quarta-feira, 13 de julho de 2011

El salto

León Tolstoi



Un navío regresaba al puerto después de dar la vuelta al mundo; el tiempo era bueno y todos los pasajeros estaban en el puente. Entre las personas, un mono, con sus gestos y sus saltos, era la diversión de todos. Aquel mono, viendo que era objeto de las miradas generales, cada vez hacía más gestos, daba más saltos y se burlaba de las personas, imitándolas.



De pronto saltó sobre un muchacho de doce años, hijo del capitán del barco, le quitó el sombrero, se lo puso en la cabeza y gateó por el mástil. Todo el mundo reía; pero el niño, con la cabeza al aire, no sabía qué hacer: si imitarlos o llorar.



El mono tomó asiento en la cofa, y con los dientes y las uñas empezó a romper el sombrero. Se hubiera dicho que su objeto era provocar la cólera del niño al ver los signos que le hacía mientras le mostraba la prenda.



El jovenzuelo lo amenazaba, lo injuriaba; pero el mono seguía su obra.



Los marineros reían. De pronto el muchacho se puso rojo de cólera; luego, despojándose de alguna ropa, se lanzó tras el mono. De un salto estuvo a su lado; pero el animal, más ágil y más diestro, se le escapó.



-¡No te irás! -gritó el muchacho, trepando por donde él. El mono lo hacía subir, subir... pero el niño no renunciaba a la lucha. En la cima del mástil, el mono, sosteniéndose de una cuerda con una mano, con la otra colgó el sombrero en la más elevada cofa y desde allí se echó a reír mostrando los dientes.



Del mástil donde estaba colgado el sombrero había más de dos metros; por lo tanto, no podía cogerlo sin grandísimo peligro. Todo el mundo reía viendo la lucha del pequeño contra el animal; pero al ver que el niño dejaba la cuerda y se ponía sobre la cofa, los marineros quedaron paralizados por el espanto. Un falso movimiento y caería al puente. Aun cuando cogiera el sombrero no conseguiría bajar.



Todos esperaban ansiosamente el resultado de aquello. De repente alguien lanzó un grito de espanto. El niño miró abajo y vaciló. En aquel momento el capitán del barco, el padre del niño, salió de su camarote llevando en la mano una escopeta para matar gaviotas. Vio a su hijo en el mástil y apuntándole inmediatamente, exclamó:



-¡Al agua!... ¡Al agua o te mato!...



El niño vacilaba sin comprender.



-¡Salta o te mato!... ¡Uno, dos!...



Y en el momento en que el capitán gritaba:



-¡Tres!... -el niño se dejó caer hacia el mar.



Como una bala penetró su cuerpo en el agua; mas apenas lo habían cubierto las olas, cuando veinte bravos marineros lo seguían.



En el espacio de cuarenta segundos, que parecieron un siglo a los espectadores, el cuerpo del muchacho apareció en la superficie. Lo transportaron al barco y algunos minutos después empezó a echar agua por la boca y respiró.



Cuando su padre lo vio salvado, exhaló un grito, como si algo lo hubiese tenido ahogado, y escapó a su camarote.



FIN


Fonte:Ciudad Seva

El hijo

Horacio Quiroga



Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza, plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.

Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.



-Ten cuidado, chiquito -dice a su hijo, abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.



-Si, papá -responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.



-Vuelve a la hora de almorzar -observa aún el padre.



-Sí, papá -repite el chico.



Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte. Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.



Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa infantil. No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo.



Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.



Para cazar en el monte -caza de pelo- se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores. Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética de las dos criaturas. Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá -menos aún- y regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca.



Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe...



No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus propias fuerzas.



Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo!



El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.



De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre desde hace un tiempo de alucinaciones.



Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza.



Horrible caso... Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo y seguro del porvenir.



En ese instante, no muy lejos, suena un estampido.



-La Saint-Étienne... -piensa el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en el monte...



Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su tarea.



El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire -piedras, tierra, árboles-, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser entero e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical.



El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte. Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el otro -el padre de sienes plateadas y la criatura de trece años-, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: "Sí, papá", hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir. Y no ha vuelto.



El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa inmóvil?



El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo de su memoria el estallido de una bala de parabellum, e instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo.



¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve alzarse desde la línea del monte. Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón.



Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran desgracia...



La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte, costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo.



Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de caza conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo.



Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría, terrible y consumada: ha muerto su hijo al cruzar un... ¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy sucio ! Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en la mano...



El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire... ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y a otro...



Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha llamado a su hijo. Aunque su corazón clama por él a gritos, su boca continúa muda. Sabe bien que el solo acto de pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte.



-¡Chiquito! -se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz.



Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el padre buscando a su hijo que acaba de morir.



-¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! -clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas.



Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con la frente abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque, ve centellos de alambre; y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su...



-¡Chiquito...! ¡Mi hijo!



Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la más atroz pesadilla tienen también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente desembocar de un pique lateral a su hijo.



A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su padre sin machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos.



-Chiquito... -murmura el hombre. Y, exhausto, se deja caer sentado en la arena albeante, rodeando con los brazos las piernas de su hijo.



La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia despacio la cabeza:



-Pobre papá...



En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres...



Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa.



-¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora...? -murmura aún el primero.



-Me fijé, papá... Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí...



-¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!



-Piapiá... -murmura también el chico.



Después de un largo silencio:



-Y las garzas, ¿las mataste? -pregunta el padre.



-No.



Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra de espartillo, el hombre vuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad.



Sonríe de alucinada felicidad... Pues ese padre va solo.



A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana.



FIN


Fonte : Ciudad Seva

Una tumba sin fondo

Ambrose Bierce



Me llamo John Brenwalter. Mi padre, un borracho, logró patentar un invento para fabricar granos de café con arcilla; pero era un hombre honrado y no quiso involucrarse en la fabricación. Por esta razón era sólo moderadamente rico, pues las regalías de su muy valioso invento apenas le dejaban lo suficiente para pagar los gastos de los pleitos contra los bribones culpables de infracción. Fue así que yo carecí de muchas de las ventajas que gozan los hijos de padres deshonestos e inescrupulosos, y de no haber sido por una madre noble y devota (quien descuidó a mis hermanos y a mis hermanas y vigiló personalmente mi educación), habría crecido en la ignorancia y habría sido obligado a asistir a la escuela. Ser el hijo favorito de una mujer bondadosa es mejor que el oro.

Cuando yo tenía diecinueve años, mi padre tuvo la desgracia de morir. Había tenido siempre una salud perfecta, y su muerte, ocurrida a la hora de cenar y sin previo aviso, a nadie sorprendió tanto como a él mismo. Esa misma mañana le habían notificado la adjudicación de la patente de su invento para forzar cajas de caudales por presión hidráulica y sin hacer ruido. El Jefe de Patentes había declarado que era la más ingeniosa, efectiva y benemérita invención que él hubiera aprobado jamás. Naturalmente, mi padre previó una honrosa, próspera vejez. Es por eso que su repentina muerte fue para él una profunda decepción. Mi madre, en cambio, cuyas piedad y resignación ante los designios del Cielo eran virtudes conspicuas de su carácter, estaba aparentemente menos conmovida. Hacia el final de la comida, una vez que el cuerpo de mi pobre padre fue alzado del suelo, nos reunió a todos en el cuarto contiguo y nos habló de esta manera:



-Hijos míos, el extraño suceso que han presenciado es uno de los más desagradables incidentes en la vida de un hombre honrado, y les aseguro que me resulta poco agradable. Les ruego que crean que yo no he tenido nada que ver en su ejecución. Desde luego -añadió después de una pausa en la que bajó sus ojos abatidos por un profundo pensamiento-, desde luego es mejor que esté muerto.



Dijo estas palabras como si fuera una verdad tan obvia e incontrovertible que ninguno de nosotros tuvo el coraje de desafiar su asombro pidiendo una explicación. Cuando cualquiera de nosotros se equivocaba en algo, el aire de sorpresa de mi madre nos resultaba terrible. Un día, cuando en un arranque de mal humor me tomé la libertad de cortarle la oreja al bebé, sus simples palabras: "¡John, me sorprendes!", fueron para mí una recriminación tan severa que al fin de una noche de insomnio, fui llorando hasta ella y, arrojándome a sus pies, exclamé: "¡Madre, perdóname por haberte sorprendido!" Así, ahora, todos -incluso el bebé de una sola oreja- sentimos que aceptar sin preguntas el hecho de que era mejor, en cierto modo, que nuestro querido padre estuviese muerto, provocaría menos fricciones. Mi madre continuó:



-Debo decirles, hijos míos, que en el caso de una repentina y misteriosa muerte, la ley exige que venga el médico forense, corte el cuerpo en pedazos y los someta a un grupo de hombres, quienes, después de inspeccionarlos, declaran a la persona muerta. Por hacer esto el forense recibe una gran suma de dinero. Deseo eludir tan penosa formalidad; eso es algo que nunca tuvo la aprobación de... de los restos. John -aquí mi madre volvió hacia mí su rostro angelical- tú eres un joven educado y muy discreto. Ahora tienes la oportunidad de demostrar tu gratitud por todos los sacrificios que nos impuso tu educación. John, ve y mata al forense.



Inefablemente complacido por esta prueba de confianza de mi madre y por la oportunidad de distinguirme por medio de un acto que cuadraba con mi natural disposición, me arrodillé ante ella, llevé sus manos hasta mis labios y las bañé con lágrimas de emoción. Esa tarde, antes de las cinco, había eliminado al médico.



De inmediato fui arrestado y arrojado a la cárcel. Allí pasé una noche muy incómoda: me fue imposible dormir a causa de la irreverencia de mis compañeros de celda, dos clérigos, a quienes la práctica teológica había dado abundantes ideas impías y un dominio absolutamente único del lenguaje blasfemo. Pero ya avanzada la mañana, el carcelero que dormía en el cuarto contiguo y a quien tampoco habían dejado dormir, entró en la celda y con un feroz juramento advirtió a los reverendos caballeros que, si oía una blasfemia más, su sagrada profesión no le impediría ponerlos en la calle. En consecuencia moderaron su objetable conversación sustituyéndola por un acordeón. Así, pude dormir el pacífico y refrescante sueño de la juventud y la inocencia.



A la mañana siguiente me condujeron ante el Juez Superior, un magistrado de sentencia, y se me sometió al examen preliminar. Alegué que no tenía culpa, y añadí que el hombre al que yo había asesinado era un notorio demócrata. (Mi bondadosa madre era republicana y desde mi temprana infancia fui cuidadosamente instruido por ella en los principios de gobierno honesto y en la necesidad de suprimir la oposición sediciosa.) El juez, elegido mediante una urna republicana de doble fondo, estaba visiblemente impresionado por la fuerza lógica de mi alegato y me ofreció un cigarrillo.



-Con el permiso de Su Excelencia -comenzó el Fiscal-, no considero necesario exponer ninguna prueba en este caso. Por la ley de la nación se sienta usted aquí como juez de sentencia y es su deber sentenciar. Tanto testimonio como argumentos implicarían la duda acerca de la decisión de Su Excelencia de cumplir con su deber jurado. Ese es todo mi caso.



Mi abogado, un hermano del médico forense fallecido, se levantó y dijo:



-Con la venia de la Corte... mi docto amigo ha dejado tan bien y con tanta elocuencia establecida la ley imperante en este caso, que sólo me resta preguntar hasta dónde se la ha acatado. En verdad, Su Excelencia es un magistrado penal, y como tal es su deber sentenciar... ¿qué? Ese es un asunto que la ley, sabia y justamente, ha dejado a su propio arbitrio, y sabiamente ya ha descargado usted cada una de las obligaciones que la ley impone. Desde que conozco a Su Excelencia no ha hecho otra cosa que sentenciar. Usted ha sentenciado por soborno, latrocinio, incendio premeditado, perjurio, adulterio, asesinato... cada crimen del código y cada exceso conocido por los sensuales y los depravados, incluyendo a mi docto amigo, el Fiscal. Usted ha cumplido con su deber de magistrado penal, y como no hay ninguna evidencia contra este joven meritorio, mi cliente, propongo que sea absuelto.



Se hizo un solemne silencio. El Juez se levantó, se puso la capa negra y, con voz temblorosa de emoción, me sentenció a la vida y a la libertad. Después, volviéndose hacia mi consejero, dijo fría pero significativamente:



-Lo veré luego.



A la mañana siguiente, el abogado que me había defendido tan escrupulosamente contra el cargo de haber asesinado a su propio hermano -con quien había tenido una pelea por unas tierras- desapareció, y se desconoce su suerte hasta el día de hoy.



Entretanto, el cuerpo de mi pobre padre había sido secretamente sepultado a medianoche en el patio de su último domicilio, con sus últimas botas puestas y el contenido de su fallecido estómago sin analizar.



-Él se oponía a cualquier ostentación -dijo mi querida madre mientras terminaba de apisonar la tierra y ayudaba a los niños a extender una capa de paja sobre la tierra removida-, sus instintos eran domésticos y amaba la vida tranquila.



El pedido de sucesión de mi madre decía que ella tenía buenas razones para creer que el difunto estaba muerto, puesto que no había vuelto a comer a su casa desde hacía varios días; pero el Juez de la Corte del Cuervo -como siempre despreciativamente la llamó después- decidió que la prueba de muerte no era suficiente y puso el patrimonio en manos de un Administrador Público, que era su yerno. Se descubrió que el pasivo daba igual que el activo; sólo había quedado la patente de invención del dispositivo para forzar cajas de seguridad por presión hidráulica y en silencio, y ésta había pasado a ser propiedad legítima del Juez Testamentario y del Administrador Público, como mi querida madre prefería llamarlo. Así, en unos pocos meses, una acaudalada y respetable familia fue reducida de la prosperidad al delito; la necesidad nos obligó a trabajar.



Diversas consideraciones, tales como la idoneidad personal, la inclinación, etc., nos guiaban en la selección de nuestras ocupaciones. Mi madre abrió una selecta escuela privada para enseñar el arte de alterar las manchas sobre las alfombras de piel de leopardo; el mayor de mis hermanos, George Henry, a quien le gustaba la música, se convirtió en el corneta de un asilo para sordomudos de los alrededores; mi hermana Mary María, tomaba pedidos de Esencias de Picaportes del Profesor Pumpernickel, para sazonar aguas minerales, y yo me establecí como ajustador y dorador de vigas para horcas. Los demás, demasiado jóvenes para trabajar, continuaron con el robo de pequeños artículos expuestos en las vidrieras de las tiendas, tal como se les había enseñado.



En nuestros ratos de ocio atraíamos a nuestra casa a los viajeros y enterrábamos los cuerpos en un sótano.



En una parte de este sótano guardábamos vinos, licores y provisiones. De la rapidez con que desaparecían nos sobrevino la supersticiosa creencia de que los espíritus de las personas enterradas volvían a la noche y se daban un festín. Al menos era cierto que con frecuencia, de mañana, solíamos descubrir trozos de carnes adobadas, mercaderías envasadas y restos de comida ensuciando el lugar, a pesar de que había sido cerrado con llave y atrancado, previendo toda intromisión humana. Se propuso sacar las provisiones y almacenarlas en cualquier otro sitio, pero nuestra querida madre, siempre generosa y hospitalaria, dijo que era mejor soportar la pérdida que arriesgarse a ser descubiertos; si a los fantasmas les era negada esta insignificante gratificación, podrían promover una investigación que echaría por tierra nuestro esquema de la división del trabajo, desviando las energías de toda la familia hacia la simple industria a la cual yo me dedicaba: todos terminaríamos decorando las vigas de las horcas. Aceptamos su decisión con filial sumisión, que se debía a nuestro respeto por su sabiduría y la pureza de su carácter.



Una noche, mientras todos estábamos en el sótano -ninguno se atrevía a entrar solo- ocupados en la tarea de dispensar al alcalde de una ciudad vecina los solemnes oficios de la cristiana sepultura, mi madre y los niños pequeños sosteniendo cada uno una vela, mientras que George Henry y yo trabajábamos con la pala y el pico, mi hermana Mary María profirió un chillido y se cubrió los ojos con las manos. Estábamos todos sobrecogidos de espanto y las exequias del alcalde fueron suspendidas de inmediato, a la vez que, pálidos y con la voz temblorosa, le rogamos que nos dijera qué cosa la había alarmado. Los niños más pequeños temblaban tanto que sostenían las velas con escasa firmeza, y las ondulantes sombras de nuestras figuras danzaban sobre las paredes con movimientos toscos y grotescos que adoptaban las más pavorosas actitudes. La cara del hombre muerto, ora fulgurando horriblemente en la luz, ora extinguiéndose a través de alguna fluctuante sombra, parecía adoptar cada vez una nueva y más imponente expresión, una amenaza aún más maligna. Más asustadas que nosotros por el grito de la niña, las ratas echaron a correr en multitudes por el lugar, lanzando penetrantes chillidos, o con sus ojos fijos estrellando la oscura opacidad de algún distante rincón, meros puntos de luz verde haciendo juego con la pálida fosforescencia de la podredumbre que llenaba la tumba a medio cavar y que parecía la manifestación visible de un leve olor a moribundo que corrompía el aire insalubre. Ahora los niños sollozaban y se pegaban a las piernas de sus mayores, dejando caer sus velas, y nosotros estábamos a punto de ser abandonados a la total oscuridad, excepto por esa luz siniestra que fluía despaciosamente por encima de la tierra revuelta e inundaba los bordes de la tumba como una fuente.



Entretanto, mi hermana, arrodillada sobre la tierra extraída de la excavación, se había quitado las manos de la cara y estaba mirando con ojos dilatados en el interior de un oscuro espacio que había entre dos barriles de vino.



-¡Allí está! -Allí está! -chilló, señalando- ¡Dios del cielo! ¿No pueden verlo?



Y realmente estaba allí: una figura humana apenas discernible en las tinieblas; una figura que se balanceaba de un costado a otro como si se fuera a caer, agarrándose a los barriles de vino para sostenerse; dio un paso hacia adelante, tambaleándose y, por un momento, apareció a la luz de lo que quedaba de nuestras velas; luego se irguió pesadamente y cayó postrada en tierra. En ese momento todos habíamos reconocido la figura, la cara y el porte de nuestro padre. ¡Muerto estos diez meses y enterrado por nuestras propias manos! ¡Nuestro padre, sin duda, resucitado y horriblemente borracho!



En los incidentes ocurridos durante la fuga precipitada de ese terrible lugar; en la aniquilación de todo humano sentimiento en ese tumultuoso, loco apretujarse por la húmeda y mohosa escalera, resbalando, cayendo, derribándose y trepando uno sobre la espalda del otro, las luces extinguidas, los bebés pisoteados por sus robustos hermanos y arrojados de vuelta a la muerte por un brazo maternal; en todo esto no me atrevo a pensar. Mi madre, mi hermano y mi hermana mayores y yo escapamos; los otros quedaron abajo, para morir de sus heridas o de su terror; algunos, quizá, por las llamas, puesto que en una hora, nosotros cuatro, juntando apresuradamente el poco dinero y las joyas que teníamos, y la ropa que podíamos llevar, incendiamos la casa y huimos bajo la luz de las llamas, hacia las colinas. Ni siquiera nos detuvimos a cobrar el seguro, y mi querida madre dijo en su lecho de muerte, años después en una tierra lejana, que ése había sido el único pecado de omisión que quedaba sobre su conciencia. Su confesor, un hombre santo, le aseguró que, bajo tales circunstancias, el Cielo le perdonaría su descuido.



Cerca de diez años después de nuestra desaparición de los escenarios de mi infancia, yo, entonces un próspero falsificador, regresé disfrazado al lugar con la intención de recuperar algo de nuestro tesoro, que había sido enterrado en el sótano. Debo decir que no tuve éxito: el descubrimiento de muchos huesos humanos en las ruinas obligó a las autoridades a excavar por más. Encontraron el tesoro y lo guardaron. La casa no fue reconstruida; todo el vecindario era una desolación. Tal cantidad de visiones y sonidos extraterrenos habían sido denunciados desde entonces, que nadie quería vivir allí. Como no había a quién preguntar o molestar, decidí gratificar mi piedad filial con la contemplación, una vez más, de la cara de mi bienamado padre, si era cierto que nuestros ojos nos habían engañado y estaba todavía en su tumba. Recordaba además que él siempre había usado un enorme anillo de diamante, y yo como no lo había visto ni había oído nada acerca de él desde su muerte, tenía razones como para pensar que debió haber sido enterrado con el anillo puesto. Procurándome una pala, rápidamente localicé la tumba en lo que había sido el patio de mi casa, y comencé a cavar. Cuando hube alcanzado cerca de cuatro pies de profundidad, la tumba se desfondó y me precipité a un gran desagüe, cayendo por el largo agujero de su desmoronado codo. No había ni cadáver ni rastro alguno de él.



Imposibilitado para salir de la excavación, me arrastré por el desagüe, quité con cierta dificultad una masa de escombros carbonizados y de ennegrecida mampostería que lo obstaculizaba, y salí por lo que había sido aquel funesto sótano.



Todo estaba claro. Mi padre, cualquier cosa que fuera lo que le había provocado esa descompostura durante la cena (y pienso que mi santa madre hubiera podido arrojar algo de luz sobre ese asunto) había sido, indudablemente, enterrado vivo. La tumba se había excavado accidentalmente sobre el olvidado desagüe hasta el recodo del caño, y como no utilizamos ataúd, en sus esfuerzos por sobrevivir había roto la podrida mampostería y caído a través de ella, escapando finalmente hacia el interior del sótano. Sintiendo que no era bienvenido en su propia casa, pero sin tener otra, había vivido en reclusión subterránea como testigo de nuestro ahorro y como pensionista de nuestra providencia. Él era quien se comía nuestra comida; él quien se bebía nuestro vino; no era mejor que un ladrón. En un instante de intoxicación y sintiendo, sin duda, necesidad de compañía, que es el único vínculo afín entre un borracho y su raza, abandonó el lugar de su escondite en un momento extrañamente inoportuno, acarreando deplorables consecuencias a aquellos más cercanos y queridos. Un desatino que tuvo casi la dignidad de un crimen.



FIN

Fonte : Ciudad Seva

Quero escrever o borrão vermelho de sangue

Quero escrever o borrão vermelho de sangue

com as gotas e coágulos pingando

de dentro para dentro.

Quero escrever amarelo-ouro

com raios de translucidez.

Que não me entendam

pouco-se-me-dá.

Nada tenho a perder.

Jogo tudo na violência

que sempre me povoou,

o grito áspero e agudo e prolongado,

o grito que eu,

por falso respeito humano,

não dei.

Mas aqui vai o meu berro

me rasgando as profundas entranhas

de onde brota o estertor ambicionado.

Quero abarcar o mundo

com o terremoto causado pelo grito.

O clímax de minha vida será a morte.

Quero escrever noções

sem o uso abusivo da palavra.

Só me resta ficar nua:

nada tenho mais a perder

Clarice Lispector

Intromissão

como um cachorro vadio que entra inesperadamente

numa fotografia

vejo o tempo invadir meu corpo e dizer que a

maturidade chegou

vejo a sensatez apoderar-se de minha

alegria e dizer acabou

Beatriz Alcântara

CANTO MEDIEVAL

Ana Maria Almeida Xavier

O bom guerreiro haverá

de deixar manipular

seu todo nos dois sentidos,

numa guerra em que não há

vencedores nem vencidos,

em que perder é o ganhar

de quem exerce o poder,

trocando assim os papéis

do que toca o instrumento,

pois cada instante há de ser

ora tinta ora pincéis.

Há de ser cada momento

um dar e obter tão louco

que o perdedor ganha tudo

e o ganhador perde pouco:

tudo é dito em instante mudo.

O guerreiro entrega a espada

a quem o vence e deseja,

assim termina a peleja

onde perder vale nada

e onde vencer é depor,

onde quem empurra abraça,

onde o exausto perdedor

poderá erguer a taça,

onde o terreno ocupado

é entregue ao usurpador,

é espaço dado e tomado

em nome e em função do amor.

Fonte:Jornal de Poesia

Quatro sonetos cardinais

Maria da Conceição Paranhos

1.

Rosa e ouro se mesclam no teu sexo,

tão gaia espera, confundindo a busca

da flor cilíndrica que tens no púbis.

Quanto me atinges, seta no meu peito?

Colho teu sumo em corpo tão trançado

ao teu enlevo, que me rouba o fôlego,

enquanto o brilho dos teus olhos sádicos

esmaga minha boca a insano sorvo.

Tento dizer-te do tremor da casa,

mas só entendes do ganir do lobo

em minha toca a estertorar de gozo,

a trucidar-me com tua adaga em chama,

menos espero, e já me emborcas, louco.

O meu deleite a ti te adentra. Amas?

2.

Mor ventura não há neste meu fado

do que mirar teu corpo e usufruí-lo,

pausadamente, a mão a desvesti-lo,

saboreando teu olhar de dardos,

enquanto sofres com meu gesto lento –

ânsia mortal qual susto em punho destro,

mas à sinistra teço-te uma festa,

deslizando sussurros no teu peito.

Levo tua mão a cada poro intacto:

recobras-me novel e me entrelaças

com vendaval de sons em presto tato.

Cobra no bote, tuas coxas presas,

enrodilhado em meus joelhos altos,

danças e lanças seta no meu alvo.

3.

Quero teu corpo quanto quero à chave

retorcer-se em estreita fechadura.

Quando tu tranças tua pele tersa,

exibes nervo e músculo, arma-dura.

Que me estarreces! Miro, deslumbrada,

a ruga tesa e tensa da procura

do rego rijo onde te largas, ávido,

galopando as campinas da luxúria.

Dorso e penugem vejo-te. E revejo

o teu espelho, que a memória é falha.

Teu desatino encontro, meu amigo,

gesto lúbrico, inchado de desejo,

e, sábia mão, tu me abres como a livro

inda não lido, prenhe de tuas marcas.

4.

Teu dormir só suscita meu desejo,

pois eu, então, vejo tua chama insone –

corcel insano em desandado trote,

que me galope enquanto ainda sonho

com toda a lava que nos cobre e me arde

em fronha de cetim que se entreabre

ao corpo túrgido, encerrado, dentro,

rasgando a pele – em gana transformado,

rugindo rouquidão. Mucosa ávida,

escancarando-se a teu beijo álacre,

cortante gládio a lacerar-me o gáudio.

Com lassa boca, plena de alvoradas,

eu te derroto quando, exausto, tombas,

e eu te profano com meu terno afago.

(Maria da Conceição Paranhos. De As Esporas do Tempo. Salvador: Fundação Casa de Jorge Amado / COPENE, 1996. Prêmio COPENE de Cultura e Arte)