sexta-feira, 6 de setembro de 2019

Sylvabel








A Victor Mauroy
Hermosa como la noche y como ella insegura...
-Alfred de Vigny

En el castillo de Fonteval, a eso de medianoche, tocaba a su fin una fiesta de esponsales. En el parque, entre altas alamedas de follaje iluminado todavía con guirnaldas de linternas venecianas, los músicos, en su estrado campestre, habían dejado de tocar contradanzas. Los hidalgüelos de los alrededores se encontraban ya junto a la verja principal esperando subir a sus carruajes, y los aldeanos invitados regresaban por los senderos a sus alquerías, cantando como de costumbre, tanto más cuanto que habían trincado a placer, debajo de las encinas, ante el tonel caprichosamente adornado con cintas de colores de la recién casada.

El nuevo castellano, Gabriel du Plessis les Houx, había contraído matrimonio en la mañana de aquel día que terminaba, en la capilla de la espléndida mansión, con la señorita Sylvabel de Fonteval, una Diana cazadora, morena clara, una esbelta muchacha con aires de amazona.

¡Veinte y veintitrés años! Hermosos, elegantes y ricos, el porvenir se anunciaba para ellos color de aurora y de cielo.

Sylvabel había abandonado el baile hacia las diez y media y se hallaba sin duda, en aquellos momentos, en su estancia nupcial. La gente del castillo -todas las ventanas estaban apagadas- debía dormir.

Sin embargo, abajo, frente a las salas de juego, en el invernadero que precedía a los jardines, dos hombres, alumbrados por un candelabro colocado sobre un velador rústico, entre dos arbustos, hablaban en voz baja, sentados uno cerca de otro en verdes sillas de mimbre. Uno de ellos era Gabriel du Plessis y el otro el barón Gérard de Linville, su tío, antiguo encargado de negocios y diplomático muy estimado. Ante los insistentes ruegos de su sobrino, el señor de Linville, en vísperas de un viaje a Suecia, a donde lo llamaba una delicada misión, había aceptado pasar la noche en el castillo.

-Querido barón -dijo, de pronto, Gabriel-, gracias por haberse quedado. Sólo usted puede darme un consejo útil en la grave situación en que me encuentro. Ya le he contado la pasión, el amor intenso e insensato que siento por mi mujer; pasión que a veces me hace palidecer y balbucear cuando ella me habla. Pues bien, escuche esto: siento que Sylvabel no experimenta por mí la más frívola de las simpatías, en una palabra no me ama. Es una muchacha acostumbrada a manejar caballos y escopetas, una mujer dominadora, indomable, hastiada, muy viril bajo sus encantos, y que, sabiéndome de índole apacible y adivinando que bebo los vientos por su cara persona, me desdeña un poco. Sylvabel me ha aceptado y nada más, tanto por mi fortuna (¡ay, tal es la verdad!) como para tenerme en calidad de esclavo. Por consiguiente, es probable, por no decir seguro, que tarde o temprano me traicionará. ¡ Me encuentra demasiado manso, demasiado artista, demasiado en las nubes, sin carácter, en fin! Añada a esto, sin embargo, que la considero de una penetración espiritual casi.., misteriosa. Es una adivinadora. Pero, ¡qué quiere usted!, parece haberse aferrado a esa idea absurda y enojosa, hasta el extremo de que esta noche me ha notificado haber dispuesto para mañana, al amanecer, una cacería a caballo, sin duda para dar a entender a la gente del castillo lo poco agotadora que habrá sido nuestra noche de bodas, la cual, entre paréntesis, debo pasar solo. Si semejante estado de cosas dura ocho días, el asunto no tendrá remedio, estaré perdido, haga lo que haga en adelante, lo que supone un desenlace trágico a corto plazo, pues mi naturaleza, una vez se ve obligada a bajar de las nubes, es de una gran violencia explosiva. Por lo tanto, pido a usted, hombre sutil, que no solamente ha vivido sino que ha sabido vivir, que me diga si ve algún medio de desvanecer en mi esposa esa desoladora opinión que tiene de mí. ¿Cree usted que haya algún recurso para que me quiera, para suscitar en su juicio la certeza de mi carácter? Todo radica en eso. Seguiré su consejo, sea el que fuere, pasivamente, sin reflexionar, como un soldado, como uno se toma la medicina ordenada por un médico eminente. A usted me entrego como se entrega uno a sus testigos en un lance de honor, ya que están en juego, a la vez, mi honor y mi felicidad.

El barón Gérard lanzó una mirada clara y alegre a su sobrino, mientras reflexionaba un momento, y luego se inclinó hacia él y, durante cinco minutos, murmuró a su oído unas palabras que lo hicieron temblar en medio de su silencioso asombro.

-Salgo mañana por la mañana para Estocolmo -añadió el señor de Linville, levantándose, en voz alta-. Escríbeme el resultado. Sobre todo, sé sencillo... como mi consejo..., al seguirlo.

-¡Gracias de todo corazón! Buen viaje, y hasta la vista -contestó Gabriel, levantándose también y estrechando la mano de su tío.

Los dos rezagados subieron a sus respectivas habitaciones. El diplomático debió dormir mejor que su sobrino.

-¡Sus! ¡Sus! ¡El sol brilla! ¿Aún duermes, Gabriel?

Así, gritaba, bajo las ventanas de su esposo, bien montada sobre un alazán oscuro que piafaba en la hierba, mientras a su alrededor ladraban y retozaban los perros de caza, la señora Sylvabel du Plessis les Houx, frunciendo las negras cejas sobre el azul claro de sus ojos y haciendo silbar una delgada fusta.

El galope de un caballo, a sus espaldas, al final de una alameda, le hizo volver la cabeza. Era Gabriel.

-Mi querida Sylvabel, ya ves que llego diez minutos antes, como ordena la costumbre -dijo saludándola.

-¡Vaya! ¡Sí, es verdad! Sin duda estabas soñando bajo los árboles. Tienes un aire radiante. ¿Componías?

-Sí... este ramo para ti, con tres capullos de rosa y estas hojas de verbena.

-¡Eres muy galante! -contestó, en tono ligero, Sylvabel, colocando el ramillete entre dos botones de su jubón.

-Es mi deber... Además, la verbena preserva de accidentes -dijo fríamente el señor du Plessis.

Un poco sorprendida, tal vez, por el tono casi serio de su marido, la elegante amazona lo miró. Luego, impaciente:

-¡En marcha! -dijo, tras una corta pausa-. Comeremos allá abajo, en cualquier claro del bosque, sobre el césped.

Durante las primeras horas de la cacería, Gabriel no llegó a pronunciar ni veinte palabras, aunque todas ellas denotaban buen humor e interés por la caza. Mató dos liebres, un faisán y ocho codornices, que metió en su zurrón y en su red el único montero que galopaba detrás de ellos.

Hacia mediodía, se apearon en un magnífico calvero. Después de tomar una lonja de pastel de carne, dos vasos de champaña, algunas fresas silvestres y café, Gabriel, que había estado durante todo el tiempo de la comida observando los saltos de las ardillas en las ramas y trazando el proyecto de una batida contra los lobos para el invierno, encendió un cigarrillo y, al terminarlo, gritó:

-¡A caballo! Si es que has descansado bastante, Sylvabel...

-¡Vamos! -contestó ella.

Y partieron de nuevo, a través de los campos.

De pronto, en un sendero, a treinta pasos de un seto, una liebre cruzó como un rayo. Los perros se precipitaron; Gabriel tiró en seguida, pero falló.

-La culpa ha sido de ese imbécil de Murmuro -dijo, con una leve sonrisa, mientras volvía a cargar el arma rápidamente-. Se ha colocado entre la liebre y yo, mientras apuntaba.

Y, haciendo fuego otra vez, abatió, a cien pasos de él, de un certero balazo, al magnífico perro de caza al cual acababa de acusar.

Ante aquel espectáculo, Sylvabel se estremeció.

-¡Cómo! ¿Por qué has matado a ese perro haciéndole culpable de tu torpeza? -dijo, un poco asustada.

-¡Y bien que lo lamento, porque lo quería mucho! -contestó tranquilamente Gabriel-. Pero yo soy de tal índole, que no puedo soportar una contrariedad sin reaccionar de una manera violenta. Si fuese soldado, me fusilarían a las veinticuatro horas. Es un defecto que me hizo ser peleador en mi infancia y del cual he querido en vano corregirme. Sin embargo, me esforcé de nuevo, sólo por complacerte.

Sylvabel, apretando con fuerza la fusta, se calló, un poco pensativa.

Y volvieron a emprender la marcha, durante la cual Gabriel habló de muchas cosas menos del incidente... ya olvidado. Sus palabras fueron ligeras y raras.

Una hora después, al tiempo que se levantaba una bandada de perdices frente a ellos, con su ruido especial, Gabriel se echó la escopeta a la cara y tiró: ni una sola de las aves perdió una pluma.

-Verdaderamente, esto es insoportable -rezongó por lo bajo Gabriel, pero tranquilo-. Esta yegua bribona ha tenido la culpa; ha dado un respingo en el momento en que yo apuntaba.

Dicho esto, cogió una pistola del arzón delantero, introdujo fríamente el cañón en la oreja de la bestia y le hizo saltar los sesos. Dando un salto de costado, cayó de pie al suelo, y no sin gracia, se zafó de la caída del animal, que se derrumbó de flanco y, tras una corta agonía, quedó inmóvil.

Esta vez, Sylvabel abrió sus ojos azules.

-¡Pero esto es absurdo! ¡Es ya la locura! ¿Qué te sucede, Gabriel, para matar a un animal tan hermoso, y de raza, por haber errado el tiro contra una perdiz?

-Lo deploro, señora. Pero creo haberte revelado hace un rato, confidencialmente, una debilidad innata que padezco. Te lo repito: se trata de algo superior a mis fuerzas, pero el caso es que no puedo soportar la menor contrariedad. Montero, deme su caballo y siga a pie, porque regresamos.

Ya de nuevo montado, cuando se quedaron solos en el camino, cerca del castillo, Sylvabel murmuró:

-En verdad, amigo mío, apenas puedo tranquilizarme aunque piense en las virtudes mágicas de tu ramo de verbena. ¿De esta manera cumples la promesa de domar tu irascible carácter para serme agradable?

-Esta vez, en efecto, la fuerza de la costumbre ha privado sobre mis buenas intenciones -respondió el joven-. Pero sabré, Sylvabel, de ahora en adelante, dominarme mejor. Sí, para complacerte y merecer tu gracia, procuraré volverme... ya que no paciente y dulce hasta la atonía... menos exaltado.

Esto fue dicho con una gentileza glacial. La señora de Plessis les Houx guardó silencio hasta Fonteval, adonde llegaron con las primeras sombras de la noche.

La cena, sin embargo, fue encantadora.

Aquella noche la castellana se olvidó -sin duda por inadvertencia- de echar el pestillo de la puerta de su habitación. De suerte que cuando, a las cinco de la mañana, tras las alegrías y fatigas del amor, ambos, embriagados de ternura conyugal, se murmuraban deliciosamente todo lo que de más inefable había en el fondo del alma, Sylvabel, de repente, miró a su marido con un aire singular, y luego, en voz muy baja, a la claridad de la lamparilla azul que palidecía ante el alba del hermoso verano, dijo:

-Gabriel, un solo día te ha bastado para conquistarme... hacerme tuya. Y no mediante ese estropicio, que me hacía sonreír, que acarreó la muerte de dos inocentes animales... sino porque el hombre que, dicho sea entre nosotros, posee la firmeza necesaria para llevar a cabo, durante un día y una noche así, sin delatarse un solo instante y ante la mujer por quien sufre, el buen consejo de un amigo leal y de probada sagacidad, demuestra con ello ser superior al consejo mismo y da prueba, por consiguiente, de tener suficiente “carácter” para ser digno de amor. Puedes agregar esto en la carta de agradecimiento que sin duda has prometido escribir a nuestro tío y amigo, el barón de Linville, que se encuentra en Suecia.

FIN

 de Villiers de L'Isle Adam

25 Jan 2011

Biblioteca Digital Ciudad Seva


Chacales y árabes



Acampábamos en el oasis. Los viajeros dormían. Un árabe, alto y blanco, pasó adelante; ya había alimentado a los camellos y se dirigía a acostarse.
Me tiré de espaldas sobre la hierba; quería dormir; no pude conciliar el sueño; el aullido de un chacal a lo lejos me lo impedía; entonces me senté. Y lo que había estado tan lejos, de pronto estuvo cerca. El gruñido de los chacales me rodeó; ojos dorados descoloridos que se encendían y se apagaban; cuerpos esbeltos que se movían ágilmente y en cadencia como bajo un látigo.

Un chacal se me acercó por detrás, pasó bajo mi brazo y se apretó contra mí como si buscara mi calor, luego me encaró y dijo, sus ojos casi en los míos:

-Soy el chacal más viejo de toda la región. Me siento feliz de poder saludarte aquí todavía. Ya casi había abandonado la esperanza, porque te esperábamos desde la eternidad; mi madre te esperaba, y su madre, y todas las madres hasta llegar a la madre de todos los chacales. ¡Créelo!

-Me asombra -dije olvidando alimentar el fuego cuyo humo debía mantener lejos a los chacales-, me asombra mucho lo que dices. Sólo por casualidad vengo del lejano Norte en un viaje muy corto. ¿Qué quieren de mí, chacales?

Y como envalentonados por este discurso quizá demasiado amistoso, los chacales estrecharon el círculo a mi alrededor; todos respiraban con golpes cortos y bufaban.

-Sabemos -empezó el más viejo- que vienes del Norte; en esto precisamente fundamos nuestra esperanza. Allá se encuentra la inteligencia que aquí entre los árabes falta. De este frío orgullo, sabes, no brota ninguna chispa de inteligencia. Matan a los animales, para devorarlos, y desprecian la carroña.

-No hables tan fuerte -le dije-, los árabes están durmiendo cerca de aquí.

-Eres en verdad un extranjero -dijo el chacal-, de lo contrario sabrías que jamás, en toda la historia del mundo, ningún chacal ha temido a un árabe. ¿Por qué deberíamos tenerles miedo? ¿Acaso no es un desgracia suficiente el vivir repudiados en medio de semejante pueblo?

-Es posible -contesté-, puede ser, pero no me permito juzgar cosas que conozco tan poco; debe tratarse de una querella muy antigua, de algo que se lleva en la sangre, entonces concluirá quizá solamente con sangre.

-Eres muy listo -dijo el viejo chacal; y todos empezaron a respirar aún más rápido, jadeantes los pulmones a pesar de estar quietos; un olor amargo que a veces sólo apretando los dientes podía tolerarse salía de sus fauces abiertas-, eres muy listo; lo que dices se corresponde con nuestra antigua doctrina. Tomaremos entonces la sangre de ellos, y la querella habrá terminado.

-¡Oh! -exclamé más brutalmente de lo que hubiera querido- se defenderán, los abatirán en masa con sus escopetas.

-Has entendido mal -dijo-, según la manera de los hombres que ni siquiera en el lejano Norte se pierde. Nosotros no los mataremos. El Nilo no tendría bastante agua para purificarnos. A la simple vista de sus cuerpos con vida escapamos hacia aires más puros, al desierto, que por esta razón se ha vuelto nuestra patria.

Y todos los chacales en torno, a los cuales entre tanto se habían agregado muchos otros venidos de más lejos, hundieron la cabeza entre las extremidades anteriores y se la frotaron con las patas; habríase dicho que querían ocultar una repugnancia tan terrible que yo, de buena gana, con un gran salto hubiese huido del cerco.

-¿Qué piensan hacer entonces? -les pregunté al tiempo que quería incorporarme, pero no pude; dos jóvenes bestias habían mordido la espalda de mi chaqueta y de mi camisa; debí permanecer sentado.

-Llevan la cola de tus ropas -dijo el viejo chacal aclarando en tono serio-, como prueba de respeto.

-¡Que me suelten! -grité, dirigiéndome ya al viejo, ya a los más jóvenes.

-Te soltarán, naturalmente -dijo el viejo-, si tú lo exiges. Pero debes esperar un ratito, porque siguiendo la costumbre han mordido muy hondo y sólo lentamente pueden abrir las mandíbulas. Mientras tanto escucha nuestro ruego.

-No diré que el comportamiento de ustedes me ha predispuesto a ello -contesté.

-No nos hagas pagar nuestra torpeza -dijo, empleando en su ayuda por primera vez el tono lastimero de su voz natural-, somos pobres animales, sólo poseemos nuestra dentadura; para todo lo que queramos hacer, bueno o malo, contamos únicamente con los dientes.

-¿Qué quieres entonces? -pregunté algo aplacado.

-Señor -gritó, y todos los chacales aullaron; a lo lejos me pareció como una melodía-. Señor, tú debes poner fin a la querella que divide el mundo. Tal cual eres, nuestros antepasados te han descrito como el que lo logrará. Es necesario que obtengamos la paz con los árabes; un aire respirable; el horizonte completo limpio de ellos; nunca más el lamento de los carneros que el árabe degüella; todos los animales deben reventar en paz; es preciso que nosotros los vaciemos de su sangre y que limpiemos hasta sus huesos. Limpieza, solamente limpieza queremos -y ahora todos lloraban y sollozaban-, ¿cómo únicamente tú en el mundo puedes soportarlos, tú, de noble corazón y dulces entrañas? Inmundicia es su blancura; inmundicia es su negrura; y horrorosas son sus barbas; ganas da de escupir viendo las comisuras de sus ojos; y cuando alzan los brazos en sus sobacos se abre el infierno. Por eso, oh señor, por eso, oh querido señor, con la ayuda de tus manos todopoderosas, con la ayuda de tus todopoderosas manos, ¡córtales el pescuezo con esta tijera! -Y, a una sacudida de su cabeza, apareció un chacal que traía en uno de sus colmillos una pequeña tijera de sastre cubierta de viejas manchas de herrumbre.

-¡Ah, finalmente apareció la tijera, y ahora basta! -gritó el jefe árabe de nuestra caravana, que se nos había acercado contra el viento y que ahora agitaba su gigantesco látigo. Todos escaparon rápidamente, pero a cierta distancia se detuvieron, estrechamente acurrucados unos contra otros, tan estrecha y rígidamente los numerosos animales, que se los veía como un apretado redil rodeado de fuegos fatuos.

-Así que tú también, señor, has visto y oído este espectáculo -dijo el árabe riendo tan alegremente como la reserva de su tribu lo permitía.

-¿Sabes entonces qué quieren los animales? -pregunté.

-Naturalmente, señor -dijo-, todos lo saben; desde que existen los árabes esta tijera vaga por el desierto, y viajará con nosotros hasta el fin de los tiempos. A todo europeo que pasa le es ofrecida la tijera para la gran obra; cada europeo es precisamente el que les parece el predestinado. Estos animales tienen una esperanza insensata; están locos, locos de verdad. Por esta razón los queremos; son nuestros perros; más lindos que los de ustedes. Mira, reventó un camello esta noche, he dispuesto que lo traigan aquí.

Cuatro portadores llegaron y arrojaron el pesado cadáver delante de nosotros. Apenas tendido en el suelo, ya los chacales alzaron sus voces. Como irresistiblemente atraído por hilos, cada uno se acercó, arrastrando el vientre en la tierra, inseguro. Se habían olvidado de los árabes, habían olvidado el odio; la obliteradora presencia del cadáver reciamente exudante los hechizaba. Ya uno de ellos se colgaba del cuello y con el primer mordisco encontraba la arteria. Como una pequeña bomba rabiosa que quiere apagar a cualquier precio y al mismo tiempo sin éxito un prepotente incendio, cada músculo de su cuerpo zamarreaba y palpitaba en su puesto. Y ya todos se apilaban en igual trabajo, formando como una montaña encima del cadáver.

En aquel momento el jefe restalló el severo látigo a diestra y siniestra. Los chacales alzaron la cabeza, a medias entre la borrachera y el desfallecimiento, vieron a los árabes ante ellos, sintieron el látigo en el hocico, dieron un salto atrás y corrieron un trecho a reculones. Pero la sangre del camello formaba ya un charco, humeaba a lo alto, en muchos lugares el cuerpo estaba desgarrado. No pudieron resistir; otra vez estuvieron allí; otra vez el jefe alzó el látigo; yo retuve su brazo.

-Tienes razón, señor -dijo-, dejémoslos en su oficio; por otra parte es tiempo de partir. Ya los has visto. Prodigiosos animales, ¿no es cierto? ¡Y cómo nos odian!

FIN

 de Franz Kafka

02 Feb 2011

Biblioteca Digital Ciudad Seva

La Primera y la Segunda



Giovanni Papini

Había amado a la Primera y ya no la amaba. Había empezado a amar a la Segunda, y la Primera seguía amándome. Historia corriente y estúpida. ¿Quién podía pensar que tuviera que acabar tan misteriosamente? Yo mismo, el culpable, no consigo todavía explicarme el inesperado desarrollo del sencillísimo tema.

Ni siquiera recuerdo cómo empecé a amar a la Primera. ¿Acaso porque tenía dos ojos negros, mayores que de tamaño natural, que miraban hacia abajo temerosos al enfrentarse con los míos? ¿O porque me escribió, sin conocerme, para enviarme su pobre y tímido saludo en medio de una batalla? No era alta, ni graciosa, ni bella, pero estaba llena de humildad y de ardor. La vi, le hablé y la asusté, y acabé amándola. Ella me amaba ya; acaso me amaba antes de conocerme. Tenía una pequeña alma ardiente, una de aquellas almas que se consumen de fiebre sin descubrirse nunca. Sentía hacia mí gran admiración, un amor todavía mayor y una devoción mayor todavía.

También yo, durante cierto tiempo, creí que la amaba.

El descubrimiento de aquella existencia escondida me tentaba. La sensación de mi poder sobre ella me excitaba. Una palabra mía la ponía triste o alegre, desvelada o feliz. Esperaba de mí las órdenes para su vida; yo le sugería sus lecturas y sus ocupaciones.

Procuraba ser una parte de mí mismo, una cosa mía familiar, y nada más. Algún paseo por las siniestras avenidas de cipreses, por las colinas solitarias, o a lo largo de los sauces del río un poco neblinoso; algún beso apresurado en la oscuridad de la tarde; alguna carta breve e imperativa, le bastaron para ser feliz. Cada día recibía una, dos o hasta tres cartas suyas llenas de pasión elocuente, en las que se recordaba, describía y comentaba con lírico frenesí cada gesto mío, cada aspecto. Sola en la gran ciudad, lejos de su madre y de su montaña, toda su vida estaba concentrada en este amor. Yo era para ella el Universo, mientras que ella era para mí sólo una curiosidad.

Pero su amor se hizo tan grande que el mío no pudo durar. Tengo tanto desprecio de mí que no puedo habituarme a hacer el papel de ídolo. Aquella veneración apasionada que sentía continuamente a mi alrededor me irritaba. Saber que cada acción mía era observada, recordada, magnificada con todos sus detalles; que cada palabra mía era escuchada, grabada, repetida, comentada, y el que toda mi vida era, para otro ser, un espectáculo, aunque fuera de alegría, me humillaba. Yo quiero ser para mí, vivir para mí: no quiero que nadie entre en mi vida, aunque sea como esclavo.

Al cabo de un año escaso comencé a espaciar las visitas, los paseos y las cartas, y como su pasión no disminuía por esto, sino que aumentaba, le escribí finalmente una carta simple, corta y brusca, para decirle que ya no la amaba, que no la amaría nunca más y que dejara de fastidiarme con sus cartas. Yo creía que la momentánea desesperación, el respeto que me tenía y su dignidad, la obligarían al silencio, pero fue todo lo contrario. No quería resignarse a callar. Aceptaba, aunque le sangrara el corazón, que yo no la amara ya; pero no quería que le prohibiera amarme.

Las cartas siguieron llegando más largas y ardientes que antes. Recordaba con la más minuciosa y patética exactitud cada fecha, cada frase, cada palabra. Cada día repetía que me amaba todavía, que me amaba aún más, que no amaría a nadie sino a mí, que me amaría siempre, que lo obtendría todo de ella menos el final de su amor. Recurrí a los procedimentos más duros y cobardes para terminar con aquella cotidiana invasión postal, no le contesté durante largos meses o bien le escribí cartas cortas, frías, irónicas, ofensivas; llegué hasta el punto de devolverle las suyas sin haberlas abierto.

Pero todo esto ni cansó ni disminuyó su amor. Me escribía igual, cada día, sin esperar contestación; era feliz aunque recibiera una carta mía mala; volvía a mandarme, en sobre abierto, las cartas rechazadas. Con frecuencia, me llegaban flores que ella misma iba a recoger para mí al campo. Una vez recibí una fotografía de mi casa que había tomado ella a escondidas. Al no poder ir conmigo, me esperaba en las calles por donde yo solía pasar; frecuentaba los sitios donde sabía que yo tenía que ir, y después del encuentro me llegaban larguísimas cartas que describían la funesta embriaguez de haberme visto de lejos.

Era imposible rechazar ese amor obstinado. Por eso tuve que decidirme a soportarlo sin dar señales de vida. Durante algún tiempo, mis pensamientos sobre un posible enderezamiento del mundo y algunos largos vagabundeos a través de Italia me mantuvieron alejado de las mujeres. Pero un día encontré a la Segunda: una mujer que yo ya conocía, pero que no descubrí hasta aquel día. La Segunda era una mujer de una pereza animal. La hembra sana, simple, alegre, desenvuelta, voluptuosa, dispuesto a la risa, a la defensa y a la caricia. A mí me gustan las cosas que son lo que tienen que ser: los perros que muerden, los campos sin surcos, el pan hecho de harina y las mujeres sin literatura. Desde aquel día quise a la Segunda con toda la energía de un cuerpo (¿por qué insistir solamente en el corazón?) de veinticinco años.

Pero la Segunda, precisamente porque era mujer e instintivamente enemiga de todos aquellos que viven de esperanzas y de palabras, de humo de proyectos y de cigarrillos, no sentía absolutamente nada hacia mí; reía conmigo como con los demás y eso le bastaba para desahogar su rica juventud y hacer brillar sus bellos ojos serenos. Todas las primitivas artes de los seductores adocenados no servían de nada con ella: miradas lánguidas, adulaciones, cartas líricas, paseos con y sin luna, calurosos apretones de mano, rápidos intentos de beso. Todos estos intentos y manejos eran acogidos con un estallido de buena risa franca que confesaba la más tranquila indiferencia de su carne y de su corazón.

No por eso podía renunciar a la esperanza de verla, un día, llorar con la cabeza contra mi pecho. Mientras la otra, la Primera, seguía persiguiéndome con su inútil amor, yo continué atormentando a la Segunda con mi amor necesario. Un día, no sé cómo, escribiendo a la Segunda, copié, sin más, cambiando solamente el masculino por el femenino, algunas frases de una carta que acababa de escribirme la Primera. Esta escribía muchísimo, y por eso se repetía mucho, pero he de reconocer que poseía un virtuosismo en el estilo amoroso que yo nunca he tenido, ni deseaba aprender. Quemada por la pasión, con toda el alma fija en mi amor, le nacían espontáneamente imágenes e imploraciones abundantes y, con frecuencia, absolutamente originales. Aquella mañana, teniendo delante de mí la carta de la Primera, mientras estaba a punto de escribir a la Segunda, se me ocurrió servirme de la tortura cotidiana para ahorrarme el trabajo de inventar frases nuevas.

Mi sopresa fue grandísima cuando, al día siguiente, al encontrar de nuevo a la Segunda, advertí que mi última carta le había hecho más impresión que las demás. En lugar de reír durante todo el tiempo, como solía, se comportó de manera más azarada; quiso discutir la sinceridad de una de las frases que yo había robado a la carta de la otra y, cuando me dejó, me pareció que su apretón de manos fue menos tranquilo que las otras veces. Este primer síntoma de victoria me mantuvo despierto durante toda la noche y, aunque fuera sonriendo ante la idea absurda de una magia comunicante, se me ocurrió continuar a propósito lo que había empezado casi por casualidad, es decir, utilizar las cartas de la Primera para escribir a la Segunda.

En un cajón ancho y profundo tenía varios centenares de cartas de la Primera; cada día sacaba dos o tres y de ellas extraía una pequeña antología pasional que luego, con algún añadido, formaba una bella y larga carta amorosa. El sistema tuvo éxito. ¿Por qué no extenderlo? Por eso pensé regalar a la Segunda algunos libros que me había dado la Primera, y los efectos fueron todavía más rápidos y visibles. La Segunda, ahora, ya no me acogía con sus carcajadas solamente, sino que, en cambio, esperaba, oculta tras la ventana, la hora de mi llegada. Hablando, solía tomarme, sin pensarlo, una mano y me la acariciaba y estrechaba nerviosamente.

Sus ojos, especialmente cuando estaba a punto de marcharme, se volvían casi lánguidos. Con las palabras rechazaba todavía mi amor, pero toda su persona empezaba a confesar el suyo.

Un día, la Primera me envió un gran sobre lleno de violetas silvestres. Antes que se marchitaran las puse en otro sobre y se las llevé en seguida a la Segunda, diciéndole que aquella era una «carta de la Primavera».

Otro día encontré, en un cajón, un anillo de oro adornado con una pequeña piedra roja, que le había quitado por fuerza a la Primera en los días más ardientes de mi casi amor por ella. Pensé regalar aquel gracioso anillo a la Segunda: era una especie de traición, pero no pude dominarme; aunque la Segunda no me había confesado todavía que me amaba, los síntomas eran tantos que podía arriesgarme a hacerle aquel regalo. Se lo envié y, al día siguiente, vi a la Segunda con el anillo de la Primera puesto, conmovida, risueña y, sin embargo, un poco triste. Después de haber estado silenciosa durante un rato, después de haberme preguntado muchas veces si la quería de verdad, después de haber callado todavía un poco, se acercó a mí, se estrechó contra mi cuerpo y, con la cara encendida y una voz totalmente distinta de la acostumbrada, me confesó que me quería, que no podía evitar amarme.

A partir de aquel día empezó mi verdadera felicidad. Largas horas pasadas en silencio, abrazados; largas horas de risas y de confidencias; largos paseos durante los cuales recogíamos hojas rojas y nos dábamos rápidos besos a la sombra de los muros; todo aquello que los enamorados saben y echan de menos lo conocimos juntos durante meses y meses.

La Primera seguía enviándome sus interminables cartas y yo, sin confesarle nada a la Segunda, aprendía sus nuevas invenciones para decírselas a mi nueva amada.

Y durante mucho tiempo duró este singular plagio privado, esta transmisión de palabras y de otras cosas entre dos mujeres desconocidas y amantes a través de un único hombre, olvidadizo y deseoso. Parecía realmente que se tratara de una oculta transmisión entre desconocidos, conseguida con medios desconocidos. Había observado desde un principio que, precisamente los días en que la Primera había intentado verme y me había contemplado desde lejos con sus enormes ojos negros, llenos de tristeza, y de pasión, la Segunda demostraba amarme más furiosamente, mientras que cuando no había recibido ni siquiera una carta de la Primera, la otra estaba más callada y esquiva. Notaba estos y otros hechos, pero, en el abandono del nuevo y fresco amor, ni buscaba ni quería explicarlos, y ni siquiera pensaba en las consecuencias que podía tener para mí esa mágica transmisión espiritual.

Yo no percibía todo el sentido de la increíble relación que se había estrechado entre nosotros tres: la Segunda me amaba en cuanto la Primera me seguía amando. ¿Qué hubiera sucedido si la Primera hubiese dejado de amarme?

No quería pensarlo y, sin embargo, podía suceder y sucedió.

¿Cómo logró descubrir la Primera mi amor por la Segunda? Nunca he intentado saberlo: ¿tal vez una amiga, tal vez un presentimiento, tal vez una denuncia secreta? Había utilizado todas las precauciones de que gusta mi alma, naturalmente reservada, para ocultar mi amor. Iba con la Segunda por calles y campos donde estaba seguro de no encontrar a nadie, o solamente a gente que no me conocía ni siquiera de vista; iba a su casa a escondidas y al caer la noche, cuando sabía que la Primera estaba encerrada y no podía salir.

Pero lo supo, y me lo dijo en una carta de veinte o treinta páginas en la que el amor, el lamento, la desesperación, el ruego, el despecho y la rabia formaban una confusa mezcla sentimental. La carta terminaba así:

«Noto que mi martirio está a punto de terminar; siento que mi loco amor está a punto de morir. ¿Estarás contento finalmente?»

Antes de querer a la Segunda, estas palabras me hubieran sacado un gran peso del corazón, pero ahora, después de lo que había sucedido, me dieron miedo.

Durante todo el día me encontré muy mal y estuve sin poder hacer nada. Apenas oscureció fui a casa de la Segunda y empecé a besarla locamente, en la cara, en las manos, sin darle tiempo siquiera a cerrar la puerta. Estaba fría, ceñuda, enfadada. La abracé, le dije en voz baja mil palabras dulces, le pregunté qué tenía, qué le había hecho, por qué estaba pensativa, pero todo fue inútil; no hubo manera de sacarla de su abatimiento. Acaso, pensé, se trata de alguna tristeza que no quiere decirme porque le da vergüenza.

No pude calmarme, ni aquella noche ni al día siguiente. Pasaron varios días. La Primera ya no me escribía, no se dejaba ver, no me seguía, pero la Segunda estaba cada vez más triste, más seria, más enfadada que nunca, y yo no conseguía, ni con palabras, ni con regalos, ni con caricias, hacerla volver al alegre amor de otro tiempo. Una mañana, otra carta; y esta vez, de la Segunda. ¿Por qué me escribiría? ¿Qué quería de mí? ¿Cómo me escribía, ella, que nunca me había enviado una carta?

Mientras rompía el sobre, temblaba como una hoja. Tenía razón de temblar: leí, entre lágrimas, que la Segunda, mi bella, graciosa y alegre Segunda, ya no me quería, aunque no supiera decirme la razón; y no quería amarme más, por mucho que le doliera mi dolor.

Los que han recibido cartas parecidas comprenderán mi angustia de aquel momento. No sabía qué hacer ni qué pensar: de repente estaba furioso como una bestia desencadenada, y a veces abatido como un hombre que se deshace en la nada. Soñé todo lo que podía hacer, posible e imposible, para que el amor volviera a la Segunda, y finalmente vi que sólo un medio, aunque fuera extravagante y doloroso, podía devolverme la alegría: volver a la Primera, conseguir su perdón, hacer que me amara.

El mismo día, después de haberme tranquilizado un poco, escribí a la Primera ordenándole que se encontrara al día siguiente en la calle que ella sabía, porque quería hablarle, y escribí a la Segunda que no podía creer sus palabras, pero que no tenía el valor de volverla a ver en seguida.

Al día siguiente, la Primera, temblorosa, me esperaba. ¿Con qué corazón tenía que fingir mi amor por ella, por ella, a la que ya no amaba, por ella, que me había cansado durante tanto tiempo, y fingir para engañarla a favor de aquel que la había hecho sufrir? Sin embargo, era preciso que yo interpretara las escenas de la pasión que vuelve, del arrepentimiento que enternece, del remordimiento que corroe. Era necesario estafar cobardemente a una desgraciada, ensuciar mi alma con una asquerosa doblez, para volver a conseguir el amor de mi preciosa Segunda. Nunca he sufrido, hablando de amor a una mujer, como aquel día. Sin embargo, lo conseguí. El amor hizo el milagro. Le hice creer lo que quise, lo negué todo, lo prometí todo. Para que la ausente volviera a quererme, me esforcé para que la presente volviera a quererme. La escena fue larga y patética, llena de lágrimas y besos. Cuando oscureció, había vencido. Vi, en sus grandes ojos negros, volver el amor que sólo durante pocos días había estado no muerto, sino cubierto por los celos y el despecho.

Después de este fatigoso sacrificio no tuve el valor de volver a ver a la Segunda. Al día siguiente recomenzaron las largas, insistentes y frecuentes cartas de la Primera. Para asegurar mejor mi victoria, quise acompañarla una vez más a los sitios donde nos habíamos amado en lejanas mañanas de primavera. Volvimos a un sendero escondido, bordeado de cipreses, y corté para ella algunos tallos de retama. Estaba feliz, contenta, loca: no se atrevía a hablar por miedo a que yo desapareciera de su lado, como el fantasma de un sueño.

A las pocas horas recibí una carta de la Segunda. Pocas líneas:

«Ven, vuelve, alma mía; te quiero más que nunca; te querré siempre. El otro día estaba loca. Vuelve; te espero. No me hagas sufrir más.»

Aquella misma noche fui a su casa: la encontré como antes, llena de risa, de gracia y de voluptuosidad.

Pero el éxtasis de la reconquista tenía que durar poco: el destino no estaba contento. Cegado por mi alegría, apresuré el final de todo. Quise llevar a la Segunda al campo, como antes, y gozar al ver su bello rostro entre los árboles, las hierbas y la soledad. No sé por qué, fuimos por un sitio donde no habíamos estado nunca. Ella misma quiso cambiar de camino y me señaló con la mano una colina toda amarilla de retama.

-Quiero subir allí -me dijo-; ¡me gusta tanto la retama! Quiero llevarme un ramo a casa.

¿Podía no obedecerla? Sin embargo, en aquel momento sentí algo en la sangre y sentí que mis piernas temblaban. Detrás de aquella colina estaba el sendero de mis amores con la Primera, el sendero con los cipreses donde tantas veces nos habíamos sentado, con las manos en las manos y la boca en la boca. Subimos. Para volver a bajar nos acercamos al sendero, al sendero que no podía volver a ver sin espanto, pensando en la última escena de ficción con la otra. Pero ¡la Segunda estaba tan alegre! Corría delante de mí, gritando, con la cara enrojecida, los ojos brillantes, las manos llenas de ramas amarillas. De cuando en cuando la perseguía, la atrapaba, la estrechaba fuertemente entre mis brazos y la besaba.

De repente oímos pasos, y un grito.

La otra, la Primera, avanzaba por el sendero y me había reconocido. Vi por un momento su cara blanca y sus ojos enloquecidos. Me separé de la Segunda y me levanté. La Primera se acercaba: tal vez había ido allí para pensar en mí, para volver a soñar en aquel lugar donde había sido tan feliz. Cuando estuvo delante de mí gritó con voz ronca:

-¡Basta!

Y pasó y se oyó en seguida un sollozo. Luego desapareció. Miré a la Segunda. También estaba pálida y tenía el rostro demudado. Arrojó al suelo la retama y me dijo:

-¡Adiós!

Y se alejó como la otra, sollozando. Y desde aquel día ninguna de las dos ha querido volverme a amar, y las dos me han olvidado, y cada una ha encontrado otro amor. Yo me he quedado solo y ya no amo a nadie: ni siquiera a los recuerdos. Los escribo para librarme de ellos.

FIN

Palabras y sangre, 1912

10 Nov 2010

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Muebles "El Canario"



Felisberto Hernández

La propaganda de estos muebles me tomó desprevenido. Yo había ido a pasar un mes de vacaciones a un lugar cercano y no había querido enterarme de lo que ocurriera en la ciudad. Cuando llegué de vuelta hacía mucho calor y esa misma noche fui a una playa. Volvía a mi pieza más bien temprano y un poco malhumorado por lo que me había ocurrido en el tranvía. Lo tomé en la playa y me tocó sentarme en un lugar que daba al pasillo. Como todavía hacía mucho calor, había puesto mi saco en las rodillas y traía los brazos al aire, pues mi camisa era de manga corta. Entre las personas que andaban por el pasillo hubo una que de pronto me dijo:
-Con su permiso, por favor...

Y yo respondí con rapidez:

-Es de usted.

Pero no sólo no comprendí lo que pasaba sino que me asusté. En ese instante ocurrieron muchas cosas. La primera fue que aun cuando ese señor no había terminado de pedirme permiso, y mientras yo le contestaba, él ya me frotaba el brazo desnudo con algo frío que no sé por qué creí que fuera saliva. Y cuando yo había terminado de decir "es de usted" ya sentí un pinchazo y vi una jeringa grande con letras. Al mismo tiempo una gorda que iba en otro asiento decía:

-Después a mí.

Yo debo haber hecho un movimiento brusco con el brazo porque el hombre de la jeringa dijo:

-¡Ah!, lo voy a lastimar... quieto un...

Pronto sacó la jeringa en medio de la sonrisa de otros pasajeros que habían visto mi cara. Después empezó a frotar el brazo de la gorda y ella miraba operar muy complacida. A pesar de que la jeringa era grande, sólo echaba un pequeño chorro con un golpe de resorte. Entonces leí las letras amarillas que había a lo largo del tubo: Muebles "El Canario". Después me dio vergüenza preguntar de qué se trataba y decidí enterarme al otro día por los diarios. Pero apenas bajé del tranvía pensé: "No podrá ser un fortificante; tendrá que ser algo que deje consecuencias visibles si realmente se trata de una propaganda." Sin embargo, yo no sabía bien de qué se trataba; pero estaba muy cansado y me empeciné en no hacer caso. De cualquier manera estaba seguro de que no se permitiría dopar al público con ninguna droga. Antes de dormirme pensé que a lo mejor habrían querido producir algún estado físico de placer o bienestar. Todavía no había pasado al sueño cuando oí en mí el canto de un pajarito. No tenía la calidad de algo recordado ni del sonido que nos llega de afuera. Era anormal como una enfermedad nueva; pero también había un matiz irónico; como si la enfermedad se sintiera contenta y se hubiera puesto a cantar. Estas sensaciones pasaron rápidamente y en seguida apareció algo más concreto: oí sonar en mi cabeza una voz que decía:

-Hola, hola; transmite difusora "El Canario"... hola, hola, audición especial. Las personas sensibilizadas para estas transmisiones... etc., etc.

Todo esto lo oía de pie, descalzo, al costado de la cama y sin animarme a encender la luz; había dado un salto y me había quedado duro en ese lugar; parecía imposible que aquello sonara dentro de mi cabeza. Me volví a tirar en la cama y por último me decidí a esperar. Ahora estaban pasando indicaciones a propósito de los pagos en cuotas de los muebles "El Canario". Y de pronto dijeron:

-Como primer número se transmitirá el tango...

Desesperado, me metí debajo de una cobija gruesa; entonces oí todo con más claridad, pues la cobija atenuaba los ruidos de la calle y yo sentía mejor lo que ocurría dentro de mi cabeza. En seguida me saqué la cobija y empecé a caminar por la habitación; esto me aliviaba un poco pero yo tenía como un secreto empecinamiento en oír y en quejarme de mi desgracia. Me acosté de nuevo y al agarrarme de los barrotes de la cama volví a oír el tango con más nitidez.
Al rato me encontraba en la calle: buscaba otros ruidos que atenuaran el que sentía en la cabeza. Pensé comprar un diario, informarme de la dirección de la radio y preguntar qué habría que hacer para anular el efecto de la inyección. Pero vino un tranvía y lo tomé. A los pocos instantes el tranvía pasó por un lugar donde las vías se hallaban en mal estado y el gran ruido me alivió de otro tango que tocaban ahora; pero de pronto miré para dentro del tranvía y vi otro hombre con otra jeringa; le estaba dando inyecciones a unos niños que iban sentados en asientos transversales. Fui hasta allí y le pregunté qué había que hacer para anular el efecto de una inyección que me habían dado hacía una hora. Él me miró asombrado y dijo:

-¿No le agrada la transmisión?

-Absolutamente.

-Espere unos momentos y empezará una novela en episodios.

-Horrible -le dije.

Él siguió con las inyecciones y sacudía la cabeza haciendo una sonrisa. Yo no oía más el tango. Ahora volvían a hablar de los muebles. Por fin el hombre de la inyección me dijo:

-Señor, en todos los diarios ha salido el aviso de las tabletas "El Canario". Si a usted no le gusta la transmisión se toma una de ellas y pronto.

-¡Pero ahora todas las farmacias están cerradas y yo voy a volverme loco!

En ese instante oí anunciar:

-Y ahora transmitiremos una poesía titulada "Mi sillón querido", soneto compuesto especialmente para los muebles "El Canario".

Después el hombre de la inyección se acercó a mí para hablarme en secreto y me dijo:

-Yo voy a arreglar su asunto de otra manera. Le cobraré un peso porque le veo cara honrada. Si usted me descubre pierdo el empleo, pues a la compañía le conviene más que se vendan las tabletas.

Yo le apuré para que me dijera el secreto. Entonces él abrió la mano y dijo:

-Venga el peso.

Y después que se lo di agregó:

-Dese un baño de pies bien caliente.

FIN

10 Nov 2010

Biblioteca Digital Ciudad Seva

El péndulo



-Calle Ochenta y Uno... Dejen bajar, por favor -gritó el pastor de azul.

Un rebaño de ciudadanos salió forcejeando y otro subió forcejeando a su vez. ¡Ding, ding! Los vagones de ganado del Tren Aéreo de Manhattan se alejaron traqueteando, y John Perkins bajó a la deriva por la escalera de la estación, con el resto de las ovejas.

John se encaminó lentamente hacia su departamento. Lentamente, porque en el vocabulario de su vida cotidiana no existía la palabra “quizás”. A un hombre que está casado desde hace dos años y que vive en un departamento no lo esperan sorpresas. Al caminar, John Perkins se profetizaba con lúgubre y abatido cinismo las previstas conclusiones de la monótona jornada.

Katy lo recibiría en la puerta con un beso que tendría sabor a cold cream y a dulce con mantequilla.

Se quitaría el saco, se sentaría sobre un viejo sofá y leería en el vespertino crónicas sobre los rusos y los japoneses asesinados por la mortífera linotipo. La cena comprendería un asado, una ensalada condimentada con un aderezo que se garantizaba no agrietaba ni dañaba el cuero, guiso de ruibarbo y el frasco con mermelada de fresas que se sonrojaba ante el certificado de pureza química que ostentaba su rótulo. Después de la cena, Katy le mostraría el nuevo añadido al cobertor de retazos multicolores que le había regalado el repartidor de hielo, arrancándolo de la manta de su coche. A las siete y media ambos extenderían periódicos sobre los muebles para recoger los fragmentos de yeso que caían cuando el gordo del departamento de arriba iniciaba sus ejercicios de cultura física. A las ocho en punto, Hickey y Mooney, los integrantes de la pareja de varietés (sin contrato) que vivían del otro lado del pasillo, se rendirían a la dulce influencia del delírium trémens y empezarían a derribar sillas, con el espejismo de que Hammerstein los perseguía con un contrato de quinientos dólares semanales. Luego, el caballero que se sentaba junto a la ventana, del otro lado de la escalera, sacaría a relucir su flauta; el escape de gas nocturno huiría para hacer sus travesuras en los caminos; el ascensor se saldría de su cable; el conserje volvería a llevar a los cinco hijos de la señora Janowitski a través del Yalu; la dama de los zapatos color champaña y del terrier Skye bajaría a tropezones la escalera y pegaría su nombre del jueves sobre su timbre y su buzón... y la rutina nocturna de los departamentos Frogmore se pondría en marcha nuevamente.

John Perkins sabía que esas cosas sucederían. Y también sabía que a las ocho y cuarto apelaría a su coraje y tendería la mano hacia su sombrero, y su esposa le diría, con tono quejumbroso:

-Bueno... ¿Adónde vas, John Perkins, puede saberse?

-Creo que le haré una visita al café de MacCloskey -contestaría él-. Y que jugaré un par de partiditas de billar con los muchachos.

En los últimos tiempos, ésa era la costumbre de John Perkins. Volvía a las diez o a las once. A veces, Katy dormía; a veces, lo esperaba, pronta a seguir fundiendo en el crisol de su ira el baño de oro de las labradas cadenas de acero del matrimonio. Por esas cosas, Cupido habrá de responder cuando comparezca ante el sitial de la justicia con sus víctimas de los departamentos Frogmore.

Esa noche, al llegar a su puerta, John Perkins se encontró con un tremendo cambio en la rutina diaria. Ninguna Katy lo esperaba allí con su afectuoso beso de repostería.

En las tres habitaciones parecía reinar un prodigioso desorden. Por todas partes se veían dispersas las cosas de Katy. Zapatos en el centro de la alcoba, tenacillas de rizar, cintas para el cabello, kimonos, una polvera, todo tirado en franco caos sobre el tocador y las sillas... Aquello no era propio de Katy. Con el corazón oprimido, John vio el peine, con una enroscada nube de cabellos castaños de Katy entre los dientes. Una insólita prisa y nerviosidad debía haber hostigado a su mujer, porque Katy depositaba siempre cuidadosamente aquellos rastros de su peinado en el pequeño jarrón azul de la repisa de la chimenea, para formar algún día el codiciado “postizo” femenino.

Del pico de gas pendía en forma visible un papel doblado. John lo desprendió. Era una carta de su esposa, con estas palabras:

Querido John:

Acabo de recibir un telegrama en que me dicen que mamá está enferma de cuidado. Voy a tomar el tren de las 4.30. Mi hermano Sam me esperará en la estación de destino. En la heladera hay carnero frío. Confío en que no será nuevamente su angina. Págale cincuenta centavos al lechero. Mamá tuvo una seria angina en la primavera última. No te olvides de escribirle a la compañía sobre el medidor del gas y tus medias buenas están en la gaveta de arriba. Te escribiré mañana.

Presurosamente,

KATY

Durante sus dos años de matrimonio, Katy y él no se habían separado una sola noche. John releyó varias veces la carta, estupefacto. Aquello destruía una rutina invariable y lo dejaba aturdido.

Allí, sobre el respaldo de la silla, colgaba, patéticamente vacía e informe, la bata roja de lunares negros que ella usaba siempre al preparar la comida. En su prisa, Katy había tirado su ropa por aquí y por allá. Una bolsita de papel de su azúcar con mantequilla favorita yacía con su bramante aun sin desatar. En el suelo estaba desplegado un periódico, bostezando rectangularmente desde el agujero donde recortaran un horario de trenes. Todo lo existente en la habitación hablaba de una pérdida, de una esencia desaparecida, de un alma y vida que se habían esfumado. John Perkins estaba parado entre esos restos sin vida y sentía una extraña desolación.

John comenzó a poner el mayor orden posible en las habitaciones. Cuando tocó los vestidos de Katy, experimentó algo así como un escalofrío de terror. Nunca había pensado en lo que sería la vida sin Katy. Su mujer se había adherido tan indisolublemente a su existencia que era como el aire que respiraba: necesaria pero casi inadvertida. Ahora, sin aviso previo, se había marchado, desaparecido; estaba tan ausente como si nunca hubiese existido. Desde luego, esto sólo duraría unos días, a lo sumo una semana o dos, pero a John le pareció que la mano misma de la muerte había apuntado un dedo hacia su seguro y apacible hogar.

John extrajo el trozo de carnero frío de la heladera, preparó el café y se sentó a cenar solo, frente al desvergonzado certificado de pureza de la mermelada de fresas. Entre las provisiones que sacara, aparecieron los fantasmas de unas carnes asadas y la ensalada con mostaza. Su hogar estaba desmantelado. Una suegra con angina había hecho saltar por los aires sus lares y penates. Después de su solitaria cena, John Perkins se sentó junto a una ventana.

No tenía ganas de fumar. Fuera, la ciudad bramaba invitándolo a plegarse a su danza de locura y placer. La noche estaba a su disposición. Podía andar por ahí sin que le hicieran preguntas y pulsar las cuerdas de la parranda con tanta libertad como cualquier soltero. Podía divertirse y vagabundear y corretear por ahí hasta el alba si se le antojaba: y no lo esperaría ninguna airada Katy, con el cáliz que contenía las heces de su alegría. Si quería, podía jugar al billar en el café de McCloskey con sus jactanciosos amigos hasta que la aurora empacara las luces eléctricas. El yugo del himeneo, que lo doblegara siempre en los departamentos Frogmore, se haría relajado. Katy no estaba.

John Perkins no estaba habituado a analizar sus sentimientos. Pero ahora, sentado en su sala de recibo de 3 X 4, privado de la presencia de Katy, acertó inequívocamente con la clave de su desconsuelo. Ahora sabía que Katy era necesaria para su felicidad. Los sentimientos que le inspiraba su mujer, adormecidos hasta la inconsciencia por el monótono carrusel de la vida doméstica, habían sido conmovidos violentamente por la pérdida de su presencia. ¿Acaso no nos han inculcado el proverbio, el sermón y la fábula la idea de que nunca apreciamos la música hasta que el pájaro de la dulce voz ha volado... u otras manifestaciones no menos floridas y auténticas?

“Me porto con Katy de una manera pérfida -meditó Perkins-. Todas las noches me voy a jugar al billar y a perder el tiempo con los muchachos, en vez de quedarme en casa con ella. ¡La pobre está aquí sola y aburrida, y yo obro así! John Perkins, eres un cochino. Tengo que compensarle a Katy todo el mal que le he hecho. La llevaré de paseo para que se divierta un poco. Y doy por terminadas mis relaciones con la pandilla del McCloskey desde este mismo momento.”

Sí; fuera, la ciudad bramaba, llamándolo a bailar en el séquito de Momo. Y en el café de McCloskey, los muchachos hacían caer las bolas de billar en las troneras, matando el tiempo hasta la partida de casino de la noche. Pero ninguna carambola elegante y ningún chasquido de taco podían regocijar el alma henchida de remordimientos de Perkins, el abandonado. Aquello que era suyo, aquello que asía con mano poco firme y desdeñaba a medias, le había sido arrebatado y él lo quería. Perkins, el de los remordimientos, podía rastrear su genealogía remontándose hasta un hombre llamado Adán, a quien el querubín desalojara del jardín.

Al alcance de la mano derecha de John Perkins, había una silla. Sobre su respaldo pendía una blusa de Katy, que conservaba todavía algo de su contorno. En el centro de sus mangas, se veían las finas arrugas causadas por los movimientos de sus brazos al trabajar por la comodidad y el placer de su marido. Brotaba de la blusa una delicada pero dominadora fragancia a camándulas. John la tomó y miró larga y seriamente la silenciosa tela. Katy nunca había dejado de responderle. Las lágrimas, sí, las lágrimas asomaron a los ojos de John Perkins. Cuando Katy volviera, las cosas cambiarían. Él la compensaría por todo su abandono. ¿Qué era la vida sin ella?

La puerta se abrió y Katy entró con una pequeña maleta. John la miró, estúpidamente.

-¡Caramba! -dijo Katy-. Me alegro de haber vuelto. La enfermedad de mamá carecía de importancia. Sam me esperaba en la estación y dijo que aquello sólo había sido un leve acceso y que mamá se había repuesto a poco de telegrafiarme él. De modo que tomé el primer tren de regreso. Me estoy muriendo por una taza de café.

Nadie oyó el rechinar de los engranajes cuando el número 3 de los departamentos Frogmore volvió al debido Orden de Cosas. Se deslizó una polea, tocaron un resorte, regularon una palanca y los engranajes recomenzaron a girar en su vieja órbita.

John Perkins miró su reloj. Eran las 8:15. Tendió la mano hacia su sombrero y se encaminó hacia la puerta.

-Vamos... ¿Adónde vas, John Perkins, puede saberse? -preguntó Katy, con tono quejumbroso.

-Creo que haré una escapada al café de McCloskey a jugar unas partiditas con los muchachos -dijo John.

FIN

 de O. Henry

16 Mar 2011

Biblioteca Digital Ciudad Seva


El mechón de cabello




Agilulfo, monarca de los longobardos, estableció en Paria, ciudad de Lombardía, la base de su soberanía. Como sus antecesores, cogió por mujer a Tendelinga, viuda de Autari, también soberano de los longobardos.
La señora era hermosísima, prudente y honrada, pero desafortunada en afectos. Y, yendo muy bien las cosas de los longobardos por la virtud y la razón de Agilulfo, aconteció que un palafrenero de la nombrada reina, hombre de muy ruin condición por su nacimiento, pero superior en su oficio, y arrogante en su persona, se enamoró intensamente de la reina, y como su baja condición no le impedía advertir que aquel amor escapaba a toda conveniencia, a nadie se lo declaró, ni siquiera a ella con su mirada.

Y sin esperanza alguna siguió viviendo. Pero se jactaba consigo mismo de haber puesto sus pensamientos en tan alto lugar y, ardiendo en amoroso calor, se dedicaba a hacer mejor que sus compañeros lo que a su reina pudiese complacer. Por esto, cuando la reina deseaba cabalgar, prefería de entre todos al palafrén, lo que él tenía como un privilegio, y no se apartaba de ella, juzgándose afortunado algunas veces si podía rozarle los vestidos.

Pero el amor, como muchas veces vemos, cuando tiene menos esperanza suele aumentar, y así le sucedía al pobre palafrenero, que hallaba insoportable mantener su escondido deseo, al que ninguna esperanza ayudaba. Y muchas veces, no logrando librarse de su amor, pensó en morir. Y, reflexionando cómo lograrlo, decidió que fuese de tal manera que se notara que moría por el amor que había puesto y profesaba a la reina, y se propuso que fuera de manera que la fortuna le diese la posibilidad de obtener, totalmente o en parte, la satisfacción de su anhelo.

No deseó manifestar nada a la reina, ni expresole su amor escribiéndole, ya que sabía que era infructuoso hablar o escribir, mas resolvió ensayar si era posible, por ingenio, con ella acostarse. Mas no veía otro medio ni recurso que hacerse pasar por el rey, el cual no dormía con la reina de continuo.

Y para a ella llegar y entrar en su estancia, procuró el hombre averiguar en qué forma y hábito iba allá el rey. Y así muchas veces, durante la noche, se escondió en una gran sala del real palacio a la que daban los aposentos de la reina y del rey. Y una noche vio a Agilulfo salir de su cámara envuelto en un gran manto, en una mano una antorcha encendida y en la otra una varita, y en llegando a la puerta de la reina, sin nada decir, golpeó la madera con la vara una vez o dos, y abriose la puerta y quitáronle la antorcha de la mano.

Y esto visto, y vuelto a ver, pensó el palafrenero que él debía hacer otro tanto, y mandó que le aderezasen un manto semejante al del rey, y, provisto de una antorcha y una vara, una noche, tras lavarse bien en un baño para que la reina no advirtiese el olor del estiércol y con él el engaño, en la sala, como solía, se escondió.

Y notando que ya todos dormían, pensó que era momento de conseguir su deseo, o, con alta razón, la muerte que arrostraba, y, haciendo con la yesca y eslabón que llevaba encima un poco de fuego, encendió la luz y, envuelto en el manto, se acercó al umbral y dos veces llamó con la vara. Abrió la puerta una soñolienta camarera, que le retiró y apartó la luz y él, sin decir nada, traspasó la cortina, quitose la capa y acostose donde la reina dormía. Deseosamente la tomó en sus brazos, y, fingiéndose conturbado por saber que en esos casos nunca el rey quería oír nada, sin nada decir ni que le dijesen, conoció carnalmente varias veces a la reina aquella noche. Apesadumbrábale partir, pero comprendiendo que el mucho retardarse podía volverle en tristeza el deleite obtenido, se levantó, púsose el manto, empuñó la luz y, sin nada hablar, se fue y volviose a su lecho tan presto como pudo.

Y apenas había llegado allá cuando el rey, alzándose, fue a la cámara de la reina, de lo que ella se maravilló mucho, y entrando en el lecho y alegremente saludándola, ella, adquiriendo osadía con el júbilo de su marido, dijo:

-Señor, ¿qué novedad es la de esta noche? Ha instantes que os partisteis de mí y más que de costumbre os habéis refocilado conmigo, ¿y tan pronto volvéis? Mirad lo que hacéis.

Al oír tales palabras, el rey presumió que la reina había sido engañada por alguna similitud de persona y costumbres, pero como discreto, en el acto pensó que, pues la reina no lo había advertido, ni nadie más, valía más no hacérselo comprender, lo que muchos necios no hubiesen hecho, sino que habrían dicho: "Yo no fui. ¿Quién fue ¿Cómo se fue y cómo vino?" De lo que habrían difamado muchas cosas con las cuales hubiera a la inocente mujer contristado, y aun quizás héchole venir en deseo el volver a desear lo que ya había sentido. Y lo que, callándolo, ninguna afrenta le podía inferir, hubiera, de hablar, irrogándole vituperio. Y así el rey respondió, más turbado en su ánimo que en su semblante y palabras:

-¿No os parezco, mujer, hombre capaz de estar una vez acá y tornar luego?

-Sí, mi señor, pero, con todo, ruégoos que miréis por vuestra salud.

Entonces dijo el rey:

-A mí me place seguir vuestro consejo y, por tanto, sin más molestia daros, me vuelvo.

Y, con el ánimo lleno de ira y de mal talante por lo que ya sabía que le habían hecho, tomó su manto, salió de la estancia y resolvió con sigilo encontrar al que tan feo recado le hiciera, imaginando que debía ser alguien de la casa y que no había podido salir de ella. Y así, encendiendo una lucecita en una linternilla, se fue a una muy larga casa que había en su palacio sobre las cuadras y en la que dormían casi todos sus sirvientes en distintos lechos. Y estimando que al que hubiese hecho lo que la mujer decía no le habría aún cesado la agitación de pulso y corazón por el reciente afán, con cautelosos pasos, y comenzando por uno de los principales de la casa, a todos les fue tocando el pecho para saber si les latía el corazón con fuerza.

Los demás dormían, pero no el que había yacido con la reina, por lo cual, viendo venir al rey e imaginando lo que buscaba, comenzó a temer mucho, en términos que a los pálpitos anteriores de su corazón se agregaron más, por albergar la firme creencia de que, si el rey algo notaba, le haría morir.

Varias cosas le bulleron en el pensamiento, pero, observando que el rey iba sin armas, resolvió fingir que dormía y esperar lo que aconteciese.

Y habiendo dado el rey muchas vueltas, sin que le pareciese encontrar al culpable, llegose al palafrenero, y observando cuán fuerte le latía el corazón, se dijo: "Éste es". Pero como no quería que nadie se percatase de lo que pensaba hacer, se contentó, usando unas tijeras que llevaba, con tonsurar al hombre parte de los cabellos, que entonces se llevaban muy largos, a fin de poderle reconocer al siguiente día; y, esto hecho, volviose a su cámara.

El hombre, que todo lo había sentido y era malicioso, comprendió por qué le habían señalado así y, sin esperar a más, se levantó y, buscando un par de tijeras que había en el establo para el servicio de los caballos, a todos los que allí yacían, andando sin ruido, les cortó parte del cabello por encima de la oreja y, sin ser sentido, se volvió a dormir.

El rey, al levantarse por la mañana, mandó que, antes de que las puertas del palacio se abriesen, se le presentase toda la servidumbre, y así se hizo. Y estando todos ante él con la cabeza descubierta, y viendo a casi todos con el cabello de análogo modo cortado, se maravilló y dijo para sí: "El que ando buscando, aunque sea de baja condición, muestra da de tener mucho sentido". Y, reconociendo que no podía, sin escándalo, descubrir al que buscaba, y no queriendo por pequeña venganza sufrir gran afrenta, resolvió con cortas palabras hacerle saber que él había reparado en las cosas ocurridas y, vuelto a todos, dijo:

-Quien lo hizo, no lo haga más, e id con Dios.

Otro les habría hecho interrogar, atormentarlos, examinarlos e insistirlos, y así habría descubierto lo que todos deben ocultar, y al descubrirlo, aunque tomase entera venganza, habría aumentado su afrenta y empeñado la honestidad de su mujer. Los que sus palabras oyeron se pasmaron y largamente trataron entre sí de lo que el rey había querido significar, pero nadie entendió nada, salvo aquel que tenía motivos para ello. El cual, como discreto, nunca, mientras vivió el rey, esclareció el caso, ni nunca más su vida con tan expuesto acto confió a la Fortuna.

FIN

 de Giovanni Boccaccio

15 Apr 2011

Biblioteca Digital Ciudad Seva

               

La bestia en la cueva



La horrible conclusión que se había ido abriendo camino en mi espíritu de manera gradual era ahora una terrible certeza. Estaba perdido por completo, perdido sin esperanza en el amplio y laberíntico recinto de la caverna de Mamut. Dirigiese a donde dirigiese mi esforzada vista, no podía encontrar ningún objeto que me sirviese de punto de referencia para alcanzar el camino de salida. No podía mi razón albergar la más ligera esperanza de volver jamás a contemplar la bendita luz del día, ni de pasear por los valles y las colinas agradables del hermoso mundo exterior. La esperanza se había desvanecido. A pesar de todo, educado como estaba por una vida entera de estudios filosóficos, obtuve una satisfacción no pequeña de mi conducta desapasionada; porque, aunque había leído con frecuencia sobre el salvaje frenesí en el que caían las víctimas de situaciones similares, no experimenté nada de esto, sino que permanecí tranquilo tan pronto como comprendí que estaba perdido.
Tampoco me hizo perder ni por un momento la compostura la idea de que era probable que hubiese vagado hasta más allá de los límites en los que se me buscaría. Si había de morir -reflexioné-, aquella caverna terrible pero majestuosa sería un sepulcro mejor que el que pudiera ofrecerme cualquier cementerio; había en esta concepción una dosis mayor de tranquilidad que de desesperación.

Mi destino final sería perecer de hambre, estaba seguro de ello. Sabía que algunos se habían vuelto locos en circunstancias como esta, pero no acabaría yo así. Yo solo era el causante de mi desgracia: me había separado del grupo de visitantes sin que el guía lo advirtiera; y, después de vagar durante una hora aproximadamente por las galerías prohibidas de la caverna, me encontré incapaz de volver atrás por los mismos vericuetos tortuosos que había seguido desde que abandoné a mis compañeros.

Mi antorcha comenzaba a expirar, pronto estaría envuelto en la negrura total y casi palpable de las entrañas de la tierra. Mientras me encontraba bajo la luz poco firme y evanescente, medité sobre las circunstancias exactas en las que se produciría mi próximo fin. Recordé los relatos que había escuchado sobre la colonia de tuberculosos que establecieron su residencia en estas grutas titánicas, por ver de encontrar la salud en el aire sano, al parecer, del mundo subterráneo, cuya temperatura era uniforme, para su atmósfera e impregnado su ámbito de una apacible quietud; en vez de la salud, habían encontrado una muerte extraña y horrible. Yo había visto las tristes ruinas de sus viviendas defectuosamente construidas, al pasar junto a ellas con el grupo; y me había preguntado qué clase de influencia ejercía sobre alguien tan sano y vigoroso como yo una estancia prolongada en esta caverna inmensa y silenciosa. Y ahora, me dije con lóbrego humor, había llegado mi oportunidad de comprobarlo; si es que la necesidad de alimentos no apresuraba con demasiada rapidez mi salida de este mundo.

Resolví no dejar piedra sin remover, ni desdeñar ningún medio posible de escape, en tanto que se desvanecían en la oscuridad los últimos rayos espasmódicos de mi antorcha; de modo que -apelando a toda la fuerza de mis pulmones- proferí una serie de gritos fuertes, con la esperanza de que mi clamor atrajese la atención del guía. Sin embargo, pensé mientras gritaba que mis llamadas no tenían objeto y que mi voz -aunque magnificada y reflejada por los innumerables muros del negro laberinto que me rodeaba- no alcanzaría más oídos que los míos propios.

Al mismo tiempo, sin embargo, mi atención quedó fijada con un sobresalto al imaginar que escuchaba el suave ruido de pasos aproximándose sobre el rocoso pavimento de la caverna.

¿Estaba a punto de recuperar tan pronto la libertad? ¿Habrían sido entonces vanas todas mis horribles aprensiones? ¿Se habría dado cuenta el guía de mi ausencia no autorizada del grupo y seguiría mi rastro por el laberinto de piedra caliza? Alentado por estas preguntas jubilosas que afloraban en mi imaginación, me hallaba dispuesto a renovar mis gritos con objeto de ser descubierto lo antes posible, cuando, en un instante, mi deleite se convirtió en horror a medida que escuchaba: mi oído, que siempre había sido agudo, y que estaba ahora mucho más agudizado por el completo silencio de la caverna, trajo a mi confusa mente la noción temible e inesperada de que tales pasos no eran los que correspondían a ningún ser humano mortal. Los pasos del guía, que llevaba botas, hubieran sonado en la quietud ultraterrena de aquella región subterránea como una serie de golpes agudos e incisivos. Estos impactos, sin embargo, eran blandos y cautelosos, como producidos por las garras de un felino. Además, al escuchar con atención me pareció distinguir las pisadas de cuatro patas, en lugar de dos pies.

Quedé entonces convencido de que mis gritos habían despertado y atraído a alguna bestia feroz, quizás a un puma que se hubiera extraviado accidentalmente en el interior de la caverna. Consideré que era posible que el Todopoderoso hubiese elegido para mí una muerte más rápida y piadosa que la que me sobrevendría por hambre; sin embargo, el instinto de conservación, que nunca duerme del todo, se agitó en mi seno; y aunque el escapar del peligro que se aproximaba no serviría sino para preservarme para un fin más duro y prolongado, determiné a pesar de todo vender mi vida lo más cara posible. Por muy extraño que pueda parecer, no podía mi mente atribuir al visitante intenciones que no fueran hostiles. Por consiguiente, me quedé muy quieto, con la esperanza de que la bestia -al no escuchar ningún sonido que le sirviera de guía- perdiese el rumbo, como me había sucedido a mí, y pasase de largo a mi lado. Pero no estaba destinada esta esperanza a realizarse: los extraños pasos avanzaban sin titubear, era evidente que el animal sentía mi olor, que sin duda podía seguirse desde una gran distancia en una atmósfera como la caverna, libre por completo de otros efluvios que pudieran distraerlo.

Me di cuenta, por tanto, de que debía estar armado para defenderme de un misterioso e invisible ataque en la oscuridad y tanteé a mi alrededor en busca de los mayores entre los fragmentos de roca que estaban esparcidos por todas partes en el suelo de la caverna, y tomando uno en cada mano para su uso inmediato, esperé con resignación el resultado inevitable. Mientras tanto, las horrendas pisadas de las zarpas se aproximaban. En verdad, era extraña en exceso la conducta de aquella criatura. La mayor parte del tiempo, las pisadas parecían ser las de un cuadrúpedo que caminase con una singular falta de concordancia entre las patas anteriores y posteriores, pero -a intervalos breves y frecuentes- me parecía que tan solo dos patas realizaban el proceso de locomoción. Me preguntaba cuál sería la especie de animal que iba a enfrentarse conmigo; debía tratarse, pensé, de alguna bestia desafortunada que había pagado la curiosidad que la llevó a investigar una de las entradas de la temible gruta con un confinamiento de por vida en sus recintos interminables. Sin duda le servirían de alimento los peces ciegos, murciélagos y ratas de la caverna, así como alguno de los peces que son arrastrados a su interior cada crecida del Río Verde, que comunica de cierta manera oculta con las aguas subterráneas. Ocupé mi terrible vigilia con grotescas conjeturas sobre las alteraciones que podría haber producido la vida en la caverna sobre la estructura física del animal; recordaba la terrible apariencia que atribuía la tradición local a los tuberculosos que allí murieron tras una larga residencia en las profundidades. Entonces recordé con sobresalto que, aunque llegase a abatir a mi antagonista, nunca contemplaría su forma, ya que mi antorcha se había extinguido hacía tiempo y yo estaba por completo desprovisto de fósforos. La tensión de mi mente se hizo entonces tremenda. Mi fantasía dislocada hizo surgir formas terribles y terroríficas de la siniestra oscuridad que me rodeaba y que parecía verdaderamente apretarse en torno de mi cuerpo. Parecía yo a punto de dejar escapar un agudo grito, pero, aunque hubiese sido lo bastante irresponsable para hacer tal cosa, a duras penas habría respondido mi voz. Estaba petrificado, enraizado al lugar en donde me encontraba. Dudaba que pudiera mi mano derecha lanzar el proyectil a la cosa que se acercaba, cuando llegase el momento crucial. Ahora el decidido “pat, pat” de las pisadas estaba casi al alcance de la mano; luego, muy cerca. Podía escuchar la trabajosa respiración del animal y, aunque estaba paralizado por el terror, comprendí que debía de haber recorrido una distancia considerable y que estaba correspondientemente fatigado. De pronto se rompió el hechizo; mi mano, guiada por mi sentido del oído -siempre digno de confianza- lanzó con todas sus fuerzas la piedra afilada hacia el punto en la oscuridad de donde procedía la fuerte respiración, y puedo informar con alegría que casi alcanzó su objetivo: escuché cómo la cosa saltaba y volvía a caer a cierta distancia; allí pareció detenerse.

Después de reajustar la puntería, descargué el segundo proyectil, con mayor efectividad esta vez; escuché caer la criatura, vencida por completo, y permaneció yaciente e inmóvil. Casi agobiado por el alivio que me invadió, me apoyé en la pared. La respiración de la bestia se seguía oyendo, en forma de jadeantes y pesadas inhalaciones y exhalaciones; deduje de ello que no había hecho más que herirla. Y entonces perdí todo deseo de examinarla. Al fin, un miedo supersticioso, irracional, se había manifestado en mi cerebro, y no me acerqué al cuerpo ni continué arrojándole piedras para completar la extinción de su vida. En lugar de esto, corrí a toda velocidad en lo que era -tan aproximadamente como pude juzgarlo en mi condición de frenesí- la dirección por la que había llegado hasta allí. De pronto escuché un sonido, o más bien una sucesión regular de sonidos. Al momento siguiente se habían convertido en una serie de agudos chasquidos metálicos. Esta vez no había duda: era el guía. Entonces grité, aullé, reí incluso de alegría al contemplar en el techo abovedado el débil fulgor que sabía era la luz reflejada de una antorcha que se acercaba. Corrí al encuentro del resplandor y, antes de que pudiese comprender por completo lo que había ocurrido, estaba postrado a los pies del guía y besaba sus botas mientras balbuceaba -a despecho de la orgullosa reserva que es habitual en mí- explicaciones sin sentido, como un idiota. Contaba con frenesí mi terrible historia; y, al mismo tiempo, abrumaba a quien me escuchaba con protestas de gratitud. Volví por último a algo parecido a mi estado normal de conciencia. El guía había advertido mi ausencia al regresar el grupo a la entrada de la caverna y -guiado por su propio sentido intuitivo de la orientación- se había dedicado a explorar a conciencia los pasadizos laterales que se extendían más allá del lugar en el que había hablado conmigo por última vez; y localizó mi posición tras una búsqueda de más de tres horas.

Después de que hubo relatado esto, yo, envalentonado por su antorcha y por su compañía, empecé a reflexionar sobre la extraña bestia a la que había herido a poca distancia de allí, en la oscuridad, y sugerí que averiguásemos, con la ayuda de la antorcha, qué clase de criatura había sido mi víctima. Por consiguiente volví sobre mis pasos, hasta el escenario de la terrible experiencia. Pronto descubrimos en el suelo un objeto blanco, más blanco incluso que la reluciente piedra caliza. Nos acercamos con cautela y dejamos escapar una simultánea exclamación de asombro. Porque éste era el más extraño de todos los monstruos extranaturales que cada uno de nosotros dos hubiera contemplado en la vida. Resultó tratarse de un mono antropoide de grandes proporciones, escapado quizás de algún zoológico ambulante: su pelaje era blanco como la nieve, cosa que sin duda se debía a la calcinadora acción de una larga permanencia en el interior de los negros confines de las cavernas; y era también sorprendentemente escaso, y estaba ausente en casi todo el cuerpo, salvo de la cabeza; era allí abundante y tan largo que caía en profusión sobre los hombros. Tenía la cara vuelta del lado opuesto a donde estábamos, y la criatura yacía casi directamente sobre ella. La inclinación de los miembros era singular, aunque explicaba la alternancia en su uso que yo había advertido antes, por lo que la bestia avanzaba a veces a cuatro patas, y otras en sólo dos. De las puntas de sus dedos se extendían uñas largas, como de rata. Los pies no eran prensiles, hecho que atribuí a la larga residencia en la caverna que, como ya he dicho antes, parecía también la causa evidente de su blancura total y casi ultraterrena, tan característica de toda su anatomía. Parecía carecer de cola.

La respiración se había debilitado mucho, y el guía sacó su pistola con la clara intención de despachar a la criatura, cuando de súbito un sonido que ésta emitió hizo que el arma se le cayera de las manos sin ser usada. Resulta difícil describir la naturaleza de tal sonido. No tenía el tono normal de cualquier especie conocida de simios, y me pregunté si su cualidad extranatural no sería resultado de un silencio completo y continuado por largo tiempo, roto por la sensación de llegada de luz, que la bestia no debía de haber visto desde que entró por vez primera en la caverna. El sonido, que intentaré describir como una especie de parloteo en tono profundo, continuó débilmente.

Al mismo tiempo, un fugaz espasmo de energía pareció conmover el cuerpo del animal. Las garras hicieron un movimiento convulsivo, y los miembros se contrajeron. Con una convulsión del cuerpo rodó sobre sí mismo, de modo que la cara quedó vuelta hacia nosotros. Quedé por un momento tan petrificado de espanto por los ojos de esta manera revelados que no me apercibí de nada más. Eran negros aquellos ojos; de una negrura profunda en horrible contraste con la piel y el cabello de nívea blancura. Como los de las otras especies cavernícolas, estaban profundamente hundidos en sus órbitas y por completo desprovistos de iris. Cuando miré con mayor atención, vi que estaban enclavados en un rostro menos prognático que el de los monos corrientes, e infinitamente menos velludo. La nariz era prominente. Mientras contemplábamos la enigmática visión que se representaba a nuestros ojos, los gruesos labios se abrieron y varios sonidos emanaron de ellos, tras lo cual la cosa se sumió en el descanso de la muerte.

El guía se aferró a la manga de mi chaqueta y tembló con tal violencia que la luz se estremeció convulsivamente, proyectando en la pared fantasmagóricas sombras en movimiento.

Yo no me moví; me había quedado rígido, con los ojos llenos de horror, fijos en el suelo delante de mí.

El miedo me abandonó, y en su lugar se sucedieron los sentimientos de asombro, compasión y respeto; los sonidos que murmuró la criatura abatida que yacía entre las rocas calizas nos revelaron la tremenda verdad: la criatura que yo había matado, la extraña bestia de la cueva maldita, era -o había sido alguna vez- ¡¡¡un hombre!!!

FIN

 de H.P. Lovecraft

26 Apr 2011

Biblioteca Digital Ciudad Seva


Sólo vine a hablar por teléfono


Una tarde de lluvias primaverales, cuando viajaba sola hacia Barcelona conduciendo un coche alquilado, María de la Luz Cervantes sufrió una avería en el desierto de los Monegros. Era una mexicana de veintisiete años, bonita y seria, que años antes había tenido un cierto nombre como artista de variedades. Estaba casada con un prestidigitador de salón, con quien iba a reunirse aquel día después de visitar a unos parientes en Zaragoza. Al cabo de una hora de señas desesperadas a los automóviles y camiones de carga que pasaban raudos en la tormenta, el conductor de un autobús destartalado se compadeció de ella. Le advirtió, eso sí, que no iba muy lejos.
-No importa -dijo María-. Lo único que necesito es un teléfono.

Era cierto, y sólo lo necesitaba para prevenir a su marido de que no llegaría antes de las siete de la noche. Parecía un pajarito ensopado, con un abrigo de estudiante y los zapatos de playa en abril, y estaba tan aturdida por el percance que olvidó llevarse las llaves del automóvil. Una mujer que viajaba junto al conductor, de aspecto militar pero de maneras dulces, le dio una toalla y una manta, y le hizo un sitio a su lado. Después de secarse a medias, María se sentó, se envolvió en la manta, y trató de encender un cigarrillo, pero los fósforos estaban mojados. La vecina del asiento le dio fuego y le pidió un cigarrillo de los pocos que le quedaban secos. Mientras fumaban, María cedió a las ansias de desahogarse, y su voz resonó más que la lluvia o el traqueteo del autobús. La mujer la interrumpió con el índice en los labios.

-Están dormidas -murmuró.

María miró por encima del hombro, y vio que el autobús estaba ocupado por mujeres de edades inciertas y condiciones distintas, que dormían arropadas con mantas iguales a la suya. Contagiada por su placidez, María se enroscó en el asiento y se abandonó al rumor de la lluvia. Cuando se despertó era de noche y el aguacero se había disuelto en un sereno helado. No tenía la menor idea de cuánto tiempo había dormido ni en qué lugar del mundo se encontraban. Su vecina de asiento tenía una actitud de alerta.

-¿Dónde estamos? -le preguntó María.

-Hemos llegado -contestó la mujer.

El autobús estaba entrando en el patio empedrado de un edificio enorme y sombrío que parecía un viejo convento en un bosque de árboles colosales. Las pasajeras, alumbradas a penas por un farol del patio, permanecieron inmóviles hasta que la mujer de aspecto militar las hizo descender con un sistema de órdenes primarias, como en un parvulario. Todas eran mayores, y se movían con tal parsimonia que parecían imágenes de un sueño. María, la última en descender, pensó que eran monjas. Lo pensó menos cuando vio a varias mujeres de uniforme que las recibieron a la puerta del autobús, y que les cubrían la cabeza con las mantas para que no se mojaran, y las ponían en fila india, dirigiéndolas sin hablarles, con palmadas rítmicas y perentorias. Después de despedirse de su vecina de asiento María quiso devolverle la manta, pero ella le dijo que se cubriera la cabeza para atravesar el patio, y la devolviera en portería.

-¿Habrá un teléfono? -le preguntó María.

-Por supuesto -dijo la mujer-. Ahí mismo le indican.

Le pidió a María otro cigarrillo, y ella le dio el resto del paquete mojado. "En el camino se secan", le dijo. La mujer le hizo un adiós con la mano desde el estribo, y casi le gritó "Buena suerte". El autobús arrancó sin darle tiempo de más.

María empezó a correr hacia la entrada del edificio. Una guardiana trató de detenerla con una palmada enérgica, pero tuvo que apelar a un grito imperioso: "¡Alto he dicho!". María miró por debajo de la manta, y vio unos ojos de hielo y un índice inapelable que le indicó la fila. Obedeció. Ya en el zaguán del edificio se separó del grupo y preguntó al portero dónde había un teléfono. Una de las guardianas la hizo volver a la fila con palmaditas en la espalda, mientras le decía con modos dulces:

-Por aquí, guapa, por aquí hay un teléfono.

María siguió con las otras mujeres por un corredor tenebroso, y al final entró en un dormitorio colectivo donde las guardianas recogieron las cobijas y empezaron a repartir las camas. Una mujer distinta, que a María le pareció más humana y de jerarquía más alta, recorrió la fila comparando una lista con los nombres que las recién llegadas tenían escritos en un cartón cosido en el corpiño. Cuando llegó frente a María se sorprendió de que no llevara su identificación.

-Es que yo sólo vine a hablar por teléfono -le dijo María.

Le explicó a toda prisa que su automóvil se había descompuesto en la carretera. El marido, que era mago de fiestas, estaba esperándola en Barcelona para cumplir tres compromisos hasta la media noche, y quería avisarle de que no estaría a tiempo para acompañarlo. Iban a ser las siete. Él debía salir de la casa dentro de diez minutos, y ella temía que cancelara todo por su demora. La guardiana pareció escucharla con atención.

-¿Cómo te llamas? -le preguntó.

María le dijo su nombre con un suspiro de alivio, pero la mujer no lo encontró después de repasar la lista varias veces. Se lo preguntó alarmada a una guardiana, y ésta, sin nada que decir, se encogió de hombros.

-Es que yo sólo vine a hablar por teléfono -dijo María.

-De acuerdo, maja -le dijo la superiora, llevándola hacia su cama con una dulzura demasiado ostensible para ser real-, si te portas bien podrás hablar por teléfono con quien quieras. Pero ahora no, mañana.

Algo sucedió entonces en la mente de María que le hizo entender por qué las mujeres del autobús se movían como en el fondo de un acuario. En realidad estaban apaciguadas con sedantes, y aquel palacio en sombras, con gruesos muros de cantería y escaleras heladas, era en realidad un hospital de enfermas mentales. Asustada, escapó corriendo del dormitorio, y antes de llegar al portón una guardiana gigantesca con un mameluco de mecánico la atrapó de un zarpazo y la inmovilizó en el suelo con una llave maestra. María la miró de través paralizada por el terror.

-Por el amor de Dios -dijo-. Le juro por mi madre muerta que sólo vine a hablar por teléfono.

Le bastó con verle la cara para saber que no había súplica posible ante aquella energúmena de mameluco a quien llamaban Herculina por su fuerza descomunal. Era la encargada de los casos difíciles, y dos reclusas habían muerto estranguladas con su brazo de oso polar adiestrado en el arte de matar por descuido. El primer caso se resolvió como un accidente comprobado. El segundo fue menos claro, y Herculina fue amonestada y advertida de que la próxima vez sería investigada a fondo. La versión corriente era que aquella oveja descarriada de una familia de apellidos grandes tenía una turbia carrera de accidentes dudosos en varios manicomios de España.

Para que María durmiera la primera noche, tuvieron que inyectarle un somnífero. Antes de amanecer, cuando la despertaron las ansias de fumar, estaba amarrada por las muñecas y los tobillos en las barras de la cama. Nadie acudió a sus gritos. Por la mañana, mientras el marido no encontraba en Barcelona ninguna pista de su paradero, tuvieron que llevarla a la enfermería, pues la encontraron sin sentido en un pantano de sus propias miserias.

No supo cuánto tiempo había pasado cuando volvió en sí. Pero entonces el mundo era un remanso de amor, y estaba frente a su cama un anciano monumental, con una andadura de plantígrado y una sonrisa sedante, que con dos pases maestros le devolvió la dicha de vivir. Era el director del sanatorio.

Antes de decirle nada, sin saludarlo siquiera, María le pidió un cigarrillo. Él se lo dio encendido, y le regaló el paquete casi lleno. María no pudo reprimir el llanto.

-Aprovecha ahora para llorar cuanto quieras -le dijo el médico, con voz adormecedora-. No hay mejor remedio que las lágrimas.

María se desahogó sin pudor, como nunca logró hacerlo con sus amantes casuales en los tedios de después del amor. Mientras la oía, el médico la peinaba con los dedos, le arreglaba la almohada para que respirara mejor, la guiaba por el laberinto de su incertidumbre con una sabiduría y una dulzura que ella no había soñado jamás. Era, por primera vez en su vida, el prodigio de ser comprendida por un hombre que la escuchaba con toda el alma sin esperar la recompensa de acostarse con ella. Al cabo de una hora larga, desahogada a fondo, le pidió autorización para hablarle por teléfono a su marido.

El médico se incorporo con toda la majestad de su rango. "Todavía no, reina", le dijo, dándole en la mejilla la palmadita más tierna que había sentido nunca. "Todo se hará a su tiempo". Le hizo desde la puerta una bendición episcopal, y desapareció para siempre.

-Confía en mi -le dijo.

Esa misma tarde María fue inscrita en el asilo con un número de serie, y con un comentario superficial sobre el enigma de su procedencia y las dudas sobre su identidad. Al margen quedó una calificación escrita de puño y letra del director: agitada.

Tal como María lo había previsto, el marido salió de su modesto apartamento del barrio de Horta con media hora de retraso para cumplir los tres compromisos. Era la primera vez que ella no llegaba a tiempo en casi dos años de una unión libre bien concertada, y él entendió el retraso por la ferocidad de las lluvias que asolaron la provincia aquel fin de semana. Antes de salir dejó un mensaje clavado en la puerta con el itinerario de la noche.

En la primera fiesta, con todos los niños disfrazados de canguro, prescindió del truco estelar de los peces invisibles porque no podía hacerlo sin la ayuda de ella. El segundo compromiso era en casa de una anciana de noventa y tres años, en silla de ruedas, que se preciaba de haber celebrado cada uno de sus últimos treinta cumpleaños con un mago distinto. Él estaba tan contrariado con la demora de María, que no pudo concentrarse en las suertes más simples. El tercer compromiso era el de todas las noches en un café concierto de las Ramblas, donde actuó sin inspiración para un grupo de turistas franceses que no pudieron creer lo que veían porque se negaban a creer en la magia. Después de cada representación llamó por teléfono a su casa, y esperó sin ilusiones a que María le contestara. En la última ya no pudo reprimir la inquietud de que algo malo había ocurrido.

De regreso a casa en la camioneta adaptada para las funciones públicas vio el esplendor de la primavera en las palmeras del Paseo de Gracia, y lo estremeció el pensamiento aciago de cómo podía ser la ciudad sin María. La última esperanza se desvaneció cuando encontró su recado todavía prendido en la puerta. Estaba tan contrariado, que se le olvidó darle la comida al gato.

Sólo ahora que lo escribo caigo en la cuenta de que nunca supe cómo se llamaba en realidad, porque en Barcelona sólo lo conocíamos con su nombre profesional: Saturno el Mago. Era un hombre de carácter raro y con una torpeza social irremediable, pero el tacto y la gracia que le hacían falta le sobraban a María. Era ella quien lo llevaba de la mano en esta comunidad de grandes misterios, donde a nadie se le hubiera ocurrido llamar a nadie por teléfono después de la media noche para preguntar por su mujer. Saturno lo había hecho de recién venido y no quería recordarlo. Así que esa noche se conformó con llamar a Zaragoza, donde una abuela medio dormida le contestó sin alarma que María había partido después del almuerzo. No durmió más de una hora al amanecer. Tuvo un sueño cenagoso en el cual vio a María con un vestido de novia en piltrafas y salpicado de sangre, y despertó con la certidumbre pavorosa de que había vuelto a dejarlo solo, y ahora para siempre, en el vasto mundo sin ella.

Lo había hecho tres veces con tres hombres distintos, incluso él, en los últimos cinco años. Lo había abandonado en Ciudad de México a los seis meses de conocerse, cuando agonizaban de felicidad con un amor demente en un cuarto de servicio de la colonia Anzures. Una mañana María no amaneció en la casa después de una noche de abusos inconfesables. Dejó todo lo que era suyo, hasta el anillo de su matrimonio anterior, y una carta en la cual decía que no era capaz de sobrevivir al tormento de aquel amor desatinado. Saturno pensó que había vuelto con su primer esposo, un condiscípulo de la escuela secundaria con quien se casó a escondidas siendo menor de edad, y al cual abandonó por otro al cabo de dos años sin amor. Pero no: había vuelto a casa de sus padres, y allí fue Saturno a buscarla a cualquier precio. Le rogó sin condiciones, le prometio mucho más de lo que estaba resuelto a cumplir, pero tropezó con una determinación invencible. "Hay amores cortos y hay amores largos", le dijo ella. Y concluyó sin misericordia: "Este fue corto". Él se rindió ante su rigor. Sin embargo, una madrugada de Todos los Santos, al volver a su cuarto de huérfano después de casi un año de olvido, la encontró dormida en el sofá de la sala con la corona de azahares y la larga cola de espuma de las novias vírgenes.

María le contó la verdad. El nuevo novio, viudo, sin hijos, con la vida resuelta y la disposición de casarse para siempre por la iglesia católica, la había dejado vestida y esperando en el altar. Sus padres decidieron hacer la fiesta de todos modos. Ella siguió el juego. Bailó, cantó con los mariachis, se pasó de tragos, y en un terrible estado de remordimientos tardíos se fue a la media noche a buscar a Saturno.

No estaba en casa, pero encontró las llaves en la maceta de flores del corredor, donde las escondieron siempre. Esta vez fue ella quien se le rindió sin condiciones. "¿Y ahora hasta cuando?", le preguntó él. Ella le contestó con un verso de Vinicius de Moraes: "El amor es eterno mientras dura". Dos años después, seguía siendo eterno.

María pareció madurar. Renunció a sus sueños de actriz y se consagró a él, tanto en el oficio como en la cama. A finales del año anterior habían asistido a un congreso de magos en Perpignan, y de regreso conocieron a Barcelona. Les gustó tanto que llevaban ocho meses aquí, y les iba tan bien, que habían comprado un apartamento en el muy catalán barrio de Horta, ruidoso y sin portero, pero con espacio de sobra para cinco hijos. Había sido la felicidad posible, hasta el fin de semana en que ella alquiló un automóvil y se fue a visitar a sus parientes de Zaragoza con la promesa de volver a las siete de la noche del lunes. Al amanecer del jueves, todavía no había dado señales de vida.

El lunes de la semana siguiente la compañía de seguros del automóvil alquilado llamó por teléfono a casa para preguntar por María. "No sé nada", dijo Saturno. "Búsquenla en Zaragoza". Colgó. Una semana después un policía civil fue a su casa con la noticia de que habían hallado el automóvil en los puros huesos, en un atajo cerca de Cádiz, a novecientos kilómetros del lugar donde María lo abandonó. El agente quería saber si ella tenía más detalles del robo. Saturno estaba dándole de comer al gato, y apenas si lo miro para decirle sin más vueltas que no perdieran el tiempo, pues su mujer se había fugado de la casa y él no sabía con quién ni para dónde. Era tal su convicción, que el agente se sintió incómodo y le pidió perdón por sus preguntas. El caso se declaró cerrado.

El recelo de que María pudiera irse otra vez había asaltado a Saturno por Pascua Florida en Cadaqués, adonde Rosa Regás los habían invitado a navegar a vela. Estábamos en el Marítim, el populoso y sórdido bar de la gauche divine en el crepúsculo del franquismo, alrededor de una de aquellas mesas de hierro con sillas de hierro donde sólo cabíamos seis a duras penas y nos sentábamos veinte. Después de agotar la segunda cajetilla de cigarrillos de la jornada, María se encontró sin fósforos. Un brazo escuálido de vellos viriles con una esclava de bronce romano se abrió paso entre el tumulto de la mesa, y le dio fuego. Ella lo agradeció sin mirar a quién, pero Saturno el Mago lo vio. Era un adolescente óseo y lampiño, de una palidez de muerto y una cola de caballo muy negra que le daba a la cintura. Los cristales del bar soportaban apenas la furia de la tramontana de primavera, pero él iba vestido con una especie de piyama callejero de algodón crudo, y unas albarcas de labrador.

No volvieron a verlo hasta fines del otoño, en un hostal de mariscos de La Barceloneta, con el mismo conjunto de zaraza ordinaria y una larga trenza en vez de la cola de caballo. Los saludó a ambos como a viejos amigos, y por el modo como besó a María, y por el modo como ella le correspondió, a Saturno lo fulminó la sospecha de que habían estado viéndose a escondidas. Días después encontró por casualidad un nombre nuevo y un numero de teléfono escritos por María en el directorio doméstico, y la inclemente lucidez de los celos le reveló de quién eran. El prontuario social del intruso acabó de rematarlo: veintidós años, hijo único de ricos, decorador de vitrinas de moda, con una fama fácil de bisexual y un prestigio bien fundado como consolador de alquiler de señoras casadas. Pero logró sobreponerse hasta la noche en que María no volvió a casa. Entonces empezó a llamarlo por teléfono todos los días, primero cada dos o tres horas, desde las seis de la mañana hasta la madrugada siguiente, y después cada vez que encontraba un teléfono a la mano. El hecho de que nadie contestara aumentaba su martirio.

Al cuarto día le contestó una andaluza que sólo iba a hacer la limpieza. "El señorito se ha ido", le dijo, con suficiente vaguedad para enloquecerlo. Saturno no resistió la tentación de preguntarle si por casualidad no estaba ahí la señorita María.

-Aquí no vive ninguna María -le dijo la mujer-. El señorito es soltero.

-Ya lo sé -le dijo él -. No vive, pero a veces va. ¿O no?

La mujer se encabritó.

-¿Pero quién coño habla ahí?

Saturno colgó. La negativa de la mujer le pareció una confirmación más de lo que ya no era para él una sospecha sino una certidumbre ardiente. Perdió el control. En los días siguientes llamó por orden alfabético a todos los conocidos de Barcelona. Nadie le dio razón, pero cada llamada le agravó la desdicha, porque sus delirios de celos eran ya célebres entre los trasnochadores impenitentes de la gauche divine, y le contestaban con cualquier broma que lo hiciera sufrir. Sólo entonces comprendió hasta qué punto estaba solo en aquella ciudad hermosa, lunática e impenetrable, en la que nunca sería feliz. Por la madrugada, después de darle de comer al gato, se apretó el corazón para no morir, y tomó la determinación de olvidar a María.

A los dos meses, María no se había adaptado aún a la vida del sanatorio. Sobrevivía picoteando apenas la pitanza de cárcel con los cubiertos encadenados al mesón de madera bruta, y la vista fija en la litografía del general Francisco Franco que presidía el lúgubre comedor medieval. Al principio se resistía a las horas canónicas con su rutina bobalicona de maitines, laudes, vísperas, y otros oficios de iglesia que ocupaban la mayor parte del tiempo. Se negaba a jugar a la pelota en el patio de recreo, y a trabajar en el taller de flores artificiales que un grupo de reclusas atendía con una diligencia frenética. Pero a partir de la tercera semana fue incorporándose poco a poco a la vida del claustro. A fin de cuentas, decían los médicos, así empezaban todas, y tarde o temprano terminaban por integrarse a la comunidad.

La falta de cigarrillos, resuelta en los primeros días por una guardiana que se los vendía a precio de oro, volvió a atormentarla cuando se le agotó el poco dinero que llevaba. Se consoló después con los cigarrillos de papel periódico que algunas reclusas fabricaban con las colillas recogidas de la basura, pues la obsesión de fumar había llegado a ser tan intensa como la del teléfono. Las pesetas exiguas que se ganó más tarde fabricando flores artificiales le permitieron un alivio efímero.

Lo más duro era la soledad de las noches. Muchas reclusas permanecían despiertas en la penumbra, como ella, pero sin atreverse a nada, pues la guardiana nocturna velaba también el portón cerrado con cadena y candado. Una noche, sin embargo, abrumada por la pesadumbre, María preguntó con voz suficiente para que le oyera su vecina de cama:

-¿Dónde estamos?

La voz grave y lúcida de la vecina le contestó:

-En los profundos infiernos.

-Dicen que esta es tierra de moros -dijo otra voz distante que resonó en el ámbito del dormitorio-. Y debe ser cierto, porque en verano, cuando hay luna, se oye a los perros ladrándole a la mar.

Se oyó la cadena en las argollas como un ancla de galeón, y la puerta se abrió. La cancerbera, el único ser que parecía vivo en el silencio instantáneo, empezó a pasearse de un extremo al otro del dormitorio. María se sobrecogió, y sólo ella sabía por qué.

Desde su primera semana en el sanatorio, la vigilante nocturna le había propuesto sin rodeos que durmiera con ella en el cuarto de guardia. Empezó con un tono de negocio concreto: trueque de amor por cigarrillos, por chocolates, por lo que fuera. "Tendrás todo", le decía, trémula. "Serás la reina". Ante el rechazo de María, la guardiana cambió de método. Le dejaba papelitos de amor debajo de la almohada, en los bolsillos de la bata, en los sitios menos pensados. Eran mensajes de un apremio desgarrador capaz de estremecer a las piedras. Hacía más de un mes que parecía resignada a la derrota, la noche en que se promovió el incidente en el dormitorio.

Cuando estuvo convencida de que todas las reclusas dormían, la guardiana se acercó a la cama de María, y murmuró en su oído toda clase de obscenidades tiernas, mientras le besaba la cara, el cuello tenso de terror, los brazos yermos, las piernas exhaustas. Por último, creyendo tal vez que la parálisis de María no era de miedo sino de complacencia, se atrevió a ir mas lejos. María le soltó entonces un golpe con el revés de la mano que la mandó contra la cama vecina. La guardiana se incorporó furibunda en medio del escándalo de las reclusas alborotadas.

-Hija de puta -gritó-. Nos pudriremos juntas en este chiquero hasta que te vuelvas loca por mí.

El verano llegó sin anunciarse el primer domingo de junio, y hubo que tomar medidas de emergencia, porque las reclusas sofocadas empezaban a quitarse durante la misa los balandranes de estameña. María asistió divertida al espectáculo de las enfermas en pelota que las guardianas correteaban por las naves como gallinas ciegas. En medio de la confusión, trató de protegerse de los golpes perdidos, y sin saber cómo se encontró sola en una oficina abandonada y con un teléfono que repicaba sin cesar con un timbre de súplica. María contestó sin pensarlo, y oyó una voz lejana y sonriente que se entretenía imitando el servicio telefónico de la hora:

-Son las cuarenta y cinco horas, noventa y dos minutos y ciento siete segundos

-¡Maricón! -dijo María.

Colgó divertida. Ya se iba, cuando cayó en la cuenta de que estaba dejando escapar una ocasión irrepetible. Entonces marcó seis cifras, con tanta tensión y tanta prisa, que no estuvo segura de que fuese el número de su casa. Esperó con el corazón desbocado, oyó el timbre, una vez, dos veces, tres veces, y oyó por fin la voz del hombre de su vida en la casa sin ella.

-¿Bueno?

Tuvo que esperar a que se le pasara la pelota de lágrimas que se le formó en la garganta.

-Conejo, vida mía -suspiró.

Las lágrimas la vencieron. Al otro lado de la línea hubo un breve silencio de espanto, y una voz enardecida por los celos escupió la palabra:

-¡Puta! Y colgó en seco.

Esa noche, en un ataque frenético, María descolgó en el refectorio la litografía del generalísimo, la arrojó con todas sus fuerzas contra el vitral del jardín, y se derrumbó bañada en sangre. Aún le sobró rabia para enfrentarse a golpes con los guardianes que trataban de someterla, sin lograrlo, hasta que vio a Herculina plantada en el vano de la puerta, con los brazos cruzados mirándola. Se rindió. No obstante, la arrastraron hasta el pabellón de las locas furiosas, la aniquilaron con una manguera de agua helada, y le inyectaron trementina en las piernas. Impedida para caminar por la inflamación provocada, María se dio cuenta de que no había nada en el mundo que no fuera capaz de hacer por escapar de aquel infierno. La semana siguiente, ya de regreso al dormitorio común, se levantó de puntillas y tocó en la celda de la guardiana nocturna.

El precio de María, exigido por ella de antemano, fue llevarle un mensaje a su marido. La guardiana aceptó, siempre que el trato se mantuviera en secreto absoluto. Y la apuntó con un índice inexorable.

-Si alguna vez se sabe, te mueres.

Así que Saturno el Mago fue al sanatorio de locas el sábado siguiente, con la camioneta de circo preparada para celebrar el regreso de María. El director en persona lo recibió en su oficina, tan limpia y ordenada como un barco de guerra, y le hizo un informe afectuoso sobre el estado de su esposa. Nadie sabía de dónde llegó, ni cómo ni cuándo, pues el primer dato de su ingreso era en el registro oficial dictado por él cuando la entrevistó. Una investigación iniciada ese mismo día no había concluido nada. En todo caso, lo que más intrigaba al director era cómo supo Saturno el paradero de su esposa. Saturno protegió a la guardiana.

-Me lo informó la compañía de seguros del coche -dijo.

El director asintió complacido. "No sé cómo hacen los seguros para saberlo todo", dijo. Le dio una ojeada al expediente que tenía sobre su escritorio de asceta, y concluyó:

-Lo único cierto es la gravedad de su estado.

Estaba dispuesto a autorizarle una visita con las precauciones debidas si Saturno el Mago le prometía, por el bien de su esposa, ceñirse a la conducta que él le indicaba. Sobre todo en la manera de tratarla, para evitar que recayera en uno de sus arrebatos de furia cada vez más frecuentes y peligrosos.

-Es raro -dijo Saturno-. Siempre fue de genio fuerte, pero de mucho dominio.

El medico hizo un ademán de sabio. "Hay conductas que permanecen latentes durante muchos años, y un día estallan", dijo. "Con todo, es una suerte que haya caído por aquí, porque somos especialistas en casos que requieren mano dura". Al final hizo una advertencia sobre la rara obsesión de María por el teléfono.

-Sígale la corriente -dijo.

-Tranquilo, doctor -dijo Saturno con un aire alegre-. Es mi especialidad.

La sala de visitas, mezcla de cárcel y confesionario, era un antiguo locutorio del convento. La entrada de Saturno no fue la explosión de júbilo que ambos hubieran podido esperar. María estaba de pie en el centro del salón, junto a una mesita con dos sillas y un florero sin flores. Era evidente que estaba lista para irse, con su lamentable abrigo color fresa y unos zapatos sórdidos que le habían dado de caridad. En un rincón, casi invisible, estaba Herculina con los brazos cruzados. María no se movió al ver entrar al esposo ni asomó emoción alguna en la cara todavía salpicada por los estragos del vitral. Se dieron un beso de rutina.

-¿Cómo te sientes? -le preguntó él.

-Feliz de que al fin hayas venido, conejo -dijo ella-. Esto ha sido la muerte.

No tuvieron tiempo de sentarse. Ahogándose en lágrimas, María le contó las miserias del claustro, la barbarie de las guardianas, la comida de perros, las noches interminables sin cerrar los ojos por el terror.

-Ya no sé cuántos días llevo aquí, o meses o años, pero sé que cada uno ha sido peor que el otro -dijo, y suspiró con el alma-: Creo que nunca volveré a ser la misma.

-Ahora todo eso pasó -dijo él, acariciándole con la yema de los dedos las cicatrices recientes de la cara-. Yo seguiré viniendo todos los sábados. Y más si el director me lo permite. Ya verás que todo va a salir muy bien.

Ella fijó en los ojos de él sus ojos aterrados. Saturno intentó sus artes de salón. Le contó, en el tono pueril de las grandes mentiras, una versión dulcificada de los propósitos del médico. "En síntesis", concluyó, "aún te faltan algunos días para estar recuperada por completo". María entendió la verdad.

-¡Por Dios, conejo! -dijo atónita-. No me digas que tú también crees que estoy loca!

-¡Cómo se te ocurre! -dijo él, tratando de reír-. Lo que pasa es que será mucho más conveniente para todos que sigas un tiempo aquí. En mejores condiciones, por supuesto.

-¡Pero si ya te dije que sólo vine a hablar por teléfono! -dijo María.

Él no supo cómo reaccionar ante la obsesión temible. Miró a Herculina. Ésta aprovechó la mirada para indicarle en su reloj de pulso que era tiempo de terminar la visita. María interceptó la señal, miró hacia atrás, y vio a Herculina en la tensión del asalto inminente. Entonces se aferró al cuello de su marido gritando como una verdadera loca. Él se la quitó de encima con tanto amor como pudo, y la dejó a merced de Herculina, que le saltó por la espalda. Sin darle tiempo para reaccionar le aplicó una llave con la mano izquierda, le pasó el otro brazo de hierro alrededor del cuello, y le gritó a Saturno el Mago:

-¡Váyase!

Saturno huyo despavorido.

Sin embargo, el sábado siguiente, ya repuesto del espanto de la visita, volvió al sanatorio con el gato vestido igual que él: la malla roja y amarilla del gran leotardo, el sombrero de copa y una capa de vuelta y media que parecía para volar. Entró en la camioneta de feria hasta el patio del claustro, y allí hizo una función prodigiosa de casi tres horas que las reclusas gozaron desde los balcones, con gritos discordantes y ovaciones inoportunas. Estaban todas, menos María, que no sólo se negó a recibir a su marido, sino inclusive a verlo desde los balcones. Saturno se sintió herido de muerte.

-Es una reacción típica -lo consoló el director-. Ya pasará.

Pero no pasó nunca. Después de intentar muchas veces ver de nuevo a María, Saturno hizo lo imposible para que recibiera una carta, pero fue inútil. Cuatro veces la devolvió cerrada y sin comentarios. Saturno desistió, pero siguió dejando en la portería del hospital las raciones de cigarrillos, sin saber siquiera si llegaban a María, hasta que lo venció la realidad.

Nunca más se supo de él, salvo que volvió a casarse y regresó a su país. Antes de irse de Barcelona le dejó el gato medio muerto de hambre a una noviecita casual, que además se comprometió a seguir llevándole los cigarrillos a María. Pero también ella desapareció. Rosa Regás recordaba haberla visto en el Corte Inglés, hace unos doce años, con la cabeza rapada y el balandrán anaranjado de alguna secta oriental, y en cinta a más no poder. Ella le contó que había seguido llevándole los cigarrillos a María, siempre que pudo, hasta un día en que sólo encontró los escombros del hospital, demolido como un mal recuerdo de aquellos tiempos ingratos. María le pareció muy lúcida la última vez que la vio, un poco pasada de peso y contenta con la paz del claustro. Ese día le llevó el gato, porque ya se le había acabado el dinero que Saturno le dejó para darle de comer.

FIN

 de Gabriel García Márquez


04 May 2011

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