domingo, 27 de dezembro de 2015

Casa tomada

Julio Cortázar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.

-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

FIN



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Creía yo


No a todo alcanza Amor, pues que no puedo
romper el gajo con que Muerte toca.
Mas poco Muerte puede
si en corazón de Amor su miedo muere.
Mas poco Muerte puede, pues no puede
entrar su miedo en pecho donde Amor.

Que Muerte rige a Vida; Amor a Muerte.

Macedonio Fernández

La causa secreta


J. M. Machado de Assis

García, de pie, miraba y hacía crujir sus dedos; Fortunato, en la mecedora, miraba el techo; María Luisa, junto a la ventana, concluía un trabajo de aguja. Hacía cinco minutos que ninguno de ellos decía nada. Habían hablado del día, que fue excelente, de Catumbi, donde residía el matrimonio Fortunato, y de un sanatorio sobre el que ya volveremos. Como los tres personajes allí presentes están ahora muertos y enterrados, ya es tiempo de contar la historia sin remilgos.

Habían hablado también de otra cosa, además de aquellas tres, cosa tan fea y grave, que no les dejó muchas ganas de charlar sobre el día, el barrio y el sanatorio. Toda la conversación a ese respecto fue tensa. Ahora mismo, los dedos de María Luisa se ven temblorosos, mientras que en el rostro de García hay una expresión de severidad, que no es habitual en él. En verdad, lo que ocurrió fue de tal naturaleza, que para hacerlo comprensible es preciso remontarse al origen de la situación.

García se había doctorado en medicina, el año anterior, 1861. En 1860, estando aún en la facultad, se encontró con Fortunato por primera vez, en la puerta de la Santa Casa; entraba cuando el otro salía. Le impresionó la figura; pero aun así la habría olvidado de no haberse producido un segundo encuentro, pocos días después. Vivía en Rua de Dom Manuel. Una de sus escasas distracciones consistía en ir al Teatro de São Januário, que quedaba cerca, entre esa calle y la playa; iba una o dos veces por mes, y nunca encontraba más de cuarenta personas. Sólo los más intrépidos osaban extender sus pasos hasta aquel rincón de la ciudad. Una noche, estando ya acomodado en su butaca, apareció allí Fortunato y se sentó junto a él.

La pieza era un dramón, cosido a cuchilladas, erizado de imprecaciones y remordimientos; pero Fortunato lo escuchaba con singular interés. En las escenas dolorosas, su atención se redoblaba, sus ojos iban ávidamente de un personaje a otro, a tal punto que el estudiante sospechó que en la pieza había reminiscencias personales del vecino. A continuación del drama, venía una farsa; pero Fortunato no esperó por ella y salió; García salió tras él. Fortunato fue por el Beco do Cotovelo, Rua de São José, hasta el Largo da Carioca. Iba despacio, cabizbajo, deteniéndose a veces, para descargar un bastonazo en algún perro que dormía; el perro se quedaba aullando y él proseguía su camino. En el Largo da Carioca subió a un tílburi, y se fue hacia los lados de la Praça da Constituçao. García regresó a su casa sin saber nada más.

Pasaron algunas semanas. Una noche, a las nueve, estaba en su habitación cuando oyó rumor de voces en la escalera; bajó en seguida de la buhardilla donde vivía, al primer piso, donde residía un funcionario del arsenal de guerra. Algunos hombres lo conducían, escaleras arriba, ensangrentado. El negro que lo servía acudió a abrir la puerta; el hombre gemía, las voces eran confusas, la luz escasa. Una vez que lo acostaron en la cama, García dijo que era necesario llamar a un médico.

-Ahí viene uno -dijo alguien.

García miró al recién llegado: era el mismo hombre de la Santa Casa y del teatro. Supuso que sería pariente o amigo del herido; pero rechazó la suposición, cuando oyó que le preguntaba si tenía familiares o algún allegado. El negro le dijo que no, y él asumió la responsabilidad de la atención, les pidió a las personas extrañas que se retirasen, dio una propina a quienes cargaron con el herido, y formuló las primeras órdenes. Sabiendo que García era vecino y estudiante de medicina, le pidió que se quedara para ayudar al médico. En seguida le contó lo que había pasado.

-Fue una pandilla de ladrones. Yo venía del cuartel de Moura, adonde fui a visitar a un primo, cuando oí un tumulto muy grande, y de inmediato vi una aglomeración. Parece que ellos hirieron también a un sujeto que pasaba por allí, y que se metió por uno de aquellos callejones; pero yo sólo vi a este señor, que había cruzado la calle en el momento en que uno de los ladrones, abalanzándose sobre él, le hundió el puñal. No cayó enseguida; alcanzó a decir dónde vivía, y como era a dos pasos, me pareció mejor traerlo.

-¿Usted ya lo conocía? -preguntó García.

-No, nunca lo vi. ¿Quién es?

-Es un buen hombre, funcionario del arsenal de guerra. Se llama Gouveia.

-No sé quién es.

Un médico y un subcomisario de la policía llegaron poco después; se hizo la curación y se tomaron las declaraciones. El desconocido dijo llamarse Fortunato Gomes da Silveira, vivir en la capital, ser soltero y residente en Catumbi. La herida fue diagnosticada como grave. Durante la curación, auxiliado por el estudiante, Fortunato actuó como ayudante, sosteniendo la palangana, la vela, las vendas, sin inmiscuirse en nada, mirando fríamente al herido que gemía mucho. Por fin habló en un aparte con el médico, lo acompañó hasta el rellano de la escalera, y le reiteró al subcomisario que podía contar con él cuando lo deseara para las investigaciones policiales. Los dos se fueron; el estudiante y él permanecieron en la habitación.

García estaba atónito. Lo miró, lo vio sentarse tranquilamente, estirar las piernas, hundir las manos en los bolsillos, y fijar la mirada en el herido. Los ojos eran claros, color de plomo, se movían despacio, y tenían una expresión dura, seca y fría. Cara delgada y pálida; un hilo de barba que pasaba por debajo del mentón, y se extendía de una sien a otra, corto y rojizo. Tenía cuarenta años. De vez en cuando se volvía hacia el estudiante, y le preguntaba una que otra cosa acerca del herido; pero en seguida apartaba la mirada, mientras el muchacho le daba la respuesta. La sensación que tenía el estudiante era de repulsión al mismo tiempo que de curiosidad; no podía negar que estaba presenciando un acto de rara dedicación, y si era desinteresado como parecía, no había otra cosa que hacer que aceptar que el corazón humano era un pozo de misterios.

Fortunato salió poco antes de una hora; volvió en los días siguientes, pero el restablecimiento se produjo rápidamente y, antes de que concluyese, desapareció sin decirle al convaleciente dónde vivía. Fue el estudiante quien le dio las indicaciones del nombre, calle y número.

-Voy a agradecerle la ayuda que me dio, apenas pueda salir -dijo el convaleciente.

Corrió a Catumbi seis día después. Fortunato lo recibió contrariado, oyó impaciente las palabras de agradecimiento, le dio una respuesta tediosa y terminó golpeando los faldones del saco en las rodillas. Gouveia, frente a él, sentado y callado, alisaba su sombrero con los dedos, levantando los ojos de vez en cuando, sin encontrar nada que decir. Al cabo de diez minutos se disculpó y se fue.

-¡Cuidado con los ladrones! -le dijo el dueño de casa, riéndose. El pobre diablo salió de allí mortificado, humillado, tragando con dificultad el desdén, forcejeando para olvidarlo, explicarlo o perdonarlo; el esfuerzo era vano. El resentimiento, huésped nuevo y exclusivo, entró y expulsó la gratitud, de modo que la desgraciada no tuvo más que trepar hasta la cabeza y refugiarse allí como una simple idea. Así fue como el propio benefactor inoculó en este hombre el sentimiento de la desconsideración.

Todo eso asombró a García. Este muchacho poseía, en germen, la facultad de descifrar a los hombres, de descomponer los caracteres, tenía la pasión del análisis, y sentía el don, que decía ser supremo, de penetrar muchas capas morales, hasta palpar el secreto de un organismo. Acicateado por la curiosidad sintió deseos de ir a ver al hombre de Catumbi, pero advirtió que no había recibido de él el ofrecimiento formal de su casa. Cuando menos, necesitaba un pretexto, y no encontró ninguno.

Tiempo después, ya recibido, y viviendo en la Rua de Mata-Cavalos, cerca de la del Conde, se encontró con Fortunato en una góndola, la casualidad volvió a reunirlos después otras veces, y la frecuencia trajo la familiaridad. Un día Fortunato lo invitó a visitarlo allí cerca, en Catumbi.

-¿Sabe que estoy casado?

-No lo sabía.

-Me casé hace cuatro meses, podría decir cuatro días. Venga a cenar con nosotros el domingo.

García fue allí el domingo. Fortunato le ofreció una buena cena, buenos cigarros y buena charla, en compañía de su señora, que era interesante. Su figura o su aspecto no habían cambiado; los ojos eran las mismas planchas de estaño, duras y frías; las otras facciones no eran más atrayentes que antes. Las atenciones, empero, si bien no contrarrestaban la naturaleza, ofrecían alguna compensación, y no era poco. María Luisa, en cambio, tenía ambos atractivos, personalidad y modales. Era esbelta, graciosa, ojos tiernos y sumisos; tenía veinticinco años pero no aparentaba más de diecinueve. Cuando allí volvió por segunda vez, García advirtió que entre ellos había alguna disonancia de carácter, poca o ninguna afinidad moral, y por parte de la mujer hacia su marido ciertas actitudes que trascendían el respeto y confinaban en la resignación y el temor. Un día, estando los tres juntos, García le preguntó a María Luisa si estaba enterada de las circunstancias en que él había conocido a su marido.

-No -respondió la muchacha.

-Va a escuchar algo digno de admiración.

-No vale la pena -interrumpió Fortunato.

-Usted decidirá si vale la pena o no -insistió el médico.

Le contó el episodio de la Rua de Dom Manuel. La muchacha lo escuchó sorprendida. Insensiblemente extendió la mano y apretó la muñeca de su marido, risueña y agradecida, como si acabase de descubrirle el corazón. Fortunato se encogía de hombros, pero no escuchaba con indiferencia. Por último, él mismo narró la visita que el herido le había hecho, con todos los pormenores de la figura, los gestos, las palabras contenidas, los silencios, en suma, algo desopilante. Y reía mucho al contarla. No era la risa de la simulación. La simulación es evasiva y oblicua; su risa era jovial y franca.

"¡Hombre singular!", pensó García.

María Luisa se sintió desconsolada por la burla del marido: pero el médico le restituyó la satisfacción anterior, volviendo a destacar la dedicación de Fortunato y sus excepcionales cualidades de enfermero; tan buen enfermero, concluyó él, que si algún día llego a abrir un sanatorio, lo invitaré a trabajar en él.

-¿En serio? -preguntó Fortunato.

-¿En serio qué?

-¿Que piensa abrir un sanatorio?

-No, estaba bromeando.

-Sin embargo no es tan descabellado; y para usted, que se inicia en la clínica, sería algo realmente bueno. Tengo justamente una casa para renta que va a quedar desocupada, y sirve.

García rechazó la propuesta ese día y el siguiente; pero el proyecto se le había metido al otro en la cabeza, y ya no fue posible seguir negándose. En realidad, era un buen comienzo para él, y podría llegar a ser un buen negocio para ambos. Aceptó finalmente, días más tarde, y fue una desilusión para María Luisa. Criatura nerviosa y frágil, padecía con la sola idea de que su marido tuviese que vivir en contacto con enfermedades humanas, pero no se atrevió a oponérsele, e inclinó la cabeza. El plan fue trazado y se llevó a cabo rápidamente. Inaugurado el sanatorio, Fortunato pasó a ocuparse de la administración y de la supervisión de los enfermeros; examinaba todo, ordenaba todo, compras y caldos, drogas y cuentas.

García pudo entonces verificar que la atención al herido de la Rua de Dom Manuel no era un caso fortuito, sino que se asentaba en la naturaleza de aquel hombre. Lo veía trabajar como a ninguno de sus empleados. No retrocedía ante nada, no había enfermedad que lo hiciera sufrir o ante la que retrocediera, y estaba siempre listo para todo, a cualquier hora del día o de la noche. Todo el mundo lo admiraba y aplaudía. Fortunato estudiaba, acompañaba en las operaciones, y no había nadie como él para cuidar los cáusticos.

-Tengo mucha fe en los cáusticos -decía él.

La comunión de intereses estrechó los lazos de la amistad. García fue a partir de entonces una presencia familiar en la casa; allí cenaba casi todos los días, allí observaba la persona y la vida de María Luisa, cuya soledad moral era evidente. Y la soledad parecía duplicar su encanto. García empezó a sentir que algo lo agitaba cuando ella aparecía, cuando hablaba, cuando trabajaba callada, junto a un ángulo de la ventana, o tocaba en el piano sus melodías tristes. Lentamente, el amor fue ganando su corazón. Cuando advirtió su presencia, quiso expulsarlo, para que entre Fortunato y él no existiera otro vínculo que el de la amistad; pero no pudo. Lo único que logró fue encerrarlo; María Luisa comprendió ambas cosas, el afecto y el silenciamiento, pero no se dio por enterada.

A principios de octubre ocurrió un incidente que aclaró aún más, ante los ojos del médico, la situación de la muchacha. Fortunato había empezado a estudiar anatomía y fisiología, y se dedicaba en sus horas libres a envenenar y despanzurrar perros y gatos. Como los gemidos de los animales aturdían a los enfermos, trasladó el laboratorio a su casa, y la mujer, nerviosa como era, tuvo que sufrirlos. Pero un día, no soportando más, fue a hablar con el médico y le pidió que, como cosa suya, él le sugiriese al marido que pusiera término a tales experiencias...

-Pero usted misma...

María Luisa lo interrumpió sonriendo:

-Si yo se lo digo, él argumentará que es un pedido infantil de mi parte. Lo que yo quería es que usted, como médico, le dijese que eso me hace mal; y créame que es así...

García, prestamente, le hizo saber al otro que era conveniente que terminase con todas aquellas experiencias. Si fue a hacerlas a otra parte, nadie lo supo, pero bien pudiera ser. María Luisa le agradeció al médico, tanto por ella como por los animales, cuyos padecimientos no podía tolerar. Tosía de vez en cuando; García le preguntó si sentía algún malestar, ella respondió que no.

-Permítame que le tome el pulso.

-No tengo nada.

No dejó que le tomara el pulso, y se retiró. García se sintió aprensivo. Pensaba, por el contrario, que algo le ocurría y que era preciso observarla y avisar a su marido en el momento oportuno.

Dos días después -exactamente el día en que los vemos ahora-, García fue allí a cenar. En el comedor le informaron que Fortunato estaba en el laboratorio, y hacia allí se encaminó; estaba cerca de la puerta, cuando María Luisa la abrió y salió de adentro con la expresión demudada por la angustia.

-¿Qué ocurre? -le preguntó.

-¡El ratón! ¡El ratón! -exclamó la muchacha sofocada mientras se alejaba. García recordó que en la víspera había oído a Fortunato quejarse porque un ratón le había sustraído un papel importante; pero estaba lejos de sospechar que habría de encontrarse con lo que vio. Vio a Fortunato sentado ante la mesa que estaba en el centro del laboratorio, y sobre la cual había colocado un plato con alcohol. El líquido llameaba. Entre el pulgar y el índice de la mano izquierda sostenía un cordón, de cuya punta pendía el ratón atado de la cola. En la derecha tenía una tijera. En el momento en que García entró, Fortunato le cortaba al ratón una de las patas; en seguida bajó al infeliz hasta la llama, rápido, para no matarlo, y se dispuso a hacer lo mismo con la tercera pata, pues ya le había cortado la primera.

García se detuvo horrorizado.

-¡Mátalo en seguida! -le dijo.

-Ya va.

Y con una sonrisa única, reflejo de su alma satisfecha, algo que traducía la delicia íntima de las sensaciones supremas, Fortunato le cortó la tercera pata al ratón, y realizó por tercera vez el mismo movimiento de descenso hasta la llama. El miserable se retorcía aullando, ensangrentado, chamuscado, y no terminaba de morir. García desvió la mirada, después la volvió nuevamente hacia la mesa, y extendió la mano para impedir que el suplicio continuara, pero no llegó a hacerlo, porque el diablo de aquel hombre imponía miedo, con toda aquella serenidad radiante de su fisonomía. Le faltaba cortar la última pata; Fortunato la cortó muy despacio, siguiendo con los ojos el movimiento de la tijera; la pata cayó, y él se quedó mirando al ratón medio cadáver. Al bajarlo por cuarta vez hasta la llama, aumentó la velocidad del gesto, para salvar, si podía, algunas hilachas de vida.

García, ante él, lograba dominar la repugnancia del espectáculo empeñado en observar la cara del hombre. Ni rabia, ni odio; tan sólo un vasto placer apacible y profundo, como cualquier otro lo experimentaría oyendo una bella sonata o contemplando una estatua divina, algo parecido a la pura sensación estética. Le pareció, y era verdad, que Fortunato lo había olvidado completamente. Siendo así, no estaba fingiendo, y las cosas debían ser de ese modo, no más. La llama iba muriendo, no era posible que hubiese en el ratón un solo residuo de vida, sombra de una sombra como era; Fortunato aprovechó para cortarle el hocico y bajar por última vez la carne hasta el fuego. Por fin, dejó caer el cadáver al plato, y apartó de sí toda aquella mezcla de carne chamuscada y sangre.

Al incorporarse vio al médico y se sobresaltó. Entonces, se mostró enfurecido con el animal que le había comido el papel; pero la cólera evidentemente era fingida.

"Castiga sin rabia", pensó el médico, "por la necesidad de encontrar una sensación de placer, que sólo el dolor ajeno le puede brindar: no es otro el secreto de este hombre."

Fortunato subrayó la importancia del papel, el trastorno que le ocasionaba su pérdida, el tiempo que le insumía rehabilatarse de su falta justamente ahora en que cada minuto era preciso. García se limitaba a oír, sin decir nada ni darle crédito. Recordaba sus actos, graves y leves; a todos les encontraba la misma explicación. Era el mismo cambio de teclas de la sensibilidad, un diletantismo sui generis, una reducción de Calígula.

Cuando María Luisa volvió al laboratorio, poco después, el marido se le acercó riendo, la tomó de las manos y le habló tiernamente:

-¡Flojona!

Y volviéndose hacia el médico:

-¿Puedes creer que casi se desmayó?

María Luisa se defendió diciendo que era muy nerviosa y que además era mujer, después fue a sentarse junto a la ventana con sus lanas y agujas, y los dedos todavía temblorosos, tal como la vimos al comienzo de esta historia. Recordarán ustedes que, después de haber hablado de otras cosas, los tres guardaron silencio, el marido sentado, con la mirada perdida en el techo, el médico haciendo crujir los huesos de sus dedos. Poco después fueron a cenar; pero la cena no fue alegre. María Luisa se mostraba ensimismada y tosía; el médico se preguntaba si ella no estaría expuesta a algún exceso en compañía de un hombre como aquél. Era, apenas, una posibilidad; pero el amor le transformó la conjetura en convicción; tembló pensando en ella y decidió vigilarlos.

Ella tosía, tosía, y no transcurrió mucho tiempo sin que la molestia se quitara la máscara. Era la tisis, vieja dama insaciable, que chupa la vida entera, hasta reducirla a un montón de huesos. Fortunato recibió la noticia como un golpe; amaba de veras a su mujer, claro que a su manera; estaba acostumbrado a ella, le costaba perderla. No escatimó esfuerzos, médicos, remedios, cambios de aire, todos los recursos y todos los paliativos. Pero fue en vano. La enfermedad era mortal.

En los últimos días, ante los tormentos supremos de la muchacha, la índole del marido subyugó cualquier otro afecto. No la volvió a dejar; fijó el ojo opaco y frío en aquella descomposición lenta y dolorosa de la vida, bebió una a una las aflicciones de la bella criatura, ahora delgada y transparente, devorada por la fiebre y minada por la muerte. Egoísmo desenfrenado, hambriento de sensaciones, no le perdonó un solo minuto de agonía, ni los pagó con una sola lágrima, pública o íntima. Sólo cuando ella expiró, él se sintió aturdido. Volviendo en sí, vio que otra vez estaba solo.

De noche, habiéndose retirado a descansar una parienta de María Luisa, que le había ayudado a morir, quedaron en la sala de estar Fortunato y García, velando el cadáver, ambos sumidos en sus pensamientos; pero el marido estaba agotado y el médico le aconsejó que fuera a echarse unas horas.

-Ve a descansar, duerme un par de horas: yo iré después.

Fortunato salió, fue a acostarse en el sofá de la salita contigua y se durmió en seguida. Veinte minutos después se despertó, quiso volver a dormirse, dormitó unos minutos, hasta que se levantó y volvió a la sala. Caminaba en puntas de pie para no despertar a la parienta, que dormía cerca de allí. Cuando llegó a la puerta, se detuvo asombrado.

García se había aproximado al cadáver, había levantado la mortaja y contemplado durante unos instantes las facciones de la difunta. Después, como si la muerte lo espiritualizase todo, la besó en la frente. Fue en ese momento cuando Fortunato llegó a la puerta. Se detuvo sorprendido: no podía ser el beso de la amistad, debía ser el epílogo de un libro adúltero. No sentía celos, adviértase; la naturaleza lo compuso de tal manera que no sintió celos ni envidia, sino cierta vanidad, que no es menos perniciosa ni menos deudora del resentimiento. Miró asombrado, mordiéndose los labios.

   Mientras tanto, García volvió a inclinarse para besar otra vez el cadáver, pero entonces no pudo más. El beso estalló en sollozos, y los ojos fueron incapaces de contener las lágrimas que se derramaron a borbotones, lágrimas de amor callado, e irremediable desesperación. Fortunato, en la puerta, donde se había quedado, saboreó tranquilo esa expresión de dolor moral que fue larga, muy larga, deliciosamente larga.

24 Mar 2004


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Hagamos un trato



Mario Benedetti

Compañera,
usted sabe
que puede contar conmigo,
no hasta dos o hasta diez
sino contar conmigo.

Si alguna vez
advierte
que la miro a los ojos,
y una veta de amor
reconoce en los míos,
no alerte sus fusiles
ni piense que deliro;
a pesar de la veta,
o tal vez porque existe,
usted puede contar
conmigo.

Si otras veces
me encuentra
huraño sin motivo,
no piense que es flojera
igual puede contar conmigo.

Pero hagamos un trato:
yo quisiera contar con usted,
es tan lindo
saber que usted existe,
uno se siente vivo;
y cuando digo esto
quiero decir contar
aunque sea hasta dos,
aunque sea hasta cinco.

No ya para que acuda
presurosa en mi auxilio,
sino para saber
a ciencia cierta
que usted sabe que puede
contar conmigo.
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Biblioteca Digital Ciudad Seva

La despedida



Johann Wolfgang von Goethe

¡Deja que adiós te diga con los ojos,
ya que a decirlo niéganse mis labios!
¡La despedida es una cosa seria
aun para un hombre, como yo, templado!
Triste en el trance se nos hace, incluso
del amor la más dulce y tierna prueba;
frío se me antoja el beso de tu boca
floja tu mano, que la mía estrecha.

¡La caricia más leve, en otro tiempo
furtiva y volandera, me encantaba!
Era algo así cual la precoz violeta,
que en marzo en los jardines arrancaba.

Ya no más cortaré fragantes rosas
para con ellas coronar tu frente.
Frances, es primavera, pero otoño
para mí, por desgracia, será siempre.



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La Nochebuena de Encarnación Mendoza

  
Con su sensible ojo de prófugo Encarnación Mendoza había distinguido el perfil de un árbol a veinte pasos, razón por la cual pensó que la noche iba a decaer. Anduvo acertado en su cálculo; donde empezó a equivocarse fue al sacar conclusiones de esa observación. Pues como el día se acercaba era de rigor buscar escondite, y él se preguntaba si debía internarse en los cerros que tenía a su derecha o en el cañaveral que le quedaba a la izquierda. Para su desgracia, escogió el cañaveral. Hora y media más tarde el sol del día 24 alumbraba los campos y calentaba ligeramente a Encarnación Mendoza, que yacía bocarriba tendido sobre hojas de caña.

A las siete de la mañana los hechos parecían estar sucediéndose tal como había pensado el fugitivo; nadie había pasado por las trochas cercanas. Por otra parte la brisa era fresca y tal vez llovería, como casi todos los años en Nochebuena. Y aunque no lloviera los hombres no saldrían de la bodega, donde estarían desde temprano consumiendo ron, hablando a gritos y tratando de alegrarse como lo mandaba la costumbre. En cambio, de haber tirado hacia los cerros no podría sentirse tan seguro. Él conocía bien el lugar; las familias que vivían en las hondonadas producían leña, yuca y algún maíz. Si cualquiera de los hombres que habitaban los bohíos de por allí bajaba aquel día para vender bastimentos en la bodega del batey y acertaba a verlo, estaba perdido. En leguas a la redonda no había quién se atreviera a silenciar el encuentro. Jamás sería perdonado el que encubriera a Encarnación Mendoza: y aunque no se hablaba del asunto todos los vecinos de la comarca sabían que aquel que le viera debía dar cuenta inmediata al puesto de guardia más cercano.

Empezaba a sentirse tranquilo Encarnación Mendoza, porque tenía la seguridad de que había escogido el mejor lugar para esconderse durante el día, cuando comenzó el destino a jugar en su contra.

Pues a esa hora la madre de Mundito pensaba igual que el prófugo: nadie pasaría por las trochas en la mañana, y si Mundito apuraba el paso haría el viaje a la bodega antes de que comenzaran a transitar los caminos los habituales borrachos del día de Nochebuena. La madre de Mundito tenía unos cuantos centavos que había ido guardando de lo poco que cobraba lavando ropa y revendiendo gallinas en el cruce de la carretera, que le quedaba al poniente, a casi medio día de marcha. Con esos centavos podía mandar a Mundito a la bodega para que comprara harina, bacalao y algo de manteca. Aunque lo hiciera pobremente, quería celebrar la Nochebuena con sus seis pequeños hijos, siquiera fuera comiendo frituras de bacalao.

El caserío donde ellos vivían -del lado de los cerros, en el camino que dividía los cañaverales de las tierras incultas- tendría catorce o quince malas viviendas, la mayor parte techadas de yaguas. Al salir de la suya, con el encargo de ir a la bodega, Mundito se detuvo un momento en medio del barro seco por donde en los días de zafra transitaban las carretas cargadas de caña. Era largo el trayecto hasta la bodega. El cielo se veía claro, radiante de luz que se esparcía sobre el horizonte de cogollos de caña; era grata la brisa y dulcemente triste el silencio. ¿Por qué ir solo, aburriéndose de caminar por trochas siempre iguales? Durante diez segundos Mundito pensó entrar al bohío vecino, donde seis semanas antes una perra negra había parido seis cachorros. Los dueños del animal habían regalado cinco, pero quedaba uno “para amamantar a madre”, y en él había puesto Mundito todo el interés que la falta de ternura había acumulado en su pequeña alma. Con sus nueve años cargados de precoz sabiduría, el niño era consciente de que si llevaba al cachorrillo tendría que cargarlo casi todo el tiempo, porque no podría hacer tanta distancia por sí solo. Mundito sentía que esa idea casi le autorizaba a disponer del perrito. De súbito, sin pensarlo más, corrió hacia la casucha gritando:

-¡Doña Ofelia, emprésteme a Azabache, que lo voy a llevar allí!

Oyénranle o no, ya él había pedido autorización, y eso bastaba. Entró como un torbellino, tomó el animalejo en brazos y salió corriendo, a toda marcha, hasta que se perdió a lo lejos. Y así empezó el destino a jugar en los planes de Encarnación Mendoza.

Porque ocurrió que cuando, poco antes de las nueve, el niño Mundito pasaba frente al tablón de caña donde estaba escondido el fugitivo, cansado, o simplemente movido por esa especie de indiferencia por lo actual y curiosidad por lo inmediato que es privilegio de los animales pequeños, Azabache se metió en el cañaveral. Encarnación Mendoza oyó la voz del niño ordenando al perrito que se detuviera. Durante un segundo temió que el muchacho fuera la avanzada de algún grupo. Estaba clara la mañana. Con su agudo ojo de prófugo él podía ver hasta dónde se lo permitía el barullo de tallos y hojas. Allí, al alcance de su mirada, estaba el niño. Encarnación Mendoza no tenía pelo de tonto. Rápidamente calculó que si lo hallaban atisbando era hombre perdido; lo mejor sería hacerse el dormido, dando la espalda al lado por dónde sentía el ruido. Para mayor seguridad, se cubrió la cara con el sombrero.

El negro cachorrillo correteó; jugando con las hojas de caña, pretendiendo saltar, torpe de movimientos, y cuando vio al fugitivo echado empezó a soltar diminutos y graciosos ladridos. Llamándolo a voces y gateando para avanzar, Mundito iba acercándose cuando de pronto quedó paralizado: había visto al hombre. Pero para él no era simplemente un hombre sino algo imponente y terrible; era un cadáver. De otra manera no sé explicaba su presencia allí y mucho menos su postura. El terror le dejó frío. En el primer momento pensó huir, y hacerlo en silencio para que el cadáver no se diera cuenta. Pero le parecía un crimen dejar a Azabache abandonado, expuesto al peligro de que el muerto se molestara con sus ladridos y lo reventara apretándolo con las manos. Incapaz de irse sin el animalito e incapaz de quedarse allí, el niño sentía que desfallecía. Sin intervención de su voluntad levantó una mano, fijó la mirada en el difunto, temblando mientras el perrillo reculaba y lanzaba sus pequeños ladridos. Mundito estaba seguro de que el cadáver iba a levantarse de momento. En su miedo, pretendió adelantarse al muerto: pegó un saltó sobre el cachorrillo, al cual agarró con nerviosa violencia por el pescuezo, y a seguidas, cabeceando contra las cañas, cortándose el rostro y las manos, impulsado por el terror, ahogándose, echó a correr hacia la bodega. Al llegar allí, a punto de desfallecer por el esfuerzo y el pavor, gritó señalando hacia el lejano lugar de su aventura:

-¡En la Colonia Adela hay un hombre muerto!

A lo que un vozarrón áspero respondió gritando:

-¿Qué tá diciendo ese muchacho?

Y como era la voz del sargento Rey, jefe de puesto del Central, obtuvo el mayor interés de parte de los presentes así como los datos que solicitó del muchacho. El día de Nochebuena no podía contarse con el juez de La Romana para hacer el levantamiento del cadáver, pues debía andar por la Capital disfrutando sus vacaciones de fin de año. Pero el sargento era expeditivo; quince minutos después de haber oído a Mundito el sargento Rey iba con dos números y diez o doce curiosos hacia el sitio donde yacía el presunto cadáver. Eso no había entrado en los planes de Encarnación Mendoza.

El propósito de Encarnación Mendoza era pasar la Nochebuena con su mujer y sus hijos. Escondiéndose de día y caminando de noche había recorrido leguas y leguas, desde las primeras estribaciones de la Cordillera, en la provincia del Seybo, rehuyendo todo encuentro y esquivando bohíos, corrales y cortes de árboles o quemas de tierras. En toda la región se sabía que él había dado muerte al cabo Pomares, y nadie ignoraba que era hombre condenado donde se le encontrara. No debía dejarse ver de persona alguna, excepto de Nina y de sus hijos. Y los vería sólo una hora o dos, durante la Nochebuena. Tenía ya seis meses huyendo, pues fue el día de San Juan cuando ocurrieron los hechos que le costaron la vida al cabo Pomares.

Necesariamente debía ver a su mujer y a sus hijos. Era un impulso bestial el que le empujaba a ir, una fuerza ciega a la cual no podía resistir. Con todo y ser tan limpio de sentimientos, Encarnación Mendoza comprendía que con el deseos de abrazar a su mujer y de contarles un cuento a los niños iba confundida una sombra de celos. Pero además necesitaba ver la casucha, la luz de lámpara iluminando la habitación donde se reunían cuando él volvía del trabajo y los muchachos le rodeaban para que él los hiciera reír con sus ocurrencias. El cuerpo le pedía ver hasta el sucio camino, que se hacía lodazal en los tiempos de lluvia. Tenía que ir o se moriría de una pena tremenda.

Encarnación Mendoza estaba acostumbrado a hacer lo que deseaba; nunca deseaba nada malo, y se respetaba a sí mismo. Por respeto a sí mismo sucedió lo del día de San Juan, cuando el cabo Pomares le faltó pegándole en la cara, a él, que por no ofender no bebía y que no tenía más afán que su familia. Sucediera lo que sucediera, y aunque el mismo Diablo hiciera oposición, Encarnación Mendoza pasaría la Nochebuena en su bohío. Solo imaginar que Nina y los muchachos estarían tristes, sin un peso para celebrar la fiesta, tal vez llorando por él, le partía el alma y le hacía maldecir de dolor.

Pero el plan se había enredado algo. Era cosa de ponerse a pensar si el muchacho hablaría o se quedaría callado. Se había ido corriendo, a lo que pudo colegir Encarnación por la rapidez de los pasos, y tal vez pensó que se trataba de un peón dormido. Acaso hubiera sido prudente alejarse de allí, meterse en otro tablón de caña. Sin embargo, valía la pena pensarlo dos veces, porque si tenía la fatalidad de que alguien pasara por la trocha de ida o de vuelta, y le veía cruzando camino y le reconocía, era hombre perdido. No debía precipitarse; ahí, por de pronto, estaba seguro. A las nueve de la noche podría salir; caminar con cautela orillando los cerros, y estaría en su casa a las once, tal vez a las once y un cuarto. Sabía lo que iba a hacer; llamaría por la ventana de la habitación en voz baja y le diría a Nina que abriera, que era él, su marido. Ya le parecía estar viendo a Nina con su negro pelo caído sobre las mejillas, los ojos oscuros y brillantes, la boca carnosa, la barbilla saliente. Ese momento de la llegada era la razón de ser de su vida; no podía arriesgarse a ser cogido antes. Cambiar de tablón en pleno día era correr riesgo. Lo mejor sería descansar, dormir...

Despertó al tropel de pasos y a la voz del niño que decía:

-Taba ahí, sargento.

-¿Pero en cuál tablón; en ése o en el de allá?

-En ése -aseguró el niño.

“En ése” podía significar que el muchacho estaba señalando hacia el que ocupaba Encarnación, hacia uno vecino o hacia el de enfrente. Porque a juzgar por las voces el niño y el sargento se hallaban en la trocha, tal vez en un punto intermedio entre varios tablones de caña. Dependía de hacia dónde estaba señalando el niño cuando decía “ése”. La situación era realmente grave, porque de lo que no había duda era de que ya había gente localizando al fugitivo. El momento, pues, no era de dudar, sino de actuar. Rápido en la decisión, Encarnación Mendoza comenzó a gatear con suma cautela, cuidándose de que el ruido que pudiera hacer se confundiera con el de las hojas del cañaveral batidas por la brisa. Había que salir de allí pronto, sin perder un minuto. Oyó la áspera voz del sargento:

-¡Métase por ahí, Nemesio, que yo voy por aquí! ¡Usté, Solito, quédese por aquí!

Se oían murmullos y comentarios. Mientras se alejaba, agachado, con paso felino, Encarnación podía colegir que había varios hombres en el grupo que le buscaba. Sin duda las cosas estaban poniéndose feas.

Feas para él y feas para el muchacho, quienquiera que fuese. Porque cuando el sargento Rey y el número Nemesio Arroyo recorrieron el tablón de caña en que se habían metido, maltratando los tallos más tiernos y cortándose las manos y los brazos, y no vieron cadáver alguno, empezaron a creer que era broma lo del hombre muerto en la Colonia Adela.

-¿Tú ta seguro que fue aquí, muchacho? -preguntó el sargento.

-Sí, aquí era -afirmó Mundito, bastante asustado ya.

-Son cosa de muchacho, sargento; ahí no hay nadie -terció el número Arroyo.

El sargento clavó en el niño una mirada fija, escalofriante, que lo llenó de pavor.

-Mire, yo venía por aquí con Azabache -empezó a explicar Mundito- y lo diba corriendo asina -lo cual dijo al tiempo que ponía el perrito en el suelo-, y él cogió y se metió ahí.

Pero el número Solito Ruiz interrumpió la escenificación de Mundito preguntando:

-¿Cómo era el muerto?

-Yo no le vide la cara -dijo el niño, temblando de miedo-; solamente le vide la ropa. Tenía un sombrero en la cara. Taba asina, de lao...

-¿De qué color era el pantalón? -inquirió el sargento.

-Azul, y la camisa como amarilla, y tenía un sombrero negro encima de la cara...

Pero el pobre Mundito apenas podía hablar; se hallaba aterrorizado, con ganas de llorar. A su infantil idea de las cosas, el muerto se había ido de allí sólo para vengarse de su denuncia y hacerlo quedar como un mentiroso. Seguramente en la noche le saldría en la casa y lo perseguiría toda a vida.

De todas maneras, supiéralo o no Mundito en ese tablón de cañas no darían con el cadáver. Encarnación Mendoza había cruzado con sorprendente celeridad hacia otro tablón, y después hacia otro más; y ya iba atravesando la trocha para meterse en un tercero cuando el niño, despachado por el sargento, pasaba corriendo con el perrillo bajo el brazo. Su miedo lo paró en seco al ver el torso y una pierna del difunto que entraban en el cañaveral. No podía ser otro, dado que la ropa era la que había visto por la mañana.

-¡Ta aquí, sargento; ta aquí! -gritó señalando hacia el punto por donde se había perdido el fugitivo-. ¡Dentró ahí!

Y como tenía mucho miedo siguió su carrera hacia su casa, ahogándose, lleno de lástima consigo mismo por el lío en qué sé había metido. El sargento, y con él los soldados y curiosos que le acompañaban, se había vuelto al oír la voz del chiquillo.

-Cosa de muchacho -dijo calmosamente Nemesio Arroyo.

Pero el sargento, viejo en su oficio, era suspicaz:

-Vea, algo hay. ¡Rodiemo ese tablón di una ve!-gritó.

Y así empezó la cacería, sin qué los cazadores supieran qué pieza perseguían.

Era poco más de media mañana. Repartidos en grupos, cada militar iba seguido de tres o cuatro peones, buscando aquí y allá, corriendo por las trochas, todos un poco bebidos y todos excitados. Lentamente, las pequeñas nubes azul oscuro que descansaban al ras del horizonte empezaron a crecer y a ascender cielo arriba. Encarnación Mendoza sabía ya que estaba más o menos cercado. Sólo que a diferencia de sus perseguidores -que ignoraban a quién buscaban-, él pensaba que el registro del cañaveral obedecía al propósito de echarle mano y cobrarle lo ocurrido el día de San Juan.

Sin saber a ciencia cierta dónde estaban los soldados, el fugitivo se atenía a su instinto y a su voluntad de escapar; y se corría de un tablón a otro, esquivando el encuentro con los soldados. Estaba ya a tanta distancia de ellos que si se hubiera quedado tranquilo hubiese podido esperar hasta el oscurecer sin peligro de ser localizado. Pero no se hallaba seguro y seguía pasando de tablón a tablón. Al cruzar una trocha fue visto de lejos, y una voz proclamó a todo pulmón:

-¡Allá va, sargento, allá va; y se parece a Encarnación Mendoza!

¡Encarnación Mendoza! De golpe todo el mundo quedó paralizado. ¡Encarnación Mendoza!

-¡Vengan! -demandó el sargento a gritos; y a seguidas echó a correr, el revólver en la mano, hacia donde señalaba el peón que había visto el prófugo.

Era ya cerca de mediodía, y aunque los crecientes nubarrones convertían en sofocante y caluroso el ambiente, los cazadores del hombre apenas lo notaban; corrían y corrían, pegando voces, zigzagueando, disparando sobre las cañas. Encarnación se dejó ver sobre una trocha distante, sólo un momento, huyendo con la velocidad de una sombra fugaz, y no dio tiempo al número Solito Ruiz para apuntarle su fusil.

-¡Que vaya uno al batey y diga de mi parte que me manden do número! -ordenó a gritos el sargento.

Nerviosos, excitados, respirando sonoramente y tratando de mirar hacia todos los ángulos a un tiempo, los perseguidores corrían de un lacia a otro dándose voces entre sí, recomendándose prudencia cuando alguno amagaba meterse entre las cañas.

Pasó el mediodía. Llegaron no dos, sino tres números y como nueve o diez peones más; se dispersaron en grupos y la cacería se extendió a varios tablones. A la distancia se veían pasar de pronto un soldado y cuatro o cinco peones, lo cual entorpecía los movimientos, pues era arriesgado tirar si gente amiga estaba al otro extremo. Del batey iban saliendo hombres y hasta alguna mujer; y en la bodega no quedó sino el dependiente, preguntando a todo hijo de Dios que cruzaba si “ya lo habían cogido”.

Encarnación Mendoza no era hombre fácil. Pero a eso de las tres, en el camino que dividía el cañaveral de los cerros, esto es, a más de dos horas del batey, un tiro certero le rompió la columna vertebral al tiempo que cruzaba para internarse en la realeza. Se revolcaba en la tierra, manando sangre, cuando recibió catorce tiros más, pues los soldados iban disparándole a medida que se acercaban. Y justamente entonces empezaban a caer las primeras gotas de la lluvia que había comenzado a insinuarse a media mañana.

Estaba muerto Encarnación Mendoza. Conservaba las líneas del rostro, aunque tenía los dientes destrozados por un balazo de máuser. Era día de Nochebuena y él había salido de la Cordillera a pasar la Nochebuena en su casa, no en el batey, vivo o muerto. Comenzaba a llover, y el sargento estaba pensando algo. Si él sacaba el cadáver a la carretera, que estaba hacia el poniente, podía llevarlo ese mismo día a Macorís y entregarle ese regalo de Pascuas al capitán; si lo llevaba al batey tendría que coger allí un tren del ingenio para ir a la Romana, y como el tren podría tardar mucho en salir llegaría a la ciudad tarde en la noche, tal vez demasiado tarde para trasladarse a Macorís. En la carretera las cosas son distintas; pasan con frecuencia vehículos, él podría detener un automóvil, hacer bajar la gente y meter el cadáver o subirlo sobre la carga de un camión.

-¡Búsquese un caballo ya memo que vamo a sacar ese vagabundo a la carretera -dijo dirigiéndose al que tenía más cerca.

No apareció caballo sino burro; y eso, pasadas ya las cuatro, cuando el aguacero pesado hacía sonar sin descanso los sembrados de caña. El sargento no quería perder tiempo. Varios peones, estorbándose los unos a los otros, colocaron el cadáver atravesado sobre el asno y lo amarraron cómo pudieron. Seguido por dos soldados y tres curiosos a los que escogió para que arrearan el burro, el sargento ordenó la marcha bajo la lluvia.

No resultó fácil el camino. Tres veces, antes de llegar al primer caserío, el muerto resbaló y quedó colgado bajo el vientre del asno. Éste resoplaba y hacía esfuerzos para trotar entre el barro, que ya empezaba a formarse. Cubiertos sólo con sus sombreros de reglamento al principio, los soldados echaron mano a pedazos de yaguas, a hojas grandes arrancadas a los árboles, o se guarecían en el cañaveral de rato en rato, cuando la lluvia arreciaba más. La lúgubre comitiva anduvo sin cesar la mayor parte del tiempo; en silencio, la voz de un soldado comentaba:

-Vea ese sinvergüenza.

O simplemente aludía al cabo Pomares, cuya sangre había sido al fin vengada.

Oscureció del todo, sin duda más temprano que de costumbre por efectos de la lluvia; y con la oscuridad el camino se hizo más difícil, razón por la cual la marcha se tornó lenta. Serían más de las siete, y apenas llovía entonces, cuando uno de los peones dijo:

-Allá se ve una lucecita.

-Sí, del caserío -explicó el sargento; y al instante urdió un plan del que se sintió enormemente satisfecho. Pues al sargento no le bastaba la muerte de Encarnación Mendoza. El sargento quería algo más. Así, cuando un cuarto de hora después se vio frente a la primera casucha del lugar, ordenó con su áspera voz:

-Desamarren ese muerto y tírenlo ahí adentro, que no podemo seguir mojándono.

Decía esto cuando la lluvia era tan escasa que parecía a punto de cesar; y al hablar observaba a los hombres que se afanaban en la tarea de librar el cadáver de cuerdas. Cuando el cuerpo estuvo suelto llamó a la puerta de la casucha justo a tiempo para que la mujer que salió a abrir recibiera sobre los pies, tirado como el de un perro, el cuerpo de Encarnación Mendoza. El muerto estaba empapado en agua, sangre y lodo, y tenía los dientes destrozados por un tiro, lo que le daba a su rostro antes sereno y bondadoso la apariencia de estar haciendo una mueca horrible.

La mujer miró aquella masa inerte; sus ojos cobraron de golpe la inexpresiva fijeza de la locura; y llevándose una mano a la boca comenzó a retroceder lentamente, hasta que a tres pasos paró y corrió desolada sobre el cadáver al tiempo que gritaba:

-¡Hay m'shijo, se han quedao güérfano... han matao a Encarnación!

Espantados, atropellándose, los niños salieron de la habitación, lanzándose a las faldas de la madre.

-Entonces se oyó una voz infantil en la que se confundían llanto y horror:

-¡Mamá, mi mamá!... ¡Ese fue el muerto que yo vide hoy en el cañaveral!

FIN

Juan Bosch