sábado, 16 de maio de 2015

Celefais

H.P. Lovecraft

En un sueño, Kuranes vio la ciudad del valle, y la costa que se extendía más allá, y el nevado pico que dominaba el mar, y las galeras de alegres colores que salían del puerto rumbo a lejanas regiones donde el mar se junta con el cielo. Fue en un sueño también, donde recibió el nombre de Kuranes, ya que despierto se llamaba de otra manera. Quizá le resultó natural soñar un nuevo nombre, pues era el último miembro de su familia, y estaba solo entre los indiferentes millones de londinenses, de modo que no eran muchos los que hablaban con él y recordaban quién había sido. Había perdido sus tierras y riquezas; y le tenía sin cuidado la vida de las gentes de su alrededor; porque él prefería soñar y escribir sobre sus sueños. Sus escritos hacían reír a quienes los enseñaba, por lo que algún tiempo después se los guardó para sí, y finalmente dejó de escribir. Cuanto más se retraía del mundo que le rodeaba, más maravillosos se volvían sus sueños; y habría sido completamente inútil intentar transcribirlos al papel. Kuranes no era moderno, y no pensaba como los demás escritores. Mientras ellos se esforzaban en despojar la vida de sus bordados ropajes del mito y mostrar con desnuda fealdad lo repugnante que es la realidad, Kuranes buscaba tan sólo la belleza. Y cuando no conseguía revelar la verdad y la experiencia, la buscaba en la fantasía y la ilusión, en cuyo mismo umbral la descubría entre los brumosos recuerdos de los cuentos y los sueños de niñez.

No son muchas las personas que saben las maravillas que guardan para ellas los relatos y visiones de su propia juventud; pues cuando somos niños escuchamos y soñamos y pensamos pensamientos a medias sugeridos; y cuando llegamos a la madurez y tratamos de recordar, la ponzoña de la vida nos ha vuelto torpes y prosaicos. Pero algunos de nosotros despiertan por la noche con extraños fantasmas de montes y jardines encantados, de fuentes que cantan al sol, de dorados acantilados que se asoman a unos mares rumorosos, de llanuras que se extienden en torno a soñolientas ciudades de bronce y de piedra, y de oscuras compañías de héroes que cabalgan sobre enjaezados caballos blancos por los linderos de bosques espesos; entonces sabemos que hemos vuelto la mirada, a través de la puerta de marfil, hacia ese mundo de maravilla que fue nuestro, antes de alcanzar la sabiduría y la infelicidad.

Kuranes regresó súbitamente a su viejo mundo de la niñez. Había estado soñando con la casa donde había nacido: el gran edificio de piedra cubierto de hiedra, donde habían vivido tres generaciones de antepasados suyos, y donde él había esperado morir. Brillaba la luna, y Kuranes había salido sigilosamente a la fragante noche de verano; atravesó los jardines, descendió por las terrazas, dejó atrás los grandes robles del parque, y recorrió el largo camino que conducía al pueblo. El pueblo parecía muy viejo; tenía su borde mordido como la luna que ha empezado a menguar, y Kuranes se preguntó si los tejados puntiagudos de las casitas ocultaban el sueño o la muerte. En las calles había tallos de larga yerba, y los cristales de las ventanas de uno y otro lado estaban rotos o miraban ciegamente. Kuranes no se detuvo, sino que siguió caminando trabajosamente, como llamado hacia algún objetivo. No se atrevió a desobedecer ese impulso por temor a que resultase una ilusión como las solicitudes y aspiraciones de la vida vigil, que no conducen a objetivo ninguno. Luego se sintió atraído hacia un callejón que salía de la calle del pueblo en dirección a los acantilados del canal, y llegó al final de todo... al precipicio y abismo donde el pueblo y el mundo caían súbitamente en un vacío infinito, y donde incluso el cielo, allá delante, estaba vacío y no lo iluminaban siquiera la luna roída o las curiosas estrellas. La fe le había instado a seguir avanzando hacia el precipicio, arrojándose al abismo, por el que descendió flotando, flotando, flotando; pasó oscuros, informes sueños no soñados, esferas de apagado resplandor que podían ser sueños apenas soñados, y seres alados y rientes que parecían burlarse de los soñadores de todos los mundos. Luego pareció abrirse una grieta de claridad en las tinieblas que tenía ante sí, y vio la ciudad del valle brillando espléndidamente allá, allá abajo, sobre un fondo de mar y de cielo, y una montaña coronada de nieve cerca de la costa.

Kuranes despertó en el instante en que vio la ciudad; sin embargo, supo con esa mirada fugaz que no era otra que Celefais, la ciudad del Valle de Ooth-Nargai, situada más allá de los Montes Tanarios, donde su espíritu había morado durante la eternidad de una hora, en una tarde de verano, hacía mucho tiempo, cuando había huido de su niñera y había dejado que la cálida brisa del mar lo aquietara y lo durmiera mientras observaba las nubes desde el acantilado próximo al pueblo. Había protestado cuando lo encontraron, lo despertaron y lo llevaron a casa; porque precisamente en el momento en que lo hicieron volver en sí, estaba a punto de embarcar en una galera dorada rumbo a esas seductoras regiones donde el cielo se junta con el mar. Ahora se sintió igualmente irritado al despertar, ya que al cabo de cuarenta monótonos años había encontrado su ciudad fabulosa.

Pero tres noches después, Kuranes volvió a Celefais. Como antes, soñó primero con el pueblo que parecía dormido o muerto, y con el abismo al que debía descender flotando en silencio; luego apareció la grieta de claridad una vez más, contempló los relucientes alminares de la ciudad, las graciosas galeras fondeadas en el puerto azul, y los árboles gingco del Monte Arán mecidos por la brisa marina. Pero esta vez no lo sacaron del sueño; y descendió suavemente hacia la herbosa ladera como un ser alado, hasta que al fin sus pies descansaron blandamente en el césped. En efecto, había regresado al valle de Ooth-Nargai, y a la espléndida ciudad de Celefais.

Kuranes paseó en medio de yerbas fragantes y flores espléndidas, cruzó el burbujeante Naraxa por el minúsculo puente de madera donde había tallado su nombre hacía muchísimos años, atravesó la rumorosa arboleda, y se dirigió hacia el gran puente de piedra que hay a la entrada de la ciudad. Todo era antiguo; aunque los mármoles de sus muros no habían perdido su frescor, ni se habían empañado las pulidas estatuas de bronce que sostenían. Y Kuranes vio que no tenía por qué temer que hubiesen desaparecido las cosas que él conocía; porque hasta los centinelas de las murallas eran los mismos, y tan jóvenes como él los recordaba. Cuando entró en la ciudad, y cruzó las puertas de bronce, y pisó el pavimento de ónice, los mercaderes y camelleros lo saludaron como si jamás se hubiese ausentado; y lo mismo ocurrió en el templo de turquesa de Nath-Horthath, donde los sacerdotes, adornados con guirnaldas de orquídeas le dijeron que no existe el tiempo en Ooth-Nargai, sino sólo la perpetua juventud. A continuación, Kuranes bajó por la Calle de los Pilares hasta la muralla del mar, y se mezcló con los mercaderes y marineros y los hombres extraños de esas regiones en las que el cielo se junta con el mar. Allí permaneció mucho tiempo, mirando por encima del puerto resplandeciente donde las ondulaciones del agua centelleaban bajo un sol desconocido, y donde se mecían fondeadas las galeras de lejanos lugares. Y contempló también el Monte Arán, que se alzaba majestuoso desde la orilla, con sus verdes laderas cubiertas de árboles cimbreantes y con su blanca cima rozando el cielo.

Más que nunca deseó Kuranes zarpar en una galera hacia lejanos lugares, de los que tantas historias extrañas había oído; así que buscó nuevamente al capitán que en otro tiempo había accedido a llevarlo. Encontró al hombre, Athib, sentado en el mismo cofre de especias en que lo viera en el pasado; y Athib no pareció tener conciencia del tiempo transcurrido. Luego fueron los dos en bote a una galera del puerto, dio órdenes a los remeros, y salieron al Mar Cerenerio que llega hasta el cielo. Durante varios días se deslizaron por las aguas ondulantes, hasta que al fin llegaron al horizonte, donde el mar se junta con el cielo. No se detuvo aquí la galera, sino que siguió navegando ágilmente por el cielo azul entre vellones de nube teñidos de rosa. Y muy por debajo de la quilla, Kuranes divisó extrañas tierras y ríos y ciudades de insuperable belleza, tendidas indolentemente a un sol que no parecía disminuir ni desaparecer jamás. Por último, Athib le dijo que su viaje no terminaba nunca, y que pronto entraría en el puerto de Sarannian, la ciudad de mármol rosa de las nubes, construida sobre la etérea costa donde el viento de poniente sopla hacia el cielo; pero cuando las más elevadas de las torres esculpidas de la ciudad surgieron a la vista, se produjo un ruido en alguna parte del espacio, y Kuranes despertó en su buhardilla de Londres.

Después, Kuranes buscó en vano durante meses la maravillosa ciudad de Celefais y sus galeras que hacían la ruta del cielo; y aunque sus sueños lo llevaron a numerosos y espléndidos lugares, nadie pudo decirle cómo encontrar el Valle de Ooth-Nargai, situado más allá de los Montes Tanarios. Una noche voló por encima de oscuras montañas donde brillaban débiles y solitarias fogatas de campamento, muy diseminadas, y había extrañas y velludas manadas de reses cuyos cabestros portaban tintineantes cencerros; y en la parte más inculta de esta región montañosa, tan remota que pocos hombres podían haberla visto, descubrió una especie de muralla o calzada empedrada, espantosamente antigua, que zigzagueaba a lo largo de cordilleras y valles, y demasiado gigantesca para haber sido construida por manos humanas. Más allá de esa muralla, en la claridad gris del alba, llegó a un país de exóticos jardines y cerezos; y cuando el sol se elevó, contempló tanta belleza de flores blancas, verdes follajes y campos de césped, pálidos senderos, cristalinos manantiales, pequeños lagos azules, puentes esculpidos y pagodas de roja techumbre, que, embargado de felicidad, olvidó Celefais por un instante. Pero nuevamente la recordó al descender por un blanco camino hacia una pagoda de roja techumbre; y si hubiese querido preguntar por ella a la gente de esta tierra, habría descubierto que no había allí gente alguna, sino pájaros y abejas y mariposas. Otra noche, Kuranes subió por una interminable y húmeda escalera de caracol, hecha de piedra, y llegó a la ventana de una torre que dominaba una inmensa llanura y un río iluminado por la luna llena; y en la silenciosa ciudad que se extendía a partir de la orilla del río, creyó ver algún rasgo o disposición que había conocido anteriormente. Habría bajado a preguntar el camino de Ooth-Nargai, si no hubiese surgido la temible aurora de algún remoto lugar del otro lado del horizonte, mostrando las ruinas y antigüedades de la ciudad, y el estancamiento del río cubierto de cañas, y la tierra sembrada de muertos, tal como había permanecido desde que el rey Kynaratholis regresara de sus conquistas para encontrarse con la venganza de los dioses.

Y así, Kuranes buscó inútilmente la maravillosa ciudad de Celefais y las galeras que navegaban por el cielo rumbo a Seranninan, contemplando entretanto numerosas maravillas y escapando en una ocasión milagrosamente del indescriptible gran sacerdote que se oculta tras una máscara de seda amarilla y vive solitario en un monasterio prehistórico de piedra, en la fría y desierta meseta de Leng. Al cabo del tiempo, le resultaron tan insoportables los desolados intervalos del día, que empezó a procurarse drogas a fin de aumentar sus periodos de sueño. El hachís lo ayudó enormemente, y en una ocasión lo trasladó a una región del espacio donde no existen las formas, pero los gases incandescentes estudian los secretos de la existencia. Y un gas violeta le dijo que esta parte del espacio estaba al exterior de lo que él llamaba el infinito. El gas no había oído hablar de planetas ni de organismos, sino que identificaba a Kuranes como una infinitud de materia, energía y gravitación. Kuranes se sintió ahora muy deseoso de regresar a la Celefais salpicada de alminares, y aumentó su dosis de droga. Después, un día de verano, lo echaron de su buhardilla, y vagó sin rumbo por las calles, cruzó un puente, y se dirigió a una zona donde las casas eran cada vez más escuálidas. Y allí fue donde culminó su realización, y encontró el cortejo de caballeros que venían de Celefais para llevarlo allí para siempre.

Hermosos eran los caballeros, montados sobre caballos ruanos y ataviados con relucientes armaduras, y cuyos tabardos tenían bordados extraños blasones con hilo de oro. Eran tantos, que Kuranes casi los tomó por un ejército, aunque habían sido enviados en su honor; porque era él quien había creado Ooth-Nargai en sus sueños, motivo por el cual iba a ser nombrado ahora su dios supremo. A continuación, dieron a Kuranes un caballo y lo colocaron a la cabeza de la comitiva, y emprendieron la marcha majestuosa por las campiñas de Surrey, hacia la región donde Kuranes y sus antepasados habían nacido. Era muy extraño, pero mientras cabalgaban parecía que retrocedían en el tiempo; pues cada vez que cruzaban un pueblo en el crepúsculo, veían a sus vecinos y sus casas como Chaucer y sus predecesores les vieron; y hasta se cruzaban a veces con algún caballero con un pequeño grupo de seguidores. Al avecinarse la noche marcharon más deprisa, y no tardaron en galopar tan prodigiosamente como si volaran en el aire. Cuando empezaba a alborear, llegaron a un pueblo que Kuranes había visto bullente de animación en su niñez, y dormido o muerto durante sus sueños. Ahora estaba vivo, y los madrugadores aldeanos hicieron una reverencia al paso de los jinetes calle abajo, entre el resonar de los cascos, que luego desaparecieron por el callejón que termina en el abismo de los sueños. Kuranes se había precipitado en ese abismo de noche solamente, y se preguntaba cómo sería de día; así que miró con ansiedad cuando la columna empezó a acercarse al borde. Y mientras galopaba cuesta arriba hacia el precipicio, una luz radiante y dorada surgió de occidente y vistió el paisaje con refulgentes ropajes. El abismo era un caos hirviente de rosáceo y cerúleo esplendor; unas voces invisibles cantaban gozosas mientras el séquito de caballeros saltaba al vacío y descendía flotando graciosamente a través de las nubes luminosas y los plateados centelleos. Seguían flotando interminablemente los jinetes, y sus corceles pateaban el éter como si galopasen sobre doradas arenas; luego, los encendidos vapores se abrieron para revelar un resplandor aún más grande: el resplandor de la ciudad de Celefais, y la costa, más allá; y el pico que dominaba el mar, y las galeras de vivos colores que zarpan del puerto rumbo a lejanas regiones donde el cielo se junta con el mar.

Y Kuranes reinó en Ooth-Nargai y todas las regiones vecinas de los sueños, y tuvo su corte alternativamente en Celefais y en la Serannian formada de nubes. Y aún reina allí, y reinará feliz para siempre; aunque al pie de los acantilados de Innsmouth, las corrientes del canal jugaban con el cuerpo de un vagabundo que había cruzado el pueblo semidesierto al amanecer; jugaban burlonamente, y lo arrojaban contra las rocas, junto a las Torres de Trevor cubiertas de hiedra, donde un millonario obeso y cervecero disfruta de un ambiente comprado de nobleza extinguida.

FIN


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Sauce

César Vallejo

Lirismo de invierno, rumor de crespones,
cuando ya se acerca la pronta partida;
agoreras voces de tristes canciones
que en la tarde rezan una despedida.

Visión del entierro de mis ilusiones
en la propia tumba de mortal herida.
Caridad verónica de ignotas regiones,
donde a precio de éter se pierde la vida.

Cerca de la aurora partiré llorando;
y mientras mis años se vayan curvando,
curvará guadañas mi ruta veloz.

Y ante fríos óleos de luna muriente,
con timbres de aceros en tierra indolente,
cavarán los perros, aullando, ¡un adiós!
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La pensión


James Joyce

La señora Mooney, hija de un carnicero, era lo que se dice una mujer resuelta; para arreglar sus cosas se bastaba y se sobraba sin dar un cuarto al pregonero. Casó con el dependiente principal de su padre y abrió una carnicería cerca de Spring Gardens. Pero no bien hubo muerto su suegro, el señor Mooney empezó a andar en malos pasos. Bebía, metía mano a la caja registradora del dinero y se entrampó hasta los ojos. De nada servía hacerle prometer enmienda: a los pocos días, infaliblemente, quebrantaba el solemne juramento. A fuerza de reñir con su mujer en presencia de los parroquianos y de comprar carne mala, terminó por arruinar el negocio. Una noche persiguió a su mujer con la cuchilla, y ella tuvo que dormir en casa de un vecino.

Desde entonces vivieron separados. La mujer acudió al cura y obtuvo una separación en regla con cargo de los hijos. No daba dinero al marido, ni alimento, ni morada; y así el hombre se vio obligado a entrar como oficial de justicia. Era un borrachín astroso, encorvado, de cara blanca y bigote blanco, y blancas cejas dibujadas sobre sus ojillos surcados de venas rojizas, ribeteados y tiernos; y se pasaba todo el santo día sentado en el cuarto del alguacil, en espera de que le encomendaran algún servicio. La señora Mooney, que se había llevado el dinero remanente tras la liquidación de la carnicería, instalando con ello una pensión en Hardwicke Street, era una mujer grande e imponente. Su casa albergaba una población flotante compuesta de turistas de Liverpool y de la isla de Man, y, de vez en cuando, artistas de vodevil. Su clientela con residencia fija se componía de empleados de oficinas y del comercio. La señora Mooney gobernaba la pensión con diplomacia y mano firme; sabía cuándo procedía dar crédito, actuar con severidad o hacer la vista gorda. Los residentes mozos, cuando hablaban de ella, la llamaban todos la Patrona.

Los jóvenes pupilos de la señora Mooney pagaban quince chelines semanales por la pensión completa (cerveza en las comidas aparte). Eran todos de los mismos gustos y ocupaciones, y por esta razón reinaba entre ellos franca camaradería. Discutían entre sí las probabilidades de sus caballos favoritos. Jack Mooney, el hijo de la Patrona, empleado con un agente comercial en Fleet Street, tenía reputación de ser un tipo difícil. Era aficionado a soltar obscenidades de cuartel, y por lo general llegaba a casa de madrugada. Cuando veía a sus amigos, siempre tenía alguna diablura que contarles, y siempre estaba seguro de hallarse sobre la pista de algo bueno: un caballo o una artista con posibilidades. También el boxeo se le daba de maravilla. Y las canciones cómicas. Las noches de los domingos solía haber reunión en la sala principal de la señora Mooney. Los artistas de vodevil participaban con gusto, y Sheridan tocaba valses y polkas e improvisaba acompañamientos. También solía cantar Polly Mooney, la hija de la señora. Cantaba:

Soy una... niña traviesa.
No tienen por qué fingir:
Ya saben que soy así.

Polly era una muchachita delgada, de diecinueve años; tenía el pelo rubio, delicado y suave, y una boca pequeña y rotunda. Sus ojos, grises con un tornasol verde, tenían el hábito de echar miraditas hacia arriba cuando hablaba con alguien, lo cual le daba el aspecto de una pequeña madonna perversa. La señora Mooney colocó en principio a su hija en la oficina de un tratante en granos, de mecanógrafa; mas como cierto oficial de justicia de pésima reputación diera en presentarse en el despacho un día sí y otro no rogando le permitieran hablar una palabra con su hija, la madre volvió a llevársela a casa y la puso a trabajar en las faenas domésticas. Como Polly era muy alegre y pizpireta, la intención era darle el gobierno de los pupilos jóvenes. Además, a los mozos les gusta sentir que ande una hembra moza no muy lejos. Polly, como es natural, flirteaba con los mancebos, pero la señora Mooney, juez perspicaz, sabía que los tales mancebos se lo tomaban sólo como pasatiempo: ninguno de ellos iba en serio. Así continuaron las cosas mucho tiempo, y la señora Mooney empezaba a pensar en mandar a Polly otra vez de mecanógrafa, cuando observó que entre su hija y uno de los jóvenes había algo. Vigiló a la pareja y no dijo esta boca es mía.

Polly sabía que la vigilaban; sin embargo, el persistente silencio de su madre no podía interpretarse erróneamente. No había existido complicidad manifiesta entre la madre y la hija, connivencia de ninguna clase; pero aunque los huéspedes empezaban a hablar del asunto, la señora Mooney continuaba sin intervenir. Polly empezó a volverse un poco rara en su comportamiento, y el joven, evidentemente, andaba desazonado. Por fin, cuando estimó que era el momento oportuno, la señora Mooney intervino. Contendió con los problemas morales como cuchilla con la carne; y en aquel caso concreto había tomado ya su decisión.

Era una luminosa mañana de principios de verano, prometedora de calor, mas con un soplo de brisa fresca. Todas las ventanas de la pensión estaban abiertas y las cortinas de encaje se inflaban suavemente hacia la calle bajo las vidrieras levantadas. Era domingo. El campanario de San Jorge repicaba sin cesar, y los fieles, solos o en grupos, cruzaban la pequeña glorieta que se extiende ante la iglesia, dejando ver de intento su propósito en el pío recogimiento con que iban no menos que en los libritos que llevaban en sus manos enguantadas. En la pensión habían terminado de desayunar, y aún estaban los platos en la mesa con amarillas rebañaduras de huevo, piltrafas y cortezas de tocino. La señora Mooney, sentada en el sillón de mimbre, vigilaba a la criada Mary que estaba retirando las cosas del desayuno. Le mandó recoger las cortezas y mendrugos de pan que servirían para hacer el budín del martes. Una vez despejada la mesa, recogidos los mendrugos, guardados bajo llave y candado el azúcar y la mantequilla, la dueña de la pensión se puso a reconstruir la entrevista que había tenido con Polly la noche de la víspera. Todo era, en efecto, como ella sospechaba: se había mostrado franca en sus preguntas, y Polly no lo había sido menos en sus respuestas. Las dos pasaron su apuro, desde luego. Ella por deseo de no recibir la noticia de una manera demasiado franca y desconsiderada, ni parecer que había hecho la vista gorda, y Polly no sólo porque las alusiones de ese género siempre se lo causaban, sino también porque no quería dar pie a la sospecha de que ella, en su sabia inocencia, había adivinado la intención oculta tras la tolerancia de su madre.

Cuando advirtió, en su ensimismamiento, que las campanas de San Jorge habían dejado de tocar, la señora Mooney echó una mirada instintiva al relojito dorado que había sobre la repisa de la chimenea. Pasaban diecisiete minutos de las once: tenía tiempo más que de sobra de solventar el asunto con el señor Doran y plantarse antes de las doce en la calle Marlborough. Estaba segura de su triunfo. Para empezar, tenía de su parte todo el peso de la opinión social: era una madre agraviada. Había permitido al seductor vivir bajo su techo, dando por supuesto que era hombre de honor, y él había abusado de su hospitalidad. Tenía treinta y cuatro o treinta y cinco años, de modo que no podía alegarse como excusa la irreflexión de la juventud; tampoco podía ser disculpa la ignorancia, ya que era hombre con sobrado conocimiento del mundo. Sencillamente se había aprovechado de la juventud y la inexperiencia de Polly; eso era evidente. ¿Qué reparación estaría dispuesto a hacer? He aquí el problema.

En tales casos se debe siempre una reparación. Para el varón todo marcha sobre ruedas: puede largarse tan fresco, después de haberse holgado, como si no hubiera ocurrido nada, pero la chica tiene que pagar el precio. Algunas madres se avenían a componendas mediante sumas de dinero; había conocido casos. Pero ella no haría tal cosa. Para ella, por la pérdida de la honra de su hija sólo cabía una reparación: el matrimonio.

Repasó de nuevo todas sus cartas antes de enviar a Mary arriba, al cuarto del señor Doran, a decir que deseaba hablar con él. Estaba segura de su triunfo. Él era un joven serio, no un libertino ni un escandaloso como los otros. Si se hubiera tratado del señor Sheridan o del señor Meade o de Bantam Lyons, su tarea habría sido mucho más ardua. No creía ella que Doran arrostrase la divulgación del caso. Todos los huéspedes de la pensión sabían algo del asunto; algunos hasta habían inventado pormenores. Además, llevaba trece años empleado en la oficina de un comerciante en vinos, católico cien por cien, y la divulgación tal vez significara para él la pérdida del empleo. Mientras que si se avenía a razones, todo podría ser para bien. Sabía ella que el galán cobraba un buen sueldo, y por otra parte sospechaba que debía de tener un buen pico ahorrado.

¡Casi la media hora! Se levantó y se miró en el espejo de luna. La expresión resuelta de su rostro grande y rubicundo la satisfizo, y pensó en algunas madres conocidas suyas incapaces de quitarse a sus hijas de encima.

El señor Doran estaba en realidad muy nervioso aquel domingo por la mañana. Había intentado por dos veces afeitarse, pero tenía el pulso tan inseguro que se vio obligado a desistir. Una barba rojiza de tres días orlaba sus mandíbulas, y cada dos o tres minutos se le empañaban los lentes, de suerte que tenía que quitárselos y limpiarlos con el pañuelo. El recuerdo de su confesión de la pasada noche le causaba profunda congoja; el cura le había sonsacado hasta el último detalle ridículo del asunto, y al final había exagerado tanto su pecado que casi daba gracias que se le concediera un respiradero, una posibilidad de reparación. El daño estaba hecho. ¿Qué podría hacer él ahora sino casarse con la chica o huir de la ciudad? No iba a tener la desfachatez de negar su culpa. Era seguro que se hablaría del caso, y sin duda alguna llegaría a oídos de su patrón. Dublín es una ciudad tan pequeña..., todo el mundo está informado de los asuntos de los demás. En su excitada imaginación oyó al viejo señor Leonard que con su bronca voz ordenaba: «Que venga el señor Doran, por favor», y sólo de pensarlo le dio un vuelco tan grande el corazón que casi se le sale por la boca.

¡Todos sus largos años de servicio para nada! ¡Sus trabajos y afanes malogrados! De joven la había corrido en grande, por supuesto; había blasonado de librepensador y negado la existencia de Dios en las tabernas ante sus compañeros. Mas todo eso pertenecía al pasado; había concluido totalmente... o casi totalmente. Todavía compraba el Reynolds's Newspaper cada semana, pero cumplía con sus deberes religiosos y durante nueve décimas partes del año llevaba una vida metódica y ordenada. Tenía dinero suficiente para tomar estado; no se trataba de eso. Pero la familia miraría a la chica con menosprecio. Estaba primero la pésima reputación de su padre, y por si fuera poco, la pensión de su madre empezaba a adquirir cierta fama. Tenía sus barruntos de que le habían cazado. Imaginaba a sus amigos hablando del asunto y riéndose. Ella era un poquillo vulgar; a veces decía «haiga» y «hubieron». ¿Mas qué importaba la gramática si él la quería? No podía decidir si apreciarla o despreciarla por lo que había hecho. Naturalmente él lo había hecho también. Su instinto le impelía a permanecer libre, a no casarse. Una vez que uno se casa es el fin, le decía.

Estaba sentado al borde de la cama, en camisa y pantalones, inerme ante la fatalidad que lo abrumaba, cuando ella dio unos golpecitos en su puerta y entró en la habitación. La muchacha se lo dijo todo, que había confesado los hechos a su madre desde la A hasta la Z, y que su madre hablaría con él esa misma mañana. Rompió a llorar y le echó los brazos al cuello, diciendo:

-¡Oh, Bob! ¡Bob! ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?

Terminaría de una vez con su existencia, dijo.

Él la consoló débilmente, diciéndole que no llorara, que todo se arreglaría, que no había que temer. Sintió la agitación del pecho femenino contra su camisa.

No fue del todo culpa suya que el hecho sucediera. Recordaba, con la singular y paciente memoria del soltero, los primeros roces fortuitos de su vestido, su aliento, sus dedos, que habían sido como caricias para él. Luego, una noche, ya avanzada la hora, cuando se desvestía para acostarse, la joven dio unos tímidos golpecitos a su puerta. Quería encender su vela en la de él, pues una corriente de aire se la había apagado. Se había bañado esa noche, y llevaba un peinador suelto y abierto de franela estampada. Su blanco empeine relucía en la abertura de sus zapatillas de piel, y bajo su epidermis perfumada bullía cálida la sangre. También de sus manos y de sus muñecas, mientras encendía la vela, se desprendía un delicado aroma.

Cuando volvía tarde por las noches, era ella quien le calentaba la cena. Apenas si se daba cuenta de lo que comía, sintiéndola tan cerca, a solas y de noche, mientras todos dormían. ¡Y lo solícita que se mostraba! Si la noche era fría, o húmeda, o borrascosa, sin dudas habría allí un vasito de ponche preparado para él. Tal vez pudieran ser felices juntos...

Solían subir la escalera de puntillas, cada cual con una vela, y en el tercer rellano se daban muy a disgusto las buenas noches. Tomaron la costumbre de besarse. Recordaba bien sus ojos, el contacto de su mano, el delirio en que aquello terminó por precipitarlo...

Pero el delirio pasa. Se hizo eco ahora de la frase de ella: «¿Qué voy a hacer?» Su instinto de célibe le advertía que no se comprometiese. Pero el pecado allí estaba; su propio sentido del honor le decía que por tal pecado debía efectuarse una reparación.

Sentado así con ella en el borde de la cama, apareció Mary en la puerta y dijo que la patrona quería verlo en la sala. Se levantó para ponerse el chaleco y la chaqueta, más desamparado que nunca. Una vez vestido, se acercó a ella para consolarla. Todo se arreglaría, no había que temer. La dejó llorando en la cama y gimiendo débilmente: «¡Oh, Dios mío!»

Cuando bajaba por la escalera se le empañaron de tal forma los lentes que tuvo que quitárselos y limpiarlos. Hubiera querido salir por el tejado y volar lejos, a otro país donde jamás volviera a saber nada de aquel lío, y sin embargo una fuerza lo empujaba escalera abajo, peldaño por peldaño.

Las caras implacables de su patrón y de la señora parecían mirarlo inquisitivas, en su frustración y desconcierto. En el último tramo de escaleras se cruzó con Jack Mooney que subía de la despensa con dos botellas de cerveza amorosamente abrazadas. Se saludaron con frialdad, y los ojos del galán se detuvieron un par de segundos en una recia fisonomía de perro de presa y dos brazos cortos y vigorosos. Al llegar al pie de la escalera, echó una furtiva ojeada hacia arriba y vio a Jack mirándolo desde la puerta del recibimiento.

Entonces recordó la noche en que uno de los artistas de vodevil, cierto rubio londinense, hizo una alusión a Polly bastante desenfadada. La reunión casi terminó de mala manera debido a la violenta reacción de Jack. Todos se extremaron por aplacarle. El artista de vodevil, un poco más pálido que de costumbre, no hacía más que sonreír y repetir que no lo había dicho con mala intención. Pero Jack no hacía más que gritarle que si cualquier individuo intentaba llevar adelante tales devaneos con su hermana, por su alma que le iba a hacer tragarse las muelas, como lo estaban oyendo.

***

Polly continuó un rato sentada en el borde de la cama, llorando. Luego se enjugó los ojos y se acercó al espejo. Mojó la punta de la toalla en el jarro del lavabo y se refrescó los ojos con el agua fría. Se miró en el espejo de perfil y se ajustó una horquilla en el pelo por encima de la oreja. Luego volvió a la cama y se sentó a los pies. Miró un largo rato las almohadas, y esta contemplación suscitó en su ánimo secretos y dulces recuerdos. Apoyó la nuca en el frío barandal metálico de la cama y se abandonó a sus ensueños. Toda perturbación visible había desaparecido de su rostro.

Siguió esperando paciente, casi alegremente, sin sobresalto, dejando que sus recuerdos dieran paso poco a poco a esperanzas y visiones del futuro. Tan intrincadas eran estas esperanzas y visiones que ya no veía las almohadas blancas donde tenía fija la mirada ni recordaba que estaba esperando algo.

Por fin oyó a su madre que la llamaba. Se puso de pie automáticamente y corrió al pasamano de la escalera.

-¡Polly! ¡Polly!

-Aquí estoy, mamá.

-Baja, hija mía. El señor Doran quiere hablar contigo.

Entonces recordó lo que estaba esperando.




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El peso de los caídos

Andréi Platónov

Una madre regresó a su casa. Había estado fuera, refugiada de los alemanes, pero no pudo acostumbrarse a vivir en otro lugar que no fuera su pueblo natal, por lo que regresó a casa.
Dos veces debió atravesar por tierra de nadie, cerca de las fortificaciones alemanas, porque el frente por allí era desigual y ella había tomado el camino recto, el más rápido. No le temía a nadie, no se cuidaba de nadie, y los enemigos no le hicieron daño. Avanzaba triste por los campos, despeinada y con la cara desencajada, como de ciega. Le daba igual lo que había en ese momento en el mundo y lo que estaba sucediendo en él, y nada en el universo podía ni alegrarla ni entristecerla, porque su desgracia era eterna y su tristeza inabarcable: ella, una madre, había perdido a todos sus hijos. Ahora se sentía tan débil e indiferente, que avanzaba como una brizna de paja llevada por el viento y en todo encontraba la misma indiferencia hacia ella. Al sentir que nadie la necesitaba y que, por lo mismo, tampoco ella necesitaba a nadie, sintió aún mayor pesar. A veces esto basta para que una persona muera, pero ella no murió: necesitaba ver la casa en la que había vivido toda su vida y el lugar en el que habían muerto sus hijos en combate o ejecutados.

En el camino se cruzó varias veces con los alemanes, pero éstos no tocaron a la mujer; les extrañó ver a una vieja tan desgraciada, les horrorizó la mucha humanidad que descubrieron en su cara y la dejaron irse para que muriera por su cuenta. A veces, en las caras de las personas se refleja una opaca luz de extrañeza que es capaz de asustar a los animales y a las personas malintencionadas. Nadie tiene fuerza suficiente para acabar con estas personas y a nadie le resulta posible acercarse a ellas. El animal y la persona prefieren pelear con sus semejantes y dejar ir a quienes no se les parecen, porque temen ser vencidos por una fuerza desconocida.

Después de atravesar toda la guerra, la vieja madre alcanzó por fin su casa, pero encontró su pueblo natal vacío. Su casa pequeña y pobre, revocada con barro pintado de amarillo, con su chimenea de ladrillo que parecía la cabeza de una persona meditabunda, hacía mucho que había sido quemada por el fuego alemán, que sólo dejó cenizas tras de sí. Sólo la hierba, como la que crece sobre las tumbas, nacía entre aquellas cenizas. También había desaparecido todo el vecindario, toda la vieja ciudad. Una luz blanca y triste lo iluminaba todo, y era posible ver en la lejanía a través de la tierra silenciosa. Pasaría muy poco tiempo y la hierba cubriría del todo este lugar antes habitado, los vientos soplarían libres, los torrentes de lluvia lo igualarían y ya no quedaría huella humana ni nadie para asimilar y heredar como un conocimiento útil todo el sufrimiento de la vida terrestre. Este último pensamiento hizo suspirar a la mujer, y también el dolor que sentía su corazón por tanta vida perdida y sin memoria. Pero su corazón era bondadoso y quería vivir para amar a los muertos, para terminar los planes que la muerte había interrumpido.

Se sentó en medio de aquellas cenizas frías y apoyó las manos en el polvo en que se había convertido su casa. Sabía cuál era su destino, sabía que había llegado su hora, pero se resistía, porque si ella moría, ¿qué pasaría con el recuerdo de sus niños?, ¿quién los conservaría en su amor si también su corazón dejaba de respirar?

La madre no sabía la respuesta a esta pregunta y meditaba sola. Se le acercó su vecina, Yevdokía Petrovna, una mujer joven y de buen ver, antes gorda, pero ahora débil, silenciosa e indiferente. Una bomba había matado a sus dos hijos pequeños cuando regresaba con ellos de la ciudad. Su esposo había desaparecido en unos trabajos de excavación, y ella había vuelto para enterrar a sus hijos y terminar de vivir el tiempo que le quedaba en aquel lugar muerto.

-Buenas, María Vasílievna -dijo Yevdokía Petrovna.

-¿Eres tú, Dunia? -le preguntó María Vasílievna-. Siéntate, hablemos. Inspeccióname la cabeza, porque hace mucho que no me baño.

Dunia accedió con docilidad y se sentó a su lado; María Vasílievna recostó la cabeza en sus rodillas y la vecina empezó a inspeccionársela. Las dos se sintieron mejor dedicándose a esta tarea. Mientras una trabajaba afanosamente, la otra se arrebujó contra su cuerpo y se quedó dormida con la tranquilidad que le infundía la cercanía de una persona conocida.

-¿Los tuyos murieron todos? -preguntó María Vasílievna.

-¡Sí, todos, claro! -le contestó Dunia-. ¿Y los tuyos?

-Todos, no queda nadie -dijo María Vasílievna.

-Entonces estamos a la par: ni tú ni yo tenemos a nadie -comentó Dunia satisfecha de que su desgracia no fuera única en el mundo, de que a los demás les hubiera tocado la misma desdicha.

-Mi desgracia es mayor que la tuya: antes también era viuda -dijo María Vasílievna-. Y mis dos hijos han caído cerca del pueblo. Se alistaron en el batallón de trabajadores cuando los alemanes salieron de Petropávlovsk a la carretera de Mitrofánievsk... Mi hija me llevó bien lejos de aquí porque me quería mucho, era mi hija. Después se alejó de mí, empezó a amar a todo el mundo, compadeció a un hombre -mi hija era una muchacha bondadosa-, se inclinó sobre él, que estaba débil y herido, y entonces la mataron, desde arriba, desde un avión... ¿Y yo qué? No tengo nada y regresé. ¿Qué tengo ahora? Me da igual. Tengo la sensación de estar muerta...

-Bueno, ya nada se puede hacer. Sigue viviendo como una muerta; yo también vivo así -dijo Dunia-. Todos los míos descansan y los tuyos también descansan... Sé dónde están los tuyos, sé adonde los arrastraron a todos para enterrarlos, yo estaba aquí y lo vi con mis propios ojos. Primero contaron a todos los muertos, levantaron un acra, pusieron a un lado a los suyos, y a nuestros muertos los llevaron más allá. Luego desnudaron a todos los nuestros y apuntaron en el acta cuánta ropa se podía aprovechar. Se alargaron en este tipo de asuntos y luego empezaron a empujarlos y a lanzarlos a la tumba.

-¿Y quién la cavó? -se preocupó María Vasílievna-. ¿Cavaron profundo? Una tumba profunda sería más caliente porque estaban desnudos, sentirán frío.

-¡No, nada de profunda! -le informó Dunia-. ¡Una fosa de proyectil fue su tumba! Los amontonaron hasta llenarla, pero no había sitio para todos los muertos, así que pasaron por encima con un tanque de guerra, los muertos se aplastaron, se hizo más espacio y echaron allí a los muertos restantes. No tenían ganas de cavar, ahorraban sus fuerzas; echaron un poco de tierra por encima. Allí descansan los muertos en el frío; sólo los muertos pueden aguantar el sufrimiento de estar eternamente desnudos en el frío...

-¿Y a los míos también los destrozaron con el tanque o los colocaron arriba, sin aplastarlos? -preguntó María Vasílievna.

-¿A los tuyos? -contestó Dunia-. La verdad es que no lo pude ver... Allí, detrás del pueblo, cerca de la carretera descansan todos; si vas, los verás. Yo hice una cruz con ramas y la puse allí, pero fue por gusto; una cruz se cae aunque sea de hierro, y la gente olvidará a los muertos...

María Vasílievna se incorporó, hizo que Dunia bajara la cabeza y empezó a inspeccionarle el pelo. Se sintió mejor trabajando; el trabajo manual cura los espíritus tristes y enfermos.

Después, cuando cayó la tarde, María Vasílievna se levantó. Era una mujer vieja y estaba cansada. Se despidió de Dunia y salió a la noche, donde descansaban sus niños. Dos de sus hijos en una tumba cercana, y un poco más allá su hija.

María Vasílievna fue hasta el poblado cercano. Antes vivían allí, en casitas de madera, horticultores y campesinos que se alimentaban de las parcelas que había junto a sus casas y que gracias a esto subsistían desde tiempos remotos. Ahora nada quedaba en este lugar; el fuego había fundido la capa superior de tierra y la gente había muerto o vagabundeaba por los alrededores, o los habían cogido como rehenes y enviado al trabajo y a la muerte.

La carretera de Mitrofánievsk salía del pueblo a la llanura. En tiempos pasados, al borde de la carretera crecían poderosos árboles; ahora la guerra los había roído, reduciéndolos a tocones, y la solitaria carretera tenía un aspecto triste, como si el fin del mundo no quedara lejos de allí...

María Vasílievna llegó a la tumba con la cruz hecha de dos ramas débiles y temblorosas y se sentó a sus pies. Ahí abajo descansaban sus niños desnudos asesinados, profanados y enterrados por manos ajenas.

Llegó el crepúsculo y se convirtió en noche. En el cielo se encendieron las estrellas otoñales. Parecía que después de desahogarse llorando en lo alto habían abierto sus ojos bondadosos y sorprendidos, y miraban inmóviles la tierra oscura en la que había tanto sufrimiento y cuyo poder hipnótico les impedía apartar la vista de ella.

«Si estuvieran vivos -susurró la madre dirigiéndose a sus hijos muertos-, si estuvieran vivos, ¿cuánto trabajo podrían haber hecho?, ¿cuántos destinos podrían haber conocido? Pero ahora que están muertos... ¿Y dónde se ha quedado la vida que no vivieron? ¿Quién la vivirá por ustedes...? ¿Qué edad tenía Matvéi? Casi veintitrés... Vasili cumpliría veintiocho. La niña tenía dieciocho, cumpliría los diecinueve este año, ayer fue su cumpleaños... Tanto corazón gasté en ustedes, tanta sangre perdí, pero al parecer no fue bastante, porque murieron, no pude conservarles la vida, no los rescaté de la muerte, mi solo corazón y mi sangre fueron poco. ¿Y quiénes eran ellos? Eran mis hijos, aunque no pidieron venir al mundo. Los parí sin pensar, los parí y pensé: "Que vivan solos". Pero al parecer aún no se puede vivir en la tierra, todavía nada está listo aquí para los niños. ¡Se han esforzado por arreglarlo todo, para dejarlo a punto, pero no han podido! Aquí no pueden vivir, pero tampoco tenían otro lugar donde vivir. ¿Y qué podíamos hacer nosotras, las madres? Paríamos hijos, ¿qué otra cosa podíamos hacer? Sola no tiene sentido vivir...»

Tocó la tierra de la tumba y se acostó boca abajo sobre ella. Dentro de la tierra remaba el silencio, nada se oía.

«Duermen -susurró la madre-, nadie se mueve. Les fue difícil morir y la muerte los dejó sin fuerzas. ¡Que duerman! Los esperare... No puedo vivir sin mis hijos, no quiero vivir sin muertos...»

María Vasílievna alzó el rostro de la tierra porque le pareció oír que la llamaba su hija Natasha, que la llamaba sin pronunciar palabras, murmurando algo como en un suspiro. La madre miró a su alrededor tratando de ver de dónde provenía su dulce voz, si del campo silencioso, de las profundidades de la tierra o de lo alto del cielo, de aquella estrella clara. ¿Dónde estaba ahora su hija muerta? ¿O ya no estaba en ninguna parte y a la madre sólo le parecía oír su voz que sonaba como un recuerdo en su propio corazón?

María Vasílievna volvió a prestar oído, y otra vez, viniendo del silencio del universo, le pareció oír la voz sedante de su hija, una voz que, de tan lejana, sonaba a silencio, pero que le hablaba pura y claramente sobre la esperanza y la alegría, sobre que se cumpliría todo lo no cumplido, que los muertos regresarían a vivir en la tierra y que los que habían sido separados se abrazarían y no se separarían nunca más.

A la madre le pareció que la voz de su hija era alegre y comprendió que aquello significaba que confiaba en que volvería a vivir, que necesitaba la ayuda de los vivos y no quería seguir estando muerta.

«Hija, ¿cómo podría ayudarte? Yo también estoy casi muerta -dijo María Vasílievna. Hablaba tranquila y con claridad, como si estuviera en la calma de su hogar y conversara con sus hijos como antes, en su anterior vida feliz-. Yo sola no podré levantarte. Si el pueblo entero te hubiera amado y hubiera eliminado toda la injusticia sobre la faz de la tierra, entonces él podría regresarte a la vida, y también a todos los que murieron injustamente, porque la muerte es precisamente la mayor injusticia. Pero sin su ayuda, ¿cómo podría ayudarte? ¡Moriré de pena y sólo entonces podré estar contigo!»

La madre le habló largo tiempo con palabras de consuelo, razonando como si Natasha y los otros hijos la escucharan con atención. Después le entró sueño y se quedó dormida sobre la tumba.

El cielo iluminado de la guerra apareció a lo lejos y la alcanzó el sordo retumbar de los cañones. Había comenzado una batalla. María Vasílievna despertó y vio el fuego en el cielo, escuchó la respiración agitada de los cañones. «Son los nuestros que vienen -pensó-, ¡Que lleguen pronto, que haya un poder soviético, el poder que ama al pueblo, que ama el trabajo, que enseña a la gente; es un poder inquieto; quizá, dentro de un siglo, aprenda a revivir a los muertos. Entonces suspirará y se alegrará mi huérfano corazón de madre.»

María Vasílievna confiaba y entendía que todo sucedería tal y como ella imaginaba. Había visto aeroplanos volando, algo que también era difícil de inventar y de hacer. Del mismo modo, todos los muertos podrían ser devueltos desde la profundidad de la tierra a vivir otra vez bajo la luz solar. Sucedería si la inteligencia humana tenía en cuenta las necesidades de la madre que da a luz y entierra a sus hijos y le duele su pérdida.

Se volvió a acostar sobre la tierra blanda de la tumba para estar más cerca de sus hijos. Su silencio significaba un repudio al mundo malhechor que les había dado muerte y la pena de la madre que recordaba el olor de sus cuerpos infantiles y el color de sus ojos vivos.

Hacia el mediodía, los tanques rusos salieron a la carretera de Mitrofánievsk y se detuvieron junto al pueblo para pasar revista y repostar combustible; habían dejado de hacer fuego porque la guarnición alemana de la ciudad se había retirado a tiempo para reagruparse con su ejército y así librarse del combate.

Un soldado rojo bajó de su tanque para caminar por la tierra, sobre la cual brillaba ahora un sol pacífico. El soldado ya no era joven y le gustaba ver cómo vive la hierba y comprobar si todavía existían las mariposas y los insectos que conocía de antes.

A los pies de una cruz hecha de ramas, el soldado vio a una vieja acurrucada sobre la tierra. Se agachó y trató de escuchar su respiración. Después giró el cuerpo de la mujer y pegó el oído a su pecho para cerciorarse de que no latía. «Su corazón se ha ido -entendió el soldado, y cubrió en silencio el rostro de la muerta con un lienzo limpio que llevaba consigo como peal de repuesto-. Ya no tenía con qué vivir; su cuerpo estaba tan comido por el hambre y por la desdicha que hasta los huesos se le ven bajo la piel.»

«Duerme por ahora -habló en voz alta el soldado despidiéndose-. No importa de quién fueras madre, pero sin ti también me he quedado huérfano.»

Permaneció parado un poco más junto a ella, despidiéndose angustiosamente de la madre ajena.

«Todo está oscuro para ti ahora y te has ido. ¿Qué remedio? No hay tiempo de afligirnos por ti. Primero debemos batir al enemigo. Luego el mundo entero deberá entrar en razón. No puede ser de otro modo, porque entonces todo sería en vano.»

El soldado regresó al tanque y se sintió triste sin los muertos. Pero sintió que ahora le era más necesario vivir. No sólo había que borrar al enemigo de la vida de la gente, sino que después de la victoria habría que aprender a vivir aquella vida superior que los muertos le habían legado silenciosamente. Entonces, en señal de respeto a su eterna memoria, debían cumplirse sus esperanzas, para que se hiciera su voluntad y no engañar sus corazones yertos. Sólo en los vivos pueden confiar los muertos, y éstos tienen que vivir de modo que el destino libre y feliz del pueblo justifique sus muertes y, de esta manera, den a su caída su justo peso.

FIN



Biblioteca Digital Ciudad Seva
“O ódio é o prazer mais duradouro;
os homens amam com pressa, mas odeiam com calma.”


―Lord Byron

Carta Aberta à Secretária de Educação

Valéria Arias

Carta Aberta à Secretária de Educação

Sra Ana Seres Trento Comin

Com todo respeito, mas se a senhora se diz educadora, professora, defensora da qualidade da educação pública, deve saber que a escola, enquanto instituição geral e também, como locus específico, é regida por uma Lei, chamada Lei de Diretrizes e Bases da Educação Nacional, mais conhecida como LDB.
Ainda no campo da suposição, levanto a hipótese que a Secretaria de Educação, ao propor políticas e programas leve em conta que a LDB respalda-se em outra Lei, um tanto em desuso no atual governo do Paraná, denominada Constituição Federal de 1988. Supondo que o corpo técnico da Secretaria saiba disso também, não há como ignorar dois elementos, presentes nessas Leis à custa de todo um histórico de lutas dos educadores brasileiros, a saber: o Projeto Político Pedagógico e a gestão democrática da escola.
Pois bem, quando uma Secretaria de Estado da Educação ordena que aulas não dadas por professores que exercem seu legítimo direito de greve sejam ministradas por profissionais contratados por tempo determinado, sem nenhum vínculo com as escolas em que vão atuar, é de se perguntar qual a concepção de escola aí implícita.
Não que os mencionados profissionais não possam ser excelentes professores, aliás, creio que a maioria de fato é competente no que faz. Não são eles o problema, mas a forma como se pretende usar (sim usar é a palavra exata) seus serviços.
Que tipo de orientação pedagógica tem uma Secretaria que se propõe a concretizar em sua rede semelhante política? E a escola que se presta a essa atitude poderia ser chamada de escola? Ou apenas uma instituição instrumental dedicada a certificar estudantes, sem qualquer compromisso com o processo de construção do conhecimento?
Senhora Secretária: as escolas da Rede Estadual (ao menos, a maioria delas) contam com um Projeto Político Pedagógico, documento vivo que explicita suas especificidades, função, objetivos sociais e educativos, propostas curriculares e sistemas de avaliação. Mais: esses PPPs são construídos e, frequentemente retomados, pelo coletivo escolar e, muito por isso, cada um dos docentes organiza seus planos de trabalho tendo em vista não o seu próprio “querer individual”, mas os objetos de estudo de suas disciplinas e, sobretudo, os objetivos maiores da escola, assim entendida como instituição colegiada, que é, ao mesmo tempo, peculiar em sua especificidade e social em sua função educativa.
Dessa forma, a substituição de docentes, da maneira como está sendo proposta, além de ilegal, é pedagogicamente perversa, pois, como concluímos (docentes, funcionários e pedagogas) na instituição em que leciono, é como se a Secretaria de Educação, que deveria ser um arauto da qualidade educacional, determinasse às escolas que rasgassem seus PPPs e esquecessem o fato que escola é lugar de conhecimento, de ensino e de aprendizagem.
Novamente, com todo o respeito, peço que reveja seu posicionamento ou, ao menos, não o justifique como algo bom para a qualidade da educação ou, ainda,
como justo meio para que o estado do Paraná diminua o prejuízo causado pela greve dos educadores, mesmo porque bem o sabemos quais os fatores que nos levaram à atual crise.



A ESQUERDA NÃO ESTÁ ONDE POMOS NEM POMOS ONDE ESTAMOS


É sempre melhor que a esquerda sobreviva, ainda que à falta de opção. Não é cômodo, mas o oposto, a direita sobrevivendo com folga na ausência de alternativa, incomoda muito mais. Há reconhecida parcela de impotência socialista na varredura que os conservadores vêm fazendo nos últimos sete anos. Em praticamente todos os continentes. Circunstância que é particularmente desagradável depois do desastre a que políticas calorosas ao mundo financeiro conduziram os países, na rabeira dos Estados Unidos. Mas o volume da insatisfação universal com o estado do mundo não se converte em ações estruturadas, capazes de impor rumos aos governos eleitos. Em parte porque inexiste um conjunto de ideias motivadoras e convincentes com carimbo da esquerda, justiça social pela transformação e transformação pela justiça social. Ao que se soma o negativismo irracionalista dos movimentos contra tudo e contra todos, infecção ideológica que aleija a esquerda sem arranhar a direita, pois a proposta é de indiferença ou espasmos inconsequentes. Não há objetivo de transformação institucional, mas de salvação epistemológica individual. Salvam-se os que sabem que nada vale a pena. Daí que vitórias eleitorais aqui e ali sejam subvertidas pela pressão da direita sobre governos oriundos da esquerda. A direita se nutre menos dos méritos de suas fantasias sobre eficiência dos mercados do que pela incapacidade da esquerda de instrumentalizar alternativas civilizadamente aceitáveis.
E como se isso não bastasse, no Brasil estamos indecisos sem saber se há uma esquerda que sobrevive por incompetência da direita ou se é a direita que se apossa aos bocados da sociedade por anemia à esquerda. Nem mesmo se vislumbra qual o vetor hegemônico no governo, visto que as vozes que de lá se ouvem são dissonantes. Para os amantes da contemporaneidade musical, dir-se-ia que o primeiro-ministro é discípulo de Stravinsky.
Durma-se com um barulho desses.

(Wanderley Guilherme dos Santos)
"Era uma sociedade de fiscais. Havia os fiscais dos fiscais. E os fiscais dos fiscais dos fiscais. E todos se deixavam corromper". Homenagem atualíssima ao governo Beto Richa. Leon Eliachar escreveu isso em 1960, na obra "O homem ao quadrado".

Monica Castro
Enquanto isso, na Repartição que já teve algo de Educação: os seres que executam se igualam aos Seres que determinam. Moralidade é para quem tem moral. Tenho dito.


Valéria Arias 
"Durante muito tempo tomei minha pena por uma espada: agora, conheço nossa impotência. Não importa: faço e farei livros; são necessários; sempre servem, apesar de tudo. A cultura não salva nada nem ninguém, ela não justifica. Mas é um produto do homem: ele se projeta, se reconhece nela; só este espelho crítico lhe oferece a própria imagem."

Jean Paul Sartre