quarta-feira, 21 de julho de 2010

La tristeza

La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se extiende, en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.



El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima lo sacaría de su quietud.



Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palos de sus patas, parece, aun mirado de cerca, un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.



Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.



Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.



- ¡Cochero! -oye de pronto Yona-. ¡Llévame a Viborgskaya!



Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.



- ¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?



Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.



- ¡Ten cuidado! -grita otro cochero invisible, con cólera-. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha!



- ¡Vaya un cochero! -dice el militar-. ¡A la derecha!



Siguen oyéndose los juramenitos del cochero invisible. Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabara de despertar de un sueño profundo.



- ¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! -dice con tono irónico el militar-. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!



Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados, y no puede pronunciar una palabra.



El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:



- ¿Qué hay?



Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:



- Ya ve usted, señor... He perdido a mi hijo... Murió la semana pasada...



- ¿De veras?... ¿Y de qué murió?



Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice:



- No lo sé... De una de tantas enfermedades... Ha estado tres meses en el hospital y a la postre... Dios que lo ha querido.



- ¡A la derecha! -óyese de nuevo gritar furiosamente-. ¡Parece que estás ciego, imbécil!



- ¡A ver! -dice el militar-. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!



Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el látigo.



Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escucharle.



Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo.



Una hora, dos... ¡Nadie! ¡Ni un cliente!



Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y chepudo.



- ¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecs por los tres!



Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante, acepta; lo que a él le importa es tener clientes.



Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como sólo hay dos asientos, discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.



- ¡Bueno; en marcha! -le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda-. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo...



- ¡El señor está de buen humor! -dice Yona con risa forzada-. Mi gorro...



- ¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos.



- Me duele la cabeza -dice uno de los jóvenes-. Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas de caña.



- ¡Eso no es verdad! -responde el otro- Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.



- ¡Palabra de honor!



- ¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo.



Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe atipladamente.



- ¡Ji, ji, ji!... ¡Qué buen humor!



- ¡Vamos, vejestorio! -grita enojado el chepudo-. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale de firme al gandul de tu caballo. ¡Qué diablo!



Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, lo insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:



- Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada...



- ¡Todos nos hemos de morir!-contesta el chepudo-. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es insoportable! Prefiero ir a pie.



- Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo -le aconseja uno de sus camaradas.



- ¿Oye, viejo, estás enfermo?-grita el chepudo-. Te la vas a ganar si esto continúa.



Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.



- ¡Ji, ji, ji! -ríe, sin ganas, Yona-. ¡Dios les conserve el buen humor, señores!



- Cochero, ¿eres casado? -pregunta uno de los clientes.



- ¿Yo? !Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie... Sólo me espera la sepultura... Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.



Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el chepudo, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama:



- ¡Por fin, hemos llegado!



Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Les sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal.



Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.



Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría al mundo entero.



Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar con él conversación.



- ¿Qué hora es? -le pregunta, melifluo.



- Van a dar las diez -contesta el otro-. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la puerta.



Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha convencido de que es inútil dirigirse a la gente.



Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo.



- No puedo más -murmura-. Hay que irse a acostar.



El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote.



Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde, acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada, irrespirable. Suenan ronquidos.



Yona se arrepiente de haber vuelto tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso -piensa- se siente tan desgraciado.



En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la mirada.



- ¿Quieres beber? -le pregunta Yona.



- Sí.



- Aquí tienes agua... He perdido a mi hijo... ¿Lo sabías?... La semana pasada, en el hospital... ¡Qué desgracia!



Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar.



Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro... Su difunto hijo ha dejado en la aldea una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a escucharlo, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndolo! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.



Yona decide ir a ver a su caballo.



Se viste y sale a la cuadra.



El caballo, inmóvil, come heno.



- ¿Comes? -le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo-. ¿Qué se le va a hacer, muchacho? Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno... Soy ya demasiado viejo para ganar mucho... A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto...



Tras una corta pausa, Yona continúa:



- Sí, amigo..., ha muerto... ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera... Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?...



El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido.



Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.



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El fabricante de ataúdes

Los últimos enseres del fabricante de ataúdes Adrián Prójorov se cargaron sobre el coche fúnebre, y la pareja de rocines se arrastró por cuarta vez de la Basmánnaya a la Nikítinskaya, calle a la que el fabricante se trasladaba con todos los suyos. Tras cerrar la tienda, clavó a la puerta un letrero en el que se anunciaba que la casa se vendía o arrendaba, y se dirigió a pie al nuevo domicilio. Cerca ya de la casita amarilla, que desde hacía tanto había tentado su imaginación y que por fin había comprado por una respetable suma, el viejo artesano sintió con sorpresa que no había alegría en su corazón.

Al atravesar el desconocido umbral y ver el alboroto que reinaba en su nueva morada, suspiró recordando su vieja casucha donde a lo largo de dieciocho años todo se había regido por el más estricto orden; comenzó a regañar a sus dos hijas y a la sirvienta por su parsimonia, y él mismo se puso a ayudarlas.



Pronto todo estuvo en su lugar: el rincón de las imágenes con los iconos, el armario con la vajilla; la mesa, el sofá y la cama ocuparon los rincones que él les había destinado en la habitación trasera; en la cocina y el salón se pusieron los artículos del dueño de la casa: ataúdes de todos los colores y tamaños, así como armarios con sombreros, mantones y antorchas funerarias. Sobre el portón se elevó un anuncio que representaba a un corpulento Eros con una antorcha invertida en una mano, con la inscripción: «Aquí se venden y se tapizan ataúdes sencillos y pintados, se alquilan y se reparan los viejos.» Las muchachas se retiraron a su salita. Adrián recorrió su vivienda, se sentó junto a una ventana y mandó que prepararan el samovar.



El lector versado sabe bien que tanto Shakespeare como Walter Scott han mostrado a sus sepultureros como personas alegres y dadas a la broma, para así, con el contraste, sorprender nuestra imaginación. Pero en nuestro caso, por respeto a la verdad, no podemos seguir su ejemplo y nos vemos obligados a reconocer que el carácter de nuestro fabricante de ataúdes casaba por entero con su lúgubre oficio. Adrián Prójorov por lo general tenía un aire sombrío y pensativo. Sólo rompía su silencio para regañar a sus hijas cuando las encontraba de brazos cruzados mirando a los transeúntes por la ventana, o bien para pedir una suma exagerada por sus obras a los que tenían la desgracia (o la suerte, a veces) de necesitarlas.



De modo que Adrián, sentado junto a la ventana y tomándose la séptima taza de té, se hallaba sumido como de costumbre en sus tristes reflexiones. Pensaba en el aguacero que una semana atrás había sorprendido justo a las puertas de la ciudad al entierro de un brigadier retirado. Por culpa de la lluvia muchos mantos se habían encogido, y torcido muchos sombreros. Los gastos se preveían inevitables, pues las viejas reservas de prendas funerarias se le estaban quedando en un estado lamentable. Confiaba en resarcirse de las pérdidas con la vieja comerciante Triújina, que estaba al borde de la muerte desde hacía cerca de un año. Pero Triújina se estaba muriendo en Razguliái, y Prójorov temía que sus herederos, a pesar de su promesa, se ahorraran el esfuerzo de mandar a buscarlo tan lejos y se las arreglaran con la funeraria más cercana.



Estas reflexiones se vieron casualmente interrumpidas por tres golpes francmasones en la puerta.



-¿Quién hay? -preguntó Adrián.



La puerta se abrió y un hombre en quien a primera vista se podía reconocer a un alemán artesano entró en la habitación y con aspecto alegre se acercó al fabricante de ataúdes.



-Excúseme, amable vecino -dijo aquel con un acento que hasta hoy no podemos oír sin echarnos a reír-, perdone que le moleste... Quería saludarlo cuanto antes. Soy zapatero, me llamo Gotlib Schultz, y vivo al otro lado de la calle, en la casa que está frente a sus ventanas. Mañana celebro mis bodas de plata y le ruego que usted y sus hijas vengan a comer a mi casa como buenos amigos.



La invitación fue aceptada con benevolencia. El dueño de la casa rogó al zapatero que se sentara y tomara con él una taza de té, y gracias al natural abierto de Gotlib Schultz, al poco se pusieron a charlar amistosamente.



-¿Cómo le va el negocio a su merced? -preguntó Adrián.



-He-he-he -contestó Schultz-, ni mal ni bien. No puedo quejarme. Aunque, claro está, mi mercancía no es como la suya: un vivo puede pasarse sin botas, pero un muerto no puede vivir sin su ataúd.



-Tan cierto como hay Dios -observó Adrián-. Y, sin embargo, si un vivo no tiene con qué comprarse unas botas, mal que le pese, seguirá andando descalzo; en cambio, un difunto pordiosero, aunque sea de balde, se llevará su ataúd.



Así prosiguió cierto rato la charla entre ambos; al fin el zapatero se levantó y antes de despedirse del fabricante de ataúdes, le renovó su invitación.



Al día siguiente, justo a las doce, el fabricante de ataúdes y sus hijas salieron de su casa recién comprada y se dirigieron a la de su vecino. No voy a describir ni el caftán ruso de Adrián Prójorov, ni los atavíos europeos de Akulina y Daria, apartándome en este caso de la costumbre adoptada por los novelistas actuales. No me parece, sin embargo, superfluo señalar que ambas muchachas llevaban sombreritos amarillos y zapatos rojos, algo que sucedía sólo en ocasiones solemnes.



La estrecha vivienda del zapatero estaba repleta de invitados, en su mayoría alemanes artesanos con sus esposas y sus oficiales. Entre los funcionarios rusos se encontraba un guardia de garita, el finés Yurko, que, a pesar de su humilde grado, había sabido ganarse la especial benevolencia del dueño.



Había servido en este cargo de cuerpo y alma durante veinticinco años, como el cartero de Pogorelski. El incendio del año doce que destruyó la primera capital de Rusia, devoró también la garita amarilla del guardia. Pero tan pronto como fue expulsado el enemigo, en el lugar de la garita apareció una nueva, de color grisáceo, con blancas columnillas de estilo dórico, y Yurko volvió a ir y venir junto a ella con «su seguro y su coraza de arpillera». Lo conocían casi todos los alemanes que vivían cerca de la Puerta Nikitínskie, y algunos de ellos incluso habían pasado en la garita de Yurko alguna noche del domingo al lunes.



Adrián en seguida trabó relación con él, pues era persona a la que tarde o temprano podría necesitar, y en cuanto los convidados se dirigieron a la mesa, se sentaron juntos.



El señor y la señora Schultz y su hija Lotchen, una muchacha de diecisiete años, reunidos con los comensales, atendían juntos a los invitados y ayudaban a servir a la cocinera. La cerveza corría sin parar. Yurko comía por cuatro: Adrián no se quedaba atrás; sus hijas hacían remilgos; la conversación en alemán se hacía por momentos más ruidosa. De pronto, el dueño reclamó la atención de los presentes y, tras descorchar una botella lacrada, pronunció en voz alta en ruso:



-¡A la salud de mi buena Luise!



Brotó la espuma del vino achampañado. El anfitrión besó tiernamente la cara fresca de su cuarentona compañera, y los convidados bebieron ruidosamente a la salud de la buena Luise.



-¡A la salud de mis amables invitados! -proclamó el anfitrión descorchando la segunda botella.



Y los convidados se lo agradecieron vaciando de nuevo sus copas. Y uno tras otro siguieron los brindis: bebieron a la salud de cada uno de los invitados por separado, bebieron a la salud de Moscú y de una docena entera de ciudades alemanas, bebieron a la salud de todos los talleres en general y de cada uno en particular, bebieron a la salud de los maestros y de los oficiales. Adrián bebía con tesón, y se animó hasta tal punto que llegó a proponer un brindis ocurrente. De pronto uno de los invitados, un gordo panadero, levantó la copa y exclamó:



-¡A la salud de aquellos para quienes trabajamos, unserer Kundleute!



La propuesta, como todas, fue recibida con alegría y de manera unánime. Los convidados comenzaron a hacerse reverencias los unos a los otros: el sastre al zapatero, el zapatero al sastre, el panadero a ambos, todos al panadero, etcétera. Yurko, en medio de tales reverencias recíprocas, gritó dirigiéndose a su vecino:



-¿Y tú? ¡Hombre, brinda a la salud de tus muertos!



Todos se echaron a reír, pero el fabricante de ataúdes se sintió ofendido y frunció el ceño. Nadie lo había notado, los convidados siguieron bebiendo, y ya tocaban a vísperas cuando empezaron a levantarse de la mesa.



Los convidados se marcharon tarde y la mayoría achispados. El gordo panadero y el encuadernador, cuya cara parecía envuelta en encarnado codobán, llevaron del brazo a Yurko a su garita, observando en esta ocasión el proverbio ruso: «Hoy por ti, mañana por mí.» El fabricante de ataúdes llegó a casa borracho y de mal humor.



-Porque, vamos a ver -reflexionaba en voz alta-; ¿en qué es menos honesto mi oficio que el de los demás? ¡Ni que fuera yo hermano del verdugo! Y ¿de qué se ríen estos herejes? ¿O tengo yo algo de payaso de feria? Tenía ganas de invitarlos para remojar mi nueva casa, de darles un banquete por todo lo alto, ¿pero ahora?, ¡ni pensarlo! En cambio voy a llamar a aquellos para los que trabajo: a mis buenos muertos.



-¿Qué dices, hombre? -preguntó la sirvienta que en aquel momento lo estaba descalzando-. ¡Qué tonterías dices? ¡Santíguate! ¡Convidar a los muertos! ¿A quién se le ocurre?



-¡Como hay Dios que lo hago! -prosiguió Adrián-. Y mañana mismo. Mis buenos muertos, les ruego que mañana por la noche vengan a mi casa a celebrarlo, que he de agasajarles con lo mejor que tenga...



Tras estas palabras el fabricante de ataúdes se dirigió a la cama y no tardó en ponerse a roncar.



En la calle aún estaba oscuro cuando vinieron a despertarlo. La mercadera Triújina había fallecido aquella misma noche y un mensajero de su administrador había llegado a caballo para darle la noticia. El fabricante de ataúdes le dio por ello una moneda de diez kopeks para vodka, se vistió de prisa, tomó un coche y se dirigió a Razguliái.



Junto a la puerta de la casa de la difunta ya estaba la policía y, como los cuervos cuando huelen la carne muerta, deambulaban otros mercaderes. La difunta yacía sobre la mesa, amarilla como la cera, pero aún no deformada por la descomposición. A su alrededor se agolpaban parientes, vecinos y criados. Todas las ventanas estaban abiertas, las velas ardían, los sacerdotes rezaban.



Adrián se acercó al sobrino de Triújina, un joven mercader con una levita a la moda, y le informó que el féretro, las velas, el sudario y demás accesorios fúnebres llegarían al instante y en perfecto estado. El heredero le dio distraído las gracias, le dijo que no iba a regatearle el precio y que se encomendaba en todo a su honesto proceder. El fabricante, como de costumbre, juró que no le cobraría más que lo justo y, tras intercambiar una mirada significativa con el administrador, fue a disponerlo todo.



Se pasó el día entero yendo de Razguliái a la Puerta Nikítinskie y de vuelta: hacia la tarde lo tuvo listo todo y, dejando libre a su cochero, se marchó andando para su casa.



Era una noche de luna. El fabricante de ataúdes llegó felizmente hasta la Puerta Nikítinskie. Junto a la iglesia de la Ascensión le dio el alto nuestro conocido Yurko que, al reconocerlo, le deseó las buenas noches. Era tarde. El fabricante de ataúdes ya se acercaba a su casa, cuando de pronto le pareció que alguien llegaba a su puerta, la abría y desaparecía tras ella.



«¿Qué significará esto? -pensó Adrián-. ¿Quién más me necesitará? ¿No será un ladrón que se ha metido en casa? ¿O es algún amante que viene a ver a las bobas de mis hijas? ¡Lo que faltaba!»



Y el constructor de ataúdes se disponía ya a llamar en su ayuda a su amigo Yurko, cuando alguien que se acercaba a la valla y se disponía a entrar en la casa, al ver al dueño que corría hacia él, se detuvo y se quitó de la cabeza un sombrero de tres picos. A Adrián le pareció reconocer aquella cara, pero con las prisas no tuvo tiempo de observarlo como es debido.



-¿Viene usted a mi casa? -dijo jadeante Adrián-, pase, tenga la bondad.



-¡Nada de cumplidos, hombre! -contestó el otro con voz sorda-. ¡Pasa delante y enseña a los invitados el camino!



Adrián tampoco tuvo tiempo para andarse con cumplidos. La portezuela de la verja estaba abierta, se dirigió hacia la escalera, y el otro le siguió. Le pareció que por las habitaciones andaba gente.



«¡¿Qué diablos pasa?!», pensó.



Se dio prisa en entrar... y entonces se le doblaron las rodillas. La sala estaba llena de difuntos. La luna a través de la ventana iluminaba sus rostros amarillentos y azulados, las bocas hundidas, los ojos turbios y entreabiertos y las afiladas narices... Horrorizado, Adrián reconoció en ellos a las personas enterradas gracias a sus servicios, y en el huésped que había llegado con él, al brigadier enterrado durante aquel aguacero.



Todos, damas y caballeros, rodearon al fabricante de ataúdes entre reverencias y saludos; salvo uno de ellos, un pordiosero al que había dado sepultura de balde hacía poco. El difunto, cohibido y avergonzado de sus harapos, no se acercaba y se mantenía humildemente en un rincón. Todos los demás iban vestidos decorosamente: las difuntas con sus cofias y lazos, los funcionarios fallecidos, con levita, aunque con la barba sin afeitar, y los mercaderes con caftanes de día de fiesta.



-Ya lo ves, Prójorov -dijo el brigadier en nombre de toda la respetable compañía-, todos nos hemos levantado en respuesta a tu invitación; sólo se han quedado en casa los que no podían hacerlo, los que se han desmoronado ya del todo y aquellos a los que no les queda ni la piel, sólo los huesos; pero incluso entre ellos uno no lo ha podido resistir, tantas ganas tenía de venir a verte.



En este momento un pequeño esqueleto se abrió paso entre la muchedumbre y se acercó a Adrián. Su cráneo sonreía dulcemente al fabricante de ataúdes. Jirones de paño verde claro y rojo y de lienzo apolillado colgaban sobre él aquí y allá como sobre una vara, y los huesos de los pies repicaban en unas grandes botas como las manos en los morteros.



-No me has reconocido, Prójorov -dijo el esqueleto-. ¿Recuerdas al sargento retirado de la Guardia Piotr Petróvich Kurilkin, el mismo al que en el año 1799 vendiste tu primer ataúd, y además de pino en lugar del de roble?



Dichas estas palabras, el muerto le abrió sus brazos de hueso, pero Adrián, reuniendo todas sus fuerzas, lanzó un grito y le dio un empujón. Piotr Petróvich se tambaleó, cayó y todo él se derrumbó. Entre los difuntos se levantó un rumor de indignación: todos salieron en defensa del honor de su compañero y se lanzaron sobre Adrián entre insultos y amenazas. El pobre dueño, ensordecido por los gritos y casi aplastado, perdió la presencia de ánimo y, cayendo sobre los huesos del sargento retirado, se desmayó.



El sol hacía horas que iluminaba la cama en la que estaba acostado el fabricante de ataúdes. Éste por fin abrió los ojos y vio frente a él a la criada que atizaba el fuego del samovar. Adrián recordó lleno de horror los sucesos del día anterior. Triújina, el brigadier y el sargento Kurilkin aparecieron confusos en su mente. Adrián esperaba en silencio que la criada le dirigiera la palabra y le refiriese las consecuencias del episodio nocturno.



-Se te han pegado las sábanas, Adrián Prójorovich -dijo Aksinia acercándole la bata-. Te ha venido a ver tu vecino el sastre, y el de la garita ha pasado para avisarte que es el santo del comisario. Pero tú has tenido a bien seguir durmiendo y no hemos querido despertarte.



-¿Y de la difunta Triújina no ha venido nadie?



-¿Difunta? ¿Es que se ha muerto?



-¡Serás estúpida! ¿O no fuiste tú quien ayer me ayudó a preparar su entierro?



-¿Qué dices, hombre? ¿Te has vuelto loco, o es que aún no se te ha pasado la resaca? ¿Ayer qué entierro hubo? Si te pasaste todo el día de jarana en casa del alemán, volviste borracho, caíste redondo en la cama y has dormido hasta la hora que es, que ya han tocado a misa.



-¡No me digas! -exclamó con alegría el fabricante de ataúdes.



-Como lo oyes -contestó la sirvienta.



-Pues si es así, trae en seguida el té y ve a llamar a mis hijas.




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Los tres ermitaños

Cuando oren no usen vanas repeticiones, como los paganos, porque éstos creen que serán atendidos hablando mucho. No los imiten, porque antes de que ustedes lo pidan ya el Padre de ustedes conoce sus necesidades.



San Mateo, Cap. VI, Ver. 7 y 8.





El arzobispo de Arkangelsk navegaba hacia el monasterio de Solovki. En el mismo buque iban varios peregrinos al mismo punto para adorar las santas reliquias que allí se custodian. El viento era favorable, el tiempo magnífico y el barco se deslizaba sin la menor oscilación.



Algunos peregrinos estaban recostados, otros comían; otros, sentados, formando pequeños grupos, conversaban. El arzobispo también subió sobre el puente a pasearse de un extremo a otro. Al acercarse a la proa vio un pequeño grupo de viajeros, y en el centro a un mujik1 que hablaba señalando un punto del horizonte. Los otros lo escuchaban con atención.



Se detuvo el prelado y miró en la dirección que el mujik señalaba y sólo vio el mar, cuya tersa superficie brillaba a los rayos del sol. Se acercó el arzobispo al grupo y aplicó el oído. Al verlo, el mujik se quitó el gorro y enmudeció. Los demás, a su ejemplo, se descubrieron respetuosamente ante el prelado.



-No se violenten, hermanos míos -dijo este último-. He venido para oír también lo que contaba el mujik.



-Pues bien: éste nos contaba la historia de los tres ermitaños -dijo un comerciante menos intimidado que los otros del grupo.



-¡Ah!... ¿Qué es lo que cuenta? -preguntó el arzobispo.



Al decir esto se acercó a la borda y se sentó sobre una caja.



-Habla -añadió dirigiéndose al mujik-, también quiero escucharte... ¿Qué señalabas, hijo mío?



-El islote de allá abajo -repuso el mujik, señalando a su derecha un punto en el horizonte-. Precisamente sobre ese islote es donde los ermitaños trabajan por la salvación de sus almas.



-¿Pero dónde está ese islote? -preguntó el arzobispo.



-Dígnese mirar en la dirección de mi mano... ¿Ve usted aquella nubecilla? Pues bien, un poco más abajo, a la izquierda..., esa especie de faja gris.



El arzobispo miraba atentamente y, como el sol hacía brillar el agua, no veía nada por la falta de costumbre.



-No distingo nada -dijo-. Pero ¿quiénes son esos ermitaños y cómo viven?



-Son hombres de Dios -respondió el campesino-. Hace mucho tiempo que oí hablar de ellos, pero nunca tuve ocasión de verlos hasta el verano último.



El pescador volvió a comenzar su relato. Un día que iba de pesca fue arrastrado por el temporal hacia aquel islote desconocido. Por la mañana caminaba cuando distinguió una pequeñísima cabaña y cerca de ella un ermitaño, al que siguieron a poco otros dos. Al ver al mujik le dieron de comer, pusieron sus ropas a secar y lo ayudaron a reparar su barca.



-¿Y cómo son? -preguntó el arzobispo.



-Uno de ellos es pequeño, encorvado y viejísimo. Viste una sotana raída y parece tener más de cien años. Los blancos pelos de su barba empiezan a hacerse verdosos. Es sonriente y sereno como un ángel del cielo. El segundo, un poco más alto, lleva un capote desgarrado, y su larga barba gris tiene reflejos amarillos. Es un hombre tan vigoroso, que volvió mi barca boca abajo como si fuera una cáscara de nuez, sin darme tiempo ni a que lo ayudase. También está siempre contento. El tercero es muy alto: su barba, de la blancura del cisne, le llega hasta las rodillas; es hombre melancólico, tiene las cejas erizadas y sólo lleva para cubrir su desnudez un pedazo de tela hecho de corteza trenzada y sujeto a la cintura.



-¿Y qué te dijeron? -interrogó el prelado.



-¡Oh! Hablaban muy poco, aun entre ellos. Con una sola mirada se entendían inmediatamente. Yo pregunté al más alto si vivían allí desde hace mucho tiempo y él frunció las cejas y murmuró no sé qué en tono de enfado; pero el pequeño le cogió la mano sonriendo y el alto enmudeció. El viejecito dijo solamente:



"-Haznos el favor...



"Y sonrió."



Mientras el pescador hablaba, el buque se había aproximado a un grupo de islas.



-Ahora se ve perfectamente el islote -dijo el comerciante-. Dígnese mirar Vuestra Grandeza -añadió extendiendo la mano.



El arzobispo miró una faja gris: era el islote. Quedó fijo durante largo tiempo, y luego, pasando de proa a popa, dijo al piloto:



-¿Qué islote es ese que se ve allá abajo?



-No tiene nombre, hay muchos como ese por aquí.



-¿Es cierto que en él, según se dice, están los ermitaños dedicados a trabajar por su salvación eterna?



-Así se dice, pero ignoro si es verdad. Los pescadores aseguran haberlos visto, pero también ocurre que se habla sin saber lo que se dice.



-Yo querría desembarcar en ese islote para ver a los ermitaños -dijo el prelado-. ¿Puede hacerse?



-No podemos acercarnos con el buque -repuso el piloto-. Hace falta para eso la canoa, y sólo el capitán puede autorizar que la botemos al agua.



Se avisó al capitán.



-Desearía ver a los ermitaños -le dijo el arzobispo-. ¿Podría llevarme allá?



El capitán trató de disuadirlo de su propósito.



-Es muy fácil -dijo- pero vamos a perder mucho tiempo. Casi me atrevería a decir a Vuestra Grandeza que no valen la pena de ser vistos. He oído decir que esos viejos son unos estúpidos, no comprenden lo que se les dice y en punto a hablar saben menos que los peces.



-Pues a pesar de todo deseo verlos; pagaré lo que sea, pero disponga que me lleven a donde se encuentran.



Ya no había nada que decir. Se hicieron los preparativos necesarios, se cambiaron las velas, el piloto viró de bordo y se singló hacia la isla. Se colocó a proa una silla para el arzobispo que, sentado en ella, miraba el horizonte, y todos los pasajeros se reunieron a proa para ver también el islote de los ermitaños. Los que tenían buena vista distinguían ya las piedras de la isla y mostraban a los demás la pequeña cabaña. Bien pronto uno de ellos vio a los tres ermitaños.



El capitán trajo el anteojo y miró, entregándoselo en seguida al arzobispo.



-Es verdad -dijo-, a la derecha, junto a una gran piedra, se ven tres hombres.



A su vez el arzobispo enfocó el anteojo en la dirección indicada y vio, en efecto, a tres hombres, uno muy alto, otro más bajo y el último pequeñito. De pie, junto a la orilla, estaban cogidos de la mano.



El capitán dijo al prelado:



-Aquí tiene que detenerse el buque. Ahora, si quiere Vuestra Grandeza, debe bajar a la canoa y anclaremos para esperarlo.



Se echó el ancla, se cargaron las velas y el buque comenzó a oscilar. Fue botada al agua la canoa, saltaron a ella los remeros, y el arzobispo bajó por la escala.



Una vez abajo, se sentó sobre un banco a popa, y los marineros, a golpes de remo, se dirigieron al islote. Pronto llegaron a tiro de piedra. Se veía perfectamente a los tres ermitaños: una muy alto, casi desnudo, salvo un pedazo de tela atado a la cintura y formado de cortezas entretejidas; otro más bajo, con su caftán desgarrado, y luego el más viejo, encorvado y vestido con sotana. Los tres estaban cogidos de la mano.



Llegó la canoa a la ribera, saltó a tierra el arzobispo, bendijo a los ermitaños, que se deshacían en saludos, y les habló de este modo:



-He sabido que aquí trabajan por la eterna salvación, ermitaños de Dios, que ruegan a Cristo por el prójimo; y como, por la gracia del Altísimo, yo, su servidor indigno, he sido llamado a apacentar sus ovejas, he querido visitarlos, puesto que al Señor sirven, para traerles la palabra divina.



Los ermitaños permanecieron silenciosos, se miraron y sonrieron.



-Díganme cómo sirven a Dios -continuó el arzobispo.



El ermitaño que estaba en medio suspiró y lanzó una mirada al viejecito.



El gran ermitaño hizo un gesto de desagrado y también miró al viejecillo.



Éste sonrió y dijo:



-Servidor de Dios, nosotros no podemos servir a nadie sino a nosotros mismos, ganando nuestro sustento.



-Entonces ¿cómo rezan? -preguntó el prelado.



-He aquí nuestra plegaria: "Tú eres tres, nosotros somos tres..., concédenos tu gracia".



En cuanto el viejecito hubo pronunciado estas palabras, los tres ermitaños elevaron su mirada al cielo y repitieron:



-Tú eres tres, nosotros somos tres..., concédenos tu gracia.



Sonrió el arzobispo y dijo:



-Sin duda han oído hablar de la Santísima Trinidad, pero no es así como hay que rezar. Les he tomado afecto, venerables ermitaños, porque veo que quieren ser gratos a Dios, pero ignoran cómo se le debe servir. No es así como se debe rezar: escúchenme, porque voy a enseñarles. Lo que van a oír está en la Sagrada Escritura de Dios, donde el Señor ha indicado a todos cómo hay que dirigirse a Él.



Y el arzobispo les explicó cómo Cristo se reveló a hombres, y les explicó el Dios Padre, el Dios Hijo y el Dios Espíritu Santo. Luego añadió:



-El Hijo de Dios bajó a la tierra para salvar al género humano, y he aquí cómo nos enseñó a todos a rezar: escuchen y repitan conmigo.



Y el arzobispo comenzó:



-Padre Nuestro...



Y uno de los ermitaños repitió:



-Padre Nuestro...



Y el segundo ermitaño repitió también:



-Padre Nuestro...



Y el tercer ermitaño dijo asimismo:



-Padre Nuestro...



-Que estás en los Cielos...



Y los ermitaños repitieron:



-Que estás en los Cielos...



Pero el ermitaño que se hallaba entre sus hermanos se equivocaba y decía una palabra por otra; el gran ermitaño no pudo continuar porque los bigotes le tapaban la boca, y el viejecito, como no tenía dientes, pronunciaba muy mal.



Volvió a empezar el arzobispo la plegaria y los ermitaños a repetirla. Se sentó el prelado sobre una piedra y los ermitaños formaron círculo a su alrededor, mirándolo a la boca y repitiendo todo cuanto decía.



Durante todo el día, hasta la noche, el prelado batalló con ellos diez, veinte, cien veces, repitiendo la misma palabra y con él los ermitaños. Se embrollaban, él los corregía y volvían a empezar.



El arzobispo no dejó a los ermitaños hasta que les hubo enseñado la plegaria divina. La repitieron con él, y luego solos. Como el ermitaño de en medio la aprendiera antes que los otros, la dijo él solo. Entonces el arzobispo se la hizo repetir varias veces y los otros dos lo imitaron.



Ya comenzaba a oscurecer y la luna surgía del mar cuando el arzobispo se levantó para volverse al buque. Se despidió de los ermitaños, que lo saludaron hasta el suelo, los hizo incorporarse, los besó a los tres, les recomendó que rogasen como les había dicho, se sentó sobre el banco de la canoa y se dirigió hacia el barco.



Mientras bogaban, seguía oyendo a los ermitaños que recitaban en voz alta la plegaria de Dios.



Pronto llegó el esquife junto al buque; ya no se oía la voz de los ermitaños, pero aún se les veía a los tres, a la luz de la luna, en la orilla, el viejecito en medio, el más alto a su derecha y el otro a su izquierda.



El arzobispo llegó al barco y subió al puente. Levaron anclas, largaron las velas, que el viento hinchó, y el buque se puso en movimiento, continuando el interrumpido viaje.



Se instaló a popa el prelado y allí se sentó, siempre con la vista fija en el islote. Aún se veía a los tres ermitaños. Luego desaparecieron y no se vio más que la isla. Pronto esta misma se perdió en lontananza y sólo se veía el mar brillando a la luz de la luna.



Se acostaron los peregrinos y todo enmudeció en el puente; pero el arzobispo no quiso dormir aún. Solo en la popa, miraba al mar en la dirección del islote y pensaba en los buenos ermitaños. Recordaba la alegría que experimentaron al aprender la oración y daba gracias a Dios por haberlo llamado en ayuda de aquellos hombres venerables, para enseñarles la palabra divina.



Así pensaba el arzobispo, con los ojos fijos en el mar, cuando de pronto vio blanquear algo y lucir en la estela luminosa de la luna. ¿Sería una gaviota o una vela blanca? Mira más atentamente y se dice: de fijo es una barca con una vela, que nos sigue. ¡Pero qué rápidamente marcha! Hace un instante estaba lejos, muy lejos, y hela aquí ya muy cerca. Además, es una barca como no se ve ninguna y una vela que no parece tal...



Sin embargo, aquello los persigue y el arzobispo no puede distinguir qué cosa es. ¿Será un barco, un pájaro, un pez? También parece un hombre, pero es más grande que un hombre, y además, un ser humano no podría andar sobre el agua.



Se levantó el arzobispo, fue a donde estaba el piloto y le dijo:



-¡Mira! ¿Qué es eso?



Pero en aquel momento ve que son los ermitaños que corren sobre el mar y se acercan al buque. Sus blancas barbas despiden brillante fulgor.



Al volverse el piloto deja la barra espantado y grita:



-¡Señor!, los ermitaños nos persiguen sobre el mar y corren sobre las olas como sobre el suelo.



Al oír estos gritos se levantaron los pasajeros y se precipitaron hacia la borda, viendo todos correr a los ermitaños, teniéndose unos a otros de la mano, y a los de los extremos hacer señas de que se detuviera el barco.



Aún no se había tenido tiempo de parar cuando alcanzaron el buque, llegaron junto a él y levantando los ojos dijeron:



-Servidor de Dios, ya no sabemos lo que nos has hecho aprender. Mientras lo hemos repetido nos acordábamos, pero una hora después de haber cesado de repetirlo se nos ha olvidado y ya no podemos decir la oración. Enséñanos de nuevo.



El arzobispo hizo la señal de la cruz, se inclinó hacia los ermitaños y dijo:



-¡La plegaria de ustedes llegará de todos modos hasta el Señor, santos ermitaños! No soy yo quien debe enseñarles. ¡Rueguen por nosotros, pobres pecadores!



Y el arzobispo los saludó con veneración. Los ermitaños permanecieron un momento inmóviles, luego se volvieron y se alejaron rápidamente sobre el mar.



Y hasta el alba se vio una gran luz del lado por donde habían desaparecido.



FIN



1. Mujik: Campesino ruso.


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Yzur

Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado.

La primera vez que se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato están dedicadas estas líneas, fue una tarde, leyendo no sé dónde, que los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no a la incapacidad. "No hablan, decían, para que no los hagan trabajar".



Semejante idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta convertirse en este postulado antropológico:



Los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar. El hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros, fijando el idioma de la especie en el grito inarticulado, y el humano primitivo descendió a ser animal.



Claro es que si llegara a demostrarse esto quedarían explicadas desde luego todas las anomalías que hacen del mono un ser tan singular; pero esto no tendría sino una demostración posible: volver el mono al lenguaje.



Entre tanto había corrido el mundo con el mío, vinculándolo cada vez más por medio de peripecias y aventuras. En Europa llamó la atención, y de haberlo querido, llego a darle la celebridad de un Cónsul; pero mi seriedad de hombre de negocios mal se avenía con tales payasadas.



Trabajado por mi idea fija del lenguaje de los monos, agoté toda la bibliografía concerniente al problema, sin ningún resultado apreciable. Sabía únicamente, con entera seguridad, que no hay ninguna razón científica para que el mono no hable. Esto llevaba cinco años de meditaciones.



Yzur (nombre cuyo origen nunca pude descubrir, pues lo ignoraba igualmente su anterior patrón), Yzur era ciertamente un animal notable. La educación del circo, bien que reducida casi enteramente al mimetismo, había desarrollado mucho sus facultades; y esto era lo que me incitaba más a ensayar sobre él mi en apariencia disparatada teoría.



Por otra parte, sábese que el chimpancé (Yzur lo era) es entre los monos el mejor provisto de cerebro y uno de los más dóciles, lo cual aumentaba mis probabilidades. Cada vez que lo veía avanzar en dos pies, con las manos a la espalda para conservar el equilibrio, y su aspecto de marinero borracho, la convicción de su humanidad detenida se vigorizaba en mí.



No hay a la verdad razón alguna para que el mono no articule absolutamente. Su lenguaje natural, es decir, el conjunto de gritos con que se comunica a sus semejantes, es asaz variado; su laringe, por más distinta que resulte de la humana, nunca lo es tanto como la del loro, que habla sin embargo; y en cuanto a su cerebro, fuera de que la comparación con el de este último animal desvanece toda duda, basta recordar que el del idiota es también rudimentario, a pesar de lo cual hay cretinos que pronuncian algunas palabras. Por lo que hace a la circunvolución de Broca, depende, es claro, del desarrollo total del cerebro; fuera de que no está probado que ella sea fatalmente el sitio de localización del lenguaje. Si es el caso de localización mejor establecido en anatomía, los hechos contradictorios son desde luego incontestables.



Felizmente los monos tienen, entre sus muchas malas condiciones, el gusto por aprender, como lo demuestra su tendencia imitativa; la memoria feliz, la reflexión que llega hasta una profunda facultad de disimulo, y la atención comparativamente más desarrollada que en el niño. Es, pues, un sujeto pedagógico de los más favorables.



El mío era joven además, y es sabido que la juventud constituye la época más intelectual del mono, parecido en esto al negro. La dificultad estribaba solamente en el método que se emplearía para comunicarle la palabra. Conocía todas las infructuosas tentativas de mis antecesores; y está de más decir, que ante la competencia de algunos de ellos y la nulidad de todos sus esfuerzos, mis propósitos fallaron más de una vez, cuando el tanto pensar sobre aquel tema fue llevándome a esta conclusión:



Lo primero consiste en desarrollar el aparato de fonación del mono.



Así es, en efecto, como se procede con los sordomudos antes de llevarlos a la articulación; y no bien hube reflexionado sobre esto, cuando las analogías entre el sordomudo y el mono se agolparon en mi espíritu.



Primero de todo, su extraordinaria movilidad mímica que compensa al lenguaje articulado, demostrando que no por dejar de hablar se deja de pensar, así haya disminución de esta facultad por la paralización de aquella. Después otros caracteres más peculiares por ser más específicos: la diligencia en el trabajo, la fidelidad, el coraje, aumentados hasta la certidumbre por estas dos condiciones cuya comunidad es verdaderamente reveladora; la facilidad para los ejercicios de equilibrio y la resistencia al marco.



Decidí, entonces, empezar mi obra con una verdadera gimnasia de los labios y de la lengua de mi mono, tratándolo en esto como a un sordomudo. En lo restante, me favorecería el oído para establecer comunicaciones directas de palabra, sin necesidad de apelar al tacto. El lector verá que en esta parte prejuzgaba con demasiado optimismo.



Felizmente, el chimpancé es de todos los grandes monos el que tiene labios más movibles; y en el caso particular, habiendo padecido Yzur de anginas, sabía abrir la boca para que se la examinaran.



La primera inspección confirmó en parte mis sospechas. La lengua permanecía en el fondo de su boca, como una masa inerte, sin otros movimientos que los de la deglución. La gimnasia produjo luego su efecto, pues a los dos meses ya sabía sacar la lengua para burlar. Ésta fue la primera relación que conoció entre el movimiento de su lengua y una idea; una relación perfectamente acorde con su naturaleza, por otra parte.



Los labios dieron más trabajo, pues hasta hubo que estirárselos con pinzas; pero apreciaba -quizá por mi expresión- la importancia de aquella tarea anómala y la acometía con viveza. Mientras yo practicaba los movimientos labiales que debía imitar, permanecía sentado, rascándose la grupa con su brazo vuelto hacia atrás y guiñando en una concentración dubitativa, o alisándose las patillas con todo el aire de un hombre que armoniza sus ideas por medio de ademanes rítmicos. Al fin aprendió a mover los labios.



Pero el ejercicio del lenguaje es un arte difícil, como lo prueban los largos balbuceos del niño, que lo llevan, paralelamente con su desarrollo intelectual, a la adquisición del hábito. Está demostrado, en efecto, que el centro propio de las inervaciones vocales, se halla asociado con el de la palabra en forma tal, que el desarrollo normal de ambos depende de su ejercicio armónico; y esto ya lo había presentido en 1785 Heinicke, el inventor del método oral para la enseñanza de los sordomudos, como una consecuencia filosófica. Hablaba de una "concatenación dinámica de las ideas", frase cuya profunda claridad honraría a más de un psicólogo contemporáneo.



Yzur se encontraba, respecto al lenguaje, en la misma situación del niño que antes de hablar entiende ya muchas palabras; pero era mucho más apto para asociar los juicios que debía poseer sobre las cosas, por su mayor experiencia de la vida.



Estos juicios, que no debían ser sólo de impresión, sino también inquisitivos y disquisitivos, a juzgar por el carácter diferencial que asumían, lo cual supone un raciocinio abstracto, le daban un grado superior de inteligencia muy favorable por cierto a mi propósito.



Si mis teorías parecen demasiado audaces, basta con reflexionar que el silogismo, o sea el argumento lógico fundamental, no es extraño a la mente de muchos animales. Como que el silogismo es originariamente una comparación entre dos sensaciones. Si no, ¿por qué los animales que conocen al hombre huyen de él, y no los que nunca le conocieron?...



Comencé, entonces, la educación fonética de Yzur.



Tratábase de enseñarle primero la palabra mecánica, para llevarlo progresivamente a la palabra sensata.



Poseyendo el mono la voz, es decir, llevando esto de ventaja al sordomudo, con más ciertas articulaciones rudimentarias, tratábase de enseñarle las modificaciones de aquella, que constituyen los fonemas y su articulación, llamada por los maestros estática o dinámica, según que se refiera a las vocales o a las consonantes.



Dada la glotonería del mono, y siguiendo en esto un método empleado por Heinicke con los sordomudos, decidí asociar cada vocal con una golosina: a con papa; e con leche; i con vino; o con coco; u con azúcar, haciendo de modo que la vocal estuviese contenida en el nombre de la golosina, ora con dominio único y repetido como en papa, coco, leche, ora reuniendo los dos acentos, tónico y prosódico, es decir, como fundamental: vino, azúcar.



Todo anduvo bien, mientras se trató de las vocales, o sea los sonidos que se forman con la boca abierta. Yzur los aprendió en quince días. Sólo que a veces, el aire contenido en sus abazones les daba una rotundidad de trueno. La u fue lo que más le costó pronunciar.



Las consonantes me dieron un trabajo endemoniado, y a poco hube de comprender que nunca llegaría a pronunciar aquellas en cuya formación entran los dientes y las encías. Sus largos colmillos y sus abazones, lo estorbaban enteramente.



El vocabulario quedaba reducido, entonces a las cinco vocales, la b, la k, la m, la g, la f y la c, es decir todas aquellas consonantes en cuya formación no intervienen sino el paladar y la lengua.



Aun para esto no me bastó el oído. Hube de recurrir al tacto como un sordomudo, apoyando su mano en mi pecho y luego en el suyo para que sintiera las vibraciones del sonido.



Y pasaron tres años, sin conseguir que formara palabra alguna. Tendía a dar a las cosas, como nombre propio, el de la letra cuyo sonido predominaba en ellas. Esto era todo.



En el circo había aprendido a ladrar como los perros, sus compañeros de tarea; y cuando me veía desesperar ante las vanas tentativas para arrancarle la palabra, ladraba fuertemente como dándome todo lo que sabía. Pronunciaba aisladamente las vocales y consonantes, pero no podía asociarlas. Cuando más, acertaba con una repetición de pes y emes.



Por despacio que fuera, se había operado un gran cambio en su carácter. Tenía menos movilidad en las facciones, la mirada más profunda, y adoptaba posturas meditativas. Había adquirido, por ejemplo, la costumbre de contemplar las estrellas. Su sensibilidad se desarrollaba igualmente; íbasele notando una gran facilidad de lágrimas. Las lecciones continuaban con inquebrantable tesón, aunque sin mayor éxito. Aquello había llegado a convertirse en una obsesión dolorosa, y poco a poco sentíame inclinado a emplear la fuerza. Mi carácter iba agriándose con el fracaso, hasta asumir una sorda animosidad contra Yzur. Éste se intelectualizaba más, en el fondo de su mutismo rebelde, y empezaba a convencerme de que nunca lo sacaría de allí, cuando supe de golpe que no hablaba porque no quería. El cocinero, horrorizado, vino a decirme una noche que había sorprendido al mono "hablando verdaderas palabras". Estaba, según su narración, acurrucado junto a una higuera de la huerta; pero el terror le impedía recordar lo esencial de esto, es decir, las palabras. Sólo creía retener dos: cama y pipa. Casi le doy de puntapiés por su imbecilidad.



No necesito decir que pasé la noche poseído de una gran emoción; y lo que en tres años no había cometido, el error que todo lo echó a perder, provino del enervamiento de aquel desvelo, tanto como de mi excesiva curiosidad.



En vez de dejar que el mono llegara naturalmente a la manifestación del lenguaje, llaméle al día siguiente y procuré imponérsela por obediencia.



No conseguí sino las pes y las emes con que me tenía harto, las guiñadas hipócritas y -Dios me perdone- una cierta vislumbre de ironía en la azogada ubicuidad de sus muecas.



Me encolericé, y sin consideración alguna, le di de azotes. Lo único que logré fue su llanto y un silencio absoluto que excluía hasta los gemidos.



A los tres días cayó enfermo, en una especie de sombría demencia complicada con síntomas de meningitis. Sanguijuelas, afusiones frías, purgantes, revulsivos cutáneos, alcoholaturo de brionia, bromuro -toda la terapéutica del espantoso mal le fue aplicada. Luché con desesperado brío, a impulsos de un remordimiento y de un temor. Aquél por creer a la bestia una víctima de mi crueldad; éste por la suerte del secreto que quizá se llevaba a la tumba.



Mejoró al cabo de mucho tiempo, quedando, no obstante, tan débil, que no podía moverse de su cama. La proximidad de la muerte habíalo ennoblecido y humanizado. Sus ojos llenos de gratitud, no se separaban de mí, siguiéndome por toda la habitación como dos bolas giratorias, aunque estuviese detrás de él; su mano buscaba las mías en una intimidad de convalecencia. En mi gran soledad, iba adquiriendo rápidamente la importancia de una persona.



El demonio del análisis, que no es sino una forma del espíritu de perversidad, impulsábame, sin embargo, a renovar mis experiencias. En realidad el mono había hablado. Aquello no podía quedar así.



Comencé muy despacio, pidiéndole las letras que sabía pronunciar. ¡Nada! Dejelo solo durante horas, espiándolo por un agujerillo del tabique. ¡Nada! Hablele con oraciones breves, procurando tocar su fidelidad o su glotonería. ¡Nada! Cuando aquéllas eran patéticas, los ojos se le hinchaban de llanto. Cuando le decía una frase habitual, como el "yo soy tu amo" con que empezaba todas mis lecciones, o el "tú eres mi mono" con que completaba mi anterior afirmación, para llevar a un espíritu la certidumbre de una verdad total, él asentía cerrando los párpados; pero no producía sonido, ni siquiera llegaba a mover los labios.



Había vuelto a la gesticulación como único medio de comunicarse conmigo; y este detalle, unido a sus analogías con los sordomudos, hacía redoblar mis preocupaciones, pues nadie ignora la gran predisposición de estos últimos a las enfermedades mentales. Por momentos deseaba que se volviera loco, a ver si el delirio rompía al fin su silencio. Su convalecencia seguía estacionaria. La misma flacura, la misma tristeza. Era evidente que estaba enfermo de inteligencia y de dolor. Su unidad orgánica habíase roto al impulso de una cerebración anormal, y día más, día menos, aquél era caso perdido. Más, a pesar de la mansedumbre que el progreso de la enfermedad aumentaba en él, su silencio, aquel desesperante silencio provocado por mi exasperación, no cedía. Desde un oscuro fondo de tradición petrificada en instinto, la raza imponía su milenario mutismo al animal, fortaleciéndose de voluntad atávica en las raíces mismas de su ser. Los antiguos hombres de la selva, que forzó al silencio, es decir, al suicidio intelectual, quién sabe qué bárbara injusticia, mantenían su secreto formado por misterios de bosque y abismos de prehistoria, en aquella decisión ya inconsciente, pero formidable con la inmensidad de su tiempo. Infortunios del antropoide retrasado en la evolución cuya delantera tomaba el humano con un despotismo de sombría barbarie, habían, sin duda, destronado a las grandes familias cuadrumanas del dominio arbóreo de sus primitivos edenes, raleando sus filas, cautivando sus hembras para organizar la esclavitud desde el propio vientre materno, hasta infundir a su impotencia de vencidas el acto de dignidad mortal que las llevaba a romper con el enemigo el vínculo superior también, pero infausto, de la palabra, refugiándose como salvación suprema en la noche de la animalidad.



Y qué horrores, qué estupendas sevicias no habrían cometido los vencedores con la semibestia en trance de evolución, para que ésta, después de haber gustado el encanto intelectual que es el fruto paradisíaco de las biblias, se resignara a aquella claudicación de su extirpe en la degradante igualdad de los inferiores; a aquel retroceso que cristalizaba por siempre su inteligencia en los gestos de un automatismo de acróbata; a aquella gran cobardía de la vida que encorvaría eternamente, como en distintivo bestial, sus espaldas de dominado, imprimiéndole ese melancólico azoramiento que permanece en el fondo de su caricatura.



He aquí lo que, al borde mismo del éxito, había despertado mi malhumor en el fondo del limbo atávico. A través del millón de años, la palabra, con su conjuro, removía la antigua alma simiana; pero contra esa tentación que iba a violar las tinieblas de la animalidad protectora, la memoria ancestral, difundida en la especie bajo un instintivo horror, oponía también edad sobre edad como una muralla.



Yzur entró en agonía sin perder el conocimiento. Una dulce agonía a ojos cerrados, con respiración débil, pulso vago, quietud absoluta, que sólo interrumpía para volver de cuando en cuando hacia mí, con una desgarradora expresión de eternidad, su cara de viejo mulato triste. Y la última noche, la tarde de su muerte, fue cuando ocurrió la cosa extraordinaria que me ha decidido a emprender esta narración.



Habíame dormitado a su cabecera, vencido por el calor y la quietud del crepúsculo que empezaba, cuando sentí de pronto que me asían por la muñeca.



Desperté sobresaltado. El mono, con los ojos muy abiertos, se moría definitivamente aquella vez, y su expresión era tan humana, que me infundió horror; pero su mano, sus ojos, me atraían con tanta elocuencia hacia él, que hube de inclinarme de inmediato a su rostro; y entonces, con su último suspiro, el último suspiro que coronaba y desvanecía a la vez mi esperanza, brotaron -estoy seguro-, brotaron en un murmullo (¿cómo explicar el tono de una voz que ha permanecido sin hablar diez mil siglos?) estas palabras cuya humanidad reconciliaba las especies:



-AMO, AGUA, AMO, MI AMO...


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El khan y su hijo

Por aquel tiempo reinaba en Crimea el khan Masolaima al-Asvab, el cual tenía un hijo llamado Tolaik Algalla...»

De este modo comenzó a relatar una leyenda antigua -rica en recuerdos como las que suelen transmitirse en aquella península- un tártaro pobre y ciego, que se apoyaba en el pardo tronco de un árbol. Algunos tártaros -con túnicas de color claro y gorras bordadas de oro- estaban sentados en torno al mendigo sobre las blancas piedras, últimos restos del palacio del khan, destruido por el tiempo. El sol iba, lentamente, hacia su ocaso, sus purpúreos rayos despedían chispas de oro a través del follaje que circundaba las ruinas sobre las piedras cubiertas de hiedra y musgo. Susurraba suavemente la brisa entre las sombras de los viejos plátanos, como si recorriesen el aire unos susurrantes arroyos.



La voz del mendigo era apagada y temblorosa. Su faz parecía de piedra y las pupilas de sus inmóviles ojos nada expresaban; su serena inmovilidad armonizaba muy bien con el semblante marmóreo. Una tras otras se iban deslizando las palabras refiriendo hechos, aprendidos de memoria probablemente, al atento auditorio, y rememorando el panorama conmovedor de tiempos ya idos.



«El khan era anciano, pero en su harén tenía numerosas mujeres que lo amaban por su vigor y sus caricias cariñosas y dulces, aunque apasionadas. Las mujeres aman siempre al hombre que es cariñoso, a pesar de que tenga el cabello blanco y el rostro surcado de arrugas. La belleza está en la fuerza y en la nobleza; no en una tez lozana, ni en el sonrosado color de las mejillas -siguió diciendo el ciego.



Todas las mujeres del harén amaban al anciano khan; él, a su vez, las quería a todas, pero, en especial, amaba a una prisionera, hija de un cosaco de las estepas del Dniéper. En el harén había más de trescientas mujeres de diferentes países; todas eran bellas como las flores en primavera; todas consentidas y mimadas. Por orden del khan les solían preparar manjares exquisitos en extraordinaria abundancia y les estaba permitido tocar toda una serie de instrumentos musicales y entregarse al voluptuoso placer de la danza.



El khan, sin embargo, prodigaba más caricias a la prisionera, a la hija del cosaco, su favorita, y con frecuencia solía llevarla a una torre desde cuyos ventanales se dominaba la inmensidad del mar y se podían admirar pintorescos montes y valles. Allí servían de un modo espléndido a la hija del cosaco, dedicándole los máximos cuidados; la colmaban de las mayores delicadezas, la alimentaban con sumo refinamiento y la obsequiaban con bordados de oro, ricas telas, piedras preciosas, aves exóticas y desconocidas, y buena música. Y el khan le prodigaba dulces caricias de enamorado.



Días enteros dedicaba el khan a la joven, descansando en la torre de las agotadoras tareas de la vida, y seguro, además, de que su hijo no comprometería el honor del reino. Algalla recorría como un lobo hambriento las estepas rusas y volvía de éstas trayendo siempre un rico botín y hermosas mujeres. Retornaba glorioso, dejando tras de sí, como prueba de su valor y de su fuerza, cadáveres ensangrentados y pueblos enteros destruidos totalmente.



Una vez, al regresar el hijo del khan de una de sus hazañas, se dispusieron grandes fiestas en su honor. Invitaron a todos los príncipes tártaros y organizaron diversos juegos. Con el fin de demostrar la habilidad en el manejo de las armas, se dispararon flechas a los ojos de los prisioneros. Bebieron mucho por la gloria del valeroso Algalla, terror de los enemigos y defensor del reino. El anciano khan sentíase orgulloso de su hijo. Se deleitaba al verlo tan valiente y al tener la certeza de que, cuando él abandonase el mundo, dejaría a su pueblo en manos seguras.



Complacido y deseando probar a su hijo el afecto que le tenía, cuando estaban en pleno banquete y delante de todos los invitados, alzó la copa y dijo:



-Algalla, eres un buen hijo. ¡Gloria a Alá y bendito sea el nombre de su profeta!



Todos los reunidos, haciendo un estentóreo eco con sus voces, glorificaron el nombre del profeta.



El anciano khan prosiguió:



-Alá es grande. Ha hecho renacer mi juventud en la persona de mi hijo, estando yo aún con vida. Mis ojos de anciano advierten que cuando el sol deje de alumbrar para mí y los gusanos devoren mi corazón, mi vida se prolongará en mi hijo... ¡Alá es grande y Mahoma es su profeta...! Tengo un buen hijo; su mano es segura, valeroso su corazón y grande su inteligencia. Algalla, ¿qué quieres que te regale tu padre? Pídeme lo que quieras y te lo concederé.



Tolaik Algalla se levantó y antes de que se hubiese desvanecido el eco de la voz del anciano, avanzó hacia él -con los ojos fosforescentes como el mar en mitad de la noche y brillantes como los de un águila de las montañas- manifestando:



-Padre y soberano: entrégame la prisionera rusa.



Por un breve instante, el khan guardó silencio. Fue para reprimir el estremecimiento de su corazón. Luego respondió en voz alta y firme:



-Cuando acabe el banquete, será tuya.



El semblante de Algalla se encendió y sus ojos de águila brillaron a causa de la inmensa alegría. Se irguió y dijo al khan:



-Padre, comprendo el valor del obsequio que me has hecho. Lo comprendo perfectamente. Soy tu esclavo; ten mi sangre gota a gota y minuto a minuto. Estoy decidido a morir veinte veces por ti.



-No deseo nada -repuso el anciano, inclinando sobre el pecho su blanca cabeza, coronada por tantos años de victoriosas luchas.



Concluido el banquete, padre e hijo salieron juntos y silenciosos del palacio, y se encaminaron al harén.



La noche era oscura; no se veía la luna ni las estrellas por entre las nubes que cubrían el cielo a manera de ancho tapiz.



El khan y su hijo anduvieron durante un largo rato en silencio y rodeados de la más sombría oscuridad. De repente, el khan rompió el silencio, diciendo:



-Día a día se va extinguiendo mi vida. Cada vez late mi corazón más débilmente y el ardor de mi pecho disminuye poco a poco. El único calor, el único consuelo de mi vida, son las apasionadas caricias de esta mujer. Tolaik, coge cien de mis mujeres, cógelas todas si quieres, pero déjame a la prisionera rusa. ¿Te es verdaderamente indispensable? Dímelo en verdad, hijo mío.



Algalla guardó silencio y lanzó un suspiro.



-¿Qué tiempo de vida me queda? Acaso estén contados los días que he de permanecer en la tierra. Y esa mujer, esa mujer que me conoce, que me ama y que alegra el crepúsculo de mi vida, es el último placer, el último goce de mi vida. Si ella me falta, ¿quién me amará? ¿Qué mujer dará su amor a este pobre viejo? De todas mis mujeres, ninguna desde luego, ¡Algalla!



El hijo de khan continuaba callado.



-¿Cómo podré vivir sabiendo que tú la abrazas? Tolaik, las barreras de la sangre desaparecen ante la mujer; no hay padre, ni hijo, todos sólo somos hombres, hijo mío. Mis últimos días serán muy amargos. Mejor hubiera sido que se abrieran todas mis antiguas heridas, convirtiendo mi cuerpo en una úlcera; que se hubieran enconado, que sangrasen... Sí; mejor hubiera sido todo esto, Tolaik, que sobrevivir esta noche tan horrible para mí...



Tampoco ahora quebró el silencio Algalla. El khan y su hijo llegaron a las puertas del harén. Se detuvieron y permanecieron allí, los dos silenciosos, y con la cabeza inclinada sobre el pecho, durante gran rato. En torno a ellos giraban las espesas sombras de la noche. Sobre sus cabezas cruzaban las nubes por el espacio, y el viento, al azotar las hojas de los árboles, hacía llegar a sus oídos el eco triste de lúgubres canciones.



-Padre, hace ya mucho que la amo -dijo Algalla en voz muy baja.



-Lo sé; mas ella no te ama a ti -respondió el khan.



-Al pensar en ella, se desgarra mi corazón.



-¿Sabes el dolor que tengo en este momento?



De nuevo guardaron silencio ambos. El hijo del khan suspiró.



-Es indudable que el sabio sacerdote ha dicho la verdad; la mujer es siempre perjudicial para el hombre. Si es hermosa, el marido padece los celos del tormento, porque despierta el deseo en los demás hombres; si es fea su esposo sufre al ver la belleza de otras mujeres, y si no es hermosa ni fea, el hombre la embellece con su ilusión. Cuando ésta se desvanece y el hombre comprende que ha vivido engañado, padece por la decepción y por la falta de hermosura de su mujer -dijo por último, Algalla.



-La sabiduría no es un remedio para las penas del alma -balbuceó el khan.



-En tal caso, compadezcámonos uno del otro, padre -respondió Algalla.



El khan levantó la cabeza y miró a su hijo con triste expresión.



-Matémosla -propuso Algalla.



-Te estimas más que a ella o a mí -dijo el anciano serenamente y con aire reflexivo.



Y añadió después:



-No obstante, la amas también.



Se produjo un nuevo silencio.



-Sí, sí, también la amas tú -exclamó el khan, que, por su dolor, parecía haberse convertido en un niño.



-Entonces, ¿qué, la mataremos?



-No te la puedo entregar; me resulta imposible -exclamó el khan.



-Y yo no puedo sufrir más; dámela o arráncame el corazón.



El anciano guardó silencio.



-Arrojémosla al mar desde lo alto de la montaña -propuso otra vez Algalla.



-Arrojémosla al mar desde lo alto de la montaña -repitió el khan como si fuese el eco de su hijo.



Penetraron en el harén, pasaron a la estancia donde dormía la prisionera rusa, tendida sobre un precioso tapiz. Se detuvieron ante la mujer y estuvieron largo rato contemplándola.



Por las mejillas del anciano khan resbalaron gruesas lágrimas que, al deslizarse por la barba plateada brillaron como perlas, mas su hijo, tembloroso a causa de la pasión reprimida, rechinando los dientes y con los ojos despidiendo fulgores despertó con brusquedad a la prisionera. Los ojos de la joven se entreabrieron como dos lirios azules en su sereno semblante rosado. No advirtió la presencia de Algalla, extendió sus brazos hacia el khan, le ofreció sus labios rojos como la flor de un granado y le dijo con suave acento:



-Abrázame, vieja águila.



-Prepárate; tienes que acompañarnos -dijo el anciano en voz baja.



Entonces descubrió la muchacha la presencia del hijo del khan y vio que su vieja águila tenía los ojos humedecidos. Como era inteligente y sagaz, lo comprendió todo.



-Ahora voy; ahora voy. Han decidido que ni de uno ni de otro, ¿no es así? Ésta es la única decisión de los hombres que tienen un corazón firme. Ahora voy -dijo.



Los tres se dirigieron en silencio hacia el mar, por unas estrechas veredas. El viento soplaba con furia.



La joven era delicada y no tardó en cansarse; sin embargo, altanera y orgullosa, no se quejó. El hijo del khan advirtió que la muchacha se iba quedando rezagada y le preguntó con delicado acento:



-¿Tienes miedo?



Los ojos de la prisionera centellearon; miró con desprecio al hijo del khan y, sin decirle ni una palabra, le mostró sus pies ensangrentados.



-Te llevaré -dijo Algalla tendiéndole los brazos.



La muchacha, empero, se abrazó al cuello de su águila. El anciano khan la tomó en sus brazos como si se tratase de una pluma y siguió camino adelante, en tanto que la prisionera apartaba, con gran cuidado, las ramas que hubieran podido molestarle, arañarle el rostro o herirle los ojos. Algalla los seguía por la estrecha senda. Al observar la solicitud de la joven, dijo al khan:



-Déjame ir delante, porque siento deseos de atravesarte con mi puñal.



-Pasa, Algalla. Alá te castigará o te perdonará por esto según sea su voluntad. Yo que soy tu padre, te perdono, pues sé lo que es el amor.



Llegaron al monte; a sus pies se extendía el mar, negro, profundo, inmenso. Las olas entonaban lúgubres cánticos cuando se estrellaban, deshaciéndose, contra las rocas. Aquella escena aterrorizaba el corazón y helaba las entrañas.



-Adiós -dijo el khan, abrazando a la joven.



-Adiós -dijo también Algalla, inclinándose ante ella.



La prisionera contempló un momento el mar, donde las olas cantaban lúgubremente y, retrocediendo, cruzó las manos sobre el pecho y exclamó:



-Échenme al fondo.



El hijo del khan lanzó un profundo gemido y le tendió los brazos, pero el viejo cogió a la muchacha entre los suyos y la abrazó, estrechándola con fuerza contra su pecho. Luego, levantándola por encima de su cabeza, la arrojó desde lo alto de las rocas a las profundidades del mar.



Las olas bramaron de un modo tan salvaje y fúnebre que ninguno de ellos percibió el ruido del cuerpo de la prisionera al caer al agua.



No se oyó ni un grito ni un quejido, ni siquiera un suspiro. El khan se inclinó sobre las rocas y, silencioso, miró hacia el horizonte a través de las tinieblas; en ese punto el mar se confundió con las nubes; las olas chocaban unas contra otras, impulsadas por las ráfagas del viento que también azotaban las barbas del anciano. Algalla, de pie al lado de su padre, ocultaba su rostro entre las manos, silencioso e inmóvil como una estatua.



De este modo permanecieron dos horas. En el espacio seguían cruzando las nubes arrastradas por el viento; eran tan sombrías y lúgubres como los pensamientos del viejo khan, que se encontraba sobre aquella roca que dominaba el mar.



-Vámonos, padre -se atrevió a decir Algalla.



-Aguarda -balbució el khan, que parecía oír algo.



Volvió a pasar mucho tiempo. Las olas seguían bramando y el viento ululaba por entre las rocas y los troncos huecos de los árboles.



-Vamos, padre.



-Aguarda un poco.



Tolaik Algalla repitió varias veces estas dos palabras.



El anciano khan, inmóvil, seguía en el sitio donde acababa de perder la última dicha de su vida. Por último, se puso en pie altivo y frunció el ceño y exclamó:



-Vámonos.



Padre e hijo emprendieron el camino de regreso. Pero, a los pocos pasos, el khan se detuvo y dijo:



-Pero, ¿a qué volver? ¿Adónde ir ahora? ¿Cómo viviré a partir de este momento si esa mujer constituía mi vida? Soy viejo; ninguna mujer me amará ya. El hombre que no es amado, no tiene ningún fin en esta vida.



-Padre, tienes gloria; dispones de riquezas.



-¡Por uno de sus besos lo hubiese dado todo! ¡La gloria y las riquezas! ¡Nada hay en el mundo como el amor de una mujer! ¡El hombre que no tiene el amor de una mujer está muerto; es un mendigo que arrastra una vida triste y mísera! ¡Adiós, Tolaik! ¡Que Alá te bendiga! ¡Que su bendición te acompañe durante toda tu vida!



El anciano khan se volvió en dirección al mar.



-¡Padre! ¡Padre! -exclamó Algalla.



No pudo decirle nada más, pues nada se le puede decir a quien la muerte sonríe.



-¡Déjame!



-Pero Alá...



-Ya lo sabe.



El khan corrió hacia el borde de la roca y se lanzó al abismo. Algalla no lo pudo detener; no tuvo tiempo. Tampoco esta vez se oyó nada; ni un grito, ni un quejido, ni siquiera un suspiro, ni el ruido del cuerpo al caer al agua.



Las olas seguían bramando con fúnebre entonación y el viento seguía entonando sus cánticos salvajes. El hijo del khan permaneció mucho rato mirando al mar. Luego exclamó en voz alta:



-¡Oh, Alá, dame un corazón tan grande y tan firme como el de mi padre!



Algalla se alejó envuelto en las espesas sombras de la noche...»



De este modo murió Masolaima-el-Asvab, khan de Crimea, dejando como heredero a su hijo Tolaik Algalla...



FIN



Biblioteca Digital Ciudad Seva

Displaced Indians camp in Polhó. State of Chiapas, Mexico. 1998

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Y si?

Él era el Dictador. Pocos minutos antes había finalizado, en la Sala del Supremo Konzern, el informe del Congreso Universal de las Hermandades, al término del cual la moción de sus adversarios fue desestimada por aplastante mayoría. Por lo cual, Él era el Personaje más Poderoso del País Y Todo Aquello Que Se Refería A Él En Adelante Se Escribiría O Diría Con Mayúsculas, Por El Tributo De Honor.

Había llegado, pues, a la meta final de la vida y no podía ya desear nada más. ¡A los cuarenta y cinco años, el Dominio de la Tierra! ¡Y no lo había conseguido con la violencia, según es uso y costumbre, sino con el trabajo, la fidelidad, la austeridad, el sacrificio de los esparcimientos, de las carcajadas, de los goces físicos y de las sirenas mundanas. Estaba pálido y llevaba gafas; sin embargo, nadie estaba por encima de él. Asimismo, se sentía un poco cansado. Pero feliz.



Una salvaje felicidad, tan intensa que casi resultaba dolorosa, lo invadía hasta lo más profundo del alma, mientras recorría a pie, democráticamente, las calles de la ciudad, meditando sobre su propio éxito.



Él era el Gran Músico que poco antes había oído en el Teatro Imperial de la Ópera las notas de su obra maestra levitar y expandirse en el corazón del público anhelante, conquistando el triunfo; y en los oídos le resonaban todavía las grandes cataratas de los aplausos puntuadas de alaridos delirantes, como jamás los había oído, ni para los demás ni para sí; en esos aplausos había éxtasis, llanto, entrega.



Él era el Gran Cirujano que, una hora antes, ante un cuerpo humano ya absorbido por las tinieblas, en medio del espanto de los ayudantes que lo tomaron por loco, se había atrevido a aquello que nadie había podido nunca ni siquiera imaginar, haciendo surgir con sus mágicas manos la lucecita superviviente de las profundidades incognoscibles del cerebro, allá donde la última partícula de vida había anidado como el gozque moribundo que se arrastra a la soledad del bosque para que nadie asista a su deshonrosa humillación final. Y él había liberado aquella microscópica llamita de la pesadilla, casi recreándola, hasta el punto de que el difunto había vuelto a abrir los ojos, y sonreído.



Él era el Gran Banquero recién salido de una catastrófica tenaza de maniobras que debían triturarlo y, en cambio, su golpe de genio las había revuelto súbitamente contra los enemigos, derribándolos. Por lo que, en el frenético crescendo de los teléfonos enloquecidos, de las calculadoras y de los teletipos electrónicos, su masa crediticia se había agigantado de una capital a la otra como un nubarrón de oro; sobre el cual, ahora, se alzaba victorioso.



Él era el Gran Científico que, en un impulso de inspiración divina, en la mísera estrechez de su estudio, había intuido poco antes la sublime potencia de la fórmula definitiva; razón por la cual los gigantescos esfuerzos mentales de centenares de sabios colegas esparcidos por el mundo se tornaban de golpe, comparativamente, en ridículos e insensatos balbuceos; y, por lo tanto, él saboreaba la beatitud espiritual de tener en su mano la última Verdad, como a una dulce e irresistible criatura que le pertenecía.



Él era el Generalísimo que, rodeado de ejércitos superiores, había transformado, con astucia y mando, su menoscabado y tambaleante ejército en una horda de titanes desencadenados; y el cerco de hierro y de fuego que lo sofocaba se había resquebrajado en pocas horas, y las formaciones enemigas se habían deshecho en aterrorizados jirones.



Él era el Gran Industrial, el Gran Explorador, el Gran Poeta, el hombre que ha vencido definitivamente, tras larguísimos años de trabajo, de oscuridad, de economías, de interminables fatigas, y cuyas huellas, ay de mí, están impresas indeleblemente en el cansado rostro, por lo demás exultante y luminoso.



Era una estupenda mañana de sol, era un crepúsculo tempestuoso, era una tibia noche de luna, era una gélida tarde de tormenta, era un alba purísima de cristal, era sólo la hora extraña y maravillosa de la victoria que pocos hombres conocen. Y él caminaba extraviado en aquella indecible exaltación, mientras los palacios se extendían en torno con formas apropiadas, con la evidente intención de honrarle. Si no se doblaban en ademán de reverencia, era sólo porque estaban hechos de piedras, hierro, cemento y ladrillos; de allí su rigidez. Y también las nubes del cielo, beatos fantasmas, se disponían en círculo, en fajas superpuestas, formando una especie de corona.



Pero entonces -él estaba atravesando los jardines del Almirantazgo-, sus ojos, por casualidad, de soslayo, se posaron sobre una joven mujer.



En aquel punto, lateralmente, se extendía, realzada, una especie de terraza, circundada por una balaustrada de hierro forjado. La muchacha estaba acodada en la balaustrada y miraba distraídamente hacia abajo.



Tendría unos veinte años, era pálida, y entreabría perezosamente los labios en expresión de rendida y muelle apatía. Su negrísimo pelo, peinado hacia arriba formando un ancho moño -ala de cuervo jovencito- sombreaba la frente. También ella aparecía como difusa por causa de una nube. Era bellísima.



Llevaba un sencillo suéter de color gris y una falda negra muy ceñida en el talle. Apoyado el peso del cuerpo en la balaustrada, las caderas desbordaban libremente al sesgo, en actitud felina. Podía ser una estudiante de la bohemia de vanguardia, uno de esos tipos que logran hacer una elegancia casi ofensiva de la extralimitación y de la impertinencia. Llevaba grandes gafas azules. En la palidez del rostro, le impresionó el rojo crudo de los labios, suavemente relajados.



De abajo arriba -pero fue una fracción infinitesimal de segundo-, vislumbró, a través de la reja de la balaustrada, aquellas piernas femeninas, no demasiado, porque los pies estaban tapados por los bordes de la terraza y la falda era más bien larga. Sin embargo, sus ojos percibieron la silueta proterva de las pantorrillas que, desde los finos tobillos, se ensanchaban en esa progresión carnal que todos conocemos, oculta en seguida por el borde de la falda. A pleno sol, el pelo rojizo llameó. Podía ser una buena hija de familia, podía ser una mujer de teatro, podía ser una pobre tunanta. ¿O acaso una chica perdida?



Cuando pasó frente a ella, la distancia sería de dos metros y medio a tres. Fue sólo un instante, pero pudo verla muy bien.



No por interés, sino sin duda más bien por indiferencia suprema -por no cuidar ella, entregada al aburrimiento, de controlar siquiera las miradas-, la chica lo miró.



Tras haberla atisbado fugazmente, él desvió los ojos al frente, por decoro, tanto más cuanto que el secretario y otros dos acólitos lo seguían.



Pero no supo resistirse y, con la mayor rapidez posible, volvió de nuevo la cabeza para verla.



La chica lo miró de nuevo. A él incluso le pareció -pero debía tratarse de una sugestión- que los exangües y voluptuosos labios se estremecían, como quien se dispone a hablar.



Basta. Por pura decencia, no podía arriesgarse más. Ya no volvería a verla. Bajo la lluvia torrencial, cuidó de no meter los pies en los charcos del suelo. Le pareció percibir un vago calor en la nuca, como si un hálito lo rozase. Quizás, quizás, ella lo seguía mirando.



Apresuró el paso.



Pero en aquel preciso instante se percató de que algo le faltaba. Una cosa esencial, importantísima. Jadeó. Se dio cuenta con espanto de que la felicidad de antes, aquella sensación de saciedad y de victoria, había cesado de existir. Su cuerpo era un triste peso, y numerosas molestias lo aguardaban.



-¿Por qué? ¿Qué había pasado? ¿Acaso no era el Dominador, el Gran Artista, el Genio? ¿Por qué ya no lograba ser feliz?



Caminaba. Ahora, el jardín del Almirantazgo se encontraba a sus espaldas. Quién sabe dónde estaría la chica a estas horas.



¡Qué absurdo, qué estupidez! Por haber visto a una mujer.



¿Enamorado? ¿Así, de golpe? No, ésas no eran cosas para él. Una chica desconocida, quizás incluso de poca calidad. Y, sin embargo... Y, sin embargo, allí donde pocos instantes antes vibraba un contento desenfrenado, ahora se extendía un árido desierto.



Ya no volvería a verla. Nunca sabría quién era. No hablaría jamás con ella. Ni con ella ni con las semejantes a ella. Envejecería sin siquiera dirigirles la palabra. Envejecido en medio de la gloria, sí, pero sin aquella boca, sin aquellos ojos de lacerante apatía, sin aquel cuerpo misterioso.



¿Y si él, sin saberlo, lo hubiese hecho todo por ella? ¿Por ella y las mujeres como ella, las desconocidas, las peligrosas criaturas que jamás había tocado? ¿Y si los años eternos de clausura, de fatigas, de rigor, de pobreza, de disciplina, de renuncias, hubiesen tenido sólo aquel objeto; si en lo profundo de sus desnudas maceraciones hubiese estado al acecho aquel tremendo deseo? ¿Si detrás del afán de celebridad y de poder, bajo estas miserables apariencias, lo hubiese impelido tan sólo el amor?



Pero él nunca había comprendido algo como esto, ni lo había sospechado, ni siquiera en broma. Sólo pensarlo le habría parecido una escandalosa locura.



Por ello, los años habían pasado inútilmente. Y hoy, ya era demasiado tarde.



FIN




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With the men away in the cities, the women carry their goods to the market of Chimbote. Region of Chimborazo.

 Ecuador. 1998. / AMAZONAS images/

El barril de amontillado

Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme. Ustedes, que conocen tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegarán a suponer, no obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando ésta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.



Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida.



Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.



Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico adornado con cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como en aquel momento.



-Querido Fortunato -le dije en tono jovial-, éste es un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas.



-¿Cómo? -dijo él-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!



-Por eso mismo le digo que tengo mis dudas -contesté-, e iba a cometer la tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía perder la ocasión.



-¡Amontillado!



-Tengo mis dudas.



-¡Amontillado!



-Y he de pagarlo.



-¡Amontillado!



-Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. Él es un buen entendido. Él me dirá...



-Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.



-Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.



-Vamos, vamos allá.



-¿Adónde?



-A sus bodegas.



-No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted algún compromiso. Luchesi...



-No tengo ningún compromiso. Vamos.



-No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre.



-A pesar de todo, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado.



Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por él hasta mi palazzo. Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del Carnaval. Ya antes les había dicho que yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para que no estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.



Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié, haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los Montresors.



El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a cada una de sus zancadas.



-¿Y el barril? -preguntó.



-Está más allá -le contesté-. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en las paredes de la cueva.



Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las lágrimas de la embriaguez.



-¿Salitre? -me preguntó, por fin.



-Salitre -le contesté-. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos?



-¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!



A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos.



-No es nada -dijo por último.



-Venga -le dije enérgicamente-. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que mí respecta, es distinto. Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive Luchesi...



-Basta -me dijo-. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos.



-Verdad, verdad -le contesté-. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la humedad.



Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de otras análogas, tumbadas en el húmedo suelo.



-Beba -le dije, ofreciéndole el vino.



Llevóse la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludó con familiaridad. Los cascabeles sonaron.



-Bebo -dijo- a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.



-Y yo, por la larga vida de usted.



De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.



-Esas cuevas -me dijo- son muy vastas.



-Los Montresors -le contesté- era una grande y numerosa familia.



-He olvidado cuáles eran sus armas.



-Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante, cuyos dientes se clavan en el talón.



-¡Muy bien! -dijo.



Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a causa del medoc. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo.



-El salitre -le dije-. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos...



-No es nada -dijo-. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc.



Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que no pude comprender.



Le miré sorprendido. El repitió el movimiento, un movimiento grotesco.



-¿No comprende usted? -preguntó.



-No -le contesté.



-Entonces, ¿no es usted de la hermandad?



-¿Cómo?



-¿No pertenece usted a la masonería?



-Sí, sí -dije-; sí, sí.



-¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?



-Un masón -repliqué.



-A ver, un signo -dijo.



-Éste -le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.



-Usted bromea -dijo, retrocediéndo unos pasos-. Pero, en fin, vamos por el amontillado.



-Bien -dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo.



Apoyóse pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas. En lo más apartado de la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima de nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París.



Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo. Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en un rincón un montón de cierta altura. Dentro de la pared, que había quedado así descubierta por el desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y tres de anchura, y con una altura de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las circundaban.



En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.



-Adelántese -le dije-. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi...



-Es un ignorante -interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido inmediatamente por mí.



En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su superficie dos argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto.



-Pase usted la mano por la pared -le dije-, y no podrá menos que sentir el salitre. Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese. ¿No? Entonces, no me queda más remedio que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano.



-¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que no había salido aún de su asombro.



-Cierto -repliqué-, el amontillado.



Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he aludido. Apartándolos a un lado no tardé en dejar al descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar la entrada del nicho. Apenas había colocado al primer trozo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte. El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto. No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo y obstinado silencio. Encima de la primera hilada coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la cadena. El ruido se prolongó unos minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la obra que había ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior.



Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia atrás.



Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Los repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que gritaba acabó por callarse.



Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava, novena y décima hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar. Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria. Pero entonces salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. La voz decía:



-¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el palazzo, ¡je, je, je!, a propósito de nuestro vino! ¡Je, je, je!



-El amontillado -dije.



-¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos.



-Sí -dije-; vámonos ya.



-¡Por el amor de Dios, Montresor!



-Sí -dije-; por el amor de Dios.



En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé en alta voz:



-¡Fortunato!



No hubo respuesta, y volví a llamar.



-¡Fortunato!



Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado. In pace requiescat!


Edgar Allan Poe



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