido sentimiento de supremo y diabólico éxtasis. De nuevo mi corazón brincó
salvajemente, otra vez latió con velocidad galopante enviando la sangre
caliente a recorrer mis venas con meteórico fervor. Sacudí de mis hombros el
fatigoso manto de inacción, sólo para reemplazarlo por la carga, infinitamente
más horrible, del deseo repugnante y profano. Busqué la cámara mortuoria donde
yacía el cuerpo de mi madre, con el alma sedienta de ese diabólico néctar que
parecía saturar el aire de la estancia oscurecida.
Cada inspiración me vivificaba, lanzándome a increíbles
cotas de seráfica satisfacción. Ahora sabía que era como el delirio provocado
por las drogas y que pronto pasaría, dejándome igualmente ávido de su poder
maligno; pero no podía controlar mis anhelos más de lo que podía deshacer los
nudos gordianos que ya enmarañaban la madeja de mi destino.
Demasiado bien sabía que, a través de alguna extraña
maldición satánica, la muerte era la fuerza motora de mi vida, que había una
singularidad en mi constitución que sólo respondía a la espantosa presencia de
algún cuerpo sin vida. Pocos días más tarde, frenético por la bestial
intoxicación de la que la totalidad de mi existencia dependía, me entrevisté
con el único enterrador de Fenham y le pedí que me admitiera como aprendiz.
El golpe causado por la muerte de mi madre había afectado
visiblemente a mi padre. Creo que de haber sacado a relucir una idea tan
trasnochada como la de mi empleo en otra ocasión, la hubiera rechazado
enérgicamente. En cambio, agitó la cabeza aprobadoramente, tras un momento de
sobria reflexión. ¡Qué lejos estaba de imaginar que sería el objeto de mi
primera lección práctica!
También él murió bruscamente, por culpa de alguna afección
cardiaca insospechada hasta el momento. Mi octogenario patrón trató por todos
los medios de disuadirme de realizar la inconcebible tarea de embalsamar su
cuerpo, sin detectar el fulgor entusiasta de mis ojos cuando finalmente logré
que aceptara mi condenable punto de vista. No creo ser capaz de expresar los
reprensibles, los desquiciados pensamientos que barrieron en tumultuosas olas
de pasión mi desbocado corazón mientras trabajaba sobre aquel cuerpo sin vida.
Amor sin par era la nota clave de esos conceptos, un amor
más grande -con mucho- que el que más hubiera sentido hacia él cuando estaba
vivo.
Mi padre no era un hombre rico, pero había poseído bastantes
bienes mundanos como para ser lo suficientemente independiente. Como su único
heredero, me encontré en una especie de paradójica situación. Mi temprana
juventud había sido un fracaso total en cuanto a prepararme para el contacto
con el mundo moderno; pero la sencilla vida de Fenham, con su cómodo
aislamiento, había perdido sabor para mí. Por otra parte, la longevidad de sus
habitantes anulaba el único motivo que me había hecho buscar empleo.
La venta de los bienes me proveyó de un medio fácil de
asegurarme la salida y me trasladé a Bayboro, una ciudad a unos 50 kilómetros.
Aquí, mi año de aprendizaje me resultó sumamente útil. No tuve problemas para
lograr una buena colocación como asistente de la Corporación Gresham, una
empresa que mantenía las mayores pompas fúnebres de la ciudad. Incluso logré
que me permitieran dormir en los establecimientos... porque ya la proximidad de
la muerte estaba convirtiéndose en una obsesión.
Me apliqué a mi tarea con celo inusitado. Nada era demasiado
horripilante para mi impía sensibilidad, y pronto me convertí en un maestro en
mi oficio electo.
Cada cadáver nuevo traído al establecimiento significaba una
promesa cumplida de impío regocijo, de irreverentes gratificaciones, una vuelta
al arrebatador tumulto de las arterias que transformaba mi hosco trabajo en
devota dedicación... aunque cada satisfacción carnal tiene su precio. Llegué a
odiar los días que no traían muertos en los que refocilarme, y rogaba a todos
los dioses obscenos de los abismos inferiores para que dieran rápida y segura
muerte a los residentes de la ciudad.
Llegaron entonces las noches en que una sigilosa figura se
deslizaba subrepticiamente por las tenebrosas calles de los suburbios; noches
negras como boca de lobo, cuando la luna de la medianoche se oculta tras
pesadas nubes bajas. Era una furtiva figura que se camuflaba con los árboles y
lanzaba esquivas miradas sobre su espalda; una silueta empeñada en alguna
misión maligna. Tras una de esas noches de merodeo, los periódicos matutinos
pudieron vocear a su clientela ávida de sensación los detalles de un crimen de
pesadilla; columna tras columna de ansioso morbo sobre abominables atrocidades;
párrafo tras párrafo de soluciones imposibles, y sospechas contrapuestas y
extravagantes.
Con todo, yo sentía una suprema sensación de seguridad, pues
¿quién, por un momento, recelaría que un empleado de pompas fúnebres -donde la
Muerte presumiblemente ocupa los asuntos cotidianos- abandonaría sus
indescriptibles deberes para arrancar a sangre fría la vida de sus semejantes?
Planeaba cada crimen con astucia demoníaca, variando el método de mis
asesinatos para que nadie los supusiera obra de un solo par de manos
ensangrentadas. El resultado de cada incursión nocturna era una extática hora
de placer, pura y perniciosa; un placer siempre aumentado por la posibilidad de
que su deliciosa fuente fuera más tarde asignada a mis deleitados cuidados en
el curso de mi actividad habitual. De cuando en cuando, ese doble y postrer
placer tenía lugar...¡Oh, recuerdo escaso y delicioso!
Durante las largas noches en que buscaba el refugio de mi
santuario, era incitado por aquel silencio de mausoleo a idear nuevas e
indecibles formas de prodigar mis afectos a los muertos que amaba... ¡los
muertos que me daban vida!
Una mañana, el señor Gresham acudió mucho más temprano de lo
habitual... llegó para encontrarme tendido sobre una fría losa, hundido en un
sueño monstruoso, ¡con los brazos alrededor del cuerpo rígido, tieso y desnudo
de un fétido cadáver! Con los ojos llenos de una mezcla de repugnancia y
compasión, me arrancó de mis salaces sueños.
Educada pero firmemente, me indicó que debía irme, que mis
nervios estaban alterados, que necesitaba un largo descanso de las repelentes
tareas que mi oficio exige, que mi impresionable juventud estaba demasiado
profundamente afectada por la funesta atmósfera del lugar. ¡Cuán poco sabía de
los demoníacos deseos que espoleaban mi detestable anormalidad! Fui
suficientemente juicioso como para ver que el responder sólo lo reafirmaría en
su creencia de mi potencial locura... resultaba mucho mejor marcharse que
invitarlo a descubrir los motivos ocultos tras mis actos.
Tras eso, no me atreví a permanecer mucho tiempo en un lugar
por miedo a que algún acto abierto descubriera mi secreto a un mundo hostil.
Vagué de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo. Trabajé en depósitos de
cadáveres, rondé cementerios, hasta un crematorio... cualquier sitio que me
brindara la oportunidad de estar cerca de la muerte que tanto anhelaba.
Entonces llegó la Guerra Mundial. Fui uno de los primeros en
alistarme y uno de los últimos en volver, cuatro años de infernal osario
ensangrentado... nauseabundo légamo de trincheras anegadas de lluvia...
mortales explosiones de histéricas granadas... el monótono silbido de balas
sardónicas... humeantes frenesíes de las fuentes del Flegeton1... letales
humaredas de gases venenosos... grotescos restos de cuerpos aplastados y
destrozados... cuatro años de trascendente satisfacción.
En cada vagabundo hay una latente necesidad de volver a los
lugares de su infancia. Unos pocos meses más tarde, me encontré recorriendo los
familiares y apartados caminos de Fenham. Deshabitadas y ruinosas granjas se
alineaban junto a las cunetas, mientras que los años habían deparado un
retroceso igual en la propia ciudad. Apenas había un puñado de casas ocupadas,
aunque entre ellas estaba la que una vez yo considerara mi hogar. El sendero
descuidado e invadido por malas hierbas, las persianas rotas, los incultos
terrenos de detrás, todo era una muda confirmación de las historias que había
obtenido con ciertas indagaciones: que ahora cobijaba a un borracho disoluto
que arrastraba una mísera existencia con las faenas que le encomendaban algunos
vecinos, por simpatía hacia la maltratada esposa y el mal nutrido hijo que
compartían su suerte. Con todo esto, el encanto que envolvía los ambientes de
mi juventud había desaparecido totalmente; así, acuciado por algún temerario
impulso errante, volví mis pasos a Bayboro.
Aquí, también los años habían traído cambios, aunque en
sentido inverso. La pequeña ciudad de mis recuerdos casi había duplicado su
tamaño a pesar de su despoblamiento en tiempo de guerra. Instintivamente busqué
mi primitivo lugar de trabajo, descubriendo que aún existía, pero con nombre
desconocido y un "Sucesor de" sobre la puerta, puesto que la epidemia
de gripe había hecho presa del señor Gresham, mientras que los muchachos
estaban en ultramar.
Alguna fatídica disposición me hizo pedir trabajo. Comenté
mi aprendizaje bajo el señor Gresham con cierto recelo, pero se había llevado a
la tumba el secreto de mi poco ética conducta. Una oportuna vacante me aseguró
la inmediata recolocación.
Entonces volvieron erráticos recuerdos sobre noches
escarlatas de impíos peregrinajes y un incontrolable deseo de reanudar aquellos
ilícitos placeres. Hice a un lado la precaución, lanzándome a otra serie de
condenables desmanes. Una vez más, la prensa amarilla dio la bienvenida a los
diabólicos detalles de mis crímenes, comparándolos con las rojas semanas de
horror que habían pasmado a la ciudad años atrás. Una vez más la policía lanzó
sus redes, sacando entre sus enmarañados pliegues... ¡nada!
Mi sed del nocivo néctar de la muerte creció hasta ser un fuego
devastador, y comencé a acortar los períodos entre mis odiosas explosiones.
Comprendí que pisaba suelo resbaladizo, pero el demoníaco deseo me aferraba con
torturantes tentáculos y me obligaba a proseguir.
Durante todo este tiempo, mi mente estaba volviéndose
progresivamente insensible a cualquier otra influencia que no fuera la
satisfacción de mis enloquecidos anhelos. Dejé deslizar, en alguna de esas
maléficas escapadas, pequeños detalles de vital importancia para identificarme.
De cierta forma, en algún lugar, dejé una pequeña pista, un rastro fugitivo,
detrás... no lo bastante como para ordenar mi arresto, pero sí lo suficiente
como para volver la marea de sospechas en mi dirección. Sentía el espionaje,
pero aun así era incapaz de contener la imperiosa demanda de más muerte para
acelerar mi enervado espíritu.
Enseguida llegó la noche en que el estridente silbato de la
policía me arrancó de mi demoníaco solaz sobre el cuerpo de mi postrer víctima,
con una ensangrentada navaja todavía firmemente asida. Con un ágil movimiento,
cerré la hoja y la guardé en el bolsillo de mi chaqueta. Las porras de la
policía abrieron grandes brechas en la puerta. Rompí la ventana con una silla,
agradeciendo al destino haber elegido uno de los distritos más pobres como morada.
Me descolgué hasta un callejón mientras las figuras vestidas de azul irrumpían
por la destrozada puerta. Huí saltando inseguras vallas, a través de mugrientos
patios traseros, cruzando míseras casas destartaladas, por estrechas calles mal
iluminadas. Inmediatamente, pensé en los boscosos pantanos que se alzaban más
allá de la ciudad, extendiéndose unos 60 kilómetros hasta alcanzar los
arrabales de Fenham. Si podía llegar a esa meta, estaría temporalmente a salvo.
Antes del alba me había lanzado de cabeza por el ansiado despoblado, tropezando
con los podridos troncos de árboles moribundos cuyas ramas desnudas se
extendían como brazos grotescos tratando de estorbarme con su burlón abrazo.
Los diablos de las funestas deidades a quienes había
ofrecido mis idólatras plegarias debían haber guiado mis pasos hacia aquella
amenazadora ciénaga.
Una semana más tarde, macilento, empapado y demacrado,
rondaba por los bosques a kilómetro y medio de Fenham. Había eludido por fin a
mis perseguidores, pero no osaba mostrarme, a sabiendas de que la alarma debía
haber sido radiada. Tenía remota la esperanza de haberlos hecho perder el
rastro. Tras la primera y frenética noche, no había oído sonido de voces
extrañas ni los crujidos de pesados cuerpos entre la maleza. Quizás habían
decidido que mi cuerpo yacía oculto en alguna charca o se había desvanecido
para siempre entre los tenaces cenagales.
El hambre roía mis tripas con agudas punzadas, y la sed
había dejado mi garganta agotada y reseca. Pero, con mucho, lo peor era el
insoportable hambre de mi famélico espíritu, hambre del estímulo que sólo
encontraba en la proximidad de los muertos. Las ventanas de mi nariz temblaban
con dulces recuerdos. No podía engañarme demasiado con el pensamiento de que
tal deseo era un simple capricho de la imaginación. Sabía que era parte
integral de la vida misma, que sin ella me apagaría como una lámpara vacía.
Reuní todas mis restantes energías para aplicarme en la tarea de satisfacer mi
inicuo apetito. A pesar del peligro que implicaban mis movimientos, me adelanté
a explorar contorneando las protectoras sombras como un fantasma obsceno. Una
vez más sentí la extraña sensación de ser guiado por algún invisible acólito de
Satanás.
Y aun mi alma endurecida por el pecado se agitó durante un
instante al encontrarme ante mi domicilio natal, el lugar de mi retiro de
juventud.
Luego, esos inquietantes recuerdos pasaron. En su lugar
llegó el ávido y abrumador deseo. Tras las podridas cercas de esa vieja casa
aguardaba mi presa. Un momento más tarde había alzado una de las destrozadas
ventanas y me había deslizado por el alféizar. Escuché durante un instante, con
los sentidos alerta y los músculos listos para la acción. El silencio me
recibió. Con pasos felinos recorrí las familiares estancias, hasta que unos
ronquidos estentóreos me indicaron el lugar donde encontraría remedio a mis
sufrimientos. Me permití un vistazo de éxtasis anticipado mientras franqueaba
la puerta de la alcoba. Como una pantera, me acerqué a la tendida forma sumida
en el estupor de la embriaguez. La mujer y el niño -¿dónde estarían?-, bueno,
podían esperar. Mis engarfados dedos se deslizaron hacia su garganta...
Horas más tarde volvía a ser el fugitivo, pero una renovada
fortaleza robada era mía. Tres silenciosos cuerpos dormían para no despertar.
No fue hasta que la brillante luz del día invadió mi escondrijo que visualicé
las inevitables consecuencias de la temeraria obtención de alivio. En ese
tiempo los cuerpos debían haber sido descubiertos. Aun el más obtuso de los policías
rurales seguramente relacionaría la tragedia con mi huida de la ciudad vecina.
Además, por primera vez había sido lo bastante descuidado como para dejar
alguna prueba tangible de identidad... las huellas dactilares en las gargantas
de mis recientes víctimas. Durante todo el día temblé preso de aprensión
nerviosa. El simple chasquido de una ramita seca bajo mis pies conjuraba
inquietantes imágenes mentales. Esa noche, al amparo de la oscuridad
protectora, bordeé Fenham y me interné en los bosques de más allá. Antes del
alba tuve el primer indicio definido de la renovada persecución... el distante
ladrido de los sabuesos.
Me apresuré a través de la larga noche, pero durante la
mañana pude sentir cómo mi artificial fortaleza menguaba. El mediodía trajo, una
vez más, la persistente llamada de la perturbadora maldición y supe que me
derrumbaría de no volver a experimentar la exótica intoxicación que sólo
llegaba en la proximidad de mis adorados muertos. Había viajado en un amplio
semicírculo. Si me esforzaba en línea recta, la medianoche me encontraría en el
cementerio donde había enterrado a mis padres años atrás. Mi única esperanza,
lo sabía, residía en alcanzar esta meta antes de ser capturado. Con un
silencioso ruego a los demonios que dominaban mi destino, me volví encaminando
mis pasos en la dirección de mi último baluarte.
¡Dios! ¿Pueden haber pasado escasas doce horas desde que
partí hacia mi espectral santuario? He vivido una eternidad en cada pesada
hora. Pero he alcanzado una espléndida recompensa ¡El nocivo aroma de este
descuidado paraje es como incienso para mi doliente alma!
Los primeros reflejos del alba clarean en el horizonte.
¡Vienen! ¡Mis agudos oídos captan el todavía lejano aullido de los perros! Es
cuestión de minutos para que me encuentren y me aparten para siempre del resto
del mundo, ¡para perder mis días en anhelos desesperados, hasta que al final
sea uno con los muertos que amo!
¡No me cogerán! ¡Hay una puerta de escape abierta! Una
elección de cobarde, quizás, pero mejor -mucho mejor- que los interminables
meses de indescriptible miseria. Dejaré esta relación tras de mí para que algún
alma pueda quizás entender por qué hice lo que hice.
¡La navaja de afeitar! Aguardaba olvidada en mi bolsillo
desde mi huida de Bayboro. Su hoja ensangrentada reluce extrañamente en la
menguante luz de la angosta luna. Un rápido tajo en mi muñeca izquierda y la
liberación está asegurada... cálida, la sangre fresca traza grotescos dibujos
sobre las carcomidas y decrépitas lápidas... hordas fantasmales se apiñan sobre
las tumbas en descomposición... dedos espectrales me llaman por señas...
etéreos fragmentos de melodías no escritas en celestial crescendo... distantes
estrellas danzan embriagadoramente en demoníaco acompañamiento... un millar de
diminutos martillos baten espantosas disonancias sobre yunques en el interior
de mi caótico cerebro... fantasmas grises de asesinados espíritus desfilan ante
mí en silenciosa burla... abrasadoras lenguas de invisible llama estampan la
marca del Infierno en mi alma enferma... no puedo... escribir... más...
FIN
1 Flegeton: Río de fuego, uno de los cinco que existen en el
Hades.
Agradecemos a Ramón Escribano su aportación de este cuento a
la Biblioteca Digital Ciudad Seva.
13 Jan 2010
Biblioteca Digital Ciudad Seva
La garganta de acero
Mijaíl Bulgákov
Así pues, me quedé solo. Me rodeaban las tinieblas del mes
de noviembre mezcladas con torbellinos de nieve que había cubierto la casa; la
chimenea aullaba. Yo había pasado los veinticuatro años de mi vida en una gran
ciudad y pensaba que la tormenta aúlla solamente en las novelas. Pero resultó
que también en la realidad aúlla la tormenta. Aquí las veladas son
extraordinariamente largas; la lámpara, bajo su pantalla verde, se reflejaba en
la ventana negra y yo soñaba despierto, mientras miraba la mancha que brillaba
a mi izquierda. Soñaba con la ciudad del distrito, que se encontraba a cuarenta
verstas de distancia. Tenía grandes deseos de escaparme de mi hospital para ir
allí. Allí había electricidad, cuatro médicos a quienes podía consultar, y en
todo caso no era tan terrible. Pero no había posibilidad alguna de escapar y,
por momentos, yo mismo comprendía que aquello no era más que cobardía. Después
de todo, justamente para eso había estudiado en la facultad de medicina...
"...¿Y si trajeran a una mujer con complicaciones de
parto? ¿O, supongamos, a un enfermo con la hernia estrangulada? ¿Qué haría yo
en ese caso? Aconséjenme, por favor. Hace cuarenta y ocho días que terminé la
facultad con sobresaliente, pero el sobresaliente es una cosa y la hernia otra.
En una ocasión vi cómo un profesor realizaba una operación de hernia
estrangulada. Él operaba y yo estaba sentado en el anfiteatro. Eso fue
todo..."
Cada vez que pensaba en la hernia, un escalofrío me recorría
la columna vertebral. Cada noche, después de tomar el té, me sentaba en una
misma postura: bajo mi brazo izquierdo, estaban todos los manuales de cirugía
obstétrica, y encima de ellos, el pequeño Doderlein. A la derecha, unos diez
tomos diversos de cirugía práctica, ilustrados. Yo me lamentaba, fumaba, tomaba
un té negro y frío...
Me quedé dormido; recuerdo perfectamente esa noche, la del
29 de noviembre. Me despertó un estruendo en la puerta. Cinco minutos más
tarde, mientras me ponía los pantalones, no lograba apartar mis ojos implorantes
de los divinos libros de cirugía práctica. Oí el crujir de los patines de un
trineo en el patio: mis oídos se habían vuelto extremadamente sensibles.
Resultó, quizá, algo peor aún que una hernia o que la posición transversal de
un bebé: al hospital de Nikólskoie, a las once de la noche, trajeron a una
niña. La enfermera dijo con voz sorda:
-Es una niña débil, se está muriendo... Doctor, venga al
hospital...
Recuerdo que atravesé el patio y me dirigí hacia la lámpara
de petróleo que estaba junto a la entrada del hospital y, como hechizado, no
conseguía apartar la vista de la luz parpadeante. La recepción ya estaba
iluminada y toda la plantilla de ayudantes me esperaba con las batas puestas.
Eran: el enfermero Demián Lukich, un hombre todavía joven pero muy eficiente, y
dos experimentadas comadronas, Ana Nikoláievna y Pelagueia Ivánovna. Yo no era
más que un médico de veinticuatro años que se había graduado dos meses atrás y
que había sido designado para dirigir el hospital de Nikólskoie.
El enfermero abrió solemnemente la puerta y apareció la
madre. Entró apresuradamente, patinando sobre sus botas de fieltro; la nieve
aún no se había derretido en su pañuelo. Llevaba en sus brazos un envoltorio
que acompasadamente emitía silbidos y respiraba produciendo un sonido sordo. El
rostro de la madre, que lloraba en silencio, estaba demudado. Cuando la mujer
se quitó la pelliza y el pañuelo y abrió el envoltorio, vi a una niña de unos
tres años. La observé y por un momento me olvidé de la cirugía, la soledad, el
inútil bagaje universitario; me olvidé definitivamente de todo a causa de la
belleza de la niña. ¿Con qué se podía comparar? Sólo en las cajas de bombones
dibujan niños así, con rizos naturales en el cabello, formando grandes bucles
del color del trigo maduro. Los ojos azules, enormes; las mejillas como las de
una muñeca. Así dibujaban a los ángeles. Pero una extraña turbación anidaba en
el fondo de sus ojos y comprendí que era miedo: la niña se asfixiaba.
"Morirá dentro de una hora", pensé con absoluta convicción, y mi
corazón se contrajo dolorosamente...
Cada vez que la niña respiraba, en su garganta se formaban
pequeños hoyuelos, las venas se hinchaban y el rostro pasaba de un tono rosado
a uno ligeramente liláceo. De inmediato comprendí y valoré ese cambio de color.
Enseguida me di cuenta de lo que se trataba; mi primer diagnóstico fue exacto
y, lo más importante, coincidió con el de las comadronas, que tenían mucha
experiencia: "La niña tiene garrotillo diftérico, la garganta ya está
cubierta de falsas membranas y pronto se cerrará completamente..."
-¿Cuántos días lleva enferma la niña? -pregunté en medio del
atento silencio de mi personal.
-Es el quinto día, el quinto -dijo la madre, y me miró
profundamente con sus ojos secos.
-Garrotillo diftérico -dije entre dientes al enfermero, y a
la madre le dije-: ¿En qué estabas pensando? ¿Eh? ¿En qué estabas pensando?
En ese momento se oyó detrás de mí una voz llorona:
-¡El quinto, padrecito, el quinto!
Me volví y vi a la abuela de cara redonda, con la cabeza
cubierta por un pañuelo. "Sería magnífico que estas abuelas no existieran
en el mundo", pensé con un lóbrego presentimiento del peligro, y dije:
-Tú, abuela, cállate; estorbas.
A la madre le repetí:
-¿En qué pensabas? ¡El quinto día! ¿Eh?
De pronto la madre, con un movimiento de autómata, entregó
la niña a la abuela y se arrodilló delante de mí.
-Dale unas gotas a la niña -dijo, y golpeó el suelo con su
frente-, me ahorcaré si se muere.
-Levántate inmediatamente -le contesté-, de lo contrario no hablaré
contigo.
La madre se levantó rápidamente, recibió a la niña que le
entregaba la abuela y comenzó a mecerla en sus brazos. La abuela se puso a
rezar en dirección a la puerta, mientras la niña continuaba respirando con un
silbido de serpiente. El enfermero dijo:
-Siempre hacen lo mismo. El pueblo -y al decir esto sus
bigotes se torcieron hacia un costado.
-¿Quiere decir que la niña morirá? -preguntó la madre
mirándome con negra furia, o al menos así lo percibí yo entonces...
-Morirá -dije en voz baja y con firmeza.
La abuela inmediatamente cogió el borde de su falda y
comenzó a secarse con él los ojos. La madre me suplicó con voz abatida:
-¡Dale algo, ayúdala! ¡Dale unas gotas!
Ya veía con claridad lo que me esperaba. Me mantuve firme.
-¿Qué gotas le voy a dar? Aconséjame tú. La niña se está
asfixiando, la garganta se ha cerrado. Durante cinco días seguidos has
descuidado a tu hija a quince verstas de donde yo estoy. Ahora, ¿qué quieres
que haga?
-Tú lo sabrás mejor, padrecito -comenzó a lloriquear la
abuela en mi hombro izquierdo, con voz afectada. ¡Cómo la odié en ese momento!
-¡Cállate! -le dije. Me dirigí al enfermero y le ordené que
cogiera a la niña. La madre entregó la niña a la comadrona. La niña comenzó a
agitarse y quería, por lo visto, gritar, pero la voz ya no salía de su
garganta. La madre quiso defenderla, pero la apartamos; entonces pude examinar,
a la luz de la lámpara de petróleo, la garganta de la niña. Nunca hasta
entonces me había enfrentado con la difteria, salvo en algunos casos leves que
había aliviado rápidamente. En la garganta había algo que bullía, algo blanco,
desgarrado. La niña de pronto espiró y me escupió en la cara, pero yo, ocupado
como estaba por mis pensamientos, no me preocupé por mis ojos.
-Mira -dije, sorprendiéndome por mi tranquilidad-, el asunto
es el siguiente. Ya es demasiado tarde. La niña se está muriendo. Sólo hay una
cosa que podría ayudarla: una operación.
Yo mismo me horroricé. ¿Para qué lo habría dicho? Pero no
podía dejar de decirlo. "¿Y si aceptan?", pasó fugazmente por mi
cabeza.
-¿Cómo una operación? -preguntó la madre.
-Es necesario hacerle un corte en la parte inferior de la
garganta e introducir un tubito de plata, para dar a la niña la posibilidad de
respirar; así quizá podamos salvarla -le expliqué.
La madre me miró como a un loco y protegió a la niña con sus
brazos mientras la abuela se ponía a refunfuñar de nuevo:
-¡No! ¡No dejes que la operen! ¡No! ¡¿Cortarle la garganta?!
-¡Lárgate, abuela! -le dije con odio-. ¡Inyéctele alcanfor!
-ordené al enfermero.
La madre no quiso entregar a la niña cuando vio la
jeringuilla, pero le explicamos que la inyección no era nada terrible.
-¿Quizá eso la ayudará? -preguntó la madre.
-No, no la ayudará en absoluto.
Entonces la madre se echó a llorar.
-Basta -le dije. Saqué mi reloj y añadí-: Les doy cinco
minutos para pensarlo. Si no están de acuerdo dentro de cinco minutos, yo ya no
haré nada.
-¡No estoy de acuerdo! -dijo tajantemente la madre.
-¡No damos nuestro consentimiento! -añadió la abuela.
-Bueno, como quieran -añadí con voz sorda, y pensé:
"¡Bien, esto es todo! Mejor para mí. Yo lo he dicho, lo he propuesto; los
ojos asombrados de las comadronas son testigos. Ellas no han aceptado y yo
estoy salvado." No acababa de pensarlo cuando una voz ajena salió de mi
interior:
-¿Se han vuelto locas? ¿Cómo que no están de acuerdo?
Matarán a la niña. Acepten. ¿No les da lástima?
-¡No! -gritó nuevamente la madre.
En mi interior pensaba: "¿Qué estoy haciendo? Voy a
degollar a la niña." Pero decía otra cosa.
-¡Pronto, pronto, acepten! ¡Acepten! Ya se le están poniendo
azules las uñas.
-¡No! ¡No!
-Está bien, acompáñenlas a la sala; que se queden allí.
Las llevaron por el corredor casi a oscuras. Yo oía el
llanto de las mujeres y el silbido de la niña. El enfermero regresó enseguida y
dijo:
-¡Aceptan!
En mi interior todo se petrificó, pero dije con claridad:
-¡Esterilicen de inmediato el bisturí, las tijeras, las
grapas, la sonda!
Un minuto más tarde, atravesaba a toda velocidad el patio
donde la tormenta de nieve, como un demonio, volaba y chocaba contra las casas.
Entré corriendo en mi gabinete y, contando los minutos, cogí un libro, lo hojeé
y encontré una ilustración que representaba una traqueotomía. En ella todo era
sencillo y claro: la garganta estaba abierta y el bisturí clavado en la
tráquea. Me puse a leer el texto, pero no comprendía nada, las palabras
parecían brincar ante mis ojos. Jamás había visto cómo se hace una
traqueotomía. "¡Eh!, ahora ya es tarde", pensé, y miré con melancolía
la luz azulada y la ilustración del libro; sentí que había caído sobre mí un
asunto terrible y difícil y regresé al hospital sin percatarme de la tormenta.
En la recepción, una sombra con falda redonda se pegó a mí y
una voz comenzó a lloriquear:
-Padrecito, ¿qué es eso de que vas a cortarle la garganta a
la niña? ¿Acaso se puede pensar siquiera en algo así? Ella es una tonta, por
eso ha aceptado. Pero yo no te doy mi consentimiento, no. Estoy de acuerdo en
que le recetes unas gotas, pero no permitiré que le cortes la garganta.
-¡Saquen de aquí a esta mujer! -grité, y en mi acaloramiento
añadí-: ¡La tonta eres tú! ¡Tú! ¡Ella no, ella es inteligente! ¡Además, a ti
nadie te ha preguntado nada! ¡Sáquenla de aquí!
La comadrona abrazó firmemente a la abuela y la empujó fuera
de la sala.
-¡Listo! -dijo de pronto el enfermero.
Entramos en la pequeña sala de operaciones y yo, como a
través de una cortina, observé los brillantes instrumentos, la cegadora luz de
la lámpara, el hule... Salí por última vez a donde estaba la madre, de cuyos
brazos apenas lograron arrancar a la niña. Oí una voz ronca que decía: "Mi
marido no está. Está en la ciudad. ¡Cuando regrese y se entere de lo que he
hecho, me matará!"
-La matará -repitió la abuela, mirándome horrorizada.
-¡No las dejen entrar en la sala de operaciones! -ordené.
Nos quedamos solos en el quirófano. El personal, Lidka (la
niña) y yo. La niña estaba desnuda. La habían sentado sobre la mesa. Lloraba en
silencio.
Luego la acostaron, la sujetaron, le limpiaron la garganta y
la untaron con yodo. Yo tomé con decisión el bisturí, pero pensaba: "¿Qué
estoy haciendo?" Había un profundo silencio en la sala de operaciones.
Tomé el bisturí e hice una línea vertical por la regordeta garganta blanca. No
salió ni una gota de sangre. Por segunda vez pasé el bisturí por la franja
blanca que había aparecido en la piel, que se había separado. Ni una gota
nuevamente. Despacio, intentando recordar ciertos dibujos de los atlas, comencé
con ayuda de una sonda roma a separar los delgados tejidos. Entonces, de la
parte inferior del corte brotó una sangre oscura que inundó de inmediato la
herida y comenzó a correr por el cuello. El enfermero la secaba con tampones,
pero la sangre no dejaba de correr. Recordando todo lo que había visto en la
universidad, comencé a apretar con pinzas los bordes de la herida, pero no
obtuve ningún resultado. Sentí frío y mi frente se humedeció. Me arrepentí
profundamente de haber ingresado en la facultad de medicina, de haber aceptado
venir a este remoto lugar. Con furiosa desesperación metí una pinza al azar en
alguna parte próxima a la herida, la cerré y la sangre inmediatamente dejó de
correr. Absorbimos la sangre de la herida con bolas de gasa y sólo entonces la
herida se me presentó limpia, pero completamente incomprensible. La tráquea no
estaba en ninguna parte. Mi herida no tenía nada que ver con ninguna de las
ilustraciones de los libros. Pasaron todavía dos o tres minutos durante los
cuales, de un modo mecánico y totalmente incoherente, estuve hurgando en la
herida, unas veces con el bisturí y otras con la sonda, en busca de la tráquea.
Al final del segundo minuto comencé a desesperarme. "Es el fin -pensé-,
¿para qué habré hecho esto? Podía no haber propuesto la operación y Lidka
habría muerto tranquilamente en su habitación, mientras que ahora morirá con la
garganta desgarrada y nunca, jamás, podré demostrar que de todas formas habría
muerto, que yo no podía perjudicarla..." La comadrona secó en silencio mi
frente. "Dejar el bisturí y decir: no sé qué hacer ahora", pensé, e
inmediatamente me imaginé los ojos de la madre. De nuevo levanté el bisturí y,
sin sentido alguno, corté profunda y bruscamente a Lidka. Los tejidos se
separaron e inesperadamente apareció ante mis ojos la tráquea.
-¡Los ganchos! -dije con voz ronca.
El enfermero me los dio. Introduje un gancho en un lado de
la herida y el segundo en el otro y le di uno de ellos al enfermero. En ese
momento sólo veía una cosa: los anillos grisáceos de la tráquea. Hundí el
afilado bisturí en la tráquea y me quedé inmóvil. La tráquea comenzó a salirse
de la herida: el enfermero, pensé, se ha vuelto loco, ha comenzado a extraer la
tráquea. Las dos comadronas gritaron detrás de mí. Levanté los ojos y comprendí
lo que ocurría: el enfermero se estaba desmayando por el calor y, sin soltar el
gancho, rompía la tráquea. "Todo está en mi contra, es el destino -pensé-,
ahora sí que hemos degollado a Lidka. -Y me dije-: En cuanto llegue a casa me
pegaré un tiro..." En ese instante, la comadrona principal, que por lo
visto tenía mucha experiencia, se lanzó de un modo rapaz hacia el enfermero y
cogió el gancho que éste sostenía; luego me dijo con los dientes apretados:
-Continúe, doctor...
El enfermero cayó ruidosamente, dándose un golpe, pero
nosotros no le miramos siquiera. Introduje el bisturí en la tráquea y luego
metí en ella un tubito de plata. El tubo entró con facilidad, pero Lidka
permaneció inmóvil. El aire no había entrado en su garganta, como debiera haber
ocurrido. Respiré profundamente y me detuve: no tenía nada más que hacer. Sólo
quería pedirle perdón a alguien, arrepentirme de mi ligereza, de haber
ingresado en la facultad de medicina. Reinaba el silencio. Yo veía cómo Lidka
se ponía cada vez más azulada. Quería abandonarlo todo y echarme a llorar. De
pronto Lidka se estremeció de un modo extraño, arrojó como una fuente los
sucios coágulos a través del tubo y el aire, con un silbido, entró en su
garganta. La niña respiró y comenzó a llorar fuertemente. En ese instante el
enfermero se levantó, pálido y sudoroso, miró alelado y horrorizado la garganta
abierta y se puso a ayudarme a coserla.
A pesar del cansancio y del velo del sudor que me cubría los
ojos, vi los rostros felices de las comadronas. Una de ellas me dijo:
-Ha realizado brillantemente la operación, doctor.
Pensé que se estaba burlando de mí y la miré con aire
sombrío de reojo. Luego se abrieron las puertas y penetró el aire fresco.
Sacaron a Lidka envuelta en una sábana. De inmediato, en la puerta, se presentó
la madre. Sus ojos parecían los de una fiera salvaje. Me preguntó:
-¿Y bien?
Cuando oí el tono de su voz el sudor me recorrió la espalda,
y sólo entonces me di cuenta de lo que habría ocurrido si Lidka hubiera muerto
en la mesa de operaciones. Pero le contesté con una voz muy serena:
-Tranquila. Vive y seguirá viva. Eso espero. Sólo que
mientras no le saquemos el tubito no podrá pronunciar ni una palabra, así que
no se asusten.
Entonces la abuela salió de debajo de la tierra y se
santiguó en dirección al pomo de la puerta, hacia mí, hacia el techo. Pero yo
ya no me enfadaba con ella. Me volví y ordené que le inyectaran alcanfor a
Lidka y que por turnos hicieran guardia junto a ella. Luego me fui a mi
apartamento. Recuerdo que la luz azulada ardía en mi gabinete. Allí estaba el Doderlein,
había libros esparcidos. Me acerqué al diván, me acosté vestido e
inmediatamente dejé de ver cualquier cosa. Me quedé dormido y ni siquiera soñé.
Pasó un mes, otro. Yo había visto ya muchas cosas y algunas
más terribles que la garganta de Lidka. Incluso la había olvidado. Estábamos
rodeados de nieve y la consulta crecía de día en día. En una ocasión, ya al año
siguiente, entró en mi consultorio una mujer llevando de la mano a una niña
exageradamente abrigada. Los ojos de la mujer brillaban. La miré con atención y
la reconocí.
-¡Ah, Lidka! ¿Cómo está la niña?
-Bien.
Dejamos al descubierto la garganta de Lidka. La niña se
resistía, tenía miedo. Por fin logré levantarle el mentón y examinarla. En su
cuello rosado había una cicatriz vertical de color marrón y dos cicatrices
transversales delgadas, las de las costuras.
-Todo está en orden -dije-, pueden dejar de venir.
-Se lo agradezco doctor, muchas gracias -dijo la madre, y
ordenó a Lidka-: ¡Dale las gracias al señor!
Pero Lidka no tenía deseos de decirme nada.
No volví a verla nunca más. Comencé a olvidarla. Mi consulta
seguía creciendo. Y llegó el día en que recibí a ciento diez personas. Habíamos
comenzado a las nueve de la mañana y terminamos a las ocho de la noche. Yo,
tambaleándome, me quité la bata. La comadrona principal me dijo:
-Tal cantidad de pacientes debe agradecérsela a la
traqueotomía. ¿Sabe lo que dicen en las aldeas? Que a Lidka, en lugar de su
garganta, usted le puso una de acero y se la cosió. Viajan especialmente a la
aldea donde vive la niña para verla. Ya tiene usted fama, doctor, le felicito.
-¿De modo que creen que vive con la garganta de acero?
-pregunté.
-Sí, eso creen. Usted, doctor, es excelente. ¡Es un encanto
ver la sangre fría con que opera!
-Sí... Yo, sabe usted, jamás me pongo nervioso -dije sin
saber por qué, pero era tanto mi cansancio que ni siquiera pude avergonzarme,
simplemente volví la vista hacia otro lado. Me despedí y me dirigí a mi
apartamento. Caía una nieve gruesa que lo cubría todo; el farol ardía y mi casa
estaba solitaria, tranquila y grave. Y yo, en el camino, sólo deseaba una cosa:
dormir.
FIN
1925
Biblioteca Digital Ciudad Seva
Rashomon
Ryunosuke Akutagawa
Era un frío atardecer. Bajo Rashomon, el sirviente de un
samurai esperaba que cesara la lluvia. No había nadie en el amplio portal. Sólo
un grillo se posaba en una gruesa columna, cuya laca carmesí estaba
resquebrajada en algunas partes. Situado Rashomon en la Avenida Sujaltu, era de
suponer que algunas personas, como ciertas damas con el ichimegasa1 o nobles
con el momiebosh2, podrían guarecerse allí; pero al parecer no había nadie
fuera del sirviente. Y era explicable, ya que en los últimos dos o tres años la
ciudad de Kyoto había sufrido una larga serie de calamidades: terremotos,
tifones, incendios y carestías la habían llevado a una completa desolación.
Dicen los antiguos textos que la gente llegó a destruir las imágenes budistas y
otros objetos del culto, y esos trozos de madera, laqueada y adornada con hojas
de oro y plata, se vendían en las calles como leña. Ante semejante situación,
resultaba natural que nadie se ocupara de restaurar Rashomon. Aprovechando la
devastación del edificio, los zorros y otros animales instalaron sus
madrigueras entre las ruinas; por su parte ladrones y malhechores no lo
desdeñaron como refugio, hasta que finalmente se lo vio convertido en depósito
de cadáveres anónimos. Nadie se acercaba por los alrededores al anochecer, más
que nada por su aspecto sombrío y desolado.
En cambio, los cuervos acudían en bandadas desde los más
remotos lugares. Durante el día, volaban en círculo alrededor de la torre, y en
el cielo enrojecido del atardecer sus siluetas se dispersaban como granos de
sésamo antes de caer sobre los cadáveres abandonados.
Pero ese día no se veía ningún cuervo, tal vez por ser
demasiado tarde. En la escalera de piedra, que se derrumbaba a trechos y entre
cuyas grietas crecía la hierba, podían verse los blancos excrementos de estas
aves. El sirviente vestía un gastado kimono azul, y sentado en el último de los
siete escalones contemplaba distraídamente la lluvia, mientras concentraba su
atención en el grano de la mejilla derecha.
Como decía, el sirviente estaba esperando que cesara la
lluvia; pero de cualquier manera no tenía ninguna idea precisa de lo que haría
después. En circunstancias normales, lo natural habría sido volver a casa de su
amo; pero unos días antes éste lo había despedido, no obstante los largos años
que había estado a su servicio. El suyo era uno de los tantos problemas
surgidos del precipitado derrumbe de la prosperidad de Kyoto.
Por eso, quizás, hubiera sido mejor aclarar: “el sirviente
espera en el portal sin saber qué hacer, ya que no tiene adónde ir". Es
cierto que, por otra parte, el tiempo oscuro y tormentoso había deprimido
notablemente el sentimentalismo de este sirviente de la época Heian.
Habiendo comenzado a llover a mediodía, todavía continuaba
después del atardecer. Perdido en un mar de pensamientos incoherentes, buscando
algo que le permitiera vivir desde el día siguiente y la manera de obrar frente
a ese inexorable destino que tanto lo deprimía, el sirviente escuchaba,
abstraído, el ruido de la lluvia sobre la Avenida Sujaku.
La lluvia parecía recoger su ímpetu desde lejos, para
descargarlo estrepitosamente sobre Rashomon, como envolviéndolo. Alzando la
vista, en el cielo oscuro se veía una pesada nube suspendida en el borde de una
teja inclinada.
"Para escapar a esta maldita suerte -pensó el
sirviente- no puedo esperar a elegir un medio, ni bueno ni malo, pues si
empezara a pensar sin duda me moriría de hambre en medio del camino o en alguna
zanja; luego me traerían aquí, a esta torre, dejándome tirado como a un perro.
Pero si no elijo..."
Su pensamiento, tras mucho rondar la misma idea, había
llegado por fin a este punto. Pero ese "si no elijo..." quedó fijo en
su mente. Aparentemente estaba dispuesto a emplear cualquier medio; pero al
decir "si no..." demostró no tener el valor suficiente para
confesarse rotundamente: "no me queda otro remedio que convertirme en
ladrón".
Lanzó un fuerte estornudo y se levantó con lentitud. El frío
anochecer de Kyoto hacía aflorar el calor del fuego. El viento, en la penumbra,
gemía entre los pilares. El grillo que se posaba en la gruesa columna había
desaparecido.
Con la cabeza metida entre los hombros paseó la mirada en
torno del edificio; luego levantó las hombreras del kimono azul que llevaba
sobre una delgada ropa interior. Se decidió por fin a pasar la noche en algún
lugar que le permitiera guarecerse de la lluvia y del viento, en donde nadie lo
molestara.
El sirviente descubrió otra escalera ancha, también
laqueada, que parecía conducir a la torre. Ahí arriba nadie lo podría molestar,
excepto los muertos. Cuidando de que no se deslizara su espada de la vaina
sujeta a la cintura, el sirviente puso su pie calzado con sandalias sobre el
primer peldaño.
Minutos después, en mitad de la amplia escalera que conducía
a la torre de Rashomon, un hombre acurrucado como un gato, con la respiración
contenida, observaba lo que sucedía más arriba. La luz procedente de la torre
brillaba en la mejilla del hombre; una mejilla que bajo la corta barba
descubría un grano colorado, purulento. El hombre, es decir el sirviente, había
pensado que dentro de la torre sólo hallaría cadáveres; pero subiendo dos o
tres escalones notó que había luz, y que alguien la movía de un lado a otro. Lo
supo cuando vio su reflejo mortecino, amarillento, oscilando de un modo
espectral en el techo cubierto de telarañas. ¿Qué clase de persona encendería
esa luz en Rashomon, en una noche de lluvia como aquélla?
Silencioso como un lagarto, el sirviente se arrastró hasta
el último peldaño de la empinada escalera. Con el cuerpo encogido todo lo
posible y el cuello estirado, observó medrosamente el interior de la torre.
Confirmando los rumores, vio allí algunos cadáveres tirados
negligentemente en el suelo. Como la luz de la llama iluminaba escasamente a su
alrededor, no pudo distinguir la cantidad; únicamente pudo ver algunos cuerpos
vestidos y otros desnudos, de hombres y mujeres. Los hombros, el pecho y otras
partes recibían una luz agonizante, que hacía más densa la sombra en los
restantes miembros.
Unos con la boca abierta, otros con los brazos extendidos,
ninguno daba más señales de vida que un muñeco de barro. Al verlos entregados a
ese silencio eterno, el sirviente dudó que hubiesen vivido alguna vez.
El hedor que despedían los cuerpos ya descompuestos le hizo
llevar rápidamente la mano a la nariz. Pero un instante después olvidó ese
gesto. Una impresión más violenta anuló su olfato al ver que alguien estaba
inclinado sobre los cadáveres.
Era una vieja escuálida, canosa y con aspecto de mona,
vestida con un kimono de tono ciprés. Sosteniendo con la mano derecha una tea
de pino, observaba el rostro de un muerto, que por su larga cabellera parecía
una mujer.
Poseído más por el horror que por la curiosidad, el
sirviente contuvo la respiración por un instante, sintiendo que se le erizaban
los pelos. Mientras observaba aterrado, la vieja colocó su tea entre dos tablas
del piso, y sosteniendo con una mano la cabeza que había estado mirando, con la
otra comenzó a arrancarle el cabello, uno por uno; parecía desprenderse
fácilmente.
A medida que el cabello se iba desprendiendo, cedía
gradualmente el miedo del sirviente; pero al mismo tiempo se apoderaba de él un
incontenible odio hacia esa vieja. Ese odio -pronto lo comprobó- no iba
dirigido sólo contra la vieja, sino contra todo lo que simbolizase “el
mal", por el que ahora sentía vivísima repugnancia. Si en ese instante le
hubiera sido dado elegir entre morir de hambre o convertirse en ladrón -el
problema que él mismo se había planteado hacía unos instantes- no habría
vacilado en elegir la muerte. El odio y la repugnancia ardían en él tan
vivamente como la tea que la vieja había clavado en el piso.
Él no sabía por qué aquella vieja robaba cabellos; por
consiguiente, no podía juzgar su conducta. Pero a los ojos del sirviente,
despojar de las cabelleras a los muertos de Rashomon, y en una noche de
tormenta como ésa, cobraba toda la apariencia de un pecado imperdonable.
Naturalmente, este nuevo espectáculo le había hecho olvidar que sólo momentos
antes él mismo había pensado hacerse ladrón.
Reunió todas sus fuerzas en las piernas, y saltó con
agilidad desde su escondite; con la mano en su espada, en una zancada se plantó
ante la vieja. Ésta se volvió aterrada, y al ver al hombre retrocedió
bruscamente, tambaleándose.
-¡Adónde vas, vieja infeliz! -gritó cerrándole el paso,
mientras ella intentaba huir pisoteando los cadáveres.
La suerte estaba echada. Tras un breve forcejeo el hombre
tomó a la vieja por el brazo (de puro hueso y piel, más bien parecía una pata
de gallina), y retorciéndoselo, la arrojó al suelo con violencia:
-¿Qué estabas haciendo? Contesta, vieja; si no, hablará esto
por mí.
Diciendo esto, el sirviente la soltó, desenvainó su espada y
puso el brillante metal frente a los ojos de la vieja. Pero ésta guardaba un
silencio malicioso, como si fuera muda. Un temblor histérico agitaba sus manos
y respiraba con dificultad, con los ojos desorbitadas. Al verla así, el
sirviente comprendió que la vieja estaba a su merced. Y al tener conciencia de
que una vida estaba librada al azar de su voluntad, todo el odio que había
acumulado se desvaneció, para dar lugar a un sentimiento de satisfacción y de
orgullo; la satisfacción y el orgullo que se sienten al realizar una acción y
obtener la merecida recompensa. Miró el sirviente a la vieja y suavizando algo
la voz, le dijo:
-Escucha. No soy ningún funcionario imperial. Soy un viajero
que pasaba accidentalmente por este lugar. Por eso no tengo ningún interés en
prenderte o en hacer contigo nada en particular. Lo que quiero es saber qué
estabas haciendo aquí hace un momento.
La vieja abrió aún más los ojos y clavó su mirada en el
hombre; una mirada sarcástica, penetrante, con esos ojos sanguinolentos que
suelen tener ciertas aves de rapiña. Luego, como masticando algo, movió los
labios, unos labios tan arrugados que casi se confundían con la nariz. La punta
de la nuez se movió en la garganta huesuda. De pronto, una voz áspera y
jadeante como el graznido de un cuervo llegó a los oídos del sirviente:
-Yo, sacaba los cabellos... sacaba los cabellos... para
hacer pelucas...
Ante una respuesta tan simple y mediocre el sirviente se
sintió defraudado. La decepción hizo que el odio y la repugnancia lo invadieran
nuevamente, pero ahora acompañados por un frío desprecio. La vieja pareció
adivinar lo que el sirviente sentía en ese momento y, conservando en la mano
los largos cabellos que acababa de arrancar, murmuró con su voz sorda y ronca:
-Ciertamente, arrancar los cabellos a los muertos puede
parecerle horrible; pero ninguno de éstos merece ser tratado de mejor modo. Esa
mujer, por ejemplo, a quien le saqué estos hermosos cabellos negros,
acostumbraba vender carne de víbora desecada en la Barraca de los Guardianes,
haciéndola pasar nada menos que por pescado. Los guardianes decían que no
conocían pescado más delicioso. No digo que eso estuviese mal pues de otro modo
se hubiera muerto de hambre. ¿Qué otra cosa podía hacer? De igual modo podría
justificar lo que yo hago ahora. No tengo otro remedio, si quiero seguir
viviendo. Si ella llegara a saber lo que le hago, posiblemente me perdonaría.
Mientras tanto el sirviente había guardado su espada, y con
la mano izquierda apoyada en la empuñadura, la escuchaba fríamente. La derecha
tocaba nerviosamente el grano purulento de la mejilla. Y en tanto la escuchaba,
sintió que le nacía cierto coraje, el que le faltara momentos antes bajo el
portal. Además, ese coraje crecía en dirección opuesta al sentimiento que lo
había dominado en el instante de sorprender a la vieja. El sirviente no sólo
dejó de dudar (entre elegir la muerte o convertirse en ladrón) sino que en ese
momento el tener que morir de hambre se había convertido para él en una idea
absurda, algo por completo ajeno a su entendimiento.
-¿Estás segura de lo que dices? -preguntó en tono malicioso
y burlón.
De pronto quitó la mano del grano, avanzó hacia ella y
tomándola por el cuello le dijo con rudeza:
-Y bien, no me guardarás rencor si te robo, ¿verdad? Si no
lo hago, también yo me moriré de hambre.
Seguidamente, despojó a la vieja de sus ropas, y como ella tratara
de impedirlo aferrándosele a las piernas, de un puntapié la arrojó entre los
cadáveres. En cinco pasos el sirviente estuvo en la boca de la escalera; y en
un abrir y cerrar de ojos, con la amarillenta ropa bajo el brazo, descendió los
peldaños hacia la profundidad de la noche.
Un momento después la vieja, que había estado tendida como
un muerto más, se incorporó, desnuda. Gruñendo y gimiendo, se arrastró hasta la
escalera, a la luz de la antorcha que seguía ardiendo. Asomó la cabeza al
oscuro vacío y los cabellos blancos le cayeron sobre la cara.
Abajo, sólo la noche negra y muda.
Adónde fue el sirviente, nadie lo sabe.
FIN
1. Sombrero antiguo para dama, de paja o tela laqueada,
según la clase social. Designa a la dama que emplea dicho sombrero.
2. Antiguo gorro empleado por los nobles y samurais. Designa
a los nobles o samurais que llevan dicho gorro.
Biblioteca Digital Ciudad Seva
Jardín de infancia
Naguib Mahfuz
-Papá...
-¿Qué?
-Yo y mi amiga Nadia siempre estamos juntas.
-Claro, mujer, porque es tu amiga.
-En clase... en el recreo... a la hora de comer...
-Estupendo... es una niña buena y juiciosa.
-Pero en la hora de religión yo voy a una clase y ella a
otra.
Miró a la madre y vio que sonreía, ocupada en bordar un
mantel. Y dijo, sonriendo también:
-Sí... pero sólo en la clase de religión...
-¿Y por qué, papá?
-Porque tú eres de una religión y ella de otra.
-Pero, ¿por qué, papá?
-Porque tú eres musulmana y ella cristiana.
-¿Y por qué, papá?
-Eres aún muy pequeña, ya lo comprenderás...
-No, ¡soy mayor!
-No, eres pequeña, cariñito...
-¿Y por qué soy musulmana?
Debía ser comprensivo y delicado: no faltar a los preceptos
de la pedagogía moderna a la primera dificultad. Contestó:
-Porque papá es musulmán... mamá es musulmana...
-¿Y Nadia?
-Porque su papá es cristiano y su mamá también...
-¿Porque su papá lleva gafas?
-No... Las gafas no tienen nada que ver. Es porque su abuelo
también era cristiano y...
Siguió con la cadena de antepasados hasta aburrirse. Trató
de cambiar el tema pero la niña preguntó:
-¿Cuál es mejor?
Dudó un momento antes de contestar:
-Las dos...
-¡Pero yo quiero saber cuál es mejor!
-Es que las dos lo son.
-¿Y por qué no me hago cristiana para estar siempre con
Nadia?
-No, cariñito, es mejor que no. Hay que ser lo mismo que
papá y que mamá...
-¿Y por qué?
Francamente: la pedagogía moderna es tiránica.
-¿Por qué no esperas a ser mayor?
-No. ¡Ahora!
-Bien. Digamos que por gusto. A ella le gusta más una y tú
prefieres la otra. Tú eres musulmana y ella tiene otro gusto. Por eso tienes
que seguir siendo musulmana.
-¿Nadia tiene mal gusto?
Dios confunda a ti y a Nadia. Había metido la pata a pesar
de las precauciones. Se lanzó sin piedad al cuello de una botella.
-Sobre gustos no hay nada escrito. Lo único imprescindible
es seguir siendo como papá y mamá...
-¿Puedo decirle que ella tiene mal gusto y yo no?
Salió al paso:
-Las dos son buenas: tanto el Islam como el Cristianismo
adoran a Dios.
-¿Y por qué yo lo adoro en una habitación y ella en otra?
-Porque ella lo adora de una manera y tú de otra.
-¿Y cuál es la diferencia, papá?
-Ya lo estudiarás el año que viene o el otro. Por el momento
confórmate con saber que Islam y Cristianismo adoran a Dios.
-¿Y quién es Dios, papá?
Se detuvo, reflexionó un segundo y preguntó, extremando las
precauciones:
-¿Qué les ha dicho Abla?
-Lee la azora y nos enseña a rezar, pero yo no sé. ¿Quién es
Dios, papá?
Se quedó pensando con sonrisa torcida. Luego:
-Es el Creador del mundo.
-¿De todo?
-De todo.
-¿Qué quiere decir Creador, papá?
-Quiere decir que lo ha hecho todo.
-¿Cómo, papá?
-Con su Sumo poder.
-¿Y dónde vive?
-En todo el mundo.
-¿Y antes del mundo?
-Arriba...
-¿En el cielo?
-Sí...
-Quiero verlo.
-No se puede.
-¿Ni en la televisión?
-No.
-¿Y no lo ha visto nadie?
-Nadie.
-¿Y por qué sabes que está arriba?
-Porque sí.
-¿Quién adivinó que estaba arriba?
-Los profetas.
-¿Los profetas?
-Sí, como nuestro señor Mahoma.
-¿Y cómo, papá?
-Por una gracia especial.
-¿Tenía los ojos muy grandes?
-Sí.
-¿Y por qué, papá?
-Porque Dios lo creó así.
-¿Y por qué, papá?
Contestó tratando de no perder la paciencia:
-Porque puede hacer lo que quiere...
-¿Y cómo dices que es?
-Muy grande, muy fuerte, todo lo puede...
-¿Como tú, papá?
Contestó disimulando una sonrisa:
-Es incomparable.
-¿Y por qué vive arriba?
-Porque en la tierra no cabe, pero lo ve todo.
Se distrajo un momento, pero volvió:
-Pues Nadia me ha dicho que vivió en la tierra.
-No es eso; es que lo ve todo como si viviese en todas partes.
-Y también me ha dicho que la gente lo mató.
-No, está vivo, no ha muerto.
-Pues Nadia me ha dicho que lo mataron.
-Qué va, cariñito, creyeron que lo habían matado pero estaba
vivo.
-¿El abuelo también está vivo?
-No, el abuelo murió.
-¿Lo han matado?
-No, se murió.
-¿Cómo?
-Se puso enfermo y se murió.
-Entonces ¿mi hermana va a morirse?
Frunció las cejas y contestó advirtiendo un movimiento de
reproche del lado de la madre:
-Ni mucho menos, ella se curará si Dios quiere...
-¿Por qué se murió entonces el abuelo?
-Porque cuando se puso enfermo era ya mayor.
-¡Pues tú eres mayor, has estado enfermo y no te has muerto!
La madre lo miró regañona. Luego pasó la vista de uno a otro
azorada. Él dijo:
-Nos morimos cuando Dios lo dispone.
-¿Y por qué dispone Dios que nos muramos?
-Porque es libre de hacer lo que quiere.
-¿Es bonito morirse?
-Qué va, mi vida.
-¿Y por qué Dios quiere una cosa que no es bonita?
-Todo lo que Dios quiere para nosotros es bueno.
-Pero tú acabas de decir que no lo es.
-Me he equivocado, querida.
-¿Y por qué mamá se ha enfadado cuando he dicho que por qué
no te habías muerto?
-Porque todavía no es la voluntad de Dios que yo muera.
-¿Y por qué no, papá?
-Porque Él nos ha puesto aquí y Él nos lleva.
-¿Y por qué, papá?
-Para que hagamos cosas buenas aquí antes de irnos.
-¿Y por qué no nos quedamos siempre?
-Porque si nos quedásemos no habría sitio para todos en la
tierra.
-¿Y dejamos las cosas buenas?
-Sí, por otras mucho mejores.
-¿Dónde están?
-Arriba.
-¿Con Dios?
-Sí.
-¿Y lo veremos?
-Sí.
-¿Y eso es bonito?
-Claro.
-Entonces, ¡vámonos!
-Pero aún no hemos hecho cosas buenas.
-¿El abuelo las había hecho?
-Sí.
-¿Cuáles?
-Construir una casa, plantar un jardín...
-¿Y qué había hecho el primo Totó?
Por un momento se puso sombrío. Echó a la madre furtivamente
una mirada desvalida, luego contestó:
-Él también había construido una casa, aunque pequeña, antes
de irse...
-Pues Lulú el vecino me pega y nunca hace cosas buenas...
-Es que él ha nacido anormal.
-¿Y cuándo va a morirse?
-Cuando Dios quiera.
-¿Aunque no haga cosas buenas?
-Todos tenemos que morir. Los que hacen cosas buenas se van
con Dios y los que hacen cosas malas se van al infierno.
Suspiró y se quedó callada. El padre se sintió materialmente
aliviado. No sabía si lo había hecho bien o si se había equivocado. Aquel
torrente de preguntas había removido interrogaciones sedimentadas en lo más
hondo de sí. Pero la incansable criatura gritó:
-¡Yo quiero estar siempre con Nadia!
La miró inquisitivo y ella declaró:
-¡En la clase de religión también!
Se rió estrepitosamente, la madre también rió, él dijo
bostezando:
-Nunca imaginé que fuera posible discutir estas cuestiones a
semejante nivel...
Habló la mujer:
-Llegará el día en que la niña crezca y puedas razonarle las
verdades.
Se volvió para comprobar si aquellas palabras eran sinceras
o irónicas y la encontró enfrascada en el bordado.
FIN
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